Sangre en el Danubio: orgullo y derrota en Nicópolis
RAYMOND IBRAHIM
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El 25 de septiembre de 1396, las llanuras del
Danubio se tiñeron de rojo. Lo que ocurrió fuera de la fortaleza de
Nicópolis no fue solo una batalla, sino la sentencia de muerte del
espíritu cruzado, un brutal recordatorio de lo que sucede cuando el
orgullo, la desunión y el valor imprudente eclipsan la sabiduría.
Cuando la noticia de la catástrofe se extendió
por Europa, la desesperación se apoderó de Occidente. Los cronistas
hablaron de corazones rotos, de una cristiandad golpeada por el dolor y
la vergüenza. Los historiadores posteriores verían en este desastre el
principio del fin: las naciones se encerraron en sí mismas, dejando de
estar unidas bajo la cruz y Cristo, dividiéndose por el auge del
nacionalismo y las amargas rivalidades. Los días de una cristiandad
unida habían terminado.
Y, sin embargo, antes del final se produjo un espectáculo de gloria y sangre.
La tormenta se había gestado años antes. Los
jinetes musulmanes otomanos habían invadido Hungría, quemando,
saqueando y esclavizando. Su joven rey, Segismundo, desesperado y
superado, pidió ayuda a la cristiandad. La llamada fue atendida.
Por una vez, el destino parecía favorecer a
Occidente. Los ingleses y los franceses, enemistados desde hacía mucho
tiempo, habían firmado hacía poco la paz. Los peregrinos y los clérigos
que regresaban de Oriente hablaban de los cristianos oprimidos por los
sarracenos, y sus súplicas de liberación avivaban las llamas. Llegaron
de todos los rincones de Europa: caballeros franceses, espadachines
ingleses, señores escoceses, caballeros alemanes y españoles,
italianos, polacos... un ejército sin precedentes.
Su ambición era ilimitada. Como dijo un
contemporáneo, soñaban con «reconquistar toda Turquía, marchar sobre
Persia, Siria y Tierra Santa». A mediados del verano de 1396, más de
100.000 cruzados se reunieron en Buda, el ejército cristiano más
poderoso que jamás se había enfrentado al Islam.
Pero los números por sí solos no bastan para
crear unidad. Desde los primeros fuegos de campamento, los celos y la
arrogancia envenenaron la cruzada.
Segismundo instó a la cautela. Conocía a los
turcos, conocía su astucia. Era mejor fortificarse y esperar, dijo. Los
franceses se burlaron. Lo acusaron de cobardía, de intentar robarles la
gloria. Marcharían primero, declararon, y se llevarían los laureles de
la victoria para ellos.
Al principio, las victorias llegaron fácilmente.
Dos guarniciones cayeron y Nicópolis pronto fue sitiada. Al no recibir
noticias de Bayaceto, los franceses se jactaron de que el sultán
temblaba ante ellos.
Pero el «Rayo del Islam» ya estaba en marcha.
Fiel a su nombre, Bayaceto atacó como un rayo.
Mientras los señores cruzados festejaban en sus
tiendas, un heraldo irrumpió con una noticia escalofriante: el propio
sultán estaba cerca y sus ejércitos se echaban encima. Impetuosos y
orgullosos, los franceses montaron de inmediato. No esperaron a los
húngaros de Segismundo. Y cargaron.
La primera línea de la caballería otomana se
rompió ante ellos, pero era una artimaña. Filas ocultas de estacas
afiladas derribaron a los caballos de guerra, empalando tanto a las
bestias como a los jinetes. Las flechas oscurecieron el cielo.
Aun así, los cruzados siguieron avanzando,
arrastrando sus pesadas armaduras cuesta arriba bajo un sol implacable.
La lucha fue salvaje: hachas y espadas contra cimitarras y mazas. Diez
mil soldados de infantería otomanos cayeron, sus filas se rompieron.
Los cruzados se abrieron paso a golpes de espada, dispersando al
enemigo y matando a miles más mientras luchaban para llegar a la
retaguardia enemiga.
Creían que la victoria estaba al alcance de la mano.
Entonces, desde la cima de la colina, apareció el verdadero ejército del islam.
Cuarenta mil jinetes de élite coronaban la
cresta, con sus lanzas relucientes. En medio de ellos, Bayaceto el Rayo
levantó la mano. Los tambores retumbaron. Las trompetas resonaron. Las
colinas temblaron a los gritos de «¡Alahú akbar!».
Los cruzados agotados, cubiertos con sus
armaduras, sedientos y tambaleantes, quedaron conmocionados. Entonces,
la ola se abalanzó sobre ellos.
El choque fue apocalíptico. Los cronistas
escribieron que ningún lobo enfurecido ni jabalí acorralado había
luchado jamás con más ferocidad que los cruzados aquel día. Jean de
Vienne, veterano de innumerables batallas, levantó el estandarte de la
Virgen una y otra vez. Seis veces cayó; seis veces lo levantó. Solo
cuando él mismo fue abatido cayó para siempre; más tarde se encontró su
cadáver con los dedos aún agarrados al asta.
Pero el valor no pudo detener aquella marea. Los
caballeros cayeron por la colina, otros se ahogaron en el Danubio y
otros huyeron a los bosques para no volver jamás. Segismundo escapó
solo en barco, lamentándose: «Si me hubieran creído, habríamos tenido
fuerzas suficientes para luchar contra nuestros enemigos». Incluso
Froissart, cronista de los franceses, admitió: «El orgullo ha sido su
perdición».
Si el campo de batalla se había empapado de
sangre cristiana. La mañana siguiente fue aún peor. Los supervivientes,
miles de ellos, fueron arrastrados ante Bayaceto. Desnudos y con las
manos atadas, se les dio a elegir: abrazar el islam o morir.
La mayoría eligió la muerte.
Hora tras hora, las cabezas caían bajo la espada,
sus cuerpos eran arrastrados y sus cráneos apilados en espeluznantes
pirámides ante el sultán. Según algunas fuentes, hasta diez mil
mártires fueron ejecutados ante Bayaceto, que finalmente, saciado o
hastiado, ordenó detener la matanza.
Nicópolis no fue solo una derrota. Fue el ocaso
del sueño de las cruzadas. Los cruzados habían golpeado con fuerza —un
cronista contó treinta cadáveres musulmanes por cada cristiano muerto—,
pero la victoria se perdió y, con ella, la esperanza de una cristiandad
unida.
Nunca más reuniría Occidente una fuerza semejante
para atacar Oriente. A partir de ese día, la defensa de la cristiandad
recaería únicamente en sus estados fronterizos. La unidad de fe que una
vez había forjado imperios se hizo añicos. En su lugar, los reinos se
volcaron en sus propias ambiciones, en sus propias rivalidades.
Nicópolis fue una advertencia escrita con sangre:
cuando prevalecen el orgullo y la división, incluso la causa más
poderosa caerá.
Y si ese juicio era cierto en 1396, ¡cuánto más cierto es hoy día!
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