La genealogía del
islam
4. La
historia científica de la génesis del islam
PEDRO GÓMEZ
|
- Las fuentes documentales alusivas a la
génesis del islam
- Una historia reconstruida mediante trabajo
multidisciplinar
- Los reinos de la península de Arabia en la
antigüedad
- Los antecedentes del desastroso siglo VI
en Oriente Próximo
- El colapso de los imperios y la irrupción de
Mahoma
- La cronología de la formación del sistema
islámico
- La denominación del sistema islámico
Las fuentes
documentales alusivas a la génesis
del islam
Ya señalamos el problema de la
tardía elaboración y la
falta de historicidad que afecta a las fuentes islámicas clásicas,
que, no
obstante, deben seguir examinándose con rigor. De los doscientos
primeros años
de la hégira, no se conservan documentos árabes musulmanes que sirvan
de base
para el estudio de la aparición y desarrollo del protoislam y el islam
primitivo, a excepción del Corán, entonces en proceso de composición.
Los
testimonios más antiguos hallados son unos fragmentos de pergaminos
que se remontan
quizá a finales del siglo VII y primera parte del siglo VIII. Estos
textos
presentan variantes respecto a la vulgata llamada de Utmán, lo que
atestigua
que la redacción del libro no estaba concluida.
Es
sorprendente, pero real, que no haya quedado, o no hayan dejado,
documentación
árabe referente a los propios orígenes islámicos y datable en los dos
siglos
iniciales. La venerada biografía del profeta escrita por Ibn Hisham es
de la
primera mitad del siglo IX. Las colecciones de relatos del profeta son
de la
segunda mitad del siglo IX o principios del siglo X. La explicación más
plausible es que el celo de los califas, sobre todo los abasíes, se
empeñó en
eliminar toda información que pudiera contradecir la versión de la
historia
oficial auspiciada por ellos.
En
contraste,
sí se han localizado algunas fuentes no musulmanas. Han aparecido
abundantes
referencias a aquellos tiempos formativos del islam en documentos
extramusulmanes coetáneos de los hechos, escritos en diversas lenguas
de
aquellas regiones: en textos griegos, siríacos, coptos, armenios,
siríacos
orientales, latinos, judíos, persas y hasta chinos. Tenemos disponible
una
recopilación de tales textos, reunidos y traducidos al inglés en un
grueso
volumen, obra de Robert G. Hoyland: Seeing Islam as others saw it
(1997).
Para
conocer
mejor los tiempos protoislámicos y primoislámicos, aparte de las
fuentes
literarias, resultan no menos importantes la geografía histórica, las
excavaciones arqueológicas, las inscripciones murales, los petroglifos
o textos
grabados en roca, las piezas monetarias y cualquier otro testimonio
documental
que nos aporte información referida a aquella época.
Sobre el estudio
numismático
de las monedas en curso durante el siglo VII, con sus efigies y
leyendas,
pueden consultarse las teorías de Yehuda D. Nevo y Judith Koren (2003),
y
Volker Popp (en Ohlig y Puin 2009). Asimismo, las críticas que opone
Stefan Heidemann
(en Angelika Neuwirth 2010: 149-195).
En
cuanto a
las inscripciones en roca, o petroglifos, abundantes en el desierto de
Néguev y
en el sur de Arabia, contamos con las investigaciones de Yehuda Nevo
(1993 y
2003), Christian Julien Robin (2013). Caso aparte es el estudio de las
inscripciones en el Domo de la Roca de Jerusalén, cuya interpretación
sigue
siendo muy debatida (cfr. Elad 2008, Kropp 2009, Gibson 2013).
Una historia
reconstruida mediante trabajo
multidisciplinar
La convergencia de investigaciones
en múltiples
disciplinas históricas y antroposociales ha trastornado por completo el
paisaje
tradicional y está obligando a reescribir la narración de los
acontecimientos
que acaecieron en la eclosión y expansión de aquel sistema
político-religioso
que, con el tiempo, se denominaría islamismo. De sus comienzos, solo
queda
fuera de duda el hecho bruto de la conquista sarracena de Arabia, Siria
y Palestina,
Persia y el norte de África. Apenas sabemos nada fiable de lo que
realmente
pasó, del cómo y el por qué, más allá de las fabulaciones tardías,
exculpatorias y sin fiabilidad histórica, típicas de la apologética
musulmana,
luego acríticamente repetidas incluso por la mayoría de los estudiosos
occidentales, de quienes lo más caritativo que puede decirse es que se
han
dejado seducir.
Resulta
imprescindible poner en entredicho la tradición, para elaborar un
nuevo relato
de la historia, a partir de las numerosas piezas que se han venido
descubriendo, y tratar de recomponer en lo posible el panorama,
forzosamente
incompleto y desprovisto de modelo. Solo este esfuerzo permitirá ir
dibujando
una imagen de perfiles más verídicos, la reconstrucción de una historia
que fue
soterrada por las insidias del poder califal, la incuria de los
cronistas y la
credulidad de los exegetas.
Aquí,
el
propósito estriba en desarrollar una especie de narración histórica,
que irá
tejiendo informaciones procedentes de fuentes documentales,
investigaciones de
especialistas cualificados y revisiones bibliográficas solventes. No
siempre
será posible dilucidar cuál es la versión más verdadera o la hipótesis
mejor
probada, pero al menos se podrá entrever algunos hechos ocurridos y su
significado, y descartar lo que carece de todo criterio de
historicidad. A veces,
se consignarán distintas hipótesis, entre las que no cabe optar, al
menos por
ahora. Otras veces, se expondrá la que parece contar con mayor grado de
probabilidad, conforme al estado actual de la cuestión y al alcance
limitado de
mis conocimientos.
Los reinos de la
península de Arabia en la
antigüedad
De norte a sur, los antiguos
romanos dividían la península arábiga en tres partes: Arabia Pétrea,
Arabia
Desierta y Arabia Feliz, comprendiendo desde Jordania hasta Yemen
actuales.
Hoy, cada vez parece más claro que Arabia y los árabes no habían
quedado fuera
del alcance de las civilizaciones vecinas, ni de la dinámica de
formación de
reinos influidos por aquellas, o aliados con alguna de ellas. Tampoco
habían
quedado al margen de la difusión del judaísmo y el cristianismo en sus
varias
versiones. Lejos de la historia hagiográfica sustentada por la
tradición
musulmana, Arabia, antes de Mahoma, no vivía en absoluto sumida en una
tenebrosa situación de «ignorancia», ni extraviada en la idolatría y el
politeísmo. No estaba desconectada, sino en interacción secular sobre
todo con
Etiopía, con Persia y con las provincias orientales del Imperio romano.
Hoy es
necesario reescribir toda la historia que nos ha legado la tradición
califal
(Cfr. Djaït 2005).
Por
fortuna,
existen cantidad de hallazgos e investigaciones recientes que aportan
piezas
para ir recomponiendo el rompecabezas, es decir, el mapa político y la
historia
previos, coetáneos y subsiguientes al surgimiento del imperio
arabomusulmán.
Según
las
indagaciones de Dan Gibson, desde muy antiguo, en tres ocasiones antes
de
Mahoma, los árabes se organizaron políticamente e irrumpieron más allá
de sus
tierras para conquistar otras naciones. Lo protagonizaron tres pueblos
de
estirpe árabe que, por lo demás, se mencionan en el Corán.
Primero,
el pueblo
de Ad, que en la historia de Egipto se conocen como hicsos,
mientras la
Biblia habla de edomitas y del país de Edom, con sus jeques y sus
reyes.
Durante el segundo milenio antes de Cristo, formaron una confederación
tribal
poderosa, cuyas huellas se han encontrado en Egipto, Palestina, Irak,
Jordania, Omán y Yemen.
Segundo,
el pueblo
de Madián unió de nuevo las tribus árabes y las condujo a la
hegemonía
sobre otros pueblos más al norte, a finales del siglo XII antes de
nuestra era.
De ellos se habla en los libros bíblicos del Pentateuco, Jueces y
Crónicas.
Y
tercero, el pueblo
de Tamud, que los judíos y los romanos llamaban nabateos. Crearon
el
Imperio nabateo, entre el 200 a. C. y el 200 d. C. Llegaron a controlar
casi
toda Arabia, parte de Siria hacia el norte y todo el Néguev hacia el
oeste. La
parte septentrional fue incorporada por el Imperio romano en el año
106. La
Biblia alude a ellos en el primer libro de los Macabeos.
Gibson
concluye, entre otras cosas, que «no era una casualidad que Mahoma se
refiriera
a estos pueblos. Eran pueblos significativos en el pensamiento de sus
oyentes.
Esto nos lleva a creer que Mahoma se estaba dirigiendo a una audiencia
del
norte de Arabia, el solar patrio de Ismael, Ad, Tamud y Madián» (Gibson
2017: 190).
En
torno a la
época en que Mahoma accedió a la escena histórica, había en Arabia,
aparte de
los beduinos de vida nómada, unos reinos árabes que prácticamente
recubrían
toda la península y que se vieron implicados en la interminable guerra
entre
los romanos y los persas. Los árabes no andaban, pues, como tribus
marginadas
de la civilización, sino metidos de lleno en su torbellino,
constituyendo
Estados y participando en las confrontaciones de los imperios, en la
encrucijada entre Europa, Asia y África. Además, por toda Arabia, hacía
mucho
tiempo que el judaísmo y el cristianismo, con sus diferentes
corrientes, no
solo eran conocidos, sino que estaban implantados. En torno a este
período,
los diferentes reinos árabes, que solo presentamos muy sucintamente,
eran el
gasánida, el lájmida, el kindita y el himyarita.
El reino
de
Gasán, en la región occidental de la Arabia Pétrea, al llegar el
siglo VI,
era de población árabe cristiana miafisita. Había habido un reino
nabateo al
menos desde el siglo II a. C., con capital en Petra. Roma lo anexionó
en 106 d.
