La genealogía del islam

7. El Corán, libro divino del islamismo

PEDRO GÓMEZ




- El texto recibido del Corán
- El dogma islámico del Corán como palabra divina
- La prueba de la inimitabilidad del Corán
- Las versiones discrepantes, reconocidas por la tradición
- Las investigaciones histórico-críticas sobre el Corán
- Los manuscritos más antiguos del Corán
- La lengua y la escritura árabes del Corán
- La composición del texto coránico: etapas y estratos
- Las fuentes literarias del Corán
- De qué Corán se habla en el Corán
- El mensaje coránico es la Torá traducida a los árabes
- La autoría del texto coránico
- Los errores lingüísticos en el texto del Corán
- Los errores de contenido en relatos del Corán
- Las contradicciones y la doctrina de la abrogación
- Conclusiones del estudio sobre el Corán
- Un ejemplo de la anfibología del texto árabe coránico


El texto recibido del Corán


El Corán constituye un texto escrito en lengua árabe, considerado como libro sagrado, y hasta divino, por los fieles del sistema islámico. En cuan­to libro disponible, las ediciones modernas tenidas por más fidedignas son dos: la del orientalista alemán Gustav Flügel, Al-Qoran. Corani textus arabicus (Leipzig, 1834); y la edición canónica del Corán preparada por la egipcia mezquita y universidad de Al-Azhar (El Cairo, 1923), bajo los auspicios del rey Fuad de Egipto.


Ambas presentan entre sí bastantes diferencias en la numeración de los ver­sículos, lo que entorpece las citas y referencias. Hoy, se ha genera­lizado el uso de la versión publicada por los eru­ditos de Al-Azhar. Sin embargo, ninguna de esas dos versiones constituye una edición crítica, todavía por hacer. Del Corán hay múltiples variantes en textos antiguos. No se sabe exacta­mente cuándo se terminó de fijar el libro que ha llegado hasta nosotros, compuesto por 114 capítulos, llamados tradicionalmente suras, con un total de 6.236 versículos, también llamados aleyas. La edición cairota ad­judica 86 de los capítulos a la época de Mahoma en La Meca, antes de la hégira, y 28 a la época de Medina, después de la hégira. Los capítulos an­tehegíricos contienen 4.613 versículos (el 74%), y los poshegíricos, 1.623 versículos (el 26%); pero estos últimos son más largos, por lo que suman el 35% del texto coránico.


Aunque hay en circulación distintas versiones del Corán, todas ellas postulan corresponder estrictamente al «Corán de Utmán» el califa (m. 656), pero los manuscritos antiguos disponibles ponen en evidencia lo infundado de semejante pretensión. Los manuscritos coránicos conoci­dos, que están sirviendo para el desarrollo de la investigación científica sobre el texto, son muy numerosos, pero los más antiguos son todos muy fragmentarios. Lo que está claro es que hubo un tiempo dilatado de formación, composición, alteración y reescritura del texto, con expur­gación de las versiones y variantes consideradas inconvenientes. En cual­quier caso, lo cierto es que no existe hasta ahora ninguna edición crítica del Alcorán, el libro sagrado del islamismo.


Empezando por lo más externo, ni siquiera está claro de cuántos versículos consta el Corán, pues su número varía según la versión y la edición: el publicado en Egipto y Arabia Saudí, según la lectura de Hafs, contiene 6.236 versículos; el publicado en Marruecos, según la lectura de Warsh, contiene 6.214 versículos; el publicado en Sudán, según la lectura de Al-Duri, contiene 6.204 versículos; el publicado en el Imperio oto­mano, hacia 1880, contiene 6.344 versículos; el publicado por Gustav Flügel, en 1834, contiene 6.238 versículos.


Con todo, contamos con gran cantidad de ediciones impresas a nues­tra disposición. A efectos prácticos, para acceder al Corán, lectores y estudiosos tenemos al alcance (también en Internet) ediciones bilingües de la vulgata árabe cotejada con una u otra de las lenguas modernas. Lo cual nos ofrece la ventaja de poder comparar entre sí las mejores traduc­ciones en inglés, francés, alemán y español, un procedimiento que nos pro­porciona una visión estereoscópica de los significados, para la mejor comprensión, con toda seguridad más acertada que la que cabe obtener de una lectura inmediata del texto árabe, por mucho árabe que uno sepa, y, sin duda, más fiable que la interpretación que da por buena, sin enfo­que crítico, la exégesis tradicional musulmana. Pueden consultarse en Internet traducciones del Corán a distintas lenguas europeas.


