La genealogía del islam

4. La historia científica de la génesis del islam

PEDRO GÓMEZ




- Las fuentes documentales alusivas a la génesis del islam
- Una historia reconstruida mediante trabajo multidisciplinar
- Los reinos de la península de Arabia en la antigüedad
- Los antecedentes del desastroso siglo VI en Oriente Próximo
- El colapso de los imperios y la irrupción de Mahoma
- La cronología de la formación del sistema islámico
- La denominación del sistema islámico


Las fuentes documentales alusivas a la génesis del islam


Ya señalamos el problema de la tardía elaboración y la falta de histori­cidad que afecta a las fuentes islámicas clásicas, que, no obstante, deben seguir examinándose con rigor. De los doscientos primeros años de la hégira, no se conservan documentos árabes musulmanes que sirvan de base para el estudio de la aparición y desarrollo del protoislam y el islam primitivo, a excepción del Corán, entonces en proceso de composición. Los testimonios más antiguos hallados son unos fragmentos de pergami­nos que se remontan quizá a finales del siglo VII y primera parte del siglo VIII. Estos textos presentan variantes respecto a la vulgata llamada de Utmán, lo que atestigua que la redacción del libro no estaba concluida.


Es sorprendente, pero real, que no haya quedado, o no hayan dejado, documentación árabe referente a los propios orígenes islámicos y datable en los dos siglos iniciales. La venerada biografía del profeta escrita por Ibn Hisham es de la primera mitad del siglo IX. Las colecciones de relatos del profeta son de la segunda mitad del siglo IX o principios del siglo X. La explicación más plausible es que el celo de los califas, sobre todo los abasíes, se empeñó en eliminar toda información que pudiera contrade­cir la versión de la historia oficial auspiciada por ellos.


En contraste, sí se han localizado algunas fuentes no musulmanas. Han aparecido abundantes referencias a aquellos tiempos formativos del islam en documentos extramusulmanes coetáneos de los hechos, escri­tos en diversas lenguas de aquellas regiones: en textos griegos, siríacos, coptos, armenios, siríacos orientales, latinos, judíos, persas y hasta chi­nos. Tenemos disponible una recopilación de tales textos, reunidos y traducidos al inglés en un grueso volumen, obra de Robert G. Hoyland: Seeing Islam as others saw it (1997).


Para conocer mejor los tiempos protoislámicos y primoislámicos, aparte de las fuentes literarias, resultan no menos importantes la geogra­fía histórica, las excavaciones arqueológicas, las inscripciones murales, los petroglifos o textos grabados en roca, las piezas monetarias y cual­quier otro testimonio documental que nos aporte información referida a aquella época.


Sobre el estudio numismático de las monedas en curso durante el siglo VII, con sus efigies y leyendas, pueden consultarse las teorías de Yehuda D. Nevo y Judith Koren (2003), y Volker Popp (en Ohlig y Puin 2009). Asimismo, las críticas que opone Stefan Heidemann (en Angelika Neuwirth 2010: 149-195).


En cuanto a las inscripciones en roca, o petroglifos, abundantes en el desierto de Néguev y en el sur de Arabia, contamos con las inves­tigaciones de Yehuda Nevo (1993 y 2003), Christian Julien Robin (2013). Caso aparte es el estudio de las inscripciones en el Domo de la Roca de Jerusalén, cuya interpretación sigue siendo muy debatida (cfr. Elad 2008, Kropp 2009, Gibson 2013).



Una historia reconstruida mediante trabajo multidisciplinar


La convergencia de investigaciones en múltiples disciplinas históricas y antroposociales ha trastornado por completo el paisaje tradicional y está obligando a reescribir la narración de los acontecimientos que acaecieron en la eclosión y expansión de aquel sistema político-religioso que, con el tiempo, se denominaría islamismo. De sus comienzos, solo queda fuera de duda el hecho bruto de la conquista sarracena de Arabia, Siria y Pa­lestina, Persia y el norte de África. Apenas sabemos nada fiable de lo que realmente pasó, del cómo y el por qué, más allá de las fabulaciones tar­días, exculpatorias y sin fiabilidad histórica, típicas de la apologética mu­sulmana, luego acríticamente repetidas incluso por la mayoría de los es­tudiosos occidentales, de quienes lo más caritativo que puede decirse es que se han dejado seducir.


Resulta imprescindible poner en entredicho la tradición, para elabo­rar un nuevo relato de la historia, a partir de las numerosas piezas que se han venido descubriendo, y tratar de recomponer en lo posible el pano­rama, forzosamente incompleto y desprovisto de modelo. Solo este es­fuerzo permitirá ir dibujando una imagen de perfiles más verídicos, la reconstrucción de una historia que fue soterrada por las insidias del poder califal, la incuria de los cronistas y la credulidad de los exegetas.


Aquí, el propósito estriba en desarrollar una especie de narración his­tórica, que irá tejiendo informaciones procedentes de fuentes docu­mentales, investigaciones de especialistas cualificados y revisiones biblio­gráficas solventes. No siempre será posible dilucidar cuál es la versión más verdadera o la hipótesis mejor probada, pero al menos se podrá entrever algunos hechos ocurridos y su significado, y descartar lo que carece de todo criterio de historicidad. A veces, se consignarán distintas hipótesis, entre las que no cabe optar, al menos por ahora. Otras veces, se expondrá la que parece contar con mayor grado de probabilidad, con­forme al estado actual de la cuestión y al alcance limitado de mis conoci­mientos.



Los reinos de la península de Arabia en la antigüedad

 

De norte a sur, los antiguos romanos dividían la península arábiga en tres partes: Arabia Pétrea, Arabia Desierta y Arabia Feliz, comprendien­do desde Jordania hasta Yemen actuales. Hoy, cada vez parece más claro que Arabia y los árabes no habían quedado fuera del alcance de las civili­zaciones vecinas, ni de la dinámica de formación de reinos influidos por aquellas, o aliados con alguna de ellas. Tampoco habían quedado al mar­gen de la difusión del judaísmo y el cristianismo en sus varias versiones. Lejos de la historia hagiográfica sustentada por la tradición musulmana, Arabia, antes de Mahoma, no vivía en absoluto sumida en una tenebrosa situación de «ignorancia», ni extraviada en la idolatría y el politeísmo. No estaba desconectada, sino en interacción secular sobre todo con Etiopía, con Persia y con las provincias orientales del Imperio romano. Hoy es necesario reescribir toda la historia que nos ha legado la tradición califal (Cfr. Djaït 2005).


Por fortuna, existen cantidad de hallazgos e investigaciones recientes que aportan piezas para ir recomponiendo el rompecabezas, es decir, el mapa político y la historia previos, coetáneos y subsiguientes al surgi­miento del imperio arabomusulmán.


Según las indagaciones de Dan Gibson, desde muy antiguo, en tres ocasiones antes de Mahoma, los árabes se organizaron políticamente e irrumpieron más allá de sus tierras para conquistar otras naciones. Lo pro­tagonizaron tres pueblos de estirpe árabe que, por lo demás, se men­cionan en el Corán.


Primero, el pueblo de Ad, que en la historia de Egipto se conocen como hicsos, mientras la Biblia habla de edomitas y del país de Edom, con sus jeques y sus reyes. Durante el segundo milenio antes de Cristo, for­maron una confederación tribal poderosa, cuyas huellas se han en­con­trado en Egipto, Palestina, Irak, Jordania, Omán y Yemen.


Segundo, el pueblo de Madián unió de nuevo las tribus árabes y las condujo a la hegemonía sobre otros pueblos más al norte, a finales del siglo XII antes de nuestra era. De ellos se habla en los libros bíblicos del Pentateuco, Jueces y Crónicas.


Y tercero, el pueblo de Tamud, que los judíos y los romanos llamaban nabateos. Crearon el Imperio nabateo, entre el 200 a. C. y el 200 d. C. Llegaron a controlar casi toda Arabia, parte de Siria hacia el norte y todo el Néguev hacia el oeste. La parte septentrional fue incorporada por el Imperio romano en el año 106. La Biblia alude a ellos en el primer libro de los Macabeos.


Gibson concluye, entre otras cosas, que «no era una casualidad que Mahoma se refiriera a estos pueblos. Eran pueblos significativos en el pensamiento de sus oyentes. Esto nos lleva a creer que Mahoma se es­taba dirigiendo a una audiencia del norte de Arabia, el solar patrio de Ismael, Ad, Tamud y Madián» (Gibson 2017: 190).


En torno a la época en que Mahoma accedió a la escena histórica, había en Arabia, aparte de los beduinos de vida nómada, unos reinos árabes que prácticamente recubrían toda la península y que se vieron im­plicados en la interminable guerra entre los romanos y los persas. Los árabes no andaban, pues, como tribus marginadas de la civilización, sino metidos de lleno en su torbellino, constituyendo Estados y participando en las confrontaciones de los imperios, en la encrucijada entre Europa, Asia y África. Además, por toda Arabia, hacía mucho tiempo que el ju­daísmo y el cristianismo, con sus diferentes corrientes, no solo eran co­nocidos, sino que estaban implantados. En torno a este período, los di­ferentes reinos árabes, que solo presentamos muy sucintamente, eran el gasánida, el lájmida, el kindita y el himyarita.


