Razón, religión, islam, cristianismo. Entrevista
RÉMI BRAGUE / CHRISTOPHE CERVELLON
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Profesor en la Universidad de París I Panthéon-Sorbonne (cátedra
de Estudios Árabes) y en la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich (cátedra
Romano Guardini de Estudios Religiosos), Rémi Brague conoce de primera mano las
tres tradiciones monoteístas. Empezando por la filosofía griega, ahora se
interesa más específicamente por la Edad Media, ya sea cristiana, judía o
musulmana. Sin embargo, su perspectiva es más amplia, ya que trata de
comprender mejor la modernidad.
Le Philosophoire. Como historiador del pensamiento
medieval en los ámbitos cristiano, judío y musulmán, ¿cómo ve la relación entre
las tres religiones del Libro y la actividad filosófica? En particular, ¿cree
que existe una diferencia entre la teología y la filosofía en la cristiandad, y
entre el kalâm y la falsafa en el islam?
Rémi Brague. Las diferencias son múltiples, pero se
entrecruzan. Por un lado, existe una tensión dentro de cada una de las dos
religiones, entre un polo teológico y un polo filosófico. Pero también hay un
abismo entre la teología en la cristiandad y el kalâm en el islam, entre
la filosofía en la cristiandad y la falsafa en el islam. Y la
consecuencia es que estas tensiones entre dos polos no se producen ni se relacionan
en absoluto de la misma manera.
La principal diferencia entre la filosofía y la falsafa
es quizás de naturaleza social, y radica en la palabra “institucionalización”.
En tierras del islam, la falsafa seguía siendo un asunto privado, obra
de un número relativamente reducido de individuos. Los grandes filósofos del islam
eran aficionados que practicaban la filosofía en su tiempo libre: Al-Farabi era
músico, Avicena médico y visir, Averroes juez. Avicena practicaba la filosofía
por la noche, rodeado de sus discípulos, tras una jornada normal de trabajo. Y
nunca rechazaba un vaso de vino para reanimarse un poco y mantenerse despierto
(2). Tenemos más o menos la misma situación entre los judíos: Maimónides era
médico y juez rabínico, Gersónides astrónomo (y astrólogo), etc. Los grandes
filósofos judíos o musulmanes alcanzaron las mismas cotas que los grandes
escolásticos, pero eran como los generales de un ejército sudamericano de
opereta (3).
En la Europa medieval, la filosofía se había convertido en
una enseñanza universitaria de la que se podía vivir. También la practicaba una
masa de “profesores de filosofía” corrientes y sin mucha categoría. Apenas han
dejado sus nombres en los libros de texto, aunque todavía se puedan desenterrar
sus cursos y encontrar no pocas sorpresas. Pero fueron ellos quienes
permitieron que la filosofía penetrara profundamente en las mentes de los
juristas, los médicos, etc., a los que formaban, y que se convirtiera en una
especie de hecho social.
Esto tiene un impacto capital en la relación entre filosofía
y teología. Se puede ser un rabino o un imán perfectamente competente sin haber
estudiado nunca filosofía. En cambio, una formación filosófica forma parte del
equipamiento básico del teólogo cristiano. Incluso es obligatoria desde el
Concilio de Letrán (1215). La tensión entre filosofía y teología en la cristiandad
es, por así decirlo, vertical: opone a personas que han cursado los mismos
estudios, ya que todos los teólogos empezaron aprendiendo filosofía. Por tanto,
hablan el mismo idioma. La tensión entre kalâm y falsafa, en el islam,
es horizontal: enfrenta a especialistas de disciplinas diferentes, cada uno de
los cuales cuestiona la legitimidad del método del otro.
En cuanto a la teología, es una especialidad cristiana. Es
cierto que varias religiones han desarrollado saberes que pueden alcanzar un
grado muy elevado de tecnicismo y sutileza, cuando se trata de relatar las
aventuras de los dioses, reglamentar el culto que les es debido, y explicitar
sus mandamientos cuando los dictan. Por el contrario, la “teología” como
proyecto de exploración racional de lo divino, según el programa de Anselmo, no
existe más que en el cristianismo.
En último análisis, eso tiene que ver con el estatuto de lo
que hace posible una teo-logía, a saber, el del logos en las distintas
religiones. Aquí es donde debo corregir una expresión de su pregunta. Usted
habla de las “tres religiones del Libro”. La expresión se ha convertido en un
lugar común, pero no deja de ser engañosa. En primer lugar, porque a menudo
imaginamos que traduce la expresión árabe “gentes del Libro” (ahl al-kitâb).
Se refiere a las religiones que habían precedido al islam y que, por poseer un
Libro sagrado, tienen derecho a un estatuto jurídico reconocido en la ciudad
musulmana, el de “protegidos” (ahl al-dhimma). En este sentido, excluye
al propio islam. Si lo tomamos en un sentido amplio, no técnico, incluye al
islam. Pero entonces vemos el segundo escollo de la expresión, simétrico al
primero: da a entender que en las tres religiones que efectivamente tienen un
libro, el contenido de la revelación sería ese libro. Ahora bien, en el
judaísmo, ese contenido es la historia de Dios con su pueblo, al que libera y
guía dándole su enseñanza (la Torá); en el cristianismo, es la persona de
Cristo que, para los cristianos, concentra la experiencia anterior de Israel.
Los textos escritos recogen esta historia o, en el caso del Talmud, recopilan las
discusiones de los eruditos sobre la interpretación y aplicación de los
mandamientos divinos. Pero estos libros no constituyen en modo alguno el
mensaje mismo de Dios a los hombres. Solamente en el islam el objeto revelado
es el Libro. Al final, ¡la única religión del Libro es el islam!
¿Por qué esta precisión? Porque la forma misma en que habla
el dios, el estilo mismo de su logos, determina la manera en que podrá
elaborarse. Si la palabra divina es una ley, hace falta explicarla y aplicarla
con la máxima precisión. Pero no dice nada sobre la persona que la promulga. Si
esta palabra es una persona, y a la inversa, si esta persona es una palabra que
dice quién es el que la pronuncia, entonces encamina a un cierto conocimiento
de Dios.
Le Ph. En su
opinión, ¿hasta dónde llega la deuda del cristianismo con respecto al
pensamiento filosófico del islam y con respecto a su pensamiento teológico?
R. B. ¿Una deuda
del cristianismo? En rigor, no la hay, porque los dogmas del cristianismo ya
estaban cristalizados mucho antes de que naciera el islam, y más aún mucho
antes de que empezara a filosofar. Fue de la filosofía griega de donde los
Padres de la Iglesia cristiana tomaron prestadas sus herramientas conceptuales.
Y nunca sin someterla a profundas modificaciones. Pero esta es otra historia.
¿Una deuda de la cristiandad, entonces, en el sentido de la
civilización que está marcada por la religión cristiana? Es real, pero
desgraciadamente el tema se encuentra sobredeterminado ideológicamente. Y
abundan las leyendas. Por ejemplo, ¿es verdad que se ha olvidado alguna vez el
papel de la herencia árabe? Habría que matizarlo, decir quién, cuándo y en qué
circunstancias se ha negado su importancia.
