Batalla de Yarmuk: el islam comenzó a devorar la cristiandad
RAYMOND IBRAHIM
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El 20 de agosto del año 636 tuvo lugar la batalla
más trascendental de la historia mundial: la batalla de Yarmuk. No solo
decidió si el credo árabe prosperaría o moriría, sino que se convirtió
en una fuente de inspiración y enseñanza para los yihadistas a lo largo
de los siglos, hasta llegar al Estado Islámico o «ISIS».
Sin embargo, muy pocos en Occidente conocen esta batalla, y mucho menos su influencia en la yihad moderna.
La historia comienza con el profeta del islam. En
632, Mahoma murió tras haber unido a los árabes bajo el islam. Después,
algunas tribus se negaron a pagar impuestos, o zakat, al califa Abu Bakr. Tachándolos de apóstatas, el califa lanzó las Guerras de la Apostasía (ridda),
en las que decenas de miles fueron decapitados, crucificados o quemados
vivos. En 633, estas guerras terminaron y, en 634, Abu Bakr murió. Le
correspondió al segundo califa, Omar ibn Al-Jattab (reinó 634-644),
dirigir a los árabes unidos contra «los infieles».
Miles de árabes invadieron rápidamente la Siria
cristiana, matando y saqueando en nombre de la yihad. El emperador
Heraclio, recién salido de una década de guerra con Persia, puso en
marcha sus legiones. Las fuerzas romanas se enfrentaron a los invasores
en Achnadayn en 634, y en Marj al-Saffar en 635. Sin embargo, como
escribe el cronista musulmán Al-Baladhuri, «con la ayuda de Alá, los
enemigos de Alá fueron derrotados y destrozados, y muchos de ellos
fueron masacrados».
El valle del río Yarmuk
En la primavera de 636, Heraclio había reunido un
gran ejército multiétnico, de aproximadamente 30.000 efectivos. Las
fuerzas musulmanas, que sumaban alrededor de 24.000 efectivos, con
mujeres, niños, esclavos, camellos y tiendas de campaña a cuestas, se
reunieron a lo largo de las orillas del río Yarmuk, en Siria. El campo
de batalla estaba dominado por dos barrancos, cada uno de entre 30 y 60
metros de profundidad, una trampa mortal para cualquiera que intentara
huir.
Los árabes enviaron un mensaje urgente al califa
Omar: «El perro de los romanos, Heraclio, ha convocado a todos los que
llevan la cruz y han venido contra nosotros como una plaga de
langostas». Se enviaron refuerzos.
Heraclio nombró comandante a Vahan, un veterano
armenio de las guerras persas. Los árabes estaban liderados por Abu
Ubaida, pero Jalid ibn Al-Walid, más conocido como la «Espada de Alá»,
comandaba a miles de jinetes y determinaba la estrategia.
Antes de la batalla, Vahan y Jalid se reunieron
bajo una bandera de tregua. Vahan ofreció comida y dinero a cambio de
la retirada árabe. Jalid respondió: «No ha sido el hambre lo que nos ha
traído aquí, sino que los árabes tenemos la costumbre de beber sangre,
y nos han dicho que la sangre de los romanos es la más dulce que hay,
así que hemos venido a derramar vuestra sangre y beberla».
Una conversación sin rodeos
Vahan dejó caer su máscara diplomática:
«Pensábamos que habíais venido en busca de lo que
vuestros hermanos siempre buscaban [dinero/extorsión]... Pero, por
desgracia, nos equivocamos. Habéis venido a matar hombres, esclavizar
mujeres, saquear riquezas, destruir edificios... Gente mejor que
vosotros intentó hacer lo mismo, pero siempre acabaron derrotados... En
cuanto a vosotros, no hay gente más baja y despreciable: beduinos
miserables y empobrecidos... Solo os pedimos que abandonéis nuestras
tierras. Pero si os negáis, ¡os aniquilaremos!»
Jalid respondió pidiendo a Vahan que abrazara el islam, advirtiéndole:
«Si te niegas, solo puede haber guerra entre
nosotros... Y te enfrentarás a hombres que aman la muerte como tú amas
la vida». La respuesta de Vahan fue simple: «Haz lo que quieras. Nunca
renunciaremos a nuestra religión ni te pagaremos la yizia.»
Las negociaciones habían terminado.
