Guerra justa frente a simplemente la yihad

RAYMOND IBRAHIM




Dondequiera que uno mire, las cruzadas históricas contra el islam se demonizan y distorsionan en formas diseñadas para disculpar al terror yihadista. "A menos que se nos suban los humos", reprendió una vez Barak Obama a los estadounidenses demasiado críticos con el terror islámico, "y pensemos que esto [decapitaciones, esclavitud sexual, crucifixión, asado de seres humanos] se da únicamente en otro lugar, recordad que durante las Cruzadas y la Inquisición, la gente cometió actos terribles en el nombre de Cristo".


Otros, sobre todo académicos y sedicentes "expertos", insisten en que las cruzadas son una de las principales razones por las que los musulmanes de hoy siguen enojados. Según John Esposito, de la Universidad de Georgetown, “Cinco siglos de convivencia pacífica [entre el islam y la cristiandad] transcurrieron antes de que los acontecimientos políticos y un juego de poder papal imperial llevaran a una serie de siglos de las llamadas guerras santas que enfrentaron a la cristiandad contra el islam y dejaron un legado perdurable de desacuerdo y desconfianza" (1).


Esta manera de interpretar tampoco se limita a la teorización abstracta. Continúa teniendo un profundo impacto en la psique de los occidentales por todas partes. Así, en 1999 y para conmemorar el novecientos aniversario de la conquista cruzada de Jerusalén, cientos de devotos protestantes participaron en una llamada "marcha de la reconciliación" que comenzó en Alemania y terminó en Jerusalén. Por el camino llevaban camisetas con el mensaje "Yo me disculpo" en árabe. Su declaración oficial fue la siguiente:


"Hace novecientos años, nuestros antepasados ​​llevaron el nombre de Jesucristo en la batalla a través de Oriente Medio. Impulsados ​​por el miedo, la codicia y el odio... los cruzados levantaron la bandera de la Cruz sobre vuestro pueblo... En el aniversario de la primera Cruzada, nosotros... deseamos recorrer los pasos de los Cruzados para pedir disculpas por sus actos... Lamentamos profundamente las atrocidades cometidas en el nombre de Cristo por nuestros predecesores. Renunciamos a la codicia, al odio y al miedo, y condenamos toda violencia cometida en el nombre de Jesucristo" (2).


La gran ironía respecto a la condena general de las cruzadas históricas es que un examen más detenido de ellas -lo que significaron, lo que las inspiró, cómo se justificaron, quiénes podían participar-, en comparación con los requisitos de la yihad, no solo exonera a las cruzadas, sino que exonera a Occidente de cualquier delito contra el islam, pasado o presente. Por más escandaloso que pueda sonar, consideremos algunos hechos.



La teoría de la guerra justa


Primero, las cruzadas fueron producto de la teoría de la guerra justa, cuyo criterio fundamental es que las guerras "deben ser defensivas o para la recuperación de la posesión legítima", por citar al historiador de las cruzadas Christopher Tyerman (3). Los "guerreros cristianos", escribe el historiador de la Reconquista Joseph O'Callaghan, "fueron exhortados a recuperar la tierra, anteriormente suya, pero ahora ocupada injustamente por intrusos musulmanes, que eran acusados ​​de oprimir al cristianismo y expoliar las iglesias". Por lo tanto, "para los cristianos, ciertamente su causa era justa y Dios estaba de su lado, frente al enemigo" (4).


Tan seguros de la justicia de su causa, los europeos premodernos nunca dejaron de explicárselo a sus oponentes musulmanes. Antes de comenzar el asedio de Lisboa, el arzobispo Joao de Braga invitó a los musulmanes a rendirse, ya que habían "retenido injustamente nuestras ciudades y tierras durante 358 años", y debéis "regresar a la patria de los moros de donde vinisteis, dejándonos lo que es nuestro" (5). Cincuenta años antes y miles de kilómetros hacia oriente, Pedro el Ermitaño se basaba en la misma lógica para explicar a un comandante musulmán por qué solamente los cruzados, y no los musulmanes, tenían derecho a reclamar la antigua ciudad cristiana de Antioquía por la fuerza: porque había sido cristiana durante seis siglos antes de la invasión islámica.


