La ‘saría’ como ley de Dios

RÉMI BRAGUE





Para pensar lo que es una ley, la tradición filosófica griega y luego europea dispone desde hace siglos de un utillaje intelectual en el que se encuentra, de entrada, la distinción entre ley natural y ley positiva. La fuerte tendencia de la historia de la reflexión occidental sobre el derecho ha terminado por reducir la idea de «ley natural» a la porción adecuada, incluso a eliminarla completamente, a riesgo de hacerla resurgir cuando no puede hacer otra cosa. Esta evolución se ha producido en beneficio del carácter positivo de las leyes, sostenido por lo que se denomina el «positivismo jurídico».



UNAS REGLAS NECESARIAS, PERO NO NATURALES


Cabe aplicar esta alternativa al estudio de la ley islámica — digamos, por simplificar, la sharía—. En esta querella sobre el fundamento del derecho, el islam se sitúa del lado del positivismo, pero de una forma muy original, puesto que, según él, lo que la ley tiene de positivo procede no de haber sido votada y promulgada por instancias humanas (parlamento democrático electo o dictador, aquí no hay ninguna diferencia), sino sin duda por Dios mismo. Se ha podido, por tanto, afirmar que en el Islam no hay nada que se  parezca a la ley natural. Esto es lo que dicen sin ambages ciertos autores. Por ejemplo, la añorada Patricia Crone (m. 2015) en su voluminosa historia del pensamiento político en el Islam medieval. Otros sostienen en cambio que las reglas promulgadas por los soberanos musulmanes recuerdan a una especie de «ley natural».


Al leer dos síntesis del derecho islámico, las dos de gran calidad, la de Mathias Rohe y la de Wael B. Hallaq, me sorprendió observar que las entradas «ley natural» e incluso «naturaleza» brillan por su ausencia en el índice de conceptos. Faltan también algunos otros términos que un lector formado a la europea esperaría ver, como «conciencia».


Hay dos obras recientes que pretenden tratar temáticamente la cuestión de la ley natural en el Islam. No he podido encontrar el libro de un autor de nombre Abu ‘l-Fadl Ezzati, pero sí he podido hacerme con una obra reciente debida a un autor de nombre Anver M. Emon, que trata explícitamente de este asunto. Pues bien, lo especialmente llamativo es que, para mi gran sorpresa, el término «naturaleza» tampoco tiene aquí lugar alguno. Hay dos registros que corresponden más o menos a lo que habría podido ser una entrada sobre «Naturaleza». Pero el primero, naturalistic fallacy («paralogismo naturalista», concepto tomado en préstamo a G.E.R. Moore), nos remite a un pasaje que trata de la manera en que ciertos pensadores islámicos han rechazado la idea según la cual cabe sacar normas de lo que ocurre en la realidad. Saber si la idea ha sido alguna vez defendida por autores concretos, o si no ha sido expuesta sino para ser refutada, como ocurre frecuentemente en los tratados sobre la herejía, islámica o no, es cosa que no debe preocuparnos aquí.


La segunda entrada se esconde bajo el término árabe tab’, que, de hecho, significa algo así como «naturaleza». Ahora bien, éste no aparece como tal, sino solo en la fórmula Ahl al-tab’. Se trata de una categoría que se encuentra en la obra de Ibn Ibn ‛Aqīl, un recopilador y comentarista de hadices («tradicionista») del siglo XI, al que a menudo se califica de espíritu conservador. La expresión es traducida por people of natural dispositions («partidarios de las disposiciones naturales»). Estos son los que habrían sostenido que puede distinguirse entre lo justo y lo injusto basándose en las disposiciones naturales del individuo, sin recurrir a la palabra de Dios revelada. Una vez más, cabe preguntarse si ese grupo no era sino una simple posibilidad lógica, un puro espantajo. En el libro de M. Emon, el término inglés nature está presente, pero, salvo error por mi parte, nunca como traducción del árabe tabi’a. «Naturaleza» designa lo que el autor llama «teleología natural».


El grueso del libro trata menos de la naturaleza que de la razón. Subraya el carácter racional de ciertas disposiciones y el modo en el que ciertos juristas han buscado las razones (‘illa) que las justifican, en particular la ventaja (maslaḥa) de la comunidad musulmana. Pero el concepto de ley natural, repitámoslo, apenas si está.


¿Cómo explicar esta carencia?


***


Las circunstancias que condujeron a la expansión del islam están lejos de ser claras, y nuestro conocimiento de ellas es escaso. Hay aquí una primera dificultad. Poseemos, por ejemplo, las minutas de una discusión habida en los primeros años del siglo VIII entre el  emir de los «Agarenos» y un patriarca cristiano a propósito de sus respectivas referencias jurídicas, en la que el emir pregunta en qué se fundan las reglas seguidas por los cristianos. Pues bien, extrañamente, del lado de los Agarenos no se encuentra ningún tipo de alusión a la existencia de una nueva religión, ni de un nuevo libro y menos aún de un nuevo profeta. Hechos de este género han llevado a ciertos estudiosos a adoptar respecto al relato tradicional sobre los comienzos del islam una actitud extremadamente crítica, o al menos prudente.


Sea de ello lo que fuere, resulta interesante que el primer hecho sólido con el que podamos contar a finales del siglo VII y comienzos del VIII no es de naturaleza religiosa, sino claramente militar, político y, lo que es particularmente pertinente para nosotros, jurídico. A partir de mediados del siglo VII resulta manifiesto que tribus árabes ejercen el poder del Estado en zonas que antes estaban controladas por el poder «romano» del Imperio de Oriente, al que llamamos «bizantino» a partir de su capital, Constantinopla. Un ejemplo cargado de sentido es el hecho de que el documento  islámico datado más antiguo que poseemos es un texto jurídico, un recibo escrito en el 643 en papiro, en griego y en árabe, declarando que un campesino egipcio había pagado sus impuestos a las autoridades locales.


La autoridad militar y política reposaba en la ocupación de vastos territorios, habitados por una abigarrada mezcla de pueblos, y por  una casta militar que vivía en el país del mismo modo que toda clase dirigente extranjera en el Medio Oriente, desde los persas de Ciro hasta los griegos helenísticos tras las conquistas de Alejandro Magno, y finalmente hasta los romanos, primero paganos y luego cristianos.


Este hecho puede ayudarnos a comprender mejor por qué el islam acentúa tan fuertemente las reglas de comportamiento. Una aristocracia dominante debe permanecer fiel a sus propios usos y costumbres a fin de distinguirse de sus súbditos. Tener que respetar reglas precisas no era solo un requerimiento para que la gente viviese en paz unos con otros, lo que es el objetivo de toda sociedad, sea  cual fuere. Estaba en juego nada menos que la identidad misma de  un grupo que quería permanecer unido y continuar ejerciendo el poder sobre el resto. Por esta razón necesitaba un principio fuerte de legitimación: las reglas de comportamiento debían provenir de la  más alta fuente de autoridad, es decir, de Dios.


La segunda dificultad es quizá aún mayor. Es de naturaleza intelectual. Tenemos mucha dificultad en mirar al islam sin quitarnos nuestros anteojos occidentales o, por ser menos prosaico, sin aplicarle categorías occidentales, las cuales determinan para la mayoría lo que aceptamos conocer y lo que nuestro estómago intelectual es simplemente incapaz de digerir.


