La genealogía del islam

6. El protoislam nacido del mesianismo nazareno

PEDRO GÓMEZ




- La ascendencia nazarena del mesianismo sarraceno
- Las huellas de los ‘nazarenos’ en el Corán
- Del mesianismo sarraceno al imperialismo árabe califal
- La estructura mahometana de las revoluciones modernas


La ascendencia nazarena del mesianismo sarraceno


Estamos tratando de argumentar que la formación del movimiento de Mahoma se remonta a la secta judeocristiana de los nazarenos, tenidos por herejes tanto por el cristianismo ortodoxo como por el judaísmo rabínico. Del núcleo judaico conserva lo esencial: el monoteísmo, la cir­cuncisión, la revelación de la ley, las leyes sobre alimentos, las normas de pureza ritual, el profetismo y el mesianismo. Más allá de los por­me­nores de las hipótesis de reconstrucción histórica del vínculo de los árabes de Mahoma con los nazarenos, lo cierto es que lo que leemos en el Corán coincide en los puntos fundamentales con las doctrinas del mesianismo milenarista nazareno.


En efecto, con toda probabilidad, el movimiento que con el tiempo acabaría llamándose islamismo derivó su matriz inicialmente de aquella secta presente en el Próximo Oriente, sobre todo por Siria, la secta ju­deocristiana de los na­zarenos. Esto explica que el Corán reproduzca tan de cerca la teología típica del nazarenismo. El propio Mahoma habría pertenecido a los sec­tarios nazarenos. Se casó con la judía Jadiya, muy probablemente naza­rena, y la boda fue oficiada por un primo de ella, el sacerdote Waraqa Ibn Naufal, dirigente de la comunidad nazarena. (Cfr. Jean-Jacques Walter, etc.)


Ya hemos visto cómo el proyecto inicial de los nazarenos se confi­guraba con unas creencias muy semejantes a las de los zelotas: liberar Palestina de la dominación extranjera, tomar Jerusalén y reconstruir el templo; pero a esto añadieron una versión propia de la salvación uni­versal, en parte procedente de la apocalíptica judía, y en parte de origen cristiano. La imaginaba como conquista mundial por parte del Mesías, al objeto de imponer un reino milenario sobre la tierra. Con esta men­talidad, en cada rebelión, esperaban la aparición de Cristo como Mesías guerrero, a la cabeza del ejército de los justos. La teología mesiá­nica evo­lucionaba adaptándose a las creencias populares, y no cesaba de impulsar a los nazarenos en la expectativa constante de una ocasión para la guerra. Algunos, quizá impacientes, concibieron la idea de que la intervención final del Mesías podía acelerarse o anticiparse, si ellos mismos empren­dían la lucha, quizá dirigidos por un nuevo guerrero precursor.


No es de extrañar que, en numerosos aspectos, las convicciones na­zarenas prefiguraran lo que más adelante se encontraría en el islamismo. En efecto, podemos afirmar que, así como, a partir del mesianismo ju­dío, se formó la teología judeocristiana de los nazarenos en medio de las violentas guerras judeo-romanas, de manera análoga, a partir del naza­renismo se fue configurando la teología mahometana, en el torbellino de la guerra entre persas sasánidas y romanos de Constantinopla.


En cualquier caso, el núcleo del sistema de creencias, fraguado en la tradición judía durante siglos, había quedado ya constituido con toda ni­tidez. Comportaba el esquema dinámico de un mesianismo político de conquista, que en su proyecto articulaba varios aspectos clave: la llamada a la liberación (soteriología), el tiempo final o último (escatología), la in­tervención con violencia en la historia por imperativo divino o sobre­humano (apocalipticismo), y la instauración de un mundo de justicia (milen­arismo).


Buena parte de esta teología mesiánica se reencuentra en el dogma islámico, por cuanto su fe exige tomar las armas, en nombre de Dios, en el empeño por conquistar el poder e imponer por la fuerza su Ley.


Fuera de lo que consta en escritos más o menos coetáneos, la pre­sencia de comunidades nazarenas en tierras habitadas por tribus árabes está demostrada, al menos desde medio siglo antes de la primera pre­dicación de Mahoma. En el desierto del Néguev, a unos sesenta kilóme­tros al sur de Beerseba, se han hallado numerosos grafitis o ins­cripciones sobre la roca, escritas en árabe y datadas hacia el año 560. Repiten peti­ciones de perdón por las faltas «al Señor de Moisés, o de Moisés y Jesús, o al Señor del universo» (Prémare 2002). Los autores son árabes por la lengua y por los nombres. Dirigen su plegaria al mismo tiem­po a Moisés y a Jesús, lo que lleva a suponer que pueden ser naza­renos. Una prueba adicional es que dan a Jesús el nombre de Isa (como luego hará el Corán), siendo así que los cristianos de lengua árabe lo nombraban Yoshu. En aquel tiempo, únicamente los nazarenos uti­lizaban el nombre de Isa.


Todos estos indicios muestran que, al norte de Arabia, vivían árabes convertidos al movimiento nazareno, cincuenta años antes de la apa­ri­ción del islamismo. Y algunas de las frases grabadas en las inscripciones del desierto las encontramos literalmente, un siglo más tarde, en el texto del Corán.


La reconstrucción histórica apunta cada vez más fehacientemente a la importancia de los nazarenos, judíos y árabes conversos, en el proceso de formación del movimiento de Mahoma. Probablemente lo alum­bra­ron y solo se diferenciaron gradualmente. Mahoma y sus seguidores op­ta­ron por arabizar la doctrina de los judíos nazarenos y por adherirse a su organización mesiánica militar; más adelante, pasarían a capitanearla y a beneficiarse de las conquistas en exclusiva. Ya se inspiraran en él, o no, aquí reencontramos la idea de un reino árabe independiente de los reinos cristianos, que ya había sustentado Dhu Nuwas un siglo antes.


Pero retornemos a los autores griegos, más allá de los que ya he examinado, siguiendo la pista nazarena. Hay algunos estrictamente co­etáneos con el desarrollo originario del islam. Los que pertenecen a la primera mitad del siglo VII documentan la entrada en escena de los sarracenos, tanto antes como después del protagonismo de Mahoma. En los de la segunda mitad del siglo, seguimos descubriendo referencias al nazarenismo y, por supuesto, al agarenismo mahomético en su expan­sión imperial.

