Las primeras Iglesias orientales

RAAD SALAM NAAMAN





Los apóstoles, fieles al mandato de Cristo, fueron por todo el mundo anunciándolo. No disponemos de datos históricos, ni son necesarios, para saber qué parte del mundo escogieron y en qué dirección se fueron. De algunos de ellos, los menos, ha quedado constancia del lugar o lugares por donde pasaron. La tradición, desarrollada en la Edad Media, les fue asignando una parte o al menos una dirección del mundo entonces conocido.


Así tenemos muy pocos datos históricos del grupo de los doce apóstoles. De Pedro, el primero de los apóstoles, y de Pablo hay constancia de los diversos lugares en que permanecieron o visitaron, así como la comunidad de Roma, que en ellos ve el fundamento de su predicación y la gloria del martirio común. Del resto de los apóstoles las noticias son más escasas, cada vez más tardías y mucho más elaboradas, siendo fuente de información otros escritos de los primeros siglos y la abundante literatura apócrifa.


Los apóstoles implantaban la iglesia o comunidad local por el evangelio que anunciaban y por la eucaristía que se celebraba. Al frente de cada comunidad local ponían a un colaborador-sucesor, como las cartas pastorales indican respecto de Timoteo y Tito en Éfeso y Creta (1 Timoteo 1,3; Tito 1,5). La comunidad local se convertía en iglesia local cuando era presidida por un epíscopos, se anunciaba el evangelio y se hacía memorial de la eucaristía. Estos tres elementos fundantes constituirán las primeras iglesias locales.


El cristianismo iba calando en el mundo grecorromano y se iba sirviendo, como si de un soporte se tratara, de las vías de comunicación existentes, de las ciudades más relevantes e incluso de la organización. Puede afirmarse que el cristianismo aprovechó cuanto encontró en aquella sociedad y le favoreció el Imperio romano, aunque mucho de lo ofrecido fuera prescindible.


Sin embargo, el cristianismo en sus orígenes conoció una gran prueba, ofrecida por el propio Imperio romano. El culto al emperador y a los dioses se oponía radicalmente al evangelio: los cristianos solo tenían a Dios por único señor, aunque aceptaban la autoridad civil sea cual fuere. A partir de Nerón el rechazo al culto del emperador se convirtió en un atentado contra la dignidad y seguridad del Estado, surgiendo una larga época de persecuciones en la que se alternaban momentos de relativa paz. Con la paz constantiniana, el Imperio se hace cristiano y se restituyen los bienes cristianos confiscados. Y Constantino se convertirá, a partir del año 324, en el único emperador.


Un hecho importante para las primeras iglesias constituidas va a tener el traslado de la capital imperial de Roma a la antigua Bizancio, que tomará el nombre de su emperador, Constantinopla, y que se inaugurará el 11 de mayo del 330. A la muerte del emperador Teodosio, en el año 335, el Imperio queda dividido en Oriente, con Constantinopla como capital y Arcadio como emperador, y Occidente, con Roma y el emperador Honorio a la cabeza. La rivalidad era previsible: como los bizantinos se consideraban los verdaderos sucesores del Imperio romano e intentaban de diferentes maneras destacar esta continuidad, al designarse como «romanos», la capital también se llamó «Nueva Roma», título referido a Constantinopla y que todavía ostenta el Patriarca ecuménico de la Ortodoxia.


El calificativo de oriental ya era usado mucho antes de la división geográfica del Imperio romano. Para un latino, las poblaciones orientales eran aquellas que tenían una cultura griega, con lo que oriental y griego vinieron a significar lo mismo en Roma. Sin embargo, para un griego los orientales eran aquellos habitantes de poblaciones de Asia fuera del ámbito helenístico.


Para el mundo bíblico, el término «oriental» reviste un sentido teológico y universal. Generalmente lo oriental está en relación con el simbolismo del sol, que se levanta y se pone (Zacarías 8,7; Mateo 1,11), que sale y desaparece (Salmo 113,3). El mismo Jesús es presentado como sol (Lucas 1,78) que nace del oriente, al igual que la costumbre de orar hacia oriente o la disposición u «orientación» de los edificios de culto, que tenían un significado cristiano y no geográfico. Pero también tiene un contenido universal cuando lo oriental se expresa junto con lo occidental: «vendrán muchos de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob» (Mateo 8,11; 24,27).


