La genealogía del islam

5. La genealogía macabea, zelota y nazarena

PEDRO GÓMEZ




- La ascendencia judía de la doctrina de Mahoma y el Corán
- El mesianismo judío de los macabeos
- El mesianismo zelota
- La derivación del judeocristianismo y la hipótesis nazarena
- La pista patrística del movimiento mesiánico nazareno
- Una recapitulación del sistema nazareno


La ascendencia judía de la doctrina de Mahoma y el Corán


Numerosos rasgos básicos de lo que, corriendo el tiempo, se llamaría islamismo o islam se hallaban ya presentes antes de Mahoma, tanto en lo ideológico o teológico como en el modo de actuación. Se trata de ras­gos típicos de una corriente muy antigua, inserta durante siglos en la historia del judaísmo.


En efecto, observamos cómo la doctrina mahomética contiene noto­rias semejanzas con la doctrina y las prescripciones de la Torá (la Ley mosaica), incluyendo el monoteísmo, la absorción de la vida política, social y económica en la religión, la circuncisión, las prohibiciones ali­mentarias, la espera mesiánica, etc. De ahí que los investigadores pros­pecten su origen en el judaísmo.


Más en concreto, lo más probable es que el protoislam se gestara inicialmente a partir de las creencias y prácticas de una corriente o secta llamada de los nazarenos, un movimiento bien organizado, de origen muy antiguo, formado por judíos étnicos que se mantenían fieles a la Ley de Moisés, pero al mismo tiempo in­cor­poraban elementos de un cristia­nismo heterodoxo. En efecto, su rastro se encuen­tra extendido por Siria, Palestina y Arabia.


Al comenzar el siglo VII, la secta judía de los nazarenos habría con­seguido prosélitos entre los árabes, en el clan Hasim, al que perte­necía la familia de un neófito llamado Abu Al-Qasim, o tal vez Qatham, el futuro Mahoma. Este contrajo matrimonio con Jadiya, una  rica judía, que con toda probabilidad pertenecía a esa secta nazarena, entre judaica y cristia­na. Pues, por lo que narran las fuentes, un primo de Jadiya, de nombre Waraqa Ibn Naufal era sacerdote judeonazareno.


El sistema de creencias de los árabes del protoislam, inicialmente to­ma­do de los nazarenos, fue evolucionando poco a poco hasta cons­ti­tuir­se en una nueva religión, ni judía ni cristiana, en la primera mitad del siglo VIII, unos cien años después de Mahoma.


Más que un movimiento prístino creado a partir de una «revelación» bien articulada desde el principio, el mahometismo o islam y sus textos tuvieron un desarrollo incierto, gradual, a impulsos de un utopismo me­siánico, de tipo apocalíptico y escatológico, que se fue imponiendo de hecho con rasgos de fanatismo religioso, en medio de una práctica de violencia militar y política, dando lugar a una sucesión imprevista de acontecimientos que terminarían por convertirse en regla.


El resultado de aquellos «acontecimientos congelados» fraguó en una estructura que los sacralizaba y los elevaba a paradigma absoluto. A través de las etapas formativas, esa estructura se reproduciría fractalmen­te, con la grave consecuencia de que, al conferir un estatuto de derecho divino a todo el sistema, hizo que se incapacitara a sí mismo para toda ulterior evolución.


Algo esencial del sistema islámico, que se advierte como lo más dis­tintivo, estriba en la peculiar amalgama de espiritualidad y violencia, que se desarrolló, en los primeros decenios, conforme a un modelo escato­lógico en marcha, para desembocar, decenios después, en una forma de expansión imperialista de naturaleza depredadora.


Algunos autores disciernen inicialmente la variedad de culto propio de unas tribus árabes conquistadoras. Más tarde, se habría producido un intento de sincretismo religioso, promovido por el califa Abd Al-Malik (685-705), orientación que se refleja en ese lenguaje del Corán que for­mula llamamientos abstractos a los «creyentes», sin especificar. También esta­ría plasmado en las inscripciones del Domo de la Roca.


La teoría de la ascendencia judaica del sistema islámico, sin embargo, no es nueva. Había sido defendida desde hace muchos años. A prin­cipios del siglo XX, Charles C. Torrey, profesor de lenguas semíticas en la Uni­versidad de Yale, publicaba La fundación judía del islam (1933).


Por su parte, Gabriel Théry (con el seudónimo Hanna Zakarias) sos­tiene la misma tesis, en su tetralogía De Moisés a Mahoma. El islam, empresa judía (1955-1964). Por entonces, no se tenía una idea clara de la secta judeocristiana de los nazarenos, que, siendo judíos y aceptando a Jesús como Mesías, permanecían fieles a los usos de la ley de Moisés. Así que la genealogía judaica no va descaminada del todo, porque, en cualquier caso, se trata de un elemento fundamental integrado en el islamismo. Théry insiste en la necesidad de aplicar la crítica histórica al estudio del islam, el Corán y Mahoma (Théry 1959 y 1960).


La obra de Théry, que casi nadie cita hoy, parte de la hipótesis de que Mahoma se convirtió al judaísmo, persuadido por un rabino de La Meca, pues solo un judío muy instruido podía tener los conocimientos requeridos de lo que se trasluce en el Corán. Posteriormente, el rabino se habría servido de Mahoma para predicar las enseñanzas de su religión a los árabes:


«El lector asistirá a las primeras predicaciones de un rabino en La Meca; a las primeras reacciones de los idólatras mequíes. La primera con­quista espiritual de este rabino es la conversión al judaísmo de un tal Mahoma, casado muy probablemente con una judía, Jadiya, que influyó sobre su marido. Mahoma ya judío será en adelante el mejor auxiliar del rabino para la judaización de Arabia» (Théry 1955: 8).


Este mismo autor defiende que el Corán árabe primitivo era una traducción de los principales relatos de la Biblia hebrea, sobre todo del Pentateuco, con referencias al Talmud, realizada del hebreo al árabe por el rabino de La Meca. Más tarde, este Corán se perdió, de manera que el libro que hoy se llama Corán recogería otros materiales y anotaciones del mismo rabino instructor de Mahoma. Uno y otro se enfrentaron en La Meca a los idólatras y los cristianos.


La conjunción en una misma comunidad de judíos de nacimiento y árabes judaizados habría entrado en crisis en la época de Medina, hasta que acabaron por separarse violentamente y dar paso al odio recíproco (cfr. Théry 1963: 19). Los árabes se apropiaron la idea del Dios único, y empezaron a reforzarla como creencia en Alá revelador del Corán y pre­sentar a Mahoma como enviado o profeta de Alá. Poco a poco, se fue configurando un islam árabe, al ritmo de la guerras de conquista «en el camino de Alá» y la adaptación de las narraciones y las normas vetero­testamentarias en unas «actas del islam» que serían la base del Corán his­tórico. En fin, la tesis sostiene que: «El islam es propia y esen­cialmente la religión de los judíos, tal como se la predicó [a los árabes] un rabino del siglo VII» (Théry, 1964: 303).


Las últimas obras de Gabriel Théry fueron publicadas por su con­tinuador Joseph Bertuel, quien a su vez es el autor de El islam. Sus verda­deros orígenes, en tres tomos (1981-1984), donde insiste en la misma hipó­tesis. Nos ofrece análisis muy convincentes de los muchos calcos de la Biblia que hay en el Corán.


Reencontramos la misma tesis del origen judío del islam en Curzio Nitoglia, El origen talmúdico del islam (Nitoglia 2011). La sustenta igual­mente Dennis Gotay, en Orígenes del islam (2004). En defensa de la misma teoría de la filiación judaica de la doctrina mahomética, se alinea el ensa­yo de Haï Bar-Zeev, Una lectura judía del Corán (2005).


En nuestros días, la hipótesis del origen judío del sistema islámico, si bien contiene un innegable fondo de verdad, requiere sin duda una en­mienda importante. Lo que ocurre es que las numerosas herencias ju­daicas que descubrimos le han llegado por otras vías, las del nazarenis­mo, heredero a su vez de un mesianismo judío radical que, con toda verosimilitud, se remonta históricamente al menos hasta las gestas de los Macabeos y sucesivos avatares mesiánicos posteriores. Exploremos esa genealogía con mayor detenimiento y precisión.



El mesianismo judío de los macabeos


Los más lejanos precedentes de lo que, siglos más tarde, germinará en la ideología de Mahoma podemos rastrearlos en la historia de los antiguos hebreos. Vemos cómo el mesianismo político y belicoso surge en los relatos del libro del Génesis, entre el pueblo hebreo, prefigurado en la gesta de Moisés y el éxodo desde el Egipto faraónico, seguido por la invasión de Canaán, luego Palestina, bajo el caudillaje de Josué.


Moisés no fue ungido, no fue propiamente mesías, sino un caudillo tribal carismático. Sin embargo, sí fue ungido el rey David, que se con­vertiría con posterioridad en prototipo y antecesor simbólico de la es­tirpe mesiánica.


El mesianismo se define y organiza como un movimiento de libe­ra­ción y conquista mediante la lucha armada, alentado o legitimado por unas creencias religiosas (o equivalentes). Aglutina política y religión en una misma actividad. Puede llevar a cabo tanto la difusión de la religión por medio de la guerra, como la expansión bélica sancionada por la ideo­logía religiosa. El mesianismo constituye una guerra teológica y es, a la vez, una teología guerrera.


