Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
1. El conflicto
intelectual en materia de religión
PEDRO GÓMEZ
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El estado de
confusión
intelectual en materia de religión
Al
debatir
sobre cuestiones de religión, queda siempre pendiente el ir decantando
el
significado de casi todas las palabras. Por esto mismo, quisiera llamar
la
atención sobre unas distinciones muy elementales que habría que grabar
en la
mente: no es lo mismo la Iglesia institucional que los fieles de la
Iglesia; no
es lo mismo la Iglesia católica o el catolicismo que el cristianismo;
no es lo
mismo el cristianismo que la religión; no es lo mismo una religión que
otra.
Por mucho que el cristianismo sea una religión, el catolicismo sea una
iglesia
cristiana y la jerarquía católica sea una parte de la Iglesia de Roma,
no son
escalas superponibles. Además, cada una de ellas puede manifestar
históricamente una heterogeneidad interna enorme, según la época e,
incluso en
la misma época, en función del contexto. Y agreguemos una distinción
suplementaria, la que se da entre los fenómenos religiosos como parte
del
sistema cultural y, por otro lado, los estudios que los toman como
objeto de
investigación. La importancia de estas distinciones estriba en que lo
que se
afirma de una cualquiera de esas instancias, con toda probabilidad,
será
inexacto, inadecuado y hasta erróneo con respecto a las demás. Es
imprescindible, pues, en cada momento, delimitar y precisar lo más
posible de
qué estamos hablando, so pena de extraviarnos en una selva de
confusiones, en
vez de rastrear el camino del examen crítico.
En el panorama actual, no es infrecuente observar, en España, cómo
numerosas producciones de tipo histórico, literario, artístico,
cinematográfico
y filosófico, con marchamo «progresista», aparecen cargadas de
animosidad hacia
la religión y, en particular, contra la Iglesia católica.
Sociológicamente, es
constatable que una actitud de recelo ante el cristianismo o ante la
religión
ha calado en amplios sectores de la opinión pública. Escojo unos
ejemplos
cotidianos, entre los incontables que pululan por todas partes.
El primero con el que me tropecé fue
en una entrevista realizada a una señora, Soledad Sevilla, Premio
Nacional de
Artes Plásticas, con motivo de una exposición. Cuenta ella que está
preparando
una pieza sobre Teresa de Jesús. Destaca cómo la santa «se sobrepuso a
lo que
la rodeaba a través del misticismo». Luego expone una reflexión
personal de
apariencia profunda: «De hecho creo que toda mi obra es bastante
mística, no
religiosa. Se puede ser laico y místico» (El País, Babelia,
10-10-2015). Sin duda, estas frases serán significativas para la
autora, pero,
para la mirada crítica, denotan una confusión conceptual deplorable
acerca de
qué se entiende por religión y qué se entiende por laicidad. Al pronto,
me
suenan como si alguien quisiera convencerme de que juega al fútbol,
pero que
eso no es deporte; o que toca la guitarra, pero que eso no tiene que
ver con la
música, porque no usa partitura. Si adoptamos una mirada antropológica,
carece
de sentido situar la mística fuera del ámbito de la religión, máxime
cuando se
está evocando el referente de Teresa de Ávila.
Otro ejemplo lo encontré en un
escritor galardonado con el Premio Cervantes, que opinaba en una
tribuna
abierta, titulada «Fe y razón». Con su peculiar estilo, el autor, Juan
Goytisolo, denostaba la religión por su componente de irracionalidad.
