¿Extremismo del ISIS, o doctrina islámica?

RAYMOND IBRAHIM





Una mentira, por definición, oculta la verdad. Y cuando las verdades desagradables pero vitales permanecen ocultas, no se reconocen, no se abordan y, en última instancia, no se resuelven.


Este principio subraya una de las falsedades más trascendentales de nuestro tiempo: la afirmación de que la violencia cometida en nombre del islam no tiene nada que ver con el islam en sí. Esta negación generalizada ha permitido que lo que, en esencia, es una religión ideológicamente vulnerable se convierta en una de las fuentes más persistentes de inestabilidad mundial, sin que se vislumbre un final.


Consideremos el ejemplo más reciente: el 22 de junio, militantes islamistas lanzaron un ataque suicida contra una iglesia en Damasco, Siria, matando a 25 cristianos —en su mayoría mujeres y niños— e hiriendo a casi 100 personas más.


La cuestión central que se debate actualmente no es por qué se produjo el ataque, sino qué grupo lo llevó a cabo. El régimen del presidente sirio Ahmad al-Sharaa —antiguo líder de la facción yihadista Hayat Tahrir al-Sham— atribuyó inicialmente el ataque al ISIS (Estado Islámico de Irak y Siria). Sin embargo, dos días después, un grupo menos conocido, Saraya Ansar al-Sunna —una escisión de la propia organización de al-Sharaa— reivindicó la autoría.


Mientras los analistas y los medios de comunicación debaten qué grupo está detrás del atentado, hay un acuerdo casi unánime en un punto: independientemente de qué facción haya cometido la atrocidad, no debe considerarse representativa del islam. El acto se describe más bien como un «secuestro» de la fe. En consecuencia, el debate se limita a los grupos individuales, y no al islam en sí.


Mi respuesta inmediata es la siguiente: parece haber un número notablemente alto de organizaciones que «secuestran» el islam, especialmente si se compara con la ausencia conspicua de cualquier fenómeno comparable dentro del cristianismo o en otras religiones importantes.



Recordemos cuando...


Los siguientes ejemplos, lejos de ser exhaustivos, ofrecen un breve pero aleccionador recordatorio para aquellos en Occidente con poca memoria institucional:


República Democrática del Congo (febrero de 2025). Las Fuerzas Democráticas Aliadas reunieron a 70 cristianos, los llevaron a una iglesia y los decapitaron con cuchillos.

Burkina Faso (25 de agosto de 2024). Jama'at Nusrat al-Islam wal-Muslimin ejecutó a 26 cristianos dentro de una iglesia, degollándolos.

Filipinas (27 de enero de 2019). Militantes de Abu Sayyaf bombardearon una catedral, matando al menos a 20 cristianos e hiriendo a más de 100.

Indonesia (13 de mayo de 2018). Jamaah Ansharut Daulah bombardeó tres iglesias, matando a 13 cristianos e hiriendo a docenas.

Sri Lanka (21 de abril de 2018). El Domingo de Pascua, el grupo National Thowheeth Jama’ath bombardeó tres iglesias y tres hoteles. El ataque coordinado causó la muerte de 359 personas, en su mayoría cristianas, y dejó más de 500 heridos.

Egipto (9 de abril de 2017). El Domingo de Ramos, terroristas egipcios vinculados al ISIS bombardearon dos iglesias repletas de fieles. Al menos 45 cristianos murieron y más de 100 resultaron heridos.

Pakistán (27 de marzo de 2016). Tras los oficios religiosos del Domingo de Pascua, Jamaat ul Ahrar bombardeó un parque público frecuentado por cristianos. Más de 70 cristianos, en su mayoría mujeres y niños, perdieron la vida. Solo un año antes, el mismo grupo había matado al menos a 14 cristianos en ataques coordinados contra dos iglesias.


Estos incidentes, aunque solo son una pequeña parte del total, ilustran un punto crítico: los grupos en cuestión tienen poco o nada que ver entre sí. Tienen su sede en países muy diferentes de África subsahariana, Oriente Medio y Asia Oriental. Difieren en raza, idioma y contexto sociopolítico.


Lo que sí tienen en común es su religión: el islam, que les ordena matar a los cristianos. Y, sin embargo, este es el único factor que se nos instruye colectivamente para  que lo ignoremos. Es la única variable que las narrativas dominantes insisten, en que el islam es totalmente benigno y sinónimo de paz.



Ignorando lo obvio


Esto nos lleva de vuelta al problema central: que las verdades profundamente inquietantes, cuando se niegan o se ocultan, nunca se abordan ni se corrigen.


Reconocer que estos grupos terroristas dispares están, de hecho, ideológicamente unificados por el islam se considera tabú. Esta realidad es sistemáticamente negada por los autoproclamados «guardianes de la verdad» de Occidente, ya sea en los medios de comunicación dominantes, el mundo académico, Hollywood o la política, todos los cuales parecen a menudo intercambiables en sus mensajes.