Los libros históricos más tardíos de la Biblia nos dan testimonio de cuándo y dónde se configuró la mentalidad mesiánica en un sentido más preciso: en los deuterocanónicos Macabeos I y II, que cuentan la guerra de liberación judía. El motivo era la situación opresiva creada, a partir del año 202 a. C., cuando los reyes seleúcidas de Siria ocuparon la Pales­tina judía y presionaron para imponer la helenización por la fuerza. El rey Antíoco IV Epifanes saqueó y profanó el templo de Jerusalén, al tiempo que prohibía a los judíos la práctica de sus ritos. El año 175 antes de nuestra era, estalló la guerra, que sería larga, acaudillada por Judas Macabeo y sus hermanos, quienes finalmente consiguieron instaurar un reino judío independiente.


En el contexto de esa guerra, surgió un grupo disidente con la pre­tensión de reformar el judaísmo, hasta el punto de que introdujeron nuevas ideas teológico-políticas, que hoy designamos como mesiánicas y milenaristas. Su jefe era José ben Yoezer, un miembro principal del sanedrín, tradicionalista radical, que se levantó contra el sumo sacerdote, porque este contemporizaba con la ocupación siria y la helenización. La teo­logía de ben Yoezer afirmaba que debía haber dos mesías: un Mesías sacerdotal, a imagen de Aarón, encargado de la función religiosa, y otro Mesías regio, a imagen de Moisés, protagonista del poder político. Este último se consideraba descendiente del rey David, a quien superaría, extendiendo su reino hasta gobernar el mundo entero. Pero se inspiraba también en el éxodo de Moisés, la purificación en el desierto y la ocu­pación de la tierra prometida, una vez derrotados los idólatras que la ha­bitaban (cfr. Gallez 2005).


El Mesías político tenía, pues, la misión de conquistar por las armas Jerusalén y aplastar a los impíos «enrojeciendo la tierra con su sangre», con el fin de fundar un reino de justicia universal.


Con semejante visión, José ben Yoezer emigró con los suyos a una villa de nombre Zerada, a unos 30 km al norte de Jerusalén. Creía que la inminente aparición de los dos Mesías tenía que ir precedida por un pro­feta anunciador (Isaías 40,3; Malaquías 3,23). Y él se atribuía a sí mismo ese papel de precursor profeta. Pero la dura realidad es que fue hecho prisionero, el año 159 a. C., juzgado y condenado a una muerte terrible e ignominiosa.


No obstante, aquella guerra por la Ley y el templo terminaría co­ro­nada por la victoria macabea, en el año 134 a. C. Los macabeos consi­guieron la libertad religiosa del pueblo judío y más tarde la independencia política, con la entronización de la dinastía asmonea. Esta autonomía duró hasta el año 63 a. C., cuando los romanos tomaron Jerusalén, bajo el mando de Pompeyo (cfr. Josefo, La guerra de los judíos, 1997a).


En resumen, se concibe la figura del Mesías como un jefe o caudillo o rey de la nación, ungido por Dios para llevar a cabo una misión liber­tadora. Su actuación puede ser solo política, o solo religiosa, o combinar ambas. De cualquier modo, la teología de ben Yoezer no desapareció con él, sino que se reafirmó una y otra vez, entendida como deber de cumplir la voluntad divina. En la realidad histórica, el movimiento se escindió en dos ramas. Una insistía en la observación rigurosa de la Ley y persistió en el partido fariseo posterior. Otra, más popular, evolucionó hacia la escatología mesiánica radical, insistiendo en los temas del éxodo al desierto, la espera de la próxima venida de ambos Mesías, sobre todo el Mesías guerrero, al frente de su ejército, que lle­varía a cabo la toma de Jerusalén, la conquista del mundo, la masacre de los impíos y la instau­ración de un reino para los justos. Entonces todo hombre sería empla­zado a elegir entre la conversión al judaísmo estricto o la muerte. Esta segunda rama es la que, andando el tiempo, desembocó en el partido de los zelotas. Por otro lado, serían también continuadores de la doctrina de José ben Yoezer, a su manera, los esenios, que esperaban asimismo un Mesías político-militar y un Mesías sacerdotal. En fin, el concepto de Mesías iría adoptando perfiles y matices variables, conforme se iba adap­tando a las cambiantes circunstancias sociales, históricas y religiosas.



El mesianismo zelota


El mesianismo zelota, cuyo radicalismo lo alejó del partido fariseo, se fue configurando como un movimiento de resistencia antirromano, que se levantaría en armas en la guerra insurreccional de los judíos contra Roma. Propiamente hablando, se denomina zelotas a quienes se alzaron con el protagonismo de la rebelión en la primera gran guerra, del año 66 al 74. Pero, antes y después, hubo movimientos judíos de carácter mesiá­nico, motivados en líneas generales por una misma visión escatológica y una misma estrategia política de fondo, que podemos resumir en unas cuantas ideas:

– La idea de que la guerra está motivada por razones teológicas.

– La idea de la emigración de los justos al desierto, a imitación del éxodo de Moisés.

– La idea de la conquista de Jerusalén.

– La idea de la liberación de toda Palestina, la tierra de Israel, la patria judía.

– La idea de la conquista del mundo entero (aunque esta última idea no fue compartida en todos los casos).


Los estudiosos reseñan hasta trece levantamientos judíos importan­tes, entre revueltas o verdaderas guerras de inspiración mesiánica, desde el año 4 antes de nuestra era (muerte de Herodes el Grande) hasta el 140 después de Cristo. Una y otra vez, los judíos acabaron vencidos, para volver a sublevarse más tarde, siempre con su doble motivación, nacio­nalista y teológica. Al menos la mitad de los cabecillas de tales rebeliones se presentaron proclamando que eran el Mesías. De las masas que cre­yeron en ellos y los siguieron, muchos cientos de miles lo pagaron trági­camente con sus vidas. Evoquemos algunos jalones de esas insurreccio­nes contra el dominio de Roma.


La muerte del rey Herodes el Grande, el año 4 antes de nuestra era, ocasionó un momento crítico, en el que acontecieron tres sublevaciones de aspirantes al poder. Lo narra Flavio Josefo. En Séforis, ciudad de Ga­lilea, se proclamó mesías Judas, hijo de Ezequías, que había sido otro rebelde anterior. En la región de Perea, Simón, un antiguo criado de He­rodes, atacó e incendió el palacio real de Jericó. En Judea, un pastor lla­mado Atronges acaudilló las esperanzas mesiánicas populares. Pero, en no mucho tiempo, todos acabaron aplastados por las legiones romanas a las órde­nes del procónsul Quintilio Varo (cfr. Crossan 1991: 242-246).


Un decenio después, el año 6 d. C., Judas el Galileo se levantó en armas contra el pago del tributo al César, y su revuelta fue sofocada por Quirino, el legado romano en Siria. El historiador Flavio Josefo, en Antigüedades judías, atribuye a este Judas el Galileo ser el fundador de la «cuarta filosofía» o partido del judaísmo (además de los saduceos, los fariseos y los esenios), cuyos miembros se llamarían luego zelotas.


«En cuanto a la cuarta filosofía, Judas el Galileo se erigió en su cabe­cilla. Esta escuela coincide con los fariseos en todo, menos en su pasión por la libertad, que es prácticamente imposible de conseguir, pues están convencidos de que Dios es su único dueño y señor. No les im­porta lo más mínimo dejarse matar de las formas más rebuscadas y permitir que la venganza recaiga sobre parientes y amigos, con tal de no llamar señor a un mortal, sea quien sea» (Josefo 1997b, II, libro XVIII, 23).


Del año 42 al 46 de nuestra era, tuvo lugar el alucinante episodio de Teudas. Este personaje se dedicó a predicar al pueblo con la pretensión de repro­ducir la gesta de Moisés. Congregó una enorme muchedumbre con la que pensaba iniciar la conquista mesiánica del país, partiendo des­de el de­sierto. Pero, como era de esperar, tropezó en su camino con las tropas el prefecto romano Cuspio Fado. Así lo cuenta también Josefo en Antigüedades judías.


«Teudas procuró persuadir a una masa infinita de personas a que recogieran sus pertenencias y lo siguieran hasta el río Jordán, pues les decía que era un profeta, y les aseguró que a una orden suya se abrirían las aguas del río y que de esta manera les haría fácil el cruce. Y con estas palabras embaucó a muchos. Fado, sin embargo, no les dejó que disfru­taran de su necedad, sino que envió un escuadrón de caballería que cayó sobre ellos de una manera inesperada, aniquiló a muchos e hizo prisio­neros a otros. Y al propio Teudas, a quien capturaron vivo, le cortaron la cabeza y la llevaron a Jerusalén» (Josefo 1997b, II, libro XX, 98).


Al mismo episodio alude el obispo y escritor Hipólito de Roma, en su Comen­tario sobre Daniel, cuando narra que Teudas persuadió a muchos para que fueran con sus familias al encuentro del Mesías en el desierto (cfr. Hipólito 2017: 4, 18-19).


Del año 66 al 73. Aconteció la conocida como primera guerra judía contra Roma, que se extendió por toda Galilea y Judea. Jerusalén fue defendida por tropas de los zelotas, mandados por Eleazar ben Simón, Juan de Giscala y Simón bar Giora. Finalmente, el asedio de la ciudad por los romanos de Vespasiano y Tito acarreó la caída y destrucción de la ciu­dad, el año 70, con el incendio del templo. La guerra prosiguió hasta la expugnación de la fortaleza de Masada en el año 73 (o el 74) (cfr. Crossan 1991: 246-250).