Allí, en
efecto, rechaza la fe religiosa «con sus dogmas no sujetos a la razón»,
ve
discutible «el grado de racionalidad de la fe», al tiempo que
descalifica de
plano las leyendas bíblicas, porque desafían a nuestra razón. Para
ello, por
ejemplo, ha asumido de hecho una interpretación literal y pueril del
mito
bíblico de la creación, hasta el punto de confundirlo con el
«creacionismo»,
típico de ciertos medios protestantes de Estados Unidos, que es una
teoría no
científica contraria al evolucionismo neodarwinista (El País, 9 de
agosto 2015). En cambio, nuestro escritor, en un
artículo posterior, titulado «La condición humana», enaltece la
literatura
precisamente por dar cabida a lo irracional: «La obra literaria –novela
o
poesía– es una simbiosis de elementos racionales e irracionales», que
expresan
los «fantasmas del yo profundo». De manera que «la lógica de la razón
resulta
irrelevante», ya que lo importante es poner de relieve el «lado oscuro
del
hombre» (El País, 10 de abril 2016).
¿En qué quedamos? La irracionalidad que primero era motivo de escarnio
se
convierte luego en clave del encomio. ¡Qué tratamiento tan
discriminatorio en
un caso y en otro!
Una muestra más de lo enmarañado del
tema se ve en un artículo publicado en una revista de teología, donde
una
profesora universitaria de filosofía, la doctora María José Frápolli,
interviene en el debate abierto por la revista acerca de la posibilidad
de
incluir los estudios de teología entre las titulaciones de la
universidad
pública. Su posición es declaradamente contraria y el principal
argumento
aducido sostiene que la disciplina teológica no satisface los criterios
epistemológicos como ciencia que se les exigen a las demás ciencias,
puesto que
sus enunciados y dogmas no se atienen a los requerimientos de lo que
los
expertos entienden por «conocimiento», «verdad», «racionalidad» y
«evidencia».
El artículo, en consecuencia, concluye con un rechazo frontal de la
teología en
la universidad:
«La teología no puede pretender
formar parte del currículum universitario como una ciencia con
capacidad para
entrar en diálogo interdisciplinar con otras ciencias. El diálogo y la
interdisciplinariedad requieren similitud de estatus y la Teología no
cumple
los requisitos para ser considerada una disciplina científica. Un
científico en
el ejercicio de su profesión y un teólogo en el ejercicio de la suya no
tienen
nada de qué hablar» (Frápolli 2012: 462).
Si este último aserto lo tomamos en
serio, dado que el artículo supone de hecho estar hablando con varios
teólogos,
entonces hemos de colegir que quien ocupa el lugar del científico no lo
está
haciendo en el ejercicio de su profesión… En cualquier caso, aparte la
ironía,
podemos estar de acuerdo en no admitir en la universidad materias que
comporten
alguna clase de adoctrinamiento confesional. Ahora bien, es dudoso que
ese
sesgo sea inherente a todo estudio teológico. Ciertamente no es ese el
enfoque
de los estudios de teología allí donde existen, como en prestigiosas
universidades de Alemania, Gran Bretaña, o Estados Unidos.
Por otro lado, el desarrollo
argumentativo resulta un tanto precario y falaz. Primero, porque
evidencia
escasa información acerca de las disciplinas teológicas y de lo que
realmente
se estudia en las facultades de teología. Segundo, porque parece poco
serio
acotar el sentido de lo que es la teología –según ella misma declara– a
partir
de una definición extraída del prólogo de un manual de teología
sistemática
(Webster 2007, The Oxford handbook of systematic theology), adscrito
además a una orientación notablemente conservadora. Y tercero, porque
esgrime
una concepción epistemológica tan estrecha que apenas sirve hoy para
las
ciencias físicas, y pasa por alto el hecho de que los criterios
epistemológicos
de las ciencias físicas no pueden cumplirse en las ciencias humanas. Si
fuera
consecuente del todo, la autora tendría que preguntarse si la filosofía
cumple
los requisitos para ser considerada «disciplina científica», y si, de
no serlo,
debe permanecer en la universidad pública… Por la misma razón habría
que
suprimir las carreras literarias, artísticas y jurídicas, dado que
tampoco
tienen estatuto de ciencia ni la literatura, ni el arte, ni el derecho.
