La genealogía del
islam
5. La
genealogía macabea, zelota y nazarena
PEDRO GÓMEZ
|
- La ascendencia judía de la doctrina de
Mahoma y el Corán
- El mesianismo judío de los macabeos
- El mesianismo zelota
- La derivación del judeocristianismo y la
hipótesis nazarena
- La pista patrística del movimiento mesiánico
nazareno
- Una recapitulación del sistema nazareno
La ascendencia
judía de la doctrina de Mahoma
y el Corán
Numerosos rasgos básicos de lo
que, corriendo el tiempo,
se llamaría islamismo o islam se hallaban ya presentes antes de Mahoma,
tanto
en lo ideológico o teológico como en el modo de actuación. Se trata de
rasgos
típicos de una corriente muy antigua, inserta durante siglos en la
historia del
judaísmo.
En
efecto,
observamos cómo la doctrina mahomética contiene notorias semejanzas
con la
doctrina y las prescripciones de la Torá (la Ley mosaica), incluyendo
el
monoteísmo, la absorción de la vida política, social y económica en la
religión, la circuncisión, las prohibiciones alimentarias, la espera
mesiánica, etc. De ahí que los investigadores prospecten su origen en
el
judaísmo.
Más en
concreto, lo más probable es que el protoislam se gestara inicialmente
a partir
de las creencias y prácticas de una corriente o secta llamada de los nazarenos,
un movimiento bien organizado, de origen muy antiguo, formado por
judíos étnicos
que se mantenían fieles a la Ley de Moisés, pero al mismo tiempo
incorporaban
elementos de un cristianismo heterodoxo. En efecto, su rastro se
encuentra
extendido por Siria, Palestina y Arabia.
Al
comenzar el
siglo VII, la secta judía de los nazarenos habría conseguido
prosélitos entre
los árabes, en el clan Hasim, al que pertenecía la familia de un
neófito
llamado Abu Al-Qasim, o tal vez Qatham, el futuro Mahoma. Este contrajo
matrimonio con Jadiya, una rica judía,
que con toda probabilidad pertenecía a esa secta nazarena, entre
judaica y
cristiana. Pues, por lo que narran las fuentes, un primo de Jadiya, de
nombre
Waraqa Ibn Naufal era sacerdote judeonazareno.
El sistema
de
creencias de los árabes del protoislam, inicialmente tomado
de los
nazarenos, fue evolucionando poco a poco hasta constituirse en
una nueva
religión, ni judía ni cristiana, en la primera mitad del siglo VIII,
unos cien
años después de Mahoma.
Más que
un
movimiento prístino creado a partir de una «revelación» bien articulada
desde
el principio, el mahometismo o islam y sus textos tuvieron un
desarrollo
incierto, gradual, a impulsos de un utopismo mesiánico, de tipo
apocalíptico y
escatológico, que se fue imponiendo de hecho con rasgos de fanatismo
religioso,
en medio de una práctica de violencia militar y política, dando lugar a
una
sucesión imprevista de acontecimientos que terminarían por convertirse
en
regla.
El
resultado
de aquellos «acontecimientos congelados» fraguó en una estructura que
los
sacralizaba y los elevaba a paradigma absoluto. A través de las etapas
formativas, esa estructura se reproduciría fractalmente, con la grave
consecuencia de que, al conferir un estatuto de derecho divino a todo
el
sistema, hizo que se incapacitara a sí mismo para toda ulterior
evolución.
Algo
esencial
del sistema islámico, que se advierte como lo más distintivo, estriba
en la
peculiar amalgama de espiritualidad y violencia, que se desarrolló, en
los
primeros decenios, conforme a un modelo escatológico en marcha, para
desembocar, decenios después, en una forma de expansión imperialista de
naturaleza depredadora.
Algunos
autores disciernen inicialmente la variedad de culto propio de unas
tribus
árabes conquistadoras. Más tarde, se habría producido un intento de
sincretismo
religioso, promovido por el califa Abd Al-Malik (685-705), orientación
que se
refleja en ese lenguaje del Corán que formula llamamientos abstractos
a los
«creyentes», sin especificar. También estaría plasmado en las
inscripciones
del Domo de la Roca.
La
teoría de
la ascendencia judaica del sistema islámico, sin embargo, no es nueva.
Había
sido defendida desde hace muchos años. A principios del siglo XX,
Charles C.
Torrey, profesor de lenguas semíticas en la Universidad de Yale,
publicaba La
fundación judía del islam (1933).
Por su
parte,
Gabriel Théry (con el seudónimo Hanna Zakarias) sostiene la misma
tesis, en su
tetralogía De Moisés a Mahoma. El islam,
empresa judía (1955-1964). Por entonces, no se tenía una idea clara
de la
secta judeocristiana de los nazarenos,
que, siendo judíos y aceptando a Jesús como Mesías, permanecían fieles
a los
usos de la ley de Moisés. Así que la genealogía judaica no va
descaminada del
todo, porque, en cualquier caso, se trata de un elemento fundamental
integrado
en el islamismo. Théry insiste en la necesidad de aplicar la crítica
histórica
al estudio del islam, el Corán y Mahoma (Théry 1959 y 1960).
La obra
de
Théry, que casi nadie cita hoy, parte de la hipótesis de que Mahoma se
convirtió al judaísmo, persuadido por un rabino de La Meca, pues solo
un judío
muy instruido podía tener los conocimientos requeridos de lo que se
trasluce en
el Corán. Posteriormente, el rabino se habría servido de Mahoma para
predicar
las enseñanzas de su religión a los árabes:
«El
lector
asistirá a las primeras predicaciones de un rabino en La Meca; a las
primeras
reacciones de los idólatras mequíes. La primera conquista espiritual
de este
rabino es la conversión al judaísmo de un tal Mahoma, casado muy
probablemente
con una judía, Jadiya, que influyó sobre su marido. Mahoma ya judío
será en
adelante el mejor auxiliar del rabino para la judaización de Arabia»
(Théry
1955: 8).
Este
mismo
autor defiende que el Corán árabe primitivo era una traducción de los
principales relatos de la Biblia hebrea, sobre todo del Pentateuco, con
referencias al Talmud, realizada del hebreo al árabe por el rabino de
La Meca.
Más tarde, este Corán se perdió, de manera que el libro que hoy se
llama Corán
recogería otros materiales y anotaciones del mismo rabino instructor de
Mahoma.
Uno y otro se enfrentaron en La Meca a los idólatras y los cristianos.
La
conjunción
en una misma comunidad de judíos de nacimiento y árabes judaizados
habría
entrado en crisis en la época de Medina, hasta que acabaron por
separarse
violentamente y dar paso al odio recíproco (cfr. Théry 1963: 19). Los
árabes se
apropiaron la idea del Dios único, y empezaron a reforzarla como
creencia en
Alá revelador del Corán y presentar a Mahoma como enviado o profeta de
Alá.
Poco a poco, se fue configurando un islam árabe, al ritmo de la guerras
de
conquista «en el camino de Alá» y la adaptación de las narraciones y
las normas
veterotestamentarias en unas «actas del islam» que serían la base del
Corán
histórico. En fin, la tesis sostiene que: «El islam es propia y
esencialmente
la religión de los judíos, tal como se la predicó [a los árabes] un
rabino del
siglo VII» (Théry, 1964: 303).
Las
últimas
obras de Gabriel Théry fueron publicadas por su continuador Joseph
Bertuel,
quien a su vez es el autor de El islam.
Sus verdaderos orígenes, en tres tomos (1981-1984), donde insiste
en la
misma hipótesis. Nos ofrece análisis muy convincentes de los muchos
calcos de
la Biblia que hay en el Corán.
Reencontramos
la misma tesis del origen judío del islam en Curzio Nitoglia, El
origen
talmúdico del islam (Nitoglia 2011). La sustenta igualmente
Dennis Gotay,
en Orígenes del islam (2004). En defensa de la misma teoría de
la
filiación judaica de la doctrina mahomética, se alinea el ensayo de
Haï
Bar-Zeev, Una lectura judía del Corán
(2005).
En
nuestros
días, la hipótesis del origen judío del sistema islámico, si bien
contiene un
innegable fondo de verdad, requiere sin duda una enmienda importante.
Lo que
ocurre es que las numerosas herencias judaicas que descubrimos le han
llegado
por otras vías, las del nazarenismo, heredero a su vez de un
mesianismo judío
radical que, con toda verosimilitud, se remonta históricamente al menos
hasta
las gestas de los Macabeos y sucesivos avatares mesiánicos posteriores.
Exploremos
esa genealogía con mayor detenimiento y precisión.
El
mesianismo judío de los
macabeos
Los más lejanos precedentes
de lo que, siglos más tarde, germinará en la ideología de Mahoma
podemos
rastrearlos en la historia de los antiguos hebreos. Vemos cómo el
mesianismo
político y belicoso surge en los relatos del libro del Génesis, entre
el pueblo
hebreo, prefigurado en la gesta de Moisés y el éxodo desde el Egipto
faraónico,
seguido por la invasión de Canaán, luego Palestina, bajo el caudillaje
de
Josué.
Moisés
no fue
ungido, no fue propiamente mesías, sino un caudillo tribal carismático.
Sin
embargo, sí fue ungido el rey David, que se convertiría con
posterioridad en
prototipo y antecesor simbólico de la estirpe mesiánica.
El
mesianismo
se define y organiza como un movimiento de liberación y conquista
mediante la
lucha armada, alentado o legitimado por unas creencias religiosas (o
equivalentes). Aglutina política y religión en una misma actividad.
Puede
llevar a cabo tanto la difusión de la religión por medio de la guerra,
como la
expansión bélica sancionada por la ideología religiosa. El mesianismo
constituye
una guerra teológica y es, a la vez, una teología guerrera.