C. Más tarde, el reino gasánida fue tradicional aliado de
Constantinopla
frente a los persas. Pero los gasánidas rompieron con el emperador
romano
Mauricio (reinó 582-602), al parecer por la disidencia religiosa,
puesto que
eran miafisitas. Hubo combates con el rey, régulo o filarca gasánida
Al-Mundir
IV (rigió 569-581), Alamundaro para los griegos, y también con su hijo
Al-Numan
VI (reinó 582-583), Naamanes para los griegos. Siguió un período de
gran
inestabilidad en la región. Los persas arrasaron el reino, al invadirlo
en 614.
Tras la decisiva batalla de Yarmuk (636), los sarracenos mahometanos
destituyeron a los governantes gasánidas y, una vez ocupado
militarmente el
territorio, se lo anexionaron en 638.
El reino
de
Hira, o Lájmida, o de los munadir, con capital en Al-Hira,
se
extendía por la región oriental de la Arabia Pétrea y al sur de
Mesopotamia.
Desde 266, era un reino árabe cristiano (nestoriano), veterano aliado
de
Persia. En 602, el emperador sasánida Cosroes II lo disolvió,
anexionándolo
como una satrapía de su imperio. Con esto, habían desaparecido los dos
reinos
que ejercían de barrera entre los grandes imperios, el romano oriental
y el
persa. De los gasánidas se había escrito que nadie podía superarlos por
lo
mortífero de su caballería, pero, en 638, serían conquistados por los
sarracenos de Omar.
El reino
de
Kinda, con capital en Qariat-Al-Fau, en la zona central de Arabia,
formado
por tribus emigradas de Yemen. Se estableció hacia 425. Daban culto a
deidades
ancestrales, pero se convirtieron al judaísmo a finales del siglo V. A
mediados
del siglo VI, hacia 540, fueron anexionados por los lájmidas, para ser
poco
después (hacia 552) conquistados por Abraha, rey de Himyar, y entrar
bajo el
influjo del cristianismo.
El reino
de
Himyar, o reino himyarita, u homerita para los griegos, era, desde
mediados
del siglo IV, la principal potencia en Arabia. Dominaba Yemen y gran
parte de
Arabia Desierta, antes de expandirse hacia el norte (Robin 2012:
525-553).
Hacia el año 500, los reyes de Himyar favorecieron el judaísmo y eran
tributarios del reino de Aksum, situado al noreste de África, en la
ribera
opuesta del mar Rojo (Etiopía), cuyos reyes eran cristianos desde mucho
tiempo
atrás.
En
Himyar,
entre 518 y 522 gobernó Madikarib Yafur, que era un rey cristiano.
En
522,
Aksum
puso en el trono de Himyar a Yusuf Dhu Nuwas, un príncipe árabe
convertido al
judaísmo, pero este se rebeló contra el negus de Aksum. Hacia finales
de 523, Dhu
Nuwas perpetró una masacre contra los notables cristianos de Najrán
(parece
haber un eco de este hecho en la sura 85 del Corán). Estos eran
cristianos
anticalcedonienses (según algunos, nazarenos), pero favorables a los
bizantinos. Entonces, el cristiano negus de Aksum, Kaleb, reaccionó,
desembarcó
con su armada, derrotó a Dhu Nuwas (en 525) y emprendió la conquista
de
Himyar, donde entronizó a un rey cristiano. Regresó a Aksum, dejando la
mayor
parte de su ejército en Himyar.
Pero,
poco
después de 531, el general que mandaba el ejército aksumita, llamado
Abraha,
se sublevó y se apoderó del trono de Himyar, rompiendo con el negus
etíope.
Adoptó la titulatura y le lengua de los reyes himyaritas y llegó a
consolidar
su poder hacia 548. Pronto, en 552, acometió una nueva expedición por
Arabia
central, calificada de victoriosa en las inscripciones sobre roca
halladas.
Así,
Abraha
llegó a conquistar y unificar toda Arabia en un reino cristiano,
aliando con
Bizancio (en época de Justiniano, 527-565), setenta años antes del
surgimiento
del islam (cfr. Robin 2012). Es el reino de Himyar ampliado. El
cristianismo
oficial del reino de Himyar era el jacobita, el mismo del reino de
Aksum.
Abraha, que gobernó de 535 a 565, mandó construir la gran iglesia (Al-Qalis)
de Saná, en Yemen.
Sin
embargo,
parece que este rey Abraha modificó su orientación religiosa, abandonó
el
cristianismo jacobita y se habría adherido a la secta mesiánica
judeocristiana
de los nazarenos. Así se deduce del cambio teológico que se entrevé en
la
fórmula de fe que mandó grabar en las paredes rocosas del valle o
rambla (wadi) de Murayghan (a 230 kilómetros de
Najrán, al suroeste de la península de Arabia). En efecto, las
inscripciones
de Abraha dicen: «Con el poder de Dios y de su Mesías», cuando otras
inscripciones
más antiguas decían: «En el nombre y con la salvaguardia de Dios, de
su hijo
Cristo vencedor y del Espíritu santo» (Robin 2012: 536 y 538). Jesús no
se
califica ya con las expresiones «Hijo de Dios» y «Cristo vencedor»,
sino
solamente como «su Mesías». Podemos advertir hasta qué punyo concuerda
esto con
lo que luego formularía la cristología coránica, que llama Mesías a
Jesús, al
tiempo que niega su filiación divina (cfr. Robin 2012: 540).
El
historiador
bizantino Procopio de Cesarea, en su obra Historia
de las guerras, referida a Justiniano,
es una de las fuentes que relatan la conquista aksumita de Himyar y el
protagonismo de Abraha. Señala cómo el emperador Justiniano buscó el
apoyo de
Aksum y de Himyar para su guerra contra el imperio persa sasánida.
Las
fuentes
árabes, por su parte, también mencionan a Abraha, y registran la
expedición que
lanzó contra La Meca y su templo (pero ¿qué Meca?, ¿quizá Petra?). Pero
su
ejército, a cuyo frente iba un elefante, fue rechazado milagrosamente,
hecho
que parece evocado por el Corán, en la sura llamada El elefante
(19/105,1-5).
Los
antecedentes del
desastroso siglo VI en Oriente Próximo
La formación de las condiciones
históricas que produjeron
el contexto para la emergencia del poder árabe mahometano se entiende
mejor, si
evocamos ciertos acontecimientos del siglo VI. Esta centuria fue, en
el
Imperio romano de oriente, la época de los célebres emperadores Justino
y
Justiniano, pero no fueron tiempos tranquilos, sino tempestuosos y
agitados.
En efecto, sobrevino una interminable cadena de desastres y graves
calamidades:
la peste bubónica, una anomalía climática, terremotos, plagas de
langostas y
guerras incesantes. (El Imperio romano de oriente no se llamaría
propiamente
«bizantino» hasta el momento de las reformas introducidas por
Heraclio a
partir de 620, cuando reorganizó el gobierno y, entre otras cosas,
impuso el
griego, en vez del latín, como lengua de la administración imperial.)
El
Oriente
Próximo, en el siglo VI, sufrió azotes de todo tipo, naturales y
sociales. Aconteció
lo que se conoce como «pequeña edad de hielo de la antigüedad tardía»,
un
enfriamiento de larga duración, acompañado por tres grandes erupciones
volcánicas, entre los años 536 y 547 d. C. Después del óptimo climático
romano,
«una fase de clima cálido, húmedo y estable en buena parte del corazón
mediterráneo del Imperio», que contribuyó a la abundancia de las
cosechas y a
la prosperidad de la economía, la bonanza acabó abruptamente por culpa
de las
partículas de ceniza, la reducción de la energía solar que llegaba a la
Tierra
y la brusca y prolongada caída de las temperaturas. En medio de esa
catástrofe
surgió otra, la llamada plaga de Justiniano, que asoló el Imperio
romano de
oriente, según narra el historiador coetáneo Procopio de Cesarea. El
primer
brote de la mortífera pandemia de peste se inició en Egipto y se
propagó por
todo el Imperio entre 541-544, afectando al propio emperador. Algunas
estimaciones cifran en cuarenta millones las víctimas producidas. La
peste se
repetiría cíclicamente durante los dos siglos siguientes, con efectos
catastróficos para las ciudades y para los campos. En 576, una inmensa
plaga de
langosta devastó Siria y Mesopotamia.
La
cultura
daba también signos de agotamiento. Desde la segunda mitad del siglo V
y a lo
largo del VI, se aprecia un descenso en el número y la talla de los
escritores
cristianos, lo que sin duda concordaba con la crisis general que
conmocionaba
aquel Imperio romano, tan poderoso otrora. En la parte de occidente, se
consumó
el hundimiento definitivo de Roma, datado por los historiadores en el
año 476,
con la deposición del último heredero imperial. En lo que concierne al
Imperio
romano de oriente, su historia proseguiría durante un milenio más, con
altibajos, fieramente hostigado y, a veces, a punto de sucumbir.
En
la
vida de
Simeón Estilita el Joven (521-592), compuesta por Nicéforo, maestro de
Antioquía, aparece descrito el terrorífico terremoto del año 551, que
Simeón
vivió allí en Antioquía (Nicéforo de Antioquía 1865, PG, tomo
86). Mucho
tiempo después, Teófanes Confesor (758-818) recogía un relato de ese
mismo terremoto
y maremoto:
«El
día
noveno
del mes de julio, ocurrió un terremoto grande y terrible por toda la
región de
Palestina, Arabia, Mesopotamia, Siria y Fenicia. De modo que Tiro,
Sidón,
Beirut, Trípoli y Biblos sufrieron muchos daños. Y perecieron muchos
miles de
personas. En la ciudad de Bosra [Siria], una gran parte del promontorio
adyacente al mar, llamado Litoprósopo, fue arrancada y desplazada al
mar. Y se
formó un puerto idóneo para atracar muchas naves grandes, cuando
aquella
ciudad no había tenido puerto antes. Además, el agua se retiró mil
pasos hacia
alta mar, por lo que muchas naves se hundieron en el fondo» (Nicéforo
1865, PG,
tomo 86, col. 3086, nota 26).