De hecho, debido a que África del Norte y Oriente Medio formaban parte de la cristiandad siglos antes de que el islam los conquistara, no pocos pensadores medievales europeos abrigaban la esperanza de liberar esas tierras. "La iglesia oriental brilló en la antigüedad, explicaba Jacques [de Vitry, teólogo franciscano, nacido entre 1160 y 1170], extendiendo sus rayos a Occidente, pero "desde el tiempo del pérfido Mahoma hasta nuestros días ha estado en declive" y, por ello, necesitaba liberación (6). La "idea de marchar a través de España hacia África y de allí a Tierra Santa se planteó más adelante en el siglo XIV, en varios tratados sobre la recuperación de Tierra Santa" (7).


Tan tarde como en el siglo XX, el prolífico historiador anglo-francés Hilaire Belloc lamentaba que si las cruzadas no hubieran fallado, "probablemente los europeos habríamos recuperado el norte de África y Egipto (y ciertamente deberíamos haber salvado Constantinopla) y el mahometismo solo habría sobrevivido como una religión oriental confinada más allá de las antiguas fronteras del Imperio Romano" (8). Del mismo modo, toda la era colonial fue un subproducto de la guerra justa. Como explica Bernard Lewis:


"Todo el complejo proceso de la expansión y el imperio europeo en los últimos cinco siglos tiene sus raíces en el choque entre el islam y la cristiandad. Comenzó con la larga y amarga lucha de los pueblos conquistados de Europa, en oriente y occidente, para restaurar la patria de la cristiandad y expulsar a los pueblos musulmanes que los habían invadido y subyugado. No cabía esperar que los españoles y los portugueses triunfantes se detuvieran en el estrecho de Gibraltar, o que los rusos permitieran a los tártaros retirarse en paz y reagruparse en sus bases del alto y bajo Volga, tanto más cuanto que un nuevo y mortal ataque musulmán estaba en marcha contra la cristiandad, con el avance turco desde el Bósforo al Danubio y más allá, amenazando el corazón de Europa. Los libertadores victoriosos, después de haber reconquistado sus propios territorios, persiguieron a sus antiguos amos allí de donde habían venido" (9).



Simplemente la yihad

Ahora comparemos la lógica de la guerra justa -defendiendo las tierras propias y al propio pueblo y derrotando al enemigo- con la yihad. La "distinción occidental entre guerras justas e injustas", escribe el profesor de relaciones internacionales Bassam Tibi, "es desconocida en el islam. Cualquier guerra contra los no creyentes, sea cual sea su contexto inmediato, está moralmente justificada. Solo en este sentido se pueden distinguir guerras justas e injustas en la tradición islámica. Cuando los musulmanes hacen la guerra por la difusión del islam, es una guerra justa... Cuando los no musulmanes atacan a los musulmanes [incluso en defensa propia], es una guerra injusta. La interpretación occidental habitual de la yihad como una "guerra justa" en el sentido occidental es, por consiguiente, una mala interpretación de ese concepto islámico" (10).


Sin duda, muchos "expertos" occidentales en el islam insisten en que la yihad es la contrapartida islámica de la guerra justa, que siempre es defensiva y de ningún modo, manera o forma constituye una guerra ofensiva. (Más recientemente, Juan Cole hace esta falsa afirmación en su libro Muhammad: Prophet of Peace Amid the Clash of Empires.)


Pero consideremos las palabras del islamólogo Clement Huart (nacido en 1854), al referirse a la grandeza del poder occidental y la debilidad musulmana: "Las convenciones internacionales [occidentales] que han limitado el ejercicio del derecho a hacer la guerra [para propósitos de defensa] no influyen sobre el alma musulmana, para la cual el pasivismo es y siempre será para los extranjeros. El estado de paz se le ha impuesto por la fuerza. El alma musulmana lo tolera, pero no lo reconoce, y no puede reconocerlo mientras haya en la tierra no creyentes a los que convertir" (11).



Pecado, sinceridad y sexo


Lo que constituye un casus belli es solo la primera de las muchas diferencias entre cruzada y yihad. Porque la primera se desarrolló dentro de un paradigma judeocristiano, estaba rodeada de restricciones morales que ninguna otra civilización -especialmente la islámica- se impuso a sí misma.