 

Juan Mosco

 

Durante el reinado del emperador Mauricio, el monje y hagiógrafo sirio Juan Mosco (550-619) nos deja trazas de una época en la que los árabes se hacían cada vez más visibles. Habla de camelleros que vienen de Arabia y relata episodios de incursiones de los sarracenos, anteriores a Mahoma, que atacaban a monjes y anacoretas (cfr. Juan Mosco 1865, Pratum spirituale, PG, tomo 87, vol. 3, col. 2867, 2958, 2995). Alude a «cuando Naamanes el filarca de los sarracenos efectuó una campaña de saqueo, reinando el emperador Mauricio» (col. 3023). Pero, en su obra El prado espiritual, también recopila vidas ejemplares e historias edifi­can­tes, en las que no falta la cadena de transmisión, junto con la noticia de una mujer árabe que era cristiana:


«Nos lo contó el abad Juan el presbítero, del mismo monasterio, que a su vez lo había escuchado del abad Sisinio el anacoreta, que lo contaba diciendo: Estaba yo un día en mi cueva cerca del santo río Jordán y, mientras salmodiaba la hora de tercia, he aquí que vino una sarracena y entro en mi cueva, se puso delante de mí y se desnudó. Pero yo no me turbé, sino que seguí cantando mi salmodia, con toda calma y temor de Dios, hasta completarla. Y le dije en siríaco: Siéntate, que hable contigo y luego hago lo que quieres. Ella se sentó. Entonces, le digo: ¿Eres cris­tiana, o gentil? Ella contesta: Cristiana. De nuevo le digo: ¿Y no sabes que quienes fornican irán al infierno? Ella contesta: Sí, lo sé. Entonces le digo: ¿Y por qué quieres fornicar? Ella me gritó diciendo: Porque ten­go hambre. Entonces le digo yo: No forniques, sino ven cada día. Así, de lo que Dios proveía le daba su comida, hasta que se marchó de aque­llos lugares» (Juan Mosco 1865, Pratum spirituale, PG, tomo 87, vol. 3, col. 2999).

 

Sofronio de Jerusalén

 

Discípulo de Juan Mosco, Sofronio de Jerusalén (560-638) fue el patriar­ca de esta ciudad desde 634. En sus escritos, Sofronio sigue renovando el anatema contra numerosas herejías, entre las que aparecen los ebioni­tas, cerintianos y nazarenos (cfr. Sofronio 1865, Epistola synodica ad Ser­gium, PG, tomo 87, vol. 3, col. 3190 y 3194), pero sin discutir su doc­trina, ni ofrecer datos de su situación concreta.


Los que atraen toda su atención son los sarracenos (a la sazón se designaban así los que en otro tiempo se habían llamado árabes), con significativas referencias a ellos, no solo bajo la denominación de «sa­rracenos», sino también de «agarenos» e «ismaelitas», cuya conquista y ocupación mi­litar se vivió como el hundimiento de un mundo. Los que pudieron esca­­par huyeron a otras partes «por causa de las tiránicas incur­siones de esos que se llaman agarenos» (Epistola synodica ad Sergium, PG, tomo 87, vol. 3, col. 1135). El propio Sofronio creía que aquella desgracia tre­menda que se les venía encima era un castigo por los pecados y errores cometidos. Así lo expuso en el sermón de Navidad del año 634, cuando ya se encontraban cercados por tropas de Omar.


«A la fuerza y como si fuéramos criminales nos obligan a permanecer en casa, no atados con cadenas corporales, sino aterrorizados y enca­de­nados por el miedo sarracénico. (…) En la actualidad estamos casti­gados. A la ciudad de Belén, que gracias a Dios tenemos tan cercana, no se nos permite ni siquiera ir (…), debido a que nos atemoriza la es­pada de los sarracenos, brutal y por entero bárbara, y realmente capaz de toda crueldad. Por eso, esta espada que fulmina horrendamente, que res­pira y amenaza masacre, nos hace despertar de una visión feliz y nos obliga a permanecer en casa sin dar un paso más allá. Pues el puñal de los agarenos fulmina ahora igual que la espada aquella que custodiaba la puerta del paraíso» (Sofronio 1865, Orationes, PG, tomo 87, vol. 3, col. 3205-3206).


«Si hiciéramos la voluntad de Dios y retuviéramos constantemente la fe verdadera y ortodoxa, rechazaríamos con facilidad el sable de los is­maelitas, nos libraríamos del puñal de los sarracenos, romperíamos el pe­to de los agarenos» (Sofronio 1865, Orationes, PG, tomo 87, vol. 3, col. 3207).


La Jerusalén cristiana se vio forzada a capitular ante el asedio sarra­ceno. El patriarca Sofronio actuó como mediador para el acuerdo de rendición ante el rey Omar. Como más adelante se comprobaría, los ma­hometanos no respetaron la palabra dada a Sofronio: el imperio sarra­ceno les arrebató su modo de vida, des­truyó todos los libros y los objetos sagrados e instauró su bárbara opre­sión en Siria y Palestina, según refie­ren fuentes posteriores.

 

Máximo Confesor

 

El monje de Constantinopla, abad y teólogo Máximo Confesor (580-662) defendió a ultranza, y con un gran costo personal, la posición del concilio de Calcedonia. En sus escritos continuó el viejo debate cristo­lógico, en el cual rechazaba entre otros a los ebionitas y a Pablo de Sa­mosata (cfr. Máximo Confesor 1865a, Opuscula theologica et polemica, PG, tomo 91, col. 39).


La irrupción de los árabes mahometanos en tierras del Imperio ro­mano cristiano había causado devastación y una enorme angustia, que se refleja en las palabras de Máximo. Pero, a mitad del siglo VI, aquellos invasores aún no tenían una denominación específica, salvo su genérica procedencia del desierto:


«¿Qué hay más calamitoso en todo el orbe que los males que ahora nos afligen? ¿Qué más terrible que los estragos que han contemplado nuestros sentidos? ¿Qué más miserable y espantoso para quienes los pa­decen? En verdad, mirad a esa nación del desierto y bárbara, que ocupa los campos ajenos como si fueran suyos, fieras salvajes e indómitas, a pesar de su figura humana, que han devastado el Estado instituido con leyes y costumbres nobles» (Máximo Confesor 1865b, Epistolae, PG, tomo 91, col. 539).


