Por qué el islam es intrínsecamente genocida
RAYMOND IBRAHIM
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Siguen acumulándose las pruebas de que el islam
debería ser ilegalizado, si Occidente tomara realmente en serio sus
propias leyes.
En un artículo
reciente, vimos que, según las propias definiciones de la ONU de
incitación al odio, el Corán debería prohibirse no solo por odiar
sistemáticamente a los demás, a los que nombra: cristianos, judíos,
politeístas e «infieles» (kuffar) de todo tipo, sino porque llama directamente a la violencia abierta contra ellos.
Resulta que el islam también es intrínsecamente genocida, según la propia definición de la ONU:
«Por genocidio se entiende cualquiera de los siguientes actos cometidos
con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo
nacional, étnico, racial o religioso, como tal:
(a) La matanza de miembros del grupo;
(b) El causar lesiones corporales o mentales graves a miembros del grupo;
(c) El imponer deliberadamente al grupo condiciones de vida calculadas para acarrear su destrucción física, total o parcial;
(d) El imponer medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
(e) El trasladar por la fuerza a niños del grupo a otro grupo.
A excepción de la «d», todos estos actos han formado y siguen formando parte del modus operandi del islam. En nombre de la yihad, los musulmanes han matado y herido a millones de no musulmanes a lo largo de los siglos
(«a» y «b»). Y con toda seguridad han «trasladado por la fuerza» («e»)
a los hijos de los no musulmanes para su propio uso (instituciones
enteras se dedicaban a transformar a niños no musulmanes esclavizados
en tropas de choque musulmanas –pensemos en los jenízaros, los
mamelucos, etc.– por no hablar de todos los niños capturados vendidos
en los mercados de esclavos o enviados a harenes). De hecho, a día de
hoy, los grupos yihadistas siguen secuestrando a niños no musulmanes y
convirtiéndolos en «cachorros del califato».
Pero podría decirse que es «c» lo que más subraya la naturaleza
genocida del islam: «El imponer deliberadamente al grupo condiciones de
vida calculadas para acarrear su destrucción física, total o parcial».
Aceptación condicional
La palabra «condiciones» es muy oportuna: el trato del islam a las
minorías religiosas se basa en gran medida en un documento llamado Las condiciones de Omar (véase aquí una traducción). Llamadas así por el segundo califa de la historia, Omar Ibn Al-Jattab (reinó 634 a 644), las condiciones
fueron supuestamente acordadas entre ese califa y un grupo de
cristianos conquistados (posiblemente de Jerusalén, cuando cayó en
manos del islam en el año 637). Estipulaba las condiciones que debían
cumplir los no musulmanes conquistados para ser tolerados y no
asesinados.
Así, como el Corán 9,29 ordena a los musulmanes luchar contra la «gente
del libro» (es decir, cristianos y judíos) hasta que se conviertan o
«paguen el tributo [la yizia] sumisamente y en situación de humillación» Las condiciones de Omar detallan con precisión cómo deben sentirse sometidos.
Se prohibió a los cristianos construir o reparar iglesias, exhibir
Biblias o cruces, tocar campanas o rezar en voz suficientemente alta
para que los musulmanes pudieran oírlos. (Estas prohibiciones y sus
variantes siguen vigentes en muchos, si no en la mayoría, de los países
musulmanes.) Los cristianos tampoco podían en modo alguno hacer
atractiva su religión a los musulmanes y, desde luego, nunca debían
hacer proselitismo entre ellos. (Un cristiano de 80 años fue condenado
recientemente a cinco años de prisión en Irán, en parte por distribuir
«publicaciones cristianas con el objetivo de atraer a los musulmanes».)
Por otra parte, se prohibió a los cristianos oponerse en modo alguno a que sus familiares se convirtieran al islam.
La imposición llegaba al extremo de que los cristianos tenían la
obligación de «honrar a los musulmanes, cederles el paso o levantarse
de sus asientos si deseaban sentarse».
Población desarmada
Para asegurarse de que nunca se resistieran al trato que pudieran
recibir, también se prohibió a los cristianos portar «cualquier clase
de armas».
Las condiciones concluían dejando claro que si se violaba
cualquiera de sus estipulaciones, se acababan los acuerdos, y los
musulmanes eran libres de castigar a los culpables. Esto ocurría a
menudo –y sigue ocurriendo– en contextos de castigo colectivo.
Aunque esas condiciones se formularon por primera vez en el
contexto de los cristianos conquistados, luego pasaron a codificarse en
la ley islámica [las saría], formando la base del trato del islam a los no musulmanes conquistados que se negaban a convertirse al islam (los «dimmíes»).
Estuvieron en vigor durante más de un milenio, hasta que las potencias
coloniales occidentales presionaron a los gobernantes musulmanes para
que las abolieran en el siglo XIX.
La cuestión que se nos plantea es sencilla: ¿se ajustan estas condiciones, bajo las que tienen que vivir millones de no musulmanes, a la definición de genocidio aprobada por la ONU:
«Imponer deliberadamente al grupo condiciones de vida calculadas para acarrear su destrucción física, total o parcial».
