La batalla de
Tours: cuando Occidente "resistió valientemente" al islam
RAYMOND IBRAHIM
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Aquel día, 10 de octubre de 732, una épica
batalla salvó a Europa occidental de convertirse en islámica.
Exactamente cien años después de la muerte del profeta del islam,
Mahoma, en 632, un siglo que había visto la conquista de miles de
kilómetros cuadrados de tierras anteriormente cristianas, incluidas
Siria, Egipto, África del Norte y España, la cimitarra del islam se
encontró en el corazón de Europa, en 732, enfrentándose al principal
poder militar de ese continente, los francos.
Después de que las hordas musulmanas, que supuestamente ascendían a
80.000 hombres, devastaran la mayor parte del suroeste de Francia,
matando y esclavizando a innumerables víctimas, se encontraron y se
enfrentaron con 30.000 soldados de infantería francos, bajo el mando de
Carlos Martel, el 10 de octubre, en algún lugar entre Poitiers y Tours.
Un anónimo cronista árabe medieval describió la batalla de la siguiente
manera:
"Cerca del río Owar [Loira], las dos grandes huestes de las dos lenguas
[árabe y latín] y los dos credos [islamismo y cristianismo] se
enfrentaron entre sí. Los corazones de Abd al-Rahmán, sus capitanes y
sus hombres estaban llenos de ira y orgullo, y fueron los primeros en
comenzar la lucha. Los jinetes musulmanes se lanzaron feroces y en
repetidos ataques contra los batallones de los francos, que resistieron
valientemente, y muchos cayeron muertos en ambos lados, hasta la puesta
del sol."
El ataque musulmán, que consistió enteramente en cargas salvajes y
precipitadas, resultó ineficaz, porque "los hombres del norte
permanecieron inmóviles como una muralla, estaban juntos como un
cinturón de hielo congelado, que no se derretía, mientras repelían a
los árabes con el espada. Los austrasianos [francos orientales], de
gran estatura y mano de hierro, avanzaban valientemente en el fragor de
la lucha", escribe un cronista. Los francos resistieron sin romper las
filas ni permitir que las oleadas de jinetes galoparan a través de las
brechas, que era la táctica de la caballería árabe. Por el contrario,
apretaban sus filas y, "formando un cerco alrededor de su jefe
[Carlos], la gente austrasiana se lo llevó todo por delante. Sus manos
incansables blandieron las espadas hasta herir los pechos [del
enemigo]".
El historiador militar Victor Davis Hanson ofrece una visión más
práctica:
"Cuando las fuentes hablan de ‘una muralla’, ‘un bloque de hielo’ y
‘líneas inamovibles’ de soldados de infantería, deberíamos imaginar una
muralla humana literal, casi invulnerable, con escudos cerrados en un
frente de cuerpos blindados, armas extendidas para clavarlas en el bajo
vientre de cualquier jinete islámico tan loco como para atacar a los
francos al galope."
Como era de esperar, la batalla fue un desastre asombroso: "Los
musulmanes cabalgaban en grandes grupos, atacaban a los francos en los
puntos más débiles, disparaban flechas y luego se alejaban, mientras
avanzaba la línea enemiga".
En respuesta, "cada soldado franco, con el escudo levantado, clavaba su
lanza en las piernas de los jinetes, o en la cara y los flancos de su
montura, luego cortaba y pinchaba con su espada para descabalgar al
jinete, mientras aplastaba su escudo –el pesado tachón de hierro en el
centro era de por sí un arma formidable– contra la carne expuesta.
Avanzando poco a poco en masa, los francos continuaron pisoteando y
apuñalando a los jinetes caídos a sus pies, con cuidado de mantener el
estrecho contacto entre uno y otro en todo momento".
En un punto, los guerreros de Alá rodearon y atraparon a Carlos, pero
este "luchó con tanta fiereza como el lobo hambriento que cae sobre el
ciervo. Por la gracia de nuestro Señor, causó una gran matanza entre
los enemigos de la fe cristiana", escribe el cronista Denis. "Entonces
se le llamó por primera vez ‘Martel’, porque como un martillo de
hierro, acero o cualquier otro metal, se lanzó y derrotó en la batalla
a todos sus enemigos".
Al caer la noche sobre el campo de aquella carnicería, los dos
ejércitos ensangrentados desistieron y se retiraron a sus respectivos
campamentos. Al amanecer, los francos se preparaban para reanudar la
batalla, cuando descubrieron que los musulmanes habían huido todos al
amparo de la oscuridad. Su caudillo, Abdul, había muerto en combate el
día anterior, y los bereberes –liberados de su látigo y habiendo
probado el temple franco– parece que preferían la vida y algo de botín
más que el martirio. Todos huyeron hacia el sur, todavía saqueando,
quemando y esclavizando a todo el que pillaban a su paso. Consciente de
que su fuerza residía en su "muralla de hielo", Carlos no los persiguió.
El resultado "fue, como todas las batallas de caballería, un sangriento
desastre, todo sembrado con miles de caballos heridos o moribundos, el
botín abandonado y árabes muertos y heridos. Pocos de los heridos
fueron hechos prisioneros, dado su previo historial de asesinatos y
saqueos". Las fuentes más antiguas dan cifras astronómicas de
musulmanes caídos, con solo una pequeña fracción de caídos francos.
Cualesquiera que sean las cifras reales, en esta batalla cayeron
significativamente menos francos que musulmanes. Incluso las crónicas
árabes mencionan aquel combate como "pavimento de los mártires", lo que
sugiere que la tierra estaba recubierta de cadáveres musulmanes.
"Las buenas nuevas pronto se difundieron por todo el mundo católico" y
las crónicas que nos han llegado de aquel día, incluida la del árabe
anónimo antes citado, describen esta victoria en términos épicos, casi
apocalípticos. De hecho, de las muchas batallas entre el islam y la
cristiandad, desde las crónicas coetáneas hasta la era moderna, la
batalla de Tours fue una de las más celebradas en Occidente, si no la
que más. Pues, aunque el Mediterráneo se perdió, y aunque las
incursiones en la costa europea se convirtieron en un rasgo permanente,
el islam quedó confinado en la Península Ibérica, dejando que Europa
Occidental prosiguiera su desarrollo.
Por esta razón, ya entrado el siglo XX, los principales historiadores
occidentales, como Godefroid Kurth (muerto en 1916), todavía veían a
Tours como "uno de los grandes acontecimientos de la historia del
mundo, puesto que de su desenlace iba a depender si la civilización
cristiana continuaría, o el islam prevalecería en toda Europa".
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