En
definitiva, ese canon de cientificidad tan restrictivo, al que el
mencionado
artículo se adhiere, no es el adecuado para discernir sobre la cuestión
planteada acerca de los estudios de teología.
Mirando atrás en la historia de
España, en épocas pasadas hubo pensadores heterodoxos y no faltaron
enemigos
ideológicos y políticos de la Iglesia. Pero hoy encontramos no tanto un
debate
intelectual, sino más bien cierta tendencia irracional, partidista, que
fomenta
posicionamientos ideológicos y políticos contra la Iglesia, el
cristianismo y
la religión. En algunos medios, no solo se hace profesión personal de
ateísmo,
sino que se crean asociaciones basadas en el programa de un laicismo
ateo y militante. Solo lo describo brevemente. En lo teórico, suelen
dar por
descontada la impugnación de aquello que rechazan, coartada perfecta
para
conservar intacta la ignorancia. A través de sus querencias, se adivina
que son
epígonos tardíos de los mentores revolucionarios de los siglos XIX y
XX. No se
ha avanzado nada. Ya entrados en el siglo XXI, la nesciencia en materia
de
religión es algo tan bien repartido que lo comparten por igual
izquierdas y
derechas. Sin embargo, es una parte de aquellas la que destaca en un
aspecto
conflictivo: se ha propuesto, al parecer, recuperar como táctica
política la
tradición antirreligiosa, la misma que otrora incubó la persecución
religiosa
anticatólica en 1931 y entre 1936-1939 (desencadenada, como es sabido,
por
organizaciones socialistas, anarquistas y comunistas de entonces,
categorizadas
por algunos estudiosos como «religiones políticas» o «religiones de
salvación
terrestre», en expresión de Edgar Morin). Hoy estamos en otra época,
pero
existe un mecanismo que permanece: a la larga, los desenfoques teóricos
tienen
repercusiones prácticas. Y los conflictos de intereses realimentan
distorsiones
ideológicas. El riesgo subsiguiente es la patología social que deriva
hacia el
fanatismo ideológico, la siembra de odio y, en último término, la
instigación
al asesinato.
La
confusión de ideas sobre religión se ha vuelto pandémica
En
nuestros días posmodernos, el desapego respecto a las instituciones
religiosas
se expande, no solo en España, como excipiente de una mentalidad
difusa, cuyas
causas complejas seguramente requerirían una investigación más a fondo.
El
papel de la iglesia y del propio cristianismo se ha desdibujado en las
sociedades occidentales «en crisis». De manera que la actitud y la
autocomprensión con respecto a la religión en general y a las iglesias
cristianas en particular aparecen afectadas por un problema de
etiquetado de
las distintas posiciones, por un problema de clarificación e
identificación
personal y por un problema de definición conceptual y construcción
teórica.
Puesto que la confusión de ideas en
lo concerniente a la religión se halla, como todo, en vías de
mundialización,
proporcionaré un ejemplo sintomático, tomado de más allá de nuestras
fronteras.
Parece que también en otras partes resulta de buen tono desmarcarse de
lo
religioso. Hablo del modo de discurrir de un artista, Michelangelo
Pistoletto,
nacido en Italia, en 1933. A sus ochenta años, el veterano artista dice
que
prosigue su lucha contra el capitalismo consumista y que sigue
comprometido en
promover un cambio responsable en la sociedad. Entrevistado por El País
(24 de octubre 2013), declaraba entre otras cosas:
«Siempre he sido muy sincero. Por
eso, en mi trabajo he buscado la verdad. En lugar de creer en Dios, yo
pienso.
No puedo afirmar que exista o no, porque de eso se ocupa la ciencia.
Como a
casi todos, me gustan los cuentos de hadas, las leyendas, pero no son
ciencia. Soy
de los que creen que los artistas tenemos que ocuparnos de la
humanidad, unir
la ética con la estética.»
Además, sus palabras ponen de
manifiesto que confía apasionadamente en que la esperanza que nos
queda es el
arte:
«Creo en sus posibilidades [del
arte] para hacer que el pensamiento evolucione y para mover las
emociones.
