La ‘saría’
como ley de Dios
RÉMI BRAGUE
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Para pensar lo que es una ley, la tradición
filosófica griega y luego europea dispone desde hace siglos de un
utillaje intelectual en el que se encuentra, de entrada, la distinción
entre ley natural y ley positiva. La fuerte tendencia de la historia de
la reflexión occidental sobre el derecho ha terminado por reducir la
idea de «ley natural» a la porción adecuada, incluso a eliminarla
completamente, a riesgo de hacerla resurgir cuando no puede hacer otra
cosa. Esta evolución se ha producido en beneficio del carácter positivo
de las leyes, sostenido por lo que se denomina el «positivismo
jurídico».
UNAS REGLAS NECESARIAS, PERO NO NATURALES
Cabe aplicar esta alternativa al estudio de la
ley islámica — digamos,
por simplificar, la sharía—. En esta querella sobre el
fundamento del
derecho, el islam se sitúa del lado del positivismo, pero de una forma
muy original, puesto que, según él, lo que la ley tiene de positivo
procede no de haber sido votada y promulgada por instancias humanas
(parlamento democrático electo o dictador, aquí no hay ninguna
diferencia), sino sin duda por Dios mismo. Se ha podido, por tanto,
afirmar que en el Islam no hay nada que se parezca a la ley
natural. Esto es lo que dicen sin ambages ciertos autores. Por ejemplo,
la añorada Patricia Crone (m. 2015) en su voluminosa historia del
pensamiento político en el Islam medieval. Otros sostienen en cambio
que las reglas promulgadas por los soberanos musulmanes recuerdan a una
especie de «ley natural».
Al leer dos síntesis del derecho islámico, las
dos de gran calidad, la
de Mathias Rohe y la de Wael B. Hallaq, me sorprendió observar que las
entradas «ley natural» e incluso «naturaleza» brillan por su
ausencia en el índice de conceptos. Faltan también algunos otros
términos que un lector formado a la europea esperaría ver, como
«conciencia».
Hay dos obras recientes que pretenden tratar
temáticamente la cuestión
de la ley natural en el Islam. No he podido encontrar el libro de un
autor de nombre Abu ‘l-Fadl Ezzati, pero sí he podido hacerme con una
obra reciente debida a un autor de nombre Anver M. Emon, que trata
explícitamente de este asunto. Pues bien, lo especialmente llamativo
es que, para mi gran sorpresa, el término «naturaleza» tampoco tiene
aquí lugar alguno. Hay dos registros que
corresponden más o menos a lo que habría podido ser una entrada sobre
«Naturaleza». Pero el primero, naturalistic fallacy
(«paralogismo
naturalista», concepto tomado en préstamo a G.E.R. Moore), nos remite a
un pasaje que trata de la manera en que ciertos pensadores islámicos
han rechazado la idea según la cual cabe sacar normas de lo que ocurre
en la realidad. Saber si la idea ha sido alguna vez defendida por
autores concretos, o si no ha sido expuesta sino para ser refutada,
como ocurre frecuentemente en los tratados sobre la herejía, islámica o
no, es cosa que no debe preocuparnos aquí.
La segunda entrada se esconde bajo el término
árabe tab’, que, de
hecho, significa algo así como «naturaleza». Ahora bien, éste no
aparece como tal, sino solo en la fórmula Ahl al-tab’. Se trata
de una
categoría que se encuentra en la obra de Ibn Ibn ‛Aqīl, un recopilador
y comentarista de hadices («tradicionista») del siglo XI, al que a
menudo se califica de espíritu conservador. La expresión es traducida
por people of natural dispositions («partidarios de las
disposiciones
naturales»). Estos son los que habrían sostenido que puede distinguirse
entre lo justo y lo injusto basándose en las disposiciones naturales
del individuo, sin recurrir a la palabra de Dios revelada. Una vez
más, cabe preguntarse si ese grupo no era sino una simple posibilidad
lógica, un puro espantajo. En el libro de M. Emon, el término inglés nature
está presente, pero, salvo error por
mi parte, nunca como traducción del árabe tabi’a. «Naturaleza»
designa
lo que el autor llama «teleología natural».
El grueso del libro trata menos de la naturaleza
que de la razón.
Subraya el carácter racional de ciertas disposiciones y el modo en el
que ciertos juristas han buscado las razones (‘illa) que las
justifican, en particular la ventaja (maslaḥa) de la comunidad
musulmana. Pero el concepto de ley natural, repitámoslo, apenas si está.
¿Cómo explicar esta carencia?
***
Las circunstancias que condujeron a la expansión
del islam están lejos
de ser claras, y nuestro conocimiento de ellas es escaso. Hay aquí una
primera dificultad. Poseemos, por ejemplo, las minutas de una discusión
habida en los primeros años del siglo VIII entre el emir de los
«Agarenos» y un patriarca cristiano a propósito de sus respectivas
referencias jurídicas, en la que el emir pregunta en qué se fundan las
reglas seguidas por los cristianos. Pues bien, extrañamente, del lado
de los Agarenos no se encuentra ningún tipo de alusión a la existencia
de una nueva religión, ni de un nuevo libro y menos aún de un nuevo
profeta. Hechos de este género han llevado a ciertos estudiosos a
adoptar respecto al relato tradicional sobre los comienzos del islam
una actitud extremadamente crítica, o al menos prudente.
Sea de ello lo que fuere, resulta interesante que
el primer hecho
sólido con el que podamos contar a finales del siglo VII y comienzos
del VIII no es de naturaleza religiosa, sino claramente militar,
político y, lo que es particularmente pertinente para nosotros,
jurídico. A partir de mediados del siglo VII resulta manifiesto que
tribus árabes ejercen el poder del Estado en zonas que antes estaban
controladas por el poder «romano» del Imperio de Oriente, al que
llamamos «bizantino» a partir de su capital, Constantinopla. Un ejemplo
cargado de sentido es el hecho de que el documento islámico
datado más antiguo que poseemos es un texto jurídico, un recibo escrito
en el 643 en papiro, en griego y en árabe, declarando que un campesino
egipcio había pagado sus impuestos a las autoridades locales.
La autoridad militar y política reposaba en la
ocupación de vastos
territorios, habitados por una abigarrada mezcla de pueblos, y
por una casta militar que vivía en el país del mismo modo que
toda clase dirigente extranjera en el Medio Oriente, desde los persas
de Ciro hasta los griegos helenísticos tras las conquistas de Alejandro
Magno, y finalmente hasta los romanos, primero paganos y luego
cristianos.
Este hecho puede ayudarnos a comprender mejor por
qué el islam acentúa
tan fuertemente las reglas de comportamiento. Una aristocracia
dominante debe permanecer fiel a sus propios usos y costumbres a fin de
distinguirse de sus súbditos. Tener que respetar reglas precisas no era
solo un requerimiento para que la gente viviese en paz unos con otros,
lo que es el objetivo de toda sociedad, sea cual fuere. Estaba en
juego nada menos que la identidad misma de un grupo que quería
permanecer unido y continuar ejerciendo el poder sobre el resto. Por
esta razón necesitaba un principio fuerte de legitimación: las reglas
de comportamiento debían provenir de la más alta fuente de
autoridad, es decir, de Dios.
La segunda dificultad es quizá aún mayor. Es de
naturaleza intelectual.
Tenemos mucha dificultad en mirar al islam sin quitarnos nuestros
anteojos occidentales o, por ser menos prosaico, sin aplicarle
categorías occidentales, las cuales determinan para la mayoría lo que
aceptamos conocer y lo que nuestro estómago intelectual es simplemente
incapaz de digerir.