La diatriba del monje y teólogo Máximo contra aquellos agresores herejes no cesa en sus acusaciones y llega a afirmar que todo aquel caos anunciaba la venida del Anticristo:


«Gente hostil, desmesurada e inicua, cargada de odio a los hombres y a Dios; y tal vez más a los hombres que a Dios, del que se toman tanta licencia que se divierten sin límite lanzando insultos e injurias contra los santos, como si fuera una venganza. Y cuanto más detenidamente se ana­lizan tales cosas, más se ve perfectamente su traidora tiranía y rebe­lión contra Dios. Es un pueblo que vindica la falsedad, autor de ma­tanzas y enemigo de la verdad, acerbo perseguidor de nuestra fe» (Má­ximo Confesor 1865b, Epistolae, PG, tomo 91, col. 539).

 

Anastasio Sinaíta

 

Anastasio del Sinaí (630-700) fue monje, presbítero y abad en el mo­nasterio del monte Sinaí, así como escritor apologeta y padre de la Igle­sia. En su obra, no podían faltar las referencias a los nuevos dominadores árabes. Son designados como «árabes» y «sarracenos», y no con la palabra musulmán o cualquier otra. Tampoco aparece la menor alusión a Maho­ma, ni al Corán, aunque sí algunos ecos de su doctrina. La per­cepción que se tiene de ellos, hacia finales del siglo VII, es como la de una herejía más entre las restantes:


«Cuando se dé el caso de discutir con los árabes, hemos de refutar al que diga que son dos dioses, al que diga que Dios engendró al Hijo de manera humana, al que adore como dios a cualquier criatura en el cielo o en la tierra. Del mismo modo que con las restantes herejías, se deben refutar esas falsas sospechas sobre nosotros que tienen acerca de la fe. Y así, al oír estas cosas, aceptarán las demás con mejor disposición» (Anas­tasio Sinaíta 1865, Viae dux, PG, tomo 89, col. 42).


«Esa forma detestable de hablar, como si se hubieran instruido en la disciplina de los sarracenos; pues también estos, cuando oyen hablar de la concepción y la natividad de Dios, al momento blasfeman imaginando nupcias y semen y coyunda carnal» (Anastasio Sinaíta 1865, Viae dux, PG, tomo 89, col. 170).

 

Jacobo de Edesa

 

¿Qué fue de aquellas sectas ebionitas, nazarenas o cerintianas, aún pre­sentes por Siria, Palestina y Arabia durante el siglo VI? Por lo menos en parte, debieron desaparecer como tales, en la medida en que fueron ab­sorbidas por la expansión del agarenismo, es decir, del primitivo islam. Ahora bien, según se desprende de testimonios como el del obispo de Mosul, Jacobo de Edesa (633-708), los judeocristianos nazarenos aún continuaban existiendo más de medio siglo después de muerto Mahoma. En una obra erróneamente atribuida a Atanasio de Alejandría, que los es­pecialistas adjudican a Jacobo de Edesa, este escribía:


«Pues sabemos claramente que están lejanos de Dios todos aquellos que se circuncidan, sean creyentes, sean increyentes, sean judíos, sean gentiles, porque se glorían de la Ley mosaica y no siguen a Cristo» (Jaco­bo de Edesa 1857, Quaestiones ad Antiochum ducem, PG, tomo 28, col. 619).


Este último párrafo nos informa indirectamente de que había gentes no judías que estaban circuncidados, que practicaban la Ley de Moisés y a la vez pretendían ser discípulos de Cristo, herejía que se proponía re­futar el autor de las Quaestiones. En aquel contexto particular, solamente los nazarenos árabes podían encajar en tal descripción: sin ser judíos étnicos, sin embargo obraban como judaizantes y pretendían ser segui­dores de Cristo, aunque eran rechazados por los cristianos ortodoxos. Quizá entonces no era sencillo distinguir aquellos árabes nazarenos de los primeros «musulmanes», apelativo que toda­vía no se usaba.

 

Juan Damasceno

 

Entre los intelectuales cristianos que, en la primera mitad del siglo VIII, pasado un siglo desde Mahoma, dialogan y polemizan con el islamismo, destaca Juan Damasceno (675- 754), que fue un monje teólogo, filósofo y escritor sirio. Pasó la mayor parte de su vida en el monasterio de Mar Saba, cerca de Jerusalén. Este autor alcanza la altura de los mejores apo­logetas de la fe cristiana. Vuelve a examinar la historia de las disputas con los movimientos heréticos, desde su ortodoxia católica. El Damas­ceno se refiere a los cristianos llamados «nazarenos» como muy próxi­mos a los ebionitas, aunque haya discrepancias entre ellos (cfr. Juan Da­masceno 1864, De haeresibus, PG, tomo 94, col. 695). Sin embargo, no se detecta ninguna alusión más concreta, que permita demostrar un vínculo fehaciente del nazarenismo con el islam naciente.


Hacia el año 745, Juan Damasceno, consideraba el mahometismo como una herejía del cristianismo. En su Libro sobre las herejías, al tratar de las aparecidas a partir de la época de Heraclio, dedica el capítulo 101 a polemizar con aquellos herejes conocidos como ismaelitas o agarenos, que a sí mismos se designan como sarracenos, de la secta fundada por un vate llamado Mahoma (cfr. Juan Damasceno 1864, De haeresibus, PG, tomo 94, col. 763-774).


Si hemos de hacer caso al texto de Juan Damasceno, en él se afirma, a me­diados del siglo VIII, que Mahoma ya había sido constituido como «profeta» y que existía un «libro», consistente en «escrituras», que correspondían a las suras o capítulos, de los que da varios nombres, incluido uno inexistente en el Corán actual.


El apelativo más común para designar a los árabes, en el siglo VIII, seguía siendo
σαρακηνοὶ, sarracenos. El Damasceno también los mencio­naba como αγαρηνοὶ, agarenos e ἰσμαηλῖται, ismaelitas. Para él, la religión de Mahoma no es sino la herejía de los ismaelitas, que expone breve­mente y refuta. En su obra, solo menciona el nombre de Mahoma unas pocas veces, en la forma Μάμεδ (en griego), Mamed en la traducción latina. En el diálogo damascénico recopilado por Teodoro Abucara, unos decenios después, aparece tres veces el nombre como Μουχαμὲθ (en griego), Muchamethus (en latín).