El reino de Gasán, en la región occidental de la Arabia Pétrea, al llegar el siglo VI, era de población árabe cristiana miafisita. Había habido un reino nabateo al menos desde el siglo II a. C., con capital en Petra. Roma lo anexionó en 106 d. C. Más tarde, el reino gasánida fue tradicional alia­do de Constantinopla frente a los persas. Pero los gasánidas rompieron con el emperador romano Mauricio (reinó 582-602), al parecer por la disi­dencia religiosa, puesto que eran miafisitas. Hubo combates con el rey, régulo o filarca gasánida Al-Mundir IV (rigió 569-581), Alamundaro para los griegos, y también con su hijo Al-Numan VI (reinó 582-583), Naamanes para los griegos. Siguió un período de gran inestabilidad en la región. Los persas arrasaron el reino, al invadirlo en 614. Tras la decisiva batalla de Yarmuk (636), los sarracenos mahometanos destituyeron a los gover­nantes gasá­nidas y, una vez ocupado militarmente el territorio, se lo anexio­naron en 638.


El reino de Hira, o Lájmida, o de los munadir, con capital en Al-Hira, se extendía por la región oriental de la Arabia Pétrea y al sur de Me­sopotamia. Desde 266, era un reino árabe cristiano (nestoriano), vete­rano aliado de Persia. En 602, el emperador sasánida Cosroes II lo di­solvió, anexionándolo como una satrapía de su imperio. Con esto, ha­bían desaparecido los dos reinos que ejercían de barrera entre los grandes imperios, el romano oriental y el persa. De los gasánidas se había escrito que nadie podía superarlos por lo mortífero de su caballería, pero, en 638, serían conquistados por los sarracenos de Omar.


El reino de Kinda, con capital en Qariat-Al-Fau, en la zona central de Arabia, formado por tribus emigradas de Yemen. Se estableció hacia 425. Daban culto a deidades ancestrales, pero se convirtieron al judaísmo a finales del siglo V. A mediados del siglo VI, hacia 540, fueron anexiona­dos por los lájmidas, para ser poco después (hacia 552) conquistados por Abraha, rey de Himyar, y entrar bajo el influjo del cristianismo.


El reino de Himyar, o reino himyarita, u homerita para los griegos, era, desde mediados del siglo IV, la principal potencia en Arabia. Dominaba Yemen y gran parte de Arabia Desierta, antes de expandirse hacia el norte (Robin 2012: 525-553). Hacia el año 500, los reyes de Himyar favorecieron el judaísmo y eran tributarios del reino de Aksum, situado al noreste de África, en la ribera opuesta del mar Rojo (Etiopía), cuyos reyes eran cristianos desde mucho tiempo atrás.


En Himyar, entre 518 y 522 gobernó Madikarib Yafur, que era un rey cristiano.


En 522, Aksum puso en el trono de Himyar a Yusuf Dhu Nuwas, un príncipe árabe convertido al judaísmo, pero este se rebeló contra el negus de Aksum. Hacia finales de 523, Dhu Nuwas perpetró una masa­cre contra los notables cristianos de Najrán (parece haber un eco de este hecho en la sura 85 del Corán). Estos eran cristianos anticalcedonienses (según algunos, nazarenos), pero favorables a los bizantinos. Entonces, el cristiano negus de Aksum, Kaleb, reaccionó, desembarcó con su arma­da, derrotó a Dhu Nuwas (en 525) y emprendió la conquista de Himyar, donde entronizó a un rey cristiano. Regresó a Aksum, dejando la mayor parte de su ejército en Himyar.


Pero, poco después de 531, el general que mandaba el ejército ak­sumita, llamado Abraha, se sublevó y se apoderó del trono de Himyar, rompiendo con el negus etíope. Adoptó la titulatura y le lengua de los reyes himyaritas y llegó a consolidar su poder hacia 548. Pronto, en 552, aco­metió una nueva expedición por Arabia central, calificada de victo­riosa en las inscripciones sobre roca halladas.


Así, Abraha llegó a conquistar y unificar toda Arabia en un reino cristiano, aliando con Bizancio (en época de Justiniano, 527-565), setenta años antes del surgimiento del islam (cfr. Robin 2012). Es el reino de Himyar ampliado. El cristianismo oficial del reino de Himyar era el jaco­bita, el mismo del reino de Aksum. Abraha, que gobernó de 535 a 565, mandó construir la gran iglesia (Al-Qalis) de Saná, en Yemen.


Sin embargo, parece que este rey Abraha modificó su orientación religiosa, abandonó el cristianismo jacobita y se habría adherido a la secta mesiánica judeocristiana de los nazarenos. Así se deduce del cambio teo­lógico que se entrevé en la fórmula de fe que mandó grabar en las pare­des rocosas del valle o rambla (wadi) de Murayghan (a 230 kilómetros de Najrán, al suroeste de la península de Arabia). En efecto, las inscrip­ciones de Abraha dicen: «Con el poder de Dios y de su Mesías», cuando otras inscripciones más antiguas decían: «En el nombre y con la salva­guardia de Dios, de su hijo Cristo vencedor y del Espíritu santo» (Robin 2012: 536 y 538). Jesús no se califica ya con las expresiones «Hijo de Dios» y «Cristo vencedor», sino solamente como «su Mesías». Podemos advertir hasta qué punyo concuerda esto con lo que luego formularía la cristología coránica, que llama Mesías a Jesús, al tiempo que niega su filiación divina (cfr. Robin 2012: 540).


El historiador bizantino Procopio de Cesarea, en su obra Historia de las guerras, referida a Justiniano, es una de las fuentes que relatan la con­quista aksumita de Himyar y el protagonismo de Abraha. Señala cómo el em­perador Justiniano buscó el apoyo de Aksum y de Himyar para su guerra contra el imperio persa sasánida.


Las fuentes árabes, por su parte, también mencionan a Abraha, y registran la expedición que lanzó contra La Meca y su templo (pero ¿qué Meca?, ¿quizá Petra?). Pero su ejército, a cuyo frente iba un elefante, fue rechazado milagrosamente, hecho que parece evocado por el Corán, en la sura llamada El elefante (19/105,1-5).



Los antecedentes del desastroso siglo VI en Oriente Próximo


La formación de las condiciones históricas que produjeron el contexto para la emergencia del poder árabe mahometano se entiende mejor, si evo­camos ciertos acontecimientos del siglo VI. Esta centuria fue, en el Imperio romano de oriente, la época de los célebres emperadores Justino y Justiniano, pero no fueron tiempos tranquilos, sino tempestuosos y agi­tados. En efecto, sobrevino una interminable cadena de desastres y graves cala­midades: la peste bubónica, una anomalía climática, terremo­tos, plagas de langostas y guerras incesantes. (El Imperio romano de oriente no se llamaría propiamente «bizantino» hasta el momento de las reformas in­tro­ducidas por Heraclio a partir de 620, cuando reorganizó el gobierno y, entre otras cosas, impuso el griego, en vez del latín, como lengua de la administración imperial.)


El Oriente Próximo, en el siglo VI, sufrió azotes de todo tipo, natu­rales y sociales. Aconteció lo que se conoce como «pequeña edad de hielo de la antigüedad tardía», un enfriamiento de larga duración, acom­pañado por tres grandes erupciones volcánicas, entre los años 536 y 547 d. C. Después del óptimo climático romano, «una fase de clima cálido, húme­do y estable en buena parte del corazón mediterráneo del Imperio», que contribuyó a la abundancia de las cosechas y a la prosperidad de la economía, la bonanza acabó abruptamente por culpa de las partículas de ceniza, la reducción de la energía solar que llegaba a la Tierra y la brusca y prolongada caída de las temperaturas. En medio de esa catástrofe sur­gió otra, la llamada plaga de Justiniano, que asoló el Imperio romano de oriente, según narra el historiador coetáneo Procopio de Cesarea. El primer brote de la mortífera pandemia de peste se inició en Egipto y se propagó por todo el Imperio entre 541-544, afectando al propio empe­rador. Algunas estimaciones cifran en cuarenta millones las víctimas pro­ducidas. La peste se repetiría cíclicamente durante los dos siglos siguien­tes, con efectos catastróficos para las ciudades y para los campos. En 576, una inmensa plaga de langosta devastó Siria y Meso­potamia.


La cultura daba también signos de agotamiento. Desde la segunda mitad del siglo V y a lo largo del VI, se aprecia un descenso en el número y la talla de los escritores cristianos, lo que sin duda concordaba con la crisis general que conmocionaba aquel Imperio romano, tan poderoso otrora. En la parte de occidente, se consumó el hundimiento definitivo de Roma, datado por los historiadores en el año 476, con la deposición del último heredero imperial. En lo que concierne al Imperio romano de oriente, su historia proseguiría durante un milenio más, con altibajos, fieramente hostigado y, a veces, a punto de sucumbir.


En la vida de Simeón Estilita el Joven (521-592), compuesta por Ni­céforo, maestro de Antioquía, aparece descrito el terrorífico terremoto del año 551, que Simeón vivió allí en Antioquía (Nicéforo de Antioquía 1865, PG, tomo 86). Mucho tiempo después, Teófanes Confesor (758-818) recogía un relato de ese mismo terremoto y maremoto:


«El día noveno del mes de julio, ocurrió un terremoto grande y te­rrible por toda la región de Palestina, Arabia, Mesopotamia, Siria y Feni­cia. De modo que Tiro, Sidón, Beirut, Trípoli y Biblos sufrieron muchos daños. Y perecieron muchos miles de personas. En la ciudad de Bosra [Siria], una gran parte del promontorio adyacente al mar, llamado Lito­prósopo, fue arrancada y desplazada al mar. Y se formó un puerto idó­neo para atracar muchas naves grandes, cuando aquella ciudad no había tenido puerto antes. Además, el agua se retiró mil pasos hacia alta mar, por lo que muchas naves se hundieron en el fondo» (Nicéforo 1865, PG, tomo 86, col. 3086, nota 26).