Da
la
impresión de que la polémica con las herejías pasaba a un segundo
plano,
mientras había que afrontar problemas más acuciantes, como eran la
resistencia
contra los desastres de la naturaleza y la interminable confrontación
armada
con los persas, a lo que aún había que añadir las invasiones de los
pueblos
ávaros, eslavos y lombardos por el este de Europa, así como las
incursiones de
árabes sarracenos, esporádicas pero cada vez más frecuentes, acaso
como
lóbrego pródromo de la invasión que se consumaría al siglo siguiente.
Hay
un
episodio que prefigura algunos acontecimientos posteriores. Yusuf Dhu
Nuwas,
rey árabe de Himyar, a quien ya nos hemos referido, que se había
convertido al
judaísmo y quería imponerlo por la fuerza, desencadenó una guerra
contra los
cristianos, masacrando a muchos en la ciudad de Najrán (año 523). Lo
significativo es que su proyecto declarado era establecer un reino
«davídico»
independiente, en el extremo suroeste de Arabia. No es difícil caer en
la
cuenta del carácter netamente mesiánico de este propósito, que evoca al
nazarenismo. Como ya hemos indicado, el negus de Aksum, al parecer con
apoyo de
Justino, el emperador de Constantinopla, entró en acción y depuso a
Dhu
Nuwas. Ya por entonces, no solo las confrontaciones armadas, sino los
debates
ideológicos sobre el judaísmo y sobre distintas interpretaciones del
cristianismo
se extendían por las tierras de los sarracenos. No parece que quedara
mucho
espacio para la idolatría politeísta, ni que las diatribas mahométicas
fueran
en absoluto una novedad.
En
el
año 570,
los persas invadieron el sur de Arabia, le dieron el nombre de Yemen y
se lo
anexionaron. Destruyeron la magna catedral de Saná. En Yemen
permanecerían
hasta que, en 628, fueran derrotados por los bizantinos. Pero, no mucho
después, ante el avance sarraceno, su gobernante se unió a Mahoma.
El
mismo año 570, los sasánidas lanzaron
una gran campaña contra la provincia romana de Siria. De modo que, en
572, se
recrudeció la guerra entre los emperadores Justino II (reinó 565-578)
y
Cosroes I (reinó 531-579). Este último rompió la paz firmada con los
griegos en
540. Unos años más tarde, el persa avanzaba por Siria en 573.
Constantinopla
reaccionó y obtuvo la victoria en Metilene, en 576. Pero esto tampoco
significó
el final de la guerra.
En
las
provincias romanas de Oriente, la guerra no se limitaba a la
confrontación con
el Imperio persa, sino que, cada vez más, implicaba el enfrentamiento
con los
árabes de la frontera meridional y los procedentes del desierto. Por
su parte,
la población árabe asentada por Siria, Palestina, Sinaí y Nabatea
estaba en
buena medida romanizada y cristianizada. La región Nabatea era
conocida como
«provincia de Arabia», que, en el siglo VI, dependía en lo religioso
del
patriarcado de Antioquía. En cambio, los sarracenos de la Arabia
Desierta, más
al sur de la frontera, aunque paulatinamente más alejados, de ninguna
manera estaban
desconectados de constantes intercambios con los imperios.
Procopio de Gaza
El filósofo y hermeneuta
cristiano Procopio de Gaza (465-528), residente en la ciudad de Gaza,
es un
buen testigo de cómo, en el primer tercio del siglo VI, llegaban de más
allá de
la frontera no solo algunos camelleros, sino también agresivas partidas
de
saqueadores. Traduzco aquí un pasaje de su Panegírico
del emperador Anastasio (que reinó de 491 a 518, predecesor de
Justino),
donde narra cómo el emperador «venció a los árabes que atacaban las
provincias
de Oriente». Su discurso está dirigido al emperador:
«Después
de
haber recibido el poder, estimaste conveniente expulsar a todo
malhechor y
bárbaro lejos de tu imperio, a fin de asegurar la libertad de tus
súbditos.
Ordenaste hacerlo y pronto se obtuvo el éxito. Pues comprendiste que
Oriente,
parte privilegiada del imperio, estaba siendo perturbado por ciertos
bárbaros
fronterizos, hombres soberbios y feroces, que únicamente reconocían
como
virtud el atacar los bienes de los demás. Y en verdad irrumpían
velozmente y se
replegaban velozmente, y, para reponerse, se escondían con facilidad.
Además,
no tenían ni lugar ni ciudad definidos para vivir, sino que cada cual
lleva
consigo toda su casa, montando una cabaña destartalada dondequiera que
esté.
Tales hombres ¿de qué fechoría se abstendrán? A su depredación estaban
expuestas
ciudades antes afortunadas y espléndidas, que entonces se hallaban
desprovistas de auxilio y privadas de defensores. De ellas, unas ya
habían
caído y otras estaban a punto de ser capturadas, y la población civil
ya había
huido. Pero más que la misma calamidad los angustiaba el miedo por el
futuro.
Pues un rumor aciago atormentaba los oídos de todos, anunciando cosas
todavía
más horrendas. Se oía decir que la ciudad sería derrotada, las
riquezas
arrebatadas, las mujeres raptadas para violarlas, los niños tratados
nefandamente, los ancianos deshonrados, la juventud arrastrada y las
mocitas
conducidas no al lecho gozoso de un esposo afortunado, según las
esperanzas
antes concebidas, sino al placer voluptuoso del enemigo bárbaro y de
aspecto
repugnante. Todo esto era patente» (Procopio de Gaza 1865, PG,
tomo 87,
col. 2803 y 2806).
Leoncio de Bizancio
El teólogo griego Leoncio de
Bizancio (485-543) nos da
noticia de un hecho sorprendente: que los árabes, al menos
determinadas tribus
y reinos del norte de la península arábiga, eran «sarracenos
cristianos», algunos,
por lo que se sabe, desde mucho tiempo atrás. Pero los cristianos
estaban en
conflicto entre sí. Algunos árabes habían sido ganados para el
miafisismo
(también llamado monofisismo), iniciado por Eutiques, un siglo antes,
y
difundido por el monje Jacobo el sirio. Así, pues, continuamos
encontrando
interesantes informaciones sobre las sectas que permanecían activas en
Siria,
Palestina y regiones árabes más al este y al sur.
«Los
sarracenos profesaban los dogmas de los jacobitas y acostumbraban a
vivir del
mismo modo que ellos. Estos jacobitas predican que hay una sola
naturaleza en
Cristo y vagaban por los desiertos acompañando a los sarracenos, y les
prestaban diligentemente su ministerio y dedicación» (Leoncio de
Bizancio
1865, PG, tomo 86, col. 1899 y 1902).
Procopio de Cesarea
Tenemos un cronista
excepcional en el historiador romano oriental Procopio de Cesarea
(500-565),
coetáneo de Justiniano, el emperador de los romanos (reinó 527-565).
Procopio
fue testigo ocular de las grandes campañas bélicas del general
Belisario. En los
volúmenes de su Historia de las guerras,
narra las guerras en Mesopotamia, contra los persas; en África, contra
los
vándalos; en Italia, contra los ostrogodos (cfr. Procopio de Cesarea
2000b,
2006a y 2006b). Allí aparecen los árabes, denominados de manera
general
sarracenos, organizados en diversas tribus y reinos, bajo jeques y
reyes, unos
defendiendo la frontera imperial romana, como el rey Aretas de los
gasánidas;
otros aliados con los persas, como el rey Al-Mundir III de los lájmidas.
Este
Procopio
da noticia, en su Historia de las guerras, de la alteración
climática
súbita que sobrevino desde el año 536, como ya dijimos, que arruinó las
cosechas y provocó una inmensa hambruna y mortandad:
«Sucedió
que a
lo largo de ese año tuvo lugar un portento terrorífico, pues el Sol
emitió su
luz desprovista de rayos, como la Luna, durante todo aquel año entero,
asemejándose muchísimo a un eclipse, pues despedía unos destellos
apagados que
no eran como los que emitía habitualmente. Desde que esto vino a
suceder, los
hombres no se vieron libres ni de las guerras, ni del hambre ni de
ninguna otra
calamidad de las que terminan por conducirlos a la muerte. Era el
momento en
que Justiniano se encontraba en el décimo año de su reinado» (Procopio
de
Cesarea 2006a, libro IV, pág. 271).
Podemos
encontrar una copiosa información en Procopio. Había sarracenos
cristianos en
reinos y tribus árabes. Habla de sus costumbres y habilidades, y
describe su
propensión belicosa y depredadora.
«Era
el
tiempo
del solsticio de verano y en esa época del año, más o menos durante dos
meses, [los
sarracenos] siempre rinden culto con ofrendas a su dios, sin dedicarse
a
efectuar ninguna incursión en territorio ajeno» (Procopio de Cesarea
2000b,
libro II, pág. 237). [Costumbre evocada en el Corán 113/9,5.]
«Porque
los
sarracenos son incapaces por naturaleza de asaltar una muralla, pero
más
hábiles que nadie para el saqueo» (Procopio de Cesarea 2000b,libro II, pág. 246).
«Mientras,
los
sarracenos sometían sin cesar a pillaje durante todo este tiempo a los
romanos
de Oriente desde Egipto hasta los confines de Persia, y su devastación
fue tan
continua que todas aquellas regiones quedaron prácticamente
despobladas. Según
creo, nunca podrá un hombre, por más que lo investigue, llegar a
descubrir el
número de personas que murieron así» (Procopio de Cesarea, Historia
secreta, 2000a, XVIII, pág. 266).