Con un significado más específico, a los sarracenos de Mahoma se los conocía por entonces como muhāŷirūn (en árabe: los que emigraron), mahgrāyē (en siríaco),
μαγαρίται (en griego). Ulteriormente aparecería la designación de mahometanos: mahumetani y mohammedani, y el nombre de Mahoma latinizado como Mahumetus, o Mohammedes. Para la denomina­ción del nuevo sistema religioso se utilizaba el término μαγαρισμὸς (en griego), margarismus (en latín) y agarismo o agarenismo, hasta que se fue imponiendo, quizá hacia finales del siglo VIII, eslamismus, islamismo. Los vocablos muslime o «musulmán» como calificativo de los seguidores de una nueva religión son igualmente tardíos.


El Damasceno despliega una diatriba en toda regla con el fin de re­futar numerosas creencias coránicas, entre las que se encuentran las si­guientes: la afirmación de que Jesús no fue crucificado, la negación su fi­liación divina, el aserto de que María era hermana de Aarón y Moisés, o que ella era miembro de la Trinidad, la sustitución de Isaac por Ismael en el sacrificio de Abrahán, la condición profética de Mahoma, la reve­lación divina del Corán, la subordinación de la mujer en el matrimonio y el repudio, la acusación contra los cristianos de ser asociadores e idó­latras por venerar la cruz o las imágenes de santos, el culto a la piedra de la Caaba, la predestinación divina que anula el libre albedrío humano, etc. El capítulo 101 del compendio sobre las herejías comienza así:


«Pero hasta ahora el fantasma de los ismaelitas, que es precursor del Anticristo, sigue fuerte engañando al pueblo. Descienden de Ismael, el hijo que Agar dio a Abrahán. Por eso los ismaelitas se denominan tam­bién agarenos. Los llaman asimismo sarracenos, de
Σάῥῤας κενούς (esto es, vacíos de Sara), por lo que Agar respondió al ángel: ‘Sara me despidió vacía’. Estos eran idólatras y adoraban a la estrella matutina, a Afrodita, la Jabar, que en su lengua significa la Grande. Se sabe que adoraban a los ídolos hasta los tiempos de Heraclio. Pero de entonces a nuestros días, apareció entre ellos un falso profeta, de nombre Mahoma. Este, después de frecuentar el Antiguo y el Nuevo testamento y de conversar supues­tamente con un monje arriano, fundó su propia herejía. Y, mediante una aparente piedad, obtuvo el favor de la gente, predicando que había des­cendido del cielo una escritura y se le había encomendado. Escribió al­gunas elucubraciones dignas de risa en su libro y lo presentó como ob­jeto de veneración» (Juan Damasceno 1864, De haeresibus, PG, tomo 94, col. 763-766).


Juan Damasceno es autor también, en plan apologético, de una conocida Controversia entre un sarraceno y un cristiano (Juan Damasceno 1864, Disceptatio christiani et saraceni, PG, tomo 94, col. 1585-1598; también 1860, Disputatio saraceni et christiani, PG, tomo 96, col. 1335-1348). Uno de sus diálogos aparece recogido por Teodoro Abucara, o Teodoro Abu Qurra (740-820), discípulo suyo, teólogo, que escribió en griego, árabe y siríaco en defensa de la fe cristiana.


En esos escritos, el Damasceno desarrolla todo un argumentario, con­cebido como defensa de los católicos frente a los musulmanes, que tuvo gran influencia posterior. No obstante, hemos de reconocer que la exégesis, la dialéctica y el estilo propios del siglo VIII no satisfacen las exigencias críticas de hoy, aunque sí manifiestan un denodado esfuerzo por promover la racionalidad y la verdad, a la vez que ofrecen brillantes intuiciones dialécticas.


En los autores cristianos que escribieron a lo largo del siglo y medio posterior a la hégira, como Sofronio de Jerusalén, Máximo Confesor, Anastasio Sinaíta, Juan Damasceno y Teodoro Abucara, tenemos fuen­tes indirectas sobre el islamismo naciente, más antiguas que todas las fuentes musulmanas conservadas, puesto que, como sabemos, la docu­mentación árabe de los dos primeros siglos islámicos desapareció, segu­ramente destruida por orden de los califas musulmanes.


Numerosas investigaciones que miran retrospectivamente, en busca de los orígenes del islamismo, llegan a la conclusión de que, en el mo­mento de empezar su actividad pública, hacia el año 610, el Mahoma histórico y sus seguidores estaban ya «adoctrinados» y formaban parte de unas comunidades de fe cuyo perfil coincide con el de los judíos naza
­renos. De ellos habrían recibido la fe monoteísta y un mesianismo mili­tante, que proyectaba su enemistad contra el Imperio romano de Orien­te. La tesis es que los nazarenos, a pesar de las persecuciones por parte de los ortodoxos, no solo habían continuado existiendo, sino que se ha­bían expandido en varias tribus árabes, a las que habían atraído con su mensaje mesiánico, apocalíptico y milenarista. Entre esas tribus estaba la de los curaisíes, a la que pertenecía la familia de Mahoma. Hay indicios históricos de que, en un momento dado, los nazarenos judíos, junto con los árabes conversos, participaron como tropas auxiliares al lado de los persas sasánidas, cuando estos avanzaban en su guerra contra Heraclio. Años más tarde, tras sus éxitos militares, los agarenos de Mahoma, aun­que adheridos al mesianismo nazareno, decidieron una ruptura radical con sus mentores, si bien conservaron intacto lo fundamental de su teo­logía política.


En opinión de importantes especialistas, hoy va cobrando cuerpo la teoría de que el protoislam o islamismo primitivo nació como una ara­bización del nazarenismo. De hecho, en la religión de Mahoma encon­tramos básicamente una amalgama de judaísmo heterodoxo y cristia­nismo sec­tario, en continuidad con la preexistente en los ebionitas y los nazarenos, con la particularidad de haberse adaptado a la mentalidad de unas tribus árabes del desierto, a las cuales sirvió como ideología aglutinadora y le­gitimadora en el desarrollo de sus estructuras de poder. En pocos dece­nios, al hilo de las victorias militares y las conquistas de los sarracenos, el mesianismo nazareno de liberación se fue trans­mutando en un impe­rialismo árabe de agresión y sometimiento. Hacia finales del siglo VIII, las doctrinas nazarenas recibidas y adaptadas ya habían evo­lucionado hasta constituir una nueva religión, propia de árabes, que exaltaba a Ma­homa como profeta étnico y que acabaría adoptando la denominación de islamismo o islam, cuyo significado no es otro que sumisión.


