La batalla de Damieta: la mayor victoria de san Luis sobre el islam

RAYMOND IBRAHIM





Un día 6 de junio, Luis IX de Francia, mejor conocido para la posteridad como san Luis, obtuvo una victoria impresionante sobre la yihad islámica.


Era finales de mayo de 1249 y había comenzado la Séptima Cruzada. Luis y su ejército, que constaba de unos veinticinco mil cruzados, zarparon de Chipre. Su destino, basado en la lógica cruzada ahora evidente de que había que neutralizar Egipto antes de poder asegurar Jerusalén, era el puerto egipcio de Damieta.


Teniendo en cuenta que Damieta también había sido el foco de la Quinta Cruzada (1217-1221), nada de esto fue una sorpresa para el sultán egipcio Al-Salih Ayyub. Envió hombres bajo el mando del emir Fahreddin para reforzar la guarnición de Damieta y proteger la costa contra cualquier desembarco cruzado. Luego, envió un mensaje advirtiendo a Luis de que se abstuviera: "Nadie nos ha atacado sin sentir nuestra superioridad", se jactaba el sultán. "Recordad las conquistas que hemos hecho a los cristianos. Los hemos expulsado de las tierras que poseían. Sus ciudades más fuertes han caído bajo nuestros golpes".


El corazón del mundo musulmán, Oriente Medio y el norte de África, desde Irak en el este hasta Marruecos en el oeste, más tarde Turquía, y durante siglos España y los Balcanes, habían sido originalmente habitados y conquistados por los cristianos. Los musulmanes, como Al-Salih Ayyub, eran muy conscientes y disfrutaban arrojando este hecho a la cara de los cristianos.


El 4 de junio, la flota cristiana había anclado en la orilla occidental del Nilo, frente a Damieta. Entre ella y la ciudad, legiones de musulmanes se alinearon en la costa y la orilla del río, donde "hacían un ruido fuerte y terrible con cuernos y címbalos". Se celebró un consejo en el barco del rey. Aunque algunos dijeron de esperar a los otros barcos que se habían retrasado por una tormenta, Luis estaba decidido a desembarcar en la costa ya. "Nuestros hombres", escribió Guido, uno de los caballeros presentes, "viendo la firmeza y la determinación inquebrantable del señor Rey, se pusieron a sus órdenes… para ocupar la costa por la fuerza y ​​desembarcar". Cuando sus consejeros lo instaron a no participar en el desembarco inicial, debido al peligro que representaba para su persona, Luis respondió: "Soy solo un individuo cuya vida, cuando Dios lo quiera, será extinguida como la de cualquier otro hombre".


Y así, aquel 6 de junio de 1249, los cruzados, a un fuerte grito de batalla, remaron con furia hacia la costa en los botes más pequeños, y "de acuerdo con la orden estricta y más urgente del señor Rey, se lanzaron apresuradamente al mar que cubría hasta sus lomos". Revestidos con pesados ​​hierros y avanzando lentamente hacia la costa, fueron recibidos y hostigados por una lluvia de flechas. "De todos los barcos, el señor Rey se puso el primero", continúa Guido. "Luis saltó al agua hasta las axilas y vadeó hasta la orilla, con el escudo alrededor del cuello, el yelmo en la cabeza y la espada en la mano". El cronista Jean de Joinville (1224–1317), amigo cercano de Luis que participó en la cruzada, continúa: "Tan pronto como ellos [los musulmanes] nos vieron desembarcar, vinieron hacia nosotros, espoleados con vehemencia. Nosotros, cuando los vimos venir, hincamos el pico de nuestros escudos en la arena y el mástil de nuestras lanzas apontocado en la arena con la punta hacia ellos". Confrontados por este enorme muro de escudos tachonado de púas, y viendo "las lanzas a punto de clavarse en sus vientres", los musulmanes "se dieron la vuelta y huyeron; todos excepto uno, que, pensando que sus camaradas cargaban detrás de él, fue al instante derribado".


A partir de entonces, los cruzados "cayeron valientemente sobre los enemigos de la Cruz como fuertes atletas del Señor", escribe Guido: "Los sarracenos armados, montados en formación en la costa, disputaron la tierra con nosotros… manteniendo un denso disparo de jabalinas y flechas contra nuestros hombres. Y, sin embargo, nuestros hombres... siguieron adelante y pusieron pie sobre tierra a pesar de los sarracenos". Cuanto más retrocedían los musulmanes, más avanzaban los cristianos sobre terreno firme. En poco tiempo, se habían transportado y montado los caballos, lo que condujo a cargas de caballería pesadas y ostentosas, todo bajo la cobertura de los disparos que se efectuaban desde la flota cristiana. Aterrorizados por tal osadía, los musulmanes salieron corriendo vergonzosamente.


En lugar de retroceder y resistir en Damieta, el emir Fahreddin huyó por completo de la escena. Al ver esta ignominiosa retirada, y no queriendo afrontar, en palabras de los cronistas musulmanes, "la furia de los cristianos", la guarnición de Damieta, seguida por todos sus habitantes, huyeron de la ciudad al amparo de la noche, con gran desorden y pánico –"descalzos y desnudos, hambrientos y sedientos, en la pobreza y el desorden, mujeres y niños"–, no sin antes degollar o "sacarles los sesos" a la mayoría de sus prisioneros cristianos, muchos de los cuales habían sido capturados durante la Quinta Cruzada.


Unos pocos cautivos y esclavos que habían escapado salieron al encuentro de los cruzados en su marcha hacia Damieta, donde quedaron asombrados al encontrarla completamente desierta. A la mañana siguiente de este espectacular comienzo de su cruzada, Luis y sus hombres fueron a la mezquita principal de Damieta. "Aquí, tres días antes", escribió un sorprendido Guido, "nos aseguraron categóricamente los prisioneros que el inmundo Mahoma había sido glorificado con abominables sacrificios, gritos estentóreos y toques de trompetas". Pero debido a que la mezquita había sido anteriormente una iglesia –"donde los cristianos [coptos] tenían la costumbre de celebrar la misa y hacer sonar sus campanas"–, el rey hizo purificar la mezquita con agua bendita y, "una vez que hubo sido completamente purificada de las inmundicias de los paganos", se celebró misa allí. De esta manera, y como la madre de Luis, doña Blanca, escribió a Enrique III, "el lugar de la mezquita, que hace tiempo, cuando la ciudad fue capturada anteriormente [por los musulmanes en el siglo VII], era la iglesia de la Santísima Virgen María, fue consagrado de nuevo y allí se dio gracias al Dios Altísimo".


Como dejan bien claro estos relatos, los europeos del siglo XIII no ignoraban el hecho de que todo el Cercano Oriente y el norte de África, no solo Jerusalén, eran originalmente parte de la cristiandad. Esto aparece especialmente en documentos de los cruzados sobre Egipto. Por ejemplo, el acta fundacional para la reconsagración de esta iglesia convertida en mezquita y nuevamente convertida en iglesia, que está fechada en noviembre de 1249, hace las siguientes afirmaciones: "cuando este país [Egipto] sea liberado de las manos de los infieles" y "cuando esta tierra sea liberada". De manera semejante, Guillermo de Sonnac, Gran Maestre de los Templarios, escribió al respecto que "el Señor Rey planea… devolver todo el país [de Egipto] al culto cristiano".


Aspiraciones elevadas, sin duda. En cualquier caso, fue un comienzo asombroso para la Séptima Cruzada.


Este artículo se extrajo del nuevo libro de Raymond Ibrahim, Defenders of the West. The Christian Heroes Who Stood Against Islam.



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