Las «sesiones de reconciliación» en Egipto: los aterrorizados son sometidos a los terroristas
RAYMOND IBRAHIM
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Como se informó aquí
por primera vez, tras las oraciones del viernes 24 de octubre de 2025,
una gran multitud musulmana se levantó contra los cristianos coptos de
la aldea de Nazlet Gelf, en Menia (Egipto), y los «castigó
colectivamente». Este último levantamiento surgió a raíz de los rumores
de que un joven cristiano de 18 años y una chica musulmana mantenían
una relación sentimental. (Siguiendo la lógica de que los hombres son
los jefes naturales en las relaciones con las mujeres, la saría
prohíbe a los hombres no musulmanes relacionarse con mujeres
musulmanas, aunque los hombres musulmanes pueden relacionarse con
mujeres no musulmanas.)
Debido a esta infracción, los musulmanes lanzaron
piedras que rompieron ventanas, destrozaron puertas e incendiaron casas
y propiedades cristianas, mientras gritaban amenazas y juraban quemar
iglesias y expulsar a todos los cristianos. Hay imágenes virales que
captaron el terror, incluyendo a una niña copta asustada, suplicando a
su madre que la protegiera. Como de costumbre, las fuerzas de seguridad
llegaron y restablecieron el orden solo después de que la turba saciara
su sed de «venganza».
Luego, en lugar de procesar a los agresores musulmanes, y como era de esperar,
las autoridades locales convocaron una llamada «sesión de
reconciliación» (جلسة عرفية) a la que asistieron ancianos del pueblo,
funcionarios, representantes de ambas familias y cientos de aldeanos.
Las decisiones de la sesión fueron, como era de esperar, coercitivas,
extralegales y contrarias a la Constitución egipcia. Entre ellas se
incluían:
– Una multa de un millón de libras egipcias al abuelo del joven, llamado Napoleón.
– La obligación del padre del joven, Samih Ishaq, de vender su casa y abandonar la aldea con toda su familia.
– La continuación del proceso judicial contra el joven.
– La prohibición de publicar información sobre el incidente en las redes sociales.
– Una cláusula de penalización de dos millones de libras egipcias en caso de incumplimiento del acuerdo.
– La supervisión del acuerdo se asignaba al alcalde del pueblo.
El pronunciamiento, especialmente la expulsión de
la familia cristiana, fue recibido con aplausos triunfantes, cánticos
de «¡Alá es grande!» y aullidos por parte de la mayoría musulmana.
Testigos coptos informaron de que la familia aceptó los términos solo
por estar muertos de miedo; sus casas ya habían sido atacadas y la
familia extensa había huido para evitar víctimas.
Mientras tanto, el joven ha sido detenido, a la
espera de nuevas investigaciones por parte del fiscal en relación con
el «delito» cometido.
Es muy revelador en este «incidente» el silencio
ensordecedor de los dirigentes políticos egipcios, incluido el
presidente Al-Sisi, sobre la deportación impuesta a las familias coptas
del pueblo, a pesar de que tal acto está estrictamente prohibido por la
Constitución, en su artículo 63, que establece: «Quedan prohibidas
todas las formas de desplazamiento forzoso arbitrario de ciudadanos.
Las violaciones de esta norma constituyen un delito sin plazo de
prescripción». ¿No se explicaría esto porque tales agresiones a los coptos forman parte de una política estatal institucionalizada?
Lo ocurrido en Nazlet Gelf no es en absoluto una anomalía. Este mismo patrón se ha repetido una y otra vez
por todo Egipto. Por ejemplo, en abril de 2024, en Al-Kom Al-Ahmar, una
turba musulmana atacó las casas de los cristianos después de que la
minoría hubiera recibido permiso para construir una iglesia. En lugar
de buscar justicia, las autoridades organizaron otra de estas «sesiones
de reconciliación» a puerta cerrada, durante la cual se presionó de
nuevo a los cristianos para que renunciaran a presentar cargos a cambio
de vagas garantías de que el permiso para construir su iglesia se
mantendría intacto (garantías que suelen resultar inútiles).
Cinco años antes, el 30 de abril de 2019, en la aldea de Nagib, las sesiones de reconciliación anularon
de manera similar las protecciones previstas en la Ley de Construcción
de Iglesias de Egipto, lo que permitió a los agresores eludir su
responsabilidad, mientras que los coptos se vieron obligados a
achantarse ante la sensibilidad musulmana.