Los
libros
históricos más tardíos de la Biblia nos dan testimonio de cuándo y
dónde se
configuró la mentalidad mesiánica en un sentido más preciso: en los
deuterocanónicos Macabeos I y II, que
cuentan la guerra de liberación
judía. El motivo era la situación opresiva creada, a partir del año 202
a. C.,
cuando los reyes seleúcidas de Siria ocuparon la Palestina judía y
presionaron
para imponer la helenización por la fuerza. El rey Antíoco IV Epifanes
saqueó y
profanó el templo de Jerusalén, al tiempo que prohibía a los judíos la
práctica
de sus ritos. El año 175 antes de nuestra era, estalló la guerra, que
sería
larga, acaudillada por Judas Macabeo y sus hermanos, quienes finalmente
consiguieron
instaurar un reino judío independiente.
En el
contexto
de esa guerra, surgió un grupo disidente con la pretensión de reformar
el
judaísmo, hasta el punto de que introdujeron nuevas ideas
teológico-políticas,
que hoy designamos como mesiánicas y milenaristas. Su jefe era José ben
Yoezer,
un miembro principal del sanedrín, tradicionalista radical, que se
levantó
contra el sumo sacerdote, porque este contemporizaba con la ocupación
siria y
la helenización. La teología de ben Yoezer afirmaba que debía haber
dos
mesías: un Mesías sacerdotal, a imagen de Aarón, encargado de la
función
religiosa, y otro Mesías regio, a imagen de Moisés, protagonista del
poder
político. Este último se consideraba descendiente del rey David, a
quien
superaría, extendiendo su reino hasta gobernar el mundo entero. Pero se
inspiraba también en el éxodo de Moisés, la purificación en el desierto
y la
ocupación de la tierra prometida, una vez derrotados los idólatras que
la habitaban
(cfr. Gallez 2005).
El
Mesías
político tenía, pues, la misión de conquistar por las armas Jerusalén y
aplastar a los impíos «enrojeciendo la tierra con su sangre», con el
fin de
fundar un reino de justicia universal.
Con
semejante
visión, José ben Yoezer emigró con los suyos a una villa de nombre
Zerada, a
unos 30 km al norte de Jerusalén. Creía que la inminente aparición de
los dos
Mesías tenía que ir precedida por un profeta anunciador (Isaías 40,3;
Malaquías 3,23). Y él se atribuía a sí mismo ese papel de precursor
profeta.
Pero la dura realidad es que fue hecho prisionero, el año 159 a. C.,
juzgado y
condenado a una muerte terrible e ignominiosa.
No
obstante,
aquella guerra por la Ley y el templo terminaría coronada por la
victoria
macabea, en el año 134 a. C. Los macabeos consiguieron la libertad
religiosa
del pueblo judío y más tarde la independencia política, con la
entronización de
la dinastía asmonea. Esta autonomía duró hasta el año 63 a. C., cuando
los
romanos tomaron Jerusalén, bajo el mando de Pompeyo (cfr. Josefo, La guerra de los judíos, 1997a).
En
resumen, se
concibe la figura del Mesías como un jefe o caudillo o rey de la
nación, ungido
por Dios para llevar a cabo una misión libertadora. Su actuación puede
ser
solo política, o solo religiosa, o combinar ambas. De cualquier modo,
la
teología de ben Yoezer no desapareció con él, sino que se reafirmó una
y otra
vez, entendida como deber de cumplir la voluntad divina. En la realidad
histórica,
el movimiento se escindió en dos ramas. Una insistía en la observación
rigurosa
de la Ley y persistió en el partido fariseo posterior. Otra, más
popular,
evolucionó hacia la escatología mesiánica radical, insistiendo en los
temas del
éxodo al desierto, la espera de la próxima venida de ambos Mesías,
sobre todo
el Mesías guerrero, al frente de su ejército, que llevaría a cabo la
toma de
Jerusalén, la conquista del mundo, la masacre de los impíos y la
instauración
de un reino para los justos. Entonces todo hombre sería emplazado a
elegir
entre la conversión al judaísmo estricto o la muerte. Esta segunda rama
es la
que, andando el tiempo, desembocó en el partido de los zelotas. Por
otro lado,
serían también continuadores de la doctrina de José ben Yoezer, a su
manera,
los esenios, que esperaban asimismo un Mesías político-militar y un
Mesías
sacerdotal. En fin, el concepto de Mesías iría adoptando perfiles y
matices
variables, conforme se iba adaptando a las cambiantes circunstancias
sociales,
históricas y religiosas.
El mesianismo zelota
El mesianismo zelota, cuyo
radicalismo lo alejó del partido fariseo, se fue configurando como un
movimiento de resistencia antirromano, que se levantaría en armas en la
guerra
insurreccional de los judíos contra Roma. Propiamente hablando, se
denomina zelotas
a quienes se alzaron con el protagonismo de la rebelión en la primera
gran
guerra, del año 66 al 74. Pero, antes y después, hubo movimientos
judíos de
carácter mesiánico, motivados en líneas generales por una misma visión
escatológica y una misma estrategia política de fondo, que podemos
resumir en
unas cuantas ideas:
– La
idea de
que la guerra está motivada por razones teológicas.
– La
idea de
la emigración de los justos al desierto, a imitación del éxodo de
Moisés.
– La
idea de
la conquista de Jerusalén.
– La
idea de
la liberación de toda Palestina, la tierra de Israel, la patria judía.
– La
idea de
la conquista del mundo entero (aunque esta última idea no fue
compartida en
todos los casos).
Los
estudiosos
reseñan hasta trece levantamientos judíos importantes, entre revueltas
o
verdaderas guerras de inspiración mesiánica, desde el año 4 antes de
nuestra
era (muerte de Herodes el Grande) hasta el 140 después de Cristo. Una y
otra
vez, los judíos acabaron vencidos, para volver a sublevarse más tarde,
siempre
con su doble motivación, nacionalista y teológica. Al menos la mitad
de los
cabecillas de tales rebeliones se presentaron proclamando que eran el
Mesías.
De las masas que creyeron en ellos y los siguieron, muchos cientos de
miles lo
pagaron trágicamente con sus vidas. Evoquemos algunos jalones de esas
insurrecciones contra el dominio de Roma.
La
muerte del
rey Herodes el Grande, el año 4 antes de nuestra era, ocasionó un
momento
crítico, en el que acontecieron tres sublevaciones de aspirantes al
poder. Lo
narra Flavio Josefo. En Séforis, ciudad de Galilea, se proclamó mesías
Judas,
hijo de Ezequías, que había sido otro rebelde anterior. En la región de
Perea,
Simón, un antiguo criado de Herodes, atacó e incendió el palacio real
de
Jericó. En Judea, un pastor llamado Atronges acaudilló las esperanzas
mesiánicas populares. Pero, en no mucho tiempo, todos acabaron
aplastados por
las legiones romanas a las órdenes del procónsul Quintilio Varo (cfr.
Crossan
1991: 242-246).
Un
decenio
después, el año 6 d. C., Judas el Galileo se levantó en armas contra el
pago
del tributo al César, y su revuelta fue sofocada por Quirino, el legado
romano
en Siria. El historiador Flavio Josefo, en Antigüedades judías,
atribuye
a este Judas el Galileo ser el fundador de la «cuarta filosofía» o
partido del
judaísmo (además de los saduceos, los fariseos y los esenios), cuyos
miembros
se llamarían luego zelotas.
«En
cuanto a
la cuarta filosofía, Judas el Galileo se erigió en su cabecilla. Esta
escuela
coincide con los fariseos en todo, menos en su pasión por la libertad,
que es
prácticamente imposible de conseguir, pues están convencidos de que
Dios es su
único dueño y señor. No les importa lo más mínimo dejarse matar de las
formas
más rebuscadas y permitir que la venganza recaiga sobre parientes y
amigos, con
tal de no llamar señor a un mortal, sea quien sea» (Josefo 1997b, II,
libro
XVIII, 23).
Del año
42 al
46 de nuestra era, tuvo lugar el alucinante episodio de Teudas. Este
personaje
se dedicó a predicar al pueblo con la pretensión de reproducir la
gesta de
Moisés. Congregó una enorme muchedumbre con la que pensaba iniciar la
conquista
mesiánica del país, partiendo desde el desierto. Pero, como era de
esperar,
tropezó en su camino con las tropas el prefecto romano Cuspio Fado. Así
lo
cuenta también Josefo en Antigüedades
judías.
«Teudas
procuró persuadir a una masa infinita de personas a que recogieran sus
pertenencias y lo siguieran hasta el río Jordán, pues les decía que era
un
profeta, y les aseguró que a una orden suya se abrirían las aguas del
río y que
de esta manera les haría fácil el cruce. Y con estas palabras embaucó a
muchos.
Fado, sin embargo, no les dejó que disfrutaran de su necedad, sino que
envió
un escuadrón de caballería que cayó sobre ellos de una manera
inesperada,
aniquiló a muchos e hizo prisioneros a otros. Y al propio Teudas, a
quien
capturaron vivo, le cortaron la cabeza y la llevaron a Jerusalén»
(Josefo
1997b, II, libro XX, 98).
Al
mismo
episodio alude el obispo y escritor Hipólito de Roma, en su Comentario
sobre Daniel, cuando narra que Teudas persuadió a muchos para que
fueran
con sus familias al encuentro del Mesías en el desierto (cfr. Hipólito
2017: 4, 18-19).
Del año
66 al
73. Aconteció la conocida como primera guerra judía contra Roma, que se
extendió por toda Galilea y Judea. Jerusalén fue defendida por tropas
de los
zelotas, mandados por Eleazar ben Simón, Juan de Giscala y Simón bar
Giora.
Finalmente, el asedio de la ciudad por los romanos de Vespasiano y Tito
acarreó
la caída y destrucción de la ciudad, el año 70, con el incendio del
templo. La
guerra prosiguió hasta la expugnación de la fortaleza de Masada en el
año 73 (o
el 74) (cfr. Crossan 1991: 246-250).
