Campesinos
cruzados, terroristas islámicos y el repique de campanas al mediodía
RAYMOND IBRAHIM
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Juan Hunyadi
El día 22 de julio de 1456, Occidente obtuvo una
de sus mayores victorias sobre la yihad y, al hacerlo, inauguró el
repique de campanas de las iglesias al mediodía.
Tres años después de conquistar Constantinopla, el sultán otomano
Mehmet II, a la cabeza de más de 100.000 turcos, marchó hacia la
estratégica ciudad fortificada de Belgrado, clave para Europa
Occidental, en la primavera de 1456.
Conscientes de todas las muertes, destrucciones y atrocidades
alucinantes que presagiaba esta masiva marcha musulmana (el recuerdo
del saqueo de Constantinopla
aún estaba fresco), un gran pánico se apoderó de la región del Danubio.
Incluso el rey húngaro Ladislao V huyó de su capital a Viena (con el
pretexto de que iba a "cazar").
Solamente uno se mantuvo firme: solo Juan Hunyadi, el voivoda de
Transilvania, que durante mucho tiempo había sido una espina en el
costado de los turcos. A pesar de que el rey había huido hacia el
oeste,
Hunyadi se dirigió hacia la frontera oriental, hacia el ejército turco,
en
vez de alejarse de él. Inmediatamente organizó la fortaleza de Belgrado
con 6.000 combatientes veteranos a sus expensas. Imploró ayuda a los
nobles de alto rango, pero pocos respondieron.
Mientras tanto, un fraile franciscano de 70 años, Juan de Capistrano,
recorrió el sur de Hungría llamando a la gente a tomar la cruz y
defender su nación contra el islam. Su "celo ardiente, su elocuencia
que penetraba en el alma y sus austeridades heroicas" enardecieron a
decenas de miles de personas de las clases bajas. En poco tiempo, una
masiva fuerza cruzada de 40.000 campesinos iba siguiendo a
Capistrano.
El mundo se había puesto patas arriba: "¿Dónde está el rey francés, que
quiere llamarse rey cristiano?", se pregunta un documento
contemporáneo. "¿Dónde están los reyes de Inglaterra, Dinamarca,
Noruega, Suecia…? ¡Campesinos, herreros, sastres, comerciantes caminan
desarmados frente a los ejércitos!"
A finales de junio, las imponentes fuerzas de Mehmet habían llegado a
Belgrado y lo habían rodeado. Si caía la ciudad, toda Hungría y más a
occidente
estarían expuestos y probablemente serían anegados por las hordas de
Asia.
El 4 de julio, Mehmet ordenó que comenzara un bombardeo intenso. El
fuego desatado e incesante de los cañones era tan atronador que se
podía escuchar a cien millas a la redonda. Doce días después, el 16 de
julio, unas brechas enormes agrietaban aquella fortaleza que había sido
formidable.
Fue entonces cuando apareció el ejército de Hunyadi, navegando por el
Danubio en barcos de guerra improvisados. Junto a ellos marchaba por
tierra Capistrano y sus huestes. Al ver aquella insignificante flota
cristiana acercándose a sus aguerridos galeones, en su mayoría
encadenados y formando una enorme muralla sobre el agua, los turcos se
burlaban, mientras se parapetaban para el inevitable choque. A la señal
–fuertes gritos de "¡Jesús! ¡Jesús!"– la flotilla cristiana se estrelló
contra los barcos musulmanes encadenados.
El Danubio fluía con sangre caliente mientras se desarrollaba una
salvaje batalla fluvial que duró cinco horas. Las enormes cadenas
eslabonadas de los barcos otomanos finalmente se rompieron, y la flota
cristiana consiguió llegar y reforzar Belgrado, que estaba en una
situación extrema.
Este comienzo espectacular de la fuerza de socorro, sin embargo, era
solo un rasguño en el vasto ejército musulmán. Aquel mismo día, los
cañones otomanos, ahora vivos instrumentos de la ira del sultán,
estallaron en andanadas de fuego que sacudían Belgrado hasta los
cimientos.
Durante otra semana, los cañones continuaron tronando, hasta que la
mayor parte de las murallas de Belgrado estuvieron a ras del suelo. Tan
pronto como amaneció el 21 de julio, en leguas a la redonda, "se podía
escuchar el incesante redoble de tambores que anunciaba el ataque".
Multitudes de musulmanes se precipitaron corriendo sobre la fortaleza
en ruinas, al grito de "¡Alá! ¡Alá!".
Una vez que aquellos miles de turcos se agolparon entre las murallas
desmochadas y la ciudadela, se dio la señal: con el penetrante sonido
de los estridentes cuernos, Hunyadi y sus hombres salieron de la
ciudadela a la carga, mientras la multitud de campesinos cruzados
escondidos aparecieron por encima de las murallas y por detrás de los
turcos.