Las primeras iglesias orientales eran, pues, aquellas que se ubicaban en la parte oriental del Imperio romano. Las incipientes comunidades de cristianos, unidas por la comunión en la fe, en la eucaristía, en la oración y en el compartir los bienes materiales, tienen como ejemplo a la primitiva comunidad de Jerusalén (Hechos 2,42-44). Pronto este ejemplo traspasa las fronteras locales de Samaría para encontrar la pujante comunidad de Antioquía, capital de Siria, donde los discípulos son llamados cristianos (Hechos 11,26). Las comunidades cristianas van aumentando y creciendo de tal forma que el cristianismo llega a la capital del Imperio, a Roma. No cabe duda de que el cristianismo superó los círculos concéntricos o las fronteras de pueblos y culturas, tal como se desprendía de la fuerza y riqueza de su mensaje (Hechos 1,8).


Ya en el siglo I el cristianismo estaba implantado en las principales ciudades del Imperio y en su misma capital. Las comunidades de cristianos eran constituidas en iglesias por los apóstoles o por sus inmediatos colaboradores. Y al frente de todas las iglesias se situaba la Iglesia de Roma, que «preside en la caridad», según afirmación de san Ignacio de Antioquía, como centro de comunión de todas ellas. No se discutía si una comunidad cristiana o una iglesia era oriental u occidental: el cristianismo adoptó en los comienzos de su predicación el vehículo que le proporcionó el Imperio.


Con la llegada del siglo IV, el cristianismo conoce la paz constantiniana y, poco más tarde, la celebración del primer concilio en Nicea, que reúne más de 250 obispos, casi todos orientales, convocado por el emperador el año 325. Estos dos hechos son altamente significativos: la Iglesia católica se acomodará al Imperio por lo que a su organización se refiere, y el Imperio se consolidará fuertemente con la unidad de la fe. Esto explica que el emperador sea quien convoque un concilio, en su doble condición de rey y sacerdote.


Con el traslado de la capital del Imperio a Constantinopla, este quedará dividido en Oriente y Occidente y, consecuentemente también, por el principio de acomodación al Imperio, las iglesias serán orientales u occidentales, según su ubicación imperial. En esta época no se discute el principio de la apostolicidad, que pronto comenzará a afirmarse y reivindicarse.


Todas las iglesias situadas en la parte oriental del Imperio, y que en lo sucesivo se denominarán como iglesias orientales, seguían teniendo en Roma el principio de comunión, y en quien presidía desde esta sede el principio de colegialidad. La organización eclesiástica era idéntica a la política. El Imperio estaba dividido en tres diócesis imperiales: Italia, Egipto y Oriente, cuyas capitales, que pronto darán origen a los patriarcados, son Roma, Alejandría y Antioquía respectivamente. Cada diócesis imperial tiene varias capitales de provincia o metrópolis, y estas a su vez varias provincias. Esta división es importante retenerla si queremos descubrir las relaciones existentes entre las jerarquías imperial y eclesial, o entre las jerarquías patriarcales.


Entre las primeras iglesias orientales ciertamente hay que señalar a Alejandría y Antioquía, donde la autoridad de sus respectivos obispos era ejercida muy ampliamente, como lo ponen de relieve la ordenación episcopal o la primacía de sus obispos. En el año 381 el emperador Teodosio convoca un concilio para precisar la doctrina sobre el Espíritu Santo, negada por Macedonio, obispo de Constantinopla. Tras juzgar al obispo de la capital imperial en Oriente, se determina la posición de la capital del imperio: «Que el obispo de Constantinopla tenga el primado de honor después del obispo de Roma, porque esta misma ciudad es la nueva Roma». A este primer concilio de Constantinopla asisten 150 obispos, todos ellos orientales, es decir, que presidían iglesias situadas en la parte oriental del imperio. No asistió ningún obispo de Occidente, ni siquiera legado alguno de Roma, por lo que este concilio será calificado de «ecuménico» años más tarde.