Los conquistadores árabes de Oriente Medio, que ya utilizarían cier­tos textos en sus rituales religiosos, sintieron la necesidad de poseer un «libro sagrado» propio, es decir, árabe. Y, de hecho, procedieron a for­mar una colección (quizá distintas colecciones) con los materiales que manejaban en su liturgia. Los relatos musulmanes dejan claro que, duran­te la vida de Mahoma, no se había tenido ningún interés por recoger por escrito, con el debido cuidado, las presuntas revelaciones. Hablan de que algunos habían co­piado retazos, o las habían aprendido de memoria, y que el poder califal mandó recopilar el Corán, tarea que atribuyen a dis­tintos mandatarios: a Abu Bakr, a Omar, a Utmán, siendo este último el que cuenta con más atribuciones. Todos ellos se esforzaron por destruir los textos disidentes, pero es que tam­poco queda hoy ningún ejemplar de los suyos. La suposición de que el Corán actual corresponde exacta­mente al de Utmán no pasa de ser una es­peculación fácilmente descar­table, un deseo piadoso.


Los textos del Corán se gestaron históricamente al paso que se cons­tituía el islamismo como movimiento apocalíptico militar. Y el islam im­perial, más tarde, acabó de producir el libro del Corán. No cabe duda de que una parte de los materiales incluidos en el libro se remontaban hasta la época de Mahoma y sus escribas. Pero la elaboración del códice básico para la versión canónica hay que situarla, lo más probablemente, en el reinado de Abd Al-Malik (m. 705). Con todo, el Corán no alcanzó la forma «definitiva», tal como lo conocemos hoy, hasta el siglo X, cuando se terminó de aplicar al texto la normalización ortográfica. En esta direc­ción apuntan los especialistas (John Wansbrough 1977; William Camp­bell 1986; Alfred-Louis de Prémare 2002; François Déroche 2009). Esto significa que se concluyó tres siglos después de la hégira.


Bastantes suras presentan una estructura en la que, tras cada cierto número de aleyas, se repite una frase aclamatoria o lapidaria. Esto sugiere que tal vez fueran salmodiadas por un lector, mientras la asamblea re­petía un estribillo, a modo de salmo responsorial. Un caso muy claro es el de la sura 26, donde se repite, tras una secuencia, hasta nueve veces: «Tu Señor es el poderoso, el misericordioso».


Son esclarecedoras las palabras con las que Patricia Crone y Michael Cook resumen su diagnóstico, en su obra Hagarism, ateniéndose al aná­lisis del carácter literario del Corán:


«El libro resulta sorprendentemente falto de estructura general, fre­cuentemente oscuro e inconsecuente tanto en lenguaje como en conte­nido, superficial en su concatenación de materiales dispares, y dado a la repetición de pasajes enteros en versiones variantes. Sobre esta base, cabe argumentar razonablemente que el libro es el producto de la edición tardía e imperfecta de materiales procedentes de una pluralidad de tradiciones» (Crone y Cook 1977: 18).


A tenor de las indagaciones de los coranólogos, el libro actual del Corán está compuesto de materiales heteróclitos, procedentes de him­nos litúrgicos, resúmenes esquemáticos de la Torá, borradores para la pre­dicación, preceptos legales, arengas etc.


El libro es el resultado final de una serie de compilaciones previas, cuyo original no se ha conservado, debido a la destrucción sistemática de las versiones coránicas no coincidentes con la oficial califal. Pero el largo proceso de edición, acabado básicamente a mediados del siglo IX, dejó sus huellas en el texto, donde se descubren operaciones de borrado, añadidos, reescrituras, interpolaciones y resignificaciones. En el texto re­cibido, se perciben hoy huellas de las etapas de formación, sedimentadas en forma de estratos superpuestos, tanto textuales como semánticos.