Tomemos como ejemplo reglas islámicas de
comportamiento en la vida cotidiana, de nuevo porque tienen que ver con
nuestro asunto. Como se sabe, se espera de los varones musulmanes que
se recorten el bigote y se dejen crecer la barba; las mujeres, por su
parte, debe
cubrirse la cabeza y el pecho con un velo. Ante este género de
fenómenos, los occidentales adoptan con frecuencia el punto de vista
del turista que contempla costumbres inhabituales y pintorescas con
sorpresa y quizá con una sospecha de desprecio, y al mismo tiempo con
cierto placer estético. Piensan que en esto no hay más que una de esas
rarezas que hacen esos extranjeros raros y tan divertidos. En Escocia,
los hombres llevan kilts; los franceses se alimentan casi
exclusivamente de ranas y caracoles; en los países del islam las
mujeres llevan un pañuelo, etc. Todas estas prácticas se encuentran
supuestamente en el mismo nivel y proceden de una especie de folclore.
Salvo que se les aplique la noción de «costumbres», que cuenta, por lo
demás, con sus cartas de nobleza, puesto que es heredada de la
filosofía de Aristóteles (ethos) e ilustrada por Montesquieu.
Muchos europeos son pura y simplemente incapaces
de comprender que,
para muchos musulmanes, este código vestimentario tiene su origen en la
voluntad de Dios explícitamente formulada: los cuidados del sistema
piloso de los hombres en una declaración del Profeta; el tocado
femenino en dos versículos del Libro santo (XXIV, 31; III, 59).
Los occidentales aceptan sin protestar demasiado
que Dios pueda
promulgar prescripciones de naturaleza moral, como los Diez
Mandamientos, lo que se denomina el Decálogo (Ex, 20). Tienen, en
cambio dificultades para creer que Dios pueda interesarse en los
pormenores más triviales de nuestra vida cotidiana.
El término mismo «religión», que he utilizado más
arriba a título
de primera aproximación, es ya engañoso, porque es eurocéntrico.
Además, en esa acepción, es reciente, y no se remonta mucho más allá
del siglo XIX. Los autores de la escolástica medieval estaban
mucho más inspirados al utilizar el
término latino lex. Así, santo
Tomás de Aquino habla de la «ley de los Moros» (lex
Maurorum), y
entiende por ello el islam. Bajo el término lex, estos autores
comprendían un sistema total de salvación, que podía presentarse
con diferentes formas: en el cristianismo la historia bíblica de la
salvación que se desarrollaba a través de Alianzas sucesivas (Noé,
Abrahán, Moisés) y culminaba con la muerte y resurrección de
Jesucristo; en el islam se convirtió en el sistema de reglas que la
humanidad debe respetar para merecer el paraíso.
Pues bien, esta costumbre de mirar al islam a
través de anteojos
cristianos o excristianos nos exhorta a buscar en él elementos que
podrían ser equivalentes a lo que conocemos o experimentamos en el
cristianismo. Cuando están ausentes del islam, tomamos algunos que sí
están y los reformulamos en términos cristianos. Además, nos
identificamos con lo que está efectivamente presente según nuestros
propios criterios. En particular, el Occidente que estudia el islam
debe luchar constantemente contra la tentación de reducirlo a lo que le
interesa y de buscar la esencia del islam o el verdadero islam en
elementos que pueden ser de hecho marginales. Así, muchas
personas se apasionan por la filosofía o el misticismo sin más, en
lugar de por el islam tal cual es. En cambio, pocos estudiosos eligen
concentrarse en lo que constituye el corazón mismo del islam, a saber,
el derecho. El escaso número de estudios sobre este asunto se explica
en parte por el carácter austeramente técnico de éste, particularmente
tedioso para los occidentales, que no sienten las reglas de la Ley
islámica como algo que les concierna, y en parte también por la
tentación que acabo de esbozar.
Hemos de distinguir entre lo que un musulmán
puede hacer y lo que
debe hacer; entre lo que hace efectivamente y lo que debería hacer;
entre lo obligatorio y lo facultativo; entre el deber y el pasatiempo.
Así pues, el misticismo y la filosofía están, en el mejor de los casos,
permitidos; la obediencia a la ley divina es obligatoria y puede
eventualmente ser impuesta.
La sociología se niega a ver las cosas bajo este
ángulo y, por razones
de método, no distingue entre lo que la gente hace y lo que debería
hacer según sus propios principios. Pues bien, en todo caso en este
punto hay que decir adiós a los sociólogos.
POLÍTICA Y RELIGIÓN
Aquí nos encontramos de entrada con el obstáculo
de una opinión común
sobre el islam, a saber, que este ignora una distinción que nosotros
nos jactamos de establecer entre lo político y lo religioso, lo
temporal y lo espiritual, o como quiera decirse. La presencia de tal
distinción se ha convertido en un lugar común constantemente repetido.
Por no citar sino a grandes mentes, esto es lo que dice Guizot: «En la
unidad de los poderes temporal y espiritual, en la confusión de la
autoridad moral y la fuerza material ha nacido la tiranía, que parece
inherente a esta civilización. Tal es, según creo, la principal causa
del estado estacionario en el que se ha sumido en todas partes».
Esta indiferenciación es sentida la mayor parte
de las veces como un
defecto contra el que se está dispuesto a blandir la declaración de
Jesús sobre Dios y el César (Mt, 22,21,), que, por otra parte, tiene un
equivalente en el Hadiz.
A veces es, sin embargo, percibida como una
cualidad que se hace valer
contra la esquizofrenia del cristiano, ciudadano de dos ciudades que se
debate entre ellas. Por supuesto, poner la indeterminación de las
órdenes en beneficio del islam es ante todo lo que hacen los
musulmanes. Es el caso del poeta y pensador hindú Muhammad Qbal
(m. 1938), muy atrevido, sin embargo, en sus propuestas de reforma.
Este subraya que el islam no distingue entre lo temporal y lo
espiritual, no duda en designarlo con el término «teocracia» y afirma
decididamente que «no existe mundo profano». El Corán unió religión y
Estado, ética y política de un modo que recuerda a la República
de Platón, en lo que Qbal se
encuentra extrañamente cercano a Nietzsche y a Leo Strauss,
quienes, uno antes que él y el
otro inmediatamente después, propusieron idéntica cercanía.
La misma valoración positiva se encuentra en
otros autores procedentes
de la Europa cristiana. Así, Rousseau: «Jesús vino a establecer en la
tierra un reino espiritual, lo cual, al separar el sistema
teológico del sistema político, hizo que el Estado dejara de ser uno, y
causó las divisiones intestinas que nunca han dejado de agitar a los
pueblos cristianos. […] Mahoma tuvo unos puntos de vista muy sanos,
unió bien su sistema político, y mientras que la forma de su gobierno
subsistió bajo los Califas, sus sucesores, ese gobierno fue exactamente
uno y bueno en este punto».
Augusto Comte vio también con buenos ojos lo que
llama en varias
ocasiones, y en tono positivo, la «confusión […] de los dos
poderes», confusión «declarada», que
asocia regularmente a la «sencillez» de la fe
musulmana. Sin duda percibía en el islam una
anticipación parcial de sus propios sueños. ¿No acercaba la
conquista del mundo que hacía brillar ante sus discípulos al «imperio
universal que Mahoma prometía a los verdaderos creyentes?».