La guerra comenzó con un espeluznante despliegue:
unos 8.000 combatientes musulmanes más aparecieron ante el campamento
romano llevando las cabezas cortadas de 4.000 cristianos en sus lanzas,
los restos de los 5.000 refuerzos emboscados en el camino. Entonces,
mientras gritos atronadores de «Alahú akbar» llenaban el campamento
musulmán, los musulmanes que estaban detrás de los 1.000 cautivos
cristianos restantes los empujaron al suelo y procedieron a cortarles
la cabeza ante los ojos de sus correligionarios, que, según fuentes
árabes, observaban «completamente desconcertados».
En vísperas de la batalla, «los musulmanes
pasaron la noche rezando y recitando el Corán», escribe el historiador
A. I. Akram, «y se recordaron mutuamente las dos bendiciones que les
esperaban: o la victoria y la vida, o el martirio y el paraíso».
Las mujeres y los niños
A los cristianos no les esperaba semejante
emoción. Luchaban por su vida y su integridad física, por su familia y
su fe. Así, durante su discurso previo a la batalla, Vahan explicó que
«estos árabes que se encuentran ante vosotros buscan... esclavizar a
vuestros hijos y vuestras mujeres».
Otro general advirtió a los hombres que lucharan
con fuerza o, de lo contrario, los árabes «conquistarán vuestras
tierras y violarán a vuestras mujeres». Tales temores no eran
infundados. Mientras los romanos se arrodillaban en oración antes de la
batalla, el general árabe Abu Sufyan cabalgaba sobre su corcel de
guerra, blandiendo su lanza y exhortando a los musulmanes a «la yihad
en el camino de Alá», para poder apoderarse de las «tierras y las
ciudades de los cristianos y esclavizar a sus hijos y sus mujeres».
La batalla duró seis días. Al principio, las
fuerzas romanas rompieron las líneas musulmanas. Pero las mujeres
árabes, armadas con piedras y postes de tiendas, castigaron a los
hombres que se retiraban: «¡Que Alá maldiga a los que huyen del
enemigo! ¿Queréis entregarnos a los cristianos? ... Si no matáis, no
sois nuestros hombres». La esposa de Abu Sufyan, Hind, gritó: «¡Cortad
los genitales a los incircuncisos!». Los hombres se reagruparon.
El último día, el 20 de agosto de 636, se desató
una tormenta de polvo —algo a lo que los árabes estaban acostumbrados,
pero no tanto sus oponentes— que provocó un caos generalizado,
especialmente entre los romanos, cuyo gran número de infantería resultó
contraproducente. Cayó la noche. Entonces, en palabras del historiador
Antonio Santosuosso:
«el terreno resonaba con el aterrador estruendo
de los gritos y alaridos de guerra de los musulmanes. Las sombras se
convirtieron de repente en espadas que penetraban la carne. El viento
trajo los gritos de los compañeros mientras el enemigo se infiltraba
sigilosamente en las filas entre el ruido infernal de címbalos,
tambores y gritos de guerra. Tuvo que ser aún más aterrador porque no
esperaban que los musulmanes atacaran al anochecer.»
Una derrota
La caballería musulmana continuó presionando a la
infantería romana, apiñada y ciega, utilizando las pezuñas y las
rodillas de sus corceles para derribar a los agotados combatientes.
Empujados finalmente hasta el borde del barranco, fila tras fila de las
fuerzas restantes del ejército imperial fueron cayendo por los
escarpados precipicios hacia su muerte.
«El ejército bizantino, que Heraclio había
tardado un año en reunir con un esfuerzo inmenso, había dejado de
existir por completo», escribe el teniente general e historiador
británico John Bagot Glubb. «No hubo retirada, ni acción de
retaguardia, ni núcleo de supervivientes. No quedó nada».
Mientras la luna llenaba el cielo nocturno y los
vencedores despojaban a los muertos, los gritos de «¡Alahú akbar!» y
«¡No hay más dios que Alá y Mahoma es su mensajero!» resonaban por todo
el valle del Yarmuk, según relató un cronista árabe.
Tras esta decisiva victoria musulmana, quedaba
abierto el camino para las conquistas árabes en cadena del siglo VII.
Como comenta el historiador Hilaire Belloc: «Nunca se había producido
una revolución semejante. Ningún ataque anterior había sido tan
repentino, tan violento o tan victorioso de forma permanente. En menos
de veinte años desde el primer asalto en 634 [en la batalla de
Achnadayn], el Oriente cristiano había desaparecido: Siria, la cuna de
la fe, y Egipto con Alejandría, la poderosa sede cristiana».