Entre
los años
115 y 117. La segunda guerra contra Roma conllevó una serie de
insurrecciones
en la diáspora, protagonizadas por comunidades judías del exilio: en
Mesopotamia, Alejandría, Cirene y Chipre. Fueron reprimidos por el
general
romano Lusio Quieto, durante el reinado de Trajano.
De 132
a 135.
La tercera guerra contra Roma estalló como rebelión de la provincia de
Judea,
acaudillada por Simón bar Kojba, a quien el sanedrín declaró Mesías y
que había
anunciado la era de la redención de Israel. Los judíos infligieron una
derrota
inicial a los ejércitos romanos. Pero la reacción romana fue terrible:
masacraron a cerca de seiscientos mil judíos, arrasaron Jerusalén y
toda
Judea, y desterraron del territorio a toda la población judía, durante
el
reinado de Adriano.
Desde
Judas
Macabeo a Bar Kojba, habían transcurrido tres siglos de movimientos
mesiánicos
y guerras teológicas. Pero la historia no terminó ahí. En tiempos
posteriores,
llegarían a configurarse movimientos «judeocristianos», que
incorporaron al
mesianismo elementos cristianos, con un sesgo a veces marcadamente
sectario.
La
derivación del
judeocristianismo y la hipótesis nazarena
La presencia judía y cristiana
está atestiguada no solo en
toda Palestina, sino más al sur y al este, en Arabia, Yemen y Etiopía.
Tengamos
en cuenta que la denominación de «Arabia» se presta a error, porque
puede referirse
a la zona de Petra, o a las tribus nabateas más al este, o a los árabes
del
oeste y la península del Sinaí, o más al sur a la Arabia Desierta. La
literatura patrística recoge que, en el siglo IV, había obispos
católicos en
«Arabia». Epifanio de Salamina reproduce la «fórmula de fe» católica de
un
concilio regional celebrado en Seleucia (¿Seleucia Pieria? cerca de
Antioquía),
a mediados del siglo IV, por orden del emperador Constancio II, un
credo
suscrito por cuarenta y tres obispos, entre los que figuraban «Germano,
obispo
de Petra» y «Baroquio, obispo de Arabia» (cfr. Epifanio 1863, Panarium,
PG, tomo 42, col. 450-454). Es lógico pensar
que los grupos más desviantes
o sectarios se encontrarían asentados sobre todo por los confines
lejanos del
imperio, donde el control de la ortodoxia seguramente era menor.
¿Cómo y
cuándo
pasó el sistema de creencias típico del mesianismo macabeo y zelota a
formar
parte de la teología de algunas sectas cristianas? Todo el mundo sabe
que
fueron judíos étnicos Jesús de Nazaret y sus primeros seguidores. Estos
estuvieron presididos en Jerusalén por Santiago el Justo, martirizado
el año
62. Se trataba de los mismos cristianos que emigraron de Jerusalén a
Pela, en
la región de Decápolis, en vísperas de la primera guerra judeo-romana.
Algunas
fuentes indican que los llamaban «nazarenos». Parece que rehuyeron la
colaboración
con los zelotas sublevados, aunque no está descartado del todo. A pesar
de ser
cristianos, permanecían fieles a la observancia de la Ley mosaica.
Esto
nos
plantea la cuestión acerca de cómo evolucionaron las comunidades de
judíos
cristianos en los siglos siguientes, en un entorno de inestabilidad en
las
relaciones entre las iglesias cristianas, en conflicto por su diversa
interpretación de la cristología. No es aquí el lugar donde dilucidar
este
asunto, por lo que únicamente nos ceñiremos a intentar seguir la pista
de los
judeocristianos.
La
expresión
«judeocristianismo», tan corriente hoy, resulta con frecuencia
desafortunada,
pues congloba referencias muy heteróclitas. Por una parte, alude
correctamente
a determinados grupos o sectas del cristianismo primitivo y antiguo;
por otra
parte, aparece profusamente en un uso bastardo en el que se empeñan
ciertos
intelectuales contemporáneos, sepan o no sepan de qué están hablando.
Puede
consultarse: Simon Claude Mimouni, Le judéo-christianisme ancien
(1998).
En un
artículo
que puede aportar cierta clarificación, Carlos Segovia (2010: 83-108)
propone
una categorización de distintos tipos de grupos o movimientos
judeocristianos
que se extendieron por Siria, Mesopotamia, Palestina, Arabia y
Egipto:
A. El
judeocristianismo sectario, de judíos cristianos que asumían un
mesianismo cuya
cristología niega la divinidad de Cristo, aunque lo consideran
superior a los
profetas.
B. El
judeocristianismo no sectario, con una cristología que afirma la
divinidad de
Cristo y, al mismo tiempo, conserva la tradición de ciertos rituales,
costumbres y creencias judaicas.
C. El
cristianismo judaizante, de comunidades procedentes de la gentilidad,
muy
influidas por el judaísmo, que estaba presente en la región, sobre
todo por
Siria y Mesopotamia.
No hace
falta
añadir que el tipo «A» es el que mejor encaja con el judeonazarenismo,
que llegó a difundirse entre los sarracenos, determinando los orígenes
del
mahometismo.
La
formulación de la hipótesis
judeonazarena, o nazarena, es relativamente reciente. Aunque hoy es
una
hipótesis explicativa bastante bien asentada, que retrotrae la
aparición del
nazarenismo hasta algunos discípulos apostólicos, de tal manera que
«podría
haber una línea directa de continuidad entre los tradicionalistas más
conservadores
encabezados por Santiago y las posteriores enseñanzas de los ebionitas
y
nazarenos» (Dunn 2009: 1253). Al parecer, el primero en describir la
existencia
y las características de estos judíos nazarenos fue Ray A. Pritz, en Nazarene
Jewish Christianity (1988). Con posterioridad, encontramos las
investigaciones
de Édouard-Marie Gallez, en El mesías y su
profeta (2005), donde realiza
una reconstrucción histórica del desarrollo del mesianismo milenarista
en los
movimientos judíos, clarificando la teología nazarena, así como los
orígenes
judeonazarenos de Mahoma y sus seguidores. Hay una buena síntesis de
acceso
abierto elaborada por Odon Lafontaine, El gran secreto del islam
(2020).
La
pista patrística del
movimiento mesiánico nazareno
¿Qué sabemos acerca de esos
«nazarenos»? Anticipando una
breve descripción, eran judíos, o sea hebreos, desde el punto de vista
poblacional. En cuanto a religión, seguían la Ley de Moisés y una
versión del
Evangelio (probablemente el Mateo arameo), según la cual Jesús es el
Mesías,
considerado profeta, pero no hijo de Dios. Así, se desmarcaban tanto
del
judaísmo rabínico como del cristianismo niceno sustentado por las
grandes
Iglesias. Pero empecemos desde el principio.
La
palabra
«nazareno», aparte de aplicarse a veces como gentilicio de Jesús de
Nazaret,
indicando su procedencia geográfica, es mencionada en el libro de los Hechos de los apóstoles, cuando, con
fundamento o sin él, acusan a Pablo de ser «cabecilla de la secta de
los
nazarenos» (Hechos 24,5; también 14,14 y 28,22). El calificativo parece
que fue
utilizado para designar a los primeros cristianos de Jerusalén, o al
menos a
algunos grupos de judíos cristianos muy afectos a la Ley y seguidores
de
Santiago el Menor, en la época anterior a la primera guerra judía (cfr.
Gil
Arbiol 2004). Luego, su rastro desapareció, tras la dispersión de los
judíos
subsiguiente a la segunda guerra judía, el año 135. Pues bien, esta
acepción
neotestamentaria y paleocristiana del término no tiene nada que ver
directamente
con el mesianismo nazareno del que tratamos aquí.
No es
posible
establecer con precisión cuándo surge el movimiento mesiánico que se
denominaría nazareno, considerado ya como cismático o
heterodoxo
respecto a la Iglesia apostólica. Lo cierto es que, desde el siglo II,
hay
noticia de comunidades sectarias bien organizadas, que combinaban
elementos
judíos y cristianos, en las cuales hallamos las mismas tendencias
teológicas
que caracterizarán al nazarenismo y que fueron designadas
mayoritariamente con
el nombre de ebionitas.
Más
adelante,
a lo largo de los siglos IV y V, encontramos ya una multiplicidad de
esas
corrientes zigzagueantes entre el judaísmo y el cristianismo,
distantes tanto
del judaísmo rabínico como de la ortodoxia de la gran Iglesia imperial.
Tampoco
se integraban en las iglesias disidentes del concilio de Éfeso (431),
como los
nestorianos diofisitas; o del concilio de Calcedonia (451), como los
miafisitas jacobitas. Es entre aquellos judeocristianos más alejados,
radicales
y heréticos, donde las fuentes antiguas, principalmente patrísticas,
hacen
referencia a grupos que se denominan nazarenos.
Hay autores que los relacionan con los ebionitas,
como muy próximos a ellos. Otros los identifican a ambos, ebionitas y
nazarenos,
como una misma corriente. Probablemente la realidad fuera un tanto
confusa,
pues se constatan notorias oscilaciones en la doctrina, aunque unos y
otros
compartían rasgos fundamentales y deambulaban siempre entre el
cristianismo
apostólico y la heterodoxia. Por otro lado, prefiguran ciertos rasgos
característicos
del Jesús descrito en el Corán.
Ireneo de Lion
En el siglo II, Ireneo de Lion
(130-202) menciona a los
ebionitas, en el capítulo XXIV de su obra Contra
las herejías. Los ebionitas, en algún aspecto, recuerdan la
concepción
gnóstica del alejandrino Basílides (85-145), quien escribió un nuevo
evangelio,
en el que Jesús aparece como Nous, o
Cristo, enviado por el Padre. Negaba que Jesús hubiera sido
crucificado y
afirmaba que en su lugar habían crucificado a Simón Cireneo,
transfigurado con
la apariencia de Jesús (cfr. Ireneo
1857, Contra haereses, PG, tomo
7, vol. 1, col. 677).