Entre los años 115 y 117. La segunda guerra contra Roma conllevó una serie de insurrecciones en la diáspora, protagonizadas por comu­nidades judías del exilio: en Mesopotamia, Alejandría, Cirene y Chipre. Fueron reprimidos por el general romano Lusio Quieto, durante el reinado de Trajano.


De 132 a 135. La tercera guerra contra Roma estalló como rebelión de la provincia de Judea, acaudillada por Simón bar Kojba, a quien el sanedrín declaró Mesías y que había anunciado la era de la redención de Israel. Los judíos infligieron una derrota inicial a los ejércitos romanos. Pero la reac­ción romana fue terrible: masacraron a cerca de seiscientos mil ju­díos, arrasaron Jerusalén y toda Judea, y desterraron del territorio a toda la población judía, durante el reinado de Adriano.


Desde Judas Macabeo a Bar Kojba, habían transcurrido tres siglos de movimientos mesiánicos y guerras teológicas. Pero la historia no ter­minó ahí. En tiempos posteriores, llegarían a configurarse movimientos «judeocristianos», que incorporaron al mesianismo elementos cristianos, con un sesgo a veces marcadamente sectario.



La derivación del judeocristianismo y la hipótesis nazarena


La presencia judía y cristiana está atestiguada no solo en toda Palestina, sino más al sur y al este, en Arabia, Yemen y Etiopía. Tengamos en cuen­ta que la denominación de «Arabia» se presta a error, porque puede re­ferirse a la zona de Petra, o a las tribus nabateas más al este, o a los árabes del oeste y la península del Sinaí, o más al sur a la Arabia Desierta. La literatura patrística recoge que, en el siglo IV, había obispos católicos en «Arabia». Epifanio de Salamina reproduce la «fórmula de fe» católica de un concilio regional celebrado en Seleucia (¿Seleucia Pieria? cerca de An­tioquía), a mediados del siglo IV, por orden del emperador Cons­tancio II, un credo suscrito por cuarenta y tres obispos, entre los que figuraban «Germano, obispo de Petra» y «Baroquio, obispo de Arabia» (cfr. Epi­fanio 1863, Panarium, PG, tomo 42, col. 450-454). Es lógico pensar que los grupos más desviantes o sectarios se encontrarían asentados sobre todo por los confines lejanos del imperio, donde el control de la orto­doxia seguramente era menor.


¿Cómo y cuándo pasó el sistema de creencias típico del mesianismo macabeo y zelota a formar parte de la teología de algunas sectas cris­tianas? Todo el mundo sabe que fueron judíos étnicos Jesús de Nazaret y sus primeros seguidores. Estos estuvieron presididos en Jerusalén por Santiago el Justo, martirizado el año 62. Se trataba de los mismos cris­tianos que emigraron de Jerusalén a Pela, en la región de Decápolis, en vísperas de la primera guerra judeo-romana. Algunas fuentes indican que los llamaban «nazarenos». Parece que rehuyeron la cola­bo­ración con los zelotas sublevados, aunque no está descartado del todo. A pesar de ser cristianos, per­ma­necían fieles a la observancia de la Ley mosaica.


Esto nos plantea la cuestión acerca de cómo evolucionaron las co­munidades de judíos cristianos en los siglos siguientes, en un entorno de inestabilidad en las relaciones entre las iglesias cristianas, en conflicto por su diversa interpretación de la cristología. No es aquí el lugar donde dilucidar este asunto, por lo que únicamente nos ceñiremos a intentar seguir la pista de los judeocristianos.


La expresión «judeocristianismo», tan corriente hoy, resulta con fre­cuencia desafortunada, pues congloba referencias muy heteróclitas. Por una parte, alude correctamente a determinados grupos o sectas del cris­tianismo primitivo y antiguo; por otra parte, aparece profusamente en un uso bastardo en el que se empeñan ciertos intelectuales contem­porá­neos, sepan o no sepan de qué están hablando. Puede consultarse: Simon Claude Mimouni, Le judéo-christianisme ancien (1998).


En un artículo que puede aportar cierta clarificación, Carlos Segovia (2010: 83-108) propone una categorización de distintos tipos de grupos o movimientos judeocristianos que se extendieron por Siria, Meso­po­ta­mia, Palestina, Arabia y Egipto:


A. El judeocristianismo sectario, de judíos cristianos que asumían un mesianismo cuya cristología niega la divinidad de Cristo, aunque lo con­sideran superior a los profetas.


B. El judeocristianismo no sectario, con una cristología que afirma la divinidad de Cristo y, al mismo tiempo, conserva la tradición de ciertos rituales, costumbres y creencias judaicas.


C. El cristianismo judaizante, de comunidades procedentes de la gentilidad, muy influidas por el judaísmo, que estaba presente en la re­gión, sobre todo por Siria y Mesopotamia.


No hace falta añadir que el tipo «A» es el que mejor encaja con el judeonazarenismo, que llegó a difundirse entre los sarracenos, determinan­do los orígenes del mahometismo.


La formulación de la hipótesis judeonazarena, o nazarena, es rela­tivamente reciente. Aunque hoy es una hipótesis explicativa bastante bien asentada, que retrotrae la aparición del nazarenismo hasta algunos discípulos apostó­licos, de tal manera que «podría haber una línea directa de continuidad entre los tradicionalistas más con­servadores encabezados por Santiago y las posteriores enseñanzas de los ebio­nitas y nazarenos» (Dunn 2009: 1253). Al parecer, el primero en describir la existencia y las características de estos judíos nazarenos fue Ray A. Pritz, en Nazarene Jewish Christianity (1988). Con posterioridad, encontramos las investiga­ciones de Édouard-Marie Gallez, en El mesías y su profeta (2005), donde realiza una reconstrucción histórica del desarrollo del mesianismo mile­narista en los movimientos judíos, clarificando la teología nazarena, así como los orígenes judeonazarenos de Mahoma y sus seguidores. Hay una buena síntesis de acceso abierto elaborada por Odon Lafontaine, El gran secreto del islam (2020).



La pista patrística del movimiento mesiánico nazareno


¿Qué sabemos acerca de esos «nazarenos»? Anticipando una breve des­cripción, eran judíos, o sea hebreos, desde el punto de vista poblacional. En cuanto a religión, seguían la Ley de Moisés y una versión del Evan­gelio (probablemente el Mateo arameo), según la cual Jesús es el Mesías, considerado profeta, pero no hijo de Dios. Así, se desmar­caban tanto del judaísmo rabínico como del cristianismo niceno sustentado por las grandes Iglesias. Pero empecemos desde el principio.


La palabra «nazareno», aparte de aplicarse a veces como gentilicio de Jesús de Nazaret, indicando su procedencia geográfica, es mencionada en el libro de los Hechos de los apóstoles, cuando, con fundamento o sin él, acusan a Pablo de ser «cabecilla de la secta de los nazarenos» (Hechos 24,5; también 14,14 y 28,22). El calificativo parece que fue utilizado para designar a los primeros cristianos de Jerusalén, o al menos a algunos grupos de judíos cristianos muy afectos a la Ley y seguidores de Santiago el Menor, en la época anterior a la primera guerra judía (cfr. Gil Arbiol 2004). Luego, su rastro desapareció, tras la dispersión de los judíos sub­siguiente a la segunda guerra judía, el año 135. Pues bien, esta acepción neotestamentaria y paleocristiana del término no tiene nada que ver di­rectamente con el mesianismo nazareno del que tratamos aquí.


No es posible establecer con precisión cuándo surge el movimiento mesiánico que se denominaría nazareno, considerado ya como cismático o heterodoxo respecto a la Iglesia apostólica. Lo cierto es que, desde el siglo II, hay noticia de comunidades sectarias bien organizadas, que com­binaban elementos judíos y cristianos, en las cuales hallamos las mismas tendencias teológicas que caracterizarán al nazarenismo y que fueron de­signadas mayoritariamente con el nombre de ebionitas.


Más adelante, a lo largo de los siglos IV y V, encontramos ya una multi­plicidad de esas corrientes zigzagueantes entre el judaísmo y el cris­tianismo, distantes tanto del judaísmo rabínico como de la ortodoxia de la gran Iglesia imperial. Tampoco se integraban en las iglesias disidentes del concilio de Éfeso (431), como los nestorianos diofisitas; o del con­cilio de Calcedonia (451), como los miafisitas jacobitas. Es entre aquellos judeocristianos más alejados, radicales y heréticos, donde las fuentes an­tiguas, principalmente patrísticas, hacen referencia a grupos que se de­nominan nazarenos. Hay autores que los relacionan con los ebionitas, como muy próximos a ellos. Otros los identifican a ambos, ebionitas y nazare­nos, como una misma corriente. Probablemente la realidad fuera un tan­to confusa, pues se constatan notorias oscilaciones en la doctrina, aun­que unos y otros compartían rasgos fundamentales y deambulaban siem­pre entre el cristianismo apostólico y la heterodoxia. Por otro lado, prefi­guran ciertos rasgos característicos del Jesús descrito en el Corán.

 

Ireneo de Lion

 

En el siglo II, Ireneo de Lion (130-202) menciona a los ebionitas, en el capítulo XXIV de su obra Contra las herejías. Los ebionitas, en algún aspecto, recuerdan la concepción gnóstica del alejandrino Basílides (85-145), quien escribió un nuevo evangelio, en el que Jesús aparece como Nous, o Cristo, enviado por el Padre. Negaba que Jesús hubiera sido cru­cificado y afirmaba que en su lugar habían crucificado a Simón Cireneo, trans­figurado con la apariencia de Jesús (cfr. Ireneo 1857, Contra haereses, PG, tomo 7, vol. 1, col. 677).