El dogma islámico del Corán como palabra divina


La inmensa mayoría de los musulmanes reverencian como digna de ab­soluta confianza la tradición recogida por escrito en las primeras bio­grafías de Mahoma y en las colecciones de hechos y dichos del profeta, como ya he señalado. Muy en especial sostienen, a ultranza, que el Corán es un libro que contiene la mismísima palabra de Dios, en árabe, revelada o comunicada a Mahoma y predicada oralmente por él entre los años 610 y 632. Por ello es el profeta del islam. Esa predicación habría sido aprendida de memoria por algunos de sus compañeros. Solo algunos fragmentos se habrían puesto por escrito en vida de Mahoma, pero, con posterioridad, todo fue reunido en un solo códice, formando un libro cuyo texto sería auténtico, infalible, inmutable, inalterable, perfecto y, para la mayoría, increado. Este dogma islámico tradicional se ha repetido du­rante siglos, sin el menor cuestionamiento, sin permitir una sola pre­gunta, ni una sola duda. Veamos, a continuación, unos ejemplos toma­dos de algunas intro­duc­ciones o prólogos a distintas traducciones del Corán en español.


El prefacio a una traducción de mitad del siglo XX, El sagrado Corán, de Rafael Castellanos y Ahmed Abdoub, escenifica el dictado del ángel:


«Una serena noche, exactamente el 17 de Ramadán (febrero 610 de la era cristiana), mientras se hallaba sumido en la adoración de Dios, se le apareció un arcángel que le dijo: ‘Albricias, ¡oh, Mahoma!, yo soy Ga­briel y me envía Dios para anunciarte que serás su Apóstol para toda la humanidad’. Luego agregó: ‘¡Lee!’. Mahoma contestó asombrado: ‘No sé leer’. ‘¡Lee!’, insistió Gabriel; ‘No sé leer’, repitió Mahoma.

   Entonces el arcángel recitó: ‘¡Lee, en el nombre de tu Señor que todo lo creó!’ (Corán 96,1-19).

   Repitió todas aquellas palabras que le fue dictando Gabriel, que a poco desapareció, y que quedaron grabadas en su memoria. Confuso y teme­roso salió del algar para regresar a su casa, cuando a poco andar escuchó una voz que le llamaba. Levantó la mirada y en­contró al arcángel que llenaba el horizonte y que le decía: ‘¡Oh, Mahoma, en verdad tú eres el Apóstol de Dios y yo soy Gabriel!’» (Castellanos 1952: 13-14).


En la segunda edición de la traducción de Hadhrat Mirza Tahir Ah­mad, de la Comunidad Ahmadía, asentada en el pueblo de Pedro Abad, provincia de Córdoba, El sagrado Corán, reproduce la consabida creencia:


«El Santo Corán es la palabra de Dios y fue revelada a Mohammad el Santo Profeta del Islam (que la paz y bendiciones de Al-lah sean con él) palabra a palabra. Esta revelación se extendió a lo largo de veintidós años. De entre todas las Escrituras, el Santo Corán es la única que mani­fiesta que ha sido revelada por Dios palabra a palabra» (Tahir Ahmad 1988/2003: 3).


En el prólogo a una traducción de inspiración sufí turca, de Alí Ünal, El sagrado Corán, aunque parece cuestionar la eternidad del texto, se com­prueba la misma dogmática tradicional:


«El Corán es la Palabra de Dios y por lo tanto eterna e increada. Pero, como libro que fue trasmitido al Profeta por el Arcángel Gabriel y com­puesto por letras y palabras, recitadas, tocadas y escuchadas, no es eterno. La definición general del Corán es la siguiente: El Corán es la Palabra milagrosa de Dios revelada al profeta Muhammad, la paz y las bendiciones sean con él, anotado sobre hojas y transmitido a las gene­raciones sucesivas por numerosos canales de transmisión dignos de con­fianza, y cuya recitación es un acto de veneración y una obligación du­rante las oraciones diarias» (Ünal 2006: 8).


