Razón, religión, islam, cristianismo. Entrevista

RÉMI BRAGUE / CHRISTOPHE CERVELLON





Profesor en la Universidad de París I Panthéon-Sorbonne (cátedra de Estudios Árabes) y en la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich (cátedra Romano Guardini de Estudios Religiosos), Rémi Brague conoce de primera mano las tres tradiciones monoteístas. Empezando por la filosofía griega, ahora se interesa más específicamente por la Edad Media, ya sea cristiana, judía o musulmana. Sin embargo, su perspectiva es más amplia, ya que trata de comprender mejor la modernidad.


Le Philosophoire. Como historiador del pensamiento medieval en los ámbitos cristiano, judío y musulmán, ¿cómo ve la relación entre las tres religiones del Libro y la actividad filosófica? En particular, ¿cree que existe una diferencia entre la teología y la filosofía en la cristiandad, y entre el kalâm y la falsafa en el islam?


Rémi Brague. Las diferencias son múltiples, pero se entrecruzan. Por un lado, existe una tensión dentro de cada una de las dos religiones, entre un polo teológico y un polo filosófico. Pero también hay un abismo entre la teología en la cristiandad y el kalâm en el islam, entre la filosofía en la cristiandad y la falsafa en el islam. Y la consecuencia es que estas tensiones entre dos polos no se producen ni se relacionan en absoluto de la misma manera.


La principal diferencia entre la filosofía y la falsafa es quizás de naturaleza social, y radica en la palabra “institucionalización”. En tierras del islam, la falsafa seguía siendo un asunto privado, obra de un número relativamente reducido de individuos. Los grandes filósofos del islam eran aficionados que practicaban la filosofía en su tiempo libre: Al-Farabi era músico, Avicena médico y visir, Averroes juez. Avicena practicaba la filosofía por la noche, rodeado de sus discípulos, tras una jornada normal de trabajo. Y nunca rechazaba un vaso de vino para reanimarse un poco y mantenerse despierto (2). Tenemos más o menos la misma situación entre los judíos: Maimónides era médico y juez rabínico, Gersónides astrónomo (y astrólogo), etc. Los grandes filósofos judíos o musulmanes alcanzaron las mismas cotas que los grandes escolásticos, pero eran como los generales de un ejército sudamericano de opereta (3).


En la Europa medieval, la filosofía se había convertido en una enseñanza universitaria de la que se podía vivir. También la practicaba una masa de “profesores de filosofía” corrientes y sin mucha categoría. Apenas han dejado sus nombres en los libros de texto, aunque todavía se puedan desenterrar sus cursos y encontrar no pocas sorpresas. Pero fueron ellos quienes permitieron que la filosofía penetrara profundamente en las mentes de los juristas, los médicos, etc., a los que formaban, y que se convirtiera en una especie de hecho social.


Esto tiene un impacto capital en la relación entre filosofía y teología. Se puede ser un rabino o un imán perfectamente competente sin haber estudiado nunca filosofía. En cambio, una formación filosófica forma parte del equipamiento básico del teólogo cristiano. Incluso es obligatoria desde el Concilio de Letrán (1215). La tensión entre filosofía y teología en la cristiandad es, por así decirlo, vertical: opone a personas que han cursado los mismos estudios, ya que todos los teólogos empezaron aprendiendo filosofía. Por tanto, hablan el mismo idioma. La tensión entre kalâm y falsafa, en el islam, es horizontal: enfrenta a especialistas de disciplinas diferentes, cada uno de los cuales cuestiona la legitimidad del método del otro.


En cuanto a la teología, es una especialidad cristiana. Es cierto que varias religiones han desarrollado saberes que pueden alcanzar un grado muy elevado de tecnicismo y sutileza, cuando se trata de relatar las aventuras de los dioses, reglamentar el culto que les es debido, y explicitar sus mandamientos cuando los dictan. Por el contrario, la “teología” como proyecto de exploración racional de lo divino, según el programa de Anselmo, no existe más que en el cristianismo.


En último análisis, eso tiene que ver con el estatuto de lo que hace posible una teo-logía, a saber, el del logos en las distintas religiones. Aquí es donde debo corregir una expresión de su pregunta. Usted habla de las “tres religiones del Libro”. La expresión se ha convertido en un lugar común, pero no deja de ser engañosa. En primer lugar, porque a menudo imaginamos que traduce la expresión árabe “gentes del Libro” (ahl al-kitâb). Se refiere a las religiones que habían precedido al islam y que, por poseer un Libro sagrado, tienen derecho a un estatuto jurídico reconocido en la ciudad musulmana, el de “protegidos” (ahl al-dhimma). En este sentido, excluye al propio islam. Si lo tomamos en un sentido amplio, no técnico, incluye al islam. Pero entonces vemos el segundo escollo de la expresión, simétrico al primero: da a entender que en las tres religiones que efectivamente tienen un libro, el contenido de la revelación sería ese libro. Ahora bien, en el judaísmo, ese contenido es la historia de Dios con su pueblo, al que libera y guía dándole su enseñanza (la Torá); en el cristianismo, es la persona de Cristo que, para los cristianos, concentra la experiencia anterior de Israel. Los textos escritos recogen esta historia o, en el caso del Talmud, recopilan las discusiones de los eruditos sobre la interpretación y aplicación de los mandamientos divinos. Pero estos libros no constituyen en modo alguno el mensaje mismo de Dios a los hombres. Solamente en el islam el objeto revelado es el Libro. Al final, ¡la única religión del Libro es el islam!


¿Por qué esta precisión? Porque la forma misma en que habla el dios, el estilo mismo de su logos, determina la manera en que podrá elaborarse. Si la palabra divina es una ley, hace falta explicarla y aplicarla con la máxima precisión. Pero no dice nada sobre la persona que la promulga. Si esta palabra es una persona, y a la inversa, si esta persona es una palabra que dice quién es el que la pronuncia, entonces encamina a un cierto conocimiento de Dios.


Le Ph. En su opinión, ¿hasta dónde llega la deuda del cristianismo con respecto al pensamiento filosófico del islam y con respecto a su pensamiento teológico?


R. B. ¿Una deuda del cristianismo? En rigor, no la hay, porque los dogmas del cristianismo ya estaban cristalizados mucho antes de que naciera el islam, y más aún mucho antes de que empezara a filosofar. Fue de la filosofía griega de donde los Padres de la Iglesia cristiana tomaron prestadas sus herramientas conceptuales. Y nunca sin someterla a profundas modificaciones. Pero esta es otra historia.


¿Una deuda de la cristiandad, entonces, en el sentido de la civilización que está marcada por la religión cristiana? Es real, pero desgraciadamente el tema se encuentra sobredeterminado ideológicamente. Y abundan las leyendas. Por ejemplo, ¿es verdad que se ha olvidado alguna vez el papel de la herencia árabe? Habría que matizarlo, decir quién, cuándo y en qué circunstancias se ha negado su importancia.