La deuda de la escolástica posterior a las traducciones del
siglo XII con respecto a lo que se pensó en árabe es grande. Concierne en
primer lugar a autores musulmanes como Avicena y Averroes. Al-Farabi, el primer
verdadero filósofo musulmán, quizás el más grande, y al que los otros dos utilizaron
constantemente, fue mucho menos traducido. También concierne a autores judíos
como Maimónides. Al-Razi (Rhazes), cuya crítica radical de la profecía lo sitúa
fuera del islam y de cualquier religión revelada, apenas fue conocido más que como
el gran médico que fue. Los escolásticos sabían muy bien separar la aportación
filosófica de un autor musulmán y su filiación religiosa. Así Duns Escoto: “Avicenna
mezcló su religión, que era la de Mahoma, con las cosas de la filosofía, y dice
unas cosas en cuanto filosóficas y probadas por la razón, y otras en cuanto
conformes con su religión” (4).
El islam en cuanto religión seguía siendo poco conocido en
el Occidente latino. El Oriente bizantino lo conoció antes y mejor. El Corán no
se tradujo al latín hasta mediados del siglo XII, a instancias de Pedro el
Venerable, abad de Cluny. Y esta traducción apenas circuló. Del corpus
de tradiciones proféticas (hadices), lo único que conocemos es el relato
del “viaje nocturno” del profeta al paraíso, en forma de La escala de Mahoma
(5), libro que ejerció una enorme influencia incluso en Dante, pero que solo representa
un aspecto muy parcial de los hadices.
La “teología” musulmana ha dejado pocas huellas. El kalâm
se conoce sobre todo por la refutación que Maimónides hace de él en la primera
parte de la Guía. Su atomismo y su ocasionalismo ejercieron una
influencia más filosófica que teológica, como contrapunto al continuismo
aristotélico. Quienes querían meter baza en su contra buscaban ideas en
Maimónides o Al-Ghazali y las reciclaban adaptándolas. Con posterioridad, se
pueden encontrar huellas del ocasionalismo del kalâm hasta en
Malebranche y Berkeley.
En cuanto a Averroes, su famoso, demasiado famoso sin duda, Tratado
decisivo solo fue impreso en el siglo XIX por un orientalista alemán. Las
obras “teológicas” de Averroes eran conocidas por judíos del siglo XV, como Simon
ben Zemah Durán, o Elia del Medigo (6), pero mientras que el Desvelamiento
de los métodos de prueba sobre los principios de la religión fue traducido
del hebreo al latín en el siglo XV, el Tratado decisivo no parece
haberlo sido.
Lo que me parece esencial, en cualquier caso, es acabar con
una representación neciamente hidráulica de las “influencias”: el saber fluiría
naturalmente de las cumbres a las llanuras. En realidad, la demanda precede a
la oferta. Solo traducimos porque sentimos que allí hay cosas que necesitamos.
Y es esta necesidad la que hay que explicar. Sucede que la verdadera revolución
intelectual en Europa comenzó mucho antes de la oleada de traducciones de
Toledo y otros lugares. Así lo demostró el jurista estadounidense Harold J.
Berman en su gran libro Derecho y revolución (7). Este, por fin, fue
traducido al francés veinte años después. Por desgracia, las “grandes”
editoriales –¡qué vergüenza!– se acobardaron una vez más y dejaron el libro en
manos de una valiente editorial universitaria, pero con una insuficiente distribución
y una escasa cobertura mediática. Esta revolución intelectual se remonta al
redescubrimiento (sería mejor decir a “la invención”) del derecho romano con la
“Revolución papal” en el momento de la disputa de las investiduras. Se
necesitaban herramientas intelectuales más sofisticadas para sistematizar bien el
derecho. Así que hubo que ponerse a buscar las obras lógicas de Aristóteles,
que no se tenían, y, de paso, el resto de la herencia griega y árabe.
Le Ph. ¿Cómo
concibe usted una coexistencia armoniosa entre las tres religiones del Libro, y
es siquiera posible tal existencia, dado que el cristianismo nunca ha dejado de
presentarse como el verdadero Israel, y que el islam presenta a Mahoma como la Clave
de los profetas? ¿Debería modificarse este último punto de vista a la luz de
los trabajos de Luxenberg, para quien “el Corán no pretendía sustituir a la
Biblia, sino proporcionar una versión inteligible de ella para los árabes de la
época”?
R. B. Me gustaría
empezar rectificando dos pequeños lapsus que me parecen interesantes. En primer
lugar, la fórmula según la cual la Iglesia sería el “verdadero Israel” no
aparece en el Nuevo Testamento. Solo aparece en los escritos de los Padres de
la Iglesia, a partir de Justino (8). Por otra parte, si la aceptamos, ¿cómo
entenderla? ¿Quiere decir que la Iglesia sería el verdadero Israel, lo
que supone que el pueblo judío no lo sería? ¿O que la Iglesia es un
verdadero Israel, verdaderamente Israel, que está efectivamente vinculada a la
experiencia de Dios hecha por Israel, porque se entiende a sí misma como el
cuerpo resucitado de un judío?
Además, el Corán no habla de Mahoma como la clave de
los profetas, sino como su sello (Corán 33,40). El significado de esta
expresión en su contexto no está muy claro, pero se ha interpretado en el
sentido de que el mensaje de Mahoma sella los mensajes anteriores, de manera que,
por un lado, confirma su contenido y, por otro, completa la serie. Si hay una
clave, no abre (ni siquiera en el sentido de una clave hermenéutica –como una “clave
de los sueños”), sino que cierra. Se trata de la pretensión de hallar un lugar
en la serie de las revelaciones y de clausurarla, lo que Manes, de quien toma
su nombre el maniqueísmo, tal vez ya había planteado.
Los trabajos de C. Luxenberg, sobre la que he querido llamar
la atención del público no germanista (9) , están aún en su inicio, y por el
momento son de naturaleza áridamente filológica. Al explicar ciertos pasajes
oscuros del Corán por medio del siríaco, intenta demostrar que se trata de
himnos cristianos. Según él, el Corán sería, al menos en parte, lo que su
nombre significa en siríaco, un “leccionario”, es decir, una colección de
textos bíblicos traducidos y adaptados para el uso litúrgico. A mí, que no soy
especialista, esta hipótesis me parece extremadamente plausible, y su
fecundidad habla por sí sola: muchos textos misteriosos se vuelven
transparentes. Pero esperemos a que los verdaderos entendidos se pronuncien.
En cuanto al problema de fondo de la coexistencia, usted ha
puesto el dedo en la dificultad fundamental. Es paradójico: lo que molesta no
es la extrañeza de cada religión por relación a las otras, sino cierta manera
de interpretar una proximidad real. Lo que exaspera a los judíos es que los
cristianos pretendan entender “su” libro mejor que ellos. Lo que deja perplejos
a los cristianos –y por lo que a menudo se niegan a darse cuenta– es que el
islam se entiende a sí mismo como un poscristianismo, destinado a sustituirlo.