Esta apreciación positiva se encuentra en un
político real, que por lo
demás había leído a Rousseau, a saber, Napoleón, en unas palabras
pronunciadas el 11 de febrero de 1804 y referidas por Pelet de la
Lozère: «En Turquía y en todo Oriente, el Alcorán es al mismo tiempo
ley civil y evangelio religioso». Habría que citar también, entre
los que lamentan que el islam no haya sustituido al cristianismo, a
Nietzsche, e incluso invocar, en un nivel enteramente distinto, ciertas
palabras dichas en la sobremesa por Hitler.
La política no es más que un caso particular de
la filosofía práctica
como arte de gobierno, entendiendo este último término en su
sentido más concreto; los filósofos del islam, en la herencia de los
griegos, distinguen tres niveles del arte de gobernar, según se ejerza
sobre el individuo, la familia o la ciudad. Es entonces ético,
económico o político. En este marco, la política es el gobierno de la
ciudad.
El Corán y el Hadiz contienen muchas cosas sobre
la conducta del
individuo, aislado y en familia; en cambio, no se encuentra
prácticamente nada sobre la política propiamente dicha. Un versículo,
llamado habitualmente «versículo de los emires», recomienda obedecer «a
Alá, al Enviado y a los que tienen la autoridad» (IV, 59). Pero sin
decir quiénes son esos detentores de la autoridad —¿califas?,
¿sultanes?, ¿imanes?, ¿generales?, ¿juristas?, ¿antiguos miembros de
cofradías sufís?— ni cómo deben ser elegidos. Hay
que hacer mil contorsiones para hallar en los textos sagrados
indicaciones sobre el sistema político óptimo, sobre todo cuando se
intenta encontrar con qué pronunciarse a favor de la democracia
representativa. Pero se consigue, basándose por ejemplo, en el Corán
(XLII, 36) o en los relatos según los cuales Mahoma habría a veces
pedido la opinión de sus compañeros, incluso aceptado plegarse a las
decisiones de un consejo (šūrā). Ver en esto el ancestro de un
parlamento es una acrobacia intelectual en el límite de la honestidad,
pero parte de las mejores intenciones que puedan darse.
Esta indecisión de las fuentes islámicas sobre la
forma de un gobierno
deseable tiene una consecuencia eminentemente positiva: nada se opone
en ellas a que el mundo islámico, por el momento dominado por monarcas
o por «hombres fuertes», no evolucione hacia una forma republicana que
incluso algunos consideran no solamente compatible con el espíritu del
islam, sino sencillamente necesaria.
La idea de gobierno implica en todo caso la de
una dirección a tomar.
Pues bien, ¿hacia qué finalidad hay que tender? ¿Por qué camino
conviene ir hacia ella? ¿Dónde encontrar esta «vía recta» de la que
habla la primerísima sura? Esta vía recta es la que indica la sharía.
El término designa justamente un camino, antaño, según los etimólogos,
el camino que en el desierto lleva a un punto de agua y cuyo
conocimiento para el Beduino es de una importancia vital. Como
metáfora significa el «camino a seguir», equivalente al hebreo halakha.
La noción de sharía funciona a menudo
como una amenaza para los
occidentales, los cuales calman su miedo arguyendo que encierra una
pluralidad de sistemas jurídicos. Sin hablar del chiismo, el islam
sunita tiene cuatro escuelas, a veces denominadas ritos. No hay, por
tanto, nada que pudiese llamarse la sharía. Se recuerda también
que
esos sistemas son susceptibles de evolucionar, lo que es exacto.
Incluso si de facto el derecho islámico está anquilosado desde hace
varios siglos, la reapertura de las puertas del «esfuerzo personal»
(iǧtihād) pedida por tanta gente no está en principio excluida.
Queda el hecho de que, detrás de la pluralidad de
los sistemas
jurídicos, permanece una idea que puede expresarse mediante el nombre
verbal («masdar») que está en la raíz del término šarī‛a, a saber,
šar‛, el hecho que Dios indica al hombre el valor jurídico y el moral
de ciertos comportamientos, incluso, en términos ideales, de todos. Y
que Dios es el único legislador legítimo contra el que ninguna decisión
humana podría competir. El islam no puede rebajar este punto sin dejar
de ser él mismo. Y la idea se encuentra hoy en los pensadores
islamistas, así como en los más incultos de los candidatos a la
yihad.
LA LEY EN EL CENTRO
En el espectro de las ciencias islámicas, el
derecho no es, por lo
tanto, una disciplina entre otras. Es la disciplina de las disciplinas.
Es la instancia que distingue entre lo que hay que hacer y lo que
hay que evitar. Y también, en el caso de los ámbitos del saber,
distingue lo verdadero de lo falso. Es competente sobre su propia
competencia. Tenemos un buen ejemplo de esta situación en la
(demasiado) célebre obrita de Averroes, el Tratado decisivo. En
él
trata como jurista sobre la cuestión de saber si la filosofía debe ser
obligatoria, prohibida, alentada, etc.. Se trata fundamentalmente de
una
respuesta jurídica (fatwa) emitida por la autoridad suprema en
materia
de derecho por parte de la dinastía de los Almohades, el Gran
Cadi de Córdoba. A título del profesional altamente cualificado que
fue, Averroes emite una consulta jurídica sobre el valor de la
actividad que el mismo Averroes proseguía como aficionado durante sus
horas de ocio. Por supuesto, no resulta asombroso que Averroes- 1
autorice e incluso apoye como un deber lo que hace Averroes-2. Pero el
poder de decidir pertenece a Averroes-1 y no a Averroes-2.
Respecto del misticismo, este tuvo que
introducirse en el islam, al que
era inicialmente ajeno. No encontramos ninguna huella de él entre los
primeros historiadores. Al principio resultó sospechoso, y lo siguió
siendo hasta una fecha relativamente tardía. Incluso ahora es bastante
mal visto en ciertos medios. Para ser aceptado y penetrar en la
corriente dominante del islam tuvo que moderar algunas de sus
pretensiones. Esto ocurrió en el siglo XI, hace mucho desde nuestro
punto de vista, pero también hace más de cuatro siglos después del
nacimiento del islam. El sufismo tuvo que mostrar que reforzaba la
práctica escrupulosa de la ley aportando un suplemento de vida interior
y de devoción. Al-Ghazali fue uno de los principales artesanos de esta
síntesis. Esta pedía una nueva interpretación de la idea de
«intención». El término (niyya) designaba en su origen una
declaración
verbal por la que el creyente decía que pretendía cumplir una acción
ritual definida, de tal suerte que no cabía imaginar que su autor
actuase al azar y no cumpliese sino accidentalmente lo que pide
la Ley. Más tarde, el término vino a designar la disposición interior
del «corazón» que ordena y orienta a los «miembros» que cumplen unas
acciones visibles.
La filosofía resultó una actividad marginal en el
mundo
islámico. Fue ejercida por hombres de genio que hicieron unas obras
monumentales en diferentes terrenos: la lógica en el caso de Al-Farabi,
la metafísica en el de Avicena, una exégesis minuciosa de
Aristóteles en el de Averroes, etc. Su obra ejerció una profunda
influencia sobre los pensadores europeos. Pero en lo que atañe a su
función social, fueron unos aficionados, personas que tenían un oficio
(la música en el caso de Al-Farabi, la medicina en el de Avicena y el
derecho en el de Averroes) y se entregaban a su afición después de su
trabajo del día. Esto aumenta su mérito personal. Pero, en tierras del
islam, la filosofía no fue nunca una institución social.
