El mito de Saladino: la falsa historia al descubierto
RAYMOND IBRAHIM
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Si las falsas noticias son una «amenaza para la
democracia», ¿qué hay de la falsa historia? Aunque más sutil, pues la falsa
historia es sin duda más difícil de desenmascarar que las falsas
noticias, la primera es igual de peligrosa, si no más.
A diferencia de las «noticias», que son efímeras, las supuestas
lecciones de la historia son mucho más concretas y duraderas. Por
ejemplo, si crees la falsa historia que presenta a los blancos como
poseedores de una especie de predisposición genética a esclavizar a
todos los demás, puedes, como Brittney Cooper, profesora negra de la Universidad de Rutgers, llegar a la conclusión de que «los blancos están comprometidos a ser villanos».
Vayamos al grano. Hace poco, un colega me envió un artículo
que ensalzaba a Saladino (Salah al-Din), el sultán musulmán que
arrebató Jerusalén a los cruzados en 1187. Igual que tanta literatura
moderna sobre Saladino, ese artículo presenta al sultán de la forma más
halagadora posible: magnánimo, misericordioso, moderado, un dechado de
virtudes en una época arruinada por la brutalidad de los cruzados.
Pero, ¿es eso verdad?
Elogios occidentales
El único punto que los numerosos admiradores occidentales de Saladino
siempre destacan como prueba de la calidad del sultán es que no cometió
un baño de sangre en Jerusalén (como habían hecho los primeros cruzados
en 1099), sino que permitió que los cristianos se rindieran
pacíficamente y se marcharan sin ser molestados.
Así, en el artículo en cuestión, nos enteramos de que, tras conquistar
Jerusalén, «Saladino avergonzó a los despiadados cruzados tratando a la
ciudad con amabilidad y cumpliendo todas las promesas que había hecho a
su gente».
Y lo mejor de todo:
«El valor, la justicia y la moderación de Saladino eran poco comunes en
aquella época y le han granjeado un respeto duradero en Occidente...
[Los cruzados] no estuvieron a la altura de las enseñanzas de Cristo
sobre el amor después de haber conquistado Oriente Próximo». ¡Qué
historia tan diferente habrían contado los cruzados si al menos
hubieran estado a la altura del código de Saladino, aunque fueran
incapaces de cumplir la ley del amor!»
Semejantes elogios son la forma habitual de presentar a Saladino (y naturalmente se han dado por buenos en películas como El reino de los cielos). Así, según el afamado historiador estadounidense Dana Carleton Munro (fallecido en 1933),
«Cuando contrastamos con esto [la conquista de Jerusalén por los
cruzados en 1099] la conducta de Saladino cuando capturó Jerusalén a
los cristianos en 1187, tenemos una sorprendente ilustración de la
diferencia entre las dos civilizaciones y nos damos cuenta de lo que
los cristianos podrían aprender del contacto con los sarracenos
[musulmanes] en Tierra Santa.»
Nótese el tiempo presente: «podrían aprender». Saladino es un ejemplo
del que los «intolerantes» cristianos occidentales de hoy necesitan
aprender.
Un antiguo modelo
Si uno acepta esa imagen halagadora de Saladino (¿y por qué no habría
de hacerlo, dado que es la imagen dominante del sultán en Occidente?),
uno estará confundido acerca de la verdad acerca del islam (de ahí los
peligros de la falsa historia). Si Saladino, a quien las fuentes
también presentan como un musulmán muy observante, se comportaba así,
está claro que el comportamiento del Estado Islámico y de otros
«radicales» modernos no puede basarse en una comprensión correcta del
islam. Esto, por supuesto, es lo que se nos asegura constantemente.
Mientras tanto, en el mundo real, es decir, en la historia real, nos
enteramos de que Saladino se comportaba poco mejor que un terrorista
del Estado Islámico. De hecho, hay una escena memorable que orquestó (y que
por alguna extraña razón nunca aparece en ninguna de las películas
sobre él) que ha sido especialmente instructiva para el Estado Islámico.
Según el propio biógrafo de Saladino, Baha' al-Din, que estuvo presente
tras la batalla de Hattin (el 4 de julio de 1187), Saladino ordenó la
decapitación de todos los caballeros cristianos de las órdenes
militares capturados, jactándose mientras decía: «Voy a purificar la
tierra de estas... razas impuras».
«Con él iba toda una cohorte de eruditos y sufíes y un cierto número de
hombres devotos y ascetas; cada uno suplicaba que se le permitiera
matar a uno de aquellos, y desenvainaba su cimitarra y se remangaba la
camisa. Saladino, con el rostro alegre, estaba sentado en su estrado;
los infieles mostraban una negra desesperación, las tropas estaban
formadas en orden, los emires permanecían en doble fila. A quienes
acuchillaron y cortaron limpiamente, se les felicitaba por ello.»