Para el islam, la supervivencia del cristianismo es un anacronismo. El islam se
presenta incluso como el verdadero cristianismo, puesto que, para él, los
cristianos han desfigurado el auténtico Evangelio, al igual que los judíos han
alterado la auténtica Torá (10). La cuestión no es, por tanto, basarse en
Escrituras comunes. Así, desde el punto de vista musulmán, el “diálogo islamo-cristiano”
es el diálogo entre los verdaderos cristianos , que son ellos y gentes que se
imaginan ser cristianos pero que en realidad no lo son... Esta es la razón de
que ese diálogo interese más a los cristianos que a los musulmanes.
Le Ph. Para
mejorar nuestro conocimiento de las tradiciones religiosas y filosóficas
distintas del cristianismo, y también para mejorar nuestro conocimiento de este
último –evitando toda caricatura– ¿no sería deseable que los jóvenes profesores
de filosofía, que hoy tienen que tratar con públicos diversos, hayan tenido la
ocasión durante su carrera de iniciarse en la filosofía medieval y en la
complejidad de las relaciones intelectuales y humanas entre judíos, cristianos
y musulmanes? ¿Es normal, por ejemplo, que un libro como el Diálogo de un
filósofo con un judío y un cristiano, de Abelardo, o el Kuzari, de
Judá Halevi, sean libros ignorados por la enseñanza filosófica?
R. B. No se
sorprenderá de que responda afirmativamente a la primera pregunta. Con esto no
hago más que argumentar pro domo, ya que eso es precisamente lo que
intento hacer con los alumnos de máster desde hace trece años que estoy en la
Sorbona. Los ejemplos que pones de grandes obras medievales están muy bien
escogidos, pero podríamos generalizar a todo el pensamiento medieval. Es una
triste singularidad de Francia haber excluido la Edad Media de su enseñanza
filosófica, de modo que el profesor y el colegial medio pueden a menudo saltar a
pies juntillas por encima de mil ochocientos años de historia del pensamiento,
detenerse en Platón (Aristóteles, como inspirador de la escolástica, y Plotino,
como “místico”, resultan un tanto sospechosos) y retomar a Descartes. Le
agradezco que mencione aquí a Abelardo. Es uno de los grandes filósofos
franceses, que hay que situar al lado de Descartes o Bergson.
Por otro lado, las obras que cita, dos diálogos, de autores
contemporáneos que podrían haberse conocido, son tanto religiosas como
filosóficas. No incluirlas en el programa es, pues, excusable. En cambio, hay
tratados de Avicena (su psicología, por ejemplo), o de Abelardo, su Ética,
que contienen largos pasajes puramente filosóficos. Y un teólogo puro y duro
como santo Tomás de Aquino tiene tratados sobre las virtudes, las pasiones, las
leyes, etc., que son admirables por su profundidad filosófica y constituirían
magníficas herramientas de enseñanza.
Últimamente se ha incluido a Averroes en la lista de autores
cuya obra puede caer en el examen oral del bachillerato. Esto me produce una
alegría contradictoria. En primer lugar, temo que Averroes se convierta así en
el equivalente intelectual del “simpático árabe de turno”, nombrado por decreto
y supuestamente representativo. En segundo lugar, por razones muy simples, el
texto que se va a estudiar no puede ser otro que el Tratado decisivo, no
demasiado técnico, el único disponible en edición de bolsillo. Pero no
representa más que una ínfima parte de la vasta producción de Averroes, quien,
entre otras cosas, escribió sobre cada obra de Aristóteles al menos uno, a
menudo dos, y hasta tres comentarios. Además, paradójicamente, es en estos
comentarios donde Averroes dice lo que consideraba como la verdad. Para él, en
efecto, Aristóteles representaba la cumbre de la humanidad –aparte de Mahoma,
claro–. Así que lo que decía Aristóteles era verdad a la letra, y punto. El Tratado
decisivo es una obra de circunstancias, en la que Averroes defiende la
doctrina oficial de los soberanos almohades a cuyo servicio estaba. Y por
supuesto, lo que se va a enseñar como un “alegato a favor de la tolerancia”
acaba con un elogio de la represión contra sus adversarios...
Le Ph. En
términos generales, ¿en qué medida cree que las representaciones religiosas mandan
sobre nuestras representaciones del mundo y, más fundamentalmente, la relación
del hombre con el mundo, ya que es un tema que recorre todas sus obras, desde Aristóteles
y la cuestión del mundo (1988) hasta La sabiduría del mundo (1999)?
En particular, ¿piensa que las representaciones del mundo que tenían los
paganos han sido fundamentalmente modificadas por las revelaciones monoteístas?
R. B. Si por
representación del mundo entendemos la cosmografía, la descripción de la forma
en que están hechos los astros, la tierra y sus partes, etc., entonces las
revelaciones no cambiaron gran cosa. Ese no era su propósito. Los libros
sagrados retoman la visión del mundo comúnmente admitida en su época. Mucho
antes que Giordano Bruno y, sobre todo, Spinoza, Juan Filopón señaló a mediados
del siglo VI que el único propósito de la Biblia era conducir a la gente al
conocimiento de Dios y a una vida en correspondencia con él, no enseñar física
(11). Estas revelaciones ni siquiera eran exclusivas del monoteísmo.
Aristóteles da una versión astronómica y noética en el libro Lambda de
la Metafísica. En el fondo, ¿hubo alguna vez un verdadero politeísmo?
Incluso Homero supone una especie de unidad fundamental de lo divino que
permite a los dioses identificarse como tales, aunque habiten lejos unos de
otros (Odisea, 5, 79 y ss.). Lo que traen las revelaciones es más bien el fin
del “cosmoteísmo” (J. Assmann), según el cual lo divino no se distingue
radicalmente de lo físico.
Lo que cambia con el monoteísmo no es la descripción del
universo físico en sus articulaciones. Más bien, es la forma en que el hombre se
representa el sentido de su presencia en el interior de este universo. En mi
libro La sabiduría del mundo, empecé estableciendo un conjunto de cuatro
modelos ideales-típicos: el “Timeo” (a grandes rasgos, la corriente principal
de la filosofía antigua, de Platón a Proclo, incluyendo a los estoicos),
Epicuro, “Abrahán” y la gnosis. Sobre el fondo de una descripción del mundo más
o menos similar, cada uno propone una respuesta diferente a la pregunta de
saber “lo que hacemos en la tierra”: imitar el bello orden de los cuerpos
celestes; instalarnos cómodamente en un islote de humanidad dentro un universo
indiferente; acercarnos al creador de un mundo bueno, pero obedeciendo su Ley o
siguiendo a su Hijo; o, por último, “huir, allá arriba, huir...”,
escapar de un mundo chapucero o carcelario, hacia el Dios extraño. El modelo
antiguo y medieval, que prevaleció durante un milenio y medio, fue el resultado
de un compromiso entre “Timeo” y “Abrahán”. Lo que me interesa no es su
descripción, aunque tuviera que entrar en algunos detalles, sino el problema
que plantea su desaparición con los tiempos modernos. Nos deja solos. Las
exigencia ética del hombre no tiene ninguna respuesta en el mundo.