Esta institucionalización tuvo lugar en Europa,
con las universidades,
fenómeno que no existió nunca en tierras del islam o en el mundo
bizantino. En efecto, las escuelas superiores (madrasas), fundadas
por diversos personajes influyentes a partir del visir Nizam al-Mulk
(m. 1092), eran ante todo escuelas de derecho islámico, y en ellas no
se enseñaban las ciencias profanas, salvo en ocasiones la medicina; el
colegio fundado en Estambul por Mahoma II, en el que una de las dos
secciones estaba consagrada a las ciencias profanas, entre ellas
la filosofía, es una excepción. En la Europa latina, todo estudiante
que deseara lanzarse en una carrera de médico, de jurista o de teólogo,
debía primero pasar por varios años de aprendizaje de las artes
liberales, entre las cuales había grandes partes de filosofía. Todo
teólogo cristiano es ante todo un filósofo bien formado. Era preciso
que fuese así: el estudio de la filosofía es obligatorio para los
teólogos. En cambio, se puede ser un faqih perfectamente competente, o
también un rabino, sin haber estudiado un átomo de filosofía.
Hay en esto algo más que un hecho de historia
social o cultural.
Estamos ya en el corazón de la cuestión, porque el concepto de base de
la empresa filosófica, el concepto sobre el que se fundamenta, es
justamente el concepto de naturaleza. Con él, se supone que las cosas
poseen una naturaleza estable susceptible de ser captada y expresada
por la inteligencia.
***
Dirijámonos ahora hacia este concepto de
naturaleza, primero en Grecia
y en la Biblia, y luego en el islam. En efecto, para tener algo así
como una ley natural es preciso primero poseer en la propia caja de
herramientas intelectuales el adjetivo «natural», y por lo tanto, como
fundamento, el concepto de naturaleza.
Este concepto se encuentra en Grecia,
especialmente, aunque no
exclusivamente, en los filósofos. Aristóteles, la principal autoridad
filosófica para los pensadores islámicos y judíos, así como para los
teólogos escolásticos, nos proporciona en su Física una
definición, en buena y debida forma, de «naturaleza». Más aún,
tiene un concepto de la ley natural. Distingue lo que es justo
(dikaion) por naturaleza y lo que es tal en virtud de cualquier
convención arbitraria.
De forma interesante para
nuestro propósito, las fuentes del pensamiento
de Aristóteles son mucho más antiguas que su propio
concepto de naturaleza. Se remontan a dos grandes discusiones. La
primera se produjo entre poetas en lo relativo al cometido específico
desempeñado por los dones naturales y por el ejercicio en los récords
deportivos de los atletas: phyè contra meletè. El
segundo combate se
produjo entre sofistas y/o filósofos a propósito del origen de las
leyes, naturales o convencionales: physis contra nomos,
que es lo
que nos interesa aquí.
Respecto a «Jerusalén», o la Biblia, si se
prefiere, ¿está presente en
ella el concepto de naturaleza? En el Nuevo Testamento, la respuesta es
claramente afirmativa. El cristianismo primitivo tomó en préstamo el
concepto griego de naturaleza en el marco de una discusión sobre la
validez de la ley de Moisés. Pablo pregunta: ¿cómo es posible que haya
paganos «correctos», siendo así que ignoran la Torá? No es posible que
la ley de Moisés sea la única fuente del juicio moral. Es preciso
que haya algo como la «naturaleza»
(physis), como la «conciencia» (syneidēsis).
Y esto es claramente lo que afirma Pablo
(Rom 2,15). Los paganos nobles, al
seguir su naturaleza y al obedecer a su
conciencia, llevaban a cabo las mismas obras buenas que las que hacen
los judíos al conformarse a la Ley mosaica.
Por lo que atañe al Antiguo Testamento, la
cuestión es más delicada. En
él no se encuentra en ninguna parte la palabra hebrea para
«naturaleza», tèva‛. Esta solo aparece en la Mishná, primera
agrupación
sistemática de los mandamientos del Pentateuco, compilada en el siglo
II. De forma general, el Antiguo Testamento no contiene conceptos, sino
relatos. No obstante, si la palabra falta, la idea
puede muy bien
estar, y ser expresada a la manera de la Biblia, es decir, en estilo
narrativo. Veamos algunos ejemplos:
- En el primer relato de la creación, en el
inicio
del libro del Génesis, Dios creó plantas que contienen su semilla, la
cual produjo su fruto que contiene su semilla según su especie (le-
mīn
+ sufijo) en un ciclo constante (Gén 1, 11.12 (2 veces). 21. 24. 25).
- La misma idea es expresada por la historia del
descanso de Dios después de la obra de seis días (Gén 2,1-2). Por
supuesto, el Creador no tiene ninguna necesidad de echarse una siesta
porque estuviese cansado. Pero deja que la creación se desarrolle según
su lógica propia. El autor bíblico lo sugiere permitiéndose un profundo
juego de palabras entre «fueron acabados» (wa-yekhullu), dicho
del
cielo y de la tierra, por una parte, y por otra «descansó (wa-yekhol),
dicho de Dios.
- Asimismo, después del Diluvio, Dios jura que no
destruirá más la vida. El ciclo de siembras y cosechas continuará
indefinidamente (Gén 8,22).
- Finalmente, en la parábola del viñedo, en
Isaías,
Dios no tiene que dar la orden a la viña de que produzca uvas, y
no, digamos, plátanos. Basta con esperar a que produzca espontáneamente
sus frutos (Is 5,2c.4b).
El islam está bastante incómodo ante la idea de
naturaleza. El Corán
tiende a atribuir directamente a Dios todo lo que sucede en el
mundo,
no solo lo que Él ha creado al comienzo, sino lo que sigue
produciéndose. Es Dios quien hace caer la lluvia y crecer así la
hierba, etc. Está muy claro que en la Biblia se encuentran
declaraciones análogas.
«Naturaleza» no es un concepto que a los
pensadores musulmanes les guste utilizar.
Los filósofos
que
permanecen en la
herencia de Aristóteles constituyen una notable excepción,
pero, como acabo de señalar, no
influyeron nunca de forma profunda y verdadera en la visión del mundo
islámico. En efecto, el islam teme que la naturaleza pueda ser
considerada como una especie de divinidad rival. Como es sabido, la
«asociación» (širk), el hecho de adorar, junto al Dios único, a
otros
seres, sean cuales fueren, es en el islam el único pecado imperdonable
(Corán, IV, 48. 116; V, 72). Esto ha llevado a ciertos apólogos de
la escuela islámica de apologética del Kalam a plantear que cualquiera
que hable de la naturaleza como causa de un estado de cosas es
objetivamente un politeísta. Dios actúa directamente y crea todo lo que
tiene lugar en el mundo: las cosas, los acontecimientos, e incluso los
actos de voluntad en el secreto del corazón de los hombres.
La representación de la causalidad fue incluso
atacada por los
pensadores del Kalam y por Al-Ghazali. En el Kalam, una vez que los
mu’tazilitas, privados del apoyo del poder califal, hubieron perdido la
partida en el 861, los autores de la escuela ash’arita se adueñaron del
poder intelectual y lo conservaron casi hasta nuestros días. Según
ellos, las cosas son paquetes de propiedades unidos entre sí de forma
laxa. Dios tiene simplemente la costumbre (‛āda) de unir ciertas
propiedades cuando recrea a cada instante alguna cosa a partir de nada.
La mantequilla es amarilla, se funde fácilmente, etc., mientras que el
hierro es duro y negro, etc. No porque haya en ellos una naturaleza de
mantequilla o de hierro, sino porque la mayor parte del tiempo,
Dios asocia esas propiedades en ellos.