Importa resaltar que el orden de las primeras iglesias orientales era modificado al introducir la «primacía constantinopolitana». Los motivos hay que buscarlos, no en una equiparación con Roma para socavar su primacía, ni en su ausencia que no se consideraba necesaria para arreglar los asuntos de Oriente, sino en el peso que la ciudad imperial iba adquiriendo y en el prestigio que iba generando. Constantinopla dependía del metropolitano de la diócesis de Tracia, que era Heraclea, y los obispos constantinopolitanos poco a poco sometían a su jurisdicción las nuevas diócesis de Tracia, Ponto y Asia. A esto hay que añadir la influencia y jurisdicción que Alejandría ganaba en Antioquía, y en este sentido ha de interpretarse el canon segundo del primer concilio de Constantinopla.


Las primeras iglesias orientales más insignes en los cinco primeros siglos de cristianismo quedan definitivamente organizadas en patriarcados, presididos por Roma, y ordenados de acuerdo con las disposiciones de los concilios precedentes: Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Estas cuatro sedes patriarcales del Oriente, junto con Roma, formarán la pentarquía como forma de comunión entre estas iglesias y como ejercicio de colegialidad de sus obispos y solicitud por todas las iglesias.


Todas estas iglesias venerables desde la antigüedad tienen en común el haber sido fundadas por alguno de los apóstoles o sus sucesores o inmediatos colaboradores, su relación con el primero de ellos, el formar grupos orgánicos de iglesias «matrices» o metropolitanas, su exiguo número de fieles frecuentemente dispersos, y el compartir la sede con otras iglesias cristianas u otros ritos.


Las Iglesias orientales siempre han existido. Todas ellas afirn1aron la fe ortodoxa firmándola en Calcedonia y han vivido la catolicidad presididas por Roma. A lo largo de la historia se han sucedido distintas separaciones, perdiendo tanto las que se separaban de la Sede romana como las que permanecían unidas: todas quedaban mermadas en sus miembros, y sobre todo quedaba mermada la fuerza de su testin1onio, que dificultaba el anuncio del evangelio. Las iglesias que se separaban perdían la catolicidad que significaba la Iglesia de Roma y, creyendo ganar en fidelidad, buscaban expresarla de otras formas. Ante las separaciones, no faltaron reacciones tanto de pastores como de fieles que, aun siendo minoritarias, deseaban y querían seguir viviendo sus tradiciones propias y legitimas dentro de la comunidad católica presidida por la Iglesia de Roma. Tales reacciones hay que considerarlas como el precedente más inmediato de las Iglesias orientales católicas. Sin embargo, no puede afirmarse que estos grupos de fieles y pastores que pedían unirse a Roma ya haya que considerarlos como una Iglesia oriental católica.


La historia confirma estos ejemplos, pero también constata que años más tarde surgió el movimiento contrario: los mismos fieles, o la generación siguiente de fieles, con algún jerarca al frente, iniciaban el camino a la inversa, consistente en no estar unidos a la Sede romana. Las Iglesias orientales católicas siempre se han considerado con todo rigor sucesoras legítimas de las primeras iglesias orientales, que Roma presidía en la caridad. Aquellas iglesias que abandonaron la unión con Roma también son legítimas, aunque se hayan desprendido de la primacía romana. Unas y otras tanto las que permanecían unidas a Roma como las separadas de Roma, hay que considerarlas hermanas, ya que todas proceden del mismo tronco y se nutren de la misma savia, como es todo el patrimonio oriental común.


Existe un gran desconocimiento de las Iglesias orientales en general y las iglesias orientales de Oriente Medio, Próximo y Norte de África en particular que aún hoy día siguen formando parte de la comunidad cristiana.


Raad Salam Naaman, Los primeros cristianos. Los cristianos orientales. Entre el hecho histórico y un verdadero genocidio. Ediciones Monte Riego, 2019: 189-193.