El nazarenismo representó, pues, una especie de preislam anterior a Mahoma, de modo que influyó en él y, a partir de ahí, el predicador Ma­homa favoreció la adaptación teológica de ese mesianismo nazareno al mesianismo agareno, durante el período formativo de este último, con anterioridad a la codificación del Corán.


De hecho, la presencia del judeocristianismo por toda Siria, Palestina e incluso Arabia parece incuestionable, en la actualidad, para no pocos estudiosos del tema:


«De ahí que el judeocristianismo calara entre los árabes que en el si­glo VII conquistaron tales tierras dando posteriormente lugar al islam, el cual tomó del judeocristianismo sectario su vocación polémica y tanto de este como del judeocristianismo no sectario numerosas ideas (y tex­tos) a los que sumó otras varias creencias (y de nuevo textos) pro­ce­den­tes del judaísmo rabínico, el cristianismo oriental (miafisita, diofisita y calcedoniano), el maniqueísmo, el monoteísmo indeterminado de corte abrahámico que bajo él habría de cobrar un nuevo impulso y, por último, el zoroastrismo. Cuando el islam irrumpió en el horizonte de oriente medio a mediados-finales del siglo VII, el carácter periférico del cristia­nismo asirio permitió que lo que no comenzó siendo una nueva religión terminara, así las cosas, por transformarse en una nueva religión con un nuevo nombre» (Segovia 2010: 99).


Según las investigaciones de Édouard-Marie Gallez, en los albores del siglo VII, el movimiento nazareno se encontraba extendido por Siria, Palestina y Arabia. Se caracterizaba, como hemos visto, por un mesia­nis­­mo radical. Derivados de los judíos y los cristianos, sin embargo, eran rechazados por el judaísmo rabínico y tachados de herejes por el cris­tianismo católico niceno. Ellos se consideraban a sí mismos como los únicos verdaderos herederos del judaísmo y de Jesús, los únicos «puros» y «justos». Según su doctrina, Jesús era el Mesías, más que un profeta, como personaje escatológico, pero no el hijo de Dios. Habría escapado a la crucifixión y Dios lo había elevado al cielo, de donde iba a descender un día para encabezar el ejército de los «justos» y conquistar la tierra. Concebían, pues, a Jesús como un Mesías conquistador e instaurador de un reino de justicia. Ellos creían ser los instrumentos ele­gidos, los pro­tagonistas guerreros de la liberación de Israel y la recons­trucción del Templo, mediante la cual esperaban acelerar el retorno del Mesías. En­tonces, este, al frente de las milicias de los «justos», masacraría a los pueblos injustos y los sometería a su servicio, imponiendo en el mundo un imperio de justicia universal. En él, sus adeptos dominarían como señores de una tierra liberada del mal, en un mundo perfecto, al estar regido por la Ley de Dios (cfr. Gallez 2005).


A este movimiento nazareno, como he indicado ya, debió pertenecer el clan de Mahoma, él mismo y sus seguidores sarracenos, en la fase del preislam y el protoislam, cuando los nazarenos, de etnia judía, estuvieron aliados con sus vecinos árabes como tropas auxiliares aguerridas. Por entonces, habían entrado en acción predicadores en lengua árabe, como Waraqa Ibn Naufal, que, junto con el propio Mahoma, adoctrinaron a las tribus árabes con los relatos mesiánicos y milenaristas. Emprendieron sucesivas tentativas bélicas, algunas adversas como la batalla de Muta, el año 629, en la que vencieron los romanos orientales. En otras vencieron, como en la campaña de Gaza (el año 634), y lograron por fin tomar Jerusalén, en el 637. El victorioso Omar realizó una apresurada recons­truc­ción del Templo, en 638. Según la teología nazarena, Jesús debía re­gresar como Mesías armado, para acaudillar la conquista del mundo. Pero la realidad es que el Mesías no apareció. El summun de las expecta­tivas se veía defraudado.


Un par de años después, quizá por la decepción subsiguiente a la incomparecencia mesiánica, se produjo la ruptura de la alianza con los nazarenos judíos. Los jefes militares árabes, dueños ya de Oriente Pró­ximo, se volvieron violentamente contra los nazarenos y asumieron co­mo propio el proyecto mesiánico, calificándose a sí mismos como los nuevos elegidos por Dios para dominar el mundo. A partir de ahí, se produjeron las mutaciones que crearon el protoislam y el islam primitivo, entre guerras civiles por el control del poder y la rivalidad por asentar la nueva legitimación religiosa. Entonces nacieron los primeros conceptos característicos de lo que, más tarde, se llamaría islam: el califa como lu­garteniente de Dios, el libro sagrado árabe, la ciudad santa árabe, la re­velación específica de Dios al pueblo árabe, la exaltación de la figura de Mahoma como profeta. Por tanto, fue en la segunda mitad del siglo VII cuando el islam fue reemplazando al nazarenismo. La elaboración com­pleta del isla­mismo se prolongaría largo tiempo, por lo menos durante doscientos años, siempre bajo supervisión de los emperadores sarrace­nos, los califas, al tiempo que se hacían desaparecer todos los documen­tos árabes anteriores al siglo IX y se borraban las huellas del pasado na­zareno. A pesar de todo, quedaron algunas menciones oscuras a los «na­zarenos» en el Corán, sobre todo en los capítulos 2 y 5, dando pie a que se los confunda con los cris­tianos.


En suma, los sarracenos adoptaron de los nazarenos un esquema mítico de liberación del pueblo elegido, migración por el desierto, ata­ques y conquista de la tierra prometida por Dios: se trata de un esquema típico que había sido el de Moisés y Josué, luego el de los macabeos y, más tarde, el de los zelotas. Además, le agregaron el mitema de la ofen­siva subsiguiente contra los demás pueblos, que responde a una ideali­zación del modelo del mesianismo imperialista de inspiración davídica. Al apro­­piárselo los árabes, en un principio, creían que Dios los ayudaría en su causa nacional. Pero, llegado un momento posterior, cambiaron el enfo­que para reinterpretar su expansionismo militar como cumplimien­to de la voluntad divina. Así, la yihad se concibió como lucha armada «en el camino de Dios», como guerra religiosa respaldada con una legi­timación teológica. Primero, creyeron que Dios los ayudaría a ellos para vencer. Después, ima­ginaron que eran ellos los que tenían el deber de auxiliar a Dios, acau­dillando su causa mesiánica. Una causa que, en la práctica, com­portaba y sacralizaba la agresión a cualquier país del mundo con el fin de someterlo al islam. Todo en nombre de Dios y, evidente­mente, en provecho propio.