La deuda de la escolástica posterior a las traducciones del siglo XII con respecto a lo que se pensó en árabe es grande. Concierne en primer lugar a autores musulmanes como Avicena y Averroes. Al-Farabi, el primer verdadero filósofo musulmán, quizás el más grande, y al que los otros dos utilizaron constantemente, fue mucho menos traducido. También concierne a autores judíos como Maimónides. Al-Razi (Rhazes), cuya crítica radical de la profecía lo sitúa fuera del islam y de cualquier religión revelada, apenas fue conocido más que como el gran médico que fue. Los escolásticos sabían muy bien separar la aportación filosófica de un autor musulmán y su filiación religiosa. Así Duns Escoto: “Avicenna mezcló su religión, que era la de Mahoma, con las cosas de la filosofía, y dice unas cosas en cuanto filosóficas y probadas por la razón, y otras en cuanto conformes con su religión” (4).


El islam en cuanto religión seguía siendo poco conocido en el Occidente latino. El Oriente bizantino lo conoció antes y mejor. El Corán no se tradujo al latín hasta mediados del siglo XII, a instancias de Pedro el Venerable, abad de Cluny. Y esta traducción apenas circuló. Del corpus de tradiciones proféticas (hadices), lo único que conocemos es el relato del “viaje nocturno” del profeta al paraíso, en forma de La escala de Mahoma (5), libro que ejerció una enorme influencia incluso en Dante, pero que solo representa un aspecto muy parcial de los hadices.


La “teología” musulmana ha dejado pocas huellas. El kalâm se conoce sobre todo por la refutación que Maimónides hace de él en la primera parte de la Guía. Su atomismo y su ocasionalismo ejercieron una influencia más filosófica que teológica, como contrapunto al continuismo aristotélico. Quienes querían meter baza en su contra buscaban ideas en Maimónides o Al-Ghazali y las reciclaban adaptándolas. Con posterioridad, se pueden encontrar huellas del ocasionalismo del kalâm hasta en Malebranche y Berkeley.


En cuanto a Averroes, su famoso, demasiado famoso sin duda, Tratado decisivo solo fue impreso en el siglo XIX por un orientalista alemán. Las obras “teológicas” de Averroes eran conocidas por judíos del siglo XV, como Simon ben Zemah Durán, o Elia del Medigo (6), pero mientras que el Desvelamiento de los métodos de prueba sobre los principios de la religión fue traducido del hebreo al latín en el siglo XV, el Tratado decisivo no parece haberlo sido.


Lo que me parece esencial, en cualquier caso, es acabar con una representación neciamente hidráulica de las “influencias”: el saber fluiría naturalmente de las cumbres a las llanuras. En realidad, la demanda precede a la oferta. Solo traducimos porque sentimos que allí hay cosas que necesitamos. Y es esta necesidad la que hay que explicar. Sucede que la verdadera revolución intelectual en Europa comenzó mucho antes de la oleada de traducciones de Toledo y otros lugares. Así lo demostró el jurista estadounidense Harold J. Berman en su gran libro Derecho y revolución (7). Este, por fin, fue traducido al francés veinte años después. Por desgracia, las “grandes” editoriales –¡qué vergüenza!– se acobardaron una vez más y dejaron el libro en manos de una valiente editorial universitaria, pero con una insuficiente distribución y una escasa cobertura mediática. Esta revolución intelectual se remonta al redescubrimiento (sería mejor decir a “la invención”) del derecho romano con la “Revolución papal” en el momento de la disputa de las investiduras. Se necesitaban herramientas intelectuales más sofisticadas para sistematizar bien el derecho. Así que hubo que ponerse a buscar las obras lógicas de Aristóteles, que no se tenían, y, de paso, el resto de la herencia griega y árabe.


Le Ph. ¿Cómo concibe usted una coexistencia armoniosa entre las tres religiones del Libro, y es siquiera posible tal existencia, dado que el cristianismo nunca ha dejado de presentarse como el verdadero Israel, y que el islam presenta a Mahoma como la Clave de los profetas? ¿Debería modificarse este último punto de vista a la luz de los trabajos de Luxenberg, para quien “el Corán no pretendía sustituir a la Biblia, sino proporcionar una versión inteligible de ella para los árabes de la época”?


R. B. Me gustaría empezar rectificando dos pequeños lapsus que me parecen interesantes. En primer lugar, la fórmula según la cual la Iglesia sería el “verdadero Israel” no aparece en el Nuevo Testamento. Solo aparece en los escritos de los Padres de la Iglesia, a partir de Justino (8). Por otra parte, si la aceptamos, ¿cómo entenderla? ¿Quiere decir que la Iglesia sería el verdadero Israel, lo que supone que el pueblo judío no lo sería? ¿O que la Iglesia es un verdadero Israel, verdaderamente Israel, que está efectivamente vinculada a la experiencia de Dios hecha por Israel, porque se entiende a sí misma como el cuerpo resucitado de un judío?


Además, el Corán no habla de Mahoma como la clave de los profetas, sino como su sello (Corán 33,40). El significado de esta expresión en su contexto no está muy claro, pero se ha interpretado en el sentido de que el mensaje de Mahoma sella los mensajes anteriores, de manera que, por un lado, confirma su contenido y, por otro, completa la serie. Si hay una clave, no abre (ni siquiera en el sentido de una clave hermenéutica –como una “clave de los sueños”), sino que cierra. Se trata de la pretensión de hallar un lugar en la serie de las revelaciones y de clausurarla, lo que Manes, de quien toma su nombre el maniqueísmo, tal vez ya había planteado.


Los trabajos de C. Luxenberg, sobre la que he querido llamar la atención del público no germanista (9) , están aún en su inicio, y por el momento son de naturaleza áridamente filológica. Al explicar ciertos pasajes oscuros del Corán por medio del siríaco, intenta demostrar que se trata de himnos cristianos. Según él, el Corán sería, al menos en parte, lo que su nombre significa en siríaco, un “leccionario”, es decir, una colección de textos bíblicos traducidos y adaptados para el uso litúrgico. A mí, que no soy especialista, esta hipótesis me parece extremadamente plausible, y su fecundidad habla por sí sola: muchos textos misteriosos se vuelven transparentes. Pero esperemos a que los verdaderos entendidos se pronuncien.


En cuanto al problema de fondo de la coexistencia, usted ha puesto el dedo en la dificultad fundamental. Es paradójico: lo que molesta no es la extrañeza de cada religión por relación a las otras, sino cierta manera de interpretar una proximidad real. Lo que exaspera a los judíos es que los cristianos pretendan entender “su” libro mejor que ellos. Lo que deja perplejos a los cristianos –y por lo que a menudo se niegan a darse cuenta– es que el islam se entiende a sí mismo como un poscristianismo, destinado a sustituirlo. Para el islam, la supervivencia del cristianismo es un anacronismo. El islam se presenta incluso como el verdadero cristianismo, puesto que, para él, los cristianos han desfigurado el auténtico Evangelio, al igual que los judíos han alterado la auténtica Torá (10). La cuestión no es, por tanto, basarse en Escrituras comunes. Así, desde el punto de vista musulmán, el “diálogo islamo-cristiano” es el diálogo entre los verdaderos cristianos , que son ellos y gentes que se imaginan ser cristianos pero que en realidad no lo son... Esta es la razón de que ese diálogo interese más a los cristianos que a los musulmanes.