Timoteo Presbítero de
Constantinopla
Timoteo el Presbítero (datado
hacia el año 600) es
conocido por su obra sobre los diferentes modos de acceder a la fe
cristiana,
ortodoxos y desviados. Al tratar de las herejías, mantiene en su
catálogo a
los ebionitas y los cerintianos, que, como ya sabemos por otros
autores,
pertenecen a la cuerda de los nazarenos. En su exposición, reitera las
características que se les venían atribuyendo desde tiempos de Ireneo,
aunque
con alguna variante, como que «Cristo ciertamente fue crucificado,
pero aún no
ha resucitado, sino que resucitará en el tiempo de la resurrección
universal»
(Timoteo Presbítero 1865, vol. 1, PG, tomo 86, col. 27 y 30).
También
afirma expresamente que estaban entre los grupos que practicaban el
bautismo
(col. 70).
La
Iglesia
imperial o melquita se atenía al dogma del concilio de Calcedonia (año
451),
pero no logró imponerlo a todas las iglesias. Tenía dos grandes
rivales.
Primero, la Gran Iglesia de Oriente, llamada Iglesia nestoriana, o diofisita,
que se extendería más allá de Siria y Palestina, por Mesopotamia,
Persia, hasta
India y China. Segundo, la Iglesia miafisita, o jacobita,
denominada así
por Jacobo Baradeo, obispo de Edesa (de 543 a 578), cuya actividad
infatigable
creó toda una red eclesiástica paralela. Se dice que consagró dos
patriarcas,
veintisiete obispos y miles de presbíteros y diáconos. A ella
pertenecen los
coptos. Se cuenta que Jacobo Baradeo evangelizó a los árabes gasánidas.
Con
tales
desencuentros, las tensiones entre las Iglesias dentro del Imperio no
cesaban
de agravarse, pese a los esfuerzos de los sucesivos emperadores
constantinopolitanos por encontrar una fórmula de consenso. Al
finalizar el
siglo VI, todo el Creciente Fértil parecía en trance de desmoronarse.
El reino
gasánida y el lájmida se derrumbaban. La amenaza de guerra con los
persas se
cernía en el horizonte. Y nadie sospechaba que un nuevo atroz enemigo
surgiría
llevando la situación de caos hasta el paroxismo.
El colapso de los
imperios y la irrupción de
Mahoma
A fin de insertar
históricamente el surgimiento de la religión que con el tiempo se
vincularía a
Mahoma y se denominaría islamismo, exponemos sumariamente algunos
hechos de
los que marcaron aquel primer tercio del siglo VII. Entre otros
cronistas, está
el poeta épico Jorge de Pisidia (580-635), quien nos narra los avatares
de la
vida del emperador Heraclio y sus expediciones bélicas (sobre él hay
una
excelente tesis doctoral, de Gonzalo Espejo Jáimez, 2015).
Por
lo
que
respecta a los árabes de aquella época, hemos de insistir en que no
andaban
aislados de la civilización, ni vivían en la «ignorancia», puesto que
llevaban
como mínimo tres siglos bajo la influencia de persas y de romanos. En
lo
religioso, no solo convivían con judíos, con cristianos de lengua
hebrea,
griega y aramea, sino que la mayoría de la población árabe, lejos de
ser
politeísta, se había convertido al judaísmo o al cristianismo, en
alguna de
sus ramas. Al norte de la península arábiga se asentaban dos reinos
cristianos, el gasánida y el lájmida, en tanto que al sur se situaba el
reino
de Himyar (homeritas de Yemen, la Arabia Feliz) y, en la orilla
occidental del
mar Rojo, el reino de Aksum (la actual Etiopía), ambos también
cristianos. No
obstante, cada uno de aquellos reinos árabes se adscribía a distinta
confesión
cristiana, ya que los gasánidas, aliados de los romanos, eran
monofisitas,
mientras que los lájmidas, lindando con los persas, eran nestorianos de
la gran
Iglesia de oriente.
Los
especialistas señalan que había tres núcleos principales de la
cristiandad
árabe. Uno por los Altos del Golán, en Siria, y también entre los
gasánidas. El
segundo, en la ciudad oasis de Najrán, al suroeste de Arabia, cerca de
la
frontera con Yemen. Y el tercero, en la ciudad de Hira, capital de los
lájmidas, al sur del actual Irak (cfr. Bridger 2015: 3).
La
situación
geopolítica a gran escala venía marcada por la intermitente, pero
interminable
confrontación entre los imperios, persa y romano oriental, agudizada
en
tiempos de Justiniano ante los ataques de Cosroes I en 531. La
insidiosa
guerra entre romanos y persas no iba a terminar hasta el año 628, con
la
derrota de Cosroes II frente a Heraclio.
Cuando
ascendió al trono sasánida Cosroes II, en 591, prometió inicialmente
mantener
la paz con Constantinopla. Pero, al albor del siglo VII, la secular
confrontación se reanudó. Cosroes II (que reinaría hasta 628) rompió su
compromiso de paz, en 603, y comenzaron las hostilidades. Pese a la
reacción
del emperador Heraclio (reinó entre 610-641), los formidables ejércitos
persas
vencieron a los romanos en Emesa, el año 611, y conquistaron Antioquía;
luego
tomaron Damasco, en 613, y Jerusalén, en 614, con apoyo de los judíos
radicados
en Persia, así como posiblemente en alianzacon
los nazarenos (judíos y árabes). A esto
hay que añadir, según
señalan las crónicas, un levantamiento de judíos palestinos en
Tiberíades,
Galilea (años 613-617), también en contra del emperador romano
Heraclio y a
favor de los persas.
Aquel
año 614,
al tomar Jerusalén, el poder persa se apoderó del verum
lignum crucis, la venerada reliquia de la cruz de Cristo.
Cuando
cayó Jerusalén, Cosroes puso como gobernador de la ciudad a un «judío».
Muchos
cristianos fieles a ortodoxia de Constantinopla se vieron obligados a
huir,
otros intentaron la resistencia y fueron aplastados. Sofronio de
Jerusalén,
que años más tarde llegaría a ser patriarca de la ciudad, describió en
un poema
las masacres que siguieron a la toma por los persas (citado en Qadr
2019: 228).
Poco
después, en 619, los ejércitos persas ocuparon Egipto (que
permanecería en su
poder hasta el año 628). Y se adentraron en Anatolia con la intención
de llegar
hasta Constantinopla.
Otro
aspecto
relevante de este contexto de guerra es que, probablemente, nos
encontramos
ante una temprana aparición en escena de los árabes sarracenos
seguidores de
Mahoma, integrados con los judíos nazarenos, como tropa mercenaria de
los
persas. Una hipótesis histórica es que el mismo Mahoma estuviera
implicado de
alguna manera en aquella guerra. Cabe pensar incluso que (a diferencia
de la
tradición islámica que habla de la huida desde La Meca) la huida a
Yatrib
(Medina) no fuera sino la escapada hacia el desierto, al sur, ante la
noticia
del contraataque iniciado por Heraclio precisamente en el año 622, el
año de la
hégira. En tal caso, los aliados de Mahoma en Yatrib, mencionados en
las
fuentes musulmanas como «auxiliares», posiblemente fueran los judíos
nazarenos
con quienes compartían la misma fe y las mismas batallas.
Lo
cierto es
que los romanos de Constantinopla, con su emperador Heraclio a la
cabeza,
emprendieron una gran contraofensiva en 622. Este mismo año vencieron a
los
persas en Capadocia y los expulsaron de Anatolia. Acometieron la
reconquista de
Siria y Palestina. Hicieron retroceder a Cosroes II hacia el interior
de su
imperio y lo derrotaron definitivamente en la batalla de Nínive, en
diciembre
del año 627. Poco después, Cosroes fue asesinado por los suyos y el
Imperio
persa sasánida entró en una fase de inestabilidad y descomposición,
para desaparecer
completamente, en 651, bajo la ocupación árabe.
Pero,
el año
629, Heraclio entraba triunfalmente en Jerusalén, para devolver a su
lugar la
reliquia de la vera cruz. Ese mismo año, según las historias
musulmanas, Mahoma
habría hecho capitular a los jefes de «La Meca». Lo históricamente
cierto es
que los mahometanos emprendieron un ataque a la Arabia Pétrea, y fueron
derrotados por los romanos en la batalla de Muta, en septiembre de 629.
Ante
este descalabro, los sarracenos huyeron otra vez a refugiarse en el
desierto,
con el fin de recomponerse, por lo que más tarde se vería.
En
efecto, los
ejércitos de Mahoma (y pudiera ser que él en persona), con sus aliados
los
judíos nazarenos, volvieron a la carga, en 634, e infligieron una
grave
derrota militar a los ejércitos de Heraclio, en Gaza. Esta sorprendente
victoria les allanó el camino hacia Palestina y Siria, hacia Jerusalén,
que
quedaba a poco más de cien kilómetros de distancia. Por lo que narran
algunas
fuentes, podría deducirse que fue entonces cuando ocurrió realmente la
muerte
de Mahoma. Pero no se sabe.
Los
lugartenientes del general Omar prosiguieron, a sangre y fuego, el
avance desde
Gaza a Cesarea. El mismo año 634, los mahometanos se apoderan de la
fortaleza
romana de Bosra, al sur de Siria y al este del Jordán. En 635, cayó
Damasco.
Hacia oriente, acometieron la agresión contra Mesopotamia y Persia
(635-642),
cuyo imperio, herido de muerte, acabó colapsando del todo,
irreversiblemente.
En
636,
el
cuerpo expedicionario de Heraclio se disponía a frenar el avance de los
sarracenos, pero, traicionado por una parte de sus aliados en mitad de
la
contienda, acabó derrotado en la importante batalla del río Yarmuk,
situado al
sureste del mar de Galilea, cerca de Damasco, de modo que toda la
provincia de
Siria quedó indefensa.