Los filósofos aceptan la idea de naturaleza, que
se encuentra en el fundamento mismo de la empresa filosófica, más
fácilmente que las
gentes del Kalam. Sin embargo, cuando encuentran la idea de una
ley natural en su fuente griega, la atenúan o la eluden. Esto es lo que
hacen Al-Farabi y Averroes cuando comentan los pasajes en los que
Aristóteles trata de esta noción.
Cabe a veces encontrar
una noción intermedia. Así, en algunos mu’tazilitas
de Bagdad como Abu’l-Hudayl, en Al-Ghazali, e incluso en
Ibn Hazm, quien critica vivamente a la gente del Kalam, y en particular
los discípulos de Al-Ash’ari (m. 935), y cercano a la idea de que Dios
crea cosas provistas de una naturaleza estable. En consecuencia,
personalmente me asocio a la aguda observación de Pierre Lory, que
prefiere al término «naturaleza», de origen helénico, el de «estatuto»:
«En efecto, lo que hace que un hombre sea un hombre no es una
constitución natural, que perdura en toda circunstancia; sino un
estatuto preciso que le ha atribuido la intención divina para un
momento determinado. Que esta intención divina se modifique y al mismo
tiempo el estatuto de la criatura cambiará, como esos rebeldes
transformados en animales según el versículo V, 60».
UN DERECHO INNATO
Mientras que la naturaleza no es nunca nombrada
en el Corán, podemos
encontrar en él la idea en virtud de la cual la religión es natural a
la humanidad, y en particular que el islam representa la religión
espontánea, innata de cada ser humano. Está expresada con el término
bastante oscuro de fitra.
Los musulmanes denominan
con frecuencia a su religión «la religión
de la fitra». Ello se basa en un versículo del Corán: «Cumple
con las obligaciones de la Religión como verdadero creyente (ḥanīf)
y
según la naturaleza (fitra) que Dios ha dado a los hombres al
crearlos.
No hay cambio en la creación de Dios. Esta es la religión inmutable;
pero la mayoría de los hombres no saben nada» (XXX, 30).
Una célebre declaración (hadiz) puesta en boca de
Mahoma arroja algo de
luz sobre el concepto de fitra: Abu Huraira contó: El Enviado de
Alá dijo: ‘Todo niño nace según al-fitra, pero sus padres hacen de él
un judío, un cristiano o un adorador del fuego, como un animal produce
un animal perfecto. ¿Encontráis por ello que esté mutilado?’ (Ma min
mawlūd yulad ilā yulad ‛alā l-fiţra, fa abawā-hu yuhawwidāni-hi aw
yunaşşirāni-hi aw yumağğisāni-hi, kamā tantiğu al-bahīma bahīma
ğam‛ā‛a; hal tahissūna fīhā min ğad‛ā‛a). Entonces Abū Huraira
recitó
los santos versículos 30:30».
Muslim cita también una versión en la que el
islam figura entre las religiones que los padres enseñan a sus hijos,
lo que tiene el
inconveniente de poner al islam, religión definitiva, en el mismo plano
que las demás religiones, a las que en lo sucesivo supuestamente
reemplaza. De aquí que esta versión haya tenido tan poco éxito e
incluso haya sido rechazada por Ibn Taymiyya. Por lo
tanto, según la
versión comúnmente
aceptada, un niño «naturalmente»
musulmán y criado por unos padres que no lo son ha sido
arrancado a su «naturaleza» primera por un acto altamente artificial.
En los cristianos, se trata del bautismo, hecho necesario precisamente
porque la mujer da a luz, según san Agustín, no a Cristo, sino al
primer Adán. De este sacramento, del bautismo, Al- Bīrūnī describe la
ceremonia con exactitud y objetividad, y lo explica reproduciendo
al hadiz que acabo de citar. Resulta divertido señalar una
confirmación inesperada del carácter musulmán de un recién nacido
en la conciencia popular española, y en el contexto de una ceremonia
exclusivamente cristiana. El padrino decía antaño al padre al llevarle
al bebé desde las fuentes bautismales: «Lo he cogido moro, te lo traigo
bautizado» («moro me lo llevé, / bautizado te lo traigo»). En
cualquier caso, en el islam el bautismo es considerado como superfluo,
incluso como algo que aleja al niño de su carácter «musulmán» original
y, por lo tanto, no como algo
que borra el pecado
sino como
pecaminoso en sí mismo.
De manera interesante, en el hadiz citado los
no-musulmanes son
comparados a animales mutilados. Los no creyentes no satisfacen
plenamente las condiciones requeridas para ser humanos. Esto
corresponde a lo que afirma el Corán: son como animales, e incluso peor
que animales (VIII, 22). Hay aquí una consecuencia casi necesaria de
la idea según la cual la obediencia a la voluntad de Dios, tal
cual está contenida en su Ley, es el único factor que hace al hombre
auténticamente humano. Así pues, no hay nada de asombroso en que,
también en el judaísmo, a veces se diga de los paganos que no forman
totalmente parte de la humanidad.
A la inversa, según los juristas del islam, un
niño encontrado es
supuestamente musulmán durante tanto tiempo como no lo reclamen unos
padres pertenecientes a otra religión.
Más aún, el Corán introduce una escena según la
cual el islam se
enraíza supuestamente en una época muy anterior de la existencia
efectiva de los seres humanos: «Cuando tu Señor sacó una descendencia
de los riñones de los hijos de Adán, les hizo testimoniar contra
sí mismos: ‘¿No soy vuestro Señor?’ Ellos dijeron: ‘Sí, damos
testimonio de ello.’ Y esto para que no digáis el Día de la
Resurrección: ‘Hemos sido cogidos de improviso’» (Corán, VII, 172).
Este versículo ha sido abundantemente comentado,
en particular por los
místicos. Es muy probable que el contenido de la escena haya sido
tomado en préstamo a un midrash judío que contiene algo análogo. Sea
como fuere, según este versículo, hay, o hubo un momento en el tiempo
(o antes de él) durante el cual todas las generaciones fueron reunidas.
Son contemporáneas frente a un Dios eterno. A diferencia de lo que
enseña la Biblia, la alianza no se produce en un determinado momento de
la historia, ni concierne a un determinado pueblo a través de una
persona
singular, Noé, Abraham,
Moisés, a los cuales los cristianos añaden a Jesús; por el contrario se
sitúa antes de la creación del mundo y se dirige a la humanidad en su
totalidad. Por otra parte, tampoco se trata de un contrato en el que
las dos partes se comprometerían, de un «pacto primordial concluido
entre Dios y la humanidad». Se trata más bien de una decisión
unilateral procedente de lo alto.
El punto decisivo estriba en que la respuesta de
la humanidad fue supuestamente dada antes de que la historia
comenzara, y sigue valiendo
también hoy. El cristianismo tiene también un «prólogo al cielo», por
ejemplo, al comienzo de la Epístola a los efesios. Pero,
en él,
sólo el don de la gracia se sitúa antes de la historia; la
respuesta del hombre se hace esperar, tiene lugar en la historia,
incluso es la misma historia.
Para el islam todos los hombres, hasta el último,
han confesado a Dios
como su único señor, y profesado, por tanto, el islam. Nunca hemos sido
paganos. No existe un nivel elemental de la humanidad que precediese a
la elección en favor o en contra de la religión verdadera. Es conocido
el razonamiento de Dama Gyburc, en la epopeya de Wolfram d’Eschenbach
(m. 1220). Según ella, los cristianos deben perdonar a los paganos,
porque, antes de su bautismo, ellos también fueron paganos: Adán, Noé,
Job, los Reyes Magos, todos lo fueron. Este razonamiento es
impensable en el islam. Todo no-musulmán que ha vivido en el pasado o
que está actualmente vivo debe más bien ser considerado objetivamente
como un apóstata de esta religión primitiva.