Da la impresión de que la polémica con las herejías pasaba a un se­gun­do plano, mientras había que afrontar problemas más acuciantes, co­mo eran la resistencia contra los desastres de la naturaleza y la inter­minable confrontación armada con los persas, a lo que aún había que añadir las invasiones de los pueblos ávaros, eslavos y lombardos por el este de Europa, así como las incursiones de árabes sarracenos, esporá­dicas pero cada vez más frecuentes, acaso como lóbrego pródromo de la invasión que se consumaría al siglo siguiente.


Hay un episodio que prefigura algunos acontecimientos posteriores. Yusuf Dhu Nuwas, rey árabe de Himyar, a quien ya nos hemos refe­rido, que se había convertido al judaísmo y quería imponerlo por la fuerza, des­en­cadenó una guerra contra los cristianos, masacrando a muchos en la ciudad de Najrán (año 523). Lo significativo es que su proyecto de­clarado era establecer un reino «davídico» independiente, en el extremo suroeste de Arabia. No es difícil caer en la cuenta del carácter netamente mesiánico de este propósito, que evoca al nazarenismo. Como ya hemos indicado, el negus de Aksum, al parecer con apoyo de Justino, el em­pe­ra­dor de Constantinopla, entró en acción y depuso a Dhu Nuwas. Ya por entonces, no solo las confrontaciones armadas, sino los debates ideológicos sobre el judaísmo y sobre distintas interpretaciones del cris­tia­nismo se extendían por las tierras de los sarracenos. No parece que que­dara mucho espacio para la idolatría politeísta, ni que las diatribas mahométicas fueran en absoluto una novedad.


En el año 570, los persas invadieron el sur de Arabia, le dieron el nombre de Yemen y se lo anexionaron. Destruyeron la magna catedral de Saná. En Yemen permanecerían hasta que, en 628, fueran derrotados por los bizantinos. Pero, no mucho después, ante el avance sarraceno, su gober­nante se unió a Mahoma.


El mismo año 570, los sasánidas lanzaron una gran campaña contra la provincia romana de Siria. De modo que, en 572, se recrudeció la gue­rra entre los emperadores Justino II (reinó 565-578) y Cosroes I (reinó 531-579). Este último rompió la paz firmada con los griegos en 540. Unos años más tarde, el persa avanzaba por Siria en 573. Constantinopla reaccionó y obtuvo la victoria en Metilene, en 576. Pero esto tampoco significó el final de la guerra.


En las provincias romanas de Oriente, la guerra no se limitaba a la confrontación con el Imperio persa, sino que, cada vez más, implicaba el enfrentamiento con los árabes de la frontera meridional y los pro­cedentes del desierto. Por su parte, la población árabe asentada por Siria, Palestina, Sinaí y Nabatea estaba en buena medida romanizada y cristia­nizada. La región Nabatea era conocida como «provincia de Arabia», que, en el siglo VI, dependía en lo religioso del patriarcado de Antioquía. En cambio, los sarracenos de la Arabia Desierta, más al sur de la fron­tera, aunque paulatinamente más alejados, de ninguna manera estaban desconectados de constantes inter­cam­bios con los imperios.

 

Procopio de Gaza

 

El filósofo y hermeneuta cristiano Procopio de Gaza (465-528), re­si­dente en la ciudad de Gaza, es un buen testigo de cómo, en el primer tercio del siglo VI, llegaban de más allá de la frontera no solo algunos camelleros, sino también agresivas partidas de saqueadores. Traduzco aquí un pasaje de su Panegírico del emperador Anastasio (que reinó de 491 a 518, predecesor de Justino), donde narra cómo el emperador «venció a los árabes que atacaban las provincias de Oriente». Su discurso está diri­gido al emperador:


«Después de haber recibido el poder, estimaste conveniente expulsar a todo malhechor y bárbaro lejos de tu imperio, a fin de asegurar la liber­tad de tus súbditos. Ordenaste hacerlo y pronto se obtuvo el éxito. Pues comprendiste que Oriente, parte privilegiada del imperio, estaba siendo perturbado por ciertos bárbaros fronterizos, hombres soberbios y fero­ces, que únicamente reconocían como virtud el atacar los bienes de los demás. Y en verdad irrumpían velozmente y se replegaban veloz­mente, y, para reponerse, se escondían con facilidad. Además, no tenían ni lugar ni ciudad definidos para vivir, sino que cada cual lleva consigo toda su casa, montando una cabaña destartalada dondequiera que esté. Tales hombres ¿de qué fechoría se abstendrán? A su depredación estaban ex­puestas ciudades antes afortunadas y espléndidas, que entonces se halla­ban desprovistas de auxilio y privadas de defensores. De ellas, unas ya habían caído y otras estaban a punto de ser capturadas, y la población civil ya había huido. Pero más que la misma calamidad los angustiaba el miedo por el futuro. Pues un rumor aciago atormentaba los oídos de todos, anunciando cosas todavía más horrendas. Se oía decir que la ciu­dad sería derrotada, las riquezas arrebatadas, las mujeres rap­tadas para violarlas, los niños tratados nefandamente, los ancianos des­honrados, la juventud arrastrada y las mocitas conducidas no al lecho gozoso de un esposo afortunado, según las esperanzas antes concebidas, sino al placer voluptuoso del enemigo bárbaro y de aspecto repugnante. Todo esto era patente» (Procopio de Gaza 1865, PG, tomo 87, col. 2803 y 2806).

 

Leoncio de Bizancio

 

El teólogo griego Leoncio de Bizancio (485-543) nos da noticia de un he­cho sorprendente: que los árabes, al menos determinadas tribus y rei­nos del norte de la península arábiga, eran «sarracenos cristianos», algu­nos, por lo que se sabe, desde mucho tiempo atrás. Pero los cris­tianos es­ta­ban en conflicto entre sí. Algunos árabes habían sido ganados para el miafisismo (también llamado monofisismo), iniciado por Euti­ques, un si­glo antes, y difundido por el monje Jacobo el sirio. Así, pues, con­­tinua­mos encon­trando interesantes informaciones sobre las sectas que per­manecían activas en Siria, Palestina y regiones árabes más al este y al sur.


«Los sarracenos profesaban los dogmas de los jacobitas y acostum­braban a vivir del mismo modo que ellos. Estos jacobitas predican que hay una sola naturaleza en Cristo y vagaban por los desiertos acompa­ñando a los sarracenos, y les prestaban diligentemente su mi­nisterio y dedicación» (Leoncio de Bizancio 1865, PG, tomo 86, col. 1899 y 1902).

 

Procopio de Cesarea

 

Tenemos un cronista excepcional en el historiador romano oriental Procopio de Cesarea (500-565), coetáneo de Justiniano, el emperador de los romanos (reinó 527-565). Procopio fue testigo ocular de las grandes campañas bélicas del general Belisario. En los volúmenes de su Historia de las guerras, narra las guerras en Mesopotamia, contra los persas; en África, contra los vándalos; en Italia, contra los ostrogodos (cfr. Proco­pio de Cesarea 2000b, 2006a y 2006b). Allí aparecen los árabes, denomi­nados de manera general sarracenos, organizados en diversas tribus y reinos, bajo jeques y reyes, unos defendiendo la frontera imperial roma­na, como el rey Aretas de los gasánidas; otros aliados con los persas, como el rey Al-Mundir III de los lájmidas.


Este Procopio da noticia, en su Historia de las guerras, de la alteración climática súbita que sobrevino desde el año 536, como ya dijimos, que arruinó las cosechas y provocó una inmensa hambruna y mortandad:


«Sucedió que a lo largo de ese año tuvo lugar un portento terrorífico, pues el Sol emitió su luz desprovista de rayos, como la Luna, durante todo aquel año entero, asemejándose muchísimo a un eclipse, pues des­pedía unos destellos apagados que no eran como los que emitía habitual­mente. Desde que esto vino a suceder, los hombres no se vieron libres ni de las guerras, ni del hambre ni de ninguna otra calamidad de las que terminan por conducirlos a la muerte. Era el momento en que Justiniano se encontraba en el décimo año de su reinado» (Procopio de Cesarea 2006a, libro IV, pág. 271).


Podemos encontrar una copiosa información en Pro­co­pio. Había sarracenos cristianos en reinos y tribus árabes. Habla de sus costumbres y habilidades, y describe su propensión belicosa y depredadora.


«Era el tiempo del solsticio de verano y en esa época del año, más o menos durante dos meses, [los sarracenos] siempre rinden culto con ofrendas a su dios, sin dedicarse a efectuar ninguna incursión en territo­rio ajeno» (Procopio de Cesarea 2000b, libro II, pág. 237). [Costumbre evocada en el Corán 113/9,5.]


«Porque los sarracenos son incapaces por naturaleza de asaltar una muralla, pero más hábiles que nadie para el saqueo» (Procopio de Cesa­rea 2000b,libro II, pág. 246).


«Mientras, los sarracenos sometían sin cesar a pillaje durante todo este tiempo a los romanos de Oriente desde Egipto hasta los confines de Persia, y su devastación fue tan continua que todas aquellas regiones quedaron prácticamente despobladas. Según creo, nunca podrá un hom­bre, por más que lo investigue, llegar a descubrir el número de personas que murieron así» (Procopio de Cesarea, Historia secreta, 2000a, XVIII, pág. 266).