Por su
parte,
los ebionitas sostenían que «Jesús no nació de una virgen, sino que
fue hijo
de José y María, de manera semejante a todos los demás hombres, si bien
superó
a los humanos en justicia, prudencia y sabiduría». Tras el bautismo,
habría
descendido sobre él Cristo en forma de paloma y así anunció al Padre;
pero «al
final Cristo abandonó a Jesús, y Jesús padeció y resucitó, mientras que
Cristo
permaneció impasible en su existencia espiritual». Así, estos que se
llaman a sí mismos ebionitas aceptan que el mundo fue creado por Dios,
pero no
lo referente a Cristo.
«Utilizan
únicamente el Evangelio según Mateo y rechazan al apóstol Pablo,
diciendo que
apostató de la Ley. (…) se circuncidan y perseveran en las costumbres
que se
atienen a la Ley y al modo de vida judaico, de manera que adoran a
Jerusalén
como si fuera la casa de Dios» (Ireneo 1857, Contra haereses, PG,
tomo 7, vol. 1, col. 686-687).
Esa
última
afirmación sugiere que oraban mirando hacia Jerusalén, en vez de
vueltos hacia
el sol naciente, como hacían los cristianos, para quienes era un
símbolo de la
resurrección de Cristo. Por lo demás, Ireneo menciona una rama de los
ebionitas
cuyo mentor era Cerinto, personaje más propenso aún a ciertas ideas
gnósticas,
como la creación del mundo por un demiurgo inferior a Dios. Usaban su
propia
versión del Evangelio de Mateo y rechazaban las epístolas de los
apóstoles.
Poseían, además, una peculiar visión apocalíptica, marcada por el
milenarismo o
quiliasmo: vaticinaban que, tras la resurrección de la carne humana,
se instauraría
un reino terrenal de Cristo, con capital en Jerusalén, donde sus
elegidos se
entregarían a los deseos carnales y las seducciones de los placeres, y
pasarían mil años en fiestas nupciales y celebraciones (cfr. Ireneo
1857, Prolegomena, PG, tomo 7, vol. 1, col. 144).
Ireneo califica
a este Cerinto como
«enemigo de la verdad» (col. 853). Y transmite la tradición según la
cual,
Juan, el discípulo del Señor, habría escrito su Evangelio precisamente
para
arrancar el error sembrado por Cerinto y defender que el único Dios
hizo todas
las cosas por medio de su Logos, su hijo unigénito (col. 880).
Clemente de Alejandría
Otro de los primeros Padres
de la Iglesia, que polemiza con las posiciones de los filósofos, de
los poetas
y de las tendencias teológicas desviantes, es Clemente Alejandrino
(150-215).
No aparecen en su obra nominalmente los ebionitas o los nazarenos,
aunque su
comentarista el monje Nicolai Le Nourry los identifica en los Stromata
de Clemente (cfr. Dissertationes de omnibus Clementis Alexandrini
operibus, PG, tomo 9, col. 1090, 1246 y 1281).
Tertuliano de Cartago
Las críticas de Tertuliano de
Cartago (160-220) corroboran
cuál era el perfil doctrinal de los ebionitas, que en parte seguían a
los
cerintianos. El ebionismo despojaba a Cristo de su filiación divina, a
la vez
que se sometía a la servidumbre de la Ley. (En Tertuliano y en otros,
el texto
habla de Ebión, como si se tratara del fundador del movimiento, cuando
el
apelativo ebionita no deriva de un
nombre propio, sino de una palabra hebrea que significa pobre, o
mendigo). Comprobemos
la mención del ebionismo en las siguientes citas:
«Ebión
fue
sucesor de Cerinto, aunque no estaba de acuerdo con él en todo, pues
dice que
el mundo fue hecho por Dios y no por los ángeles (…) Pero, propone la
Ley, con
lo cual excluye el Evangelio y reivindica el judaísmo» (Tertuliano
1878, Liber
de praescriptionibus, PL, tomo 2, vol. 2, col. 83).
«Ebión
(…)
enseñó que Jesús es simplemente un hombre, que solo es descendiente de
David, o
sea, que no es también hijo de Dios, aunque sea más glorioso que todos
los
profetas, de modo que se dijera que en él había un ángel, como en
Zacarías.
Salvo que tal cosa nunca la dijo Cristo» (Tertuliano 1878, Liber de
carne
Christi, PL, tomo 2, vol. 2, col. 823-824).
«Ebión
se
persuadió de que Cristo había nacido de semilla humana, y enseñó a
circuncidarse, a obedecer la Ley y, alejándose de las fuentes, reasumir
los
elementos de la Ley» (Tertuliano 1878, Adversus Marcionem, PL,
tomo 2, vol. 2, col. 1116).
Orígenes de Alejandría
Veinticinco o treinta años
después, Orígenes de Alejandría
(185-254), en su refutación de las herejías, argumentaba también contra
Cerinto
y contra los ebionitas:
«Cuáles
son
las posiciones de los ebionitas, que se aplican sobre todo a los ritos
de los
judíos» (Orígenes 1863, Omnium haereseon refutatio, libro VII, PG,
tomo 16, col. 3293).
«Los
ebionitas
(…) en lo que se refiere a Cristo fabulan de manera semejante a Cerinto
y
Carpócrates. Usan las costumbres judaicas, afirman que ellos son
justificados
según la Ley, y dicen que Jesús se justificó por cuanto observó la Ley
(…)
Jesús, en el bautismo junto al Jordán, recibió a Cristo bajado de
arriba en
forma de paloma (…) que infundió en él el Espíritu» (Orígenes 1863, Omnium
haereseon refutatio, libro VII, PG, tomo 16, col. 3341 y
3344).
«Los
ebionitas
dicen que el mundo fue hecho ciertamente por Dios, y de Cristo dicen lo
mismo
que Cerinto. Y conducen la vida en todo según la Ley de Moisés,
sosteniendo que
así son justificados» (Orígenes 1863, Omnium haereseon refutatio,
libro
X, PG, t.omo 16, col. 3440).
Ahora
bien, no
se trataba solo de una polémica doctrinal. En el plano de los hechos,
debemos
llamar la atención hacia otra dimensión. Y es que, mientras que el
cristianismo
de los concilios católicos mantenía el ideal de un mesianismo de
salvación
ética y pacífica, en la línea de Juan Bautista y por antonomasia la de
Jesús, determinadas
comunidades judeocristianas de tipo ebionita o nazareno habían asumido
como
propio el mesianismo guerrero y popular, al estilo zelota, creyendo que
Jesús
iba a regresar como Mesías armado y que ellos estaban llamados a
emprender la
guerra. Sabiendo que esta era la mentalidad de fondo, evoquemos a
continuación
dos casos destacados de levantamiento militar al estilo mesiánico
nazareno.
La rebelión de Zenobia
y Pablo de Samosata
De 266 a 272, acaeció la
aventura de la reina Zenobia de Palmira, en Siria. En desigual batalla,
se
levantó en armas contra el Imperio romano. Llegó a vencer a las
legiones (en el
año 268) y consiguió el dominio sobre Egipto. En el 271, se apoderó de
Antioquía. Le juraron lealtad las provincias romanas de Siria, Arabia,
Armenia
y Persia, donde debía contar con un importante apoyo entre la población
local.
Al final de la hazaña, como era de temer, fue derrotada por el
emperador
Aureliano, en el año 272. En semejante gesta, lo más significativo fue
el papel
determinante que jugó Pablo de Samosata (200-275), patriarca de
Antioquía
(entre 262 y 272), mentor y aliado de Zenobia, el cual había desafiado
la
condena que emitieron contra él tres concilios, durante siete años.
Este
patriarca sostenía la doctrina de que Cristo no era más que un profeta.
Tras la
caída de Zenobia, lógicamente fue destituido.
Filastrio
de
Brescia, un siglo después, se haría eco de aquel teólogo consejero de
Zenobia
de Palmira, Pablo de Samosata, cuyas opiniones lo asimilaban claramente
a la
escuela ebionita:
«Después
de
estos, hubo en Siria un tal Pablo Samosateno, en Siria, que negaba que
el Verbo
de Dios, esto es, Cristo fuera Hijo de Dios, sustancial, personal y
sempiterno
con el Padre (…) Predicaba que Cristo era un hombre justo, pero no
verdadero
Dios. Además, judaizando, enseñaba la circuncisión. Por eso, él mismo
enseñó a
judaizar a cierta Zenobia, reina en Oriente por aquel tiempo»
(Filastrio 1845, Liber de haeresibus, PL, tomo 12,
col. 1178).
La
historia de
Zenobia y Pablo de Samosata se inscribe en la larga estela puntuada por
personajes imbuidos de mesianismo guerrero, como José ben Yoezer,
Teudas,
Eleazar ben Simón y Simón bar Kojba, que se lanzaron, cada uno en su
época,
contra los calificados como enemigos de Dios, confiando ciegamente en
su
auxilio. En esta confluencia de herencia judía y cristología
heterodoxa, junto
con la disposición para la rebelión armada, encontramos ya
prefigurados los
rasgos típicos del movimiento de los nazarenos.
Eusebio de Cesarea
Según Eusebio de Cesarea
(263-339), en su libro sobre la teología de la iglesia, Pablo de
Samosata, quien
acabó excomulgado, sostenía, del mismo modo que los ebionitas, que hay
un solo
Dios por encima de todos, «pero al mismo tiempo no creía que Cristo
fuese Hijo
de Dios y Dios antes de su encarnación» (Eusebio 1857, De
theologia
ecclesiastica, PG, tomo 24, col. 854).