Pensamiento y emoción son la base de la espiritualidad en la que yo
creo».
Aquí tenemos una preclara muestra de
los malentendidos y confusiones que abundan entre tanta gente,
incluidos
artistas e intelectuales, en relación con la religión y con la idea de
Dios.
Pistoletto contrapone «creer en Dios» y «pensar». Con respecto a la
cuestión de
la existencia de Dios, añade sin inmutarse que debe resolverla la
ciencia.
Ahora bien, esto último conlleva un error de grueso calibre, puesto que
precisamente la cuestión de Dios es una de las que escapa por principio
a la
competencia de la ciencia, conforme a una concepción rigurosa del
método
científico. Después, el artista da a entender que la creencia en Dios
pertenece
a la categoría de los cuentos y las leyendas, que evidentemente no son
ciencia.
Sin duda, se le escapa que tampoco es ciencia la literatura, ni la
música, ni
las demás artes, ni la ética, ni la política, y a nadie se le ocurre
descalificarlas.
El artista Pistoletto «piensa»,
pero, según lo que él mismo dice, el contenido de este pensar se
manifiesta en creer
que los artistas han de ocuparse de la humanidad uniendo ética y
estética.
Implica también, para él, creer en las posibilidades del arte
para promover el pensamiento y la emoción humana. Y afirma finalmente
que cree
en una espiritualidad basada en el pensamiento y la emoción. No sería
difícil
demostrar que estas elevadas creencias en que él cifra su actitud
espiritual constituyen de hecho el núcleo de una actitud religiosa.
Pues, en el
plano vital y pragmático, la diferencia entre religión y espiritualidad
resulta
tan sutil que me parece del todo insignificante.
Por ende, la fe bien entendida y el
pensar bien entendido no solo no se oponen, sino que convergen, si es
que no
llegan a ser lo mismo. Lo que se opone a ambos, en el orden
epistemológico, es
el conocimiento científico, que es evidentemente fundamental e
imprescindible,
pero neutral con referencia a los valores. Estos son absolutamente
necesarios
para vivir, de tal manera que es en el terreno del valor y el sentido
donde se
juegan las verdaderas oposiciones subyacentes en las palabras de
Pistoletto:
buscar la verdad frente a la mentira y la ignorancia, la justicia
frente al
capitalismo voraz, la belleza que estimula la inteligencia y el
sentimiento
frente a la insensibilidad, la espiritualidad humanista frente al
materialismo
frívolo. Así descubrimos la fe imprevista del ateo Pistoletto. Suponer
que la
oposición radical está entre fe en Dios y ateísmo, entre creer y
pensar, entre
religión y avance de la humanidad delata ante todo la profunda
confusión en que
andan sumidas tantas personas que, por lo demás, pretenden ser y en
buena
medida son críticas. Más bien se trata de diferentes lenguajes
–religioso,
filosófico, estético, literario–, sin duda no científicos, pero
abiertos a las
aportaciones de las ciencias. Y lo decisivo estriba en lo valioso que
un
lenguaje comunica, sabiendo que todos y cada uno de ellos pueden emitir
tanto
benéficos mensajes como mensajes dañinos para la humanidad, por
lamentable que
esto sea.
En fin, a la vista de lo que el
artista dice que piensa, queda meridianamente claro que el «buscar la
verdad» en su trabajo no se refiere en absoluto a la verdad del saber
científico, sino a cierta verdad del arte. Esto significa que
cabe alcanzar verdades específicas por vías distintas de la ciencia y,
por
tanto, siendo consecuentes, habría razones para aceptar que también sea
legítimo buscar la «verdad» de la religión.