En perspectiva histórica, la mayoría de los personajes mesiánicos acabaron fracasando irremisiblemente en su empeño y casi ninguno tuvo continuadores directos. Sin embargo, la idea mesiánica renacería una y otra vez con nuevos matices. En el caso de Jesús, es patente su fracaso personal inmediato y su crucifixión. A pesar de lo cual, para sus discí­pulos, la humillación había sido compensada con un grandioso éxito en la resurrección y culminaría la futura venida de Cristo como juez uni­versal. Algunos adeptos, más bien marginales, se negaron a aceptar esa humillación de Cristo de la cruz e imaginaron que había escapado de la crucifixión y que Dios lo ocultó, hasta que llegue el momento de su re­greso, el último día, para instaurar definitivamente su reinado.


A diferencia de Jesús, el predicador y jefe militar Mahoma salió triun­fante en sus planes de conquista, aunque sus seguidores nunca le atribu­yeron un papel salvífico en el drama escatológico, salvo el de transmisor de la palabra de Alá. Según consta en el Corán, él mismo se consideraba muy por debajo de Jesús. Tal como ocurrieron los acontecimientos, las creencias islámicas evolucionaron de manera significativa. En una pri­mera fase, Mahoma y los suyos seguían creyendo en la función que los nazarenos atribuían a Jesús, esperando que, en el último día, compa­recería como Mesías guerrero, para acaudillar la victoria de los justos sobre todos los poderes mundanos. En una fase posterior, no obstante, cuando rompieron con los judíos nazarenos y se afanaban por distan­ciarse de ellos, la teología mahometana desdobló la figura me­siánica, a su conveniencia, inventando el personaje del Mahdi. Así, al afirmar que sería el Mahdi quien asumiría el protagonismo de la lucha armada esca­tológica, se desdibujaba el papel del Mesías Jesús. Por último, en una tercera fase, fueron los califas musulmanes los que se arrogaron para sí mismos el protagonismo principal y acometieron en primera persona la conquista del mundo, sin aguardar ya ni al Mahdi, ni a Cristo. En con­secuencia, en el islamismo mayoritario, observamos có­mo ambos han quedado desprovistos de toda misión efectiva en la his­toria inmediata y tácitamente postergados a un vago futuro incierto.



Las huellas de los ‘nazarenos’ en el Corán


No sabemos qué hizo y dijo Mahoma, pero sí, con toda seguridad, que los ca­lifas sarracenos alteraron el mensaje mesiánico, escatológico y mile­narista inicial, recibido de los judíos nazarenos y puesto en práctica, hasta transformarlo luego en una ideología propia, en un recurso para camuflar y justificar la práctica de sojuzgamiento militar, político y cultural que estaban llevando a cabo en este mundo y por cuenta propia. Así, de he­cho, la causa de Alá se transmutó en la causa de los árabes. Solo más tarde, con la dinastía abasí, se convirtió en la causa del islam, es decir, de los musulmanes en general. Semejante proceso exigía borrar de la escena el papel de los nazarenos, judíos, en el seno de cuyo movimiento había nacido el protoislam y del que había derivado el islam primitivo. Hay indicios de que destruyeron todos sus escritos, y pruebas de que rasparon menciones de los nazarenos que aparecían en páginas del Corán. Y, al trazar la historia oficial, omitieron su participación en los hechos.


La doctrina nazarena es ubicua en el Corán, pero no así su mención expresa. Sin embargo, a pesar de todo, acaso por haberse perdido su recuerdo y olvidado su significado, el texto conocido del Corán conserva unas cuantas menciones a ellos, en las que emplea la palabra «nazarenos». Casi todos los traductores han errado, al traducir el término por «cris­tianos», incrementando la oscuridad del texto, que, no obstante, se disipa tan pronto como restituimos al término su verdadero sentido.


El vocablo nazarenos se utiliza quince veces en el Corán, siempre en capítulos adscritos al período de Medina. De esas veces, siete están en el ca­pítulo 2, y cinco en el capítulo 5. Lo normal, como acabo de decir, es que los traductores lo hayan traducido por «cristianos», salvo muy pocos, como Sami Aldeeb, que lo traducen expresamente por «nazarenos». La traducción de nasara por «cristianos» obvia el problema, pero es injus­tificada y errónea. La designación nasara (nazarenos), como ya he­mos señalado, aparece en el Corán actual de manera confusa e inexacta. Pro­piamente el término denominaba la secta judeocristiana vinculada y co­ligada con Mahoma. Pero el Corán, en ocasiones, designa con ese mis­mo término a los cristianos, lo que evidencia que estas menciones de los cristianos como nasara son tardías, de cuando ya se había oscurecido su significado. En tales casos, no debían figurar originalmente en el texto.


Si pasamos revista a las quince menciones de la palabra «nazarenos» en las suras coránicas, según criterios de algunos analistas, habría cuatro originales, referentes a los judíos nazarenos:


«Los que han creído, los judíos, los nazarenos y los sabeos, todo el que ha creído en Dios y en el último día y ha hecho una buena obra, tendrán su recompensa junto a su Señor» (Corán 87/2,62).


«Los que han creído, los judíos, los sabeos, los nazarenos, los zoro­ástricos y los asociadores, Dios decidirá entre ellos el día de la re­su­rrección» (Corán 103/22,17).


«Los que han creído, los judíos, los sabeos y los nazarenos, cualquiera que ha creído en Dios y en el último día y ha hecho una buena obra, que no teman, y no estarán tristes» (Corán 112/5,69).


«Encontrarás que los más duros en enemistad hacia los que han creído son los judíos y los asociadores. Y encontrarás que los más cer­canos en afecto hacia los que han creído son los que dijeron: ‘Somos nazarenos’. Es porque hay entre ellos sacerdotes y monjes y no son arro­gantes» (Corán 112/5,82).