Por supuesto, para el hombre premoderno, la presencia del
mundo, que experimentaba como un kosmos, no era literalmente la de un
modelo que imitar. Pretender creer eso es argumentar mal. Podríamos divertirnos
explicando esto con los conceptos de Kant. El papel del orden cósmico era
análogo al de los postulados de la razón práctica. Estos, es decir, libertad,
la existencia de un Dios justo y la inmortalidad del alma, no sirven en
absoluto para fundar la ley moral. Esta se basta a sí misma y obliga en virtud
de su autoridad intrínseca, que no necesita tomar prestada de ninguna otra
parte. Los postulados sirven para garantizar la posibilidad del Bien supremo,
es decir, de la concordancia entre lo que exige la Ley y el orden del mundo
real. O aún podríamos decir que el kosmos era menos un modelo al que habría
que conformarse que un ejemplo que muestra, por el mero hecho de existir, que es
posible una conducta ética. La principal diferencia entre la visión del mundo premoderno
y la moral kantiana es que, para esta última, la realización del bien se
postula. Por decirlo así, pertenece al dominio de la fe y la esperanza. Para el
hombre antiguo y medieval, en cambio, ya está dada en la armonía cósmica. Solo
hay que constatarla.
Le Ph. Si es verdad
que los monoteísmos modificaron la visión “pagana del mundo”, creer en Dios, ¿no
es, finalmente, en un sentido rechazar al mundo tal como es y tal como aparece
a la mirada inexperta, de modo que, según una lógica de los “vasos comunicantes”,
que se encuentra, por ejemplo, en Nietzsche, todo lo que podemos quitar a Dios sería
lo que ganamos para el mundo?
R. B. En efecto,
he encontrado en Nietzsche una representación bastante tosca de la relación
entre lo divino y lo humano, según la cual uno debería ganar lo que el otro
pierde. Por supuesto, Nietzsche dijo cosas mucho más sólidas. Pero la imagen
hidráulica también está muy presente en su obra: “Hay un lago que un día se
negó a desaguar y construyó una presa donde hasta entonces había estado
desaguando. Desde entonces, el lago ha ido creciendo cada vez más. Quizá sea
precisamente esta renuncia la que nos confiera la fuerza con la que soportar
esta misma renuncia. Quizá el hombre suba cada vez más alto, allí mismo donde haya
dejado de vaciarse en un dios” (12). Esta representación está ya discretamente
en el joven Hegel, ruidosamente en Feuerbach. Hoy, mentes más mediocres no
dejan de revolcarse en ello. El hombre debería reivindicar su bien, que habría
proyectado en Dios. Me gustaría que alguien me explique ese verbo “proyectar”,
que todo el mundo parece entender...
Si la relación entre el mundo y Dios fuera de esa clase, evidentemente
sería Prometeo (en su interpretación romántica) quien tendría razón. Pero ¡cuánta
ingenuidad subyace ahí! En primer lugar, es en el interior de un mismo sistema
donde el hombre y Dios intercambian productos homogéneos y en cantidad finita.
Ahora bien, lo más elemental de la teología dice que no es en el mismo sentido en
el que atribuimos propiedades (justicia, poder, ciencia, etc.) a Dios y al
hombre. Nos vendría bien hacer una pequeña cura de neoplatonismo: las ideas no poseen
las cualidades que confieren. Y leer un poco de teología, y me refiero a la de
los teólogos, no a la improvisada por los profesores de filosofía. Hay dos
frases de Tomás de Aquino que deberíamos meditar: “Quitar a la perfección de
las criaturas es quitar a la perfección del poder divino... Solo ofendemos a Dios
por cuanto actuamos contra nuestro propio bien” (13).
Le Ph. Al leerle, parece que la distinción última de
Kant entre heteronomía y autonomía es, cuando menos, escurridiza, dado que sus
obras pasadas y en preparación –sobre la ley divina– parecen apoyar la idea
(pero quizá le hayamos entendido mal) de que el hombre, si renuncia a la ley de
Dios, parece que debe admitir necesariamente la ley del Mundo...
R. B. La línea de
pensamiento que me atribuye es en el fondo muy tradicional: nunca escapamos a
una ley. La cuestión es saber cuál. Si abandonamos una ley superior, estamos
sujetos a una ley inferior. Si uno deja de lado las reglas del patinaje
artístico, cae, por así decirlo, bajo la ley de la gravedad. Del mismo modo, si
renunciamos a la ley de la razón, quedamos sometidos a las leyes de la
naturaleza, y poco importa que esa naturaleza pertenezca a la estática, la
biología o la psicología. Kant se sitúa en esta tradición: él diría que si
renunciamos a la ley moral, debemos admitir necesariamente la ley de las
inclinaciones, lo patológico. Este último concepto es la versión kantiana de la
“ley de los miembros” de que habla san Pablo (Romanos 7,23), que en la Edad
Media se convirtió en la fomes, que podríamos entretenernos en traducirla
etimológicamente como “lo que fomenta”. O se está sujeto, o se está sometido.
En cuanto a la distinción entre autonomía y heteronomía, el
propio Kant es mucho más matizado que sus epígonos. Existe una tendencia a leer
la idea kantiana de autonomía a la luz del proyecto moderno de emancipación
humana y dominación de la naturaleza. El propio Kant coqueteó con eta
tendencia, por ejemplo en el texto de uno de sus admiradores que reproduce en El
conflicto de facultades (14). ¡Resulta bastante divertido que se aliste en
la banda de los emancipadores a alguien para quien la Ley es pura represión de
todo lo patológico!
Kant se inscribe en una tradición de reducción de la ley a
un imperativo que comienza con Escoto y Ockham, y continúa con Marsilio de
Padua, luego con Suárez y Hobbes. La Ley de Dios se entendía como un
mandamiento externo, no como la lógica interna de las cosas creadas. Un alumno
de Fénelon, Ramsay, formuló muy bien el concepto de ley que subyacía en la
visión medieval de las cosas: “La ley, en general, no es otra cosa que la regla
que cada ser debe seguir para actuar según su naturaleza” (15).
Le Ph. ¿Es que la sabiduría del mundo que conocieron
los griegos puede oponerse a la sabiduría de Dios, dado que el Mundo y el Libro
revelado tienen un mismo autor, como repetían los medievales (por ejemplo el “platónico”
Alain de Lille, o la tradición agustiniana –si bien cosmoclasta– de
Buenaventura)?
R. B. Es una
imagen antigua y hermosa, la de dos libros que hay que saber juntar. La
sabiduría del mundo que intento identificar, y que es efectivamente griega, solo
tiene en común el nombre con la “sabiduría del mundo” de la que san Pablo dice
que Dios la ha vuelto loca (1 Corintios 1,20). La primera se refiere al hermoso
orden del universo físico, la segunda a la existencia humana que se ve a sí
misma separada de Dios y que pretende actuar según su propia lógica.
Un medio de hacer inteligible su contenido sería tomar en
serio la idea de providencia. No como la imaginamos con demasiada frecuencia
hoy en día: Dios poniéndose en nuestro lugar para manipularnos a su antojo.