«En
el
año
947, indicción 9 [equivalente al 635-636 d. C.], los árabes invadieron
toda
Siria, marcharon hacia Persia y la conquistaron. Los árabes subieron a
la
montaña de Mardin y mataron a muchos monjes de [los monasterios de]
Cedar y
Bnata. Allí murió el hombre bendito Simón, portero de Cedar, hermano de
Tomás
el sacerdote» (Tomás el Presbítero, Crónica, citado en Hoyland
1997:
119).
«En
enero, [la gente de] Homs dio su
palabra [de sumisión] para salvar sus vidas y muchas aldeas fueron
arrasadas
por la matanza de [los árabes de] Mahoma (Muhmd) y muchas
personas
fueron masacradas y hechas prisioneras desde Galilea hasta Bet
(Escitópolis, en
Judea).
En
el vigésimo sexto
[día] de mayo, el
Tesorero salió de las inmediaciones de Homs y los romanos los
persiguieron [a
los árabes].
En
el décimo día de
agosto, los romanos
huyeron de los alrededores de Damasco [y allí fueron muertos] muchos,
unos diez
mil. Y en el cambio de año los romanos llegaron. El vigésimo día de
agosto, en
el año novecientos [cuarenta y] siete, se concentraron en Gabita
(Yarmuk, 636)
[una multitud de] romanos, y muchas personas de los romanos fueron
muertas,
unas cincuenta mil» (Tomás el Presbítero, Fragment on the Arab
Conquests, ll.
8-11, 14-16, 17-23. Hay palabras ilegibles que se han sustituido por
conjeturas
entre corchetes. Tomado de Hoyland 1997: 117).
A
finales del año 637, se rindió
Jerusalén, después de dos años de duro asedio por parte de las huestes
sarracenas. En enero de 638, el rey Omar entraba triunfalmente en
Jerusalén a
lomos de una burra, y haciéndose aclamar como Redentor.
Una
epidemia
de peste bubónica, que había castigado la región en los años 614 y 628,
se
abatió de nuevo en 638, agravando las hecatombes producidas por las
guerras.
En
Constantinopla, el año 638, Heraclio y el patriarca Sergio, con el afán
de
superar de una vez la división existente entre ortodoxos
calcedonianos y
monofisitas, patrocinaron y promulgaron una fórmula cristológica de
compromiso
(conocida como monotelismo: que en Cristo hay una sola voluntad
y
actuación teándrica), pero este intento no contentó a ninguna de las
partes y terminó
en un fracaso rotundo e irremisible.
Las
guarniciones bizantinas, abandonadas a su suerte, ya no podían contener
a los
ejércitos árabes conquistadores. En 641, ocuparon Egipto. En 642, cayó
Alejandría, donde el piadoso Omar mandó destruir la gran biblioteca
alejandrina. En 643, sus tropas saquearon Trípoli.
En
su
avance,
los árabes asediaron Cartago por tierra y mar, en 698, arrasaron la
ciudad, y
masacraron a espada a la mayoría de sus habitantes. En el año 711,
invadieron
el reino visigodo de Hispania.
Un
factor que,
sin duda, favoreció la conquista árabe fue el malestar generado, desde
hacía
mucho tiempo, por la persistente disidencia religiosa en las
provincias de
Oriente. Según algunos, frente a las disensiones inveteradas, aparecía
un
nuevo orden promovido por una nueva religión. Pero no parece que
entonces
nadie pensara que fuera una nueva religión. Más bien, solo era el
inesperado
triunfo de una herejía marginal, ya presente desde tiempos pretéritos.
De
hecho, durante mucho tiempo, la mayoría de la población continuó siendo
cristiana, cada cual según su respectiva iglesia, mientras que la
religión de
los nuevos amos era vista como una secta más, en la que se podía
reconocer un
extraño parecido con el nazarenismo.
La
repercusión
a gran escala de la violenta irrupción del milenarismo sarraceno
supondría el
completo colapso del mundo antiguo y la fractura entre la ribera norte
y la
ribera sur del Mediterráneo, que perdura hasta hoy. Bizancio se quedaba
sin sus
provincias orientales y norteafricanas. El historiador Peter Brown nos
ofrece
una instantánea:
«Hacia
el año
700, el Estado del antiguo Imperio universal de la Roma de Oriente,
llamado Rum por los musulmanes, había disminuido
dolorosamente de tamaño. Había perdido las provincias orientales y las
tres
cuartas partes de los ingresos que había percibido hasta entonces.
Durante dos
siglos, hasta 840 aproximadamente, casi cada año hubo de hacer frente a
los
ataques del Imperio islámico, un Estado diez veces más grande, con un
presupuesto quince veces mayor que el suyo, capaz de reunir unas
fuerzas
militares que superaban a los ejércitos de los rumi en
una proporción de cinco a uno» (Brown 1996: 205).
La
cronología de la
formación del sistema islámico
Los anales y la cronología
de la formación del sistema islámico, de su gestación y desarrollo
durante los
primeros tiempos, uno o dos siglos, permanecen en una densa penumbra,
agravada
por las narraciones fantasiosas de los autores de la tradición oficial
abasí,
elaborada muy tardíamente. Por fortuna, hay cada vez más
investigaciones que
nos permiten efectuar una reconstrucción, inevitablemente fragmentaria
y con
diferentes grados de probabilidad, pero esclarecedora desde el punto
de vista
histórico. Establezcamos las principales fechas, a fin de recrear la
secuencia
de acontecimientos y comprender mejor el proceso.
595:
Según la
datación tradicional, el futuro Mahoma contrajo matrimonio con Jadiya,
una
rica comerciante para la que trabajaba. Ella era judía, probablemente
nazarena.
Pocos años después, hacia el 600, los judeonazarenos habrían comenzado
a
adoctrinar a sus vecinos árabes, consiguiendo adeptos en el clan de
Mahoma.
603:
Cosroes
II rompió el compromiso de paz con Constantinopla y pronto se desataron
las
hostilidades, que se prolongarían hasta 628.
610:
Subió al
trono constantinopolitano Heraclio, emperador romano. Había algunas
poblaciones árabes cristianas, como los gasánidas, que eran aliados de
Constantinopla.
610:
Los
persas sasánidas de Cosroes II acometieron la guerra contra las
provincias
orientales del imperio de Constantinopla. Invadieron Siria y Asia
Menor, hasta
Calcedonia. Por entonces, el proselitismo judío
nazareno
había logrado difundir entre algunos clanes árabes su mesianismo
escatológico,
apocalíptico y milenarista. En este proceso, desempeñó un papel
destacado un
predicador al que más tarde llamarían Mahoma.
611:
Los
formidables ejércitos persas, con tropas auxiliares de mercenarios
judíos de
Mesopotamia, y, al parecer, con apoyo de parte de la población judía de
Siria,
descontenta, vencieron a los romanos en Edesa y conquistaron Antioquía.
613:
Los
persas sasánidas prosiguieron su campaña: tomaron y saquearon Damasco,
la
capital siria.
614:
En
mayo,
los persas de Cosroes se dirigieron a Jerusalén, gobernada por los
cristianos,
y le pusieron cerco. Con el ejército sasánida iban huestes de judíos
(rabínicos
o talmúdicos), en su mayoría de Babilonia, bajo el mando del exilarca
Nehemías. También cooperaron fuerzas de los nazarenos, compuestas por
judíos
nazarenos y árabes conversos al nazarenismo (¿quizá Mahoma?). Y
contaron,
además, con el refuerzo de los judíos sublevados en Galilea. Tras un
asedio de
solo veinte días, tomaron la ciudad. Jerusalén permanecería en poder
persa
hasta el año 628, cuando caería ante Heraclio.
Los
persas, tras haber conquistado Jerusalén, no solo se apoderaron de la
reliquia
de la vera cruz, sino que destruyeron gran cantidad de iglesias y
monasterios cristianos. Confiaron el gobierno de la ciudad santa a los
judíos
(rabínicos) y su exilarca, cuyo plan era la reedificación del templo y
la
entronización de un sumo sacerdote para restaurar el culto. Pero los
nazarenos iban
también con sus propios planes: querían reconstruir el templo con el
fin de
acelerar el descenso del Mesías y el apocalipsis. Cuando estos
nazarenos,
judíos y árabes, se disponían a poner manos a la obra, fueron
detenidos por
los judíos rabínicos que obstruyeron su camino hacia el monte del
templo. Como
consecuencia, se rompió el pacto con los judíos rabínicos, quienes
expulsaron a
los nazarenos de Jerusalén y luego de Palestina (Lafontaine 2020:
39-40).
En
Jerusalén, se desató una guerra abierta entre los gobernantes judíos
(rabínicos)
impuestos por Persia y los cristianos (leales a Constantinopla). Estos
últimos
mataron al exilarca, a su consejo y al sumo sacerdote. En venganza,
los judíos
perpetraron la terrible matanza de Mamilla, cerca de Jerusalén,
en la
que masacraron a unos 34.000 (según otros, hasta 60.000) cristianos
desarmados, hombres, mujeres y niños, y
arrojaron sus cadáveres en
numerosas cuevas de los alrededores. El monje Antíoco de Palestina
relató
aquellos acontecimientos en su obra La toma de Jerusalén:
«Entonces,
los
viles judíos, enemigos de la verdad y llenos de odio a Cristo, cuando
percibieron que los cristianos habían caído en manos del enemigo, se
regocijaron en extremo, porque detestaban a los cristianos; y
concibieron un
plan malvado de acuerdo con su vileza con respecto a la gente. A los
ojos de
los persas su importancia era grande, porque eran los traidores de los
cristianos. Y entonces, en esta ocasión, los judíos se acercaron al
borde del
estanque y llamaron a los hijos de Dios, mientras estaban encerrados
allí, y
les dijeron: ‘Si queréis escapar de la muerte, haceos judíos y negad a
Cristo;
y entonces saldréis de ese lugar y os uniréis a nosotros. Os
rescataremos con
nuestro dinero, y os beneficiaremos’. Pero su conjura y deseo no
fueron
satisfechos, su trabajo resultó ser en vano; porque los hijos de la
Santa
Iglesia eligieron la muerte en nombre de Cristo antes que vivir en la
impiedad:
y consideraron mejor que su carne fuera castigada, en vez de arruinar
sus
almas, de modo que no estuvieron de parte de los judíos. Y cuando los
sucios
judíos vieron la firme rectitud de los cristianos y su inamovible fe,
entonces
se agitaron con ira viva, como bestias malvadas, y luego imaginaron
otra
conjura. Desde antiguo ellos habían comprado al Señor de los judíos con
plata,
y así mismo compraron a los cristianos del estanque; porque dieron
plata a los
persas, compraron a un cristiano y lo mataron como a una oveja. Sin
embargo,
los cristianos se regocijaron porque estaban siendo asesinados en
nombre de
Cristo y derramaban la sangre por su sangre, y asumían la muerte por
su muerte...»