 

Timoteo Presbítero de Constantinopla

 

Timoteo el Presbítero (datado hacia el año 600) es conocido por su obra sobre los diferentes modos de acceder a la fe cristiana, ortodoxos y des­viados. Al tratar de las herejías, mantiene en su catálogo a los ebio­nitas y los cerintianos, que, como ya sabemos por otros autores, pertenecen a la cuerda de los nazarenos. En su exposición, reitera las características que se les venían atribuyendo desde tiempos de Ireneo, aunque con al­guna variante, como que «Cristo ciertamente fue crucificado, pero aún no ha resucitado, sino que resucitará en el tiempo de la resurrección uni­versal» (Timoteo Presbítero 1865, vol. 1, PG, tomo 86, col. 27 y 30). También afirma expresamente que estaban entre los grupos que practi­caban el bautismo (col. 70).


La Iglesia imperial o melquita se atenía al dogma del concilio de Cal­cedonia (año 451), pero no logró imponerlo a todas las iglesias. Tenía dos grandes rivales. Primero, la Gran Iglesia de Oriente, llamada Iglesia nestoriana, o diofisita, que se extendería más allá de Siria y Palestina, por Mesopotamia, Persia, hasta India y China. Segundo, la Iglesia miafisita, o jacobita, denominada así por Jacobo Baradeo, obispo de Edesa (de 543 a 578), cuya actividad infatigable creó toda una red eclesiástica paralela. Se dice que consagró dos patriarcas, veintisiete obispos y miles de pres­bíteros y diáconos. A ella pertenecen los coptos. Se cuenta que Jaco­bo Baradeo evangelizó a los árabes gasánidas.


Con tales desencuentros, las tensiones entre las Iglesias dentro del Imperio no cesaban de agravarse, pese a los esfuerzos de los sucesivos empera­dores constantinopolitanos por encontrar una fórmula de con­senso. Al finalizar el siglo VI, todo el Creciente Fértil parecía en trance de desmoronarse. El reino gasánida y el lájmida se derrumbaban. La amenaza de guerra con los persas se cernía en el horizonte. Y nadie sos­pechaba que un nuevo atroz enemigo surgiría llevando la situación de caos hasta el paroxismo.



El colapso de los imperios y la irrupción de Mahoma

 

A fin de insertar históricamente el surgimiento de la religión que con el tiempo se vincularía a Mahoma y se denominaría islamismo, exponemos su­ma­riamente algunos hechos de los que marcaron aquel primer tercio del siglo VII. Entre otros cronistas, está el poeta épico Jorge de Pisidia (580-635), quien nos narra los avatares de la vida del emperador Heraclio y sus expediciones bélicas (sobre él hay una excelente tesis doctoral, de Gonzalo Espejo Jáimez, 2015).


Por lo que respecta a los árabes de aquella época, hemos de insistir en que no andaban aislados de la civilización, ni vivían en la «ignorancia», puesto que llevaban como mínimo tres siglos bajo la influencia de persas y de romanos. En lo religioso, no solo convivían con judíos, con cristia­nos de lengua hebrea, griega y aramea, sino que la mayoría de la pobla­ción árabe, lejos de ser politeísta, se había convertido al judaísmo o al cris­tia­nismo, en alguna de sus ramas. Al norte de la península arábiga se asen­taban dos reinos cristianos, el gasánida y el lájmida, en tanto que al sur se situaba el reino de Himyar (homeritas de Yemen, la Arabia Feliz) y, en la orilla occidental del mar Rojo, el reino de Aksum (la actual Etio­pía), ambos también cristianos. No obstante, cada uno de aquellos reinos árabes se adscribía a distinta confesión cristiana, ya que los gasánidas, aliados de los romanos, eran monofisitas, mientras que los lájmidas, lindando con los persas, eran nestorianos de la gran Iglesia de oriente.


Los especialistas señalan que había tres núcleos principales de la cris­tiandad árabe. Uno por los Altos del Golán, en Siria, y también entre los gasánidas. El segundo, en la ciudad oasis de Najrán, al suroeste de Ara­bia, cerca de la frontera con Yemen. Y el tercero, en la ciudad de Hira, ca­pital de los lájmidas, al sur del actual Irak (cfr. Bridger 2015: 3).


La situación geopolítica a gran escala venía marcada por la intermi­tente, pero interminable confrontación entre los imperios, persa y roma­no oriental, agudizada en tiempos de Justiniano ante los ataques de Cos­roes I en 531. La insidiosa guerra entre romanos y persas no iba a termi­nar hasta el año 628, con la derrota de Cosroes II frente a Heraclio.


Cuando ascendió al trono sasánida Cosroes II, en 591, prometió ini­cialmente mantener la paz con Constantinopla. Pero, al albor del siglo VII, la secular confrontación se reanudó. Cosroes II (que reinaría hasta 628) rompió su compromiso de paz, en 603, y comenzaron las hosti­lidades. Pese a la reacción del emperador Heraclio (reinó entre 610-641), los formidables ejércitos persas vencieron a los romanos en Emesa, el año 611, y conquistaron Antioquía; luego tomaron Damasco, en 613, y Jeru­salén, en 614, con apoyo de los judíos radicados en Persia, así como posiblemente en alianzacon los nazarenos (judíos y árabes). A esto hay que añadir, según señalan las crónicas, un levantamiento de judíos pales­tinos en Tiberíades, Galilea (años 613-617), también en contra del empe­rador romano Heraclio y a favor de los persas.


Aquel año 614, al tomar Jerusalén, el poder persa se apoderó del verum lignum crucis, la venerada reliquia de la cruz de Cristo.


Cuando cayó Jerusalén, Cosroes puso como gobernador de la ciudad a un «judío». Muchos cristianos fieles a ortodoxia de Constantinopla se vieron obligados a huir, otros intentaron la resistencia y fueron aplasta­dos. Sofronio de Jerusalén, que años más tarde llegaría a ser patriarca de la ciudad, describió en un poema las masacres que siguieron a la toma por los persas (citado en Qadr 2019: 228).


Poco después, en 619, los ejércitos persas ocuparon Egipto (que per­manecería en su poder hasta el año 628). Y se adentraron en Anatolia con la intención de llegar hasta Constantinopla.


Otro aspecto relevante de este contexto de guerra es que, probable­mente, nos encontramos ante una temprana aparición en escena de los árabes sarracenos seguidores de Mahoma, integrados con los judíos na­za­renos, como tropa mercenaria de los persas. Una hipótesis histórica es que el mismo Mahoma estuviera implicado de alguna manera en aquella guerra. Cabe pensar incluso que (a diferencia de la tradición islámica que habla de la huida desde La Meca) la huida a Yatrib (Medina) no fuera sino la escapada hacia el desierto, al sur, ante la noticia del contraataque iniciado por Heraclio precisamente en el año 622, el año de la hégira. En tal caso, los aliados de Mahoma en Yatrib, mencionados en las fuentes musul­manas como «auxiliares», posiblemente fueran los judíos nazare­nos con quienes compartían la misma fe y las mismas batallas.


Lo cierto es que los romanos de Constantinopla, con su emperador Heraclio a la cabeza, emprendieron una gran contraofensiva en 622. Este mismo año vencieron a los persas en Capadocia y los expulsaron de Anatolia. Acometieron la reconquista de Siria y Palestina. Hicieron retro­ceder a Cosroes II hacia el interior de su imperio y lo derrotaron defini­tivamente en la batalla de Nínive, en diciembre del año 627. Poco des­pués, Cosroes fue asesinado por los suyos y el Imperio persa sasá­nida entró en una fase de inestabilidad y descomposición, para desa­parecer completamente, en 651, bajo la ocupación árabe.


Pero, el año 629, Heraclio entraba triunfalmente en Jerusalén, para devolver a su lugar la reliquia de la vera cruz. Ese mismo año, según las historias musulmanas, Mahoma habría hecho capitular a los jefes de «La Meca». Lo históricamente cierto es que los mahometanos emprendieron un ataque a la Arabia Pétrea, y fueron derrotados por los romanos en la batalla de Muta, en septiembre de 629. Ante este descalabro, los sarra­cenos huyeron otra vez a refugiarse en el desierto, con el fin de recom­ponerse, por lo que más tarde se vería.


En efecto, los ejércitos de Mahoma (y pudiera ser que él en persona), con sus aliados los judíos nazarenos, volvieron a la carga, en 634, e infli­gieron una grave derrota militar a los ejércitos de Heraclio, en Gaza. Esta sorprendente victoria les allanó el camino hacia Palestina y Siria, hacia Jerusalén, que quedaba a poco más de cien kilómetros de distancia. Por lo que narran algunas fuentes, podría deducirse que fue entonces cuando ocurrió realmente la muerte de Mahoma. Pero no se sabe.


Los lugartenientes del general Omar prosiguieron, a sangre y fuego, el avance desde Gaza a Cesarea. El mismo año 634, los mahometanos se apoderan de la fortaleza romana de Bosra, al sur de Siria y al este del Jordán. En 635, cayó Damasco. Hacia oriente, acometieron la agresión contra Mesopotamia y Persia (635-642), cuyo imperio, herido de muerte, acabó colapsando del todo, irreversiblemente.


En 636, el cuerpo expedicionario de Heraclio se disponía a frenar el avance de los sarracenos, pero, traicionado por una parte de sus aliados en mitad de la contienda, acabó derrotado en la importante batalla del río Yarmuk, situado al sureste del mar de Galilea, cerca de Damasco, de modo que toda la pro­vincia de Siria quedó indefensa.