Las restantes menciones del vocablo aparecen insertas en versículos donde debieron ser añadidas con posterioridad, lo que se corrobora al com­­probar que están ausentes en los códices más antiguos. Se observará que, en casi todos estos casos, se yuxtaponen a la mención de los judíos:


«Y dirán: ‘No entrarán en el jardín más que quienes sean judíos o nazarenos’» (Corán 87/2,111).


«Los judíos dijeron: ‘Los nazarenos no tienen fundamento’. Y los nazarenos dijeron: ‘Los judíos no tienen fundamento’. Ahora bien, ellos recitan el libro» (Corán 87/2,113).


«Ni los judíos, ni los nazarenos, te aceptarán más que cuando sigas su religión» (Corán 87/2,120).


«Dirán: ‘Si sois judíos o nazarenos, estaréis dirigidos’. Di: ‘[Seguimos] más bien las palabras de Abrahán, un hombre recto. Él no era de los aso­ciadores’» (Corán 87/2,135).


«¿O diréis que Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus eran judíos o nazarenos? Di: ‘¿Es que vosotros lo sabéis mejor, o es Dios?’» (Corán 87/2,140).


«Abrahán no era ni judío ni nazareno, sino que era recto, sumiso. Él no era de los asociadores» (Corán 89/3,67).


«De los que dijeron: ‘Somos nazarenos’, habíamos recibido su com­promiso. Pero olvidaron una parte de lo que se les recordó. Por eso, hemos lanzado entre ellos la enemistad y el odio hasta el día de la resu­rrección» (Corán 112/5,14).


«Los judíos y los nazarenos dijeron: ‘Nosotros somos los hijos de Dios y sus predilectos’. Di: ‘¿Por qué, entonces, os castiga él por vuestras faltas? Sois más bien humanos entre los que él ha creado. Él perdona a quien quiere, y castiga a quien quiere’» (Corán 112/5,18).


«¡Vosotros que habéis creído! No toméis como aliados a los judíos y a los nazarenos! Son aliados unos de otros. Cualquiera de vosotros que se alíe con ellos es de los suyos» (Corán 112/5,51).


«Los judíos dijeron: ‘Esdras es hijo de Dios’. Y los nazarenos dijeron: ‘El Mesías es hijo de Dios’. Esta es la palabra de sus bocas. Imitan la palabra de quienes se negaron a creer anteriormente. ¡Que Dios los com­bata!» (Corán 113/9,30).


Es altamente probable que algunas de estas menciones coránicas de los nazarenos se refieran en efecto a los cristianos (véanse las notas de Aldeeb 2019 a Corán 87/2,62 y 89/3,52), designados así en un momento tardío en que se había difuminado ya la memoria del nazarenismo y el término acabó por aplicarse a los cristianos.


Antonio Moussali utilizó la salmodia del texto coránico para detectar segmentos del versículo que rompen el ritmo de la frase, desvelando así que ha habido una inserción en el texto. Por ejemplo, hay dos versículos de la sura 5, ya citados, que entran en contradicción entre sí, diciendo uno que los nazarenos son los más cercanos (Corán 112/5,82), y otro que hay que evitar aliarse con ellos (Corán 112/5,51). Pues bien, ahí, en el ver­sículo 51, la expresión «y a los nazarenos» (nasara) rompe el ritmo de la frase, lo que revela que se trata de una inserción posterior.


Además, es probable que haya que entender también como alusiones a los naza­renos el empleo el sustantivo «auxiliares» (ansar) y el verbo «auxiliar» o socorrer (nasara). Porque en árabe estas palabras poseen el mismo esqueleto consonántico (nsr o nzr) que nazara (nazareno). Si esto fuera así, entonces resulta que cuando se habla de los «auxiliares de Dios» se está significando a los judíos nazarenos, y cuando se utiliza la ex­pre­sión «los emigrados y los auxiliares» se está refiriendo respec­ti­vamente a los árabes seguidores de Mahoma y a los judíos nazarenos, ambos coli­gados, que habrían formado parte integrante de los ejércitos conquis­tadores del norte de Arabia, Siria y Palestina, entre el año 630 y el 638. He aquí las citas pertinentes:


«Los que han creído, emigrado, y luchado con sus fortunas y sus personas en el camino de Dios, así como los que los han acogido y auxiliado, estos son aliados unos de otros» (Corán 88/8,72).


«Los primeros precursores entre los emigrados y los auxiliares, y los que les siguieron de buen grado, Dios los ha acreditado, y ellos lo han acreditado. Él ha preparado para ellos jardines bajo los cuales corren arro­yos, donde estarán eternamente» (Corán 113/9,100).


«Dios ha vuelto al profeta, a los emigrados y los auxiliares que lo si­guieron en un momento de apuro, cuando los corazones de un grupo de entre ellos casi se desviaron» (Corán 113/9,117).


Por lo demás, pudiera ser, aunque no es tan seguro, que haya otras alu­siones implícitas a los nazarenos en versículos como, por ejemplo,el que dice: «Entre las gentes de Moisés hay una comunidad que se dirige según la verdad y, mediante esta, practica la justicia» (Corán 39/7,159).


En fin, sin circunloquios, cabe sustentar la tesis de que la religión que, andando el tiempo, se llamaría islamismo nació de la fusión de la belicosidad de los sarracenos con el mesianismo milenarista de los judíos nazarenos. Derivó, en definitiva, de un movimiento sectario judeocris­tiano al que los árabes de Mahoma se adhirieron y luego adoptaron como propio. Solo más adelante, en la época abasí, los conversos persas se propusieron transformarlo en una religión universal.


Más allá del Corán, se podrían rastrear las huellas remanentes de los nazarenos también en las fuentes clásicas musulmanas: en los fabularios de la tradición y en las legendarias biografías del profeta del islam. Pero esto queda pendiente, para quien se anime a investigarlo.


Lo que debemos concluir es que la traducción ordinaria de nasara por «cristianos» es errónea en los casos donde, claramente, se trata de los judíos nazarenos. Porque la designación de «nazarenos» aparece en el Corán actual de manera confusa y equívoca. En sentido estricto, en los años 20 y 30 del siglo VII, los «nazarenos» eran una secta judeocris­tiana vin­culada y coligada con Mahoma. En ocasiones, el Corán designa con esa misma palabra a los cristianos, pero todas estas designaciones de los cris­tianos como nasara demuestran ser tardías, de un tiempo en que ya se había perdido la memoria de los verdaderos nazarenos. Por esto mis­mo, se puede colegir que no figuraban originalmente en el texto, co­mo en algunos casos se ha verificado.