Le Ph. Para mejorar nuestro conocimiento de las tradiciones religiosas y filosóficas distintas del cristianismo, y también para mejorar nuestro conocimiento de este último –evitando toda caricatura– ¿no sería deseable que los jóvenes profesores de filosofía, que hoy tienen que tratar con públicos diversos, hayan tenido la ocasión durante su carrera de iniciarse en la filosofía medieval y en la complejidad de las relaciones intelectuales y humanas entre judíos, cristianos y musulmanes? ¿Es normal, por ejemplo, que un libro como el Diálogo de un filósofo con un judío y un cristiano, de Abelardo, o el Kuzari, de Judá Halevi, sean libros ignorados por la enseñanza filosófica?


R. B. No se sorprenderá de que responda afirmativamente a la primera pregunta. Con esto no hago más que argumentar pro domo, ya que eso es precisamente lo que intento hacer con los alumnos de máster desde hace trece años que estoy en la Sorbona. Los ejemplos que pones de grandes obras medievales están muy bien escogidos, pero podríamos generalizar a todo el pensamiento medieval. Es una triste singularidad de Francia haber excluido la Edad Media de su enseñanza filosófica, de modo que el profesor y el colegial medio pueden a menudo saltar a pies juntillas por encima de mil ochocientos años de historia del pensamiento, detenerse en Platón (Aristóteles, como inspirador de la escolástica, y Plotino, como “místico”, resultan un tanto sospechosos) y retomar a Descartes. Le agradezco que mencione aquí a Abelardo. Es uno de los grandes filósofos franceses, que hay que situar al lado de Descartes o Bergson.


Por otro lado, las obras que cita, dos diálogos, de autores contemporáneos que podrían haberse conocido, son tanto religiosas como filosóficas. No incluirlas en el programa es, pues, excusable. En cambio, hay tratados de Avicena (su psicología, por ejemplo), o de Abelardo, su Ética, que contienen largos pasajes puramente filosóficos. Y un teólogo puro y duro como santo Tomás de Aquino tiene tratados sobre las virtudes, las pasiones, las leyes, etc., que son admirables por su profundidad filosófica y constituirían magníficas herramientas de enseñanza.


Últimamente se ha incluido a Averroes en la lista de autores cuya obra puede caer en el examen oral del bachillerato. Esto me produce una alegría contradictoria. En primer lugar, temo que Averroes se convierta así en el equivalente intelectual del “simpático árabe de turno”, nombrado por decreto y supuestamente representativo. En segundo lugar, por razones muy simples, el texto que se va a estudiar no puede ser otro que el Tratado decisivo, no demasiado técnico, el único disponible en edición de bolsillo. Pero no representa más que una ínfima parte de la vasta producción de Averroes, quien, entre otras cosas, escribió sobre cada obra de Aristóteles al menos uno, a menudo dos, y hasta tres comentarios. Además, paradójicamente, es en estos comentarios donde Averroes dice lo que consideraba como la verdad. Para él, en efecto, Aristóteles representaba la cumbre de la humanidad –aparte de Mahoma, claro–. Así que lo que decía Aristóteles era verdad a la letra, y punto. El Tratado decisivo es una obra de circunstancias, en la que Averroes defiende la doctrina oficial de los soberanos almohades a cuyo servicio estaba. Y por supuesto, lo que se va a enseñar como un “alegato a favor de la tolerancia” acaba con un elogio de la represión contra sus adversarios...


Le Ph. En términos generales, ¿en qué medida cree que las representaciones religiosas mandan sobre nuestras representaciones del mundo y, más fundamentalmente, la relación del hombre con el mundo, ya que es un tema que recorre todas sus obras, desde Aristóteles y la cuestión del mundo (1988) hasta La sabiduría del mundo (1999)? En particular, ¿piensa que las representaciones del mundo que tenían los paganos han sido fundamentalmente modificadas por las revelaciones monoteístas?


R. B. Si por representación del mundo entendemos la cosmografía, la descripción de la forma en que están hechos los astros, la tierra y sus partes, etc., entonces las revelaciones no cambiaron gran cosa. Ese no era su propósito. Los libros sagrados retoman la visión del mundo comúnmente admitida en su época. Mucho antes que Giordano Bruno y, sobre todo, Spinoza, Juan Filopón señaló a mediados del siglo VI que el único propósito de la Biblia era conducir a la gente al conocimiento de Dios y a una vida en correspondencia con él, no enseñar física (11). Estas revelaciones ni siquiera eran exclusivas del monoteísmo. Aristóteles da una versión astronómica y noética en el libro Lambda de la Metafísica. En el fondo, ¿hubo alguna vez un verdadero politeísmo? Incluso Homero supone una especie de unidad fundamental de lo divino que permite a los dioses identificarse como tales, aunque habiten lejos unos de otros (Odisea, 5, 79 y ss.). Lo que traen las revelaciones es más bien el fin del “cosmoteísmo” (J. Assmann), según el cual lo divino no se distingue radicalmente de lo físico.


Lo que cambia con el monoteísmo no es la descripción del universo físico en sus articulaciones. Más bien, es la forma en que el hombre se representa el sentido de su presencia en el interior de este universo. En mi libro La sabiduría del mundo, empecé estableciendo un conjunto de cuatro modelos ideales-típicos: el “Timeo” (a grandes rasgos, la corriente principal de la filosofía antigua, de Platón a Proclo, incluyendo a los estoicos), Epicuro, “Abrahán” y la gnosis. Sobre el fondo de una descripción del mundo más o menos similar, cada uno propone una respuesta diferente a la pregunta de saber “lo que hacemos en la tierra”: imitar el bello orden de los cuerpos celestes; instalarnos cómodamente en un islote de humanidad dentro un universo indiferente; acercarnos al creador de un mundo bueno, pero obedeciendo su Ley o siguiendo a su Hijo; o, por último, “huir, allá arriba, huir...”, escapar de un mundo chapucero o carcelario, hacia el Dios extraño. El modelo antiguo y medieval, que prevaleció durante un milenio y medio, fue el resultado de un compromiso entre “Timeo” y “Abrahán”. Lo que me interesa no es su descripción, aunque tuviera que entrar en algunos detalles, sino el problema que plantea su desaparición con los tiempos modernos. Nos deja solos. Las exigencia ética del hombre no tiene ninguna respuesta en el mundo.