Tomemos como ejemplo reglas islámicas de comportamiento en la vida cotidiana, de nuevo porque tienen que ver con nuestro asunto. Como se sabe, se espera de los varones musulmanes que se recorten el bigote y se dejen crecer la barba; las mujeres, por su parte, debe cubrirse la cabeza y el pecho con un velo. Ante este género de fenómenos, los occidentales adoptan con frecuencia el punto de vista del turista que contempla costumbres inhabituales y pintorescas con sorpresa y quizá con una sospecha de desprecio, y al mismo tiempo con cierto placer estético. Piensan que en esto no hay más que una de esas rarezas que hacen esos extranjeros raros y tan divertidos. En Escocia, los hombres llevan kilts; los franceses se alimentan casi exclusivamente de ranas y caracoles; en los países del islam las mujeres llevan un pañuelo, etc. Todas estas prácticas se encuentran supuestamente en el mismo nivel y proceden de una especie de folclore. Salvo que se les aplique la noción de «costumbres», que cuenta, por lo demás, con sus cartas de nobleza, puesto que es heredada de la filosofía de Aristóteles (ethos) e ilustrada por Montesquieu.


Muchos europeos son pura y simplemente incapaces de comprender que, para muchos musulmanes, este código vestimentario tiene su origen en la voluntad de Dios explícitamente formulada: los cuidados del sistema piloso de los hombres en una declaración del Profeta; el tocado femenino en dos versículos del Libro santo (XXIV, 31; III, 59).


Los occidentales aceptan sin protestar demasiado que Dios pueda promulgar prescripciones de naturaleza moral, como los Diez Mandamientos, lo que se denomina el Decálogo (Ex, 20). Tienen, en cambio dificultades para creer que Dios pueda interesarse en los pormenores más triviales de nuestra vida cotidiana.


El término mismo «religión», que he utilizado más arriba a título  de primera aproximación, es ya engañoso, porque es eurocéntrico. Además, en esa acepción, es reciente, y no se remonta mucho más allá del siglo XIX. Los autores de la escolástica medieval estaban mucho  más  inspirados  al  utilizar  el  término  latino  lex. Así, santo

 

Tomás de Aquino habla de la «ley de los Moros» (lex Maurorum), y entiende por ello el islam. Bajo el término lex, estos autores comprendían un sistema total de salvación, que podía presentarse  con diferentes formas: en el cristianismo la historia bíblica de la salvación que se desarrollaba a través de Alianzas sucesivas (Noé, Abrahán, Moisés) y culminaba con la muerte y resurrección de Jesucristo; en el islam se convirtió en el sistema de reglas que la humanidad debe respetar para merecer el paraíso.


Pues bien, esta costumbre de mirar al islam a través de anteojos cristianos o excristianos nos exhorta a buscar en él elementos que podrían ser equivalentes a lo que conocemos o experimentamos en el cristianismo. Cuando están ausentes del islam, tomamos algunos que sí están y los reformulamos en términos cristianos. Además, nos identificamos con lo que está efectivamente presente según nuestros propios criterios. En particular, el Occidente que estudia el islam debe luchar constantemente contra la tentación de reducirlo a lo que le interesa y de buscar la esencia del islam o el verdadero islam en elementos que pueden ser de hecho marginales. Así, muchas  personas se apasionan por la filosofía o el misticismo sin más, en lugar de por el islam tal cual es. En cambio, pocos estudiosos eligen concentrarse en lo que constituye el corazón mismo del islam, a saber, el derecho. El escaso número de estudios sobre este asunto se explica en parte por el carácter austeramente técnico de éste, particularmente tedioso para los occidentales, que no sienten las reglas de la Ley islámica como algo que les concierna, y en parte también por la tentación que acabo de esbozar.


Hemos de distinguir entre lo que un musulmán puede hacer y lo  que debe hacer; entre lo que hace efectivamente y lo que debería hacer; entre lo obligatorio y lo facultativo; entre el deber y el pasatiempo. Así pues, el misticismo y la filosofía están, en el mejor de los casos, permitidos; la obediencia a la ley divina es obligatoria y puede eventualmente ser impuesta.


La sociología se niega a ver las cosas bajo este ángulo y, por razones de método, no distingue entre lo que la gente hace y lo que debería hacer según sus propios principios. Pues bien, en todo caso en este punto hay que decir adiós a los sociólogos.



POLÍTICA Y RELIGIÓN


Aquí nos encontramos de entrada con el obstáculo de una opinión común sobre el islam, a saber, que este ignora una distinción que nosotros nos jactamos de establecer entre lo político y lo religioso, lo temporal y lo espiritual, o como quiera decirse. La presencia de tal distinción se ha convertido en un lugar común constantemente repetido. Por no citar sino a grandes mentes, esto es lo que dice Guizot: «En la unidad de los poderes temporal y espiritual, en la confusión de la autoridad moral y la fuerza material ha nacido la tiranía, que parece inherente a esta civilización. Tal es, según creo, la principal causa del estado estacionario en el que se ha sumido en todas partes».


Esta indiferenciación es sentida la mayor parte de las veces como un defecto contra el que se está dispuesto a blandir la declaración de Jesús sobre Dios y el César (Mt, 22,21,), que, por otra parte, tiene un equivalente en el Hadiz.


A veces es, sin embargo, percibida como una cualidad que se hace valer contra la esquizofrenia del cristiano, ciudadano de dos ciudades que se debate entre ellas. Por supuesto, poner la indeterminación de las órdenes en beneficio del islam es ante todo lo que hacen los musulmanes. Es el caso del poeta y pensador  hindú Muhammad Qbal (m. 1938), muy atrevido, sin embargo, en sus propuestas de reforma. Este subraya que el islam no distingue entre lo temporal y  lo espiritual, no duda en designarlo con el término «teocracia» y afirma decididamente que «no existe mundo profano». El Corán unió religión y Estado, ética y política de un modo que recuerda a la República  de  Platón,  en  lo  que  Qbal  se  encuentra  extrañamente cercano a Nietzsche y a Leo Strauss, quienes, uno antes que él y el otro inmediatamente después, propusieron idéntica cercanía.


La misma valoración positiva se encuentra en otros autores procedentes de la Europa cristiana. Así, Rousseau: «Jesús vino a establecer en la tierra un reino espiritual, lo cual, al separar el  sistema teológico del sistema político, hizo que el Estado dejara de ser uno, y causó las divisiones intestinas que nunca han dejado de agitar a los pueblos cristianos. […] Mahoma tuvo unos puntos de vista muy sanos, unió bien su sistema político, y mientras que la forma de su gobierno subsistió bajo los Califas, sus sucesores, ese gobierno fue exactamente uno y bueno en este punto».


Augusto Comte vio también con buenos ojos lo que llama en varias ocasiones, y en tono positivo, la «confusión […] de los dos  poderes»,  confusión  «declarada»,  que  asocia  regularmente  a  la «sencillez» de la fe musulmana. Sin duda percibía en el islam una anticipación parcial de sus propios sueños. ¿No acercaba  la conquista del mundo que hacía brillar ante sus discípulos al «imperio universal que Mahoma prometía a los verdaderos creyentes?».