Por su parte, los ebionitas sostenían que «Jesús no nació de una vir­gen, sino que fue hijo de José y María, de manera semejante a todos los demás hombres, si bien superó a los humanos en justicia, prudencia y sabiduría». Tras el bautismo, habría descendido sobre él Cristo en for­ma de paloma y así anunció al Padre; pero «al final Cristo abandonó a Jesús, y Jesús padeció y resucitó, mientras que Cristo permaneció impa­sible en su existencia espiritual». Así, estos que se llaman a sí mismos ebionitas aceptan que el mundo fue creado por Dios, pero no lo refe­rente a Cristo.


«Utilizan únicamente el Evangelio según Mateo y rechazan al apóstol Pablo, diciendo que apostató de la Ley. (…) se circuncidan y perseveran en las costumbres que se atienen a la Ley y al modo de vida judaico, de manera que adoran a Jerusalén como si fuera la casa de Dios» (Ireneo 1857, Contra haereses, PG, tomo 7, vol. 1, col. 686-687).


Esa última afirmación sugiere que oraban mirando hacia Jerusalén, en vez de vueltos hacia el sol naciente, como hacían los cristianos, para quienes era un símbolo de la resurrección de Cristo. Por lo demás, Ireneo menciona una rama de los ebionitas cuyo mentor era Cerinto, personaje más propenso aún a ciertas ideas gnósticas, como la creación del mundo por un demiurgo inferior a Dios. Usaban su propia versión del Evangelio de Mateo y rechazaban las epístolas de los apóstoles. Poseían, además, una peculiar visión apocalíptica, marcada por el milenarismo o quilias­mo: vaticinaban que, tras la resurrección de la carne humana, se ins­tauraría un reino terrenal de Cristo, con capital en Jerusalén, donde sus elegidos se entregarían a los deseos carnales y las seducciones de los pla­ceres, y pasarían mil años en fiestas nupciales y celebraciones (cfr. Ireneo 1857, Prolegomena, PG, tomo 7, vol. 1, col. 144). Ireneo califica a este Cerinto como «enemigo de la verdad» (col. 853). Y transmite la tradición según la cual, Juan, el dis­cípulo del Señor, habría escrito su Evangelio precisamente para arrancar el error sem­brado por Cerinto y defender que el único Dios hizo todas las cosas por medio de su Logos, su hijo unigénito (col. 880).

 

Clemente de Alejandría

 

Otro de los primeros Padres de la Iglesia, que polemiza con las posi­ciones de los filósofos, de los poetas y de las tendencias teológicas des­viantes, es Clemente Alejandrino (150-215). No aparecen en su obra no­minalmente los ebionitas o los nazarenos, aunque su comentarista el monje Nicolai Le Nourry los identifica en los Stromata de Clemente (cfr. Dissertationes de omnibus Clementis Alexandrini operibus, PG, tomo 9, col. 1090, 1246 y 1281).

 

Tertuliano de Cartago

 

Las críticas de Tertuliano de Cartago (160-220) corroboran cuál era el perfil doctrinal de los ebionitas, que en parte seguían a los cerintianos. El ebionismo despojaba a Cristo de su filiación divina, a la vez que se so­metía a la servidumbre de la Ley. (En Tertuliano y en otros, el texto habla de Ebión, como si se tratara del fundador del movimiento, cuando el apelativo ebionita no deriva de un nombre propio, sino de una palabra hebrea que significa pobre, o mendigo). Comprobemos la mención del ebionismo en las siguientes citas:


«Ebión fue sucesor de Cerinto, aunque no estaba de acuerdo con él en todo, pues dice que el mundo fue hecho por Dios y no por los ángeles (…) Pero, propone la Ley, con lo cual excluye el Evangelio y reivindica el judaísmo» (Tertuliano 1878, Liber de praescriptionibus, PL, tomo 2, vol. 2, col. 83).


«Ebión (…) enseñó que Jesús es simplemente un hombre, que solo es descendiente de David, o sea, que no es también hijo de Dios, aunque sea más glorioso que todos los profetas, de modo que se dijera que en él había un ángel, como en Zacarías. Salvo que tal cosa nunca la dijo Cristo» (Tertuliano 1878, Liber de carne Christi, PL, tomo 2, vol. 2, col. 823-824).


«Ebión se persuadió de que Cristo había nacido de semilla humana, y enseñó a circuncidarse, a obedecer la Ley y, alejándose de las fuentes, reasumir los elementos de la Ley» (Tertuliano 1878, Adversus Marcionem, PL, tomo 2, vol. 2, col. 1116).

 

Orígenes de Alejandría

 

Veinticinco o treinta años después, Orígenes de Alejandría (185-254), en su refutación de las herejías, argumentaba también contra Cerinto y con­tra los ebionitas:


«Cuáles son las posiciones de los ebionitas, que se aplican sobre todo a los ritos de los judíos» (Orígenes 1863, Omnium haereseon refutatio, libro VII, PG, tomo 16, col. 3293).


«Los ebionitas (…) en lo que se refiere a Cristo fabulan de manera semejante a Cerinto y Carpócrates. Usan las costumbres judaicas, afir­man que ellos son justificados según la Ley, y dicen que Jesús se justificó por cuanto observó la Ley (…) Jesús, en el bautismo junto al Jordán, recibió a Cristo bajado de arriba en forma de paloma (…) que infundió en él el Espíritu» (Orígenes 1863, Omnium haereseon refutatio, libro VII, PG, tomo 16, col. 3341 y 3344).


«Los ebionitas dicen que el mundo fue hecho ciertamente por Dios, y de Cristo dicen lo mismo que Cerinto. Y conducen la vida en todo según la Ley de Moisés, sosteniendo que así son justificados» (Orígenes 1863, Omnium haereseon refutatio, libro X, PG, t.omo 16, col. 3440).


Ahora bien, no se trataba solo de una polémica doctrinal. En el plano de los hechos, debemos llamar la atención hacia otra dimensión. Y es que, mientras que el cristianismo de los concilios católicos mantenía el ideal de un mesianismo de salvación ética y pacífica, en la línea de Juan Bautista y por antonomasia la de Jesús, determinadas comunidades judeocristianas de tipo ebionita o nazareno habían asumido como propio el mesianismo guerrero y popular, al estilo zelota, creyendo que Jesús iba a regresar como Mesías armado y que ellos estaban llamados a empren­der la guerra. Sabiendo que esta era la mentalidad de fondo, evo­quemos a continuación dos casos destacados de levantamiento militar al estilo mesiánico nazareno.

 

La rebelión de Zenobia y Pablo de Samosata

 

De 266 a 272, acaeció la aventura de la reina Zenobia de Palmira, en Siria. En desigual batalla, se levantó en armas contra el Imperio romano. Llegó a vencer a las legiones (en el año 268) y consiguió el dominio sobre Egipto. En el 271, se apoderó de Antioquía. Le juraron lealtad las pro­vincias romanas de Siria, Arabia, Armenia y Persia, donde debía contar con un importante apoyo entre la población local. Al final de la hazaña, como era de temer, fue derrotada por el emperador Aureliano, en el año 272. En semejante gesta, lo más significativo fue el papel determinante que jugó Pablo de Samosata (200-275), patriarca de Antioquía (entre 262 y 272), mentor y aliado de Zenobia, el cual había desafiado la condena que emitieron contra él tres concilios, durante siete años. Este patriarca sostenía la doctrina de que Cristo no era más que un profeta. Tras la caída de Zenobia, lógicamente fue destituido.


Filastrio de Brescia, un siglo después, se haría eco de aquel teólogo consejero de Zenobia de Palmira, Pablo de Samosata, cuyas opiniones lo asimilaban claramente a la escuela ebionita:


«Después de estos, hubo en Siria un tal Pablo Samosateno, en Siria, que negaba que el Verbo de Dios, esto es, Cristo fuera Hijo de Dios, sustancial, personal y sempiterno con el Padre (…) Predicaba que Cristo era un hombre justo, pero no verdadero Dios. Además, judaizando, en­señaba la circuncisión. Por eso, él mismo enseñó a judaizar a cierta Ze­nobia, reina en Oriente por aquel tiempo» (Filastrio 1845, Liber de haere­sibus, PL, tomo 12, col. 1178).


La historia de Zenobia y Pablo de Samosata se inscribe en la larga estela puntuada por personajes imbuidos de mesianismo guerrero, como José ben Yoezer, Teudas, Eleazar ben Simón y Simón bar Kojba, que se lanzaron, cada uno en su época, contra los calificados como enemigos de Dios, confiando ciegamente en su auxilio. En esta confluencia de he­rencia judía y cristología heterodoxa, junto con la disposición para la re­belión armada, encontramos ya prefigurados los rasgos típicos del mo­vimiento de los nazarenos.

 

Eusebio de Cesarea

 

Según Eusebio de Cesarea (263-339), en su libro sobre la teología de la iglesia, Pablo de Samosata, quien acabó excomulgado, sostenía, del mismo modo que los ebionitas, que hay un solo Dios por encima de todos, «pero al mis­mo tiempo no creía que Cristo fuese Hijo de Dios y Dios antes de su encar­nación» (Eusebio 1857, De theologia ecclesiastica, PG, tomo 24, col. 854).