El hecho de que esté ahí lo que hoy se denomina «mundo islámico» es su
confirmación. Después de todo, el núcleo del mundo musulmán (Oriente
Medio y Norte de África) era casi totalmente cristiano cuando el islam
lo conquistó en el siglo VII. En la actualidad, más del 90% de la
región es islámica; el cristianismo se ha extinguido por completo en
zonas que antaño fueron bastiones de la fe, como la actual Argelia (de
donde procedía san Agustín, padre de la teología occidental).
Resultado directo
¿Qué hizo que todos esos cristianos, muchos de los cuales se caracterizaban como profundamente apegados a su religión, se convirtieran al islam? La respuesta es clara como la luz del día: La
ley islámica impuso deliberadamente a los cristianos y al cristianismo
unas condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción
física, total o parcial.
Otro ejemplo es la postura de la ley islámica respecto a las iglesias: tras
la conquista musulmana de la región cristiana de Oriente Medio y el
Norte de África en el siglo VII, las naciones que se resistieron vieron
sus iglesias sistemáticamente destruidas, mientras que a las que
capitularon se les permitió conservar las que ya tenían, con la
condición de que no construyeran más ni repararan las existentes. La lógica musulmana era sencilla: con el tiempo, todas
las iglesias acabarían derrumbándose.
Por cierto, ni siquiera hemos hablado de la yizia o tributo que exigía el Corán
9,29, un impuesto a menudo exorbitante que debían pagar todos
los no musulmanes. Teniendo en cuenta el hecho de que millones de infieles
empobrecidos a lo largo de los siglos acabaron convirtiéndose al islam,
porque no podían pagar este impuesto, ¿no era la yizia otra «condición
de vida calculada para provocar [el fin del cristianismo]», como casi
ha ocurrido en Oriente Medio y el Norte de África?
Después de mencionar el «vicioso sistema de sobornar a los cristianos
para que se convirtieran», el historiador Alfred Butler escribe en La
conquista árabe de Egipto (1902):
«Aunque la libertad religiosa estaba en teoría
garantizada para los coptos bajo la capitulación [al islam], pronto se
demostró de hecho que era sombría e ilusoria. Pues una libertad
religiosa que se identificaba con la servidumbre social [Las condiciones de
Omar] y con la servidumbre financiera [yizia] no podía tener ni
sustancia ni vitalidad. A medida que el islam se expandía, la presión
social sobre los coptos se hacía enorme, mientras que la presión
financiera parecía al menos más difícil de resistir, ya que el número
de cristianos o judíos que estaban sujetos al impuesto de capitación
[yizia] disminuía año tras año, y su aislamiento se hacía más
evidente. ... Las cargas que soportaban los cristianos se hacían más pesadas a
medida que disminuía su número. La maravilla, por tanto, no es que
tantos coptos cedieran a la corriente que los arrastraba con fuerza
arrolladora hacia el islam, sino que una multitud tan grande de
cristianos se mantuviera firme contra corriente, y que todas las
tormentas de trece siglos no hayan movido su fe de la roca de sus
cimientos.»
Tal es la historia olvidada de la disminución de los coptos. El hecho
de que el 10% de la población de Egipto siga siendo cristiana no es un
reflejo de la
tolerancia musulmana, como afirman muchos apologistas, sino de la
intolerancia. Mientras que las vidas de muchos cristianos se
extinguieron durante siglos de violencia, las identidades espirituales
y culturales de un número exponencialmente mayor fueron aniquiladas
–liquidadas mediante genocidio, según la definición de la ONU– mediante
su
conversión gradual al islam. (Tal es el triste e irónico ciclo que
asola el Egipto moderno: los propios musulmanes que persiguen a los
cristianos son a menudo descendientes lejanos de coptos que un día
abrazaron el islam para eludir su propia persecución.)
Lo peor es que todo este asunto no se limita a la historia pasada.
Dado que las condiciones y la yizia son aspectos doctrinales del islam,
siguen impregnando e influyendo en el mundo islámico (por ejemplo, en Arabia
Saudí, nuestro «buen amigo y aliado», donde ni siquiera se puede
construir una sola iglesia para culto cristiano).
En otras palabras, hasta el día de hoy en todo el mundo islámico, los
no musulmanes en general y los cristianos en particular siguen viviendo
en «condiciones de vida calculadas para provocar [su desaparición]». Aun cuando
no se les persigue directamente, siempre están discriminados. Además, las
iglesias están prohibidas o se enfrentan a numerosos obstáculos
burocráticos, a menudo insuperables, para su existencia (incluso en
naciones más «moderadas», desde Egipto a Indonesia).
No en vano, según estadísticas fiables, aproximadamente el 84% de las
peores persecuciones que sufren los cristianos en todo el mundo se
producen en nombre del islam. Y 37 de las 50 peores naciones en las
que se puede ser cristiano son musulmanas.
En resumen, sí, el islam es, según las propias definiciones de la ONU,
genocida. Pero el hecho es que a la ONU ni se le ocurre exigir
responsabilidades a la ley islámica, a pasar de las pruebas fehacientes de que todos los
preceptos de la saría, especialmente los que giran en torno a los llamados «derechos
humanos», o los que pretenden prohibir la «incitación al odio», son
garrotes utilizados para aprovecharse de ciertas gentes, que casualmente nunca son musulmanes.
FUENTE
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