Esta apreciación positiva se encuentra en un político real, que por lo demás había leído a Rousseau, a saber, Napoleón, en unas  palabras pronunciadas el 11 de febrero de 1804 y referidas por Pelet de la Lozère: «En Turquía y en todo Oriente, el Alcorán es al mismo tiempo ley civil y evangelio religioso». Habría que citar también, entre los que lamentan que el islam no haya sustituido al cristianismo, a Nietzsche, e incluso invocar, en un nivel enteramente distinto, ciertas palabras dichas en la sobremesa por Hitler.


La política no es más que un caso particular de la filosofía práctica como arte de gobierno, entendiendo este último término en su  sentido más concreto; los filósofos del islam, en la herencia de los griegos, distinguen tres niveles del arte de gobernar, según se ejerza sobre el individuo, la familia o la ciudad. Es entonces ético, económico o político. En este marco, la política es el gobierno de la ciudad.


El Corán y el Hadiz contienen muchas cosas sobre la conducta del individuo, aislado y en familia; en cambio, no se encuentra prácticamente nada sobre la política propiamente dicha. Un versículo, llamado habitualmente «versículo de los emires», recomienda obedecer «a Alá, al Enviado y a los que tienen la autoridad» (IV, 59). Pero sin decir quiénes son esos detentores de la autoridad —¿califas?, ¿sultanes?, ¿imanes?, ¿generales?, ¿juristas?, ¿antiguos miembros de cofradías sufís?— ni cómo deben ser elegidos. Hay que hacer mil contorsiones para hallar en los textos sagrados indicaciones sobre el sistema político óptimo, sobre todo cuando se intenta encontrar con qué pronunciarse a favor de la democracia representativa. Pero se consigue, basándose por ejemplo, en el Corán (XLII, 36) o en los relatos según los cuales Mahoma habría a veces pedido la opinión de sus compañeros, incluso aceptado plegarse a las decisiones de un consejo (šūrā). Ver en esto el ancestro de un parlamento es una acrobacia intelectual en el límite de la honestidad, pero parte de las mejores intenciones que puedan darse.


Esta indecisión de las fuentes islámicas sobre la forma de un gobierno deseable tiene una consecuencia eminentemente positiva: nada se opone en ellas a que el mundo islámico, por el momento dominado por monarcas o por «hombres fuertes», no evolucione hacia una forma republicana que incluso algunos consideran no solamente compatible con el espíritu del islam, sino sencillamente necesaria.


La idea de gobierno implica en todo caso la de una dirección a tomar. Pues bien, ¿hacia qué finalidad hay que tender? ¿Por qué camino conviene ir hacia ella? ¿Dónde encontrar esta «vía recta» de la que habla la primerísima sura? Esta vía recta es la que indica la sharía. El término designa justamente un camino, antaño, según los etimólogos, el camino que en el desierto lleva a un punto de agua y cuyo conocimiento para el Beduino es de una importancia vital. Como metáfora significa el «camino a seguir», equivalente al hebreo halakha.


La noción de sharía funciona a menudo como una amenaza para  los occidentales, los cuales calman su miedo arguyendo que encierra una pluralidad de sistemas jurídicos. Sin hablar del chiismo, el islam sunita tiene cuatro escuelas, a veces denominadas ritos. No hay, por tanto, nada que pudiese llamarse la sharía. Se recuerda también que esos sistemas son susceptibles de evolucionar, lo que es exacto. Incluso si de facto el derecho islámico está anquilosado desde hace varios siglos, la reapertura de las puertas del «esfuerzo personal» (iǧtihād) pedida por tanta gente no está en principio excluida.


Queda el hecho de que, detrás de la pluralidad de los sistemas jurídicos, permanece una idea que puede expresarse mediante el nombre verbal («masdar») que está en la raíz del término šarī‛a, a saber, šar‛, el hecho que Dios indica al hombre el valor jurídico y el moral de ciertos comportamientos, incluso, en términos ideales, de todos. Y que Dios es el único legislador legítimo contra el que ninguna decisión humana podría competir. El islam no puede rebajar este punto sin dejar de ser él mismo. Y la idea se encuentra hoy en los pensadores islamistas, así como en los más incultos de los candidatos a la yihad.



LA LEY EN EL CENTRO


En el espectro de las ciencias islámicas, el derecho no es, por lo tanto, una disciplina entre otras. Es la disciplina de las disciplinas. Es la instancia que distingue entre lo que hay que hacer y lo que hay  que evitar. Y también, en el caso de los ámbitos del saber, distingue lo verdadero de lo falso. Es competente sobre su propia competencia. Tenemos un buen ejemplo de esta situación en la (demasiado) célebre obrita de Averroes, el Tratado decisivo. En él trata como jurista sobre la cuestión de saber si la filosofía debe ser obligatoria, prohibida, alentada, etc.. Se trata fundamentalmente de una respuesta jurídica (fatwa) emitida por la autoridad suprema en materia de derecho por parte de la dinastía de los Almohades, el  Gran Cadi de Córdoba. A título del profesional altamente cualificado que fue, Averroes emite una consulta jurídica sobre el valor de la actividad que el mismo Averroes proseguía como aficionado durante sus horas de ocio. Por supuesto, no resulta asombroso que Averroes- 1 autorice e incluso apoye como un deber lo que hace Averroes-2. Pero el poder de decidir pertenece a Averroes-1 y no a Averroes-2.


Respecto del misticismo, este tuvo que introducirse en el islam, al que era inicialmente ajeno. No encontramos ninguna huella de él entre los primeros historiadores. Al principio resultó sospechoso, y lo siguió siendo hasta una fecha relativamente tardía. Incluso ahora es bastante mal visto en ciertos medios. Para ser aceptado y penetrar en la corriente dominante del islam tuvo que moderar algunas de sus pretensiones. Esto ocurrió en el siglo XI, hace mucho desde nuestro punto de vista, pero también hace más de cuatro siglos después del nacimiento del islam. El sufismo tuvo que mostrar que reforzaba la práctica escrupulosa de la ley aportando un suplemento de vida interior y de devoción. Al-Ghazali fue uno de los principales artesanos de esta síntesis. Esta pedía una nueva interpretación de la idea de «intención». El término (niyya) designaba en su origen una declaración verbal por la que el creyente decía que pretendía cumplir una acción ritual definida, de tal suerte que no cabía imaginar que su autor actuase al azar y no cumpliese sino accidentalmente lo que  pide la Ley. Más tarde, el término vino a designar la disposición interior del «corazón» que ordena y orienta a los «miembros» que cumplen unas acciones visibles.


La filosofía resultó una actividad marginal en el mundo  islámico. Fue ejercida por hombres de genio que hicieron unas obras monumentales en diferentes terrenos: la lógica en el caso de Al-Farabi, la metafísica en el de Avicena, una exégesis minuciosa  de Aristóteles en el de Averroes, etc. Su obra ejerció una profunda influencia sobre los pensadores europeos. Pero en lo que atañe a su función social, fueron unos aficionados, personas que tenían un oficio (la música en el caso de Al-Farabi, la medicina en el de Avicena y el derecho en el de Averroes) y se entregaban a su afición después de su trabajo del día. Esto aumenta su mérito personal. Pero, en tierras del islam, la filosofía no fue nunca una institución social.