En cambio, se asegura continuamente al público que tales atrocidades no son perpetradas por musulmanes inspirados por la doctrina islámica, sino por grupos marginales y aberrantes que «secuestran» el islam. El resultado es una falsa sensación de seguridad. Al tratar a cada grupo como un fenómeno aislado, localizado y temporal, se ignora el patrón más amplio. Se nos dice que, si derrotamos a ese grupo específico, la amenaza desaparecerá.


Tomemos el caso de Siria. Tanto si se cree que el ataque fue perpetrado por restos del ISIS como por afiliados de la antigua milicia del nuevo presidente, la hipótesis de trabajo es que, una vez desmantelado el grupo específico, el peligro se disipará.


Mientras tanto, a unos 3800 km al oeste de Siria, en Nigeria, los cristianos se enfrentan a un genocidio continuo. Allí, cada hora dos cristianos son asesinados por su fe. En 2021, al menos 43.000 cristianos ya habían sido asesinados (y miles más en los años siguientes), y unas 20.000 iglesias y escuelas cristianas habían sido destruidas.



Musulmanes corrientes


Según las narrativas predominantes, los autores son grupos como Boko Haram, otra facción más que se define abiertamente en términos islámicos, ataca habitualmente iglesias durante las fiestas cristianas y, sin embargo, se describe como «ajena al islam». Una vez más, se sugiere que Boko Haram es un problema localizado y diferenciado. Si se derrota, la crisis terminará.


Más recientemente, los pastores fulani —que nominalmente no están afiliados a ningún grupo terrorista formal— se han convertido en los principales agentes de la violencia anticristiana en Nigeria. Como no están formalmente etiquetados y a menudo se les percibe como musulmanes «normales», sus acciones se atribuyen al «cambio climático» o a «disputas territoriales», aunque expresan la misma hostilidad yihadista hacia los cristianos que las marcas terroristas más infames.


El patrón se repite en otros lugares. Aproximadamente a 8.000 km al oeste de Nigeria, en Estados Unidos, se dijo a los estadounidenses que Al Qaeda era responsable de los atentados del 11 de septiembre, en los que murieron 3.000 civiles. Se afirmó que la amenaza terminaría con la destrucción del grupo.


De hecho, tras la muerte de Osama bin Laden en 2011, el experto en terrorismo Peter Bergen y otros declararon: «La muerte de bin Laden supone el fin de la guerra contra el terrorismo... Es hora de pasar página».


Sin embargo, pronto surgió un grupo aún más brutal, el Estado Islámico.



Muchos estratos de datos


La negación es aún más profunda. El problema no es solo la negativa de los medios de comunicación y los expertos a relacionar estos incidentes con el islam, sino su incapacidad para reconocer que muchos atentados no son perpetrados por grupos terroristas formales, sino por musulmanes no afiliados —individuos comunes o turbas— que cometen atrocidades similares con mucha más frecuencia, aunque de forma menos espectacular.


Los ejemplos anteriores se refieren a algunos de los ataques más notorios, pero los musulmanes cometen a diario innumerables actos de persecución.


Los datos son inequívocos. Según la World Watch Liist de 2025, los musulmanes —de diversos estratos sociales y de diferentes razas, nacionalidades, idiomas y condiciones económicas— son responsables de la persecución de los cristianos en 37 de los 50 países donde dicha persecución es más severa.


Estos hechos concuerdan con una encuesta de Pew Research, raramente citada, que concluía que solo en 11 países de mayoría musulmana, entre 63 y 287 millones de musulmanes apoyan al ISIS. Del mismo modo, el 81% de los encuestados en una reciente encuesta de Al Jazira expresó su apoyo al Estado Islámico.


En resumen, las actividades de los grupos «extremistas», «terroristas» o «militantes» —de los que habitualmente se nos asegura que «no tienen nada que ver con el islam»— representan solo la punta visible de un iceberg mucho más grande. Durante más de una década, he documentado estos patrones en mi serie mensual, Persecución de cristianos por parte de musulmanes, lanzada en julio de 2011. Cada entrega recopila docenas de incidentes que, si los cristianos los perpetraran contra los musulmanes, recibirían una cobertura mediática a bombo y platillo.



Decir la verdad


Así, la narrativa dominante no solo tergiversa los motivos de los grupos terroristas de alto perfil, sino que también ignora sistemáticamente la persecución diaria que sufren los no musulmanes a manos de musulmanes corrientes, ya sean individuos, turbas, policías o gobiernos (incluidos los que figuran entre los «aliados» de Occidente).


Estas omisiones han tenido consecuencias devastadoras. Han permitido la persecución continua de minorías vulnerables los países del mundo musulmán, al tiempo que han facilitado la propagación de ideologías similares en Occidente, y desde hace un tiempo a través de la migración masiva.


En conclusión, y para reiterar la premisa central: ningún problema puede resolverse si no se reconoce primero. La verdad incómoda, pero necesaria, es que el islam —y no tal o cual grupo terrorista— proporciona el marco ideológico que inspira la hostilidad y la violencia contra los no musulmanes. A menos que se encare esta realidad de frente, el ciclo de negación solo continuará, junto con la persecución y la pérdida de innumerables vidas.



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