En su
historia
de la Iglesia, Eusebio dedica también un breve capítulo a exponer
críticamente
la herejía del ebionismo:
«Fueron
denominados ebionitas por los antiguos, y ciertamente pensaban sobre
Cristo de
manera baja y abyecta. Pues consideraban que él no era más que un
hombre simple
y vulgar, que al aumentar sus virtudes se hizo justo. Por lo demás, fue
procreado de la unión de un varón con María. Asimismo, sostenían que
era
completamente necesaria para ellos la observancia de la Ley, como si la
sola fe
en Cristo y la vida de acuerdo con esa fe no valieran para conseguir la
salvación.
Aparte
de esos,
había otros denominados con el mismo nombre que se apartaban de la
absurda
opinión de los primeros, pues no niegan que Cristo fue ciertamente
engendrado
de la Virgen y el Espíritu Santo. Pero estos tampoco confiesan que
Cristo, en
cuanto Dios, preexistía antes de todas las cosas como Palabra y
Sabiduría del
Padre. Así cayeron en la misma impiedad que los primeros: sobre todo
cuando, igual
que aquellos, guardan celosamente las ceremonias corporales de la ley
mosaica.
Más
aún,
consideraban que deben ser rechazadas las epístolas de Pablo, a quien
llaman
desertor de la Ley. Aceptaban exclusivamente el llamado Evangelio
de los Hebreos, mientras despreciaban los restantes.
Observaban el sábado y los otros ritos judaicos como los judíos. Y,
sin embargo,
los domingos celebraban las mismas cosas que nosotros en memoria de la
resurrección del Señor» (Eusebio 1857, Historia ecclesiastica, PG,
tomo 20, col. 274).
A la
vista de
los textos aducidos, es necesario admitir que se daban diferencias y
matices
doctrinales entre unos y otros grupos de los ebionitas, llámense así o
nazarenos. Tales diferencias se referían siempre a la concepción del
Mesías,
aunque todos coincidían en negar la encarnación de Dios y, por tanto,
la
divinidad de Jesús, por mucho que le adjudicaran atributos superiores a
todos
los hombres e incluso a los ángeles. Al mismo tiempo, había
coincidencia en la
preservación de tradiciones judías. Aunque las fuentes no sean muy
explícitas
al respecto, es muy verosímil que también compartieran el espíritu
milenarista.
Así se desprende de la descripción que Eusebio, repitiendo a Ireneo,
hace del
heresiarca Cerinto, a quien las fuentes presentan como preceptor de
los
ebionitas.
«Cerinto,
por
ciertas revelaciones que había recibido, como si fuera un gran apóstol,
nos
introduce el invento de ciertos portentos, como si se los hubieran
mostrado los
ángeles, afirmando que, después de la resurrección será el reino de
Cristo en
la tierra, y que las personas que vivan en Jerusalén estarán dedicadas
a los
deseos y los placeres del cuerpo. Y aquel enemigo de las divinas
escrituras
añade que transcurrirá el espacio de mil años en fiestas nupciales. De
este
modo engaña más fácilmente a la gente inexperta» (Eusebio 1857, Historia
ecclesiastica, PG, tomo 20, col. 274).
«Su
opinión
[de Cerinto] fue esta: que el reino de Cristo sería terreno. Él mismo
ardía en
el deseo de aquello, de manera que, seducido por los deseos del cuerpo
y adicto
a lo carnal, soñó que el reino de Dios consistía en eso, en el vientre
y en lo
que hay bajo el vientre, para satisfacer la lujuria; esto es, en comida
y
bebida, y en nupcias, por decirlo así con una palabra más honesta, en
fiestas y
sacrificios e inmolaciones de víctimas» (Eusebio 1857, Historia
ecclesiastica, PG, tomo 20, col. 275).
«La de
los
ebionitas fue una secta de judíos, que decían creer en Cristo»
(Eusebio 1857, Demonstratio
evangelica, PG, tomo 22, col. 498).
«Los
predicadores ebionitas (…) decían reconocer que Dios es tan solo uno, y
aunque
no negaban la humanidad de Cristo, sin embargo, no confesaban la
divinidad del
Hijo de Dios» (Eusebio 1857, De theologia ecclesiastica, PG,
tomo
24, col. 854).
Filastrio de Brescia
El obispo Filastrio de Brescia
(330-397), ya mencionado,
en su Libro sobre las herejías, escrito allá por el año 384,
dedica un
párrafo a los «nazarenos», designados expresamente con este nombre,
donde los
acusa de judaizantes:
«La
herejía de
los nazarenos, que aceptó la Ley y los profetas, por consiguiente,
afirma que
hay que vivir según la carne, y que toda justificación se fundamenta
en la
observancia de los ritos externos» (Filastrio 1845, Liber
de haeresibus, PL, tomo 12, col. 1122).
En la
misma
obra, el autor critica la desviación de los ebionitas, colegas de los
nazarenos y contumaces en los errores de Cerinto, de quien habrían sido
discípulos:
«Estimaba
[Cerinto] que nuestro Salvador es un hombre nacido carnalmente de José
y
enseñaba que nada había en él de la divinidad, pero afirmaba que, como
todos
los profetas, poseyó la gracia de Dios. Sin embargo, no creía que fuera
el
Señor de majestad y el Hijo de Dios Padre, sempiterno con el Padre,
siendo así
que las divinas escrituras predican y atestiguan por doquier que el
Señor es
sempiterno y verdaderamente sempiterno por igual con el Padre»
(Filastrio
1845, Liber de haeresibus, PG,
tomo 12, col. 1154-1155).
La insurrección de
Diocesarea
Ocurrió en los años 351-352, en un
momento en que el
cristianismo ya había sido reconocido, si bien aún no oficializado, por
el
Imperio romano. Los anales de la historia registran una insurrección
de los
judíos de Palestina contra el dominio del emperador romano de oriente
Constancio
Galo, en Diocesarea (en territorio del actual Israel). El desenlace fue
adverso, de modo que la ciudad quedó destruida y la rebelión,
aplastada.
Aunque las crónicas hablan de «judíos», lo más probable es que se
tratara, en
realidad, de judeocristianos mesiánicos, como los nazarenos, o que
estos
desempeñaran algún papel en los hechos acaecidos.
No
conocemos,
a ciencia cierta, si el movimiento mesiánico ebionita o nazareno tomó
parte en
la guerra de Diocesarea. Lo que sí consta, por Epifanio de Salamina, es
que el
emperador romano había concedido permiso para edificar en la ciudad
iglesias
en honor de Cristo (cfr. Epifanio 1858, Panarium, PG,
tomo 41).
Al mismo tiempo, numerosos autores atestiguan fehacientemente la
existencia de
esos grupos sectarios, dispersos por Palestina, que compaginaban la
observancia de la Ley judía con el reconocimiento de Jesús como Mesías,
sustentando la opinión de que Cristo tenía que completar su misión con
un
regreso triunfal a la tierra. En este sentido, esperaban su
intervención
militar para la restauración de Israel, una creencia alentada por las
capas
populares judías que integraban las comunidades nazarenas. Desde
principios
del siglo IV, el apelativo de «nazarenos» se había ido imponiendo.
Los
nazarenos,
por tanto, aceptaban a Jesús como Mesías, pero con una interpretación
que le
asignaba en cuanto tal la misión de restaurar el reino de Israel, en la
figura
de un Mesías guerrero vencedor, que vendría a inaugurar una época de
justicia y
abundancia. Si consideraban inaceptable la muerte de Jesús en la cruz,
era
precisamente porque les parecía impropia de un rey que iba a dominar el
mundo.
Por eso, sostenían que aquel al que crucificaron tuvo que ser otro, en
tanto
que Cristo había sido elevado al cielo, y allí permanece en espera de
la hora
de su segunda venida victoriosa.
Epifanio de Salamina
El obispo Epifanio de Salamina
(315-403), a quien también
hemos mencionado ya, es otro de los santos padres cristianos, de la
segunda
mitad del siglo IV, que nos proporciona información acerca de la
«secta» de los
nazarenos. En su obra Panarium o Contra
ochenta herejías, escrita entre
los años 374 y 377, este autor anota que había existido una cierta
secta de
«nazarenos» incluso anterior a Cristo, y que, al principio, los mismos
cristianos fueron llamados por otros «nazarenos». Pero eso era el
pasado. Él se
refiere a otros de su tiempo, incluidos entre las ochenta herejías que
se
propone refutar. De hecho, allí aparecen dos grupos identificados con
esa
denominación de nazarenos.
La
primera
mención, bajo el epígrafe Adversus
Nazaraeos (en griego Κατά
Ναζαραῖων), es decir, contra los nazarenos,
nazareos o nasareos,
los
identifica como una secta de judíos, si bien adscritos al cristianismo.
«La
herejía de
los nazarenos (…) que según sabemos son judíos por su origen, oriundos
de
Galaátida y Basanítida y de las restantes regiones al otro lado del
Jordán. Por
eso, como esta gente procede de Israel, abraza los dogmas de los judíos
y no
disiente casi en nada de aquellos que antes recordé. Porque como ellos
conserva
la circuncisión, y observa el sábado y celebra las mismas fiestas»
(Epifanio
1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 258). Primero se
habían llamado
ebionitas y posteriormente nazarenos (cfr. col. 267).
«Los
nazarenos
aseveran que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios, pero adhieren su
vida
completamente a lo instituido por la Ley de Moisés. Muy similares a
los
cerintianos y los nazarenos son los ebionitas» (Epifanio 1858, Panarium,
PG, tomo 41, col. 283).
La
segunda
mención la expone Epifanio más ampliamente, bajo el epígrafe Adversus Nazaraeos (algo variante en
griego: Κατά
Ναζωραῖων (col. 387-406). Se trata de
una herejía que combinaba igualmente componentes cristianos y judíos.