Por supuesto, para el hombre premoderno, la presencia del mundo, que experimentaba como un kosmos, no era literalmente la de un modelo que imitar. Pretender creer eso es argumentar mal. Podríamos divertirnos explicando esto con los conceptos de Kant. El papel del orden cósmico era análogo al de los postulados de la razón práctica. Estos, es decir, libertad, la existencia de un Dios justo y la inmortalidad del alma, no sirven en absoluto para fundar la ley moral. Esta se basta a sí misma y obliga en virtud de su autoridad intrínseca, que no necesita tomar prestada de ninguna otra parte. Los postulados sirven para garantizar la posibilidad del Bien supremo, es decir, de la concordancia entre lo que exige la Ley y el orden del mundo real. O aún podríamos decir que el kosmos era menos un modelo al que habría que conformarse que un ejemplo que muestra, por el mero hecho de existir, que es posible una conducta ética. La principal diferencia entre la visión del mundo premoderno y la moral kantiana es que, para esta última, la realización del bien se postula. Por decirlo así, pertenece al dominio de la fe y la esperanza. Para el hombre antiguo y medieval, en cambio, ya está dada en la armonía cósmica. Solo hay que constatarla.


Le Ph. Si es verdad que los monoteísmos modificaron la visión “pagana del mundo”, creer en Dios, ¿no es, finalmente, en un sentido rechazar al mundo tal como es y tal como aparece a la mirada inexperta, de modo que, según una lógica de los “vasos comunicantes”, que se encuentra, por ejemplo, en Nietzsche, todo lo que podemos quitar a Dios sería lo que ganamos para el mundo?


R. B. En efecto, he encontrado en Nietzsche una representación bastante tosca de la relación entre lo divino y lo humano, según la cual uno debería ganar lo que el otro pierde. Por supuesto, Nietzsche dijo cosas mucho más sólidas. Pero la imagen hidráulica también está muy presente en su obra: “Hay un lago que un día se negó a desaguar y construyó una presa donde hasta entonces había estado desaguando. Desde entonces, el lago ha ido creciendo cada vez más. Quizá sea precisamente esta renuncia la que nos confiera la fuerza con la que soportar esta misma renuncia. Quizá el hombre suba cada vez más alto, allí mismo donde haya dejado de vaciarse en un dios” (12). Esta representación está ya discretamente en el joven Hegel, ruidosamente en Feuerbach. Hoy, mentes más mediocres no dejan de revolcarse en ello. El hombre debería reivindicar su bien, que habría proyectado en Dios. Me gustaría que alguien me explique ese verbo “proyectar”, que todo el mundo parece entender...


Si la relación entre el mundo y Dios fuera de esa clase, evidentemente sería Prometeo (en su interpretación romántica) quien tendría razón. Pero ¡cuánta ingenuidad subyace ahí! En primer lugar, es en el interior de un mismo sistema donde el hombre y Dios intercambian productos homogéneos y en cantidad finita. Ahora bien, lo más elemental de la teología dice que no es en el mismo sentido en el que atribuimos propiedades (justicia, poder, ciencia, etc.) a Dios y al hombre. Nos vendría bien hacer una pequeña cura de neoplatonismo: las ideas no poseen las cualidades que confieren. Y leer un poco de teología, y me refiero a la de los teólogos, no a la improvisada por los profesores de filosofía. Hay dos frases de Tomás de Aquino que deberíamos meditar: “Quitar a la perfección de las criaturas es quitar a la perfección del poder divino... Solo ofendemos a Dios por cuanto actuamos contra nuestro propio bien” (13).


Le Ph. Al leerle, parece que la distinción última de Kant entre heteronomía y autonomía es, cuando menos, escurridiza, dado que sus obras pasadas y en preparación –sobre la ley divina– parecen apoyar la idea (pero quizá le hayamos entendido mal) de que el hombre, si renuncia a la ley de Dios, parece que debe admitir necesariamente la ley del Mundo...


R. B. La línea de pensamiento que me atribuye es en el fondo muy tradicional: nunca escapamos a una ley. La cuestión es saber cuál. Si abandonamos una ley superior, estamos sujetos a una ley inferior. Si uno deja de lado las reglas del patinaje artístico, cae, por así decirlo, bajo la ley de la gravedad. Del mismo modo, si renunciamos a la ley de la razón, quedamos sometidos a las leyes de la naturaleza, y poco importa que esa naturaleza pertenezca a la estática, la biología o la psicología. Kant se sitúa en esta tradición: él diría que si renunciamos a la ley moral, debemos admitir necesariamente la ley de las inclinaciones, lo patológico. Este último concepto es la versión kantiana de la “ley de los miembros” de que habla san Pablo (Romanos 7,23), que en la Edad Media se convirtió en la fomes, que podríamos entretenernos en traducirla etimológicamente como “lo que fomenta”. O se está sujeto, o se está sometido.


En cuanto a la distinción entre autonomía y heteronomía, el propio Kant es mucho más matizado que sus epígonos. Existe una tendencia a leer la idea kantiana de autonomía a la luz del proyecto moderno de emancipación humana y dominación de la naturaleza. El propio Kant coqueteó con eta tendencia, por ejemplo en el texto de uno de sus admiradores que reproduce en El conflicto de facultades (14). ¡Resulta bastante divertido que se aliste en la banda de los emancipadores a alguien para quien la Ley es pura represión de todo lo patológico!


Kant se inscribe en una tradición de reducción de la ley a un imperativo que comienza con Escoto y Ockham, y continúa con Marsilio de Padua, luego con Suárez y Hobbes. La Ley de Dios se entendía como un mandamiento externo, no como la lógica interna de las cosas creadas. Un alumno de Fénelon, Ramsay, formuló muy bien el concepto de ley que subyacía en la visión medieval de las cosas: “La ley, en general, no es otra cosa que la regla que cada ser debe seguir para actuar según su naturaleza” (15).


Le Ph. ¿Es que la sabiduría del mundo que conocieron los griegos puede oponerse a la sabiduría de Dios, dado que el Mundo y el Libro revelado tienen un mismo autor, como repetían los medievales (por ejemplo el “platónico” Alain de Lille, o la tradición agustiniana –si bien cosmoclasta– de Buenaventura)?


R. B. Es una imagen antigua y hermosa, la de dos libros que hay que saber juntar. La sabiduría del mundo que intento identificar, y que es efectivamente griega, solo tiene en común el nombre con la “sabiduría del mundo” de la que san Pablo dice que Dios la ha vuelto loca (1 Corintios 1,20). La primera se refiere al hermoso orden del universo físico, la segunda a la existencia humana que se ve a sí misma separada de Dios y que pretende actuar según su propia lógica.