En su historia de la Iglesia, Eusebio dedica también un breve capí­tulo a exponer críticamente la herejía del ebionismo:


«Fueron denominados ebionitas por los antiguos, y ciertamente pen­saban sobre Cristo de manera baja y abyecta. Pues consideraban que él no era más que un hombre simple y vulgar, que al aumentar sus virtudes se hizo justo. Por lo demás, fue procreado de la unión de un varón con María. Asimismo, sostenían que era completamente necesaria para ellos la observancia de la Ley, como si la sola fe en Cristo y la vida de acuerdo con esa fe no valieran para conseguir la salvación.


Aparte de esos, había otros denominados con el mismo nombre que se apartaban de la absurda opinión de los primeros, pues no niegan que Cristo fue ciertamente engendrado de la Virgen y el Espíritu Santo. Pe­ro estos tampoco confiesan que Cristo, en cuanto Dios, preexistía antes de todas las cosas como Palabra y Sabiduría del Padre. Así cayeron en la misma impiedad que los primeros: sobre todo cuando, igual que aque­llos, guardan celosamente las ceremonias corporales de la ley mosaica.


Más aún, consideraban que deben ser rechazadas las epístolas de Pa­blo, a quien llaman desertor de la Ley. Aceptaban exclusivamente el lla­mado Evangelio de los Hebreos, mientras despreciaban los restantes. Obser­vaban el sábado y los otros ritos judaicos como los judíos. Y, sin embar­go, los domingos celebraban las mismas cosas que nosotros en memoria de la resurrección del Señor» (Eusebio 1857, Historia ecclesiastica, PG, to­mo 20, col. 274).


A la vista de los textos aducidos, es necesario admitir que se daban diferencias y matices doctrinales entre unos y otros grupos de los ebio­nitas, llámense así o nazarenos. Tales diferencias se referían siempre a la concepción del Mesías, aunque todos coincidían en negar la encarnación de Dios y, por tanto, la divinidad de Jesús, por mucho que le adjudicaran atributos superiores a todos los hombres e incluso a los ángeles. Al mis­mo tiempo, había coincidencia en la preservación de tradiciones judías. Aunque las fuentes no sean muy explícitas al respecto, es muy verosímil que también compartieran el espíritu milenarista. Así se desprende de la descripción que Eusebio, repitiendo a Ireneo, hace del heresiarca Cerin­to, a quien las fuentes presentan como preceptor de los ebionitas.


«Cerinto, por ciertas revelaciones que había recibido, como si fuera un gran apóstol, nos introduce el invento de ciertos portentos, como si se los hubieran mostrado los ángeles, afirmando que, después de la resu­rrección será el reino de Cristo en la tierra, y que las personas que vivan en Jerusalén estarán dedicadas a los deseos y los placeres del cuerpo. Y aquel enemigo de las divinas escrituras añade que transcurrirá el espacio de mil años en fiestas nupciales. De este modo engaña más fácilmente a la gente inexperta» (Eusebio 1857, Historia ecclesiastica, PG, tomo 20, col. 274).


«Su opinión [de Cerinto] fue esta: que el reino de Cristo sería terreno. Él mismo ardía en el deseo de aquello, de manera que, seducido por los deseos del cuerpo y adicto a lo carnal, soñó que el reino de Dios consistía en eso, en el vientre y en lo que hay bajo el vientre, para satisfacer la lujuria; esto es, en comida y bebida, y en nupcias, por decirlo así con una palabra más honesta, en fiestas y sacrificios e inmolaciones de víctimas» (Eusebio 1857, Historia ecclesiastica, PG, tomo 20, col. 275).


«La de los ebionitas fue una secta de judíos, que decían creer en Cris­to» (Eusebio 1857, Demonstratio evangelica, PG, tomo 22, col. 498).


«Los predicadores ebionitas (…) decían reconocer que Dios es tan solo uno, y aunque no negaban la humanidad de Cristo, sin embargo, no confesaban la divinidad del Hijo de Dios» (Eusebio 1857, De theologia ecclesiastica, PG, tomo 24, col. 854).

 

Filastrio de Brescia

 

El obispo Filastrio de Brescia (330-397), ya mencionado, en su Libro sobre las herejías, escrito allá por el año 384, dedica un párrafo a los «nazarenos», designados expresamente con este nombre, donde los acusa de judai­zantes:


«La herejía de los nazarenos, que aceptó la Ley y los profetas, por consiguiente, afirma que hay que vivir según la carne, y que toda justi­ficación se fundamenta en la observancia de los ritos externos» (Fi­lastrio 1845, Liber de haeresibus, PL, tomo 12, col. 1122).


En la misma obra, el autor critica la desviación de los ebionitas, co­legas de los nazarenos y contumaces en los errores de Cerinto, de quien habrían sido discípulos:


«Estimaba [Cerinto] que nuestro Salvador es un hombre nacido carnalmente de José y enseñaba que nada había en él de la divinidad, pero afirmaba que, como todos los profetas, poseyó la gracia de Dios. Sin embargo, no creía que fuera el Señor de majestad y el Hijo de Dios Padre, sempiterno con el Padre, siendo así que las divinas escrituras pre­dican y atestiguan por doquier que el Señor es sempiterno y verdadera­mente sempiterno por igual con el Padre» (Filastrio 1845, Liber de haere­sibus, PG, tomo 12, col. 1154-1155).

 

La insurrección de Diocesarea

 

Ocurrió en los años 351-352, en un momento en que el cristianismo ya había sido reconocido, si bien aún no oficializado, por el Imperio roma­no. Los anales de la historia registran una insurrección de los judíos de Palestina contra el dominio del emperador romano de oriente Constan­cio Galo, en Diocesarea (en territorio del actual Israel). El desenlace fue adverso, de modo que la ciudad quedó destruida y la rebelión, aplas­tada. Aunque las crónicas hablan de «judíos», lo más probable es que se tratara, en realidad, de judeocristianos mesiánicos, como los nazarenos, o que estos desempeñaran algún papel en los hechos acaecidos.


No conocemos, a ciencia cierta, si el movimiento mesiánico ebionita o nazareno tomó parte en la guerra de Diocesarea. Lo que sí consta, por Epifanio de Salamina, es que el emperador romano había concedido per­miso para edificar en la ciudad iglesias en honor de Cristo (cfr. Epi­fanio 1858, Panarium, PG, tomo 41). Al mismo tiempo, numerosos au­tores atestiguan fehacientemente la existencia de esos grupos sec­ta­rios, disper­sos por Palestina, que compaginaban la observancia de la Ley judía con el reconocimiento de Jesús como Mesías, sustentando la opinión de que Cristo tenía que completar su misión con un regreso triunfal a la tierra. En este sentido, esperaban su intervención militar para la restauración de Israel, una creencia alentada por las capas populares judías que inte­graban las comunidades nazarenas. Desde principios del siglo IV, el ape­lativo de «nazarenos» se había ido imponiendo.


Los nazarenos, por tanto, aceptaban a Jesús como Mesías, pero con una interpretación que le asignaba en cuanto tal la misión de restaurar el reino de Israel, en la figura de un Mesías guerrero vencedor, que vendría a inaugurar una época de justicia y abundancia. Si consideraban inacep­table la muerte de Jesús en la cruz, era precisamente porque les parecía impropia de un rey que iba a dominar el mundo. Por eso, sostenían que aquel al que crucificaron tuvo que ser otro, en tanto que Cristo había sido elevado al cielo, y allí permanece en espera de la hora de su segunda venida victoriosa.

 

Epifanio de Salamina

 

El obispo Epifanio de Salamina (315-403), a quien también hemos men­cionado ya, es otro de los santos padres cristianos, de la segunda mitad del siglo IV, que nos proporciona información acerca de la «secta» de los nazarenos. En su obra Panarium o Contra ochenta herejías, escrita entre los años 374 y 377, este autor anota que había existido una cierta secta de «nazarenos» in­cluso anterior a Cristo, y que, al principio, los mismos cristianos fueron llamados por otros «nazarenos». Pero eso era el pasado. Él se refiere a otros de su tiempo, incluidos entre las ochenta herejías que se propone refutar. De hecho, allí aparecen dos grupos identificados con esa denominación de nazarenos.


La primera mención, bajo el epígrafe Adversus Nazaraeos (en griego Κατά Ναζαραῖων), es decir, contra los nazarenos, nazareos o nasareos, los iden­tifica como una secta de judíos, si bien adscritos al cristianismo.

«La herejía de los nazarenos (…) que según sabemos son judíos por su origen, oriundos de Galaátida y Basanítida y de las restantes regiones al otro lado del Jordán. Por eso, como esta gente procede de Israel, abraza los dogmas de los judíos y no disiente casi en nada de aquellos que antes recordé. Porque como ellos conserva la circuncisión, y observa el sábado y celebra las mismas fiestas» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 258). Primero se habían llamado ebionitas y poste­rior­mente nazarenos (cfr. col. 267).


«Los nazarenos aseveran que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios, pero adhieren su vida completamente a lo instituido por la Ley de Moi­sés. Muy similares a los cerintianos y los nazarenos son los ebionitas» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 283).


La segunda mención la expone Epifanio más ampliamente, bajo el epígrafe Adversus Nazaraeos (algo variante en griego: Κατά Ναζωραῖων (col. 387-406). Se trata de una herejía que combinaba igualmente compo­nen­tes cristianos y judíos.