El
autor
señala que estos nazarenos estaban muy próximos a los cerintianos, y
confiesa
no tener claro si son anteriores o posteriores, pero sí que vivieron en
la
misma época y coincidían en los mismos dogmas y opiniones (cfr.
Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 387 y 390).
Se adherían a la
Ley de Moisés y la
circuncisión. Por más que dieran gran importancia a la estirpe davídica
de
Jesús el Mesías y usaran el Nuevo testamento, Epifanio juzga
que en el
fondo no eran más que judíos:
«de los
cuales
los nazarenos no disienten en nada, pues al modo de los judíos profesan
lo
prescrito por la Ley y todos sus dogmas, salvo que creen en Cristo.
También
piensan que los muertos resucitan y que el universo ha sido creado por
Dios.
Predican que Dios es uno solo y que Jesús el Cristo es su Hijo»
(Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 402).
En todo
caso,
según Epifanio, los nazarenos, utilizaban no solo el Nuevo
testamento,
sino también el antiguo, la Biblia hebrea, de la que no disentían en
nada. A
pesar de ello, se distanciaban a un tiempo del judaísmo rabínico y del
cristianismo ortodoxo de la gran Iglesia.
«Solo
en esto
difieren tanto de los judíos como de los cristianos: de aquellos porque
creen
en Cristo; de los cristianos, a su vez, en que adoptan los ritos
judaicos,
como la circuncisión, el sábado y otras ceremonias. Y acerca de
Cristo, no
puedo afirmar con certeza si (…) sostienen que fue un simple hombre,
o si,
como es realmente, confiesan que fue engendrado de la Virgen María por
el
Espíritu Santo» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41,
col.
402).
Inmediatamente
después de los nazarenos, Epifanio pasa a ocuparse de las doctrinas de
los ebionitas: Adversus Ebionaeos (Κατά
Εβιωναῖων)
(PG, tomo 41, col. 406-474), de los que empieza recordando su
cercanía
doctrinal a los nazarenos y el contexto de su origen:
«Los
ebionitas
siguen muy de cerca a los nazarenos, y con ellos profesan los mismos
dogmas.
(…) Ebión afirmó que Cristo nació de unión y semilla viril, es decir de
José,
como ya he dicho. Estaba de acuerdo con ellos en las restantes cosas,
pero
discrepaba en una sola, en que él había abrazado los ritos y los
preceptos de
los judíos, como el sábado y la circuncisión y otros de este tipo, tal
como
son observados por los judíos, y otras cosas más a imitación de los
samaritanos» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41,
col.
406-407).
«El
surgimiento de esta facción [los ebionitas, o pobres, los nazarenos]
comenzó
después de acaecer la destrucción de la ciudad de Jerusalén. En aquel
tiempo,
todos los cristianos se habían dispersado en Perea, la mayoría en la
urbe de
Pela, que está en la provincia de Decápolis, mencionada en el
Evangelio, cerca
de Batanea y Basanítida» (Epifanio 1858, Panarium, PG,
tomo 41,
col. 407).
Este
mismo
contexto de la catástrofe jerosolimitana lo evoca Epifanio en otra
obra, aludiendo
a uno de los promotores del ebionismo:
«Entonces,
Aquila vivía en Jerusalén y vio a los discípulos de los discípulos de
los
apóstoles, que florecían en la fe, que realizaban grandes señales
mediante
curaciones y con otros prodigios. Pues ya habían regresado de la urbe
de Pela
a Jerusalén y enseñaban. En efecto, antes de la destrucción de
Jerusalén por
los romanos, todos los discípulos fueron advertidos por un ángel para
que
emigraran de la ciudad, que pronto iba a sufrir exterminio. Ellos
emigraron y
se instalaron en la ciudad de Pela como habían previsto, al otro lado
del
Jordán, en Decápolis. Después de la devastación de Jerusalén,
regresaron, como
he dicho» (Epifanio 1864, Liber de mensuris et ponderibus, PG,
tomo 43, col. 261).
En otro
pasaje
del Panarium, o Contra ochenta herejías, señala que los
nazarenos
utilizaban el Evangelio de Mateo, que llamaban hebreo, «aunque no
íntegro,
sino adulterado y mutilado» (Epifanio 1858, Panarium, PG,
tomo
41, col. 427). Algunos, precisan que, en realidad, ese Evangelio estaba
escrito
en idioma sirocaldeo, es decir, en arameo occidental, pero empleando
caracteres hebreos.
En su
descripción, Epifanio, añade que, entre los adeptos del ebionismo,
había
algunos que, por motivos de pureza, acostumbraban a hacer abluciones
cotidianas; también se abstenían de comer carne. Celebraban una
imitación de
la eucaristía con pan ázimo y con agua solamente (cfr. Epifanio 1858, Panarium,
PG, tomo 41, col. 431), pues rechazaban beber
vino.
Como su
nombre
indica, los ebionitas tenían a gala ser pobres por propia voluntad,
como
mendigos que han renunciado a todos los bienes. Aceptaban la
circuncisión, la
observancia del sábado y otros rituales judíos (col. 434). Obligaban a
casarse
a los adolescentes que no habían alcanzado la edad madura. Contaban con
una
organización bien asentada: «Tienen sus presbíteros y jefes de
sinagoga, pues
a sus lugares de reunión los llaman sinagoga y no iglesia» (Epifanio
1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 435). Cuando
alguien
deseaba
divorciarse, le concedían
contraer nuevo matrimonio, pues permitían de tres a siete nupcias. De
los
grandes personajes de la Biblia hebrea admitían a Abrahán, Isaac,
Jacob,
Moisés, Aarón y Josué; pero repudiaban a reyes y profetas como David,
Salomón,
Isaías, Jeremías, Daniel, Ezequías, Elías y Eliseo (col. 435). Según
esto,
parece ser que solo aceptaban el Pentateuco, la Torá, así como una
versión
recortada del Evangelio de Mateo.
«En lo
que
respecta a Cristo, entienden que fue profeta de la verdad, y también
que Cristo
fue hecho Hijo de Dios al progresar su virtud y conjunción con Dios, de
modo
que fue promovido a lo sublime y celestial. (…) Por ende, Jesús fue
profeta y
hombre, e Hijo de Dios, aunque sea mero hombre, ya que, por su egregia
virtud,
mereció ser llamado Hijo de Dios» (Epifanio 1858, Panarium, PG,
tomo 41, col. 435).
En
resumen,
tanto los ebionitas como los nazarenos y sus discípulos operaban una
mezcla
sincrética de heterogéneos elementos judíos y cristianos,
interpretados a su
manera. Su origen se remontaba mucho tiempo atrás y habían ido
evolucionando y
ramificándose. Según Epifanio, «como aberrantes y desviados, se
extraviaron por
diversos vericuetos y abruptos caminos» (Panarium, PG,
tomo 41,
col. 450). En un comentario sobre la circuncisión, afirma que los
árabes ya la
practicaban por aquel entonces, en la segunda mitad del siglo IV: «Los
sarracenos y los ismaelitas tienen la circuncisión, y los samaritanos,
y los
judíos, y los idumeos, y los homeritas. La mayoría de ellos lo hacen no
por la
Ley, sino por alguna costumbre irracional» (Panarium, PG,
tomo
41, col. 470).
Si
preguntamos
por la difusión del nazarenismo al acercarse el siglo V, Epifanio
parece
oscilar en sus estimaciones. Por un lado, cuenta que, de las siete
herejías que
había habido en Jerusalén y Judea, la mayoría ya no sobrevivía, pero sí
pervivían algunas en Arabia precisamente. Pues «quedan ciertamente
unos pocos
nazarenos, alguno que otro por la Tebaida superior [Egipto] y por
Arabia (…)
De los judaicos solamente quedan los judíos y los nazarenos» (Epifanio
1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 274). Sin embargo,
más
adelante, el propio Epifanio nos
dice algo diferente en otro pasaje:
«Ahora
bien, esta secta de los nazarenos permanece muy potente en Berea [hoy
Alepo],
por la ciudad de Celesiria, en Decápolis, por las partes de Pela, y en
Basanítida [por la actual Jordania] en la aldea llamada Cocaba (en
hebreo
Chochabè). Allí es donde tuvo nacimiento, después de que todos los
discípulos
abandonaran Jerusalén y se establecieran en Pela, porque Cristo había
dicho
que dejaran Jerusalén y encontraran un lugar donde retirarse, a causa
del
asedio que iba a sufrir la ciudad. Y por esta razón emigraron a Perea y
allí se
establecieron como he dicho. Y de ahí tuvo nacimiento la herejía de los
nazarenos» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col.
402).
En
cuanto a la
propagación de los ebionitas, Epifanio consigna que diseminaron su
error desde
Asia hasta Roma, pero sobre todo «el germen y los tallos de sus espinos
han
arraigado con mucha fuerza en Nabatea [capital Petra] y Panéade [por
Cesarea de
Filipo], también en Moabítide y en Cocaba, que es una ciudad de
Basanítida, y
en la isla de Chipre» (Epifanio 1858, Panarium, PG,
tomo 41, col.
435).
En
suma, a
finales del siglo IV y principios del V, los intelectuales de la
Iglesia
cristiana imperial, o melquita, coincidían en señalar la presencia de
los
nazarenos y los ebionitas, y en catalogarlos como herejes, con un
perfil bien
definido. De ello dejaron constancia, en la primera mitad del siglo V,
no solo
Epifanio, sino también Jerónimo, Agustín y el monofisita Teodoreto de
Ciro.