Sino como la pensaban los medievales. Espero escribir un día sobre esto en un
libro para el que ya tengo, al menos, un título: A cada uno según sus
necesidades. La concepción medieval de providencia supone un Dios que da. Y
sin esperar nada a cambio, porque ¿de qué tendría necesidad? No da un suplemento
a cosas que ya están hechas. El don coincide con la naturaleza misma de cada
cosa creada, naturaleza que se le ha confiado. Dios da a cada criatura, según
su propia naturaleza, lo que necesita para alcanzar su bien. Él no hace el bien
de la criatura en su lugar. Y cuanto más ascendemos, del mineral al vegetal,
del vegetal al animal, del animal al hombre, más delega Dios, más confía el
cuidado de sí mismo a la criatura. Cuando la confía al hombre, su providencia,
en un juego de palabras etimológico muy consciente, se convierte en prudencia,
no en el simple hecho de ser previsor, sino en toda esa sabiduría práctica que
Aristóteles llamaba phronesis. Ahí es donde confluyen la sabiduría de
Dios y la sabiduría del hombre.
Le Ph. Nos
gustaría plantearle una pregunta un poco provocadora y pasada de moda: ¿hasta
qué punto puede un ateo ser un buen ciudadano, si existe un vínculo muy fuerte
entre religión y política: ya pensemos en los dioses de la ciudad o en las
reflexiones de Petrarca sobre la Cruzada en pleno siglo XIV (16)? ¿Es
necesario, para pensar en la independencia de lo político con respecto a lo
religioso, reanimar cierta filosofía política clásica, como hizo, por ejemplo,
Leo Strauss?
R. B. Las
preguntas pasadas de moda son siempre buenas preguntas si se las plantea con
precisión. Es una de las lecciones que podemos aprender leyendo a Strauss. Lo
que escribe sobre el pensamiento político clásico es mucho más matizado,
incluso más enrevesado, de lo que algunas mentes binarias han hecho creer. Y en
cualquier caso, un libro tan sutil como Derecho natural e historia no
puede reducirse a un alegato a favor de un retorno a los antiguos. Por no
hablar del resto de su obra.
Entre esas cuestiones “pasadas de moda”, pues, la del
civismo del ateo se planteó con agudeza en el siglo XVII, con Bayle y Locke.
Todavía vivimos en gran medida de la forma en que ellos la plantearon.
En su Carta sobre la tolerancia (1689), Locke preconizó
un pacto de caballeros entre las iglesias protestantes inglesas. Excluía
a los católicos como agentes de un príncipe extranjero, el Papa. También
excluía a los ateos. Su razón puede parecer extraña, pero en el fondo es muy
profunda: los ateos son incapaces de prestar juramento. Porque sobre qué
podrían jurar? “Las promesas, los contratos y los juramentos, que son los
vínculos de la sociedad humana, no pueden tener ningún asidero en un ateo.
Eliminar a Dios, aunque solo sea en el pensamiento, lo disuelve todo” (17).
Nosotros sonreímos ante esas palabras. Al hacerlo, somos
como los “descreídos” que se ríen cuando el Loco de Nietzsche les anuncia la
muerte de Dios. Detrás de la cuestión del juramento se esconde toda la cuestión
del sentido.
Recordemos que la Constitución de la República francesa, la
quinta de su género, la nuestra desde 1958, cita íntegramente la Declaración
de los derechos del hombre de 1789, en la que el pueblo francés hace todo
tipo de cosas “en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo”. La expresión
no está reservada al relojero debilitado de la Ilustración; también se refiere
al Dios cristiano, en Fénelon, por ejemplo. Y nadie encuentra nada malo en esta
mención de Dios. Significa que los derechos afirmados no son fabricados, sino constatados.
El problema que se plantea a las democracias modernas es que lo que alguien
hace, también lo puede deshacer. Lo que solo es otorgado por hombres –”derechos”,
“dignidad”, etc.– podría un día ser eliminado por esos mismos hombres.
Bayle transpuso y reformuló brillantemente una vieja
paradoja de Plutarco: más vale ser ateo que supersticioso. Traslada la cuestión
psicológica del griego al plano político: el ateo es un ciudadano más apacible
que el supersticioso. Si aceptamos la tesis de Hobbes según la cual la ciudad
de los hombres se funda en el miedo a la muerte, entonces la religión es
intrínsecamente peligrosa. El supersticioso, que teme al infierno más que a la
muerte, no se les puede detener con nada. Es porque el siglo XVIII acepta en el
fondo la premisa de Hobbes por lo que inventó el “fanatismo” como espantajo. Y,
durante la Revolución, se guillotinó como “fanáticas” a monjas inofensivas. El
problema sigue siendo muy actual: por un lado, ¿con qué exactamente podemos
amenazar a un aspirante a terrorista suicida? Por otro lado, si nuestra última
virtud, nuestra “tolerancia”, nos impide matar, queda la cuestión de si es
suficiente para darnos ganas de vivir. Ofrezco a su consideración una frase de
Rousseau: los principios del ateísmo “no hacen matar a los hombres, pero les
impiden nacer al destruir las costumbres que los multiplican, al desligarlos
de su especie, al reducir todos sus afectos a un secreto egoísmo tan fatal para
la población como para la virtud. La indiferencia filosófica se parece a la
tranquilidad del Estado bajo el despotismo; es la tranquilidad de la muerte; es
más destructiva incluso que la guerra” (18).
Si el problema es asegurar la coexistencia pacífica entre
los miembros de una sociedad, y asegurar entre ellos la distribución más
equitativa posible de los recursos disponibles, basta con negociar una fórmula que
permita maximizar las ventajas. Y para hacer esto, no hace falta ninguna
trascendencia.
Pero esto solo vale para aquello a lo que nos hemos
acostumbrado a llamar, de manera muy sintomática, “sociedad”, con un término de
origen económico. Esta sociedad es básicamente el club de las personas
presentes, que disponen de la capacidad de invitar a nuevos miembros o
expulsarlos. El problema es que la humanidad es también una especie animal que
pierde individuos constantemente y, por tanto, no puede subsistir sin reemplazarlos
por otros que solo puede extraer de sí misma. El hombre no solo es mortal, sino
“natal”, como decía Hannah Arendt. Si sabemos lo que hacemos, ¿por qué traer al
mundo a niños que, evidentemente, no pueden pedir tal cosa? Si “la vida es un
negocio que no cubre sus costes” (Schopenhauer), todo progenitor es, sin exagerar,
un criminal. Si es para pagar nuestras pensiones, es aún peor: nunca se podría
impulsar la utilización del otro como medio hasta un nivel tan radical. Si es
para permitir a otros “dar un encantador paseo a través de la realidad”
(Renan), bien hecho. Pero todavía hace falta demostrar que la vida, cualquier
vida, es un bien tan inconmensurable que puede equilibrar los sufrimientos que
conlleva. Sufrimientos que, por definición, no puede conocer el que no ha
nacido... Para todo esto, no hay más salida que una metafísica.