Para empezar, en Clermont en 1095, el papa Urbano nunca ofreció el perdón de los pecados (sino la remisión de las penitencias por los pecados que los cruzados ya habían confesado) (12). A quienes tomaban la cruz se les exigía  que fueran penitentes sinceramente.


Esto está muy lejos de lo que se les enseñaba (y se les enseña) a los musulmanes sobre el combatir y morir en la yihad: cada pecado que hubieran cometido se perdonaba al instante, y se les ofrecía el nivel más alto en el paraíso. "Alinearse para la batalla en el camino de Alá", había decretado Mahoma en un hadiz canónico, "vale más que 60 años de adoración". Mahoma dijo además: "No puedo encontrar nada" tan meritorio como la yihad, que equiparó a "orar incesantemente y ayunar continuamente" (13). En cuanto al "mártir" (el shahid), "es especial para Alá", anunció el profeta. "Se le perdona desde la primera gota de sangre [que derrame]. Verá su trono en el paraíso... Sobre su cabeza habrá una corona de honor, un rubí más grande que el mundo y cuanto contiene. Y copulará con setenta y dos huríes". (La huríes son sobrenaturales, mujeres celestiales "de grandes ojos" y "pechos redondos", dice el Corán, creadas por Alá con el expreso propósito de satisfacer a sus favoritos a perpetuidad.)


Los motivos del cruzado también tenían que ser sinceros: "Quien se proponga liberar a la iglesia de Dios en Jerusalén solo por motivo de devoción y no para obtener honor o dinero podrá sustituir ese viaje por toda la penitencia", había dicho Urbano. Del mismo modo, el príncipe español don Juan Manuel (muerto en 1348) explicaba que "todos los que van a la guerra contra los moros con verdadero arrepentimiento y con recta intención... y mueren son sin duda mártires auténticos y santos, y no tienen más castigo que la muerte que sufren" (14).


En esto, la guerra cristiana se apartaba significativamente de la yihad islámica. Alá y su profeta nunca pidieron o requirieron un corazón sincero de aquellos que acudían a la yihad. Mientras proclamaran la shahada -prometiendo lealtad al islam- y lucharan nominalmente por el califa o el sultán, y los obedecieran, los hombres podían invadir, saquear, violar y esclavizar infieles hasta hartarse.


El lenguaje frío y legalista del Corán lo deja claro. Quien acude a la yihad hace un "buen préstamo a Alá", y este último garantiza que lo devolverá "muchas veces" mediante el botín y la dicha, ya sea aquí o en la otra vida (por ejemplo, Corán 2, 245; 4,95; 9,111) . "Yo le garantizo [al yihadista] la entrada en el paraíso", decía Mahoma, "o el regreso allí de donde vino con una recompensa o un botín".


En resumen, combatir al servicio del islam -con el riesgo de morir- es toda la prueba de piedad necesaria. De hecho, a veces el combate tiene precedencia sobre la piedad: muchas dispensas, incluso no tener que rezar ni ayunar, se otorgan a quienes participan en la yihad. Los sultanes otomanos, por ejemplo, tenían prohibido ir en peregrinación a La Meca, una obligación personal de los musulmanes, especialmente de quienes pueden permitírselo, como el sultán, simplemente porque hacerlo podría poner en peligro el seguir adelante con la yihad.


No es de extrañar que, mientras que nunca faltaron musulmanes dispuestos a participar en una yihad, "el 85 o 90 por ciento de los caballeros francos no respondieron a la llamada del papa a la cruzada", explica Tony Stark, y "los que fueron [el 10 o 15 por ciento] se sintieron motivados  principalmente por un idealismo devoto" (15).


Tampoco es de extrañar que todavía hoy haya innumerables yihadistas, pero no hay cruzados.


Los estrictos requisitos de la cruzada comparados con los laxos requisitos de la yihad son especialmente evidentes en el ámbito del sexo. Los cruzados tenían prohibido poseer o violar esclavos. Durante el asedio de más de ocho meses de Antioquía, algunos cruzados desesperados, cuyas muchas privaciones incluían la de compañía femenina, recurrieron a bandas itinerantes de prostitutas locales. Estos cruzados fueron finalmente expulsados, "no vaya a ser que, manchados por la impureza de la disipación, desagraden al Señor" (16). Contrastemos esto con el ejército musulmán que venía a enfrentarse con ellos: lo acompañaban numerosas mujeres hermosas "traídas aquí no para luchar, sino para reproducirse", observó un testigo ocular (17).



