¿Las conquistas «humanitarias» del islam? Desmontando el último mito de Egipto
RAYMOND IBRAHIM
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Los clérigos musulmanes se han vuelto muy hábiles
a la hora de reescribir la historia islámica. Ante un público
occidental que valora la libertad individual y los derechos humanos,
cada vez más reinterpretan la expansión militar inicial del islam como
una especie de misión humanitaria de una ONG del siglo VII, un mito tan
insostenible desde el punto de vista histórico como insultante desde el
punto de vista intelectual.
El último ejemplo proviene del jeque egipcio Khaled El-Gendy, miembro del Consejo Supremo de Asuntos Islámicos de Egipto, quien recientemente proclamó que
las conquistas yihadistas del islam «no fueron para expandirse», sino
«en defensa de la libertad humana y el derecho humano a elegir».
La presentación de El-Gendy comienza con un
ejemplo clásico de lo que solo puede describirse como una inversión
orweliana. Cita el famoso ultimátum de Mahoma al gobernador bizantino
de Egipto —«Sométete y estarás a salvo, de lo contrario cargarás con el
pecado de los coptos»— como prueba de la preocupación del islam por la
«libertad humana». Es sorprendente que esta amenaza —utilizando una
variante (aslam taslam) del islam— se presente como un modelo de
libertad. La carta no es una invitación a la autodeterminación
religiosa, sino una exigencia coercitiva: acepta el islam, o atente a las consecuencias.
Si este es el modelo de «derechos humanos», entonces las palabras han perdido su significado.
En el mundo real, durante más de un milenio, los
historiadores musulmanes nunca ocultaron la naturaleza de las
conquistas del islam. Las celebraron. Registraron el vasto botín, los
esclavos, el tributo, la rápida expansión del Dar al-Islam «por la
espada» y la humillación de los pueblos conquistados, todo ello como
«prueba» de que Dios estaba de su lado. Solo en la era moderna, bajo la
mirada de los humanistas occidentales, clérigos como El-Gendy fingen de
repente que las conquistas fueron luchas defensivas llevadas a cabo en
nombre de la «dignidad universal».
Ese relato se derrumba inmediatamente desde el
escrutinio histórico. Cuando los ejércitos islámicos salieron de Arabia
alrededor del año 636 d. C., conquistaron brutalmente, en un solo
siglo, más territorio que el que Roma adquirió en cinco siglos. Desde
España hasta India, las ciudades cayeron, las poblaciones fueron
esclavizadas, las iglesias fueron confiscadas o destruidas y los
pueblos locales fueron sometidos a las ahora infames Condiciones de Omar, que redujeron a cristianos y judíos a un estatus de segunda clase. A estos dimmíes se les prohibió portar armas, construir nuevas iglesias y practicar públicamente su fe. Vivían bajo un impuesto aplastante —la yizia—
que se les imponía precisamente porque se negaban a convertirse, e
incluso se les exigía que cedieran sus asientos si los musulmanes los
reclamaban.
Esto no es «libertad», ni «dignidad» humana. Se
trata de una sumisión y una desigualdad artificiales respaldadas por la
amenaza de la violencia.
Lo mismo se aplica a la evocación que hace
El-Gendy de la migración abisinia. Sí, los primeros musulmanes huyeron
a la Etiopía cristiana, precisamente porque el rey cristiano les
ofrecía protección, algo que las tribus rivales de Arabia no les
proporcionaban. La tolerancia de Etiopía es un mérito del cristianismo,
no del islam. La ironía de utilizar la misericordia cristiana como
prueba del humanitarismo islámico sería risible si no fuera tan
descarada.
Semejante deshonestidad con respecto a la expansión islámica no es nada nuevo. Hace quince años, respondí
a una afirmación aún más descarada, también de un clérigo egipcio: que
los coptos de Egipto que fueron conquistados por los primeros ejércitos
islámicos no eran realmente cristianos, sino «protomusulmanes» que solo
esperaban ser liberados. El argumento era absurdo entonces y no lo es
menos ahora.
Y lo que es más importante: estos cristianos
nunca pidieron ser liberados. Se resistieron, con sus vidas, su sangre
y su testimonio. Las crónicas de la época están repletas de relatos de
resistencia, martirio y súplicas de ayuda exterior. Los cristianos
conquistados no recibieron a los ejércitos invasores como hermanos en
el monoteísmo. La crónica cristiana más antigua, escrita por Juan de
Nikiû, un obispo copto que vivía en Egipto durante la invasión
islámica, está plagada de derramamiento de sangre, sufrimiento y
resistencia de los coptos contra sus supuestos «hermanos en el
monoteísmo».
Que El-Gendy y otros describan ahora estos
episodios como «defensa de la libertad» es insultante y grotesco desde
el punto de vista histórico.
Además, El-Gendy, como todos los apologistas
modernos, se aferra al versículo «No hay coacción en la religión», como
si este anulara todo el corpus de la jurisprudencia islámica sobre la
yihad, la conquista y el trato a los no musulmanes. Omite el hecho bien
establecido —conocido por los exegetas musulmanes clásicos y sin duda
también por él— de que este versículo fue considerado abrogado por los posteriores «versículos de la espada», como Corán 9,5 y 9,29.
¿Por qué, entonces, clérigos influyentes como
El-Gendy se dedican a hacer malabarismos intelectuales? Porque la
verdad no vende hoy día. La tradición de la conquista, orgullosa y sin
complejos en las fuentes clásicas, resulta incompatible con los ideales
modernos. En consecuencia, debe ser reinterpretada, suavizada,
higienizada y adornada con el lenguaje de los «derechos humanos» y la
«dignidad humana».
Aun así, este tipo de historia falsa continúa
logrando su objetivo, que es engañar a los occidentales que no saben
nada sobre la historia islámica. Mientras tanto, los musulmanes del
pasado y del presente no reconocerían ni podrían reconocer la versión
edulcorada de la historia que El-Gendy y los de su calaña venden.
Al final, los hechos hablan por sí mismos:
– Las poblaciones no musulmanas, incluido el
grupo más autóctono de Egipto, los cristianos coptos, fueron invadidas,
derrotadas y sometidas.
– Los que sobrevivieron fueron cargados con impuestos, reprimidos y humillados si no se convertían.
– Las iglesias fueron destruidas o reconvertidas; la vida pública cristiana fue suprimida.
– Las conquistas no expandieron los derechos humanos, sino un imperio brutal.
Presentar todo eso como una defensa de la
«libertad», la «igualdad» o los «derechos humanos» es sustituir la
historia por una fantasía.
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