«En el año 947, indicción 9 [equivalente al 635-636 d. C.], los árabes invadieron toda Siria, marcharon hacia Persia y la conquistaron. Los árabes subieron a la montaña de Mardin y mataron a muchos monjes de [los monasterios de] Cedar y Bnata. Allí murió el hombre bendito Simón, portero de Cedar, hermano de Tomás el sacerdote» (Tomás el Presbí­tero, Crónica, citado en Hoyland 1997: 119).


«En enero, [la gente de] Homs dio su palabra [de sumisión] para salvar sus vidas y muchas aldeas fueron arrasadas por la matanza de [los árabes de] Mahoma (Muhmd) y muchas personas fueron masacradas y hechas prisioneras desde Galilea hasta Bet (Escitópolis, en Judea).


 En el vigésimo sexto [día] de mayo, el Tesorero salió de las inme­diaciones de Homs y los romanos los persiguieron [a los árabes].


 En el décimo día de agosto, los romanos huyeron de los alrededores de Damasco [y allí fueron muertos] muchos, unos diez mil. Y en el cam­bio de año los romanos llegaron. El vigésimo día de agosto, en el año novecientos [cuarenta y] siete, se concentraron en Gabita (Yarmuk, 636) [una multitud de] romanos, y muchas personas de los romanos fueron muertas, unas cincuenta mil» (Tomás el Presbítero, Fragment on the Arab Conquests, ll. 8-11, 14-16, 17-23. Hay palabras ilegibles que se han sus­tituido por conjeturas entre corchetes. Tomado de Hoyland 1997: 117).


A finales del año 637, se rindió Jerusalén, después de dos años de duro asedio por parte de las huestes sarracenas. En enero de 638, el rey Omar entraba triunfalmente en Jerusalén a lomos de una burra, y ha­ciéndose aclamar como Redentor.


Una epidemia de peste bubónica, que había castigado la región en los años 614 y 628, se abatió de nuevo en 638, agravando las hecatombes producidas por las guerras.


En Constantinopla, el año 638, Heraclio y el patriarca Sergio, con el afán de superar de una vez la división existente entre ortodoxos calce­do­nianos y monofisitas, patrocinaron y promulgaron una fórmula cristo­lógica de compromiso (conocida como monotelismo: que en Cristo hay una sola voluntad y actuación teándrica), pero este intento no con­tentó a ninguna de las partes y terminó en un fracaso rotundo e irremisible.


Las guarniciones bizantinas, abandonadas a su suerte, ya no podían contener a los ejércitos árabes conquistadores. En 641, ocuparon Egipto. En 642, cayó Alejandría, donde el piadoso Omar mandó destruir la gran biblioteca alejandrina. En 643, sus tropas saquearon Trípoli.


En su avance, los árabes asediaron Cartago por tierra y mar, en 698, arrasaron la ciudad, y masacraron a espada a la mayoría de sus habitantes. En el año 711, invadieron el reino visigodo de Hispania.


Un factor que, sin duda, favoreció la conquista árabe fue el malestar generado, desde hacía mucho tiempo, por la persistente disidencia reli­giosa en las provincias de Oriente. Según algunos, frente a las disensio­nes inveteradas, aparecía un nuevo orden promovido por una nueva reli­gión. Pero no parece que entonces nadie pensara que fuera una nueva religión. Más bien, solo era el inesperado triunfo de una herejía marginal, ya presente desde tiempos pretéritos. De hecho, durante mucho tiempo, la mayoría de la población continuó siendo cristiana, cada cual según su respectiva iglesia, mientras que la religión de los nuevos amos era vista como una secta más, en la que se podía reconocer un extraño parecido con el nazarenismo.


La repercusión a gran escala de la violenta irrupción del milenarismo sarraceno supondría el completo colapso del mundo antiguo y la fractura entre la ribera norte y la ribera sur del Mediterráneo, que perdura hasta hoy. Bizancio se quedaba sin sus provincias orientales y norteafricanas. El historiador Peter Brown nos ofrece una instantánea:


«Hacia el año 700, el Estado del antiguo Imperio universal de la Roma de Oriente, llamado Rum por los musulmanes, había disminuido dolorosamente de tamaño. Había perdido las provincias orientales y las tres cuartas partes de los ingresos que había percibido hasta entonces. Durante dos siglos, hasta 840 aproximadamente, casi cada año hubo de hacer frente a los ataques del Imperio islámico, un Estado diez veces más grande, con un presupuesto quince veces mayor que el suyo, capaz de reunir unas fuerzas militares que superaban a los ejércitos de los rumi en una proporción de cinco a uno» (Brown 1996: 205).

 


La cronología de la formación del sistema islámico

 

Los anales y la cronología de la formación del sistema islámico, de su gestación y desarrollo durante los primeros tiempos, uno o dos siglos, permanecen en una densa penumbra, agravada por las narraciones fan­tasiosas de los autores de la tradición oficial abasí, elaborada muy tardía­mente. Por fortuna, hay cada vez más investigaciones que nos permiten efectuar una reconstrucción, inevitablemente fragmentaria y con dife­rentes grados de probabilidad, pero esclarecedora desde el punto de vista histórico. Establezcamos las principales fechas, a fin de recrear la se­cuencia de acontecimientos y comprender mejor el proceso.


595: Según la datación tradicional, el futuro Mahoma contrajo ma­trimonio con Jadiya, una rica comerciante para la que trabajaba. Ella era judía, probablemente nazarena. Pocos años después, hacia el 600, los judeonazarenos habrían comenzado a adoctrinar a sus vecinos ára­bes, consiguiendo adeptos en el clan de Mahoma.


603: Cosroes II rompió el compromiso de paz con Constantinopla y pronto se desataron las hostilidades, que se prolongarían hasta 628.


610: Subió al trono constantinopolitano Heraclio, emperador roma­no. Había algunas poblaciones árabes cristianas, como los gasánidas, que eran aliados de Constantinopla.


610: Los persas sasánidas de Cosroes II acometieron la guerra contra las provincias orientales del imperio de Constantinopla. Invadieron Siria y Asia Menor, hasta Calcedonia. Por entonces, el proselitismo judío na­zareno había logrado difundir entre algunos clanes árabes su mesianismo escatológico, apocalíptico y milenarista. En este proceso, desempeñó un papel destacado un predicador al que más tarde llamarían Mahoma.


611: Los formidables ejércitos persas, con tropas auxiliares de mer­cenarios judíos de Mesopotamia, y, al parecer, con apoyo de parte de la población judía de Siria, descontenta, vencieron a los romanos en Edesa y conquistaron Antioquía.


613: Los persas sasánidas prosiguieron su campaña: tomaron y sa­quearon Damasco, la capital siria.


614: En mayo, los persas de Cosroes se dirigieron a Jerusalén, gober­nada por los cristianos, y le pusieron cerco. Con el ejército sasánida iban huestes de judíos (rabínicos o talmúdicos), en su mayoría de Babi­lonia, bajo el mando del exilarca Nehemías. También cooperaron fuerzas de los nazarenos, compuestas por judíos nazarenos y árabes conversos al nazarenismo (¿quizá Mahoma?). Y contaron, además, con el refuerzo de los judíos sublevados en Galilea. Tras un asedio de solo veinte días, to­maron la ciudad. Jerusalén permanecería en poder persa hasta el año 628, cuando caería ante Heraclio.


  Los persas, tras haber conquistado Jerusalén, no solo se apoderaron de la reliquia de la vera cruz, sino que des­tru­yeron gran cantidad de igle­sias y monasterios cristianos. Confiaron el gobierno de la ciudad san­ta a los judíos (rabínicos) y su exilarca, cuyo plan era la reedificación del tem­plo y la entronización de un sumo sacerdote para restaurar el culto. Pero los nazarenos iban también con sus propios planes: querían re­construir el templo con el fin de acelerar el descenso del Mesías y el apocalipsis. Cuando estos nazarenos, judíos y árabes, se disponían a po­ner manos a la obra, fueron detenidos por los judíos rabínicos que obs­truyeron su camino hacia el monte del templo. Como consecuencia, se rompió el pacto con los judíos rabínicos, quienes expulsaron a los nazarenos de Jerusalén y luego de Palestina (Lafontaine 2020: 39-40).


  En Jerusalén, se desató una guerra abierta entre los gobernantes judíos (rabínicos) impuestos por Persia y los cristianos (leales a Constan­tinopla). Estos últimos mataron al exilarca, a su consejo y al sumo sacer­dote. En venganza, los judíos perpetraron la terrible matanza de Mamilla, cerca de Jerusalén, en la que masacraron a unos 34.000 (según otros, hasta 60.000) cristianos desarmados, hombres, mujeres y niños, y arro­jaron sus cadáveres en numerosas cuevas de los alrededores. El monje Antíoco de Palestina relató aquellos acontecimientos en su obra La toma de Jerusalén:


«Entonces, los viles judíos, enemigos de la verdad y llenos de odio a Cristo, cuando percibieron que los cristianos habían caído en manos del enemigo, se regocijaron en extremo, porque detestaban a los cristianos; y concibieron un plan malvado de acuerdo con su vileza con respecto a la gente. A los ojos de los persas su importancia era grande, porque eran los traidores de los cristianos. Y entonces, en esta ocasión, los judíos se acercaron al borde del estanque y llamaron a los hijos de Dios, mientras estaban encerrados allí, y les dijeron: ‘Si queréis escapar de la muerte, haceos judíos y negad a Cristo; y entonces saldréis de ese lugar y os uni­réis a nosotros. Os rescataremos con nuestro dinero, y os bene­fi­cia­re­mos’. Pero su conjura y deseo no fueron satisfechos, su tra­bajo resultó ser en vano; porque los hijos de la Santa Iglesia eligieron la muerte en nombre de Cristo antes que vivir en la impiedad: y consideraron mejor que su carne fuera castigada, en vez de arruinar sus almas, de modo que no estuvieron de parte de los judíos. Y cuando los sucios judíos vieron la firme rectitud de los cristianos y su inamovible fe, entonces se agitaron con ira viva, como bestias malvadas, y luego imaginaron otra conjura. Desde antiguo ellos habían comprado al Señor de los judíos con plata, y así mismo compraron a los cristianos del estanque; porque dieron plata a los persas, compraron a un cristiano y lo mataron como a una oveja. Sin embargo, los cristianos se regocijaron porque estaban siendo asesi­nados en nombre de Cristo y derramaban la sangre por su sangre, y asu­mían la muerte por su muerte...»