Atrocidades inevitables frente a atrocidades intencionadas


Debido a que la guerra justa exigía la restauración de una pieza particularmente importante del territorio cristiano, en este caso, Jerusalén, los cruzados marcharon durante años a lo largo de miles de kilómetros a través de territorio hostil, sufriendo hambre, sed, enfermedad y una multitud de otras plagas, hasta alcanzar su meta.


Esto se ve claramente en los escritos de participantes y contemporáneos de la Primera Cruzada. "Entonces, por el amor de Dios", explicaba Fulquerio de Chartres, "sufrimos... hambre, frío y lluvias torrenciales. Algunos que necesitaban alimento comían incluso caballos, asnos y camellos. Además, con mucha frecuencia nos atormentaba el frío excesivo y las frecuentes tormentas... Vi a muchos, sin tiendas de campaña, morir por la frialdad del temporal... A menudo, algunos eran asesinados por los sarracenos que tendían emboscadas en los desfiladeros, o eran secuestrados por ellos cuando buscaban víveres... [Pero] es evidente que nadie puede lograr algo grande sin un esfuerzo tremendo. [Así que] fue un gran acontecimiento cuando llegamos a Jerusalén". A las mujeres embarazadas, agrega Alberto de Aquisgrán (nacido en 1060) "se les secaba la garganta, se les marchitaba el vientre, todas las venas del cuerpo se agostaban por el indescriptible calor del sol y aquella reseca región, daban a luz y abandonaban a sus propios hijos [probablemente nacidos muertos] en medio del sendero, a la vista de todos".

No era de extrañar que, cuando finalmente rompieron las murallas de aquellos musulmanes que habían iniciado la necesidad de marchar (y sufrir) en primer lugar, los europeos por entonces demacrados y medio enloquecidos a menudo respondían con furia desenfrenada. "Al recordar los sufrimientos que habían soportado durante el asedio" de Antioquía, escribió un contemporáneo, "pensaron que los golpes que estaban dando no podían igualar las hambrunas, más amargas que la muerte, que ellos habían soportado" (18). Asimismo, durante el asedio de Maárat, los cruzados estuvieron tan "acosados ​​por la locura del hambre extrema" (19) que devoraron carne de musulmanes ya muertos. Cuando finalmente tomaron la ciudad, "su apariencia [desquiciada]... aterrorizó a los musulmanes", que fueron brutalmente masacrados (20).

A la inversa, los musulmanes nunca tuvieron un objetivo específico que los obligara a marchar miles de kilómetros a través de territorio hostil. Más bien, la yihad tenía lugar dentro de territorios musulmanes, convenientemente apoyados contra los infieles (los ribats o fortalezas de frontera). Entonces, los yihadistas rara vez sufrían dificultades o privaciones y siempre estaban a poca distancia de territorio musulmán, por lo que los suministros, los reclutas y refuerzos de todo tipo podían obtenerse fácilmente. Aun así, según la opinión popular (expresada por académicos, políticos y especialmente los medios de comunicación), las atrocidades cometidas durante el saqueo cruzado de Jerusalén (no las incontables atrocidades musulmanas cometidas durante los siglos anteriores y posteriores, que no estaban justificadas ni exacerbadas por adversidades excesivas, sino más bien alimentadas por el odio sádico hacia los "infieles") son las peores atrocidades jamás cometidas en los muchos siglos de guerra entre cristianos y musulmanes, y las únicas de las que se debería hablar.



Libertad religiosa frente a coerción religiosa

Finalmente, debido a que la guerra justa se ocupa exclusivamente de asuntos de justicia (recuperación de tierras o rechazo de enemigos) y, a diferencia de la yihad, no está impulsada ideológicamente, tampoco institucionalizó ningún mecanismo para presionar a los musulmanes a convertirse al cristianismo. (Con notables excepciones, como cuando la corona española encontró que la conversión al cristianismo era la única manera realista de que medio millón de musulmanes abandonaban sus incesantes hostilidades y subversiones. Pero hasta esto fracasó, ya que la abrumadora mayoría de los musulmanes fingió la conversión mientras interiorizaba el antagonismo, de acuerdo con la doctrina de la taquiya, como está documentado en Sword and Scimitar, págs. 199-203).