Es sintomática la manera subjetiva
como individuos o grupos tratan de marcar las distancias: uno piensa
que la
suya es la religión verdadera y la de los demás, falsa o herética; otro
cree
que lo suyo es religión y lo de los demás, superstición; otro dice que
lo suyo
no es religión, sino filosofía, o que es espiritualidad, pero no
religión; otro
da por sentado que la propia visión es científica y todo lo demás puro
oscurantismo. En fin, no digo que, en algún caso, estas apreciaciones
no puedan
ser ciertas, pero en general su validez objetiva está pendiente de
demostración.
Así, pues, no es fácil salir del
embrollo. Lo que para los protagonistas quizá, cuando son sinceros,
constituye
una verdad subjetiva evidente, cuando lo examinamos desde la mirada
inquisitiva
y crítica del investigador, antropólogo o filósofo, se revela con
frecuencia,
en realidad, como un complaciente autoengaño. Es uno de esos casos
donde el
progreso del conocimiento exige romper con las apariencias.
El
argumento de los desmanes de la religión no es concluyente
Con
mucha frecuencia lo que se aduce contra la fe religiosa son
argumentaciones de
orden práctico. Muchos ateos miran la religión a través de la lente de
las
barbaridades cometidas en su nombre, o abusando de ella, dejando fuera
de foco
todo lo demás. Esta crítica tiene fundamento en los hechos. Pero sus
conclusiones solo serán verdaderas, en buena lógica, para el tipo de
casos que
están considerando. Extrapolar el veredicto negativo a todo el complejo
fenómeno de la religión constituye una generalización distorsionada.
Semejante
táctica es equiparable a la contraria, y tan rechazable como ella,
cuando se
exponen solo las bondades asociadas con el comportamiento religioso,
soslayando
todo lo demás.
Algunos ateos convencidos dicen que
han llegado a la conclusión de que Dios no existe al contemplar el
panorama de
las enormes atrocidades cometidas en nombre de Dios. Pero un argumento
así solo
tiene fuerza dando por sentada la afirmación de lo que niega en la
conclusión.
Es decir, tal como está formulado, encierra una paradójica
contradicción,
porque, si Dios no existe para el ateo, carece de sentido que este
parta de la
premisa de que esas atrocidades sean realmente atribuibles a Dios.
Habría que abstenerse de burdas
simplificaciones que descalifican toda religión de manera lineal, al
modo de
Christopher Hitchens (2007), cuando identifica religión con teocracia y
esta
con fanatismo. Por lo demás, si queremos ser coherentes en la denuncia
de las
barbaridades, no podemos ocultar que también la razón filosófica y la
investigación científica han promovido y legitimado comportamientos
destructivos contra los seres humanos y contra la naturaleza, de manera
equiparable, si no peor que la que se atribuye a los dioses más
despóticos. Si
analizamos los acontecimientos históricos, debemos concluir que el
ateísmo no
ha acreditado un comportamiento más humanista, sino que, de hecho, ha
estado
íntimamente implicado en las colosales hecatombes producidas por los
sistemas
totalitarios del siglo XX.
El método de argumentación de los
adalides ateos de estos últimos años, basado en el filtrado y la
generalización
de lo negativo, les conduce con demasiada frecuencia a ofrecernos un
discurso
plagado de paralogismos, sofismas y falacias. Del mismo modo que
utilizan los
desmanes perpetrados en nombre de una religión para rechazar de plano
todo
sistema religioso, no faltarían motivos para renegar de toda
institución
humana. Por ejemplo, los execrables experimentos con humanos realizados
en
Auschwitz por el doctor Mengele, perpetrados en nombre de la ciencia, y
los
desarrollos teóricos puestos al servicio de la maquinaria empleada en
las
masacres bélicas constituirían una prueba de cargo para la
descalificación
radical de la ciencia. Pero, para ser lógicamente coherentes, ante los
hechos
deplorables, la repulsa debe dirigirse hacia ese tipo determinado de
ciencia,
hacia ese
tipo determinado de religión. De lo contrario, con un enfoque
equivocado, acabaríamos postulando el absurdo de que todas las
instituciones de
la civilización son nefastas y deben ser abolidas.