En el prólogo que el traductor Raúl González Bórnez, de orientación chií, inserta en una edición comentada, El Corán, se condensan todos los tópicos acostumbrados:


«El Corán es la revelación divina transmitida a Muhammad (Maho­ma, 570-632) por el ángel Gabriel a lo largo de veintitrés años (610-632). Es la palabra de Dios para la humanidad (...) Es, posi­ble­mente, la única revelación divina que la humanidad conserva completa en la lengua ori­ginal en la que fue revelada. Todos los eruditos del mundo islámico sin excepción, desde el principio y hasta nuestros días, han estado y están de acuerdo en que el texto original árabe es absolutamente fiel a la pa­labra revelada y que no añade ni quita nada de ella» (González Bórnez 2006: 11).


En la introducción a otra traducción, El Corán, Andrés Guijarro in­siste en repetir el dogma islámico de la unicidad y la inimitabilidad del libro sagrado del islamismo:


«Los musulmanes consideran al Corán la Palabra de Dios, transmi­tida al último Profeta, Muhammad, por medio del arcángel Gabriel, con un sentido y unas palabras precisas. Estas palabras han llegado hasta no­sotros a través de numerosas personas, oralmente en un principio y por escrito en un estadio posterior, algo que, desde el punto de vista del is­lam, garantiza su absoluta autenticidad. Para el islam, el Corán se consi­dera algo inimitable, único y protegido de la alteración por Dios» (Gui­jarro 2010: 22).


En otra edición española del libro, El Corán, Bahiŷe Mulla Huech reitera las mismas presunciones, remachando la intraducibilidad de la ab­solutamente perfecta lengua árabe coránica:


«Para los creyentes, el Corán, siendo un Libro Revelado, tiene un ori­gen divino. Su vocabulario, sus conceptos y su expresión literaria no han surgido del brillante espíritu de Muhammad, sino que fue Dios mis­mo quien se los transmitió a su Profeta. Aunque redactados en una len­gua concreta, el árabe clásico del siglo VII cristiano, están absolu­tamente por encima de cualquier creación humana, y así lo afirma en re­petidos pasajes el propio Corán. Es, pues, evidente que ninguna tra­ducción a otra lengua, por muy esmerada que se la suponga, puede alcanzar el grado de perfección absoluta del idioma original» (Huech 2013: 9).


La antología no tendría fin. Y no solo entre los tradicionalistas. En realidad, hasta los intelectuales más ilustrados, y aparentemente más crí­ticos, sustentan una creencia unánime en la fiabilidad de las fuentes is­lámicas tradicionales. No dudan de que la historia de los orígenes del islam, el Corán y la vida de Mahoma han relatado fidedignamente los acon­tecimientos tal como ocurrieron. Baste como ejemplo lo que es­cri­be, sin pestañear, el prestigioso novelista Salman Rushdie:


«El grado de autoridad que uno puede conceder a los evangelistas acerca de la vida de Cristo es relativamente pequeño. Mientras que sobre la vida de Mahoma lo sabemos todo más o menos. Sabemos dónde vivió, cuál fue su situación económica, de quién se enamoró. Sabemos un mon­tón acerca de las circunstancias políticas y las circunstancias econó­micas de la época» (Rushdie, citado por Tom Holland 2012: 13).


Sin embargo, con toda certeza, Salman Rushdie está equivocado, co­mo veremos más adelante. La historiografía clásica y, tras ella, la isla­mología y la coranología académicas clásicas, que funcionaban dando por buena la veracidad de las tradiciones musulmanas (las biografías y los hadices de Mahoma), han quebrado completamente ante los resultados de las nuevas investigaciones, con la aplicación de métodos histórico-críticos y análisis pluridisciplinares, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX y, de manera creciente, estos últimos años.