Esta institucionalización tuvo lugar en Europa, con las universidades, fenómeno que no existió nunca en tierras del islam o en el mundo bizantino. En efecto, las escuelas superiores (madrasas), fundadas por diversos personajes influyentes a partir del visir Nizam al-Mulk (m. 1092), eran ante todo escuelas de derecho islámico, y en ellas no se enseñaban las ciencias profanas, salvo en ocasiones la medicina; el colegio fundado en Estambul por Mahoma II, en el que una de las dos secciones estaba consagrada a las  ciencias profanas, entre ellas la filosofía, es una excepción. En la Europa latina, todo estudiante que deseara lanzarse en una carrera de médico, de jurista o de teólogo, debía primero pasar por varios años de aprendizaje de las artes liberales, entre las cuales había grandes partes de filosofía. Todo teólogo cristiano es ante todo un filósofo bien formado. Era preciso que fuese así: el estudio de la filosofía es obligatorio para los teólogos. En cambio, se puede ser un faqih perfectamente competente, o también un rabino, sin haber estudiado un átomo de filosofía.


Hay en esto algo más que un hecho de historia social o cultural. Estamos ya en el corazón de la cuestión, porque el concepto de base de la empresa filosófica, el concepto sobre el que se fundamenta, es justamente el concepto de naturaleza. Con él, se supone que las cosas poseen una naturaleza estable susceptible de ser captada y expresada por la inteligencia.


***

 

Dirijámonos ahora hacia este concepto de naturaleza, primero en Grecia y en la Biblia, y luego en el islam. En efecto, para tener algo así como una ley natural es preciso primero poseer en la propia caja de herramientas intelectuales el adjetivo «natural», y por lo tanto, como fundamento, el concepto de naturaleza.


Este concepto se encuentra en Grecia, especialmente, aunque no exclusivamente, en los filósofos. Aristóteles, la principal autoridad filosófica para los pensadores islámicos y judíos, así como para los teólogos escolásticos, nos proporciona en su Física una definición,  en buena y debida forma, de «naturaleza». Más aún, tiene un concepto de la ley natural. Distingue lo que es justo (dikaion) por naturaleza y lo que es tal en virtud de cualquier convención arbitraria.


De  forma  interesante  para  nuestro  propósito,  las  fuentes  del pensamiento de Aristóteles son mucho más antiguas que su propio concepto de naturaleza. Se remontan a dos grandes discusiones. La primera se produjo entre poetas en lo relativo al cometido específico desempeñado por los dones naturales y por el ejercicio en los récords deportivos de los atletas: phyè contra meletè. El segundo combate se produjo entre sofistas y/o filósofos a propósito del origen de las leyes, naturales o convencionales: physis contra nomos, que es lo que nos interesa aquí.


Respecto a «Jerusalén», o la Biblia, si se prefiere, ¿está presente en ella el concepto de naturaleza? En el Nuevo Testamento, la respuesta es claramente afirmativa. El cristianismo primitivo tomó en préstamo el concepto griego de naturaleza en el marco de una discusión sobre la validez de la ley de Moisés. Pablo pregunta: ¿cómo es posible que haya paganos «correctos», siendo así que ignoran la Torá? No es posible que la ley de Moisés sea la única fuente del juicio moral. Es preciso  que  haya  algo  como  la  «naturaleza»  (physis),  como  la «conciencia» (syneidēsis). Y esto es claramente lo que afirma Pablo (Rom  2,15).  Los  paganos  nobles,  al  seguir  su  naturaleza  y  al obedecer a su conciencia, llevaban a cabo las mismas obras buenas que las que hacen los judíos al conformarse a la Ley mosaica.


Por lo que atañe al Antiguo Testamento, la cuestión es más delicada. En él no se encuentra en ninguna parte la palabra hebrea para «naturaleza», tèva‛. Esta solo aparece en la Mishná, primera agrupación sistemática de los mandamientos del Pentateuco, compilada en el siglo II. De forma general, el Antiguo Testamento no contiene conceptos, sino relatos. No obstante, si la palabra falta, la idea puede muy bien estar, y ser expresada a la manera de la Biblia, es decir, en estilo narrativo. Veamos algunos ejemplos:


- En el primer relato de la creación, en el inicio del libro del Génesis, Dios creó plantas que contienen su semilla, la cual produjo su fruto que contiene su semilla según su especie (le- mīn + sufijo) en un ciclo constante (Gén 1, 11.12 (2 veces). 21. 24. 25).


- La misma idea es expresada por la historia del descanso de Dios después de la obra de seis días (Gén 2,1-2). Por supuesto, el Creador no tiene ninguna necesidad de echarse una siesta porque estuviese cansado. Pero deja que la creación se desarrolle según su lógica propia. El autor bíblico lo sugiere permitiéndose un profundo juego de palabras entre «fueron acabados» (wa-yekhullu), dicho del cielo y de la tierra, por una parte, y por otra «descansó (wa-yekhol), dicho de Dios.


- Asimismo, después del Diluvio, Dios jura que no destruirá más la vida. El ciclo de siembras y cosechas continuará indefinidamente (Gén 8,22).


- Finalmente, en la parábola del viñedo, en Isaías, Dios no tiene  que dar la orden a la viña de que produzca uvas, y no, digamos, plátanos. Basta con esperar a que produzca espontáneamente sus frutos (Is 5,2c.4b).


El islam está bastante incómodo ante la idea de naturaleza. El Corán tiende a atribuir directamente a Dios todo lo que sucede en el mundo, no solo lo que Él ha creado al comienzo, sino lo que sigue produciéndose. Es Dios quien hace caer la lluvia y crecer así la hierba, etc. Está muy claro que en la Biblia se encuentran declaraciones análogas.


«Naturaleza» no es un concepto que a los pensadores musulmanes les guste utilizar.


Los   filósofos   que   permanecen   en   la   herencia   de Aristóteles constituyen una notable excepción, pero, como acabo de señalar, no influyeron nunca de forma profunda y verdadera en la visión del mundo islámico. En efecto, el islam teme que la naturaleza pueda ser considerada como una especie de divinidad rival. Como es sabido, la «asociación» (širk), el hecho de adorar, junto al Dios único, a otros seres, sean cuales fueren, es en el islam el único pecado imperdonable (Corán, IV, 48. 116; V, 72). Esto ha llevado a ciertos apólogos de la escuela islámica de apologética del Kalam a plantear que cualquiera que hable de la naturaleza como causa de un estado  de cosas es objetivamente un politeísta. Dios actúa directamente y crea todo lo que tiene lugar en el mundo: las cosas, los acontecimientos, e incluso los actos de voluntad en el secreto del corazón de los hombres.


La representación de la causalidad fue incluso atacada por los pensadores del Kalam y por Al-Ghazali. En el Kalam, una vez que los mu’tazilitas, privados del apoyo del poder califal, hubieron perdido la partida en el 861, los autores de la escuela ash’arita se adueñaron del poder intelectual y lo conservaron casi hasta nuestros días. Según ellos, las cosas son paquetes de propiedades unidos entre sí de forma laxa. Dios tiene simplemente la costumbre (‛āda) de unir ciertas propiedades cuando recrea a cada instante alguna cosa a partir de nada. La mantequilla es amarilla, se funde fácilmente, etc., mientras que el hierro es duro y negro, etc. No porque haya en ellos una naturaleza de mantequilla o de hierro, sino porque la mayor  parte del tiempo, Dios asocia esas propiedades en ellos.


