El emperador cristiano que desafió al ‘loco y falso profeta’
RAYMOND IBRAHIM
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En un monasterio griego se ha hecho un «descubrimiento
emocionante»: se ha encontrado un retrato de Constantino XI Paleólogo,
que «se cree que es el único retrato del último emperador del Imperio
Romano de Oriente (Bizantino)».
Esto es digno de mención. Como tantos otros líderes cristianos,
Constantino XI (1404-1453) es un héroe olvidado y no reconocido en la
larga guerra de Occidente contra el islam, sobre todo por su
inspiradora –aunque trágica en última instancia– defensa de
Constantinopla contra los turcos musulmanes. A continuación relatamos
su conmovedora historia.
Al convertirse en sultán otomano en 1451, Mehmed II (1432-1481) «juró
por el dios de su falso profeta, por el profeta cuyo nombre llevaba»,
escribió retrospectivamente un amargado cronista coetáneo, que «era su
amigo [de Constantinopla] y seguiría siendo durante toda su vida amigo
y aliado de la Ciudad y de su emperador Constantino [XI]». Aunque los
cristianos le creyeran, Mehmed se estaba aprovechando de las más bajas
artes del disimulo y el engaño permitidas por el islam. «La paz –como
observaba Edward Gibbon– estaba en sus labios mientras que la guerra
estaba en su corazón».
Lo que había en su corazón se hizo evidente un año después. A
principios de 1452, Mehmed bloqueó Constantinopla y comenzó a destruir
iglesias y monasterios. El emperador Constantino le envió mensajeros
preguntando por su tratado de paz; fueron decapitados o empalados.
Viendo que Mehmed se preparaba claramente para asediar Constantinopla,
Constantino envió un último mensaje: «Como es evidente que deseáis más
la guerra que la paz... que así sea según vuestro deseo. Yo me vuelvo
ahora y sólo miro a Dios... Así que os libero de todos vuestros
juramentos y tratados conmigo y, cerrando las puertas de mi capital,
defenderé a mi pueblo hasta la última gota de mi sangre».
Sin embargo, los musulmanes superaban totalmente en número a los
defensores, y aunque Constantino suplicó ayuda a Occidente, pocos
acudieron. Peor aún, «hubo también algunos nobles y habitantes de la
ciudad, despreciables y cobardes, que huyeron con sus familias, pues
temían la guerra y a nuestros adversarios», escribe Jorge Esfrantzes,
historiador de la corte y confidente de Constantino. «Cuando se informó
de esto al emperador, no tomó ninguna medida contra ellos, sino que
suspiró profundamente».
Durante el asedio, que comenzó en abril de 1453, muchos imploraron a
Constantino que abandonara la ciudad; podía luchar contra los otomanos
más eficazmente fuera que dentro de sus muros, argumentaban, y
posiblemente conseguir ayuda. «Agradezco a todos los consejos que me
habéis dado», respondió Constantino, pero «¿cómo podría dejar las
iglesias de nuestro Señor, y a sus siervos del clero, y el trono, y a
mi pueblo en semejante situación? ¿Qué diría el mundo de mí? Os ruego,
amigos míos, que en el futuro no me digáis otra cosa que '¡No, Señor,
no nos dejéis! Nunca, nunca os dejaré. Estoy resuelto a morir aquí con
vosotros».
«Y diciendo esto», añade el testigo ocular, «el emperador volvió la
cabeza hacia un lado, porque los ojos se le llenaron de lágrimas; y con
él lloraron el patriarca y todos los que estaban allí.»
Unos días antes de que los musulmanes lanzaran su asalto final, cuando
todo parecía perdido, sus principales hombres volvieron a implorar a
Constantino que abandonara la ciudad. El emperador, exhausto, se
desvaneció durante su arenga. «¡Recordad las palabras que dije antes!»,
gritó al reanimarse: «¡No tratéis de protegerme! ¡Quiero morir con
vosotros!»; a lo que ellos respondieron: «¡Todos nosotros moriremos por
la Iglesia de Dios, y por vos!».
El 27 de mayo, mientras Constantinopla era «envuelta por una gran
oscuridad» que «se cernía sobre la ciudad» y «conmocionaba y
horrorizaba» a la población, Constantino tuvo noticia de que,
contrariamente a las recientes promesas de ayuda exterior, no iban a
llegar fuerzas de auxilio. Se apoyó contra un muro y «empezó a llorar
amargamente de pena».