Como Constantino el Grande había expuesto tres siglos antes de la llegada del islam: "Que aquellos [paganos] que se deleitan en el error, lo mismo que aquellos que creen [cristianos] participen de las ventajas de la paz y la tranquilidad... Que nadie moleste a los demás, que cada hombre se adhiera a lo que su alma desee, que haga pleno uso de esto... Lo que cada hombre ha adoptado como convicción propia, que no lo emplee para hacer daño a otro" (21).

Un milenio después de Constantino, el príncipe español don Juan Manuel venía a coincidir: "Hay guerra entre cristianos y moros y la habrá hasta que los cristianos hayan recuperado las tierras que los moros les arrebataron por la fuerza. No habría guerra entre ellos en nombre de la religión o la secta, porque Jesucristo nunca ordenó que alguien fuera asesinado o forzado a aceptar su religión" (22).

"En otras palabras", concluye el especialista en las cruzadas Riley-Smith, "las cruzadas, como todas las guerras cristianas, tenían que ser reactivas. Nunca podrían ser, por ejemplo, guerras de conversión" (23). En consecuencia, ya sea durante las cruzadas o la era colonial, los (re)conquistadores europeos no se comportaron como sus homólogos musulmanes ni institucionalizaron medidas discriminatorias o humillantes destinadas a presionar a los conquistados para que se convirtieran. Una carta del siglo IX, de Constantinopla al califato, argumenta que "puesto que... los prisioneros árabes pueden rezar en una mezquita en Constantinopla sin que nadie los obligue a abrazar el cristianismo, el califa también debería dejar de perseguir a los cristianos" (24).


Que la guerra justa es moralmente superior a la simple yihad es algo que salta a la vista cuando se evalúan ambas. Mientras que las yihads triunfantes casi siempre culminan en la esclavitud, la despoblación y la devastación, los musulmanes "viven con gran comodidad bajo los francos", según escribía Ibn Jubayr. alrededor de 1180, cuando atravesó por los reinos cruzados en peregrinación a La Meca. Los musulmanes "son dueños de sus viviendas", agregaba, "y se gobiernan a sí mismos como lo desean. Este es el caso en todo el territorio ocupado por los francos".



Distinciones que hasta un niño entiende

Sea como fuere, de este excursus sobre las diferencias entre cruzada y yihad, entre guerras justas e injustas, se pueden extraer muchas conslusiones, pero el punto más fundamental que hay que destacar es este: el islam inició las hostilidades contra el mundo cristiano premoderno, invadiendo y conquistando la mayor parte de su territorio histórico, sin provocación previa y en el nombre de la yihad, no de la justicia. Todo lo que Occidente ha hecho en respuesta está justificado. Quizá esta afirmación resulta escandalosa para algunos, pero está de acuerdo con las nociones de justicia sustentadas más universalmente, evidentes hasta para un niño. Porque cuando dos muchachos de la escuela son reprendidos por pelearse y uno indignado grita "¡pero empezó él!" ¿qué es lo que hace sino apelar a la convicción humana innata de que quien inicia la violencia, y no quien responde, es la parte culpable?

(Vea el libro de Raymond Ibrahim, La espada y la cimitarra. Catorce siglos de guerra entre el islam y occidente, donde encontrará muchos ejemplos de guerras justas e injustas.)


Notas

1. Andrea, 1.

2. Stark 2009, 5.

3. Tyerman, 34.

4. O'Callaghan 2004, 177.

5. Ibid., 43.

6. Tolan, 199.

7. O'Callaghan 2004, 39.

8. Belloc, 62.

9. Lewis 1994, 17-18.

10. Nardin, 128-145.

11. Bostom, 291.

12. Rubenstein, 10.

13. Lindsay 2015, 70, 145.

14. O'Callaghan 2004, 201.

15. Stark 2009, 114.

16. Peters, 54.

17. Guibert, 93.

18. Guibert, 84.

19. Peters, 69.

20. Gabrieli 1993, 9.

21. Stark 2012, 179.

22. O'Callaghan 2004, 211.

23. Riley-Smith 2008, 15.

24. Bonner 2004, 230.



FUENTE