El autor señala que estos nazarenos estaban muy próximos a los ce­rin­tianos, y confiesa no tener claro si son anteriores o posteriores, pero sí que vivieron en la misma época y coincidían en los mismos dogmas y opiniones (cfr. Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 387 y 390). Se adherían a la Ley de Moisés y la circuncisión. Por más que dieran gran importancia a la estirpe davídica de Jesús el Mesías y usaran el Nuevo testamento, Epifanio juzga que en el fondo no eran más que judíos:


«de los cuales los nazarenos no disienten en nada, pues al modo de los judíos profesan lo prescrito por la Ley y todos sus dogmas, salvo que creen en Cristo. También piensan que los muertos resucitan y que el uni­verso ha sido creado por Dios. Predican que Dios es uno solo y que Jesús el Cristo es su Hijo» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 402).


En todo caso, según Epifanio, los nazarenos, utilizaban no solo el Nuevo testamento, sino también el antiguo, la Biblia hebrea, de la que no di­sentían en nada. A pesar de ello, se distanciaban a un tiempo del judaís­mo rabínico y del cristianismo ortodoxo de la gran Iglesia.


«Solo en esto difieren tanto de los judíos como de los cristianos: de aquellos porque creen en Cristo; de los cristianos, a su vez, en que adop­tan los ritos judaicos, como la circuncisión, el sábado y otras cere­monias. Y acerca de Cristo, no puedo afirmar con certeza si (…) sos­tie­nen que fue un simple hombre, o si, como es realmente, confiesan que fue engen­drado de la Virgen María por el Espíritu Santo» (Epifanio 1858, Pana­rium, PG, tomo 41, col. 402).


Inmediatamente después de los nazarenos, Epifanio pasa a ocuparse de las doctrinas de los ebionitas: Adversus Ebionaeos (Κατά Εβιωναῖων) (PG, tomo 41, col. 406-474), de los que empieza recordando su cercanía doc­trinal a los nazarenos y el contexto de su origen:


«Los ebionitas siguen muy de cerca a los nazarenos, y con ellos pro­fesan los mismos dogmas. (…) Ebión afirmó que Cristo nació de unión y semilla viril, es decir de José, como ya he dicho. Estaba de acuer­do con ellos en las restantes cosas, pero discrepaba en una sola, en que él había abrazado los ritos y los preceptos de los judíos, como el sábado y la cir­cuncisión y otros de este tipo, tal como son observados por los judíos, y otras cosas más a imitación de los samaritanos» (Epi­fanio 1858, Pana­rium, PG, tomo 41, col. 406-407).


«El surgimiento de esta facción [los ebionitas, o pobres, los naza­renos] comenzó después de acaecer la destrucción de la ciudad de Jeru­salén. En aquel tiempo, todos los cristianos se habían dispersado en Pe­rea, la mayoría en la urbe de Pela, que está en la provincia de Decá­polis, mencionada en el Evangelio, cerca de Batanea y Basanítida» (Epi­fanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 407).


Este mismo contexto de la catástrofe jerosolimitana lo evoca Epi­fa­nio en otra obra, aludiendo a uno de los promotores del ebionismo:


«Entonces, Aquila vivía en Jerusalén y vio a los discípulos de los dis­cípulos de los apóstoles, que florecían en la fe, que realizaban grandes señales mediante curaciones y con otros prodigios. Pues ya habían re­gresado de la urbe de Pela a Jerusalén y enseñaban. En efecto, antes de la destrucción de Jerusalén por los romanos, todos los discípulos fueron advertidos por un ángel para que emigraran de la ciudad, que pronto iba a sufrir exterminio. Ellos emigraron y se instalaron en la ciudad de Pela como habían previsto, al otro lado del Jordán, en Decápolis. Después de la devastación de Jerusalén, regresaron, como he dicho» (Epifanio 1864, Liber de mensuris et ponderibus, PG, tomo 43, col. 261).


En otro pasaje del Panarium, o Contra ochenta herejías, señala que los nazarenos utilizaban el Evangelio de Mateo, que llamaban hebreo, «aun­que no íntegro, sino adulterado y mutilado» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 427). Algunos, precisan que, en realidad, ese Evangelio estaba escrito en idioma sirocaldeo, es decir, en arameo occi­dental, pero empleando caracteres hebreos.


En su descripción, Epifanio, añade que, entre los adeptos del ebio­nismo, había algunos que, por motivos de pureza, acostumbraban a ha­cer abluciones cotidianas; también se abstenían de comer carne. Cele­braban una imitación de la eucaristía con pan ázimo y con agua sola­mente (cfr. Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 431), pues recha­zaban beber vino.


Como su nombre indica, los ebionitas tenían a gala ser pobres por propia voluntad, como mendigos que han renunciado a todos los bienes. Acep­taban la circuncisión, la observancia del sábado y otros rituales ju­díos (col. 434). Obligaban a casarse a los adolescentes que no habían alcanzado la edad madura. Contaban con una organización bien asen­tada: «Tienen sus presbíteros y jefes de sinagoga, pues a sus lugares de reunión los llaman sinagoga y no iglesia» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 435). Cuando alguien deseaba divorciarse, le concedían contraer nuevo matrimonio, pues permitían de tres a siete nupcias. De los grandes personajes de la Biblia hebrea admitían a Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, Aarón y Josué; pero repudiaban a reyes y profetas como David, Salomón, Isaías, Jeremías, Daniel, Ezequías, Elías y Eliseo (col. 435). Según esto, parece ser que solo aceptaban el Pentateuco, la Torá, así como una versión recortada del Evangelio de Mateo.


«En lo que respecta a Cristo, entienden que fue profeta de la verdad, y también que Cristo fue hecho Hijo de Dios al progresar su virtud y conjunción con Dios, de modo que fue promovido a lo sublime y celes­tial. (…) Por ende, Jesús fue profeta y hombre, e Hijo de Dios, aunque sea mero hombre, ya que, por su egregia virtud, mereció ser llamado Hijo de Dios» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 435).


En resumen, tanto los ebionitas como los nazarenos y sus discípulos operaban una mezcla sincrética de heterogéneos elementos judíos y cris­tianos, interpretados a su manera. Su origen se remontaba mucho tiempo atrás y habían ido evolucionando y ramificándose. Según Epifanio, «como aberrantes y desviados, se extraviaron por diversos vericuetos y abruptos caminos» (Panarium, PG, tomo 41, col. 450). En un comentario sobre la circuncisión, afirma que los árabes ya la practicaban por aquel entonces, en la segunda mitad del siglo IV: «Los sarracenos y los ismae­litas tienen la circuncisión, y los samaritanos, y los judíos, y los idumeos, y los homeritas. La mayoría de ellos lo hacen no por la Ley, sino por alguna costumbre irracional» (Panarium, PG, tomo 41, col. 470).


Si preguntamos por la difusión del nazarenismo al acercarse el siglo V, Epifanio parece oscilar en sus estimaciones. Por un lado, cuenta que, de las siete herejías que había habido en Jerusalén y Judea, la mayoría ya no sobrevivía, pero sí pervivían algunas en Arabia precisamente. Pues «que­dan ciertamente unos pocos nazarenos, alguno que otro por la Te­baida superior [Egipto] y por Arabia (…) De los judaicos solamente que­dan los judíos y los nazarenos» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 274). Sin embargo, más adelante, el propio Epifanio nos dice algo diferente en otro pasaje:


«Ahora bien, esta secta de los nazarenos permanece muy potente en Berea [hoy Alepo], por la ciudad de Celesiria, en Decápolis, por las partes de Pela, y en Basanítida [por la actual Jordania] en la aldea llamada Coca­ba (en hebreo Chochabè). Allí es donde tuvo nacimiento, después de que todos los discípulos abandonaran Jerusalén y se establecieran en Pe­la, porque Cristo había dicho que dejaran Jerusalén y encontraran un lugar donde retirarse, a causa del asedio que iba a sufrir la ciudad. Y por esta razón emigraron a Perea y allí se establecieron como he dicho. Y de ahí tuvo nacimiento la herejía de los nazarenos» (Epifanio 1858, Pana­rium, PG, tomo 41, col. 402).


En cuanto a la propagación de los ebionitas, Epifanio consigna que diseminaron su error desde Asia hasta Roma, pero sobre todo «el germen y los tallos de sus espinos han arraigado con mucha fuerza en Nabatea [capital Petra] y Panéade [por Cesarea de Filipo], también en Moabítide y en Cocaba, que es una ciudad de Basanítida, y en la isla de Chipre» (Epifanio 1858, Panarium, PG, tomo 41, col. 435).


En suma, a finales del siglo IV y principios del V, los intelectuales de la Iglesia cristiana imperial, o melquita, coincidían en señalar la presencia de los nazarenos y los ebionitas, y en catalogarlos como herejes, con un perfil bien definido. De ello dejaron constancia, en la primera mitad del siglo V, no solo Epifanio, sino también Jerónimo, Agustín y el mono­fisita Teodoreto de Ciro.