Caída masiva
Sin la perspectiva que tienen los historiadores
que viven más de un milenio después de los hechos, incluso Anastasio
Sinaíta, que fue testigo de la invasión de su patria egipcia por las
fuerzas musulmanas cuatro años después de Yarmuk, dio testimonio de la
decisiva importancia de la batalla al referirse a ella como «la primera
caída terrible e irreparable del ejército romano»:
«Me refiero a la sangrienta batalla de Yarmuk,
[...] tras la cual se produjo la captura y el incendio de las ciudades
de Palestina, incluso Cesarea y Jerusalén. Tras la catástrofe de
Egipto, siguió la esclavización y la devastación irremediable de las
tierras e islas del Mediterráneo.»
De hecho, apenas unas décadas después de Yarmuk,
todas las antiguas tierras cristianas entre la Gran Siria al este y
Mauritania (que abarca partes de los actuales Argelia y Marruecos) al
oeste —más de 6.000 kilómetros— habían sido conquistadas por el islam.
Dicho de otro modo: dos tercios del territorio original, más antiguo y
más rico de la cristiandad fueron engullidos permanentemente por el
islam. (Y luego, por obra de los turcos posteriores, «los ejércitos
musulmanes conquistaron tres cuartas partes del mundo cristiano», en
palabras del historiador Thomas Madden.)
Pero a diferencia de los bárbaros germánicos que
invadieron y conquistaron Europa en siglos anteriores, solo para
asimilarse a la religión, la cultura y la civilización cristianas y
adoptar sus idiomas, especialmente el latín, los árabes impusieron su
credo y su idioma a los pueblos conquistados, de modo que, mientras que
los «árabes» antes se limitaban a la península arábiga, hoy el «mundo
árabe» está formado por unas 22 naciones de Oriente Medio y norte de
África.
Esto no habría sido así, y el mundo se habría
desarrollado de una manera radicalmente diferente, si el Imperio Romano
de Oriente hubiera derrotado a los invasores y los hubiera enviado de
vuelta a Arabia.
No es de extrañar que historiadores como
Francesco Gabrieli sostengan que «la batalla de Yarmuk tuvo, sin duda,
consecuencias más importantes que casi cualquier otra en toda la
historia mundial».
Basado en la historia
Cabe señalar que, si la mayoría de los
occidentales de hoy desconocen ese enfrentamiento y sus ramificaciones,
todavía más ignoran cómo Yarmuk sigue sirviendo como modelo de
inspiración para los yihadistas modernos (que, según nos suelen decir
los medios de información, son «criminales psicóticos» que «no tienen
nada que ver con el islam»). Como habrá notado el lector atento, la
continuidad entre las palabras y los hechos del Estado Islámico (ISIS)
y los de sus predecesores de hace casi 1.400 años es inquietantemente
similar. Y esto, por supuesto, es intencionado.
Cuando el ISIS y otros «radicales» proclaman que
«la sangre estadounidense es la mejor y pronto la saborearemos», o bien
«amamos la muerte como ustedes aman la vida», o «romperemos vuestras
cruces y esclavizaremos a vuestras mujeres», están citando textualmente
—y, por lo tanto, siguiendo las huellas— de Jalid ibn Al-Walid y sus
compañeros, los primeros conquistadores islámicos de la Siria cristiana.
De hecho, los paralelismos cultivados son más
frecuentes de lo que cabría suponer. La bandera negra del ISIS se
inspira intencionadamente en la bandera negra de Jalid. Su invocación
de las huríes, las esclavas sexuales celestiales del islam prometidas a
los «mártires», se basa en anécdotas de los musulmanes que murieron
junto al río Yarmuk y fueron recibidos en el paraíso por las huríes. Y
la matanza ritual escenografiada de «infieles», la más infame de las
cuales fue la de 21 cristianos coptos en las costas de Libia, reproduce
el modelo de la matanza ritual de los 1.000 soldados romanos capturados
en vísperas de la batalla de Yarmuk.
Aquí tenemos, por tanto, un recordatorio de que,
en lo que respecta a la historia militar del Islam y Occidente, las
lecciones impartidas distan mucho de ser temas académicos y siguen
teniendo una importancia decisiva hoy día, al menos para los yihadistas.
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