«Cuando la gente regresó a Persia, y los judíos se quedaron en Jeru­salén, comenzaron con sus propias manos a demoler y quemar las igle­sias sagradas que habían quedado en pie...»


«¡Cuántas almas fueron asesinadas en el estanque de Mamel! ¡Cuántos perecieron de hambre y sed! ¡Cuántos sacerdotes y monjes fueron masa­crados por la espada! ¡Cuántos niños fueron aplastados bajo los pies, o perecieron por el hambre y la sed, o languidecieron de miedo y horror al enemigo! ¡Cuántas doncellas, rechazando sus abominables ultrajes, fue­ron entregadas a la muerte por el enemigo! ¡Cuántos padres perecieron delante de sus propios hijos! ¡Cuánta gente fue comprada por los judíos y masacrada, y se convirtieron en testigos de Cristo! ¡Cuántas personas, padres, madres y tiernos infantes, que se habían ocultado en fosas y cis­ternas, perecieron por la oscuridad y el hambre! ¡Cuántos huyeron a la iglesia de la Resurrección, a la de Sión y a otras iglesias, y fueron masa­crados y consumidos por el fuego! ¡Quién puede contar la multitud de cadáveres de los que fueron masacrados en Jerusalén!» (citado en Cony­beare 1910: 508-509).


Al parecer, hay ecos de estos acontecimientos en el Corán. Pues unos versículos (Corán 89/3,123-127) que la tradi­ción musulmana entiende como referidos a la batalla de Badr, la primera victoria de los seguidores de Mahoma, supuestamente acaecida en 624, no se han interpretado co­rrectamente. Según algunos especialistas actuales, se trata de un error de comprensión, porque lo más probable es que esos versículos se re­fieran a la toma de Jerusalén por los persas, el año 614. En aquella ocasión, el poder persa habría expulsado a sus mercenarios sarracenos, que de este modo habrían quedado a salvo del combate y preparados para la revan­cha posterior (cfr. Bonnet-Eymard 1990: 112 y 285-288).


614-617: Hay noticias poco claras de que se libraron combates por la conquista de la explanada del templo jerosolimitano. Probablemente esto se corresponde con lo que ya hemos contado acerca del enfrenta­miento entre los judíos rabínicos y los nazarenos.


617: Hasta este año, la administración de Jerusalén estuvo en manos de judíos rabínicos. Pero debió ser tan conflictiva que las autoridades persas los despojaron del gobierno. Mientras tanto, los sarra­cenos ha­bían huido al desierto de Arabia (¿tal vez a Petra?), donde probablemente se rea­gruparon en torno al pre­dicador mesiánico apocalíptico, que más tarde sería apodado Mahoma.


619: Los persas en su avance ocuparon Egipto, que permanecería bajo su poder hasta el año 628. Al mismo tiempo, se iban adentrando en Anatolia, con las miras puestas en Constantinopla.


622: Heraclio, emperador de los romanos orientales, inició la contra­ofensiva: organizó un gran ejército y emprendió la campaña militar con­tra los persas sasánidas, logrando invertir el curso de la guerra e infligir una derrota tras otra a los generales persas.


622: Este mismo año se suele marcar como el de la hégira de los ára­bes «emigrados en el camino de Dios». Pero ¿cuál es el acontecimien­to que conmemora esta fecha, para que el califa Omar la designara como el inicio de una nueva era? ¿Qué es lo que hicieron realmente los sarra­cenos y Mahoma diez años antes de la muerte de este? Ya habían sido empujados hacia el sur. Y entra dentro de lo posible que huyeran más al sur (hégira a Petra, a Hegra, o al oasis de Yatrib), ante el avance de las tropas imperiales romanas.


624-625: Los ejércitos de Heraclio continuaron avanzando victorio­sa­men­te en Persia.


626: Mientras el emperador Heraclio se hallaba en plena campaña contra Cosroes en Persia, una confederación de los ávaros atacó por el oeste (los Balcanes) y asedió Constantinopla. El patriarca Sergio orga­nizó con éxito la defensa de la ciudad.


627: En la batalla de Nínive, Heraclio derrotó a los persas. Este mis­mo año, Heraclio tomó Jerusalén. Se cuenta que expulsó de la ciudad a los judíos, que habían colaborado con los persas. Mientras, en Yatrib, Ma­ho­ma organizaba una coalición militar de sus árabes nazarenos con judíos nazarenos. (Mucho después, la historia califal ocultaría estos he­chos, fabulando episodios imaginarios de enfrentamientos con las tribus judías de Yatrib.)


627-629: Los romanos vencedores acordaron tratados de paz con los persas, poniendo fin a 25 años de guerra ininterrumpida con ellos.


628: Heraclio derrotó a los persas en Jerusalén y restauró allí el poder romano. Este mismo año 628, los ejércitos de Heraclio expulsaron a los persas de Egipto.


629: La batalla de Muta. Un ejército expedicionario de Mahoma (co­ligado con los judíos nazarenos) se enfrentó a las tropas de la guar­nición romana en Muta, al sureste del Mar Muerto. Pero los sarracenos fueron repelidos y derrotados.


630: En marzo, Heraclio entraba triunfante en Jerusalén, portando y restituyendo la vera cruz recuperada.


632/634: La muerte de Mahoma. Algunos historiadores piensan que no está clara la fecha del fallecimiento del profeta, pues una crónica de la batalla de Gaza lo menciona. Según esto, habría muerto en 634, qui­zá en un ataque a Jerusalén. Si esto fuera así, Abu Bakr nunca habría sido «califa», sino que el sucesor habría sido directamente Omar. Otra hipó­te­sis sostiene que Mahoma acabó asesinado en un complot tramado, en 634, por Abu Bakr, Omar y Abu Ubaida, con la complicidad de Aisha (cfr. Lammens 1910b). El relato del envenenamiento de Mahoma por una judía de Jaibar y el posterior fallecimiento el 8 de junio de 632 se habría inventado para camuflar lo ocurrido y, de camino, prestigiar a Abu Bakr y su fami­lia.


632: Podría haber accedido al poder como primer sucesor, Abu Bakr (632-634), a menos que sea cierta la conjura del «triunvirato» argumen­tada por por Lammens.


634: La batalla de Gaza. En la primavera de 634, las tropas de Maho­ma derrotaron a las fuerzas expedicionarias romanas y mataron al can­didato Teodoro, jefe supremo del ejército imperial. La crónica de Tomás el Presbítero, datada en el año 640, da a entender que los árabes iban comandados por el propio Mahoma. Esta victoria de los mahometanos al este de Gaza les dejó expedito el camino ha­cia Jerusalén. ¿Tal vez los sarracenos/nazarenos llegaron hasta un primer intento de tomar Jerusa­lén y allí ha­bría muerto Mahoma? Es una de las hipótesis.


634: Subida al poder sarraceno del belicoso general Omar Ibn Al-Jatab (reinó 634-644).


636: La batalla del río Yarmuk, cerca de Damasco, donde los ejér­ci­tos sarracenos de Omar obtuvieron una gran victoria sobre los ejércitos del empe­rador roma­no Heraclio.


637: La ciudad de Jerusalén, sitiada, pactó su rendición ante las tro­pas de Omar.


638: Entrada triunfal de Omar en la Jerusalén conquistada, a lomos de un asno y haciéndose llamar Redentor (Al-Faruk).


638-640: Los nazarenos (todavía árabes y judíos juntos) emprendie­ron una precaria reconstrucción del templo, donde ofrendaron sacrifi­cios animales con­forme a la ley mo­saica. Según la crónica del obispo Sebeos: los judíos (nazarenos) se cons­tru­yeron un lugar de culto en la explanada del monte del Templo, pero los ismaelitas (árabes), celosos, expulsaron de allí a sus socios judíos, que tuvieron que contentarse con un sitio marginal (cfr. Leila Qadr 2019: 270).


640: Se habría consumado la ruptura entre los árabes sarracenos de Omar y los «ju­díos» nazarenos. De modo que Omar los expulsó de la ciudad y lue­go de toda Arabia.


641: Los sarracenos ultimaron la conquista del Egipto ro­mano.


644: El poderoso Omar Ibn Al-Jatab resultó asesinado.


644: Fue elevado al poder sarraceno Utmán Ibn Affan (reinó 644-656). Utmán habría man­dado compilar una versión oficial del Corán y destruir todas las demás versiones.


647: Los ejércitos sarracenos prosiguieron la guerra de conquista, atacando el exar­cado romano de Cartago.


651: Las tropas árabes culminaron la conquista total de Persia.


656: El piadoso Utmán Ibn Affan falleció asesinado.


656: Consiguió el poder sarraceno Alí Ibn Abi Talib (reinó 656-661), primo hermano y yerno de Mahoma.