 

Jerónimo de Estridón

 

En sus escritos, Jerónimo de Estridón (340-420) carga en numerosas oca­siones contra los ebionitas, que, según él, ostentan también el cali­ficativo de nazarenos. Los tacha de «semijudíos y semicristianos», pues, por un lado, daban su adhesión a la Ley de Moisés, mientras, por otro, usaban un tergiversado Evangelio de Mateo en hebreo. Y, por si fuera poco, fabulaban con fantasías de un futuro imperio milenario, en el que ellos serían señores junto al Mesías. Jerónimo sabe que «Ebión» no es un nombre propio, sino, como él mismo explica, una palabra procedente del hebreo, donde significa «pobre»; a pesar de ello, cuando se propone criticar a los ebionitas, cede a la costumbre extendida de referirse a Ebión como si se tratara del nombre propio de un personaje fundador del ebio­nismo. Pasemos hora revista a una selección de citas textuales tomadas de Jerónimo:


«Ebión, acorde con el sentido de humillación y pobreza de su nom­bre, ara a la vez con un buey y un asno, pues acepta el Evangelio de tal manera que no abandona las ceremonias de las supersticiones de los ju­díos, que precedieron como sombra e imagen» (Jerónimo 1845, Commen­taria in Isaiam, PL, tomo 24, col. 27).

«Los nazarenos aceptan a Cristo de tal manera que no omiten la ob­servancia de la antigua Ley» (Jerónimo 1845, Commentaria in Isaiam, PL, tomo 24, col. 119).


«En aquel día (…) cuando resurja la raíz de Jesé [un David, prototipo de mesías], se impondrá el Señor con el poder de su mano, como señal para los pueblos, o para dominar a las gentes, pero de ningún modo en un fin del mundo conforme a nuestros judaizantes» (Jerónimo 1845, Commentaria in Isaiam, PL, tomo 24, col. 149).


«Herederos del error judaico son los ebionitas, que recibieron un nombre que significa pobres por su humildad, pero todos esperaban de­licias durante mil años, que ellos imaginan como caballos y cuadrigas, carruajes, literas, o palanquines y camas, mulos y mulas, carrozas y vehí­culos de diverso género, según está escrito. Esto sería en la consumación del mundo, cuando Cristo haya venido a reinar en Jerusalén y el templo haya sido restaurado, y sean inmoladas víctimas judaicas y de todo el orbe regresen los hijos de Israel (…) Estos obtendrán el prin­cipado (…) y acudirán gentes de todos los extremos del mundo, bri­tanos, hispanos, galos, moros (…) preparados para su servicio» (Jeró­nimo 1845, Com­mentaria in Isaiam, PL, tomo 24, col. 672).


«El Evangelio que usan los nazarenos y los ebionitas, que recien­temente hemos traducido del idioma hebreo al griego, es el que suelen llamar el auténtico de Mateo» (Jerónimo 1845, Commentaria in Isaiam, PL, tomo 24, col. 78).


«La sorprendente estulticia de los nazarenos: se sorprenden de que la sabiduría proceda de donde hay sabiduría, y las virtudes de la virtud. Pero su error aparece pronto: al creer que es hijo del carpin­tero» (Jeróni­mo 1845, Commentaria in Evangelium Matthaei, PL, tomo 26, col. 96).


«En este lugar, se debate el dogma de Ebión y de Fotino: si Cristo es Dios y no solamente hombre. Si el evangelio de Pablo no es según el hombre, ni lo recibió o lo aprendió de un hombre, sino por revelación de Jesús Cristo» (Jerónimo 1845, Commentaria in Epistolam ad Gálatas, PL, tomo 26, col. 322).

 

Agustín de Hipona

 

En sus intercambios epistolares con Jerónimo, Agustín de Hipona (354-430) incluyó en ocasiones argumentos contra el nazarenismo. Entre Je­rónimo y él, aparece cierta disparidad en la descripción que cada uno hace de los ebionitas o nazarenos, pero lo que esto pone de manifiesto es, más bien, las fluctuaciones dentro del movimiento, extendido por zonas de Siria, Palestina, Arabia y Egipto. Leamos la traducción de un par de citas del epistolario de Agustín:


«Si esto es verdad, tropezamos con la herejía de Cerinto y de Ebión, que, creyendo en Cristo, han sido anatematizados por los padres, solo por esta razón: porque han mezclado las ceremonias de la Ley con el Evangelio de Cristo. Y así profesan lo nuevo sin omitir lo antiguo. ¿Qué diré de los ebionitas, que simulan ser cristianos? Hasta hoy, por todas las sinagogas de Oriente, está la herejía de los seguidores de Mineo (…) que el vulgo denomina nazarenos, los cuales creen en Cristo Hijo de Dios, nacido de la virgen María, que padeció bajo Poncio Pilato y que resucitó, en quien también creemos nosotros; pero, al querer ser a la vez judíos y cristianos, ni son judíos ni son cristianos» (Agustín 1902, Epistolae, PL, tomo 33, col. 258).


«Esta es la principal cuestión, que, después del Evangelio de Cristo, los judíos creyentes hacen bien si ofrecen sacrificios, como los ofreció Pablo, si circuncidan a sus hijos, si observan el sábado, como dice Pablo a Timoteo y como todos los judíos lo observan. Ahora bien, ¿hacen esas cosas de manera simulada y engañosa? Si es así, nos encontraríamos no ya ante la herejía de Ebión, o de aquellos que el vulgo denomina naza­renos, o ante cualquier otra antigua, sino que no sé si estamos ante una nueva aún más perniciosa, por cuanto no se debe al error, sino al pro­pósito y la voluntad de engañar» (Agustín 1902, Epistolae, PL, tomo 33, col. 282).


En otro texto contra los herejes, Agustín incluye a los nazarenos y los ebionitas entre las ochenta y ocho herejías que enumera y que, según él, habían ido surgiendo a lo largo del tiempo. Nos informa del argu­mento que daban para seguir cumpliendo la Ley de Moisés.


«No obstante, si uno de los nazarenos, a quienes otros llaman sima­quianos, me objetara que Jesús dijo que no había venido a abolir la Ley, yo no dudaría mucho en la respuesta. Y no sin razón, pues estaría ago­biado a un tiempo en el cuerpo y el ánimo por la Ley y los profetas. Por eso, les digo a los que de ese modo soportan la circuncisión, y observan el sábado, y se abstienen del cerdo y lo demás como manda la Ley, que, bajo la profesión del nombre cristiano, ellos mismos se engañan, como da a entender el mismo capítulo que citan, porque Cristo dijo que no había venido a abolir la Ley, sino también a completarla» (Agustín 1841, Contra Faustum manichaeum, PL, tomo 42, col. 349).


«Puesto que despreciaban la actuación del Espíritu Santo por medio de los apóstoles, algunos creyentes procedentes de la circuncisión, que no entendían tales cosas, permanecieron en aquella perversidad, de modo que obligaban a las gentes a judaizar. Esos son los que Fausto mencionó con el nombre de simaquianos o nazarenos, los cuales per­duran hasta nuestros tiempos, ya disminuidos, pero hasta ahora con el mismo extravío» (Agustín 1841, Contra Faustum manichaeum, PL, tomo 42, col. 358-359).


«Como aquellos que se llaman cristianos nazarenos, y circuncidan sus prepucios carnales según la costumbre judaica, se han convertido en herejes por aquel error del que Pablo corrigió a Pedro cuando este se desviaba (Gálatas 2,11), en el que persisten hasta ahora» (Agustín 1845, De baptismo contra donatistas, PL, tomo 43, col. 225).

 

Teodoreto de Ciro

 

Unos decenios posterior a Agustín es Teodoreto de Ciro (393-460), de la escuela de Antioquía. En su Historia eclesiástica, señala el ebionismo, el naza­renismo y el de Cerinto entre los errores que han sido condenados:


«Anatematizamos a Fotino, que, renovando la herejía de los ebioni­tas, confesaba que nuestro Señor Jesucristo procedía solo de María» (Te­o­doreto 1864, Historia ecclesiastica, PG, tomo 82, col. 1222).


Teodoreto arguye contra los ebionitas: «¿Cómo pueden salvarse, si quien obró en la tierra la salvación de ellos no fue Dios? O ¿cómo puede el hombre ir hacia Dios, si Dios no ha venido en absoluto hacia el hom­bre?» (Teodoreto 1864, Eranistes seu Polymorphus, PG, tomo 83, col. 171).


«Confiesan que es uno solo el principio de todas las cosas, pero con­sideran que el Señor es un simple hombre. El principal de estos herejes fue Ebión» (Teodoreto 1864, Haereticarum fabularum compendium, PG, to­mo 83, col. 338).


En el libro segundo de la misma obra, Compendio de las fábulas heréticas, dedica sendos epígrafes a los ebionitas, los nazarenos y los cerintianos, lo que permite apreciar la íntima  afinidad teológica entre los tres.

«El jefe de esta caterva fue Ebión, que así llaman los hebreos al men­digo. Este, igual que nosotros, enseñó que el creador del mundo es uno solo e ingénito. Pero que Jesús Cristo nació de José y María, era hombre ciertamente, aunque antecedía a todos en virtud e inocencia. Ellos rigen su vida conforme a la Ley mosaica. Aceptan únicamente el Evangelio según los Hebreos. Y llaman apóstata al apóstol [Pablo]. De estos era Símaco y los suyos (…) también llamados ebionitas. Única­mente usan el Evangelio según Mateo, observan el sábado según la Ley judaica, y san­tifican el domingo como nosotros» (Teodoreto 1864, Haereticarum fabu­larum compendium, PG, tomo 83, col. 387 y 390).


«En verdad, los nazarenos son judíos, que honran a Cristo como hombre justo, y utilizan el Evangelio que se dice según Pedro. Estas he­re­jías crecieron siendo emperador Domiciano, por obra de un tal Euse­bio. Contra ellas escribió Justino, filósofo y mártir, e Ireneo, sucesor de los apóstoles, y Orígenes» (Teodoreto 1964, Haereticarum fabularum com­pen­dium, PG, tomo 83, col. 390).


