"El orgullo
fue su perdición": masacre musulmana de cristianos en Nicópolis
RAYMOND IBRAHIM
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Miniatura de la ejecución de europeos que se
negaron a convertirse al islam después de Nicópolis, Jean Colombe, c.
1475
El 25 de septiembre de 1396, tuvo lugar un
importante enfrentamiento militar con el islam que demostró cuán
desunida se había vuelto la cristiandad.
Dos años antes, en 1394, los turcos otomanos habían estado "haciendo un
gran daño en Hungría", lo que ocasionó que su joven rey, Segismundo,
pidiera "ayuda a la cristiandad". Llegó en un momento oportuno. Los
ingleses y los franceses, hasta entonces en guerra, habían acordado la
paz en 1389, y una "cruzada contra los turcos proporcionó una salida
deseable para los nobles instintos de la caballería occidental".
Las cosas se volvieron aún más claras cuando "hombres de todo tipo"
—peregrinos, laicos y clérigos que regresaban de Tierra Santa y Egipto—
contaron "las miserias y persecuciones a las que sus correligionarios
de oriente estaban siendo sometidos por los 'descreídos sarracenos',
y... apelaron con toda su piadosa vehemencia a una cruzada para
recuperar la tierra natal de Cristo".
Los caballeros occidentales de todas partes —en su mayoría franceses,
pero también ingleses, escoceses, alemanes, españoles, italianos y
polacos— levantaron la cruz en una de las mayores cruzadas multiétnicas
contra el islam. Su objetivo final, según un contemporáneo, era
"[reconquistar] toda Turquía y marchar hacia el Imperio de Persia...
los reinos de Siria y Tierra Santa". Una gran multitud, según se
cuenta, de unos cien mil cruzados —"la fuerza cristiana más grande que
jamás se había enfrentado al infiel"— llegó a la ciudad de Buda en
julio de 1396.
Pero la cantidad no pudo enmascarar la desunión, las sospechas mutuas y
el rencor interno que era evidente desde el principio. Los franceses no
solo rechazaron la sugerencia de Segismundo de que adoptaran una
postura defensiva y renunciaran a la ofensiva, sino que cuando el rey
sugirió que sus húngaros tenían más experiencia y, por lo tanto,
deberían encabezar el ataque contra los turcos, los franceses lo
acusaron
de intentar quitarles su gloria y decidieron salir al campo de
batalla por delante de él. Tomaron con facilidad dos guarniciones antes
de alcanzar y sitiar Nicópolis, una fortaleza otomana en el Danubio.
Las victorias y la ausencia de respuesta por parte del sultán Bayaceto
llevaron a un exceso de confianza y complacencia. Se produjo disolución
y algunas fuentes dicen que el campo se convirtió en todo
menos en burdel.
De repente, el 25 de septiembre de 1396, mientras los jefes
occidentales estaban de fiesta en una tienda de campaña, irrumpió un
heraldo con la noticia de que había llegado el sultán Bayaceto, que
solo tres semanas antes estaba asediando Constantinopla. Sin esperar a
los húngaros de Segismundo, que aún venían rezagados detrás, los
occidentales formaron filas de inmediato y se dirigieron a la primera
línea visible de la fuerza otomana, los akinyis, o caballería ligera
irregular.
Aunque lanzaron un ataque rápido sobre ellos, los jinetes vagabundos
"impedían que el enemigo viera un bosque de estacas puntiagudas,
inclinadas hacia los cristianos, y lo bastante altas como para alcanzar
el pecho de un caballo". Al cargar, muchos de los caballos fueron
empalados y
cayeron, mientras las andanadas de flechas caían sobre hombres y
bestias, matando a muchos de ellos.
La pérdida infligida a los cristianos fue enorme. Un joven caballero
francés pidió a los hombres "que marcharan hacia las líneas del enemigo
para evitar una muerte de cobardes bajo las flechas, y los cristianos
respondieron a la llamada del jefe militar". Aunque los arqueros
musulmanes que los acosaban estaban esparcidos a lo largo de una colina
inclinada, los cruzados sin caballos y con pesadas armaduras marcharon
hacia ella a pie.
Mientras ascendían, "los cristianos golpeaban vigorosamente con hachas
y espadas, y los otomanos contraatacaban con sables, cimitarras y mazas
con valentía, y cerraron sus líneas tan cerca, que el desenlace
permanecía indeciso al principio. Pero como los cristianos se habían
lanzado, y los otomanos luchaban sin armadura, los portadores de la
cruz... masacraron a 10.000 de la infantería de los defensores de la
Media Luna, que empezaron a vacilar y finalmente echaron a correr".
Cuando estos últimos huyeron, apareció otra hueste aún mayor de jinetes
islámicos. Los inquebrantables cruzados "se lanzaron sobre la
caballería turca, abrieron una brecha en sus líneas y, dando mandobles
con
fuerza, a diestra y siniestra, alcanzaron finalmente la retaguardia",
donde esperaban encontrar a Bayaceto y matarlo con "sus dagas [que
usaron] con gran eficacia contra la retaguardia". Sorprendidos por este
modo inusual de lucha (según se narra, en el tumulto fueron masacrados
cinco mil musulmanes), "los turcos buscaron ponerse a salvo huyendo
y corrieron hasta donde estaba Bayaceto, más allá de la cima de la
colina".