Según parece, a los cristianos también se les aplicó, en un tiempo posterior, el calificativo de «asociadores» (muchrikûn, shirk), para polemi­zar con ellos, mediante una asimilación tendenciosa de la teología tri­nitaria a un triteísmo. Con todo, el significado de ese término, que apun­taría también al politeísmo y la idolatría, está poco claro. Se trataría, más bien, de un artefacto ideológico, porque lo más probable es que tales su­puestos politeístas no existieran en Arabia en aquella época, salvo muy marginalmente. Por otro lado, hay otros pasajes concretos del Corán donde el apelativo de «asociadores» podría referirse, de manera extem­poránea, a los rebeldes de la segunda guerra civil intermusulmana, librada entre 680 y 692, que terminó con la victoria aplastante de Abd Al-Malik (cfr. Corán 87/2,193 y 88/8,39).



Del mesianismo sarraceno al imperialismo árabe califal


Hoy parece establecido que el mesianismo sarraceno de los árabes adoc­trinados por Mahoma se injertó en el previo mesianismo escatológico de los judíos nazarenos. El movimiento judeo-árabe resultante, impelido por un milenarismo avivado por la agitación de aquella época, se lanzó a la conquista armada de Palestina y Siria, hasta culminar en la toma de Jerusalén, donde celebraron los rituales que debían propiciar la venida del Mesías Jesús. Pero la expectativa se vio frustrada. Probablemente hacia el año 640, el rey Omar dio un giro en la política de los árabes «emigrantes»: rompió con los judíos nazarenos, consumó la toma del poder en Siria y Palestina, y dirigió sus ejércitos hacia nuevas conquistas, de carácter im­perial, que no cesarían en mucho tiempo.


En el mesianismo nazareno y sarraceno, la política se concebía como una guerra teológica, es decir, estaba subordinada a la consecución de los objetivos religiosos del reino de Dios y su Mesías. Pero, con la mutación del imperialismo árabe, introducida por Omar, en realidad, la religión se convirtió, a medida que surgía el islam, en ideología legitimadora de un proyecto político de dominación califal del mundo. La yihad seguía in­vocando a Dios, mientras que practicaba la guerra de conquista. No era ya la política al servicio de la religión –aunque esto se mantuviera como apariencia–, sino, al contrario, la religión como instrumento de una polí­tica de agresión, ocupación, saqueo, dominación, asimilación y dimmitud.


En resumen, el proceso histórico de formación del islam, a partir de su ascendencia mesianista judaiconazarena, muestra una evolución con­forme a las siguientes fases:


1ª. La predicación de Mahoma, captado para el nazarenismo, difun­dió entre las tribus sarracenas un mesianismo escatológico, mile­narista, que anunciaba la hora del levantamiento contra la injusticia y la venida del Mesías para instaurar su reino.


2ª. En el contexto de la recrudecida confrontación romano-persa, Mahoma y los «creyentes» dieron el paso a intervenir en el conflicto, en nombre propio: reconvertido en «profeta armado», Mahoma se lanzó a vivir en la acción el mito de la guerra mesiánica, escatotógica, con la creencia de acelerar así la llegada del Mesías guerrero, como caudillo que consumaría la victoria.


3ª. Al frustrarse la esperanza en la aparición del Mesías, desaparecido ya Mahoma y ocupado el poder por los primeros reyes mahometanos, que aún no eran propiamente califas, permaneció el impulso militar del mesianismo sarraceno. Este se transformó, paulatinamente pero de ma­nera definitiva, en un imperialismo árabe muy violento y en sorpren­dente expansión.


En suma, la rebelión contra el Imperio romano se transmutaría en la creación de un imperio propio, sarraceno. En esto consistía el mesianis­mo realizado.



La estructura mahometana de las revoluciones modernas


Si ampliáramos la escala temporal más allá de aquel contexto de la antigüedad tardía, aún cabe hacer una última reflexión, para caer en la cuenta de cómo la estructura ideológica mahomética, esto es, el esquema mesiánico y milenarista, ha persistido a largo plazo en la historia, de tal manera que lo vislumbramos en los utopismos revolucionarios mo­dernos. En efecto, en un plano más general de teorización histórica, no es difícil correlacionar la secuencia básica del comportamiento para­digmático de los macabeos, los zelotas, los nazarenos y los maho­metanos con el esquema típico de las utopías revolucionarias de los siglos XVIII al XX, por más que cada una confiera a sus fantasías un sello propio, adaptado al con­texto de la época. Todas reeditan una mi­tología mesiánica, estruc­tu­ralmente homóloga, vinculada a una esperan­za de trans­forma­ción radical de la sociedad que advendrá el último día e inaugurará una nueva era.


No sin razón, Lévi-Strauss llamó a Napoleón «ese Mahoma de Occi­dente» (Tristes trópicos, 1955: 409). Es también lo que verificamos, análo­ga­mente, en la mitología del socialismo marxista: cree firmemente en el pecado ori­ginal y mortal (el capitalismo), y en el demonio (la ideología burguesa), que oprimen al pueblo elegido (la clase obrera o proletaria), por lo que merecen el castigo y el infierno (la violencia revolucionaria, la tortura, la condena a muerte, el campo de concentración); por ello, los profetas de la verdad absoluta (Marx, Lenin, el partido, la vanguardia) propugnan la emancipación del proletariado (el plan soteriológico), la lucha final (el momento escatológico), en la que las leyes dialécticas de la historia ma­nifestarán su poder (la irrupción apocalíptica: derrota del capitalismo, persecución de los no marxistas) y conducirán a la sociedad sin clases o paraíso comunista (el reinado milenario: una era de plenitud bajo un tota­litarismo supresor de toda disidencia).


Es patente que ese tipo de creencias míticas, o utópicas (la utopía, a fin de cuentas, no es más que un mito proyectado al futuro), cambian muy poco el enfoque y los mecanismos de pensamiento y acción carac­terísticos del nazarenismo, precedido a su vez por zelotas y maca­beos. Basta apenas con una sibilina metamorfosis del lenguaje.



Capítulo 7. El Corán, libro divino del islamismo