Los musulmanes estaban atrapados entre la espada y la pared. Según una
crónica:
"Se produjo una lucha terrible. Los turcos, aunque sacaban ventaja,
pues estaban en proporción de diez a uno y armados hasta los dientes,
mientras que la
mayoría de sus antagonistas apenas si estaban armados. En todas las
calles se formó un tumulto cuerpo a cuerpo, aunque la lucha más feroz
ocurría en el angosto puente que llevaba de la ciudadela a la ciudad,
donde Hunyadi en persona estaba al mando..."
A pesar de estar tan en desventaja en número y en armas, los
cristianos, incluido Hunyadi –que luchó en medio de todos como un
soldado más de infantería– se defendieron y consiguieron matar a muchos
turcos.
Era poco antes del amanecer del 22 de julio. La batalla se prolongó
durante un día y una noche más, y estaba claro que los cristianos, que
habían llegado al límite de las fuerzas y la resistencia humana,
estaban a punto de derrumbarse ante la gran cantidad de enemigos que se
abalanzaban sobre ellos. En lo alto de una torre de vigilancia, el
septuagenario Capistrano fue visto ondeando el estandarte de la Cruz e
implorando la ayuda del cielo.
Los cristianos, empujados entonces hacia la ciudadela y los lugares más
altos, comenzaron a verter fuego sobre los devotos del islam. Con todos
los combustibles que pudieron reunir –madera, ramas secas, cualquier
cosa capaz de arder–, los defensores "los arrojaron, mezclados con
brea ardiente y azufre, tanto sobre los turcos que estaban en los fosos
como sobre los que escalaban las murallas", escribe un testigo de la
batalla.
Después de que se acallaran del todo los gritos y se disipara el humo,
el
sol naciente reveló lentamente las sangrientas secuelas. Por todo
Belgrado, dentro y fuera, yacían los cuerpos muertos o moribundos de
innumerables musulmanes, carbonizados hasta ser irreconocibles.
"Los fosos y todo el espacio entre las murallas exteriores y la
ciudadela estaban colmados de cadáveres chamuscados y sangrantes. Miles
de ellos habían perecido allí. Los jenízaros en particular habían
sufrido tan terriblemente que los supervivientes estaban completamente
acobardados, mientras que la guardia personal del sultán, que había
encabezado el ataque, había sido prácticamente aniquilada. Así, tras
veinte horas de combate, las huestes cristianas pudieron respirar
libremente una vez más."
Y, a pasar de todo, en términos de bajas reales, aquello era solo un
rasguño
para el gigantesco ejército otomano que aún rodeaba Belgrado. Se
esperaba otro asalto. Y Juan Hunyadi ordenó a todos que permanecieran
en sus puestos, bajo pena de muerte, "no vaya a ser que la gloria del
día
se torne en confusión".
No obstante, al mediodía del 22 de julio, una escaramuza no autorizada
entre los cruzados y los yihadistas hizo que los primeros salieran de
Belgrado para dar batalla a los turcos. Al ver que la suerte estaba
echada, Hunyadi y sus experimentados hombres de armas corrieron en su
ayuda. A las 6 de la tarde, todo el ejército cristiano estaba luchando
fuera de las murallas en ruinas de Belgrado.
En medio de aquel caos, se vio luchando al mismo sultán Mehmet. Pero,
para
entonces, las masas de turcos que componían su ejército, que habían
partido esperando una victoria relativamente fácil, estaban ya hartos.
Cuando los exaltados cristianos lograron capturar y desviar los
disparos de varios cañones otomanos contra sus antiguos sitiadores, la
desmoralización de estos se convirtió en pánico, y los turcos, decenas
de miles,
huyeron, con el sultán Mehmet entre ellos, "echando espuma por la boca
de rabia impotente", mientras que unos 50.000 turcos yacían muertos
ante las murallas en ruinas de Belgrado.
Podría decirse que aquella fue la peor derrota sufrida por Mehmet el
Conquistador en su larga carrera para aterrorizar a los cristianos. A
esta victoria en Belgrado se debe el hecho de que las campanas de las
iglesias suenen al mediodía, una tradición iniciada por el papa Calixto
III en memoria del momento en que una pequeña pero devota fuerza de
cristianos desafió a una fuerza mucho mayor de musulmanes que
intentaban aniquilarlos. Una tradición que continúa hasta el día de
hoy, incluso en las iglesias protestantes más antiguas, aunque,
lamentablemente, los cristianos de todas las denominaciones han
olvidado ya su
significado, o se les ha ocultado.
Este artículo se extrajo del nuevo libro de
Raymond Ibrahim, Defenders of the
West: The Christian Heroes Who Stood Against Islam, que incluye
un capítulo completo sobre Juan Hunyadi.
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