La ‘rana hervida’ estadounidense
RAYMOND IBRAHIM
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Pocas cosas explican mejor cómo se han subvertido el sentido común y la moralidad que la analogía de la «rana hervida».
«El denominado síndrome de la rana hervida es
una analogía que se usa para describir lo que ocurre cuando un problema
se desarrolla tan lentamente que sus daños no son fáciles de percibir
en lo inmediato y esa falta de conciencia de los mismos genera que no
haya reacciones o que estas sean tardías para evitar o revertir los
daños que ocasiona. La premisa es que si una rana se pone
repentinamente en agua hirviendo, saltará, pero si la rana se pone en
agua tibia que luego se lleva a ebullición lentamente, no percibirá el
peligro y se cocerá hasta la muerte. La historia se usa a menudo como
una metáfora de la incapacidad o falta de voluntad de las personas para
reaccionar o ser conscientes de las amenazas siniestras que surgen
gradualmente en lugar de hacerlo de repente.»
Tomemos como ejemplo la depravación sexual, hoy ampliamente aceptada,
si no celebrada. Es un subproducto completo del síndrome de la rana hervida.
Érase una vez en Estados Unidos
Puede
que las generaciones más jóvenes no lo sepan, pero hace décadas
cosas que hoy se dan por sentadas, como la promiscuidad («relación
sexual abierta») o el sexo fuera del matrimonio, estaban tan mal vistas
en
Estados Unidos como lo siguen estando en gran parte del mundo.
Ni que decir tiene que la homosexualidad era un anatema. En 1955, por
ejemplo, el Distrito Escolar Unificado de Inglewood, en California,
colaboró con el departamento de policía local para realizar un vídeo
educativo en el que se advertía contra «los peligros de la
homosexualidad», describiéndola como «una enfermedad mental».
Más de una década después, en 1966, un representante de la policía utilizó
un gran auditorio lleno de escolares para dar una conferencia contra la
homosexualidad. En un esfuerzo por advertir a estos impresionables
jóvenes, dijo que si algún chaval estaba experimentando con ella,
«Será mejor que lo dejéis, rápido. Porque uno de
cada tres se volverá maricón. Y si os pillamos liados con un
homosexual, vuestros padres serán los primeros en saberlo. Y os pillarán; no
penséis que no os pillarán. Porque esto es algo de lo que no te puedes
librar. Si no te pillamos nosotros, te pillarás tú solo, y el resto de
tu vida será un infierno.»
Entonces, ¿cómo hemos llegado desde el punto en el que las autoridades
advertían activamente a los escolares de que la homosexualidad era una
«enfermedad mental» que conduciría a un «infierno en vida» en la
tierra hasta dejar que sean abiertamente seducidos precisamente por los
mismos depredadores de los que advertía el policía: pederastas vestidos
de mujer («la hora del travestismo») adoctrinando y confundiendo a los
niños pequeños sobre su identidad sexual?
De hecho, ¿cómo hemos llegado a un punto en el que formas de
depravación sexual que en los años sesenta habrían hecho sonrojar a un
homosexual ahora se pregonan a los cuatro vientos, de modo que debemos
ser bombardeados con ellas un día tras otro? La última
mutación de estas cosas es que los hombres y las mujeres pueden
transformarse unos en otros, y exigir que todos participemos en sus ficciones
bajo pena de ley.
Empezando por los medios de comunicación
He aquí cómo no hemos llegado hasta aquí. Los que están impulsando la
agenda sexualmente depravada no empezaron haciendo que la gente tragara a la fuerza el «transgenerismo». Eso habría fracasado instantáneamente; eso
habría sido echar la rana en una olla ya hirviendo, de la que habría
saltado instintivamente a toda prisa.
Más
bien, el calor fue subiendo muy gradualmente, imperceptiblemente.
Los venerables y siempre fiables «científicos» –los predecesores de los
que nos trajeron la histeria del COVID y las vacunas obligatorias–
empezaron diciéndonos que la homosexualidad no era una «enfermedad
mental». Era, más bien, completamente normal. Solo la gente
«intolerante»
y poco ilustrada (entre la que obviamente nadie no quiere contarse)
pensaba lo contrario. Además, lo único que querían los homosexuales era
que se les tratara con dignidad y respeto, y ¿quién podía oponerse a
una petición aparentemente tan modesta?
Así que la homosexualidad se legitimó y se presentó bajo toda una serie
de nuevos eufemismos: ser llamado «gay» (es decir, alegre), ser
representado por un hermoso e inocente arcoíris (antaño patrimonio de
los niños), etcétera.
Naturalmente, los medios de comunicación echaron una mano. A lo largo
de los años 1970, 1980 y 1990, los personajes homosexuales –siempre
presentados de forma simpática– empezaron a aparecer cada vez más en
las películas, las comedias de situación y en la cultura popular en general.
Una vez que la homosexualidad se normalizó en la sociedad
estadounidense, se subió la temperatura y se preparó a la rana
norteamericana para aceptar la siguiente y mayor forma de licencia
sexual,
lo que nos ha llevado a la situación actual.
Una pérdida de tiempo necesaria
Obsérvese también el poder y la eficacia de esta creciente normalidad.
Para cuando se introduce un segundo hito (es decir, una segunda
perversión mayor) y empieza a crear controversia, la primera –que ahora
se considera una forma más suave y «aceptable» en comparación con la
segunda– se ha convertido en un hecho establecido e incuestionable de nuestra sociedad.
Por ejemplo, la última insensatez que se está imponiendo, la transexualidad, sigue siendo controvertida e
inaceptable para muchos. Pero como el listón de la perversidad se ha
puesto tan bajo, cosas como la homosexualidad «típica» se han
convertido en algo absolutamente normal, definitivamente preferible al
transgenerismo.
En otras palabras, la rana estadounidense, al llegar a un nuevo hervor en
las aguas del transgenerismo, empieza a añorar los «buenos viejos
tiempos» en el caldero, cuando la «homosexualidad típica» parecía
ideal.
Y así llegamos a la situación actual, en la que los «conservadores»,
los republicanos e incluso los cristianos rivalizan unos con otros por
respaldar la homosexualidad al estilo más descarado (un hombre famoso «casándose»
con otro hombre, y ambos ocupándose de sus propios asuntos y
comportándose con toda «normalmente»), siendo así que tal cosa fue
una abominación no hace tanto tiempo. Pero para una rana hervida lentamente,
50 grados menos de calor solo pueden registrarse como una gran «mejora».
A partir de aquí entendemos por qué la reciente orden ejecutiva del
presidente Donald Trump, que convierte en política federal el
reconocimiento de solo dos géneros, es más una vergüenza que una
victoria. Qué otra nación requiere que nada menos que su Comandante en
Jefe pierda su tiempo creando e imponiendo «leyes» que cualquier niño
pequeño ya conoce?
Sin embargo, dado que hemos estado en plena ebullición durante los
últimos años –sobre todo gracias a la administración anterior, que
fomentó y promovió la locura de género–, aprobar una orden ejecutiva
para reconocer lo que todo niño sabe instintivamente se percibe y se
trata como una gran victoria porque es una disminución de la infernal ebullición. Y así hasta lo agradecemos.
En realidad, deberíamos esperar y exigir mucho más que eso.
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