Para el
islam, el
derecho es ante todo
un muestrario de evaluaciones inseparablemente
morales y
religiosas de las acciones
humanas. Estas se reparten en cinco categorías (ahkām): obligatoria,
recomendada pero no obligatoria, neutra, desaconsejada sin estar
prohibida y prohibida. Lo obligatorio es recompensado; lo prohibido es
castigado. Lo recomendado es alabado, pero no recompensado; lo desaconsejado atrae el desprecio, pero no entraña
el castigo. En
principio, no hay separación entre el ámbito religioso y el moral. Y
sin embargo, desde la Edad Media existe una especie de ética
independiente, en la herencia de la tradición ética griega y persa. Tal
era el contenido de los tratados sobre el «refinamiento de las
costumbres» (tahḏīb al-aḫlāq) escritos por cristianos como Yahya
ibn Adi o por musulmanes, el más célebre de los cuales fue Miskawayh .
Todo el ámbito de lo que los seres humanos pueden
hacer (praxis), a diferencia de lo que pueden fabricar (poiēsis),
recibe en
Aristóteles, en los pensadores medievales y también en Kant (en un
sentido modificado) el nombre de «práctica». Comprende tres niveles de
gobierno (tadbīr): el gobierno del individuo, es decir, la ética, el
gobierno de lo «doméstico», es decir, la «economía» en el sentido
antiguo y medieval del término, y el gobierno de la ciudad, es decir,
la política. Ahora, según el islam, la totalidad del dominio práctico
y, por lo tanto, todo lo que un ser humano puede hacer es lo que está
sometido a la autoridad de lo divino. Roger Arnaldez ha podido hablar
de «totalitarismo musulmán», que coge al hombre completo, en todos sus
actos y en todas las situaciones de su vida, en una red de
prescripciones y prohibiciones. El término «totalitarismo» es
lamentable a causa del sentido que ha tomado, grosso modo, desde
Giovanni Gentile, como autodesignación (¡laudatoria!) del fascismo
italiano, y sobre todo desde Hannah Arendt, que reúne bajo esta
denominación (esta vez decididamente peyorativa) al nacionalsocialismo
y al leninismo. Pero es justo si se toma en su sentido original, que
Arnaldez explica bien, como la reivindicación por lo divino de las
dimensiones de lo humano, ninguna de las cuales debe escapar a la
santificación, reivindicación que está presente en toda religión, ya
sea bajo la forma de ley, ya bajo otras formas (sabiduría, mística,
etc.).
Hay que señalar también que la tradición islámica
contiene algunos gérmenes de la distinción entre lo religioso y lo
profano. Es el caso
del hadiz, bien conocido, en el que Mahoma había dado, en materia de
arboricultura, un consejo que resultó pernicioso. Se retrae de sus
declaraciones y distingue de un lado lo que dice en materia de
religión, y del otro su opinión propia (ra’y) sobre lo que el
tradicionista denomina «materias profanas» (ma‛āyiš al-dunyā).
Queda el hecho de la «tendencia fuerte», que
estriba en considerar que
no hay ninguna acción humana cuya cualidad quedaría fuera del campo de
la acción divina. Algunos autores, como Al-Ghazali, llegan hasta
plantear que las acciones neutras (rascarse la barbilla,
retorcerse los pulgares, etc.) no lo son en sí; también hace falta que
sean reconocidas como tales por una declaración explícita de la Ley.
En este asunto conviene distinguir dos nociones:
la legislación (sar’)
y la ley (šarī‛a). El primer término designa el hecho de que Dios
decide dar a la humanidad unas reglas de conducta; el segundo, bien
conocido por el público occidental, es, según los gramáticos árabes, el
«nombre de cada concreción» de la raíz. Designa una de las aplicaciones
concretas de ese hecho, resultado de la actividad legislativa: un
sistema jurídico tal como resulta de la interferencia de varios
factores que se trata de combinar entre sí.
Los historiadores occidentales buscan el origen
de las disposiciones de
la Ley islámica en fenómenos puramente humanos, como las costumbres de
la antigua Arabia, restos de sistemas jurídicos del Próximo Oriente,
elementos de derecho romano provincial (peregrino) que fueron después
proyectados hacia atrás y atribuidos al Profeta, «por una ficción tal
vez sin igual en la historia del pensamiento humano». Pero para los
pensadores de la corriente dominante del islam, en cualquier caso desde
el siglo XI, las reglas son el contenido de la revelación islámica.
Su objeto no es la naturaleza de Dios, ni
siquiera Sus costumbres, sino
Su voluntad. Dios permanece oculto detrás de un espeso velo. El objeto único de la revelación es «lo que Él
quiere» (XLII, 50). El
mismo contenido de la «religión» es un sistema articulado de
apreciaciones sobre el valor jurídico-moral de los actos humanos.
No he dicho que el dios coránico fuese
«misterioso», y he preferido
llamarlo «oculto». En efecto, también para los cristianos Dios es
misterioso. Pero la razón de este carácter misterioso es otra. Los
cristianos ven a Dios como personal, o más bien como todavía más
personal que una persona humana. En consecuencia, es tan misterioso,
incluso más misterioso que toda persona, cuyas decisiones libres no
pueden nunca ser plenamente comprendidas, y menos aún previstas.
Según el islam, el único legislador legítimo es
Dios. Solo Él puede
recompensar y castigar verdaderamente, es decir, eternamente. Las
reglamentaciones humanas no son mucho más que últimos recursos hechos
necesarios cuando sobreviene algún problema concreto para el cual no se
pueden encontrar directivas en la revelación. En todo caso, ninguna
disposición humana puede contrapesar la palabra de Dios. Pues bien,
Dios ha hablado por dos canales.
En primer lugar, ha hablado directamente en el
Corán. El Corán es la
palabra de Dios, literalmente. No ha sido inspirado, a la manera de la
Biblia cristiana, sino dictado al Profeta. El autor del Corán es Dios
de la misma manera que el autor del Paraíso perdido es John Milton,
aunque este tuviera, una vez que se quedó ciego, que dictar su poema a
sus hijas. Mahoma es tan poco autor del Corán como las hijas de Milton
lo fueron de su epopeya bíblica. Pues bien, para ciertos autores
primitivos, nada está bien sino hacia lo que guía el Corán, y solo está
mal lo que el Corán desaconseja, idea que recorre todo el conjunto del
pensamiento islámico.
Hay una segunda fuente, la persona misma del
Profeta. Los profetas, de
forma general, están preservados de toda acción censurable. Las que lo
pudieran parecer a primera vista han sido cumplidas con vistas al
establecimiento de la Ley, y resultan, por lo tanto, obligatorias o recomendables en lo que les
concierne.
El último
Enviado, Mahoma,
profeta del
islam, habría sido «purificado». Es el sentido del epíteto muṣṭafan,
que se ha convertido
en un nombre de pila muy extendido para los niños varones. Mahoma fue
preservado (ma‛ṣūm) del pecado y del error. En consecuencia, es, según
el Corán, el «hermoso ejemplo» (al-uswa al-ḥasana) que puede ser
imitado (Corán, XXXIII, 21). Por supuesto, imitar su
comportamiento solo es obligatorio hasta cierto punto, puesto que los
hadices que cuentan lo que Mahoma hizo o dijo no nos llegan a través de
canales igualmente fiables, y no poseen, por lo tanto, el mismo
grado de certeza ni de fuerza obligatoria.