La
teoría de la mentalidad
primitiva es demasiado arcaica
Otra
estrategia elucubrada por algunos pensadores intenta trazar una línea
demarcatoria que pretende confinar el pensamiento religioso en una fase
arcaica, anterior, inferior y superada. Así, acusan a la religión de
representar algo propio de la sociedad primitiva, una forma de
pensamiento
ilógico, una proyección ilusoria, una actitud infantil. A esto subyace
un
esquema típico del evolucionismo social decimonónico, hoy desacreditado
por la
investigación histórica y antropológica. El filósofo Auguste Comte,
fundador
del positivismo y la sociología, teorizó que había dos estados
precientíficos
de la humanidad, el mítico y el metafísico, que habían sido superados
por el
científico positivo. Otro filósofo, Ludwig Feuerbach, describió la
esencia de
la religión como una proyección ilusoria que debería ser disuelta por
la
conciencia crítica racional. El inventor del psicoanálisis, Sigmund
Freud,
decretó que la religión era un rasgo de la personalidad infantil,
contrapuesta
a la madurez del adulto. El etnólogo Lucien Lévy-Bruhl tipificó la
existencia
de una mentalidad prelógica o primitiva, anterior al desarrollo del
pensamiento
lógico (aunque más tarde se retractaría de esa idea). En realidad,
todos estos
planteamientos, en apariencia tan verosímiles, cada uno a su modo,
impedían
comprender el fenómeno, al reducirlo arbitrariamente a alguno de sus
aspectos
y al interpretarlo con una mirada peyorativa y un desprecio basado en
una fatua
superioridad intelectual y moral. Sin muchos matices ni verdaderas
distinciones, tacharon al pensamiento simbólico de primitivo, ilógico,
ilusorio
e infantil, en lugar de esforzarse por entender su función y reconocer
el hecho
de que ambos registros cognitivos, empírico y simbólico, coexisten
siempre,
necesaria y simultáneamente, en la realidad humana. Una de las
demostraciones
más lúcidas en esta línea la encontramos en Claude Lévi-Strauss, cuando
concluye que el «pensamiento salvaje», reputado falto de lógica, es tan
lógico
como el civilizado o científico:
«A la vez, se superaba la falsa
antinomia entre mentalidad lógica y mentalidad prelógica. El
pensamiento
salvaje es lógico, en el mismo sentido y de la misma manera que el
nuestro,
pero como lo es solamente el nuestro cuando se aplica al conocimiento
de un
universo al cual reconocen simultáneamente propiedades físicas y
propiedades
semánticas. Una vez disipado este error de interpretación, sigue
siendo verdad
que, en contra de la opinión de Lévy-Bruhl, este pensamiento avanza por
las
vías del entendimiento, y no de la afectividad; con ayuda de
distinciones y
oposiciones, y no por confusión y participación» (Lévi-Strauss 1962:
388).
Y es que, a partir de una raíz común
y de idénticos mecanismos fundamentales, se da un doble despliegue del
pensamiento humano, presente tanto en las sociedades arcaicas como en
las
civilizaciones modernas. El pensador Edgar Morin, en su obra El método,
analiza las características de estas dos modalidades: las del
pensamiento
mítico-simbólico-mágico y las del pensamiento
racional-empírico-técnico. Según
él, existe una unidualidad de ambos tipos de pensamiento. Por eso,
«sería un
grave error creer (y sin duda sería esto una creencia mítica) que el
Mito ha
sido expulsado por la racionalidad moderna»; el mito tiene que ver con
los
aspectos insondables de la vida y la muerte y con el misterio del ser;
pero
mana de la misma fuente, de «los principios fundamentales que gobiernan
las
operaciones del espíritu/cerebro humano» (Morin 1986: 183-184). «El
pensamiento
empírico/técnico /racional se polariza en la objetividad de lo real. El
pensamiento mitológico se polariza en la realidad subjetiva» (Morin
1986: 186).