«Cuando
la gente
regresó a Persia, y los judíos se quedaron en Jerusalén, comenzaron
con sus
propias manos a demoler y quemar las iglesias sagradas que habían
quedado en
pie...»
«¡Cuántas
almas
fueron asesinadas en el estanque de Mamel! ¡Cuántos perecieron de
hambre y sed!
¡Cuántos sacerdotes y monjes fueron masacrados por la espada! ¡Cuántos
niños
fueron aplastados bajo los pies, o perecieron por el hambre y la sed, o
languidecieron de miedo y horror al enemigo! ¡Cuántas doncellas,
rechazando sus
abominables ultrajes, fueron entregadas a la muerte por el enemigo!
¡Cuántos
padres perecieron delante de sus propios hijos! ¡Cuánta gente fue
comprada por
los judíos y masacrada, y se convirtieron en testigos de Cristo!
¡Cuántas
personas, padres, madres y tiernos infantes, que se habían ocultado en
fosas y
cisternas, perecieron por la oscuridad y el hambre! ¡Cuántos huyeron a
la
iglesia de la Resurrección, a la de Sión y a otras iglesias, y fueron
masacrados
y consumidos por el fuego! ¡Quién puede contar la multitud de cadáveres
de los
que fueron masacrados en Jerusalén!» (citado en Conybeare 1910:
508-509).
Al
parecer,
hay ecos de estos acontecimientos en el Corán. Pues unos versículos
(Corán
89/3,123-127) que la tradición musulmana entiende como referidos a la
batalla
de Badr, la primera victoria de los seguidores de Mahoma, supuestamente
acaecida en 624, no se han interpretado correctamente. Según algunos
especialistas actuales, se trata de un error de comprensión, porque lo
más
probable es que esos versículos se refieran a la toma de Jerusalén por
los
persas, el año 614. En aquella ocasión, el poder persa habría expulsado
a sus
mercenarios sarracenos, que de este modo habrían quedado a salvo del
combate y
preparados para la revancha posterior (cfr. Bonnet-Eymard 1990: 112 y
285-288).
614-617:
Hay
noticias poco claras de que se libraron combates por la conquista de la
explanada del templo jerosolimitano. Probablemente esto se corresponde
con lo
que ya hemos contado acerca del enfrentamiento entre los judíos
rabínicos y los
nazarenos.
617:
Hasta
este año, la administración de Jerusalén estuvo en manos de judíos
rabínicos. Pero
debió ser tan conflictiva que las autoridades persas los despojaron del
gobierno. Mientras tanto, los sarracenos habían huido al desierto de
Arabia
(¿tal vez a Petra?), donde probablemente se reagruparon en torno al
predicador
mesiánico apocalíptico, que más tarde sería apodado Mahoma.
619:
Los
persas en su avance ocuparon Egipto, que permanecería bajo su poder
hasta el
año 628. Al mismo tiempo, se iban adentrando en Anatolia, con las miras
puestas
en Constantinopla.
622:
Heraclio,
emperador de los romanos orientales, inició la contraofensiva:
organizó un
gran ejército y emprendió la campaña militar contra los persas
sasánidas,
logrando invertir el curso de la guerra e infligir una derrota tras
otra a los generales
persas.
622:
Este
mismo año se suele marcar como el de la hégira de los árabes
«emigrados en el
camino de Dios». Pero ¿cuál es el acontecimiento que conmemora esta
fecha,
para que el califa Omar la designara como el inicio de una nueva era?
¿Qué es
lo que hicieron realmente los sarracenos y Mahoma diez años antes de
la muerte
de este? Ya habían sido empujados hacia el sur. Y entra dentro de lo
posible
que huyeran más al sur (hégira a Petra, a Hegra, o al oasis de Yatrib),
ante el
avance de las tropas imperiales romanas.
624-625:
Los
ejércitos de Heraclio continuaron avanzando victoriosamente en
Persia.
626:
Mientras
el emperador Heraclio se hallaba en plena campaña contra Cosroes en
Persia, una
confederación de los ávaros atacó por el oeste (los Balcanes) y asedió
Constantinopla. El patriarca Sergio organizó con éxito la defensa de
la
ciudad.
627:
En
la
batalla de Nínive, Heraclio derrotó a los persas. Este mismo año,
Heraclio
tomó Jerusalén. Se cuenta que expulsó de la ciudad a los judíos, que
habían
colaborado con los persas. Mientras, en Yatrib, Mahoma organizaba una
coalición militar de sus árabes nazarenos con judíos nazarenos. (Mucho
después,
la historia califal ocultaría estos hechos, fabulando episodios
imaginarios de
enfrentamientos con las tribus judías de Yatrib.)
627-629:
Los
romanos vencedores acordaron tratados de paz con los persas, poniendo
fin a 25
años de guerra ininterrumpida con ellos.
628:
Heraclio
derrotó a los persas en Jerusalén y restauró allí el poder romano. Este
mismo
año 628, los ejércitos de Heraclio expulsaron a los persas de Egipto.
629:
La
batalla de Muta. Un ejército expedicionario de Mahoma (coligado con
los judíos
nazarenos) se enfrentó a las tropas de la guarnición romana en Muta,
al
sureste del Mar Muerto. Pero los sarracenos fueron repelidos y
derrotados.
630:
En
marzo,
Heraclio entraba triunfante en Jerusalén, portando y restituyendo la vera
cruz recuperada.
632/634:
La
muerte de Mahoma. Algunos historiadores piensan que no está clara la
fecha del
fallecimiento del profeta, pues una crónica de la batalla de Gaza lo
menciona.
Según esto, habría muerto en 634, quizá en un ataque a Jerusalén. Si
esto
fuera así, Abu Bakr nunca habría sido «califa», sino que el sucesor
habría sido
directamente Omar. Otra hipótesis sostiene que Mahoma acabó asesinado
en un
complot tramado, en 634, por Abu Bakr, Omar y Abu Ubaida, con la
complicidad de
Aisha (cfr. Lammens 1910b). El relato del envenenamiento de Mahoma por
una
judía de Jaibar y el posterior fallecimiento el 8 de junio de 632 se
habría
inventado para camuflar lo ocurrido y, de camino, prestigiar a Abu Bakr
y su
familia.
632:
Podría haber accedido al poder como
primer
sucesor, Abu
Bakr (632-634), a menos que sea cierta la conjura del «triunvirato»
argumentada
por por Lammens.
634:
La
batalla de Gaza. En la primavera de 634, las tropas de Mahoma
derrotaron a las
fuerzas expedicionarias romanas y mataron al candidato Teodoro, jefe
supremo
del ejército imperial. La crónica de Tomás el Presbítero, datada en el
año 640,
da a entender que los árabes iban comandados por el propio Mahoma. Esta
victoria de los mahometanos al este de Gaza les dejó expedito el camino
hacia
Jerusalén. ¿Tal vez los sarracenos/nazarenos llegaron hasta un primer
intento
de tomar Jerusalén y allí habría muerto Mahoma? Es una de las
hipótesis.
634:
Subida al
poder sarraceno del belicoso general Omar Ibn Al-Jatab (reinó 634-644).
636:
La
batalla del río Yarmuk, cerca de Damasco, donde los ejércitos
sarracenos de
Omar obtuvieron una gran victoria sobre los ejércitos del emperador
romano
Heraclio.
637:
La
ciudad
de Jerusalén, sitiada, pactó su rendición ante las tropas de Omar.
638:
Entrada
triunfal de Omar en la Jerusalén conquistada, a lomos de un asno y
haciéndose
llamar Redentor (Al-Faruk).
638-640:
Los
nazarenos (todavía árabes y judíos juntos) emprendieron una precaria
reconstrucción del templo, donde ofrendaron sacrificios animales
conforme a
la ley mosaica. Según la crónica del obispo Sebeos: los judíos
(nazarenos) se
construyeron un lugar de culto en la explanada del monte del Templo,
pero los
ismaelitas (árabes), celosos, expulsaron de allí a sus socios judíos,
que
tuvieron que contentarse con un sitio marginal (cfr. Leila Qadr 2019:
270).
640:
Se
habría
consumado la ruptura entre los árabes sarracenos de Omar y los
«judíos»
nazarenos. De modo que Omar los expulsó de la ciudad y luego de toda
Arabia.
641:
Los
sarracenos ultimaron la conquista del Egipto romano.
644:
El
poderoso
Omar Ibn Al-Jatab resultó asesinado.
644:
Fue
elevado al poder sarraceno Utmán Ibn Affan (reinó 644-656). Utmán
habría mandado
compilar una versión oficial del Corán y destruir todas las demás
versiones.
647:
Los ejércitos
sarracenos prosiguieron la guerra de conquista, atacando el exarcado
romano de
Cartago.
651:
Las
tropas árabes culminaron la conquista total de Persia.
656:
El
piadoso Utmán Ibn Affan falleció asesinado.
656:
Consiguió
el poder sarraceno Alí Ibn Abi Talib (reinó 656-661), primo hermano y
yerno de
Mahoma.