«Por el mismo tiempo, Cerinto instituyó otra herejía (…) Enseñó que era uno solo el Dios del universo, pero que este no era el creador del mundo, sino ciertas potestades separadas que lo desconocen del to­do. Dijo que Jesús nació según la naturaleza de varón y hembra, sin duda José y María; aunque sobresaliese en templanza, justicia y las de­más vir­tu­des. Cristo descendió de arriba sobre él en forma de paloma, y enton­ces predicó al Dios que desconocían, e hizo los milagros que están es­cri­tos. No obstante, en el tiempo de la pasión, Cristo se apartó y Jesús su­frió la pasión. Asimismo [Cerinto] fingió ciertas revelaciones, como si las hubiese contemplado, y compuso unas doctrinas peligrosas. Dijo que el reino del Señor sería terreno, soñó con comida y bebida, imaginó vo­luptuosidades para sí, y nupcias, y sacrificios, y días festivos que se cele­brarán en Jerusalén, y que estas cosas se cumplirían por es­pacio de mil años, pues pensaba que todo ese tiempo duraría el reino del Señor» (Teo­doreto 1864, Haereticarum fabularum compendium, PG, t. 83, col. 390).


Estas últimas frases sobre Cerinto explicitan otro tema que alcan­zaría gran importancia por su capacidad para ofrecer una potente moti­vación: la creencia en el futuro reino milenario del Mesías sobre la tierra, imaginado en términos de una era de plena abundancia de carácter ma­terial y sensual.


Para rastrear otras citas sobre este tema, puede consultarse el reper­torio publicado por Robert G. Hoyland, Seeing Islam as others saw it (1997).



Una recapitulación del sistema nazareno


No cabe establecer, ni se dio históricamente, un doctrina homogénea, completa y sistemática, en las comunidades de filiación nazarena, pero sí es posible descubrir el esquema o estructura subyacente, a través de los rasgos reiterados una y otra vez por los diferentes autores, aunque en determinados puntos manifiesten interpretaciones discrepantes. No fue solo un movimiento disperso, sino una organización establecida, fun­damentada en unos axiomas y temas básicos, en el plano de las creencias teológicas y cristológicas, y asimismo en el plano de los rituales y las normas morales. Recapitulo a continuación una tentativa de compendio.

 

1. Los grupos ebionitas/nazarenos estaban formados por población judía

 

Los integrantes del movimiento ebionita, en particular la secta de los nazarenos, eran personas judías por su procedencia poblacional.

 

2. La religión nazarena conservaba la herencia del judaísmo

 

– Creían en un único Dios, creador del mundo. Pero algunos, como Cerinto, por influjo gnóstico, creían que era un dios infe­rior o demiurgo.

– Usaban la Biblia hebrea, sobre todo la Torá, pero descartaban algu­nos libros históricos, proféticos y sapienciales.

– Perseveraban en la observancia de la Ley mosaica, creyendo que era necesaria para la salvación.

– Practicaban la circuncisión, obligando a judaizar.

– Respetaban el sábado, los ritos, las fiestas y costumbres judaicos.

– Algunos hacían abluciones rituales por motivos de pureza.

– Se abstenían de comer carne de cerdo.

– Rezaban mirando hacia Jerusalén como casa de Dios.

– Esperaban la restauración del reino de Israel, mediante la inter­vención de Dios y su Mesías guerrero.

– Además, siendo judíos, creían en Jesús como gran profeta y Mesías.

 

3. Asumían elementos del cristianismo, desviantes respecto al ortodoxo o apostólico

 

– Usaban un Evangelio según Mateo, pero en una versión diferente del canónico. Algunos lo denominaban Evangelio de los Hebreos. Según otros, estaba escrito en lengua siríaca.

– Rechazaban las epístolas de Pablo y de otros apóstoles, sobre todo por su abandono de la Ley de Moisés.

– Celebraban la eucaristía en domingo, si bien con pan ázimo y agua.

– Estaban organizados en torno a dirigentes presbíteros, encargados de la doctrina y la liturgia. Hubo, al menos, un obispo (Pablo de Samo­sata). Tuvieron jefes carismáticos como Cerinto y Símaco el Ebionita.

– Creían que Jesús fue un mero hombre, hijo de María y José. De modo que negaban la virginidad de María, la encarnación, la preexis­tencia de Cristo y su filiación divina.

– Creían que Jesús superó a todos los hombres por su virtud, que fue mayor que todos los profetas e incluso que los ángeles. Y que hizo milagros.

– Relataban que Cristo descendió sobre Jesús en el momento de su bautismo en el Jordán, como el Espíritu de Dios y, para algunos, así se constituyó en Hijo de Dios.

– Decían que, en la hora de la pasión, Cristo abandonó a Jesús, por lo que permaneció impasible.

– En cuanto a la muerte en cruz, unos afirmaban que murió y re­sucitó; mientras otros aseguraban que fue Simón Cireneo quien murió, bajo apariencia de Jesús.

– Esperaban la resurrección de los muertos.

– Creían que, el último día, Dios intervendría enviando al Mesías Jesús, para implantar el reino terrenal de Cristo.

– La capital del reino sería Jerusalén, cuyo templo sería reconstruido.

– Creían que el reino de Cristo en la tierra duraría mil años.

– Algunos imaginaban que ese reino comportaría delicias de todo tipo, comida y bebida, abundancia de carne, en medio de molicie y for­nicio, entre continuas fiestas.

– Todas las naciones del mundo acudirían a Jerusalén para adorar a Dios y estarían al servicio de los hijos de Israel.

 

4. Otras prácticas distintivas de los nazarenos

 

– Se reunían en lugares que llamaban sinagogas, no iglesias.

– Permitían el divorcio y contraer nuevas nupcias, hasta un número limitado de veces.

– Obligaban a contraer matrimonio a los adolescentes todavía in­ma­duros.

– Algunos se abstenían de todo tipo de carne animal.

– Tenían prohibido beber vino y cerveza (sicera, cualquier bebida em­briagante no procedente de la vid; en el Corán se designa sakar).

– Consideraban gran pecado la dominación del Imperio, los textos sagrados judíos y cristianos excluidos del canon nazareno, y la increencia de las naciones extranjeras. El castigo caería sobre los pecadores en el último día, el día de la venganza mesiánica.

– Con su idea mesiánica milenarista, pasaron a la acción en distintos momentos. Estuvieron involucrados en acciones armadas contra el Im­perio romano de Oriente: con seguridad en la insurrección de la reina Zenobia (siglo III) y, muy probablemente, en la rebelión de Diocesarea (siglo IV).


A diferencia del judaísmo rabínico, que sustituyó el culto del templo por el estudio de la Torá, los nazarenos, en su imaginación mesiánica, conservaron el proyecto de reconstrucción del templo, previa conquista de Jerusalén. Para ellos, el precursor que allanaría el camino del Señor (según Isaías y Malaquías) había venido ya en la persona de Juan Bautista. Entonces, en la siguiente etapa, serían ellos, como «auxiliares de Dios», quienes llevarían a cabo las tareas encomendadas al mesianismo mile­narista, a saber: la migración al desierto, la toma de Jerusalén y la re­edificación del templo. Una vez cumplido esto, llegaría el momento de la venida del Mesías, que ampliaría la conquista al mundo entero, masa­craría o sojuzgaría a los impíos, y fundaría el milenario reino de la justicia sobre la tierra. Por supuesto, en beneficio de los vencedores. Los naza­renos, que se investían a sí mismos como los justos y los elegidos, soña­ban con un reino verdaderamente terrenal, donde gozarían en abun­dancia de toda clase de delicias y placeres.


Hasta aquí, hemos rastreado la pista nazarena en los santos padres cristianos, desde el siglo II hasta la segunda mitad del siglo V. Llama la atención que esas mis­mas creencias son las que reencontramos en el primer tercio del siglo VII, en época de Mahoma. No pudieron surgir de la nada. De su per­sistencia nos dan noticia autores como Juan Mosco, Sofronio de Jerusalén, Máximo Confesor, Anastasio Sinaíta, Jacobo de Edesa y Juan Damasceno, entre mediados del siglo VI y mediados del siglo VIII, según veremos en el pró­ximo capítulo. Parece suficiente­mente probado que la historia del mesianismo nazareno prosiguió, a través de los siglos, para desembocar en el surgimiento del agarenismo árabe sarraceno. Hoy está cada vez mejor documentada la continuidad, por sinuosa que sea, del movimiento nazareno a lo largo del tiempo. Más aún, según algunos indicios, los nazarenos se encontraban en un mo­mento de auge, en Siria, precisamen­te en la época de Mahoma, un auge al que no fue ajena la actividad del propio Mahoma. Lo que no se podrá negar es que las carac­terísticas del na­zarenismo en su conjunto no solo prefiguran el protoislam, sino que cuadran a la per­fección con lo que sabemos de las creencias básicas del mahometismo.


Para profundizar en el conocimiento de aquellos tiempos primitivos del islam, son clásicos los estudios de Patricia Crone, en Hagarism. The making of the Islamic World (1977) y Meccan Trade and the Rise of Islam (1987). En ellos se recrean las condiciones y el entorno ideológico donde se gestó el islam naciente. Parece lógico concluir que, a todas luces, el mo­vimiento agareno no es otro que el movimiento nazareno, arabizado y con diferente denominación.



Capítulo 6. El protoislam nacido del mesianismo nazareno