Un medio de hacer inteligible su contenido sería tomar en serio la idea de providencia. No como la imaginamos con demasiada frecuencia hoy en día: Dios poniéndose en nuestro lugar para manipularnos a su antojo. Sino como la pensaban los medievales. Espero escribir un día sobre esto en un libro para el que ya tengo, al menos, un título: A cada uno según sus necesidades. La concepción medieval de providencia supone un Dios que da. Y sin esperar nada a cambio, porque ¿de qué tendría necesidad? No da un suplemento a cosas que ya están hechas. El don coincide con la naturaleza misma de cada cosa creada, naturaleza que se le ha confiado. Dios da a cada criatura, según su propia naturaleza, lo que necesita para alcanzar su bien. Él no hace el bien de la criatura en su lugar. Y cuanto más ascendemos, del mineral al vegetal, del vegetal al animal, del animal al hombre, más delega Dios, más confía el cuidado de sí mismo a la criatura. Cuando la confía al hombre, su providencia, en un juego de palabras etimológico muy consciente, se convierte en prudencia, no en el simple hecho de ser previsor, sino en toda esa sabiduría práctica que Aristóteles llamaba phronesis. Ahí es donde confluyen la sabiduría de Dios y la sabiduría del hombre.


Le Ph. Nos gustaría plantearle una pregunta un poco provocadora y pasada de moda: ¿hasta qué punto puede un ateo ser un buen ciudadano, si existe un vínculo muy fuerte entre religión y política: ya pensemos en los dioses de la ciudad o en las reflexiones de Petrarca sobre la Cruzada en pleno siglo XIV (16)? ¿Es necesario, para pensar en la independencia de lo político con respecto a lo religioso, reanimar cierta filosofía política clásica, como hizo, por ejemplo, Leo Strauss?


R. B. Las preguntas pasadas de moda son siempre buenas preguntas si se las plantea con precisión. Es una de las lecciones que podemos aprender leyendo a Strauss. Lo que escribe sobre el pensamiento político clásico es mucho más matizado, incluso más enrevesado, de lo que algunas mentes binarias han hecho creer. Y en cualquier caso, un libro tan sutil como Derecho natural e historia no puede reducirse a un alegato a favor de un retorno a los antiguos. Por no hablar del resto de su obra.


Entre esas cuestiones “pasadas de moda”, pues, la del civismo del ateo se planteó con agudeza en el siglo XVII, con Bayle y Locke. Todavía vivimos en gran medida de la forma en que ellos la plantearon.


En su Carta sobre la tolerancia (1689), Locke preconizó un pacto de caballeros entre las iglesias protestantes inglesas. Excluía a los católicos como agentes de un príncipe extranjero, el Papa. También excluía a los ateos. Su razón puede parecer extraña, pero en el fondo es muy profunda: los ateos son incapaces de prestar juramento. Porque sobre qué podrían jurar? “Las promesas, los contratos y los juramentos, que son los vínculos de la sociedad humana, no pueden tener ningún asidero en un ateo. Eliminar a Dios, aunque solo sea en el pensamiento, lo disuelve todo” (17).


Nosotros sonreímos ante esas palabras. Al hacerlo, somos como los “descreídos” que se ríen cuando el Loco de Nietzsche les anuncia la muerte de Dios. Detrás de la cuestión del juramento se esconde toda la cuestión del sentido.


Recordemos que la Constitución de la República francesa, la quinta de su género, la nuestra desde 1958, cita íntegramente la Declaración de los derechos del hombre de 1789, en la que el pueblo francés hace todo tipo de cosas “en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo”. La expresión no está reservada al relojero debilitado de la Ilustración; también se refiere al Dios cristiano, en Fénelon, por ejemplo. Y nadie encuentra nada malo en esta mención de Dios. Significa que los derechos afirmados no son fabricados, sino constatados. El problema que se plantea a las democracias modernas es que lo que alguien hace, también lo puede deshacer. Lo que solo es otorgado por hombres –”derechos”, “dignidad”, etc.– podría un día ser eliminado por esos mismos hombres.


Bayle transpuso y reformuló brillantemente una vieja paradoja de Plutarco: más vale ser ateo que supersticioso. Traslada la cuestión psicológica del griego al plano político: el ateo es un ciudadano más apacible que el supersticioso. Si aceptamos la tesis de Hobbes según la cual la ciudad de los hombres se funda en el miedo a la muerte, entonces la religión es intrínsecamente peligrosa. El supersticioso, que teme al infierno más que a la muerte, no se les puede detener con nada. Es porque el siglo XVIII acepta en el fondo la premisa de Hobbes por lo que inventó el “fanatismo” como espantajo. Y, durante la Revolución, se guillotinó como “fanáticas” a monjas inofensivas. El problema sigue siendo muy actual: por un lado, ¿con qué exactamente podemos amenazar a un aspirante a terrorista suicida? Por otro lado, si nuestra última virtud, nuestra “tolerancia”, nos impide matar, queda la cuestión de si es suficiente para darnos ganas de vivir. Ofrezco a su consideración una frase de Rousseau: los principios del ateísmo “no hacen matar a los hombres, pero les impiden nacer al destruir las costumbres que los multiplican, al desligarlos de su especie, al reducir todos sus afectos a un secreto egoísmo tan fatal para la población como para la virtud. La indiferencia filosófica se parece a la tranquilidad del Estado bajo el despotismo; es la tranquilidad de la muerte; es más destructiva incluso que la guerra” (18).


Si el problema es asegurar la coexistencia pacífica entre los miembros de una sociedad, y asegurar entre ellos la distribución más equitativa posible de los recursos disponibles, basta con negociar una fórmula que permita maximizar las ventajas. Y para hacer esto, no hace falta ninguna trascendencia.


Pero esto solo vale para aquello a lo que nos hemos acostumbrado a llamar, de manera muy sintomática, “sociedad”, con un término de origen económico. Esta sociedad es básicamente el club de las personas presentes, que disponen de la capacidad de invitar a nuevos miembros o expulsarlos. El problema es que la humanidad es también una especie animal que pierde individuos constantemente y, por tanto, no puede subsistir sin reemplazarlos por otros que solo puede extraer de sí misma. El hombre no solo es mortal, sino “natal”, como decía Hannah Arendt. Si sabemos lo que hacemos, ¿por qué traer al mundo a niños que, evidentemente, no pueden pedir tal cosa? Si “la vida es un negocio que no cubre sus costes” (Schopenhauer), todo progenitor es, sin exagerar, un criminal. Si es para pagar nuestras pensiones, es aún peor: nunca se podría impulsar la utilización del otro como medio hasta un nivel tan radical. Si es para permitir a otros “dar un encantador paseo a través de la realidad” (Renan), bien hecho. Pero todavía hace falta demostrar que la vida, cualquier vida, es un bien tan inconmensurable que puede equilibrar los sufrimientos que conlleva. Sufrimientos que, por definición, no puede conocer el que no ha nacido... Para todo esto, no hay más salida que una metafísica.


Le Ph. El problema teológico-político, por lo demás, ¿se plantea en términos comparables en las tres religiones del Libro?