656-661:
Estalló
la primera guerra civil (o fitna), por disensiones respecto a
la sucesión
en el trono del profeta.
661:
Alí Ibn
Abi Talib también fue asesinado. Su hijo Hasan firmó un tratado de paz
con
Muawiya, el poderoso gobernador de Siria.
661-684:
Comenzó la época sufiánida, en que acceden al poder
descendientes de
Abu Sufyan, de familia Omeya, parientes lejanos del profeta.
661:
El
rey
Muawiya I (gobernó 661-680) instauró en el poder a la dinastía omeya.
Sobre la
dinastía Omeya puede consultarse en Internet:
661:
Un
fuerte
terremoto destruyó el templo de Jerusalén levantado por Omar, y Muawiya
lo
reconstruyó.
670:
Hasan,
hijo de Alí, fue asesinado por envenenamiento.
680:
Yazid I
(reinó 680-683), hijo de Muawiya, le sucedió en el poder.
680-692:
La
segunda guerra civil entre musulmanes. Contra el rey omeya se rebeló
Husain Ibn
Alí y luego Abdallah Ibn Al-Zubair.
680:
Husain,
el otro hijo de Alí, murió asesinado en Kerbala.
680:
Abdallah
Ibn Al-Zubair (reinó 680-692) se proclamó califa. Se estableció en La
Meca y allí
se hizo fuerte. Sostuvo una larga guerra contra Yazid I y sus sucesores.
683:
Muawiya
II (reinó 683-684), hijo y sucesor de Yazid I. Abdicó pronto, en 684.
684-750:
Dio
inicio la época marwánida, a la que dio nombre Marwan I,
procedente de
otra rama de los omeyas (a la que también había pertenecido Utmán).
684:
Llegó al
poder Marwan I (reinó 684-685).
685:
Abd
Al-Malik (reinó 685-705) se afirmó como califa. Condujo la guerra
contra el
califa rival, Ibn Al-Zubair, a quien finalmente derrotaría. Abd
Al-Malik
promovió la arabización y la islamización paulatina del Estado. Con él
se
extendió la idea de considerar al califa como enviado o lugarteniente
de Dios
en la tierra. En contra de la actitud anterior, más contemporizadora
en lo
religioso, se empezó a concebir que había una sola revelación
verdadera,
exclusivamente árabe, la del libro sagrado árabe, el Corán. Asimismo,
un
profeta árabe, transmisor de la revelación, Mahoma. Y una ciudad santa
árabe,
La Meca, aunque, durante un tiempo, todavía siguió teniendo la
preeminencia
Jerusalén, como lo demuestra la construcción allí de la Cúpula o Domo
de la
Roca.
685:
Por
primera vez, en monedas del califa disidente Abdallah Ibn Al-Zubair (m.
692),
que era nieto de Abu Bakr y sobrino de Aisha, aparece escrita la
palabra
«Mahoma» (MHMD). Pero lo más seguro es que deba interpretarse
como un
título honorífico del gobernante.
685-690:
El título
de Mahoma también aparece acuñado en monedas del califa omeya Abd
Al-Malik.
Igualmente sería utilizado en las inscripciones del Domo de la Roca.
692:
El
general Al-Hayyaŷ Ibn Yusuf, a las órdenes de Abd Al-Malik, combatió,
derrotó
y, por último, decapitó al anticalifa Al-Zubair.
692:
Se
inauguró
el edificio del Domo de la Roca que imitaba la estructura de la
iglesia del
Kathisma (es decir, del Trono de María), con el fin exaltar la
supremacía de
Abd Al-Malik. Este santuario de la Roca, que a lo largo de la historia
sería reconstruido
y reformado más de una vez, aparece decorado con numerosas
inscripciones
murales, cuya significación sigue siendo objeto de debate hoy día.
705:
Al
morir
Abd-Al-Malik, el paleoislam y el Corán estaban en fase de configuración
y
consolidación, de modo que, en unos decenios, darían paso al islam
clásico,
desde el 720 en adelante. Anotamos, a continuación, solo algunos datos
significativos para el contexto de la construcción histórica del
islamismo,
sus fuentes, sus leyes, su tradición.
708:
Se
introdujo el mihrab en las mezquitas, el nicho que marca la dirección o
quibla
para el rezo.
713:
Un
fuerte
terremoto destruyó la ciudad de Petra, quizá la ciudad donde realmente
nació y
vivió Mahoma (cfr. Dan Gibson 2011 y 2017).
744-747:
Tercera guerra civil entre musulmanes. El enfrentamiento era entre
omeyas y abasíes,
del que estos últimos salieron vencedores.
745:
Escritos
de Juan Damasceno, en los que alude a Mahoma y a sus seguidores
sarracenos,
contra cuya doctrina argumenta.
746:
Un
gran
terremoto arruinó de nuevo Petra, y fue abandonada.
750:
La
dinastía abasí venció y se alzó con el poder. Trasladó la capital a
Bagdad, en
el territorio del antiguo imperio persa. El
islam, árabe
desde su fundación, empezaría poco a poco a desnacionalizar su
sistema
semiótico, tratando de presentarse como un mensaje universal. Pero no
logró
superar, sino que agudizó, la oposición al judaísmo y al cristianismo.
Al
mismo tiempo reintrodujo una fuerte división entre particularismo y
universalismo, en el plano de la contraposición radical entre los
«creyentes» y
los no creyentes.
La
primera
gramática del árabe apareció hacia finales del siglo VIII, lo cual
facilitó su
enseñanza y la imposición de la lengua árabe sobre el griego y el
arameo.
Para
la
cristiandad, los siglos VII y VIII fueron siglos oscurecidos por una
doble
irrupción: la de los eslavos al este y la de los sarracenos
mahometanos.
Después, Bizancio alcanzó una época de esplendor, el imperio medio,
entre 867 y
1204.
787:
El
concilio de Nicea II, con la emperatriz bizantina Irene de Atenas,
declaró
herética la doctrina iconoclasta (mimética con el islam), aunque esto
no
terminó con la crisis de la cristiandad.
813-819:
La
cuarta guerra civil (o fitna), esta vez entre abasíes,
enfrentados por
la sucesión en el califato.
843:
La
emperatriz Teodora, regente del emperador Miguel III, restauró
definitivamente
el culto a los iconos en el Imperio bizantino.
850:
El
califa
Al-Mutawakkil (reinó 847-861), reprimió a la escuela racionalista de
los
mutazilíes, e impuso el nuevo dogma del Corán como libro increado
(Mraizika 2018: 16).
923:
Se
fueron
componiendo las colecciones de hadices, que incluyen miles y miles de
relatos
de hechos y dichos atribuidos a Mahoma, con la pretensión de ser
«auténticos».
930:
Ibn
Muyahid introdujo la normalización ortográfica en la escritura del
Corán,
hasta este momento defectiva y ambigua.
Para
completar
este prontuario histórico con la sucesión de los acontecimientos
precipitados
por la expansión árabe y musulmana, tiene fundamental importancia
considerar
la historia desde el punto de vista de la yihad, siguiendo el hilo de
sus
batallas a lo largo del tiempo, para lo cual tenemos que remitimos a
una cronología histórica de la yihad, que abordaremos
en otra parte.
En
líneas
generales y en síntesis, proponemos distinguir tres fases en el proceso
de
aparición y evolución ulterior del sistema islámico en cuanto
ensamblaje de
ideas que interpretan y regulan la práctica social:
1ª.
El protoislam
surgió, con toda probabilidad, a partir de un movimiento
judeocristiano, la
secta mesiánica de los nazarenos, que difundieron su fe entre ciertas
tribus
árabes, como la de los curaisíes, a cuyo clan Banu Hasim pertenecía
Mahoma. Hay
pruebas de que estos belicosos mesianistas nazarenos, conjuntamemnte
judíos y árabes,
tomaron parte en las batallas entre el Imperio romano oriental y el
Imperio
persa sasánida (610-629). Más tarde, con Mahoma, empezaron a actuar
por cuenta
propia, quizá desde 629. En la batalla de Gaza, en 634, resultaron
victoriosos
y, a partir de ahí, fijaron su objetivo en Jerusalén. Tras la conquista
de
Damasco y la victoria de Yarmuk (en 636), tomaron Jerusalén (a fines de
637).
En medio de una oscura disputa, quizá por el control del templo, se
produjo la
ruptura (639-640) de los arabonazarenos con sus aliados
judeonazarenos,
alzándose los árabes con la hegemonía.
2ª.
El islam
primitivo como religión específica de las tribus árabes que
configuraron un Estado militar controlado
por la
minoría árabe. Este proceso debió estar en ciernes poco después de la
muerte de
Mahoma y se potenció tras el éxito de las primeras conquistas. La
facción de
los muhāŷirūn o sarracenos, una vez
que rompió con los judíos nazarenos (hacia el año 640), se reafirmó
recomponiendo su ideología político-religiosa con un carácter étnico,
propiamente
árabe. Esta fase se consolidó en el reinado de Abd Al-Malik (685-705) y
culmino
en el de Omar II (m. 720). Abd Al-Malik reconfiguró y reorganizó el
poder,
promoviendo entonces la islamización: la arabización lingüística de la
administración, la mitificación de Mahoma como profeta de los árabes y
la
canonización del Corán como libro sagrado en árabe. Unos años después,
se
desarrollaron las escuelas de jurisprudencia más antiguas.
3ª.
El islamismo
como religión imperial del califato. En la época del califato abasí
(a
partir de 750), el islam empezó a presentarse como religión con
pretensiones de
poseer un mensaje universal. Florecieron las escuelas de
jurisprudencia, que
codificaron la ley islámica. Luego, en el siglo IX, se hicieron las
últimas
revisiones del texto coránico, se redactó la biografía de Mahoma, se
elaboraron
las colecciones de relatos del profeta y se redactaron las exégesis
clásicas
del Corán. Desde entonces, el poder musulmán animó, y a veces forzó,
la
conversión al islam de gentes provenientes de otras naciones y
religiones:
árabes, persas, judíos, egipcios, norteafricanos, hispanos, indios y
chinos.