En síntesis, la tradición musulmana, en todo el mundo, cree como absolutamente cierto lo que constituye el dogma islámico más funda­mental: que el Corán es literalmente la palabra de Dios revelada a Maho­ma. Creen que esa palabra ha llegado hasta nosotros como un texto per­fecto, único e inalterable, especialmente protegido por Dios. Sus ca­racterísticas esenciales se compendian en las diez siguientes:


1) Dios es el autor del Corán,

2) el texto coránico es literalmente palabra divina,

3) es un libro increado, que existía eternamente junto a Dios,

4) fue revelado a Mahoma por medio del ángel Gabriel,

5) está escrito en lengua árabe perfecta y clara,

6) su contenido es infalible, inalterable, inimitable e intraducible,

7) predicado por Mahoma en La Meca y Medina y memorizado por seguidores,

8) puesto por escrito mientras vivía Mahoma,

9) editado por orden del califa Utmán Ibn Afán,

10) contiene la verdad absoluta dirigida a toda la humanidad.


El hecho es que esta concepción del Corán, su naturaleza y su autoría la com­parten unánimemente, sin la menor discrepancia, todas las escue­las islámicas y todos los eruditos musul­manes de ayer y de hoy. Ahora bien, este asentimiento es tan fundamental y tan absoluto que, si una sola de esas carac­terísticas esenciales fallara, lógicamente el edificio en­tero de la religión islámica se hundiría.


Las creencias son libres, sin duda. Pero la contrastación histórica mediante los análisis histórico-críticos puede demostrar, con pruebas e in­dicios, que toda esa caracterización se halla lejos de la realidad y que tan extendidas y firmes convicciones sobre el Corán resultan harto pro­blemáticas. Cuando no existe más fundamento que la autorreferencia de lo que el Corán dice del Corán, o la referencia circular de que hubo reve­lación a Mahoma porque lo dice Mahoma, la argumentación no vale por­que incurre en una petición de principio.


En concreto, de esas diez características básicas preconizadas por la concepción islámica del Corán, si atendemos a la ciencia histórica, las cuatro primeras son afirmaciones gratuitas en el sentido de que exceden toda realidad constatable, por lo que nadie está en condiciones de veri­ficarlas fehacientemente. Son cuestiones que se enuncian más allá de las competencias del historiador, cuyo trabajo debe ceñirse a los elementos que sirven para reconstruir el proceso de composición del libro. No se puede investigar la autoría divina, ni la divinidad de las palabras, ni la eternidad del libro, ni la revelación de un ángel, aunque sí el problema de la atribución del libro a Mahoma.


Respecto a las seis restantes características, a saber, la perfección de la lengua árabe del Corán, su infalibilidad, inalterabilidad, inimitabilidad e intraducibilidad, el lugar donde lo comunicó Mahoma, la memoriza­ción y la transmisión oral, el proceso de puesta por escrito, el compilador del libro y sus destinatarios, son afirmaciones que, al menos en principio, pueden ser objeto de estudio y cuya inexactitud podemos anticipar que se ha comprobado, a la luz de los métodos filológicos e históricos.


Cuando la investigación histórico-crítica acerca del Corán descubre una realidad completamente diferente de lo que cuenta la tradición y asume la fe islámica mayoritaria, los musulmanes se niegan a aceptar los resultados de los análisis, que, por supuesto, siguen siempre abiertos al debate y en busca de métodos objetivos. En visión islámica del mundo, solo cabe pensar en función de una dogmática, y esto impulsa a los mus­limes a renegar del conocimiento científico.


En la definición de la naturaleza del Corán, hubo históricamente una disputa entre la escuela racionalista de los mutazilíes y la doctrina de los ulemas tradicionalistas. Discrepaban sobre la concepción del libro: si era un libro creado, o increado. A principios del siglo IX, los califas apoya­ron por un tiempo la concepción racionalista, mantenida por la escuela filosófica y teológica mutazilí, que defendía que el Corán era un libro creado. Esta fue la doctrina oficial entre 827 y 850. Pero este último año, el califa Al-Mutawakkil (reinó 847-861), cedió ante los ulemas rigoristas, prohibió la filosofía y persiguió a los mutazilíes, y declaró obligatorio el dogma del «Corán increado», tan eterno como Dios. A esto, desde el siglo X, se añadió otro dogma: el cierre del «esfuerzo de interpretación» (iŷtihad), por el que se prohíbe toda crítica racional del texto del Corán y de la tradición mahomética, de modo que en adelante solo deberán ser objeto de acatamiento y aplicación.