Jerónimo de Estridón
En sus escritos, Jerónimo de
Estridón (340-420) carga en numerosas ocasiones contra los ebionitas,
que,
según él, ostentan también el calificativo de nazarenos. Los tacha de
«semijudíos y semicristianos», pues, por un lado, daban su adhesión a
la Ley de
Moisés, mientras, por otro, usaban un tergiversado Evangelio de Mateo
en
hebreo. Y, por si fuera poco, fabulaban con fantasías de un futuro
imperio
milenario, en el que ellos serían señores junto al Mesías. Jerónimo
sabe que
«Ebión» no es un nombre propio, sino, como él mismo explica, una
palabra
procedente del hebreo, donde significa «pobre»; a pesar de ello, cuando
se
propone criticar a los ebionitas, cede a la costumbre extendida de
referirse a Ebión como si se tratara del nombre
propio de un personaje
fundador del ebionismo. Pasemos hora revista a una selección de citas
textuales tomadas de Jerónimo:
«Ebión,
acorde
con el sentido de humillación y pobreza de su nombre, ara a la vez con
un buey
y un asno, pues acepta el Evangelio de tal manera que no abandona las
ceremonias de las supersticiones de los judíos, que precedieron como
sombra e
imagen» (Jerónimo 1845, Commentaria in Isaiam, PL,
tomo 24, col.
27).
«Los
nazarenos
aceptan a Cristo de tal manera que no omiten la observancia de la
antigua Ley»
(Jerónimo 1845, Commentaria in Isaiam, PL, tomo 24,
col. 119).
«En
aquel día
(…) cuando resurja la raíz de Jesé [un David, prototipo de mesías], se
impondrá
el Señor con el poder de su mano, como señal para los pueblos, o para
dominar a
las gentes, pero de ningún modo en un fin del mundo conforme a nuestros
judaizantes» (Jerónimo 1845, Commentaria in Isaiam, PL,
tomo 24,
col. 149).
«Herederos
del
error judaico son los ebionitas, que recibieron un nombre que significa
pobres
por su humildad, pero todos esperaban delicias durante mil años, que
ellos
imaginan como caballos y cuadrigas, carruajes, literas, o palanquines y
camas,
mulos y mulas, carrozas y vehículos de diverso género, según está
escrito.
Esto sería en la consumación del mundo, cuando Cristo haya venido a
reinar en
Jerusalén y el templo haya sido restaurado, y sean inmoladas víctimas
judaicas
y de todo el orbe regresen los hijos de Israel (…) Estos obtendrán el
principado
(…) y acudirán gentes de todos los extremos del mundo, britanos,
hispanos,
galos, moros (…) preparados para su servicio» (Jerónimo 1845, Commentaria
in Isaiam, PL, tomo 24, col. 672).
«El
Evangelio
que usan los nazarenos y los ebionitas, que recientemente hemos
traducido del
idioma hebreo al griego, es el que suelen llamar el auténtico de Mateo»
(Jerónimo 1845, Commentaria in Isaiam, PL, tomo 24,
col. 78).
«La
sorprendente estulticia de los nazarenos: se sorprenden de que la
sabiduría
proceda de donde hay sabiduría, y las virtudes de la virtud. Pero su
error
aparece pronto: al creer que es hijo del carpintero» (Jerónimo 1845, Commentaria
in Evangelium Matthaei, PL, tomo 26, col. 96).
«En
este
lugar, se debate el dogma de Ebión y de Fotino: si Cristo es Dios y no
solamente hombre. Si el evangelio de Pablo no es según el hombre, ni lo
recibió
o lo aprendió de un hombre, sino por revelación de Jesús Cristo»
(Jerónimo
1845, Commentaria in Epistolam ad Gálatas, PL, tomo 26,
col.
322).
Agustín de Hipona
En sus intercambios
epistolares con Jerónimo, Agustín de Hipona (354-430) incluyó en
ocasiones
argumentos contra el nazarenismo. Entre Jerónimo y él, aparece cierta
disparidad en la descripción que cada uno hace de los ebionitas o
nazarenos,
pero lo que esto pone de manifiesto es, más bien, las fluctuaciones
dentro del
movimiento, extendido por zonas de Siria, Palestina, Arabia y Egipto.
Leamos la traducción de un par de citas del
epistolario de
Agustín:
«Si
esto es
verdad, tropezamos con la herejía de Cerinto y de Ebión, que, creyendo
en
Cristo, han sido anatematizados por los padres, solo por esta razón:
porque han
mezclado las ceremonias de la Ley con el Evangelio de Cristo. Y así
profesan lo
nuevo sin omitir lo antiguo. ¿Qué diré de los ebionitas, que simulan
ser
cristianos? Hasta hoy, por todas las sinagogas de Oriente, está la
herejía de
los seguidores de Mineo (…) que el vulgo denomina nazarenos, los cuales
creen
en Cristo Hijo de Dios, nacido de la virgen María, que padeció bajo
Poncio
Pilato y que resucitó, en quien también creemos nosotros; pero, al
querer ser a
la vez judíos y cristianos, ni son judíos ni son cristianos» (Agustín
1902, Epistolae, PL, tomo 33, col. 258).
«Esta
es la
principal cuestión, que, después del Evangelio de Cristo, los judíos
creyentes
hacen bien si ofrecen sacrificios, como los ofreció Pablo, si
circuncidan a sus
hijos, si observan el sábado, como dice Pablo a Timoteo y como todos
los judíos
lo observan. Ahora bien, ¿hacen esas cosas de manera simulada y
engañosa? Si es
así, nos encontraríamos no ya ante la herejía de Ebión, o de aquellos
que el
vulgo denomina nazarenos, o ante cualquier otra antigua, sino que no
sé si
estamos ante una nueva aún más perniciosa, por cuanto no se debe al
error, sino
al propósito y la voluntad de engañar» (Agustín 1902, Epistolae,
PL,
tomo 33, col. 282).
En otro
texto contra los herejes, Agustín
incluye
a los
nazarenos y los ebionitas entre las ochenta y ocho herejías que enumera
y que,
según él, habían ido surgiendo a lo largo del tiempo. Nos informa del
argumento
que daban para seguir cumpliendo la Ley de Moisés.
«No
obstante,
si uno de los nazarenos, a quienes otros llaman simaquianos, me
objetara que
Jesús dijo que no había venido a abolir la Ley, yo no dudaría mucho en
la
respuesta. Y no sin razón, pues estaría agobiado a un tiempo en el
cuerpo y el
ánimo por la Ley y los profetas. Por eso, les digo a los que de ese
modo
soportan la circuncisión, y observan el sábado, y se abstienen del
cerdo y lo
demás como manda la Ley, que, bajo la profesión del nombre cristiano,
ellos
mismos se engañan, como da a entender el mismo capítulo que citan,
porque
Cristo dijo que no había venido a abolir la Ley, sino también a
completarla»
(Agustín 1841, Contra Faustum manichaeum, PL, tomo 42,
col. 349).
«Puesto
que
despreciaban la actuación del Espíritu Santo por medio de los
apóstoles,
algunos creyentes procedentes de la circuncisión, que no entendían
tales cosas,
permanecieron en aquella perversidad, de modo que obligaban a las
gentes a
judaizar. Esos son los que Fausto mencionó con el nombre de simaquianos
o
nazarenos, los cuales perduran hasta nuestros tiempos, ya disminuidos,
pero
hasta ahora con el mismo extravío» (Agustín 1841, Contra Faustum
manichaeum, PL, tomo 42, col. 358-359).
«Como
aquellos
que se llaman cristianos nazarenos, y circuncidan sus prepucios
carnales según
la costumbre judaica, se han convertido en herejes por aquel error del
que
Pablo corrigió a Pedro cuando este se desviaba (Gálatas
2,11), en el que persisten hasta ahora» (Agustín 1845, De
baptismo contra donatistas, PL, tomo 43, col. 225).
Teodoreto de Ciro
Unos decenios posterior a Agustín
es Teodoreto de Ciro (393-460),
de la
escuela de Antioquía. En su Historia
eclesiástica, señala el ebionismo, el nazarenismo y el de Cerinto
entre
los errores
que han sido condenados:
«Anatematizamos
a Fotino, que, renovando la herejía de los ebionitas, confesaba que
nuestro
Señor Jesucristo procedía solo de María» (Teodoreto 1864, Historia
ecclesiastica, PG, tomo 82, col. 1222).
Teodoreto
arguye contra los ebionitas: «¿Cómo pueden salvarse, si quien obró en
la tierra
la salvación de ellos no fue Dios? O ¿cómo puede el hombre ir hacia
Dios, si
Dios no ha venido en absoluto hacia el hombre?» (Teodoreto 1864, Eranistes
seu Polymorphus, PG, tomo 83, col. 171).
«Confiesan
que
es uno solo el principio de todas las cosas, pero consideran que el
Señor es
un simple hombre. El principal de estos herejes fue Ebión» (Teodoreto
1864, Haereticarum
fabularum compendium, PG, tomo 83, col. 338).
En el
libro segundo de la misma obra, Compendio
de las fábulas heréticas, dedica sendos epígrafes a los ebionitas,
los
nazarenos y los cerintianos, lo que permite apreciar la íntima afinidad teológica entre los tres.
«El
jefe de
esta caterva fue Ebión, que así llaman los hebreos al mendigo. Este,
igual que
nosotros, enseñó que el creador del mundo es uno solo e ingénito. Pero
que
Jesús Cristo nació de José y María, era hombre ciertamente, aunque
antecedía a
todos en virtud e inocencia. Ellos rigen su vida conforme a la Ley
mosaica. Aceptan
únicamente el Evangelio según los Hebreos. Y llaman apóstata al apóstol
[Pablo]. De estos era Símaco y los suyos (…) también llamados
ebionitas. Únicamente
usan el Evangelio según Mateo, observan el sábado según la Ley judaica,
y santifican
el domingo como nosotros» (Teodoreto 1864, Haereticarum fabularum
compendium, PG, tomo 83, col. 387 y 390).
«En
verdad,
los nazarenos son judíos, que honran a Cristo como hombre justo, y
utilizan el
Evangelio que se dice según Pedro. Estas herejías crecieron siendo
emperador
Domiciano, por obra de un tal Eusebio. Contra ellas escribió Justino,
filósofo
y mártir, e Ireneo, sucesor de los apóstoles, y Orígenes» (Teodoreto
1964, Haereticarum
fabularum compendium, PG, tomo 83, col. 390).