Los filósofos aceptan la idea de naturaleza, que se encuentra en el fundamento mismo de la empresa filosófica, más fácilmente que las gentes del Kalam. Sin embargo, cuando encuentran la idea de una  ley natural en su fuente griega, la atenúan o la eluden. Esto es lo que hacen Al-Farabi y Averroes cuando comentan los pasajes en los que Aristóteles trata de esta noción.


Cabe  a  veces  encontrar  una  noción  intermedia.  Así,  en algunos mu’tazilitas de Bagdad como Abu’l-Hudayl, en Al-Ghazali, e incluso en Ibn Hazm, quien critica vivamente a la gente del Kalam, y en particular los discípulos de Al-Ash’ari (m. 935), y cercano a la idea de que Dios crea cosas provistas de una naturaleza estable. En consecuencia, personalmente me asocio a la aguda observación de Pierre Lory, que prefiere al término «naturaleza», de origen helénico, el de «estatuto»: «En efecto, lo que hace que un hombre sea un hombre no es una constitución natural, que perdura en toda circunstancia; sino un estatuto preciso que le ha atribuido la  intención divina para un momento determinado. Que esta intención divina se modifique y al mismo tiempo el estatuto de la criatura cambiará, como esos rebeldes transformados en animales según el versículo V, 60».



UN DERECHO INNATO


Mientras que la naturaleza no es nunca nombrada en el Corán, podemos encontrar en él la idea en virtud de la cual la religión es natural a la humanidad, y en particular que el islam representa la religión espontánea, innata de cada ser humano. Está expresada con el término bastante oscuro de fitra.


Los  musulmanes  denominan  con  frecuencia  a  su  religión  «la religión de la fitra». Ello se basa en un versículo del Corán: «Cumple con las obligaciones de la Religión como verdadero creyente (ḥanīf) y según la naturaleza (fitra) que Dios ha dado a los hombres al crearlos. No hay cambio en la creación de Dios. Esta es la religión inmutable; pero la mayoría de los hombres no saben nada» (XXX, 30).


Una célebre declaración (hadiz) puesta en boca de Mahoma arroja algo de luz sobre el concepto de fitra: Abu Huraira contó: El  Enviado de Alá dijo: ‘Todo niño nace según al-fitra, pero sus padres hacen de él un judío, un cristiano o un adorador del fuego, como un animal produce un animal perfecto. ¿Encontráis por ello que esté mutilado?’ (Ma min mawlūd yulad ilā yulad ‛alā l-fiţra, fa abawā-hu yuhawwidāni-hi aw yunaşşirāni-hi aw yumağğisāni-hi, kamā tantiğu al-bahīma bahīma ğam‛ā‛a; hal tahissūna fīhā min ğad‛ā‛a). Entonces Abū Huraira recitó los santos versículos 30:30».


Muslim cita también una versión en la que el islam figura entre las religiones que los padres enseñan a sus hijos, lo que tiene el inconveniente de poner al islam, religión definitiva, en el mismo plano que las demás religiones, a las que en lo sucesivo supuestamente reemplaza. De aquí que esta versión haya tenido tan poco éxito e incluso haya sido rechazada por Ibn Taymiyya. Por lo tanto, según la versión comúnmente   aceptada, un niño «naturalmente» musulmán y criado por unos padres que no lo son ha sido arrancado a su «naturaleza» primera por un acto altamente artificial. En los cristianos, se trata del bautismo, hecho necesario precisamente porque la mujer da a luz, según san Agustín, no a Cristo, sino al primer Adán. De este sacramento, del bautismo, Al- Bīrūnī describe la ceremonia con exactitud y objetividad, y lo  explica reproduciendo al hadiz que acabo de citar. Resulta divertido señalar una confirmación inesperada del carácter  musulmán de un recién nacido en la conciencia popular española, y en el contexto de una ceremonia exclusivamente cristiana. El padrino decía antaño al padre al llevarle al bebé desde las fuentes bautismales: «Lo he cogido moro, te lo traigo bautizado» («moro me lo llevé, / bautizado te lo traigo»). En cualquier caso, en el islam el bautismo es considerado como superfluo, incluso como algo que aleja al niño de su carácter «musulmán» original y, por lo tanto, no como algo que borra el pecado sino como pecaminoso en sí mismo.


De manera interesante, en el hadiz citado los no-musulmanes son comparados a animales mutilados. Los no creyentes no satisfacen plenamente las condiciones requeridas para ser humanos. Esto corresponde a lo que afirma el Corán: son como animales, e incluso peor que animales (VIII, 22). Hay aquí una consecuencia casi necesaria de la idea según la cual la obediencia a la voluntad de  Dios, tal cual está contenida en su Ley, es el único factor que hace al hombre auténticamente humano. Así pues, no hay nada de asombroso en que, también en el judaísmo, a veces se diga de los paganos que no forman totalmente parte de la humanidad.


A la inversa, según los juristas del islam, un niño encontrado es supuestamente musulmán durante tanto tiempo como no lo reclamen unos padres pertenecientes a otra religión.


Más aún, el Corán introduce una escena según la cual el islam se enraíza supuestamente en una época muy anterior de la existencia efectiva de los seres humanos: «Cuando tu Señor sacó una descendencia de los riñones de los hijos de Adán, les hizo  testimoniar contra sí mismos: ‘¿No soy vuestro Señor?’ Ellos dijeron: ‘Sí, damos testimonio de ello.’ Y esto para que no digáis el Día de la Resurrección: ‘Hemos sido cogidos de improviso’» (Corán, VII, 172).


Este versículo ha sido abundantemente comentado, en particular por los místicos. Es muy probable que el contenido de la escena haya sido tomado en préstamo a un midrash judío que contiene algo análogo. Sea como fuere, según este versículo, hay, o hubo un momento en el tiempo (o antes de él) durante el cual todas las generaciones fueron reunidas. Son contemporáneas frente a un Dios eterno. A diferencia de lo que enseña la Biblia, la alianza no se produce en un determinado momento de la historia, ni concierne a un determinado pueblo a través de una persona singular, Noé, Abraham, Moisés, a los cuales los cristianos añaden a Jesús; por el contrario se sitúa antes de la creación del mundo y se dirige a la humanidad en su totalidad. Por otra parte, tampoco se trata de un contrato en el que las dos partes se comprometerían, de un «pacto primordial concluido entre Dios y la humanidad». Se trata más bien de una decisión unilateral procedente de lo alto.


El punto decisivo estriba en que la respuesta de la humanidad fue supuestamente dada antes de que la historia comenzara, y sigue valiendo también hoy. El cristianismo tiene también un «prólogo al cielo», por ejemplo, al comienzo de la Epístola a los efesios. Pero,  en él, sólo el don de la gracia se sitúa antes de la historia; la  respuesta del hombre se hace esperar, tiene lugar en la historia, incluso es la misma historia.


Para el islam todos los hombres, hasta el último, han confesado a Dios como su único señor, y profesado, por tanto, el islam. Nunca hemos sido paganos. No existe un nivel elemental de la humanidad que precediese a la elección en favor o en contra de la religión verdadera. Es conocido el razonamiento de Dama Gyburc, en la epopeya de Wolfram d’Eschenbach (m. 1220). Según ella, los cristianos deben perdonar a los paganos, porque, antes de su bautismo, ellos también fueron paganos: Adán, Noé, Job, los Reyes Magos, todos lo fueron. Este razonamiento es impensable en el islam. Todo no-musulmán que ha vivido en el pasado o que está actualmente vivo debe más bien ser considerado objetivamente como un apóstata de esta religión primitiva.