El Profeta gozaba incluso de ciertos privilegios
que no valían más que
para él y debían cesar con su muerte, como el de tener tantas esposas
legítimas como quisiera (Corán, XXXIII, 50). Además de que lo que hizo
no podía ser radicalmente malo.
Una consecuencia de esta ausencia de una ley
natural recae sobre la
noción de interpretación, que en el islam reviste una significación
particular. En los países occidentales, ya sean de tradición romana o
de common law, esta idea hunde sus raíces en el ámbito jurídico, allí
donde la ley admite un juicio equitativo. Aristóteles da ya una teoría
completa bajo el nombre de epieikeia. Una ley no puede prever cada
caso y está sin duda obligada a proceder básicamente dictando lo que
valdrá para todos los casos sin distinción. Puede, por tanto, ocurrir
que una injusticia flagrante proceda de una aplicación estricta de la
ley: summum jus, suma injuria. El juez debe entonces remontarse,
mediante el razonamiento, desde la letra de la ley hasta su espíritu,
es decir, la intención del legislador. Se pregunta qué es lo que éste
quería impedir o facilitar. Y tanto mejor si su objetivo puede ser
alcanzado por vías diferentes, capaces de evitar injusticias
escandalosas.
En el Islam, el Corán no es supuestamente de
origen humano, sino, hablando literalmente, como se ha dicho, viene de
Dios, cuya palabra no
es una palabra simplemente inspirada a un mensajero, sino dictada. El
derecho que los hombres deducirán del Libro será una «doctrina de los deberes». Por tanto, si Dios es
el autor de un
texto, ninguna interpretación es posible si ello quiere decir que las
intenciones de Dios podrían comprenderse mejor de lo que Él las ha
expresado.
Puede bastar un ejemplo, ya que ha sido
ampliamente discutido, sobre
todo en Francia. La orden a las mujeres de revestirse con un velo está
unida en el Corán a dos momentos (XXIV, 31 y XXXIII, 59); pero, como se
recuerda frecuentemente, figura negro sobre blanco también en san Pablo
(1 Cor 11,3-16)291. El contenido de los dos mandatos, el del Corán y el
de san Pablo, es bastante parecido. Pero su fuente es muy distinta.
Cuando san Pablo expresa el deseo de que las mujeres lleven algo sobre
la cabeza cuando rezan, habla como un hombre de carne y sangre
que vivía en el siglo I en el Medio Oriente. Sus declaraciones pueden
ser interpretadas como significativas, de forma general, de que las
mujeres deben estar vestidas decentemente, según unas costumbres que
dependen del clima, de la época y de la moda.
Pero en el Corán, repito que se supone que es
Dios en persona quien
habla. Ahora bien, Dios no está ni en el tiempo ni en el espacio.
Es eterno y omnisciente. Conoce Su asunto y ha debido elegir Sus
palabras como Él entendía. La interpretación no puede, por lo tanto, en
ningún caso tener la osadía de pretender que sabe mejor que Dios mismo
lo que Él quiere comunicarnos. En consecuencia,
«interpretar» puede únicamente significar
dar a las «palabras» su exacto valor gracias a un perfecto
conocimiento de los
usos de la lengua árabe, de su vocabulario, de sus metáforas, etc.
Llegado el caso, la interpretación tratará no sobre el velo en sí,
sino, digamos, sobre su longitud, su transparencia, las partes del
cuerpo femenino que debe tapar; se preguntará a partir de qué edad se
debe llevar, restringirá la obligación al ámbito
exterior y la levantará en
la intimidad familiar, etc. Pero el velo seguirá siendo un velo.
¿QUÉ TERRENO COMÚN?
Otra consecuencia de la ausencia de la idea de
una ley natural es que
no existen, al menos en principio, normas comunes que valgan para los
musulmanes y para los «infieles». Por supuesto, en la práctica y porque
es preciso que existan, hay medios para resolver los problemas
concretos de la coexistencia y para intercambiar mercancías o
prisioneros. Así, por ejemplo, los embajadores y los negociantes
procedentes de países no musulmanes debían recibir un salvoconducto que
garantizase su seguridad (aman), etc.
No obstante, en el nivel de los principios, la
ausencia de un terreno
común suministrado por la ley natural tiene consecuencias. He aquí
cinco ejemplos de ello:
- La primera consecuencia es un
cambio de perspectiva
que obstaculiza la comprensión mutua entre musulmanes y no- musulmanes
cuando se trata de dar un juicio de naturaleza moral sobre un
comportamiento. El no-musulmán tiene la costumbre de apreciar ese
comportamiento a partir de principios morales que considera
universales. En consecuencia, juzgará en particular ciertas acciones de
Mahoma como invalidando, si no directamente su pretensión al estatuto
de profeta, sí al menos su respetabilidad. Tendremos así las polémicas
constantemente reiteradas, ruidosamente en el caso de los
cristianos, por alusiones en el de los judíos que viven en tierras del
Islam, sobre la violencia o la sexualidad desenfrenada que testimonian
la biografía oficial y los hadices. Para los autores de estos
ataques, actitudes semejantes prueban supuestamente que Mahoma era
indigno de una misión profética. De aquí a considerarlo como un
impostor, etc., no hay más que un paso. El musulmán, en cambio,
razonará a la inversa. Tendrá como punto de
partida indiscutible que Mahoma era
el Profeta elegido y «purificado» por Dios. Será, por tanto,
el «hermoso ejemplo»
que Dios recomienda seguir (Corán XXXIII, 21). En consecuencia, ninguna
de sus acciones podría ser mala. Imitarlas será, así, sin duda no
obligatorio, pero sí al menos loable. Muchos musulmanes tienen
dificultades en comprender que los que no lo son puedan resultar
contrariados.
- Al-Ghazali (m. 1111) tiene un
capítulo sobre el
mandato del bien y la prohibición del mal (al-amr bi ’l-ma‛rūf wa
l-nahī ‛an ’il- munkar), idea que tiene su origen en el Corán:
«Vosotros sois la mejor comunidad, mandáis lo que es justo y prohibís
lo que está mal» (III, 106-110). Esta fórmula es, por lo demás,
reveladora en sí misma, pues más bien esperaríamos: Hacéis el bien y
evitáis el mal. La comunidad aparece, así, de entrada, como legisladora
y política más que moral; da órdenes, más que dar ejemplo. Sea como
fuere, Al-Ghazali discute, entre distintas cuestiones, la de saber
quién está autorizado para ejercer ese mandato y esa prohibición. Elige
el ejemplo de la fornicación (relaciones sexuales entre adultos
solteros y consentidores), por lo tanto, la menos grave de las
transgresiones de las reglas de la moral sexual. Al-Ghazali enseña: un
no-musulmán que vive bajo un poder islámico, dhimmi judío o cristiano,
no está autorizado para impedir por la fuerza que un musulmán actúe
mal. De todas formas, le resultaría difícil hacerlo, porque no tiene
derecho a llevar armas. Pero suponiendo que pudiera hacerlo con la sola
fuerza de sus brazos, eso equivaldría a ejercer un poder sobre él.
Ahora bien, los musulmanes son los que deben detentar el poder sobre
los no-musulmanes, y no a la inversa. Lo que es aún más interesante,
prosigue Al-Ghazali, es que el no-musulmán no tiene ni siquiera derecho
a recordar verbalmente a un musulmán lo que debería hacer o aquello de
lo que debería abstenerse. El motivo es que eso equivaldría a tener una
pretensión de autoridad sobre él, lo que para este constituiría una
humillación. Ahora bien, un no creyente merece mucho
más ser humillado que un musulmán, aunque sea un pecador. Incluso «un musulmán
deshonesto vale más que un
dhimmi honesto». Cabe señalar un paralelismo en el nacionalismo:
para Dostoievski, un criminal ruso vale más, en el fondo, que un
prisionero político polaco honrado y bien educado.
