Jafa: cuando
los guerreros cristianos, superados en número, derrotaron a las hordas
musulmanas
RAYMOND IBRAHIM
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A primeros de agosto de 1192, un pequeño
contingente de guerreros cristianos derrotó a una enorme horda de
musulmanes.
El 27 de julio de ese año, Saladino, el gran sultán héroe del islam,
cercó y asedió la pequeña ciudad cristiana de Jafa. Según las crónicas
contemporáneas, los musulmanes ascendían a 20.000 combatientes y
"cubrían la faz de la tierra como langostas".
De inmediato se enviaron mensajeros al rey Ricardo I, que a la sazón
estaba en Acre, preparándose para navegar de regreso a Inglaterra.
Antes de que aquellos hombres maltratados y magullados terminaran de
comunicar su mensaje, "Con Dios como mi guía", Ricardo declaró:
"Partiré para hacer lo que pueda", y en seguida embarcó en su flota con
poco más de 2.000 combatientes.
Jafa, mientras tanto, luchaba por sobrevivir. Según el historiador de
la corte de Saladino, Bahá al-Din, que estuvo presente, después de que
una de sus murallas se derrumbara, todos los musulmanes se precipitaron
a la ciudad, "y no hubo un corazón enemigo que no temblara y se
estremeciera". Aun así, los cristianos "fueron más temibles y decididos
en la lucha y más entusiastas y entregados a la muerte".
Cuando la puerta principal de la ciudad fue finalmente derribada y un
muro contiguo se derrumbó a causa del bombardeo, una "nube de polvo y
humo se elevó y oscureció el cielo". Una vez que se despejó, los
musulmanes vieron que "las puntas de lanza habían reemplazado a los
muros y las lanzas habían bloqueado la brecha". Solo la muerte libraría
a los cruzados de su empeño por defender Jafa.
Debido a las grandes masas de musulmanes que arremetían, la guarnición
se vio finalmente obligada a refugiarse en la ciudadela, aun cuando los
saqueadores dirigían su rabia contra la población civil de Jafa: "¡Ay
de la lamentable matanza de enfermos!", recuerda un cronista. "Yacían
débilmente en lechos por todas partes en las casas de la ciudad; los
turcos los torturaron hasta la muerte de maneras horribles".
La flota de Ricardo llegó, por fin, la noche del 31 de julio, pero no
desembarcaron. Como explica Bahá al-Din, los cruzados "vieron la ciudad
atestada de estandartes y soldados musulmanes y temieron que la
ciudadela hubiera sido ya tomada. El mar les impedía escuchar los
gritos que venían de todas partes y la gran conmoción y los alaridos de
'No hay más dios que Alá' y 'Alahú Akbar'".
Para empeorar las cosas, según escribe un cronista, "cuando los turcos
vieron acercarse las galeras y los barcos del rey, corrieron en masa
hacia la orilla, lanzando una lluvia de lanzas, jabalinas, dardos y
flechas tan densa que no habrían tenido sitio donde guarecerse. La
costa era un hervidero, estaba tan cubierta de multitudes enemigas que
no quedaba un hueco vacío".
Entonces, en la mañana del 1 de agosto, un sacerdote que luchaba
decidió arriesgarse: saltó al mar por una ventana de la ciudadela y
nadó hasta la flota. Al enterarse de que, aunque los "sarracenos habían
tomado el castillo y estaban haciendo prisioneros a los cristianos",
había un remanente de la guarnición que aún resistía, Ricardo exclamó:
"Si así le place a Dios... deberíamos morir aquí con nuestros hermanos".
Sin ponerse toda su armadura, y en palabras de los cronistas, el rey
"se armó con su cota de malla, se colgó el escudo al cuello y agarró
con su mano un hacha danesa". Con la ballesta en la otra mano, y
gritando "¡muerte solo a aquellos que no avancen!", se arrojó al agua
"y se debatió con todas sus fuerzas para llegar a tierra firme", todo
mientras disparaba su ballesta contra la multitud salvaje amontonada a
lo largo de la orilla, y desviaba con su hacha las flechas que llegaban.
Al instante, el resto de los cruzados siguieron a su rey. Se arrojaron
al agua y "atacaron con audacia a los turcos que se les oponían
obstinadamente en la orilla". En poco tiempo, y "al ver al rey", a
quien los musulmanes temían por encuentros anteriores, ninguno de ellos
"se atrevió a acercarse a él". Por el contrario, huyeron de la orilla.
Una crónica cuenta el resto:
"Blandiendo su espada desnuda, el rey los siguió en una persecución tan
ardiente que ninguno de ellos tuvo tiempo de defenderse. Huyeron ante
sus
imponentes golpes. Del mismo modo, los compañeros del rey hostigaban
sin tregua a los que huían, empujándolos, aplastándolos,
desgarrándolos, decapitándolos y lanzándolos a un lado y otro, hasta
que todos los turcos fueron expulsados violentamente de la orilla y
la dejaron vacía... El rey cayó sobre ellos con la espada desenvainada,
los persiguió, los decapitó y los abatió. Huyeron ante él,
retrocediendo en densas multitudes a su derecha y a su izquierda."
Una vez que Ricardo, empapado de sangre musulmana, apareció a la vista
del séquito de Saladino, "se elevó un aullido horrible", aun cuando las
flechas turcas seguían lloviendo sobre los cristianos. Sin inmutarse,
su rey, formidable guerrero, continuó "cortando en pedazos todo lo que
encontraba a su paso" en una loca carrera hacia Saladino, lo que
provocó que el sultán escapara "como una liebre asustada… hincó las
espuelas al caballo y huyó ante el rey Ricardo, para evitar que este lo
viera... El rey y su séquito de caballeros lo persiguieron
resueltamente, y continuaron matando y derribando del caballo… durante
más de dos millas".
Fue una retirada en desbandada y una derrota absolutamente innoble. Fue
la derrota más humillante que jamás sufrió el gran Saladino, que meses
después falleció.
De hecho, debido a sus hazañas en Jafa y en otros lugares, el nombre de
Ricardo Corazón de León llegó a ser, en la conciencia musulmana
popular, el que mejor personifica al enemigo cruzado arquetípico, hasta
el día de hoy. Un testimonio de los estragos que provocó a título
personal.
Este artículo se ha extraído del nuevo libro de
Raymond Ibrahim, Defenders of the West: The Christian Heroes Who
Stood Against islam, que incluye un capítulo completo sobre el rey
Ricardo.
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