Para el islam, el derecho es ante todo un muestrario de evaluaciones inseparablemente morales y religiosas de las acciones humanas. Estas se reparten en cinco categorías (ahkām): obligatoria, recomendada pero no obligatoria, neutra, desaconsejada sin estar prohibida y prohibida. Lo obligatorio es recompensado; lo prohibido es castigado. Lo recomendado es alabado, pero no recompensado; lo desaconsejado atrae el desprecio, pero no entraña el castigo. En principio, no hay separación entre el ámbito religioso y el moral. Y sin embargo, desde la Edad Media existe una especie de ética independiente, en la herencia de la tradición ética griega y persa. Tal era el contenido de los tratados sobre el «refinamiento de las costumbres» (tahḏīb al-aḫlāq) escritos por cristianos como Yahya  ibn Adi o por musulmanes, el más célebre de los cuales fue Miskawayh .


Todo el ámbito de lo que los seres humanos pueden hacer (praxis), a diferencia de lo que pueden fabricar (poiēsis), recibe en Aristóteles, en los pensadores medievales y también en Kant (en un sentido modificado) el nombre de «práctica». Comprende tres niveles de gobierno (tadbīr): el gobierno del individuo, es decir, la ética, el gobierno de lo «doméstico», es decir, la «economía» en el sentido antiguo y medieval del término, y el gobierno de la ciudad, es decir, la política. Ahora, según el islam, la totalidad del dominio práctico y, por lo tanto, todo lo que un ser humano puede hacer es lo que está sometido a la autoridad de lo divino. Roger Arnaldez ha podido hablar de «totalitarismo musulmán», que coge al hombre completo, en todos sus actos y en todas las situaciones de su vida, en una red de prescripciones y prohibiciones. El término «totalitarismo» es lamentable a causa del sentido que ha tomado, grosso modo, desde Giovanni Gentile, como autodesignación (¡laudatoria!) del fascismo italiano, y sobre todo desde Hannah Arendt, que reúne bajo esta denominación (esta vez decididamente peyorativa) al nacionalsocialismo y al leninismo. Pero es justo si se toma en su sentido original, que Arnaldez explica bien, como la reivindicación por lo divino de las dimensiones de lo humano, ninguna de las cuales debe escapar a la santificación, reivindicación que está presente en toda religión, ya sea bajo la forma de ley, ya bajo otras formas (sabiduría, mística, etc.).


Hay que señalar también que la tradición islámica contiene algunos gérmenes de la distinción entre lo religioso y lo profano. Es el caso del hadiz, bien conocido, en el que Mahoma había dado, en materia de arboricultura, un consejo que resultó pernicioso. Se retrae de sus declaraciones y distingue de un lado lo que dice en materia de religión, y del otro su opinión propia (ra’y) sobre lo que el tradicionista denomina «materias profanas» (ma‛āyiš al-dunyā).


Queda el hecho de la «tendencia fuerte», que estriba en considerar que no hay ninguna acción humana cuya cualidad quedaría fuera del campo de la acción divina. Algunos autores, como Al-Ghazali, llegan hasta plantear que las acciones neutras (rascarse la  barbilla, retorcerse los pulgares, etc.) no lo son en sí; también hace falta que sean reconocidas como tales por una declaración explícita de la Ley.


En este asunto conviene distinguir dos nociones: la legislación (sar’) y la ley (šarī‛a). El primer término designa el hecho de que Dios decide dar a la humanidad unas reglas de conducta; el segundo, bien conocido por el público occidental, es, según los gramáticos árabes, el «nombre de cada concreción» de la raíz. Designa una de las aplicaciones concretas de ese hecho, resultado de la actividad legislativa: un sistema jurídico tal como resulta de la interferencia de varios factores que se trata de combinar entre sí.


Los historiadores occidentales buscan el origen de las disposiciones de la Ley islámica en fenómenos puramente humanos, como las costumbres de la antigua Arabia, restos de sistemas jurídicos del Próximo Oriente, elementos de derecho romano provincial (peregrino) que fueron después proyectados hacia atrás y atribuidos al Profeta, «por una ficción tal vez sin igual en la historia del pensamiento humano». Pero para los pensadores de la corriente dominante del islam, en cualquier caso desde el siglo XI, las reglas son el contenido de la revelación islámica.


Su objeto no es la naturaleza de Dios, ni siquiera Sus costumbres, sino Su voluntad. Dios permanece oculto detrás de un espeso velo. El objeto único de la revelación es «lo que Él quiere» (XLII, 50). El mismo contenido de la «religión» es un sistema articulado de apreciaciones sobre el valor jurídico-moral de los actos humanos.


No he dicho que el dios coránico fuese «misterioso», y he preferido llamarlo «oculto». En efecto, también para los cristianos Dios es misterioso. Pero la razón de este carácter misterioso es otra. Los cristianos ven a Dios como personal, o más bien como todavía más personal que una persona humana. En consecuencia, es tan misterioso, incluso más misterioso que toda persona, cuyas decisiones libres no pueden nunca ser plenamente comprendidas, y menos aún previstas.


Según el islam, el único legislador legítimo es Dios. Solo Él puede recompensar y castigar verdaderamente, es decir, eternamente. Las reglamentaciones humanas no son mucho más que últimos recursos hechos necesarios cuando sobreviene algún problema concreto para el cual no se pueden encontrar directivas en la revelación. En todo caso, ninguna disposición humana puede contrapesar la palabra de Dios. Pues bien, Dios ha hablado por dos canales.


En primer lugar, ha hablado directamente en el Corán. El Corán es la palabra de Dios, literalmente. No ha sido inspirado, a la manera de la Biblia cristiana, sino dictado al Profeta. El autor del Corán es Dios de la misma manera que el autor del Paraíso perdido es John Milton, aunque este tuviera, una vez que se quedó ciego, que dictar su poema a sus hijas. Mahoma es tan poco autor del Corán como las hijas de Milton lo fueron de su epopeya bíblica. Pues bien, para ciertos autores primitivos, nada está bien sino hacia lo que guía el Corán, y solo está mal lo que el Corán desaconseja, idea que recorre todo el conjunto del pensamiento islámico.


Hay una segunda fuente, la persona misma del Profeta. Los profetas, de forma general, están preservados de toda acción censurable. Las que lo pudieran parecer a primera vista han sido cumplidas con vistas al establecimiento de la Ley, y resultan, por lo tanto, obligatorias o recomendables en lo que les concierne.


El último Enviado, Mahoma, profeta del islam, habría sido «purificado». Es el sentido del epíteto muṣṭafan, que se ha convertido en un nombre de pila muy extendido para los niños varones. Mahoma fue preservado (ma‛ṣūm) del pecado y del error. En consecuencia, es, según el Corán, el «hermoso ejemplo» (al-uswa al-ḥasana) que puede ser imitado (Corán, XXXIII, 21).  Por supuesto, imitar su comportamiento solo es obligatorio hasta cierto punto, puesto que los hadices que cuentan lo que Mahoma hizo o dijo no nos llegan a través de canales igualmente fiables, y no  poseen, por lo tanto, el mismo grado de certeza ni de fuerza obligatoria.


