El valor cristiano vence al poder musulmán: Skanderbeg
RAYMOND IBRAHIM
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El 2 de septiembre de 1457, Europa fue testigo de
una de sus resistencias más notables contra la agresión islámica: la
poco conocida batalla de Albulena, librada en el escarpado corazón de
Albania.
Para comprender la importancia de este
enfrentamiento, primero hay que conocer a su comandante: Jorge
Castriota, más conocido como Skanderbeg («Príncipe Alejandro»). Su nombre,
que en su día resonó con admiración en toda Europa, hoy es
prácticamente desconocido en Occidente. Sin embargo, como reconoció
incluso el historiador ilustrado Edward Gibbon, su vida parece una
novela romántica: «Renegó del profeta y del sultán, y se proclamó
vengador de su familia y su país».
La historia de Skanderbeg comienza con una
tragedia. Nacido en la casa real de Castriota (Kastrioti), fue tomado
como rehén cuando era niño por los turcos otomanos, convertido a la
fuerza al islam y entrenado para ser jenízaro. Ascendió rápidamente,
famoso por su talento como general, al mando de miles de turcos. Pero
bajo los honores otomanos, alimentaba otra lealtad. A la primera
oportunidad que tuvo, desertó, recuperó su fe cristiana y regresó a
Albania. Allí se convirtió en un guerrero fugitivo, cambiando la vida
de un general mimado por las penurias de las montañas, pero también por
la libertad y la defensa de su patria.
Desde 1443 hasta su muerte en 1468, protegió
Albania contra el imperio más formidable del mundo. Una y otra vez, el
sultán otomano lanzó contra él oleadas de ejércitos yihadistas.
Skanderbeg, a menudo superado en número por diez a uno, los repelió a
todos. Veinticuatro batallas y asedios terminaron a su favor. No es de
extrañar que se le haya apodado «el Corazón Valiente albanés». Marin
Barleti, su primer biógrafo, escribió que Skanderbeg «libró una nueva
guerra cada día, luchó una batalla cada hora y se enfrentó al imperio
de los turcos con la fuerza de un solo hombre».
La batalla de Albulena fue su obra maestra. En
mayo de 1457, un ejército de 80.000 turcos, liderado por el traicionero
sobrino de Skanderbeg, Hamza, que había traicionado a su tío por
envidia, arrasó y devastó a su paso el fértil valle del río Mat. Hamza
conocía el característico estilo guerrillero de Skanderbeg, por lo que
el héroe albanés se vio obligado a innovar. Dispersó a sus escasos
8.000 combatientes en pequeñas bandas, que acechaban en los bosques y
los senderos de montaña, hostigando al enemigo pero sin enfrentarse
nunca a él. Durante tres largos meses, los otomanos solo vieron
patrullas desorganizadas. Comenzaron a creer que el mito de Skanderbeg
se había derrumbado. Un cronista otomano se burló diciendo que había
«huido a la fortaleza de la montaña para salvar su pellejo».
Entonces, el 2 de septiembre, se activó la
trampa. Skanderbeg reunió a sus fuerzas ocultas bajo el monte
Tumenishta y descendió como un rayo. Al son de los cuernos y los gritos
de «¡Cristo y libertad!», él y su caballería irrumpieron en el
desprevenido campamento turco. Hamza insistió en que se trataba de una
pequeña fuerza, pero el pánico se apoderó del vasto ejército musulmán.
Los albaneses los mataron sin piedad. Al final, hasta 30.000 otomanos
fueron masacrados o capturados, una catástrofe que el imperio no
olvidaría fácilmente.
Las consecuencias llegaron mucho más allá de
Albania. Durante décadas, Skanderbeg impidió que los otomanos
utilizaran Albania como trampolín para entrar en Italia. Solo después
de su muerte, el sultán Mehmed II desembarcó finalmente en Otranto
(1480), pero para entonces ya le quedaba poco tiempo y el sultán murió
al año siguiente. Si Skanderbeg no hubiera retrasado el avance turco
durante 30 años, Mehmed podría haber llegado a Roma, cumpliendo su
promesa de entrar a caballo en la basílica de San Pedro y convertirla
en su caballeriza.
El reconocimiento de los servicios prestados por
Skanderbeg a Europa continuó mucho después de su muerte. En 2005, el
Congreso de los Estados Unidos aprobó una resolución en honor al 600
aniversario de su nacimiento, en la que se le calificaba de «estadista,
diplomático y genio militar, por su papel en la salvación de Europa
occidental de la ocupación otomana». Varias generaciones antes, el
mayor general británico James Wolfe (1756) se había maravillado de que
Skanderbeg «superara a todos los oficiales, antiguos y modernos, en la
conducción de un pequeño ejército defensivo». El historiador William J.
Armstrong declaró en 1905 que las hazañas del héroe albanés eclipsaban
incluso las de Godofredo de Buillón o Ricardo Corazón de León, y que
solo podía compararse con el legendario rey Arturo.
De hecho, la literatura por sí sola da testimonio
de su renombre: más de mil libros en más de 20 idiomas e innumerables
óperas y obras de teatro le han sido dedicados en los siglos
transcurridos desde su muerte. Como escribió Gibbon: «El recuerdo de
Skanderbeg sigue infundiendo un entusiasmo patriótico en el corazón de
los albaneses».
Skanderbeg vivió como pocos hombres se atrevieron
a hacerlo: renunció a sus privilegios para luchar por la fe y la
libertad, defendiendo a un pequeño pueblo de montaña contra el imperio
más poderoso de su época. La batalla de Albulena sigue siendo no solo
un triunfo albanés, sino una de las grandes victorias de Europa.
FUENTE
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