Le Ph. El
problema teológico-político, por lo demás, ¿se plantea en términos comparables
en las tres religiones del Libro?
R. B. El problema teológico-político no es más que un
caso particular de un problema más amplio que yo llamaría, no sin cierta
pedantería, “teio-práctico”. La primera formulación, aunque se haya hecho
clásica, tiene tres inconvenientes: supone que estamos en una religión en la
que es posible una teología –en el sentido que he mencionado antes–; supone
también que estamos en una religión en la que lo divino (en griego, neutro: theion)
ha tomado la forma de un ser personal o más que personal (en griego, masculino/femenino:
theos); por último, restringe el género de la filosofía práctica a una
sola de sus especies, el gobierno de la ciudad, dejando de lado el del
individuo como tal (la ética) y el del “orden doméstico” (económico, relación
entre cónyuges, entre padres e hijos, entre superiores y subordinados).
La cuestión estricta de la relación entre política y
religión no es la más virulenta. En casi todas partes existe una separación de
hecho, con diferentes estilos.
La cristiandad ha negociado constantemente el modus
vivendi concreto entre estas dos dimensiones. Esto ocurrió de forma
paradójica. Fue la Iglesia la que secularizó el Estado medieval asignándole su
dominio propio, profano, el mantenimiento de la paz. Muy a su pesar, porque el
Estado, por su parte, solo soñaba con la sacralidad. “Por paradójico que sea, (...)
es la acción de los papas la que, a partir del siglo XI, tendió a 'secularizar'
el poder político, quitándole toda iniciativa en materia espiritual” (19).
Esto pudo hacerse porque el cristianismo se había afirmado desde el principio
con independencia del Estado romano, que ya existía e incluso lo perseguía. En
cuanto al judaísmo, se constituyó como tal centrándose en la Torá, en torno a
la cual debía “dar vueltas” como único principio de identidad que le quedaba
tras la desaparición del Estado. De este modo, la ausencia de dimensión
política es constitutiva del judaísmo. En cuanto al islam, el nacimiento de un
Estado en Medina, y de un imperio con la conquista árabe, precedió en unos dos
siglos al establecimiento de la religión islámica como netamente distinta de
los otros monoteísmos. Y la saría (la ley islámica) se estableció como
contrapoder opuesto al poder político de los califas.
No obstante, la cuestión que yo llamo teio-práctica sigue en
pie. Puede enunciarse así: ¿existen mandamientos procedentes de Dios que nos
impondrían más, o incluso algo distinto, de lo que la razón práctica manda a
todo hombre?
Le Ph. ¿Cómo
concibe la articulación de los conocimientos del historiador con el discurso
filosófico y teológico de hoy?
R. B. Entre la docena de ciencias importantes que
lamento no haber estudiado, está la historia. Conocemos la respuesta de
Bachelard a no sé quién, que le decía que los científicos tienen todos su
filosofía: los filósofos también tienen su ciencia. Lo mismo podría decirse de
la historia. Con demasiada frecuencia nos imaginamos que para hacer historia de
la filosofía basta con ser filósofo, y que el método histórico es algo evidente
o que se aprende sobre la marcha. En cuanto a la visión de la historia medieval
que tiene el profesor medio de filosofía, es casi tan caricaturesca como la del
hombre de la calle...
Le Ph. ¿Podemos
creer en la razón, cuando, paradójicamente, es la razón la que está en crisis hoy
desde principios del siglo XX, mientras que a muchas fes religiosas parece
irles muy bien? A propósito de esto, usted ha hablado de “angustia de la razón”.
¿Qué quiere decir con eso?
R. B. Efectivamente, emplee esa expresión como título
de un artículo (20). No dejamos de hablar del auge del irracionalismo. Poner la
carne de gallina a la gente a este respecto es la ocupación de muchos
plumíferos. Estos, además, se cuidan de no preguntarse por qué el “racionalismo”
que defienden atrae tan poco... En cualquier caso, suponiendo que ese auge sea
real, no me preocupa demasiado. Recuerdo que el vínculo entre racionalismo e
irracionalismo es muy complejo, y que la representación histórica de un ascenso
progresivo hacia la luz solo es el resultado de olvidar las sombras que esta
luz no puede dejar de proyectar. Dos ejemplos: el apogeo de la magia no es la
Edad Media; es doble, primero el neoplatonismo tardío: Proclo situó la magia
(teurgia) por encima de toda sabiduría humana (21) ; es luego su renacimiento
florentino en el siglo XV. Y no olvidemos lo que Newton llevaba en su bagaje:
el gran científico estaba tan interesado en la exégesis del Apocalipsis como en
la mecánica celeste. Magia y ciencia son dos hermanas gemelas, pero una
prosperó mientras que la otra languidecía.
El verdadero peligro radica en la paradoja de su expresión: “creer
en la razón”. Para la ideología de la Ilustración, aún muy extendida entre el
proletariado intelectual, es lo uno o lo otro: o se cree, o se es racional. La
razón debe destruir la creencia y sustituirla por el saber. Que la razón sea ella
misma objeto de creencia es difícil de tragar. Y, sin embargo, Nietzsche ya
identificó en la creencia en la verdad un último eco de una creencia platónica,
luego cristiana (el “platonismo para el pueblo”) (22). Muchos de los que se
imaginan racionalistas, que incluso escriben inútiles libelos contra aquellos
que llaman irracionalistas, a quienes ni siquiera leen, son en última instancia
tan irracionalistas como sus cabezas de turco. En realidad, piensan que la
razón no es más que un epifenómeno de lo irracional, por ejemplo el resultado
de la selección natural en una determinada especie viva. Al final, es el padre
Brown, el sacerdote detective de Chesterton, quien dice la verdad: “Sé que se
acusa a la Iglesia de rebajar la razón, pero es justo lo contrario. La Iglesia
es la única en la tierra que reconoce que la razón es suprema. La Iglesia es la
única en la tierra que afirma que Dios mismo está sustentado por la razón” (23).
Le Ph. La “crisis”
de la razón, como hemos dicho, va a la par con la buena salud de ciertos
movimientos religiosos. Sin embargo, en Europa observamos a la generalización
de la increencia y a la banalización del ateísmo. ¿Podemos establecer un
vínculo entre la desdivinización del mundo y el “alejamiento” del Dios
cristiano, ya que, como usted escribe a propósito de Juan de la Cruz, con la
Nueva Alianza, paradójicamente, “lo divino no se ha acercado, sino que se ha
alejado”?
R. B. Esta frase sobre Juan de la Cruz forma parte de
un comentario sobre uno de sus pasajes más impactantes (24) y hay que entenderlo
en su contexto. Mi punto de partida era el pasaje en el que el santo explica
que Dios ya no tiene nada que darnos, no porque quiera negarnos nada, sino
precisamente porque ya lo ha dado todo de una vez al dar a su Hijo.
Lo divino pagano está presente por doquier. Forma parte del entorno.