Tras señalar que algunos de aquellos posibles verdugos no tenían
estómago para continuar en la matanza ritual, Baha' al-Din se centra en
uno, que algunos comentaristas creen que era el mismo Saladino, que
«masacró a los incrédulos para dar vida al islam»:
«Vi allí al hombre que reía desdeñosamente y masacraba, que hablaba y
actuaba; cuántas promesas cumplió, cuántas alabanzas ganó, mientras se
aseguraba las recompensas eternas con la sangre que derramaba, obras
piadosas que añadía a su cuenta con los cuellos cortados por él.»
Un tratamiento escandaloso
De hecho, incluso el único punto que todos los admiradores de Saladino
admiran, su «magnánimo» trato a los cristianos conquistados de
Jerusalén, del que «los cristianos podrían aprender», está groseramente
distorsionado. Si bien es cierto que permitió que muchos cristianos
fueran rescatados, Saladino también ordenó que los que no podían
permitírselo (unos 15.000 cristianos, en su mayoría mujeres y niños
europeos pobres) fueran vendidos como esclavos.
Una vez más, debemos recurrir a las historias musulmanas para encontrar
esta verdad. Según Muhammad al-Isfahani, otro miembro del séquito de
Saladino que estuvo presente en la capitulación de la Jerusalén
cristiana, «Las mujeres y los niños sumaban 8.000 y fueron repartidos
rápidamente entre nosotros, lo que hizo sonreír a los musulmanes ante
sus lamentos». A continuación, aquel Mahoma se lanzó a una invectiva
sadomasoquista en la que ensalzaba la humillación sexual de las mujeres
europeas a manos de los hombres musulmanes:
«Cuántas mujeres bien guardadas fueron profanadas, ... y mujeres
circunspectas obligadas a entregarse, y mujeres que se habían mantenido
célibes [monjas] despojadas de su pudor ... y las mujeres libres
ocupadas [que significa «penetradas»], y las preciosas usadas para
trabajos duros, y preciosidades puestas a prueba, y las vírgenes
deshonradas y las damas orgullosas desfloradas ... ¡y las felices
hechas llorar! Cuántos nobles [musulmanes] las tomaron como concubinas,
cuántos hombres ardientes se encendieron por una de ellas, y los
solteros fueron satisfechos por ellas, y los hombres sedientos saciados
por ellas, y los hombres turbulentos consiguieron dar rienda suelta a
su pasión.»
Sin duda, para muchas de estas mujeres -y niños- la muerte habría sido
más «magnánima» que el destino real al que Saladino las abandonó.
Ofuscando la cuestión
Podríamos seguir poniendo ejemplos que contradicen la buena reputación
de Saladino en Occidente. Tras expulsar hasta el último cruzado de
Tierra Santa, el «último sueño» de Saladino era invadir la Europa
cristiana e impulsar la yihad «hasta que no quede sobre la faz de esta
tierra uno solo que no crea en Alá, o moriré en el intento».
En cuanto a su temperamento, Baha' al-Din afirma que a Saladino le
encantaba escuchar recitales del Corán, rezaba puntualmente y «odiaba a
los filósofos, los herejes y los materialistas y a todos los opositores
a la ley islámica» (una descripción adecuada de todos esos apologistas
occidentales que actualmente lo alaban).
Por último, si su disputa con los cruzados tenía que ver con la tierra
y no con la hostilidad religiosa, ¿por qué persiguió también duramente
a los cristianos autóctonos de Egipto, los coptos (incluso crucificando
o ahorcando a muchos miles de ellos y rompiendo sistemáticamente las
cruces y destrozando sus iglesias), a pesar de que los coptos, que se
refieren a Saladino como «el opresor de los adoradores de la Cruz», no
tenían nada que ver con los francos ni con las cruzadas? (Véase Una espada sobre el Nilo, págs. 127, 131, 141 y 142).
Tal es, pues, el verdadero Saladino de la historia documentada. Si más
gente lo supiera, habría menos dudas sobre la verdadera naturaleza del
islam, ya que Saladino encajaría perfectamente en un continuo de siglos
de yihadistas, que abarca desde su propia época hasta el Estado
Islámico. Pero como a la gente de Occidente se la ha alimentado
continuamente a base de falsas historias, resulta que Saladino se
ha convertido en una herramienta para ajustar la maquinaria de la
comprensión manipulada del islam.
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