El Profeta gozaba incluso de ciertos privilegios que no valían más que para él y debían cesar con su muerte, como el de tener tantas esposas legítimas como quisiera (Corán, XXXIII, 50). Además de que lo que hizo no podía ser radicalmente malo.


Una consecuencia de esta ausencia de una ley natural recae sobre la noción de interpretación, que en el islam reviste una significación particular. En los países occidentales, ya sean de tradición romana o de common law, esta idea hunde sus raíces en el ámbito jurídico, allí donde la ley admite un juicio equitativo. Aristóteles da ya una teoría completa bajo el nombre de epieikeia. Una ley no puede prever cada caso y está sin duda obligada a proceder básicamente dictando lo que valdrá para todos los casos sin distinción. Puede, por tanto, ocurrir que una injusticia flagrante proceda de una aplicación estricta de la ley: summum jus, suma injuria. El juez debe entonces remontarse, mediante el razonamiento, desde la letra de la ley hasta su espíritu, es decir, la intención del legislador. Se pregunta qué es lo que éste quería impedir o facilitar. Y tanto mejor si su objetivo puede ser alcanzado por vías diferentes, capaces de evitar injusticias escandalosas.


En el Islam, el Corán no es supuestamente de origen humano,  sino, hablando literalmente, como se ha dicho, viene de Dios, cuya palabra no es una palabra simplemente inspirada a un mensajero, sino dictada. El derecho que los hombres deducirán del Libro será una «doctrina de los deberes». Por tanto, si Dios es el autor de un texto, ninguna interpretación es posible si ello quiere decir que las intenciones de Dios podrían comprenderse mejor de lo que Él las ha expresado.


Puede bastar un ejemplo, ya que ha sido ampliamente discutido, sobre todo en Francia. La orden a las mujeres de revestirse con un velo está unida en el Corán a dos momentos (XXIV, 31 y XXXIII, 59); pero, como se recuerda frecuentemente, figura negro sobre blanco también en san Pablo (1 Cor 11,3-16)291. El contenido de los dos mandatos, el del Corán y el de san Pablo, es bastante parecido. Pero su fuente es muy distinta. Cuando san Pablo expresa el deseo de que las mujeres lleven algo sobre la cabeza cuando rezan, habla  como un hombre de carne y sangre que vivía en el siglo I en el Medio Oriente. Sus declaraciones pueden ser interpretadas como significativas, de forma general, de que las mujeres deben estar vestidas decentemente, según unas costumbres que dependen del clima, de la época y de la moda.


Pero en el Corán, repito que se supone que es Dios en persona quien habla. Ahora bien, Dios no está ni en el tiempo ni en  el espacio. Es eterno y omnisciente. Conoce Su asunto y ha debido elegir Sus palabras como Él entendía. La interpretación no puede, por lo tanto, en ningún caso tener la osadía de pretender que sabe mejor que Dios mismo lo que Él quiere comunicarnos. En consecuencia,  «interpretar»  puede  únicamente  significar  dar  a las «palabras» su exacto valor gracias a un perfecto conocimiento de los usos de la lengua árabe, de su vocabulario, de sus metáforas, etc. Llegado el caso, la interpretación tratará no sobre el velo en sí, sino, digamos, sobre su longitud, su transparencia, las partes del cuerpo femenino que debe tapar; se preguntará a partir de qué edad se debe llevar, restringirá la obligación al ámbito exterior y la levantará en la intimidad familiar, etc. Pero el velo seguirá siendo un velo.



¿QUÉ TERRENO COMÚN?


Otra consecuencia de la ausencia de la idea de una ley natural es que no existen, al menos en principio, normas comunes que valgan para los musulmanes y para los «infieles». Por supuesto, en la práctica y porque es preciso que existan, hay medios para resolver  los problemas concretos de la coexistencia y para intercambiar mercancías o prisioneros. Así, por ejemplo, los embajadores y los negociantes procedentes de países no musulmanes debían recibir un salvoconducto que garantizase su seguridad (aman), etc.


No obstante, en el nivel de los principios, la ausencia de un terreno común suministrado por la ley natural tiene consecuencias. He aquí cinco ejemplos de ello:


- La primera consecuencia es un cambio de perspectiva que obstaculiza la comprensión mutua entre musulmanes y no- musulmanes cuando se trata de dar un juicio de naturaleza moral sobre un comportamiento. El no-musulmán tiene la costumbre de apreciar ese comportamiento a partir de principios morales que considera universales. En consecuencia, juzgará en particular ciertas acciones de Mahoma como invalidando, si no directamente su pretensión al estatuto de profeta, sí al menos su respetabilidad. Tendremos así las polémicas constantemente reiteradas,  ruidosamente en el caso de los cristianos, por alusiones en el de los judíos que viven en tierras del Islam, sobre la violencia o la sexualidad desenfrenada que testimonian la biografía oficial y los hadices. Para los autores de estos ataques, actitudes semejantes prueban supuestamente que Mahoma era indigno de una misión profética. De aquí a considerarlo como un impostor, etc., no hay más que un paso. El musulmán, en cambio, razonará a la inversa. Tendrá como  punto  de  partida  indiscutible  que  Mahoma  era  el  Profeta elegido y «purificado» por Dios. Será, por tanto, el «hermoso ejemplo» que Dios recomienda seguir (Corán XXXIII, 21). En consecuencia, ninguna de sus acciones podría ser mala. Imitarlas será, así, sin duda no obligatorio, pero sí al menos loable. Muchos musulmanes tienen dificultades en comprender que los que no lo son puedan resultar contrariados.


- Al-Ghazali (m. 1111) tiene un capítulo sobre el mandato del bien  y la prohibición del mal (al-amr bi ’l-ma‛rūf wa l-nahī ‛an ’il- munkar), idea que tiene su origen en el Corán: «Vosotros sois la mejor comunidad, mandáis lo que es justo y prohibís lo que está  mal» (III, 106-110). Esta fórmula es, por lo demás, reveladora en sí misma, pues más bien esperaríamos: Hacéis el bien y evitáis el mal. La comunidad aparece, así, de entrada, como legisladora y política más que moral; da órdenes, más que dar ejemplo. Sea como fuere, Al-Ghazali discute, entre distintas cuestiones, la de saber quién está autorizado para ejercer ese mandato y esa prohibición. Elige el ejemplo de la fornicación (relaciones sexuales entre adultos solteros  y consentidores), por lo tanto, la menos grave de las transgresiones de las reglas de la moral sexual. Al-Ghazali enseña: un no-musulmán que vive bajo un poder islámico, dhimmi judío o cristiano, no está autorizado para impedir por la fuerza que un musulmán actúe mal. De todas formas, le resultaría difícil hacerlo, porque no tiene derecho a llevar armas. Pero suponiendo que pudiera hacerlo con la sola fuerza de sus brazos, eso equivaldría a ejercer un poder sobre él. Ahora bien, los musulmanes son los que deben detentar el poder sobre los no-musulmanes, y no a la inversa. Lo que es aún más interesante, prosigue Al-Ghazali, es que el no-musulmán no tiene ni siquiera derecho a recordar verbalmente a un musulmán lo que debería hacer o aquello de lo que debería abstenerse. El motivo es que eso equivaldría a tener una pretensión de autoridad sobre él, lo que para este constituiría una humillación. Ahora bien, un no creyente  merece  mucho  más  ser  humillado  que  un  musulmán, aunque sea un pecador. Incluso «un musulmán deshonesto vale más que un dhimmi honesto». Cabe señalar un paralelismo en el nacionalismo: para Dostoievski, un criminal ruso vale más, en el fondo, que un prisionero político polaco honrado y bien educado.