656-661: Estalló la primera guerra civil (o fitna), por disensiones res­pecto a la sucesión en el trono del profeta.


661: Alí Ibn Abi Talib también fue asesinado. Su hijo Hasan firmó un tratado de paz con Muawiya, el poderoso gobernador de Siria.


661-684: Comenzó la época sufiánida, en que acceden al poder des­cen­dientes de Abu Sufyan, de familia Omeya, parientes lejanos del profeta.


661: El rey Muawiya I (gobernó 661-680) instauró en el poder a la dinastía omeya. Sobre la dinastía Omeya puede consultarse en Internet:

https://wiki2.org/es/Califato_Omeya


661: Un fuerte terremoto destruyó el templo de Jerusalén levantado por Omar, y Muawiya lo reconstruyó.


670: Hasan, hijo de Alí, fue asesinado por envenenamiento.


680: Yazid I (reinó 680-683), hijo de Muawiya, le sucedió en el poder.


680-692: La segunda guerra civil entre musulmanes. Contra el rey omeya se rebeló Husain Ibn Alí y luego Abdallah Ibn Al-Zubair.


680: Husain, el otro hijo de Alí, murió asesinado en Kerbala.


680: Abdallah Ibn Al-Zubair (reinó 680-692) se proclamó califa. Se estableció en La Meca y allí se hizo fuerte. Sostuvo una larga guerra contra Yazid I y sus sucesores.


683: Muawiya II (reinó 683-684), hijo y sucesor de Yazid I. Abdicó pronto, en 684.


684-750: Dio inicio la época marwánida, a la que dio nombre Marwan I, procedente de otra rama de los omeyas (a la que también había perte­necido Utmán).


684: Llegó al poder Marwan I (reinó 684-685).


685: Abd Al-Malik (reinó 685-705) se afirmó como califa. Condujo la guerra contra el califa rival, Ibn Al-Zubair, a quien finalmente derro­taría. Abd Al-Malik promovió la arabización y la islami­zación paulatina del Estado. Con él se extendió la idea de considerar al califa como en­viado o lugarteniente de Dios en la tierra. En contra de la actitud an­terior, más contemporizadora en lo religioso, se empezó a concebir que había una sola revelación verdadera, exclusivamente árabe, la del libro sagrado árabe, el Corán. Asimismo, un profeta árabe, transmisor de la revelación, Mahoma. Y una ciudad santa árabe, La Meca, aunque, duran­te un tiempo, todavía siguió teniendo la preeminencia Jerusalén, como lo demuestra la construcción allí de la Cúpula o Domo de la Roca.


685: Por primera vez, en monedas del califa disidente Abdallah Ibn Al-Zubair (m. 692), que era nieto de Abu Bakr y sobrino de Aisha, apa­rece escrita la palabra «Mahoma» (MHMD). Pero lo más seguro es que deba interpretarse como un título honorífico del gobernante.


685-690: El título de Mahoma también aparece acuñado en monedas del califa omeya Abd Al-Malik. Igualmente sería utilizado en las inscrip­ciones del Domo de la Roca.


692: El general Al-Hayyaŷ Ibn Yusuf, a las órdenes de Abd Al-Malik, combatió, derrotó y, por último, decapitó al anticalifa Al-Zubair.


692: Se inauguró el edificio del Domo de la Roca que imitaba la es­tructura de la iglesia del Kathisma (es decir, del Trono de María), con el fin exaltar la supremacía de Abd Al-Malik. Este santuario de la Roca, que a lo largo de la historia sería reconstruido y reformado más de una vez, aparece de­corado con nu­merosas inscripciones murales, cuya significa­ción sigue siendo objeto de debate hoy día.


705: Al morir Abd-Al-Malik, el paleoislam y el Corán estaban en fase de configuración y consolidación, de modo que, en unos decenios, darían paso al islam clásico, desde el 720 en adelante. Anotamos, a conti­nuación, solo algunos datos significativos para el contexto de la cons­trucción histórica del islamismo, sus fuentes, sus leyes, su tradición.


708: Se introdujo el mihrab en las mezquitas, el nicho que marca la dirección o quibla para el rezo.


713: Un fuerte terremoto destruyó la ciudad de Petra, quizá la ciudad donde realmente nació y vivió Mahoma (cfr. Dan Gibson 2011 y 2017).


744-747: Tercera guerra civil entre musulmanes. El enfrentamiento era entre omeyas y aba­síes, del que estos últimos salieron vencedores.


745: Escritos de Juan Damasceno, en los que alude a Mahoma y a sus seguidores sarracenos, contra cuya doctrina argumenta.


746: Un gran terremoto arruinó de nuevo Petra, y fue abandonada.


750: La dinastía abasí venció y se alzó con el poder. Trasladó la capi­tal a Bagdad, en el territorio del antiguo imperio persa. El islam, árabe desde su fundación, empezaría poco a poco a desnacionalizar su sistema semiótico, tratando de presentarse como un mensaje universal. Pero no logró superar, sino que agudizó, la oposición al judaísmo y al cristianis­mo. Al mismo tiempo reintrodujo una fuerte división entre particularis­mo y universalismo, en el plano de la contraposición radical entre los «creyentes» y los no creyentes.


La primera gramática del árabe apareció hacia finales del siglo VIII, lo cual facilitó su enseñanza y la imposición de la lengua árabe sobre el griego y el arameo.


Para la cristiandad, los siglos VII y VIII fueron siglos oscurecidos por una doble irrupción: la de los eslavos al este y la de los sarracenos maho­metanos. Después, Bizancio alcanzó una época de esplendor, el imperio medio, entre 867 y 1204.


787: El concilio de Nicea II, con la emperatriz bizantina Irene de Atenas, declaró herética la doctrina iconoclasta (mimética con el islam), aunque esto no terminó con la crisis de la cristiandad.


813-819: La cuarta guerra civil (o fitna), esta vez entre abasíes, en­frentados por la sucesión en el califato.


843: La emperatriz Teodora, regente del emperador Miguel III, res­tauró definitivamente el culto a los iconos en el Imperio bizantino.


850: El califa Al-Mutawakkil (reinó 847-861), reprimió a la escuela racionalista de los mutazilíes, e impuso el nuevo dogma del Corán como libro increado (Mraizika 2018: 16).


923: Se fueron componiendo las colecciones de hadices, que inclu­yen miles y miles de relatos de hechos y dichos atribuidos a Mahoma, con la pre­tensión de ser «auténticos».


930: Ibn Muyahid introdujo la normalización ortográfica en la es­critura del Corán, hasta este momento defectiva y ambigua.


Para completar este prontuario histórico con la sucesión de los acon­tecimientos precipitados por la expansión árabe y musulmana, tiene fun­damental importancia considerar la historia desde el punto de vista de la yihad, siguiendo el hilo de sus batallas a lo largo del tiempo, para lo cual tenemos que remitimos a una cronología histórica de la yihad, que abor­daremos en otra parte.


En líneas generales y en síntesis, proponemos distinguir tres fases en el proceso de aparición y evolución ulterior del sistema islámico en cuan­to ensamblaje de ideas que interpretan y regulan la práctica social:


1ª. El protoislam surgió, con toda probabilidad, a partir de un movi­miento judeocristiano, la secta mesiánica de los nazarenos, que difundie­ron su fe entre ciertas tribus árabes, como la de los curaisíes, a cuyo clan Banu Hasim pertenecía Mahoma. Hay pruebas de que estos belicosos mesia­nistas nazarenos, conjuntamemnte judíos y árabes, tomaron parte en las batallas entre el Imperio romano oriental y el Imperio persa sasá­nida (610-629). Más tarde, con Mahoma, empezaron a actuar por cuenta propia, quizá desde 629. En la batalla de Gaza, en 634, resultaron victo­riosos y, a partir de ahí, fijaron su objetivo en Jerusalén. Tras la conquista de Damasco y la victoria de Yarmuk (en 636), tomaron Jerusalén (a fines de 637). En medio de una oscura disputa, quizá por el control del tem­plo, se produjo la ruptura (639-640) de los arabonazarenos con sus alia­dos judeo­nazarenos, alzándose los árabes con la hegemonía.


2ª. El islam primitivo como religión específica de las tribus árabes que con­fi­guraron un Estado militar controlado por la minoría árabe. Este proceso debió estar en ciernes poco después de la muerte de Mahoma y se po­tenció tras el éxito de las primeras conquistas. La facción de los muhāŷirūn o sarracenos, una vez que rompió con los judíos nazarenos (hacia el año 640), se reafirmó recomponiendo su ideología político-religiosa con un carácter étnico, propiamente árabe. Esta fase se consolidó en el reinado de Abd Al-Malik (685-705) y culmino en el de Omar II (m. 720). Abd Al-Malik reconfiguró y reorganizó el poder, promoviendo entonces la islamización: la arabización lingüística de la administración, la miti­ficación de Mahoma como profeta de los árabes y la canonización del Corán como libro sagrado en árabe. Unos años después, se desarrollaron las escuelas de juris­prudencia más antiguas.


3ª. El islamismo como religión imperial del califato. En la época del califato abasí (a partir de 750), el islam empezó a presentarse como religión con pretensiones de poseer un mensaje universal. Florecieron las escuelas de jurisprudencia, que codificaron la ley islámica. Luego, en el siglo IX, se hicieron las últimas revisiones del texto coránico, se redactó la biografía de Mahoma, se elaboraron las colecciones de relatos del profeta y se redactaron las exégesis clásicas del Corán. Desde entonces, el poder mu­sulmán animó, y a veces forzó, la conversión al islam de gentes pro­venientes de otras naciones y religiones: árabes, persas, judíos, egipcios, norteafricanos, hispanos, indios y chinos.