R. B. El problema teológico-político no es más que un caso particular de un problema más amplio que yo llamaría, no sin cierta pedantería, “teio-práctico”. La primera formulación, aunque se haya hecho clásica, tiene tres inconvenientes: supone que estamos en una religión en la que es posible una teología –en el sentido que he mencionado antes–; supone también que estamos en una religión en la que lo divino (en griego, neutro: theion) ha tomado la forma de un ser personal o más que personal (en griego, masculino/femenino: theos); por último, restringe el género de la filosofía práctica a una sola de sus especies, el gobierno de la ciudad, dejando de lado el del individuo como tal (la ética) y el del “orden doméstico” (económico, relación entre cónyuges, entre padres e hijos, entre superiores y subordinados).


La cuestión estricta de la relación entre política y religión no es la más virulenta. En casi todas partes existe una separación de hecho, con diferentes estilos.


La cristiandad ha negociado constantemente el modus vivendi concreto entre estas dos dimensiones. Esto ocurrió de forma paradójica. Fue la Iglesia la que secularizó el Estado medieval asignándole su dominio propio, profano, el mantenimiento de la paz. Muy a su pesar, porque el Estado, por su parte, solo soñaba con la sacralidad. “Por paradójico que sea, (...) es la acción de los papas la que, a partir del siglo XI, tendió a 'secularizar' el poder político, quitándole toda iniciativa en materia espiritual” (19). Esto pudo hacerse porque el cristianismo se había afirmado desde el principio con independencia del Estado romano, que ya existía e incluso lo perseguía. En cuanto al judaísmo, se constituyó como tal centrándose en la Torá, en torno a la cual debía “dar vueltas” como único principio de identidad que le quedaba tras la desaparición del Estado. De este modo, la ausencia de dimensión política es constitutiva del judaísmo. En cuanto al islam, el nacimiento de un Estado en Medina, y de un imperio con la conquista árabe, precedió en unos dos siglos al establecimiento de la religión islámica como netamente distinta de los otros monoteísmos. Y la saría (la ley islámica) se estableció como contrapoder opuesto al poder político de los califas.


No obstante, la cuestión que yo llamo teio-práctica sigue en pie. Puede enunciarse así: ¿existen mandamientos procedentes de Dios que nos impondrían más, o incluso algo distinto, de lo que la razón práctica manda a todo hombre?


Le Ph. ¿Cómo concibe la articulación de los conocimientos del historiador con el discurso filosófico y teológico de hoy?


R. B. Entre la docena de ciencias importantes que lamento no haber estudiado, está la historia. Conocemos la respuesta de Bachelard a no sé quién, que le decía que los científicos tienen todos su filosofía: los filósofos también tienen su ciencia. Lo mismo podría decirse de la historia. Con demasiada frecuencia nos imaginamos que para hacer historia de la filosofía basta con ser filósofo, y que el método histórico es algo evidente o que se aprende sobre la marcha. En cuanto a la visión de la historia medieval que tiene el profesor medio de filosofía, es casi tan caricaturesca como la del hombre de la calle...


Le Ph. ¿Podemos creer en la razón, cuando, paradójicamente, es la razón la que está en crisis hoy desde principios del siglo XX, mientras que a muchas fes religiosas parece irles muy bien? A propósito de esto, usted ha hablado de “angustia de la razón”. ¿Qué quiere decir con eso?


R. B. Efectivamente, emplee esa expresión como título de un artículo (20). No dejamos de hablar del auge del irracionalismo. Poner la carne de gallina a la gente a este respecto es la ocupación de muchos plumíferos. Estos, además, se cuidan de no preguntarse por qué el “racionalismo” que defienden atrae tan poco... En cualquier caso, suponiendo que ese auge sea real, no me preocupa demasiado. Recuerdo que el vínculo entre racionalismo e irracionalismo es muy complejo, y que la representación histórica de un ascenso progresivo hacia la luz solo es el resultado de olvidar las sombras que esta luz no puede dejar de proyectar. Dos ejemplos: el apogeo de la magia no es la Edad Media; es doble, primero el neoplatonismo tardío: Proclo situó la magia (teurgia) por encima de toda sabiduría humana (21) ; es luego su renacimiento florentino en el siglo XV. Y no olvidemos lo que Newton llevaba en su bagaje: el gran científico estaba tan interesado en la exégesis del Apocalipsis como en la mecánica celeste. Magia y ciencia son dos hermanas gemelas, pero una prosperó mientras que la otra languidecía.


El verdadero peligro radica en la paradoja de su expresión: “creer en la razón”. Para la ideología de la Ilustración, aún muy extendida entre el proletariado intelectual, es lo uno o lo otro: o se cree, o se es racional. La razón debe destruir la creencia y sustituirla por el saber. Que la razón sea ella misma objeto de creencia es difícil de tragar. Y, sin embargo, Nietzsche ya identificó en la creencia en la verdad un último eco de una creencia platónica, luego cristiana (el “platonismo para el pueblo”) (22). Muchos de los que se imaginan racionalistas, que incluso escriben inútiles libelos contra aquellos que llaman irracionalistas, a quienes ni siquiera leen, son en última instancia tan irracionalistas como sus cabezas de turco. En realidad, piensan que la razón no es más que un epifenómeno de lo irracional, por ejemplo el resultado de la selección natural en una determinada especie viva. Al final, es el padre Brown, el sacerdote detective de Chesterton, quien dice la verdad: “Sé que se acusa a la Iglesia de rebajar la razón, pero es justo lo contrario. La Iglesia es la única en la tierra que reconoce que la razón es suprema. La Iglesia es la única en la tierra que afirma que Dios mismo está sustentado por la razón” (23).


Le Ph. La “crisis” de la razón, como hemos dicho, va a la par con la buena salud de ciertos movimientos religiosos. Sin embargo, en Europa observamos a la generalización de la increencia y a la banalización del ateísmo. ¿Podemos establecer un vínculo entre la desdivinización del mundo y el “alejamiento” del Dios cristiano, ya que, como usted escribe a propósito de Juan de la Cruz, con la Nueva Alianza, paradójicamente, “lo divino no se ha acercado, sino que se ha alejado”?


R. B. Esta frase sobre Juan de la Cruz forma parte de un comentario sobre uno de sus pasajes más impactantes (24) y hay que entenderlo en su contexto. Mi punto de partida era el pasaje en el que el santo explica que Dios ya no tiene nada que darnos, no porque quiera negarnos nada, sino precisamente porque ya lo ha dado todo de una vez al dar a su Hijo.