- Las acciones que la moral común consideraba loables no siempre serán favorables para el que las hace si no es musulmán. En tal caso serán atribuidas directamente a Dios. El Cordobés Ibn Jubayr (m. 1217), de vuelta de su peregrinaje a La Meca, pasa el otoño de 1184 en tierra cristiana, primero en la Palestina que todavía estaba en posesión de los cruzados, y luego en Sicilia, conquistada un siglo antes por los Normandos. Comprueba que los Sicilianos, mayoritariamente musulmanes, son tratados correctamente por la clase dirigente cristiana, que les deja en particular libres de ejercer su religión. En Palestina, se escandaliza al ver que los campesinos son mejor tratados por los cristianos que por los musulmanes, lo que podría llevar a conversiones, y en un caso que cita con desagrado se ha efectivamente producido. En Tierra Santa, lamenta que las mezquitas hayan sido transformadas en iglesias y los minaretes en campanarios. Pero, añade, «Dios ha conservado puro un lugar de la gran mezquita en el que los extranjeros se reúnen para celebrar la oración ritual».


Nosotros interpretaríamos este hecho como un gesto de tolerancia por parte de las autoridades cristianas, puestos a suponer explicaciones más políticas que morales. Ibn Jubayr prefiere vincularlo directamente a la acción de Dios. «Así pues, son dos morales distintas que se yuxtaponen: la moral natural para juzgar puntualmente sobre cada cosa […], la moral religiosa, que supera el pormenor, para definir […] el terreno del Bien (pese a sus puntos negativos) y el del Mal (pese a sus rasgos positivos)».


Puesto que el derecho tiene su fuente en los mandamientos de Dios, es imposible que los que se adhieren a la verdadera religión de Dios, a saber, el islam, admitan la legitimidad de los derechos de los no creyentes. De aquí que sus posesiones de hecho no les pertenezcan verdaderamente como propiedades auténticas. Los no creyentes son, en efecto, incapaces de usar sus bienes de manera honesta y apropiada. En consecuencia, es un deber privarlos de un bien que en sus manos no es ni legítimo, ni es explotado para el beneficio real de la humanidad. A Mahoma se le atribuyen las siguientes palabras: «La tierra solo pertenece a Dios y a su enviado».


En su tratado sobre el gobierno islámico, Al-Mawardi (m. 1058) cita un hadiz según el cual el territorio islámico hace que lo que se encuentre  en  él  esté  prohibido,  mientras  que  el  territorio  de  los «Asociadores» (dār al-širk) hace que lo que se encuentre en él esté permitido. Esto quiere decir que todo lo que posee la gente que  adora, junto a Alá, a otras divinidades (lo que incluye a los cristianos en tanto que no han aceptado la «protección») no es una propiedad legítima y es, por lo tanto, presa adecuada para los musulmanes. Su contemporáneo, el filósofo Averroes, expresa la causa de esta disposición en su descripción de la Ciudad virtuosa: «Cuando resulta lícita [la confiscación de] sus bienes y de sus mujeres (furūğ, lit. ‘vulvas’). Pues, puesto que esos bienes y esas mujeres no son administrados (mudabbara) según el orden de la ciudad modelo, no producirán la utilidad que se tiene derecho a esperar de ellos, sino que contribuirán a la corrupción y al mal».


Tres siglos después de ellos, Ibn Taymiyya (m. 1328), que es hoy día una autoridad capital para el islam wahabita de los Saudís y que, sin embargo, no se muestra amable con Avicena en su ataque contra los «lógicos», está de acuerdo con él en este punto. En consecuencia, las  polémicas  palabras  de  Guez  de  Balzac  (m.  1654)  sobre  los «Mahometanos» que «no tienen ningún escrúpulo a la hora de la conquista» incluso si son exageradas, contienen un punto de verdad.


Resulta interesante comparar la postura de estos autores con la de los teólogos cristianos de la misma época, para los cuales la cuestión es algo controvertida. Para Gilles de Roma, los no cristianos (infideles) son indignos de toda posesión y de toda clase de dominio. En cambio, Tomás de Aquino llega a acordarles, al menos en ciertos casos, el derecho a ejercer un poder político sobre los fieles y, más tarde, Francisco de Vitoria, dominico, y Francisco Suárez, jesuita, afirman el derecho de los paganos, (en este caso los indígenas de América) a poseer sus bienes.


- El islam se comprende asimismo como la única religión verdadera, que ha absorbido en sí misma la verdad de todas las demás y la única que contiene las justas reglas del bien y del mal. En consecuencia, estará bien lo que contribuya a su expansión, y mal lo que la inhiba. Se podrá, por lo tanto, mentir al no musulmán, disimular la propia adhesión, e incluso pasar en silencio ciertas exigencias de la sharía, siempre que ello sea para favorecer el paso  al islam de aquel al que se tiene el deber de convertir. Ello será, por otra parte, por su bien, puesto que se trata de evitarle el infierno.


El derecho a practicar el disimulo (taqiyya) se basa en dos versículos del Corán, que autorizan a no dar testimonio de la propia adhesión, incluso a renegar de ella, a poco que la creencia permanezca firme en el corazón (III, 28; XVI, 106). En los casos, precisa Tabari, en los que «los creyentes estén bajo el dominio de no creyentes y teman por su vida. Pueden entonces ser sus amigos de palabra (bi-alsina), pero seguir siendo sus enemigos en su fuero interior (aḍmara)». Puede que su práctica haya sido «el punto débil de la cultura islámica» por haber «permitido a las mentes sustraerse a los esfuerzos intelectuales que intentan llegar hasta en el fondo de  los problemas».


En la historia, la taquiyya ha podido ser practicada sobre todo por los chiitas cuando estaban en minoría entre una mayoría hostil. Pero no tienen en absoluto la exclusividad, pues también está autorizada por las autoridades sunitas. En cambio, sólo muy recientemente ha sido invocado este principio por los que dirigen grupos terroristas. Recomiendan a sus miembros que se mezclen con la población objetivo para no llamar la atención, a riesgo de poner entre  paréntesis ciertas reglas de vida. Esto desemboca en la generalización de la sospecha en el seno de esta última, e incluso llega a despertar en algunos una desconfianza que roza la psicosis.


Es justo señalar que esta táctica no es patrimonio exclusivo del islam. El budismo conoce la «estratagema hábil» (upāya) originalmente destinada a llevar al discípulo a la iluminación.  Ciertos personajes más o menos marginales, particularmente en el budismo tibetano o en el zen interpretan esta «loca prudencia» como algo que autoriza todos los medios, incluidos el disimulo, la  violencia o la licencia sexual. Por lo que se refiere al leninismo, éste considera la toma del poder por el partido, representante del proletariado y vanguardia de la humanidad en vías de liberación, como fin último. Ello relativiza toda moral «burguesa» y vuelve a dar actualidad, en favor de los que manejan la espada progresista, a  la máxima de Iván Karamazov: «Todo está permitido». O, por decirlo con dos representantes en misión bajo el Terror: «todo está permitido para los que actúan en el sentido de la revolución».


Rémi Brague, Sobre el islam. Madrid, Ediciones Encuentro, 2024: cap. V.