En resumen, Mahoma, que habría sido un «predicador» del mesia­nismo nazareno y un jefe militar ocasional, pasó a ser exaltado como el héroe nacional árabe, proclamado como fundador de la nueva religión mahometana o islámica. El Corán, sin embargo, solo en las suras más tardías, asignadas al período de Medina, habla supuestamente de él como «enviado» y «profeta» de Alá, consagrado mediador definitivo de la volun­tad de Dios y abanderado de la dominación de la ley divina, o sea islámica, sobre el mundo entero. De esta misión, arrebatada a sus men­tores nazarenos, derivaron Mahoma y sus adeptos la presunta legi­ti­midad que los autorizaba a imponer la supremacía de su religión por medio de la espada.



La denominación del sistema islámico

 

Durante el siglo VII y primer tercio del VIII, la religión de los seguidores de Mahoma y los gobernados por los primeros califas no se conoció con el nombre de islam o islamismo, ni sus adeptos se llamaban musulmanes.


En los primeros tiempos, en la época del protoislam (Mahoma tras la hégira) y del islam primitivo (califas omeyas), se empleaban diferentes etnónimos o calificativos para los árabes invasores: sarracenos, agarenos, ismaelitas, tayeye, mahgrāyē o muhāŷirūn.


La voz sarracenos aludía a gentes procedentes del desierto, que ha­bitaban en tiendas. Se ha dicho también que su etimología podría proce­der de Sara, la esposa de Abrahán, pero no es probable.


El vocablo agarenos menciona a los supuestos descendientes de Agar, la esclava egipcia concubina de Abrahán y madre de Ismael, el patriarca putativo de los árabes. De Ismael deriva el apelativo de ismaelitas o ismaelíes, utilizado a menudo. Este gentilicio, carente de base histórica, expresa la pretensión de enlazar directamente con Abrahán, postergando a Moisés y a Jesús, pertenecientes al linaje de Isaac.


La palabra tayeye o tayaye procede del gentilicio de una importante tribu del norte de Arabia, utilizado a menudo en lengua siríaca para de­signar al conjunto de los árabes.


La designación más antigua con un carácter específico para referirse a los seguidores de Mahoma parece haber sido la de mahgrāyē (en siríaco), con su equivalente muhāŷirūn (en árabe), y μαγαρίται (en griego), que sig­nifica los «emigrados», indicando los de la hégira, los árabes que habían ido con Mahoma y los que habían invadido como conquistadores Pales­tina y Siria, do­minándolas violentamente, y se habían expandido luego a Egip­to y Persia.


Solo con posterioridad (quizá desde mediados del siglo VIII) se em­plearon los apelativos «mahometano», «islámico», «muslime» y «mu­sul­mán». El mismo título de «Mahoma», aplicado al antiguo predicador ára­be, no habría aparecido antes del año 691, cuando lo hizo en el cuño de algunas monedas y en las inscripciones del Domo de la Roca. La palabra «musulmán» no adquirió el significado actual de miembro de la religión islámica hasta el año 775, en época abasí (cfr. Mraizika 2018: 80-81).


A mediados del siglo VIII, en la literatura tanto helénica como ro­mana, la religión de Mahoma se conocía como «la fe de los ismaelitas». Por esa época, en textos griegos y en sus traducciones latinas, encon­tramos escrito el nombre de Mahoma como Μάμεδ, o Μουχαμὲθ (en griego), y Mamed, Mahumetus, Muchamethus, Mohammedes (en latín). En cuanto al sistema religioso o doctrinal se denominaba con el término μαγαρισμὸς (en griego), margarismus (en latín), término que seguramente procedía del siríaco mahgrāyē (literalmente, emigrado) La traducción grie­ga μαγαρίτης llegó a adquirir el sentido de «renegado» o «apóstata», y con ella los bizantinos designaron a los seguidores de Mahoma, en es­pecial a los cristianos conversos al magarismo o agarenismo. Por último, de ma­nera también tardía, se acuñó el vocablo eslamismus (en latín), es decir, islamismo, así como el apelativo musulmán o muslime con el significado de seguidor de la religión coránica.


En la versión latina de las controversias entre un sarraceno y un cris­tiano, escritas por Juan Damasceno, hacia el año 745, se lee: «In sequenti vero tempore, cum venisset Muchamethus Margarismum Eslamismumve annuntians» [«un tiempo después, cuando vino Mahoma anunciando el magarismo o islamismo»] (Juan Damasceno 1791: 87).


A principios del siglo IX, Teodoro Abucara, o Abu Qurra (m. 820), escribió sus propios tratados contra los adeptos de Mahoma, que por entonces eran aún considerados como una herejía del cristianismo: «in Syria episcopatum inter Mahummedanos, Nestorianosque, et Jacobitas haereticos gessisse, adversum quos dialogos varios scripsit» [«en Siria ejerció el episcopado entre los herejes mahometanos, nestorianos y jacobitas, contra quienes escribió varios diálogos»] (Abucara 1791: 82). Así pues, a mediados del siglo VIII, cuando el califato de Damasco llegaba a su ocaso, el islamis­mo era percibido por los intelectuales cristianos como una herejía o secta de los mahometanos, del mismo modo que las iglesias nestorianas (dio­fisitas) y las jacobitas (siriaca miafisita, o monofisita). Se lo categorizaba como una corriente religiosa propia de los árabes, lo que parece indicar que aún no se presentaba claramente como una nueva religión, ni mucho menos con la pretensión de universalidad, aspectos que se irían desarro­llando más tarde, bajo el imperialismo califal abasí.


En el Nomocanon de Juan de Antioquía, en el siglo XI, aún se habla de «contaminado de agarenismo» («Agarenismo pollutus», traduciendo en paralelo al griego μαγαρίσας) (Cotelerius 1677: pág. 157), aunque por en­tonces ya se los denominaba «musulmanes», y además se hace una opor­tuna aclaración: «magarismo, esto es, agarenismo, sarracenismo, maho­metismo» (Cotelerius 1677: nota de la columna 728).


Los contemporáneos del islam primitivo no lo vieron nunca como una nueva religión, y, como he indicado, ni siquiera utilizaban las pala­bras islam y musulmán. Todo esto se fraguó posteriormente a partir de los acontecimientos políticos y de unas hojas coránicas coleccionadas y reinterpretadas: «El islam que nosotros conocemos está fundado sobre un texto remodelado como consecuencia de un arduo descifrado de un corpus de fragmentos bíblicos, canónicos o no, luego coranizados por una civilización persa, extraña a la revelación cristiana, que reconstruyó con todas sus piezas un sistema político-religioso, fuera del contexto tribal y árabe» (Leila Qadr 2019: 366).


En el Alcorani textus universus, publicado por Ludovico Marraccio, a finales del siglo XVII, que incluye una vida de Mahoma, se utilizan las expresiones latinas: «eslam» (Marraccio 1698: 2 y 42), «eslamiticam sectam» (p. 27), «fidem eslamiticam» y «eslamismum» (p. 28). No tiene mucho sentido el intento de algunos que hoy pretenden establecer una distinción entre islam e islamismo, porque, en realidad, da exactamente igual, mientras esté fundado en el mismo Corán y en el mismo Mahoma.


El «islamismo» es, evidentemente, la doctrina o fe del islam, palabra cuyo significado etimológico y más directo no es otro que «sumisión». Más acá de la ideología, el significado pragmático no conlleva tanto su­misión a Dios cuanto sometimiento a Mahoma y al poder musulmán. Y no se trata de una obediencia que podría ser voluntaria, sino, en realidad, de sometimiento coercitivo y al dictado de un poder terrenal, que se dis­fraza arrogándose el poder de Dios, a fin de imponer por la fuerza un sistema de leyes y costumbres, premios y castigos.


Para entender más a fondo la gestación del sistema islámico, es ne­cesario profundizar en un estudio actualizado. Los descubrimientos, las indagaciones, los análisis y, por supuesto, las polémicas, han girado y giran hoy en torno a una inmensa variedad de temas concernientes a todos los aspectos de ese sistema islámico. Entre los más significativos y esenciales para el conocimiento de la gestación y formación del islam, están los que vamos a tratar en los próximos capítulos:


El origen judeonazareno del islam. La reconstrucción del surgimiento del islamismo como movimiento político-religioso a partir del mesia­nismo de la secta judía de los nazarenos, cuyos antecedentes se remontan a unos cristianos del siglo I, e incluso a los zelotas y hasta los macabeos.


La composición del Corán. El proceso de formación del libro, al hilo del auge de un nuevo poder, con el análisis de sus materiales iniciales, sus etapas de elaboración, sus estratos redaccionales y semánticos.


– Los fundamentos del sistema islámico edificado sobre el Corán, donde se sustentan sus postulados sagrados últimos, su mitología, sus rituales y sus esquemas legales de comportamiento ético y político.


La historia de Mahoma. La búsqueda del Mahoma histórico y su pa­pel en la fundación del sistema. Se cuestiona la fiabilidad de la bio­grafía y de las compilaciones de la tradición del profeta. Se duda de la localiza­ción de la ciudad de La Meca donde vivió el profeta, que pro­ba­blemente fuera una población diferente de la constituida más tarde como ciudad santa y centro de culto para los musulmanes. Se estudia la evo­lu­ción del mensaje coránico y su significación en la vida de los creyentes.



Capítulo 5. La genealogía macabea, zelota y nazarena