- Las acciones que la moral
común consideraba loables no siempre serán favorables para el que las hace si no es
musulmán. En tal caso
serán atribuidas directamente a Dios. El Cordobés Ibn Jubayr (m. 1217),
de vuelta de su peregrinaje a La Meca, pasa el otoño de 1184 en tierra
cristiana, primero en la Palestina que todavía estaba en posesión de
los cruzados, y luego en Sicilia, conquistada un siglo antes por los
Normandos. Comprueba que los Sicilianos, mayoritariamente musulmanes,
son tratados correctamente por la clase dirigente cristiana, que les
deja en particular libres de ejercer su religión. En Palestina, se
escandaliza al ver que los campesinos son mejor tratados por los
cristianos que por los musulmanes, lo que podría llevar a conversiones,
y en un caso que cita con desagrado se ha efectivamente producido.
En Tierra Santa, lamenta que las mezquitas hayan sido transformadas en
iglesias y los minaretes en campanarios. Pero, añade, «Dios ha
conservado puro un lugar de la gran mezquita en el que los extranjeros
se reúnen para celebrar la oración ritual».
Nosotros interpretaríamos este hecho como un
gesto de tolerancia por
parte de las autoridades cristianas, puestos a suponer explicaciones
más políticas que morales. Ibn Jubayr prefiere vincularlo directamente
a la acción de Dios. «Así pues, son dos morales distintas que se
yuxtaponen: la moral natural para juzgar puntualmente sobre cada cosa
[…], la moral religiosa, que supera el pormenor, para definir […] el
terreno del Bien (pese a sus puntos negativos) y el del Mal (pese a sus
rasgos positivos)».
Puesto que el derecho tiene su fuente en los
mandamientos de Dios, es
imposible que los que se adhieren a la verdadera religión de Dios, a
saber, el islam, admitan la legitimidad de los derechos de los no creyentes. De aquí que sus posesiones de hecho no
les pertenezcan
verdaderamente como propiedades auténticas. Los no creyentes son, en
efecto, incapaces de usar sus bienes de manera honesta y apropiada. En
consecuencia, es un deber privarlos de un bien que en sus manos no es
ni legítimo, ni es explotado para el beneficio real de la humanidad. A
Mahoma se le atribuyen las siguientes palabras: «La tierra solo
pertenece a Dios y a su enviado».
En su tratado sobre el gobierno islámico,
Al-Mawardi (m. 1058) cita un
hadiz según el cual el territorio islámico hace que lo que se
encuentre en él esté prohibido,
mientras que el territorio de los «Asociadores» (dār al-širk) hace que lo que se
encuentre en él esté
permitido. Esto quiere decir que todo lo que posee la gente que
adora, junto a Alá, a otras divinidades (lo que incluye a los
cristianos en tanto que no han aceptado la «protección») no es una
propiedad legítima y es, por lo tanto, presa adecuada para los
musulmanes. Su contemporáneo, el filósofo Averroes, expresa la causa de
esta disposición en su descripción de la Ciudad virtuosa: «Cuando
resulta lícita [la confiscación de] sus bienes y de sus mujeres (furūğ,
lit. ‘vulvas’). Pues, puesto que esos bienes y esas mujeres no son
administrados (mudabbara) según el orden de la ciudad modelo, no
producirán la utilidad que se tiene derecho a esperar de ellos, sino
que contribuirán a la corrupción y al mal».
Tres siglos después de ellos, Ibn Taymiyya (m.
1328), que es hoy día
una autoridad capital para el islam wahabita de los Saudís y que, sin
embargo, no se muestra amable con Avicena en su ataque contra los
«lógicos», está de acuerdo con él en este punto. En consecuencia,
las polémicas palabras de Guez de
Balzac (m. 1654) sobre los «Mahometanos» que «no tienen ningún escrúpulo a
la hora de la
conquista» incluso si son exageradas, contienen un punto de verdad.
Resulta interesante comparar la postura de estos
autores con la de los teólogos cristianos de la misma época, para
los cuales la cuestión es algo controvertida. Para Gilles de Roma, los
no cristianos
(infideles) son indignos de toda posesión y de toda clase de dominio.
En cambio, Tomás de Aquino llega a acordarles, al menos en ciertos
casos, el derecho a ejercer un poder político sobre los fieles y, más
tarde, Francisco de Vitoria, dominico, y Francisco Suárez, jesuita,
afirman el derecho de los paganos, (en este caso los indígenas de
América) a poseer sus bienes.
- El islam se comprende
asimismo como la única
religión verdadera, que ha absorbido en sí misma la verdad de todas las
demás y la única que contiene las justas reglas del bien y del mal. En
consecuencia, estará bien lo que contribuya a su expansión, y mal lo
que la inhiba. Se podrá, por lo tanto, mentir al no musulmán, disimular
la propia adhesión, e incluso pasar en silencio ciertas exigencias de
la sharía, siempre que ello sea para favorecer el paso al islam
de aquel al que se tiene el deber de convertir. Ello será, por otra
parte, por su bien, puesto que se trata de evitarle el infierno.
El derecho a practicar el disimulo (taqiyya) se
basa en dos versículos
del Corán, que autorizan a no dar testimonio de la propia adhesión,
incluso a renegar de ella, a poco que la creencia permanezca firme en
el corazón (III, 28; XVI, 106). En los casos, precisa Tabari, en los
que «los creyentes estén bajo el dominio de no creyentes y teman por su
vida. Pueden entonces ser sus amigos de palabra (bi-alsina), pero
seguir siendo sus enemigos en su fuero interior (aḍmara)». Puede que su
práctica haya sido «el punto débil de la cultura islámica» por haber
«permitido a las mentes sustraerse a los esfuerzos intelectuales que
intentan llegar hasta en el fondo de los problemas».
En la historia, la taquiyya ha podido ser
practicada sobre todo por los
chiitas cuando estaban en minoría entre una mayoría hostil. Pero no
tienen en absoluto la exclusividad, pues también está autorizada por
las autoridades sunitas. En cambio, sólo muy recientemente ha sido
invocado este principio por los que dirigen grupos terroristas. Recomiendan a sus miembros que se mezclen con la
población objetivo
para no llamar la atención, a riesgo de poner entre paréntesis
ciertas reglas de vida. Esto desemboca en la generalización de la
sospecha en el seno de esta última, e incluso llega a despertar en
algunos una desconfianza que roza la psicosis.
Es justo señalar que esta táctica no es
patrimonio exclusivo del islam.
El budismo conoce la «estratagema hábil» (upāya) originalmente
destinada a llevar al discípulo a la iluminación. Ciertos
personajes más o menos marginales, particularmente en el budismo
tibetano o en el zen interpretan esta «loca prudencia» como algo que
autoriza todos los medios, incluidos el disimulo, la violencia o
la licencia sexual. Por lo que se refiere al leninismo, éste considera
la toma del poder por el partido, representante del proletariado y
vanguardia de la humanidad en vías de liberación, como fin último. Ello
relativiza toda moral «burguesa» y vuelve a dar actualidad, en favor de
los que manejan la espada progresista, a la máxima de Iván
Karamazov: «Todo está permitido». O, por decirlo con dos
representantes en misión bajo el Terror: «todo está permitido para los
que actúan en el sentido de la revolución».
Rémi Brague, Sobre el islam. Madrid,
Ediciones Encuentro, 2024: cap. V.
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