Lo divino pagano está presente por doquier. Forma parte del entorno. Los dioses griegos son “los dioses de Grecia”, forman parte del paisaje. Por eso no es necesario “creer” en ellos. El Dios de la Biblia concentra en sí mismo toda la sacralidad, de ahí la impresión de desacralización, de desencantamiento del mundo, como decimos desde Max Weber, una impresión que puede muy bien alimentar una especie de nostalgia. Dicho esto, la sacralidad es algo propio de las cosas, no de la libertad. Ninguna libertad puede ser sagrada. En cambio, sí puede ser santa. Por eso, cuando el Dios bíblico se presenta bajo una figura personal, lo que se produce no es más que una desacralización del mundo. Es también una transformación de la sacralidad en santidad. Ahora bien, un Dios que se manifiesta en una figura personal apela a la libertad. Por eso, él solo se da en la fe. La fe, por así decirlo, es el órgano adecuado para percibir lo divino, como el ojo capta los colores o el entendimiento los conceptos. La cuestión, pues, es saber si aceptamos el paso hacia lo santo, o si nos quedamos en lo sagrado. En este último caso, habrá que elegir, o acomodarse a un mundo desencantado, o bien, lo que me parece más peligroso, buscar reintroducir por fuerza en ese mismo mundo desencantado una sacralidad artificial.


Le Ph. Actualmente se habla mucho del lugar que se debería reservar a la herencia cristiana en la Constitución europea. Usted, que escribió un libro de éxito sobre la identidad europea (Europe, la voie romaine) (25), ¿cómo concibe la relación del cristianismo con una Europa cada vez más descristianizada?


R. B. No estoy seguro de que se deba poner en la Constitución europea un preámbulo que incluya a toda costa recordatorios históricos. Dicho esto, si queremos hacer historia, sería simplemente estúpido contentarse con mencionar vagamente la herencia religiosa y humanista (esta última palabra como traducción del inglés humanist, un educado circunloquio británico para decir “ateo”). ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre y nombrar las dos religiones que han dejado su impronta en el espacio cultural que se ha autodenominado “europeo”, a saber, el judaísmo y el cristianismo?


El problema es que, por ambos lados, se confunde a menudo la constatación de un hecho con la reivindicación de un derecho, la memoria de un pasado con una opción para el futuro. Cualquiera es libre de desear que Europa continúe alejándose del cristianismo. Pero querer ignorar el pasado es demostrar que se sigue la lógica de la ideología.


El éxito (muy relativo) de mi librito, sus traducciones, etc. sigue sorprendiéndome. Pero a veces me pregunto, cuando no estoy muy animado, si no habría sido mejor emplear el tiempo que dediqué a escribirlo en aprender egipcio o acadio. Las civilizaciones que lo escribían tienen una ventaja, y es estar bien muertas. Pero, los europeos ¿quieren vivir todavía? ¿O son zombis que tratan frenéticamente de hacerse pasar por verdaderos vivientes?


Le Ph. Una última pregunta, quizá más personal: ¿qué lugar concede el creyente de una religión a las otras religiones?


R. B. ¿Un lugar dónde? En su biblioteca, como hombre culto, pondrá los documentos, y se esforzará por conocer el mínimo que evite decir demasiadas tonterías sobre religiones que no son la suya. Tal vez podrá encontrar, en autores pertenecientes a otras religiones distintas de la suya, bellas expresiones de sentimiento religioso que podrá anotar piadosamente.


¿Podrá respetar esas religiones? En términos rigurosos, no. No porque sea creyente o no, tampoco porque se adhiera a la religión A más que a la religión B, sino simplemente porque conoce el sentido de las palabras. Las religiones son solamente cosas. Y solo podemos respetar a las personas. No se puede respetar una cosa, como tampoco se puede escuchar un cuadro. Yo no respeto ninguna religión, ni siquiera la mía. Respeto a los creyentes de cualquier religión, no porque sean creyentes, sino porque son personas.


Más concretamente, no tengo ninguna estima por la creencia en cuanto tal. Detesto esa costumbre que hemos desarrollado de considerar que el acto de creer tiene un valor en sí, independientemente de su contenido. Pues, después de todo, ¡se puede “creer” en los platillos volantes! Había nazis sinceros y leninistas convencidos. Para mí, una creencia vale lo que vale su objeto, ni más ni menos.


Como tengo un gusto bastante inmoderado por la provocación, llegaré a reivindicar el derecho a odiar una religión. Pienso en Yeshayahu Leibovitz, sabio y erudito universal israelí, fallecido hace unos años. En una entrevista declaró: “Odio el cristianismo”. El traductor francés, que es amigo mío y me contó la anécdota, me dijo que había sugerido el verbo “detestar”. Leibovitz, cuyo impecable francés recordaba el del siglo XVIII, replicó subrayando sus palabras: “Non, ani soneh, yo odio”. Me apresuro a añadir que Leibovitz era en la práctica el hombre más inofensivo del mundo, y en política una especie de hiperpaloma que reclamaba la evacuación inmediata de los territorios ocupados y ¡comparaba el gobierno de su propio país con el de la Alemania nazi! Además no odiaba en absoluto a los cristianos. A mí, que soy cristiano, esa frase no me gusta. La deploro, la lamento. Pienso que se basa en un error. Pero la prefiero a la tibieza dominante de ciertos interlocutores profesionales del “diálogo” interreligioso.


Veamos otro ejemplo: Ignace Goldziher, ese judío húngaro de principios de siglo, sin duda el mayor islamólogo que ha existido, cuyos artículos acabo de reeditar en francés. Se trata de alguien a quien el cristianismo, sobre todo el catolicismo, le repugnaba literalmente (26). Si yo hubiera podido conocerlo, no le habría dicho: “¡Qué malo es odiar! Menos aún le habría llamado sucio cristianófobo no políticamente correcto. Yo le habría preguntado: “¿Cuáles son tus razones? ¿Qué es exactamente lo que no te gusta en el cristianismo? Y habría intentado demostrarle que nada de eso iba al fondo de la cuestión, que no tocaba la esencia de la fe cristiana, sino que no eran más que añadidos accidentales.


Le Ph. ¿Por qué seguimos siendo cristianos?


R. B. El “seguir siendo” de su pregunta sugiere que los cristianos serían una retaguardia de gentes que aún no se han puesto al día. El sentimiento religioso y sus expresiones más variadas, incluso las más descabelladas, apenas parecen moverse. Pero es un hecho, como usted ha dicho, que en Europa las grandes Iglesias cristianas están perdiendo impulso. Yo matizaría esto recordando que es la Europa entera la que lo está perdiendo. Y que los cristianos avanzan hacia la desaparición más lentamente que los europeos en general.


Su pregunta puede ser una cuestión de hecho, en el sentido del célebre artículo de Croce “Por qué no podemos no llamarnos cristianos” (1944). Nos preguntamos entonces qué es lo que, en nuestra civilización, sigue aún marcado por el cristianismo. Croce, además, no quería de ninguna manera hacer una apología histórica del cristianismo. Por el contrario, pretendía que el laicismo moderno es el heredero legítimo del cristianismo, del que ha asumido todos lo positivo. Hablar de la herencia cristiana de Europa me molesta.   Y más aún hablar de “civilización cristiana”. Esta fue fundada por gentes a las que la civilización cristiana les importaba un bledo. Lo que les interesaba era Cristo, y las repercusiones de su venida sobre el conjunto de la existencia humana. Los cristianos creen en Cristo, no en el cristianismo en sí; son cristianos, no “cristianistas”.