El 28 de mayo –cuando el campamento otomano se agitaba ya en un frenesí
yihadista– se organizaron procesiones religiosas cristianas a gran
escala dentro de la ciudad: todas las iglesias estaban abarrotadas de
fieles rezando; descalzos y llorando, portando cruces e iconos y
entonando el Kyrie eleison, «Señor, ten piedad». El clero
guiaba a las mujeres y los niños a lo largo de las murallas, «rogando a
Dios que no nos entregue» a ese «el más malvado de todos» los enemigos.
El agotado emperador pronunció un desafiante discurso ante sus
oficiales reunidos, laicos y clérigos: «Sabéis bien que ha llegado la
hora: el enemigo de nuestra fe desea aplastarnos... con toda la fuerza
de su fuerza de asedio, como una serpiente a punto de escupir su
veneno... Por esta razón os imploro que luchéis como hombres de alma
valiente, como lo habéis hecho desde el principio hasta hoy, contra los
enemigos de nuestra fe».
«Aquel miserable sultán», continuó Constantino, pretendía transformar
sus iglesias «en santuarios de su blasfemia, en santuarios del loco y
falso profeta Mahoma, así como en establos para sus caballos y
camellos.»
El emperador entró entonces en Santa Sofía «y recibió devotamente, con
lágrimas y oraciones, el sacramento de la santa comunión». Se dirigió a
palacio, pidió perdón a quien hubiera podido ofender en vida, se
despidió de su esposa (no tenía hijos) y volvió a defender la muralla.
Finalmente, el 29 de mayo, hacia las 2 de la madrugada, Mehmed rompió
la quietud de la noche desatando el infierno sobre Constantinopla. Al
amanecer, miles de invasores musulmanes inundaron la ciudad y
masacraron a los defensores superados en número; otros fueron
pisoteados y «aplastados hasta la muerte» en la avalancha.
Al grito de «la ciudad está perdida, pero yo vivo», Constantino se
despojó de sus ropajes regios y «montó a caballo y llegó al lugar donde
los turcos llegaban en masa». Con su corcel «derribó a los impíos desde
las murallas» y con «su espada desenvainada en la mano derecha, mató a
muchos adversarios, mientras la sangre manaba de sus piernas y brazos».
Inspirados por su señor, los hombres, gritando «¡Mejor morir!», se
abalanzaron sobre la turba que irrumpía y fueron aplastados por ella.
«El emperador se vio rodeado entre ellos, cayó y se levantó de nuevo,
luego volvió a caer», para no levantarse más.
Así, concluye un cronista, «murió junto a la puerta con muchos de sus
hombres, como cualquier otro, después de haber reinado durante tres
años y tres meses».
Y aquel 29 de mayo de 1453, el Imperio romano de 2.206 años de
antigüedad murió con él y , como observaba otro contemporáneo, «se
cumplió el dicho»: «Comenzó con Constantino [el Grande] y terminó con
Constantino [XI]».
En el orgiástico baño de sangre que siguió y que arrasó Constantinopla
durante días –y en el que miles de cristianos fueron masacrados,
violados y esclavizados, y las iglesias profanadas e incendiadas– sólo
quedó una cosa para completar el triunfo de Mehmed: la cabeza de su
archienemigo, Constantino XI. Así que le llevaron rápidamente una
cabeza que decían ser la del emperador caído y la clavaron en una
columna.
De pie ante él, el sultán exultaba: «Compañeros soldados, solo faltaba
una cosa para completar la gloria de esta victoria. Ahora, en este
feliz y jubiloso momento, tenemos las riquezas de los griegos, hemos
ganado su imperio, y su religión está completamente extinguida.
Nuestros antepasados deseaban ansiosamente conseguir esto; alegraos
ahora ya que ha sido vuestra valentía la que ha ganado este reino para
nosotros».
Mehmed ordenó entonces que la cabeza cortada fuera desollada, rellenada
con salvado y «enviada como símbolo de victoria a los gobernadores de
Persia y Arabia», un recordatorio a los dos pueblos musulmanes más
antiguos de que fue un turco quien hizo lo que ellos habían intentado
durante siglos, pero no lo habían conseguido.
Fuera, o no, la cabeza de Constantino, ahora sabemos qué aspecto tenía
aquel valiente defensor de la fe, y su rostro es tan noble como él lo
fue en vida.
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