Los dioses griegos son “los dioses de Grecia”, forman parte del paisaje. Por
eso no es necesario “creer” en ellos. El Dios de la Biblia concentra en sí
mismo toda la sacralidad, de ahí la impresión de desacralización, de
desencantamiento del mundo, como decimos desde Max Weber, una impresión que
puede muy bien alimentar una especie de nostalgia. Dicho esto, la sacralidad es
algo propio de las cosas, no de la libertad. Ninguna libertad puede ser
sagrada. En cambio, sí puede ser santa. Por eso, cuando el Dios bíblico se
presenta bajo una figura personal, lo que se produce no es más que una
desacralización del mundo. Es también una transformación de la sacralidad en
santidad. Ahora bien, un Dios que se manifiesta en una figura personal apela a
la libertad. Por eso, él solo se da en la fe. La fe, por así decirlo, es el
órgano adecuado para percibir lo divino, como el ojo capta los colores o el
entendimiento los conceptos. La cuestión, pues, es saber si aceptamos el paso
hacia lo santo, o si nos quedamos en lo sagrado. En este último caso, habrá que
elegir, o acomodarse a un mundo desencantado, o bien, lo que me parece más
peligroso, buscar reintroducir por fuerza en ese mismo mundo desencantado una
sacralidad artificial.
Le Ph.
Actualmente se habla mucho del lugar que se debería reservar a la herencia
cristiana en la Constitución europea. Usted, que escribió un libro de éxito
sobre la identidad europea (Europe, la voie romaine) (25), ¿cómo concibe
la relación del cristianismo con una Europa cada vez más descristianizada?
R. B. No estoy seguro de que se deba poner en la
Constitución europea un preámbulo que incluya a toda costa recordatorios
históricos. Dicho esto, si queremos hacer historia, sería simplemente estúpido
contentarse con mencionar vagamente la herencia religiosa y humanista (esta
última palabra como traducción del inglés humanist, un educado
circunloquio británico para decir “ateo”). ¿Por qué no llamar a las cosas por
su nombre y nombrar las dos religiones que han dejado su impronta en el espacio
cultural que se ha autodenominado “europeo”, a saber, el judaísmo y el
cristianismo?
El problema es que, por ambos lados, se confunde a menudo la
constatación de un hecho con la reivindicación de un derecho, la memoria de un
pasado con una opción para el futuro. Cualquiera es libre de desear que Europa continúe
alejándose del cristianismo. Pero querer ignorar el pasado es demostrar que se
sigue la lógica de la ideología.
El éxito (muy relativo) de mi librito, sus traducciones,
etc. sigue sorprendiéndome. Pero a veces me pregunto, cuando no estoy muy
animado, si no habría sido mejor emplear el tiempo que dediqué a escribirlo en aprender
egipcio o acadio. Las civilizaciones que lo escribían tienen una ventaja, y es estar
bien muertas. Pero, los europeos ¿quieren vivir todavía? ¿O son zombis que
tratan frenéticamente de hacerse pasar por verdaderos vivientes?
Le Ph. Una última
pregunta, quizá más personal: ¿qué lugar concede el creyente de una religión a
las otras religiones?
R. B. ¿Un lugar dónde? En su biblioteca, como hombre
culto, pondrá los documentos, y se esforzará por conocer el mínimo que evite
decir demasiadas tonterías sobre religiones que no son la suya. Tal vez podrá
encontrar, en autores pertenecientes a otras religiones distintas de la suya, bellas
expresiones de sentimiento religioso que podrá anotar piadosamente.
¿Podrá respetar esas religiones? En términos rigurosos, no.
No porque sea creyente o no, tampoco porque se adhiera a la religión A más que
a la religión B, sino simplemente porque conoce el sentido de las palabras. Las
religiones son solamente cosas. Y solo podemos respetar a las personas. No se
puede respetar una cosa, como tampoco se puede escuchar un cuadro. Yo no
respeto ninguna religión, ni siquiera la mía. Respeto a los creyentes de cualquier
religión, no porque sean creyentes, sino porque son personas.
Más concretamente, no tengo ninguna estima por la creencia en
cuanto tal. Detesto esa costumbre que hemos desarrollado de considerar que el
acto de creer tiene un valor en sí, independientemente de su contenido. Pues, después
de todo, ¡se puede “creer” en los platillos volantes! Había nazis sinceros y
leninistas convencidos. Para mí, una creencia vale lo que vale su objeto, ni
más ni menos.
Como tengo un gusto bastante inmoderado por la provocación,
llegaré a reivindicar el derecho a odiar una religión. Pienso en
Yeshayahu Leibovitz, sabio y erudito universal israelí, fallecido hace unos
años. En una entrevista declaró: “Odio el cristianismo”. El traductor francés, que
es amigo mío y me contó la anécdota, me dijo que había sugerido el verbo “detestar”.
Leibovitz, cuyo impecable francés recordaba el del siglo XVIII, replicó
subrayando sus palabras: “Non, ani soneh, yo odio”. Me apresuro a añadir
que Leibovitz era en la práctica el hombre más inofensivo del mundo, y en
política una especie de hiperpaloma que reclamaba la evacuación inmediata de
los territorios ocupados y ¡comparaba el gobierno de su propio país con el de
la Alemania nazi! Además no odiaba en absoluto a los cristianos. A mí, que soy cristiano,
esa frase no me gusta. La deploro, la lamento. Pienso que se basa en un error.
Pero la prefiero a la tibieza dominante de ciertos interlocutores profesionales
del “diálogo” interreligioso.
Veamos otro ejemplo: Ignace Goldziher, ese judío húngaro de
principios de siglo, sin duda el mayor islamólogo que ha existido, cuyos
artículos acabo de reeditar en francés. Se trata de alguien a quien el
cristianismo, sobre todo el catolicismo, le repugnaba literalmente (26). Si yo hubiera
podido conocerlo, no le habría dicho: “¡Qué malo es odiar! Menos aún le habría
llamado sucio cristianófobo no políticamente correcto. Yo le habría preguntado:
“¿Cuáles son tus razones? ¿Qué es exactamente lo que no te gusta en el
cristianismo? Y habría intentado demostrarle que nada de eso iba al fondo de la
cuestión, que no tocaba la esencia de la fe cristiana, sino que no eran más que
añadidos accidentales.
Le Ph. ¿Por qué
seguimos siendo cristianos?
R. B. El “seguir siendo” de su pregunta sugiere que
los cristianos serían una retaguardia de gentes que aún no se han puesto al
día. El sentimiento religioso y sus expresiones más variadas, incluso las más
descabelladas, apenas parecen moverse. Pero es un hecho, como usted ha dicho,
que en Europa las grandes Iglesias cristianas están perdiendo impulso. Yo
matizaría esto recordando que es la Europa entera la que lo está perdiendo. Y
que los cristianos avanzan hacia la desaparición más lentamente que los europeos
en general.
Su pregunta puede ser una cuestión de hecho, en el sentido
del célebre artículo de Croce “Por qué no podemos no llamarnos cristianos”
(1944). Nos preguntamos entonces qué es lo que, en nuestra civilización, sigue aún
marcado por el cristianismo. Croce, además, no quería de ninguna manera hacer
una apología histórica del cristianismo. Por el contrario, pretendía que el
laicismo moderno es el heredero legítimo del cristianismo, del que ha asumido
todos lo positivo. Hablar de la herencia cristiana de Europa me molesta. Y más aún hablar de “civilización cristiana”.
