El monje que desenmascaró a Mahoma: Juan Damasceno contra la yihad

RAYMOND IBRAHIM





El 22 de junio de 2025, la iglesia ortodoxa griega Mar Elias (San Elías) de Damasco, Siria, se convirtió en escenario de una tragedia indescriptible. Un terrorista suicida islámico se coló en el santuario durante la liturgia divina, abrió fuego contra los fieles y detonó su chaleco explosivo. Veinticinco cristianos —hombres, mujeres y niños— perdieron la vida. Más de 60 personas resultaron heridas, muchas de ellas de gravedad.


La iglesia quedó destruida: los bancos de madera quedaron destrozados, las vidrieras se hicieron añicos y la sangre corría por el suelo de baldosas.


Sin embargo, entre los escombros, un retrato resistió: el icono centenario de San Juan Damasceno, hijo de esta misma ciudad, permaneció intacto. El simbolismo no puede ignorarse: los terroristas musulmanes bombardearon una iglesia de Damasco, pero el icono del hombre que, hace casi trece siglos, ofreció la primera crítica teológica al islam y a su profeta, permaneció intacto.



¿Quién fue Juan Damasceno?


Juan Damasceno (675-749 d. C.) vivió bajo el califato omeya, era un cristiano en un mundo gobernado por musulmanes. Hablaba con fluidez el griego, el siríaco y el árabe, y ejerció brevemente como administrador civil antes de retirarse al monasterio de Mar Saba (o San Sabas), donde se convirtió en un destacado teólogo y defensor de la fe.


En su obra Fuente del conocimiento, concretamente en la sección conocida como Sobre la herejía, no solo escribió la primera respuesta cristiana sistemática al islam —al que se refería como la «herejía de los ismaelitas»—, sino que fue el primero en tachar al fundador del islam de falso profeta


«Un falso profeta llamado Mahoma ha aparecido en medio [de los árabes]. Este hombre, después de haber encontrado por casualidad el Antiguo y el Nuevo Testamento y, al parecer, haber conversado con un monje arriano, ideó su propia herejía. Luego, tras ganarse el favor del pueblo con una aparente piedad, difundió que se le había enviado un cierto libro desde el cielo [el Corán]. Él había escrito algunas composiciones ridículas en ese libro suyo y se lo dio a ellos como objeto de veneración.»


En resumen, Juan acusó a Mahoma de tomar prestados fragmentos bíblicos, tergiversarlos y producir un credo que negaba la divinidad de Cristo y rechazaba la crucifixión. El Damasceno ridiculizó abiertamente la explicación que los musulmanes daban sobre el origen del Corán: que Mahoma lo había recibido «en sus sueños».


Para Juan, el islam no solo era teológicamente deficiente, sino también moralmente cuestionable. Criticó que permitiera la poligamia y el divorcio fácil, y acusó a Mahoma de santificar retroactivamente su propio comportamiento, sobre todo al tomar como esposa a la mujer (Zaynab) de su propio hijo adoptivo (Zayd) y luego prohibir la adopción por completo para justificar su adulterio. Juan incluso acusaba a los musulmanes de idolatría, afirmando que la Piedra Negra de la Kaaba había sido en su día la cabeza de una estatua pagana, y se burlaba de la forma en que condenaban a los cristianos por venerar la cruz y las imágenes sagradas.



Con visión de futuro y sin miedo


Qué sorprendente resulta, entonces, que el cuadro de este hombre —el primero en enfrentarse al islam con la razón y la polémica— haya sobrevivido a un ataque perpetrado en nombre del islam. Es como si el propio icono, brillando intacto entre los escombros y la sangre, testificara en silencio que la fe y las ideas perduran más que el odio y la destrucción. Juan Damasceno dedicó su vida a defender la encarnación, y la veneración de las imágenes, insistiendo en que la materia podía dar testimonio de la verdad divina porque Dios se hizo hombre en Cristo. El hecho de que su propia imagen haya perdurado mientras el santuario quedaba marcado y los feligreses yacían moribundos es casi una ilustración viva de su teología.


Por cierto, los funerales que siguieron al atentado estuvieron impregnados de dolor y rebeldía. Cientos de cristianos abarrotaron la Iglesia de la Santa Cruz, y sus cánticos de Kyrie eleison —«Señor, ten piedad»— resonaron en las calles que aún olían a humo. Los sacerdotes llevaban ataúdes cubiertos con telas blancas, y el patriarca Juan X denunció el «odio criminal que acecha a los fieles».


Hay otra profunda continuidad histórica en este momento. Juan Damasceno vivió como ciudadano de segunda clase apenas tolerado bajo los califas. Empuñó la pluma donde no podía empuñar la espada, exponiendo lo que consideraba la vacuidad teológica de una fe que negaba el corazón del Evangelio. Hoy en día, los fanáticos invocan esa misma fe para destrozar las vidas de sus descendientes espirituales. Mientras que Juan se valía de las palabras, sus adversarios modernos recurren a las bombas y las balas.


Y, sin embargo, el resultado es el mismo que en su época: el testimonio cristiano perdura. El icono intacto, que sobrevive donde han caído vidas y muros, habla sin palabras. Nos recuerda que el terror puede destruir cuerpos y edificios, pero no las verdades que estos representan. Conecta al Damasco del siglo VIII con el presente en una línea única e ininterrumpida de fe, sufrimiento y resistencia.


Los extremistas musulmanes lograron en 2025 lo que buscaban en ese momento: asesinaron a cristianos inocentes mientras rezaban. Pero, desde una perspectiva histórica a largo plazo, su acto solo sirvió para subrayar la relevancia del hombre cuyo icono no pudieron tocar y que fue el primero en desenmascarar sistemáticamente a su profeta. San Juan Damasceno vio, con claridad y valentía, los peligros de un credo que negaba a Cristo mientras ejercía el poder temporal. Su voz, conservada en pergamino y que ahora resuena en la iconografía que ha sobrevivido, aunque manchada de sangre, sigue enfrentándose a una ideología que se expresa a través del odio y la muerte.


Al final, los terroristas no han escrito nada. Sus nombres se desvanecerán, como se han desvanecido los nombres de tantos perseguidores anteriores. Pero el rostro de Juan sigue mirando desde su icono, sereno e inquebrantable, en la misma ciudad donde una vez caminó y rezó, como testigo silencioso de la resistencia de la fe sobre el miedo y de la verdad sobre el terror.



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