La estructura de estas sesiones sigue la rutina
de «policía bueno/policía malo». Las autoridades, actuando como
«policías buenos», instan a los dirigentes cristianos a aceptar nuevas
concesiones para apaciguar a la turba musulmana amotinada —los
«policías malos»— para que las cosas no empeoren aún más, ya que ellos,
las autoridades, poco pueden hacer al respecto. A los cristianos se les
dice que cierren temporalmente las iglesias, que asistan a los actos
religiosos en ciudades vecinas y que abandonen sus hogares y pueblos
(como en el caso que nos ocupa). En resumen, que cumplan las exigencias
arbitrarias de la turba.
A los coptos se les «recuerda» además que
cualquier intento de buscar reparación legal más allá de la sesión de
reconciliación solo provocará más represalias. Los jóvenes cristianos
que defienden sus hogares o sus iglesias suelen ser arrestados,
detenidos durante horas o días y amenazados con cargos, a menos, por
supuesto, que los dirigentes cristianos acepten las humillantes
condiciones de las sesiones.
Las reuniones de reconciliación institucionalizan
así el castigo a las víctimas y la impunidad para los agresores, con el
pretexto de «reconciliar» sin tener que acudir a los tribunales.
Es revelador que la respuesta oficial del
Ministerio del Interior de Egipto no hiciera más que confirmar este
patrón de negación e inversión de la justicia. En su declaración sobre
el ataque de Nazlet Gelf, el Ministerio rechazó cualquier motivación
religiosa, describiendo la agresión simplemente como «una disputa entre
dos familias... a raíz de una relación entre una joven y un miembro de
la otra familia», al tiempo que lamentaba que «algunas partes
intentaran dar al incidente una dimensión sectaria». Añadía que «las
dos familias se reconciliaron durante una sesión de reconciliación
ordinaria, de acuerdo con las tradiciones y costumbres del pueblo», y
añadía que esto «no entra en conflicto con las medidas legales
adoptadas».
En otras palabras, el relato del Gobierno borra
por completo el elemento religioso —reduciendo el ataque organizado de
una turba musulmana contra hogares cristianos a una «disputa familiar»—
y glorifica la sesión de reconciliación extralegal como una resolución
legítima. La advertencia del Ministerio contra aquellos que «aprovechan
el incidente para socavar el espíritu de hermandad y unidad nacional»
no hace más que reforzar las prioridades del Estado: suprimir el
debate, preservar las apariencias y negar que los cristianos fueran
atacados por su fe.
El resultado de todas estas sesiones «aprobadas
por el Estado» es predecible y coherente: los agresores salen
triunfantes, envalentonados para repetir sus ataques, mientras que las
víctimas cristianas pagan el precio con su libertad, sus hogares, sus
propiedades y su seguridad. El sistema crea una apariencia de legalidad
y «armonía», mientras que en realidad impone una jerarquía en la que
los coptos ocupan una posición muy precaria y subordinada. El objetivo
aparente de la cohesión social enmascara una subordinación deliberada,
convirtiendo cada ataque en una oportunidad para agravar la
vulnerabilidad de las minorías.
El obispo Makarious de Menia, al comentar en 2024
los persistentes ataques contra los cristianos, señalaba sin rodeos:
«Mientras los agresores no sean castigados y se presente a las fuerzas
armadas como si estuvieran cumpliendo con su deber, esto solo animará a
otros a continuar con los ataques, ya que, aunque sean detenidos, serán
rápidamente puestos en libertad».
Nazlet Gelf demuestra que este patrón persiste.
La ley, la justicia y las protecciones constitucionales están
constantemente subordinadas a una ingeniería social diseñada para
apaciguar a la mayoría musulmana a expensas de la minoría cristiana.
Lejos de ser incidentes aislados, estos acontecimientos forman parte de
un enfoque sistemático en el que se toleran los ataques musulmanes
contra los coptos —a menudo presentados en los medios de comunicación
egipcios como «violencia sectaria»—, se recompensa a los agresores y se
coacciona a las víctimas para que guarden silencio y se muden a otro
sitio.
En resumen, las sesiones de reconciliación no son
conciliadoras, sino instrumentos de coacción sancionados por el Estado.
Convierten los actos de violencia en una exhibición teatral de
resolución comunitaria, al tiempo que garantizan que los únicos
beneficiarios sean los agresores. Las víctimas —cristianos que ya se
enfrentan a una red de obstáculos legales para construir iglesias o
mantener propiedades— se ven obligados a cargar con los costes:
económicos, psicológicos y físicos. El Estado lo aprueba tácitamente,
la ley se elude, y la discriminación y la violencia continúan con la
aquiescencia oficial.
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