«Por el
mismo
tiempo, Cerinto instituyó otra herejía (…) Enseñó que era uno solo el
Dios del
universo, pero que este no era el creador del mundo, sino ciertas
potestades
separadas que lo desconocen del todo. Dijo que Jesús nació según la
naturaleza
de varón y hembra, sin duda José y María; aunque sobresaliese en
templanza,
justicia y las demás virtudes. Cristo descendió de arriba sobre él
en forma
de paloma, y entonces predicó al Dios que desconocían, e hizo los
milagros que
están escritos. No obstante, en el tiempo de la pasión, Cristo se
apartó y
Jesús sufrió la pasión. Asimismo [Cerinto] fingió ciertas
revelaciones, como
si las hubiese contemplado, y compuso unas doctrinas peligrosas. Dijo
que el
reino del Señor sería terreno, soñó con comida y bebida, imaginó
voluptuosidades
para sí, y nupcias, y sacrificios, y días festivos que se celebrarán
en
Jerusalén, y que estas cosas se cumplirían por espacio de mil años,
pues
pensaba que todo ese tiempo duraría el reino del Señor» (Teodoreto
1864, Haereticarum
fabularum compendium, PG, t. 83, col. 390).
Estas
últimas
frases sobre Cerinto explicitan otro tema que alcanzaría gran
importancia por
su capacidad para ofrecer una potente motivación: la creencia en el
futuro
reino milenario del Mesías sobre la tierra, imaginado en términos de
una era de
plena abundancia de carácter material y sensual.
Para
rastrear
otras citas sobre este tema, puede consultarse el repertorio publicado
por
Robert G. Hoyland, Seeing Islam as others saw it (1997).
Una recapitulación del
sistema nazareno
No cabe establecer, ni se dio
históricamente, un doctrina
homogénea, completa y sistemática, en las comunidades de filiación
nazarena,
pero sí es posible descubrir el esquema o estructura subyacente, a
través de
los rasgos reiterados una y otra vez por los diferentes autores, aunque
en
determinados puntos manifiesten interpretaciones discrepantes. No fue
solo un
movimiento disperso, sino una organización establecida, fundamentada
en unos
axiomas y temas básicos, en el plano de las creencias teológicas y
cristológicas,
y asimismo en el plano de los rituales y las normas morales. Recapitulo
a
continuación una tentativa de compendio.
1. Los grupos
ebionitas/nazarenos estaban formados por población judía
Los integrantes del
movimiento ebionita, en particular la secta de los nazarenos, eran
personas
judías por su procedencia poblacional.
2. La religión
nazarena
conservaba la herencia del judaísmo
–
Creían en un
único Dios, creador del mundo. Pero algunos, como Cerinto, por influjo
gnóstico, creían que era un dios inferior o demiurgo.
–
Usaban la
Biblia hebrea, sobre todo la Torá, pero descartaban algunos libros
históricos,
proféticos y sapienciales.
–
Perseveraban
en la observancia de la Ley mosaica, creyendo que era necesaria para la
salvación.
–
Practicaban
la circuncisión, obligando a judaizar.
–
Respetaban el sábado, los ritos, las fiestas
y
costumbres
judaicos.
–
Algunos
hacían abluciones rituales por motivos de pureza.
– Se
abstenían
de comer carne de cerdo.
–
Rezaban
mirando hacia Jerusalén como casa de Dios.
–
Esperaban la
restauración del reino de Israel, mediante la intervención de Dios y
su Mesías
guerrero.
–
Además,
siendo judíos, creían en Jesús como gran profeta y Mesías.
3. Asumían elementos
del
cristianismo, desviantes respecto al ortodoxo o apostólico
–
Usaban un
Evangelio según Mateo, pero en una versión diferente del canónico.
Algunos lo
denominaban Evangelio de los Hebreos. Según otros, estaba escrito en
lengua
siríaca.
–
Rechazaban
las epístolas de Pablo y de otros apóstoles, sobre todo por su abandono
de la
Ley de Moisés.
–
Celebraban
la eucaristía en domingo, si bien con pan ázimo y agua.
–
Estaban
organizados en torno a dirigentes presbíteros, encargados de la
doctrina y la
liturgia. Hubo, al menos, un obispo (Pablo de Samosata). Tuvieron
jefes
carismáticos como Cerinto y Símaco el Ebionita.
–
Creían que
Jesús fue un mero hombre, hijo de María y José. De modo que negaban la
virginidad de María, la encarnación, la preexistencia de Cristo y su
filiación
divina.
–
Creían que
Jesús superó a todos los hombres por su virtud, que fue mayor que todos
los
profetas e incluso que los ángeles. Y que hizo milagros.
–
Relataban
que Cristo descendió sobre Jesús en el momento de su bautismo en el
Jordán,
como el Espíritu de Dios y, para algunos, así se constituyó en Hijo de
Dios.
–
Decían que,
en la hora de la pasión, Cristo abandonó a Jesús, por lo que permaneció
impasible.
– En
cuanto a
la muerte en cruz, unos afirmaban que murió y resucitó; mientras otros
aseguraban que fue Simón Cireneo quien murió, bajo apariencia de Jesús.
–
Esperaban la
resurrección de los muertos.
–
Creían que,
el último día, Dios intervendría enviando al Mesías Jesús, para
implantar el
reino terrenal de Cristo.
– La
capital
del reino sería Jerusalén, cuyo templo sería reconstruido.
–
Creían que
el reino de Cristo en la tierra duraría mil años.
–
Algunos
imaginaban que ese reino comportaría delicias de todo tipo, comida y
bebida,
abundancia de carne, en medio de molicie y fornicio, entre continuas
fiestas.
– Todas
las
naciones del mundo acudirían a Jerusalén para adorar a Dios y estarían
al
servicio de los hijos de Israel.
4. Otras prácticas
distintivas de los nazarenos
– Se
reunían
en lugares que llamaban sinagogas, no iglesias.
–
Permitían el
divorcio y contraer nuevas nupcias, hasta un número limitado de veces.
–
Obligaban a
contraer matrimonio a los adolescentes todavía inmaduros.
–
Algunos se
abstenían de todo tipo de carne animal.
–
Tenían
prohibido beber vino y cerveza (sicera,
cualquier bebida embriagante no procedente de la vid; en el Corán se
designa sakar).
–
Consideraban
gran pecado la dominación del Imperio, los textos sagrados judíos y
cristianos
excluidos del canon nazareno, y la increencia de las naciones
extranjeras. El
castigo caería sobre los pecadores en el último día, el día de la
venganza
mesiánica.
– Con
su idea
mesiánica milenarista, pasaron a la acción en distintos momentos.
Estuvieron
involucrados en acciones armadas contra el Imperio romano de Oriente:
con
seguridad en la insurrección de la reina Zenobia (siglo III) y, muy
probablemente, en la rebelión de Diocesarea (siglo IV).
A
diferencia
del judaísmo rabínico, que sustituyó el culto del templo por el estudio
de la
Torá, los nazarenos, en su imaginación mesiánica, conservaron el
proyecto de
reconstrucción del templo, previa conquista de Jerusalén. Para ellos,
el
precursor que allanaría el camino del Señor (según Isaías y Malaquías)
había
venido ya en la persona de Juan Bautista. Entonces, en la siguiente
etapa,
serían ellos, como «auxiliares de Dios», quienes llevarían a cabo las
tareas
encomendadas al mesianismo milenarista, a saber: la migración al
desierto, la
toma de Jerusalén y la reedificación del templo. Una vez cumplido
esto,
llegaría el momento de la venida del Mesías, que ampliaría la conquista
al
mundo entero, masacraría o sojuzgaría a los impíos, y fundaría el
milenario
reino de la justicia sobre la tierra. Por supuesto, en beneficio de los
vencedores. Los nazarenos, que se investían a sí mismos como los
justos y los
elegidos, soñaban con un reino verdaderamente terrenal, donde gozarían
en abundancia
de toda clase de delicias y placeres.
Hasta
aquí,
hemos rastreado la pista nazarena en los santos padres cristianos,
desde el
siglo II hasta la segunda mitad del siglo V. Llama la atención que esas
mismas
creencias son las que reencontramos en el primer tercio del siglo VII,
en época
de Mahoma. No pudieron surgir de la nada. De su persistencia nos dan
noticia autores
como Juan Mosco, Sofronio de Jerusalén, Máximo Confesor, Anastasio
Sinaíta,
Jacobo de Edesa y Juan Damasceno, entre mediados del siglo VI y
mediados del
siglo VIII, según veremos en el próximo capítulo. Parece
suficientemente
probado que la historia del mesianismo nazareno prosiguió, a través de
los
siglos, para desembocar en el surgimiento del agarenismo árabe
sarraceno. Hoy
está cada vez mejor documentada la continuidad, por sinuosa que sea,
del
movimiento nazareno a lo largo del tiempo. Más aún, según algunos
indicios, los
nazarenos se encontraban en un momento de auge, en Siria,
precisamente en la
época de Mahoma, un auge al que no fue ajena la actividad del propio
Mahoma. Lo
que no se podrá negar es que las características del nazarenismo en
su
conjunto no solo prefiguran el protoislam, sino que cuadran a la
perfección
con lo que sabemos de las creencias básicas del mahometismo.
Para profundizar en
el
conocimiento de aquellos tiempos primitivos del islam, son clásicos los
estudios de Patricia Crone, en Hagarism.
The making of the Islamic World
(1977) y Meccan Trade and the Rise
of Islam (1987). En ellos se
recrean las condiciones y el entorno ideológico donde se gestó el islam
naciente. Parece lógico concluir que, a todas luces, el
movimiento
agareno no es otro que el movimiento nazareno, arabizado y con
diferente
denominación.
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