En este punto, los jefes occidentales pidieron a sus caballeros que se
detuvieran, que se recuperaran y se reagruparan. Sin embargo, a pesar
de "su agotamiento, el peso de la armadura y el insoportable calor de
un día de verano en oriente", aquellos guerreros persiguieron a "los
fugitivos cuesta arriba con el fin de completar la victoria". Pero
allí, en
lo alto de la colina, se hizo visible finalmente todo el poder de la
hueste musulmana: cuarenta mil soldados de caballería profesionales
(los cipayos otomanos), con
Bayaceto sonriente en medio de ellos.
De repente y al clamor de los tambores, las trompetas y los salvajes
gritos de "¡Allahu Akbar!"
cargaron contra los cristianos, superados en número y ahora exhaustos.
Estos últimos continuaron luchando valientemente, "más fieramente que
jabalíes o lobos enfurecidos", escribe un contemporáneo. Un veterano
caballero, Juan de Viena, "defendió el estandarte de la Virgen María
con valor inquebrantable. Seis veces cayó el estandarte y seis veces lo
volvió a levantar. Cayó para siempre solo cuando el gran almirante
sucumbió bajo el peso de los golpes turcos". Su "cuerpo fue encontrado
más tarde aquel mismo día, agarrando todavía con su mano el sagrado
estandarte".
Así, por mucha que fuera la justa indignación o la furia guerrera, no
pudieron resistir aquel ataque inesperado. Algunos cruzados rompieron
filas y huyeron. Cientos cayeron por la empinada colina hacia la
muerte. Otros se arrojaron al río y se ahogaron. Unos pocos escaparon y
se perdieron en el bosque (años más tarde, un puñado regresó a casa de
su odisea, en harapos e irreconocibles).
Los húngaros llegaron solo para presenciar el espeluznante espectáculo
de un vasto ejército musulmán rodeando y masacrando a sus
correligionarios occidentales. Segismundo subió a un barco del Danubio
y escapó. "Si tan solo me hubieran creído", recordaba más
tarde el joven rey (que vivió para llegar a ser emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico treinta y siete años después). "Teníamos
fuerzas en abundancia para luchar contra nuestros enemigos". No fue el
único en culpar a la impetuosidad occidental: "Si tan sólo hubieran
esperado al rey de Hungría", escribió Froissart, un francés
contemporáneo, "podrían haber realizado grandes hazañas; pero el
orgullo fue su perdición".
Aunque fracasó, la cruzada causó un daño considerable a las fuerzas de
Bayaceto: "por el cuerpo de cada cristiano, se encontraron treinta
cadáveres musulmanes o más en el campo de batalla". Pero el señor de la
guerra islámico tomaría su venganza:
"La mañana siguiente a la batalla, el sultán se sentó y observó cómo
los cruzados supervivientes eran conducidos ante él desnudos, con las
manos atadas a la espalda. Les ofreció elegir entre la conversión al
islam o, si se negaban, la decapitación inmediata. Pocos renunciaron a
su fe, y las crecientes pilas de cabezas se fueron colocando en altos
montículos delante del sultán, y los cadáveres se arrastraron fuera.
Al final de un largo día, más de 3.000 cruzados habían sido masacrados,
y algunas fuentes dicen que llegaron a 10.000."
Tal vez porque tantas horas del "espantoso espectáculo de
cadáveres mutilados y sangre derramada horrorizaron [incluso] a
Bayaceto", o porque sus asesores lo convencieran de que estaba
provocando innecesariamente a Occidente, el sultán "ordenó a los
verdugos que se detuvieran".
La noticia de este desastre se propagó por toda Europa, y
entonces "una
amarga desesperación y aflicción reinó en todos los corazones",
escribe un cronista. Nunca más se uniría Occidente para hacer una
cruzada en Oriente. "De ahora en adelante quedaría en manos de aquellos
cuyas fronteras estuvieran directamente amenazadas el defender a la
cristiandad contra la expansión del islam". Todo esto era un signo de
los tiempos, de una secularización floreciente que, en Occidente,
priorizaba la nación
sobre la religión. Como señala el historiador Aziz Atiya
en su influyente estudio sobre la batalla:
"El ejército cristiano estaba formado por masas heterogéneas, que
representaban las variadas y conflictivas aspiraciones de sus países y
el naciente espíritu del nacionalismo en ellos. El sentido de unidad y
universalidad que había sido la base del Imperio y el Papado desde
principios de la Edad Media estaba desapareciendo, y en su lugar surgía
el separatismo de unos reinos independientes. Esta nueva
tendencia separatista se manifestó en medio de la amalgama de los
cruzados antes de Nicópolis. No había unidad de propósito, ni unidad de
armas y regimientos, ni tácticas comunes en el campo de los cristianos.
El ejército turco, en cambio, era un ejemplo perfecto de la disciplina
más estricta, de una unidad de propósito rigurosa e incluso fanática,
de la concentración del poder táctico supremo en la única persona del
sultán. Para una Constantinopla cada vez más aislada, tales desarrollos
eran un funesto presagio."
Gracias a sus ciclópeas murallas, la ciudad de los emperadores
bizantinos logró sobrevivir durante otros 57 años, antes de caer en
manos
de los turcos en 1453 —gracias sobre todo a los cañones diseñados
por traidores europeos al servicio de los otomanos—.
Nota. Todas
las citas de este artículo han sido extraídas y documentadas en el
libro del autor, Sword and Scimitar:
Fourteen Centuries of War between Islam and the West.
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