Esta fue fundada por gentes a las que la civilización cristiana les importaba
un bledo. Lo que les interesaba era Cristo, y las repercusiones de su venida
sobre el conjunto de la existencia humana. Los cristianos creen en Cristo, no
en el cristianismo en sí; son cristianos, no “cristianistas”.
Traducir el hecho cristiano en instituciones llevó siglos.
Piense en el tiempo que hizo falta para que la Iglesia impusiera, contra costumbres
inveteradas, que el consentimiento de los novios era la condición indispensable
para el matrimonio. El famoso matrimonio que ahora llamamos “tradicional” es en
realidad una novedad que costó mucho conseguir. Lo verdaderamente tradicional
es el contrato acordado por dos familias para intercambiar cónyuges a quienes
apenas se les pide su opinión. Hasta muy tarde, la sociedad llamada cristiana
veía con malos ojos a quienes se casaban, ciertamente ante un sacerdote, pero
pasando por encima del padre, la madre y las convenciones sociales. Tenemos un
ejemplo famoso: cuando el sedero Gonzalo de Yepes se casó por amor con Catalina
Álvarez, una pobre tejedora, su familia lo repudió. Y cuando quedó viuda,
Catalina tuvo que arreglárselas sola para criar a su hijo, más tarde conocido con
el nombre de san Juan de la Cruz.
¿Quién nos dice que el cristianismo ha tenido tiempo de traducir
en instituciones la totalidad de su contenido? Yo más bien tengo la impresión
de que estamos aún en los comienzos del cristianismo.
Le Ph. Muchas
gracias.
Notas
1. Entrevista realizada en enero
de 2004.
2. The Life of Ibn Sina. A Critical
Edition and Annotated Translation by W. E. GOHLMANN, Albany, SUNY Press, 1974,
p. 78s.
3. Por ejemplo, según las mejores fuentes, el
ejército de San Theodoros cuenta con 3487 coroneles contre 49 cabos. Nos faltan
estadísticas sobre el de Nuevo Rico.
4. DUNS SCOT, Prologue
de l’Ordinatio, I, §33; tr. G. Sondag, Paris, 1999, p. 58.
5. Le Livre de l’échelle de Mahomet […], tr. G.
Besson et M. Brossard-Dandré, Le Livre de Poche (“Lettres Gothiques”), 1991.
6. SIMON B. ZEMACH DURAN, Qeshet u-Magen (1423), Livourne, 1785, p. 19ass.; ELIE DEL MEDIGO, Behinat ha-Dath (1490), éd. Ross, Tel
Aviv, 1984, Introduction, p. 44-48.
7. H. BERMAN, Droit
et révolution. La formation de la tradition juridique occidentale, tr. R.
Audouin, Librairie de l’Université d’Aix-en-Provence, 2002, XVI-684p.
8. JUSTIN, Entretien
avec Tryphon, CXXXV, 3; éd. Archambault, p. 286.
9. Ver “Le Coran: sortir du cercle ?”, Critique, 671, 2003, p. 232-251. Según
últimas noticias, el libro de Luxenberg estaría siendo traducido por la
editorial Desclée De Brouwer.
10. La síntesis más reciente sobre esta cuestión
es la obra de H. LAZARUS-YAFEH, Intertwined
Worlds. Medieval Islam and Bible Criticism, Princeton, Princeton University
Press, 1992, XIII-178p.
11. PHILOPON, De
opificio mundi, I, 1, éd. Reichardt, p. 3; BRUNO, La cena de le ceneri, IV, début.
12. NIETZSCHE, Fröhliche Wissenschaft, IV, §285; KSA, vol. 3, p. 528.
13. THOMAS D’AQUIN, Somme contre les gentils, III, 68, puis 122; tr. V. Aubin, Paris,
Garnier-Flammarion, 1999, p. 242 et 419.
14. KANT, Der
Streit der Fakultäten, I, Anhang; Werke,
éd. W. Weischedel, Darmstadt, 1983, t. 6, p. 340s.
15. A. M. RAMSAY (según Fénelon), Essai philosophique sur le gouvernement
civil (…), 2; dans FENELON, Œuvres,
Paris, Didot, 1865, t. 3, p. 353b.
16. PETRARQUE, De la Vie solitaire, II, ix, 1-4.
17. LOCKE, A
Letter Concerning Toleration, dans The
Second Treatise of Government…, éd. J. W. Gough, Oxford, 1966, p. 158.
18. ROUSSEAU, La
Profession de foi du vicaire savoyard, dans Emile, IV; Œuvres complètes,
Paris, t. 4, p. 632s. Subrayado por mí.
19. J. QUILLET, Les Clefs du pouvoir au Moyen Age, Paris, 1972, p. 44
20. L'angoisse de la raison”, tr. I. Fernández, Communio, 25, 2000, p. 13-24.
21. Todas las referencias en la introducción de
E. R. Dodds a su edición de Eléments de
théologie, Oxford, 1963, p. XXIIs.
22. NIETZSCHE, Die fröhliche Wissenschaft, V, §344; KSA, t. 3, p. 574-577.
23. CHESTERTON, The Blue Cross, fin.
24. Ver: “L'impuissance du Verbe. Le Dieu qui a tout dit”, Diogène, n° 170, avril-juin 1995, p. 49-74.
25. Tercera edición aumentada, Gallimard (“Folios-essais”),
1999.
26. I. GOLDZIHER, Sur l’Islam. Origines de la théologie musulmane, Desclée De
Brouwer, 2003. Ver mi introducción, p. 7-35, sobre todo p. 19s.
Bibliografía
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1978.
– Du temps chez Platon et Aristote. Quatre
études, Paris, PUF, “Epiméthée”,
1982, reedición: “Quadrige”, 2003.
– Aristote et la question du monde. Essai sur le contexte cosmologique et
anthropologique de l’ontologie, Paris, PUF, “Epiméthée”, 1988.
– Europe, la voie romaine, Paris,
Critérion, 1992, reedición: Gallimard, “Folio
Essais”, 1999.
– La sagesse du monde. Histoire de l’expérience humaine de l’univers, Paris,
Fayard, 1999, reedición: Livre de poche, “Biblio Essais”, 2002.
– El passat per endavant, Barcelona, Barcelonesa d'Edicions, 2002.
Traducciones
– LEO STRAUSS, Maïmonide, Paris, PUF, “Epiméthée”, 1988.
– MAÏMONIDE, Traité de logique, Paris, DDB, “Midrash”, 1996.
– SHLOMO PINES, La liberté de philosopher, de Maïmonide à
Spinoza, Paris, DDB, “Midrash”, 1997.
– THEMISTIUS, Paraphrase de la Métaphysique d’ Aristote (livre Lambda), Paris,
Vrin, 1999.
– MAÏMONIDE, Traité d’éthique (“Huit chapitres”),
Paris, DDB, “Midrash”, 2001.
– RAZI, La médecine spirituelle, Paris, GF
Flammarion, 2003.
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