Traducir el hecho cristiano en instituciones llevó siglos. Piense en el tiempo que hizo falta para que la Iglesia impusiera, contra costumbres inveteradas, que el consentimiento de los novios era la condición indispensable para el matrimonio. El famoso matrimonio que ahora llamamos “tradicional” es en realidad una novedad que costó mucho conseguir. Lo verdaderamente tradicional es el contrato acordado por dos familias para intercambiar cónyuges a quienes apenas se les pide su opinión. Hasta muy tarde, la sociedad llamada cristiana veía con malos ojos a quienes se casaban, ciertamente ante un sacerdote, pero pasando por encima del padre, la madre y las convenciones sociales. Tenemos un ejemplo famoso: cuando el sedero Gonzalo de Yepes se casó por amor con Catalina Álvarez, una pobre tejedora, su familia lo repudió. Y cuando quedó viuda, Catalina tuvo que arreglárselas sola para criar a su hijo, más tarde conocido con el nombre de san Juan de la Cruz.


¿Quién nos dice que el cristianismo ha tenido tiempo de traducir en instituciones la totalidad de su contenido? Yo más bien tengo la impresión de que estamos aún en los comienzos del cristianismo.


Le Ph. Muchas gracias.

 


 

Notas


1. Entrevista realizada en enero de 2004.

2. The Life of Ibn Sina. A Critical Edition and Annotated Translation by W. E. GOHLMANN, Albany, SUNY Press, 1974, p. 78s.

3. Por ejemplo, según las mejores fuentes, el ejército de San Theodoros cuenta con 3487 coroneles contre 49 cabos. Nos faltan estadísticas sobre el de Nuevo Rico.

4. DUNS SCOT, Prologue de l’Ordinatio, I, §33; tr. G. Sondag, Paris, 1999, p. 58.

5. Le Livre de l’échelle de Mahomet […], tr. G. Besson et M. Brossard-Dandré, Le Livre de Poche (“Lettres Gothiques”), 1991.

6. SIMON B. ZEMACH DURAN, Qeshet u-Magen (1423), Livourne, 1785, p. 19ass.; ELIE DEL MEDIGO, Behinat ha-Dath (1490), éd. Ross, Tel Aviv, 1984, Introduction, p. 44-48.

7. H. BERMAN, Droit et révolution. La formation de la tradition juridique occidentale, tr. R. Audouin, Librairie de l’Université d’Aix-en-Provence, 2002, XVI-684p.

8. JUSTIN, Entretien avec Tryphon, CXXXV, 3; éd. Archambault, p. 286.

9. Ver “Le Coran: sortir du cercle ?”, Critique, 671, 2003, p. 232-251. Según últimas noticias, el libro de Luxenberg estaría siendo traducido por la editorial Desclée De Brouwer.

10. La síntesis más reciente sobre esta cuestión es la obra de H. LAZARUS-YAFEH, Intertwined Worlds. Medieval Islam and Bible Criticism, Princeton, Princeton University Press, 1992, XIII-178p.

11. PHILOPON, De opificio mundi, I, 1, éd. Reichardt, p. 3; BRUNO, La cena de le ceneri, IV, début.

12. NIETZSCHE, Fröhliche Wissenschaft, IV, §285; KSA, vol. 3, p. 528.

13. THOMAS D’AQUIN, Somme contre les gentils, III, 68, puis 122; tr. V. Aubin, Paris, Garnier-Flammarion, 1999, p. 242 et 419.

14. KANT, Der Streit der Fakultäten, I, Anhang; Werke, éd. W. Weischedel, Darmstadt, 1983, t. 6, p. 340s.

15. A. M. RAMSAY (según Fénelon), Essai philosophique sur le gouvernement civil (…), 2; dans FENELON, Œuvres, Paris, Didot, 1865, t. 3, p. 353b.

16. PETRARQUE, De la Vie solitaire, II, ix, 1-4.

17. LOCKE, A Letter Concerning Toleration, dans The Second Treatise of Government…, éd. J. W. Gough, Oxford, 1966, p. 158.

18. ROUSSEAU, La Profession de foi du vicaire savoyard, dans Emile, IV; Œuvres complètes, Paris, t. 4, p. 632s. Subrayado por mí.

19. J. QUILLET, Les Clefs du pouvoir au Moyen Age, Paris, 1972, p. 44

20. L'angoisse de la raison”, tr. I. Fernández, Communio, 25, 2000, p. 13-24.

21. Todas las referencias en la introducción de E. R. Dodds a su edición de Eléments de théologie, Oxford, 1963, p. XXIIs.

22. NIETZSCHE, Die fröhliche Wissenschaft, V, §344; KSA, t. 3, p. 574-577.

23. CHESTERTON, The Blue Cross, fin.

24. Ver: “L'impuissance du Verbe. Le Dieu qui a tout dit”, Diogène, n° 170, avril-juin 1995, p. 49-74.

25. Tercera edición aumentada, Gallimard (“Folios-essais”), 1999.

26. I. GOLDZIHER, Sur l’Islam. Origines de la théologie musulmane, Desclée De Brouwer, 2003. Ver mi introducción, p. 7-35, sobre todo p. 19s.

 


 

Bibliografía


– Le restant. Supplément aux commentaires du Ménon de Platon, Paris, Vrin- Belles Lettres, 1978.

– Du temps chez Platon et Aristote. Quatre études, Paris, PUF, “Epiméthée”,

1982, reedición: “Quadrige”, 2003.

– Aristote et la question du monde. Essai sur le contexte cosmologique et anthropologique de l’ontologie, Paris, PUF, “Epiméthée”, 1988.

Europe, la voie romaine, Paris, Critérion, 1992, reedición: Gallimard, “Folio

Essais”, 1999.

– La sagesse du monde. Histoire de l’expérience humaine de l’univers, Paris, Fayard, 1999, reedición: Livre de poche, “Biblio Essais”, 2002.

– El passat per endavant, Barcelona, Barcelonesa d'Edicions, 2002.

 


 

Traducciones


– LEO STRAUSS, Maïmonide, Paris, PUF, “Epiméthée”, 1988.

– MAÏMONIDE, Traité de logique, Paris, DDB, “Midrash”, 1996.

– SHLOMO PINES, La liberté de philosopher, de Maïmonide à Spinoza, Paris, DDB, “Midrash”, 1997.

– THEMISTIUS, Paraphrase de la Métaphysique d’ Aristote (livre Lambda), Paris,

Vrin, 1999.

– MAÏMONIDE, Traité d’éthique (“Huit chapitres”), Paris, DDB, “Midrash”, 2001.

– RAZI, La médecine spirituelle, Paris, GF Flammarion, 2003.



FUENTE