En
resumen,
Mahoma, que habría sido un «predicador» del mesianismo nazareno y un
jefe
militar ocasional, pasó a ser exaltado como el héroe nacional árabe,
proclamado
como fundador de la nueva religión mahometana o islámica. El Corán, sin
embargo, solo en las suras más tardías, asignadas al período de Medina,
habla
supuestamente de él como «enviado» y «profeta» de Alá, consagrado
mediador
definitivo de la voluntad de Dios y abanderado de la dominación de la
ley
divina, o sea islámica, sobre el mundo entero. De esta misión,
arrebatada a sus
mentores nazarenos, derivaron Mahoma y sus adeptos la presunta
legitimidad
que los autorizaba a imponer la supremacía de su religión por medio de
la
espada.
La denominación
del sistema islámico
Durante el siglo VII y primer
tercio del VIII, la religión
de los seguidores de Mahoma y los gobernados por los primeros califas
no se
conoció con el nombre de islam o islamismo, ni sus adeptos se llamaban
musulmanes.
En
los
primeros tiempos, en la época del protoislam (Mahoma tras la hégira) y
del
islam primitivo (califas omeyas), se empleaban diferentes etnónimos o
calificativos para los árabes invasores: sarracenos, agarenos,
ismaelitas, tayeye, mahgrāyē o muhāŷirūn.
La
voz sarracenos aludía a
gentes procedentes
del desierto, que habitaban en tiendas. Se ha dicho también que su
etimología
podría proceder de Sara, la esposa de Abrahán, pero no es probable.
El
vocablo agarenos menciona a los supuestos
descendientes de Agar, la esclava egipcia concubina de Abrahán y madre
de
Ismael, el patriarca putativo de los árabes. De Ismael deriva el
apelativo de
ismaelitas o ismaelíes, utilizado a menudo. Este gentilicio, carente de
base
histórica, expresa la pretensión de enlazar directamente con Abrahán,
postergando a Moisés y a Jesús, pertenecientes al linaje de Isaac.
La
palabra tayeye o tayaye procede del
gentilicio de una importante tribu del norte de
Arabia, utilizado a menudo en lengua siríaca para designar al conjunto
de los
árabes.
La
designación
más antigua con un carácter específico para referirse a los seguidores
de
Mahoma parece haber sido la de mahgrāyē
(en siríaco), con su equivalente muhāŷirūn
(en árabe), y μαγαρίται (en griego), que
significa los «emigrados», indicando
los de la hégira, los árabes que habían ido con Mahoma y los que habían
invadido como conquistadores Palestina y Siria, dominándolas
violentamente, y
se habían expandido luego a Egipto y Persia.
Solo
con
posterioridad (quizá desde mediados del siglo VIII) se emplearon los
apelativos «mahometano», «islámico», «muslime» y «musulmán». El mismo
título
de «Mahoma», aplicado al antiguo predicador árabe, no habría aparecido
antes
del año 691, cuando lo hizo en el cuño de algunas monedas y en las
inscripciones del Domo de la Roca. La palabra «musulmán» no adquirió el
significado actual de miembro de la religión islámica hasta el año 775,
en
época abasí (cfr. Mraizika 2018: 80-81).
A
mediados del
siglo VIII, en la literatura tanto helénica como romana, la religión
de Mahoma
se conocía como «la fe de los ismaelitas». Por esa época, en textos
griegos y
en sus traducciones latinas, encontramos escrito el nombre de Mahoma
como Μάμεδ, o Μουχαμὲθ
(en griego), y Mamed, Mahumetus, Muchamethus, Mohammedes
(en latín). En cuanto al sistema religioso o doctrinal se denominaba
con el
término μαγαρισμὸς (en griego), margarismus
(en latín), término que seguramente procedía del siríaco mahgrāyē
(literalmente, emigrado) La traducción griega μαγαρίτης llegó a adquirir el sentido de «renegado» o «apóstata», y
con ella los bizantinos designaron a los seguidores de Mahoma, en
especial a
los cristianos conversos al magarismo o agarenismo. Por último, de
manera
también tardía, se acuñó el vocablo eslamismus
(en latín), es decir, islamismo, así como el apelativo musulmán
o muslime
con el significado de seguidor de la religión coránica.
En
la
versión
latina de las controversias entre un sarraceno y un cristiano,
escritas por
Juan Damasceno, hacia el año 745, se lee: «In
sequenti vero tempore, cum venisset Muchamethus Margarismum
Eslamismumve
annuntians» [«un tiempo después, cuando vino Mahoma anunciando el
magarismo
o islamismo»] (Juan Damasceno 1791: 87).
A
principios
del siglo IX, Teodoro Abucara, o Abu Qurra (m. 820), escribió sus
propios
tratados contra los adeptos de Mahoma, que por entonces eran aún
considerados
como una herejía del cristianismo: «in
Syria episcopatum inter Mahummedanos, Nestorianosque, et Jacobitas
haereticos
gessisse, adversum quos dialogos varios scripsit» [«en Siria
ejerció el
episcopado entre los herejes mahometanos, nestorianos y jacobitas,
contra
quienes escribió varios diálogos»] (Abucara 1791: 82). Así pues, a
mediados del
siglo VIII, cuando el califato de Damasco llegaba a su ocaso, el
islamismo era
percibido por los intelectuales cristianos como una herejía o secta de
los
mahometanos, del mismo modo que las iglesias nestorianas (diofisitas)
y las
jacobitas (siriaca miafisita, o monofisita). Se lo categorizaba como
una
corriente religiosa propia de los árabes, lo que parece indicar que aún
no se
presentaba claramente como una nueva religión, ni mucho menos con la
pretensión
de universalidad, aspectos que se irían desarrollando más tarde, bajo
el
imperialismo califal abasí.
En
el Nomocanon de Juan de
Antioquía, en el
siglo XI, aún se habla de «contaminado de agarenismo» («Agarenismo
pollutus», traduciendo en paralelo al griego μαγαρίσας) (Cotelerius 1677: pág. 157), aunque por entonces ya se
los denominaba «musulmanes», y además se hace una oportuna aclaración:
«magarismo, esto es, agarenismo, sarracenismo, mahometismo»
(Cotelerius 1677:
nota de la columna 728).
Los
contemporáneos del islam primitivo no lo vieron nunca como una nueva
religión,
y, como he indicado, ni siquiera utilizaban las palabras islam y
musulmán.
Todo esto se fraguó posteriormente a partir de los acontecimientos
políticos y
de unas hojas coránicas coleccionadas y reinterpretadas: «El islam que
nosotros
conocemos está fundado sobre un texto remodelado como consecuencia de
un arduo
descifrado de un corpus de fragmentos bíblicos, canónicos o no, luego
coranizados por una civilización persa, extraña a la revelación
cristiana, que
reconstruyó con todas sus piezas un sistema político-religioso, fuera
del
contexto tribal y árabe» (Leila Qadr 2019: 366).
En
el Alcorani textus universus,
publicado por
Ludovico Marraccio, a finales del siglo XVII, que incluye una vida de
Mahoma,
se utilizan las expresiones latinas: «eslam»
(Marraccio 1698: 2 y 42), «eslamiticam
sectam» (p. 27), «fidem eslamiticam»
y «eslamismum» (p. 28). No tiene
mucho sentido el intento de algunos que hoy pretenden establecer una
distinción
entre islam e islamismo, porque, en realidad, da exactamente igual,
mientras
esté fundado en el mismo Corán y en el mismo Mahoma.
El
«islamismo»
es, evidentemente, la doctrina o fe del islam, palabra cuyo significado
etimológico y más directo no es otro que «sumisión». Más acá de la
ideología,
el significado pragmático no conlleva tanto sumisión a Dios cuanto
sometimiento a Mahoma y al poder musulmán. Y no se trata de una
obediencia que
podría ser voluntaria, sino, en realidad, de sometimiento coercitivo y
al
dictado de un poder terrenal, que se disfraza arrogándose el poder de
Dios, a
fin de imponer por la fuerza un sistema de leyes y costumbres, premios
y
castigos.
Para entender más a
fondo la
gestación del sistema islámico, es necesario profundizar en un estudio
actualizado. Los descubrimientos, las indagaciones, los análisis y, por
supuesto, las polémicas, han girado y giran hoy en torno a una inmensa
variedad
de temas concernientes a todos los aspectos de ese sistema islámico.
Entre los
más significativos y esenciales para el conocimiento de la gestación y
formación del islam, están los que vamos a tratar en los próximos
capítulos:
– El
origen judeonazareno del islam.
La reconstrucción del surgimiento del islamismo como movimiento
político-religioso a partir del mesianismo de la secta judía de los
nazarenos,
cuyos antecedentes se remontan a unos cristianos del siglo I, e incluso
a los zelotas
y hasta los macabeos.
– La
composición del Corán. El
proceso de formación del libro, al hilo del auge de un nuevo poder, con
el
análisis de sus materiales iniciales, sus etapas de elaboración, sus
estratos
redaccionales y semánticos.
–
Los fundamentos
del sistema islámico
edificado sobre el Corán, donde se sustentan sus postulados sagrados
últimos,
su mitología, sus rituales y sus esquemas legales de comportamiento
ético y
político.
– La
historia de Mahoma. La
búsqueda del Mahoma histórico y su papel en la fundación del sistema.
Se
cuestiona la fiabilidad de la biografía y de las compilaciones de la
tradición
del profeta. Se duda de la localización de la ciudad de La Meca donde
vivió el
profeta, que probablemente fuera una población diferente de la
constituida
más tarde como ciudad santa y centro de culto para los musulmanes. Se
estudia la evolución del mensaje coránico y
su significación
en la vida de los creyentes.
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