Por tanto, hay que concebir a la vez la complementariedad y el
antagonismo de
los dos modos de pensamiento. El enfoque correcto no es que uno
evoluciona a
partir del otro, sino que se da una evolución histórica de cada uno de
ellos,
relativamente autónoma, a la vez que se interrelacionan, unas veces
potenciándose entre sí y otras en conflicto mutuo.
Con todo, es muy conveniente tratar con mayor detenimiento las críticas
a
la religión desde la filosofía, o mejor, por parte de algunos
filósofos, así
como las interferencias de la ciencia, o mejor, de algunos científicos
en el
problema y el debate acerca de la religión o sobre Dios, con el fin de
clarificar su alcance y calibrar mejor la cientificidad de los
planteamientos
cientificistas, con el fin de poner en entredicho las extrapolaciones,
que son
siempre un abuso lógico ilegítimo.
La
opción religiosa de los
científicos resulta irrelevante
Otra
línea de
argumentación utilizada, con la idea de mostrar la oposición entre
cristianismo y ciencia, consiste en destacar el carácter cristiano de
pensadores que han tenido conflictos con la ciencia. El recurso más
socorrido
es sacar de contexto el caso Galileo; y el más moderno, citar a los
malhadados
apologistas del «creacionismo». En cambio, no mencionan jamás la
condición de
cristianos de grandes figuras de la ciencia moderna: el mismo Galileo,
Copérnico, Kepler, Descartes, Pascal, Leibniz, Newton, Linneo, Mendel,
Maxwell,
Lemaître, Heisenberg. No obstante, creo que ninguno de esos dos
planteamientos
es concluyente. No valen nada, ni a favor ni en contra. El argumento
del
ateísmo o el laicismo militante de unos científicos frente al teísmo o
el
cristianismo explícito de otros científicos constituye un argumento que
se
desmorona solo. Porque el salto epistemológicamente imposible entre el
conocimiento
positivo y la convicción de fe no se salva jamás a base de prestigio.
La pretensión es tan vana como esa
pugna soterrada entre listas de egregios científicos, una recopilando a
los que
se declaran cristianos, otra a los que se dicen ateos. Las podemos
encontrar
fácilmente en la Wikipedia: List of christian thinkers in science,
List
of jesuit scientists, List of atheists in science and technology. No
cabe un certamen más pueril, a ver qué bando congrega a su
favor mayor número de eminentes cabezas. En realidad, una cosa no tiene
nada
que ver con la otra. La única conclusión sensata será reconocer la
irrelevancia
de la ciencia para ser buen creyente, lo mismo que la irrelevancia de
la
creencia o increencia para ser buen científico. La opción religiosa de
un
científico solo le compete y se vuelve significativa en cuanto persona.
Dice el
astrofísico Trinh Xuan Thuan:
«El objeto de mi investigación es la
formación y la evolución de las galaxias, de las galaxias enanas
concretamente;
mi apuesta por un principio creador no afecta a lo que pueda encontrar.
Mis
inquietudes espirituales actúan en otros planos. Más que nunca, la
ciencia me
deja libertad» (Trinh Xuan Thuan 2008b: 55).
En consecuencia, desde el punto de
vista de la epistemología, tenemos que dejar al margen los aspectos
que no
entran en el enfoque, el objeto y el método de cada disciplina. Esto
supone
admitir como algo normal lo que cabe denominar «ateísmo metodológico»
en las
ciencias, en todas ellas, físicas, biológicas y antroposociales, entre
otros
factores de su demarcación. Y exactamente por las mismas razones
teóricas por
las que es preciso rechazar el «ateísmo cientificista», entendido como
negación
pretendidamente científica de la creencia en Dios. Esta pretensión
antirreligiosa no puede darse más que como una posición filosófica, o
una
ideología, que, tan pronto como afirme ser científica, delatará su
carácter
anticientífico.
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