La prueba de la inimitabilidad del Corán


Los musulmanes creen que el Corán, dado su origen divino, tiene asegu­rada la infalibilidad. Creen igualmente que Dios garantiza la inalterabi­lidad del texto. Pero, sobre todo, sostienen que el estilo del Corán es absolutamente inimitable, de tal manera que aducen esta inimitabilidad como prueba de su origen divino. Y de ello deducen además la impo­sibilidad de traducirlo a otra lengua.


Los exegetas musulmanes más serios reconocen que Mahoma no hizo milagros y que no hay milagros que respalden el Corán. El único milagro sería precisamente su inimitabilidad (sobre la inimitabilidad del Corán, véase Sami Aldeeb 2019: 15.). Por eso, el propio Corán, cuando sus detractores lo acusan de ser una fabulación, los desafía a que pro­duzcan algo similar, aunque solo fuera un capítulo:


«Aunque los humanos y los genios se unieran para aportar uno seme­jante a este Corán, no aportarían nada semejante a él» (Corán 50/17,88).


«Dicen: ‘Lo ha fabulado’. Di: ‘Aportad entonces un capítulo seme­jante a él y llamad a quien queráis, aparte de Dios’» (Corán 51/10,38).


«Dicen: ‘Lo ha fabulado’. Di: ‘Aportad diez capítulos seme­jantes fabulados, y llamad a quien queráis, aparte de Dios’» (Corán 52/ 11,13).


«O dicen: ‘Lo ha inventado’. No creen. Que aporten entonces un relato semejante, si son verídicos» (Corán 76/52,33-34).


«Si tenéis duda acerca de lo que hemos hecho descender sobre nues­tro servidor, aportad un capítulo semejante a él y llamad a vuestros tes­tigos, aparte de Dios» (Corán 87/2,23-24).


Pues bien, si el argumento de la inimitabilidad se fundamenta en la perfección del libro, debida a su autoría divina, habrá que demostrar que esa perfección inimitable es verdadera, o al menos verosímil, mediante el análisis del texto, su lengua, su estilo y sus referencias. En estas mismas páginas, será objeto de examen lo que nos presenta el libro, tanto en la forma como en el contenido.



Las versiones discrepantes, reconocidas por la tradición


El contenido del libro conocido hoy como Corán no es, sin embargo, el de los primeros tiempos. El propio texto da a entender que el primer capítulo actual, la sura 1, era algo aparte, que no formaba parte de él, cuando dice «te dimos los siete versículos repetidos, así como el gran Corán» (Corán 54/15,87). Una cosa era el Corán y otra era lo que ahora aparece como la primera sura, con sus siete versículos. Pero no es solo es­to: en el Corán hay menciones a un Corán que no puede ser él mismo, pues el libro se hallaba todavía en fase temprana de formación.


Las diferencias entre las primitivas versiones del Corán están atesti­guadas desde antiguo por los sabios musulmanes clásicos. Véase, a este respecto, una se­lección de citas, recogidas por David Wood:

https://religion.antropo.es/_textos/DavidWood.

Breve-historia-del-Coran.html


Los mismos sabios musulmanes nunca dejaron de advertir las inco­herencias observables en el Corán. En general buscaron justificaciones, o acabaron por sacralizar el texto, hasta ponerlo fuera del alcance de toda reflexión humana.


Históricamente, ya Ibn Jaldún (muerto en 1406), en su Discurso sobre la historia universal, daba por sentado que la ortografía del Corán era de­fectuosa (cfr. Ibn Jaldún 2018). Otros asumen que hay serias ob­jeciones, como el filólogo y exegeta egipcio Al-Suyuti, en su Comentario del Corán, donde indica cinco pasajes cuya atribución a Dios le parece discutible (cfr. Al-Suyuti 1505).


Un caso más reciente lo hallamos en el intelectual persa Ali Dashti (1897-1982), en su obra Twenty three years. A study of prophetic career of Mohammad. Este libro, publicado por primera vez en 1974, lleva a cabo una crítica racionalista de la fe ciega: «La creencia puede embotar la razón humana y el sentido común» (Dashti 1974: 15), incluso en los acadé­micos más eru­ditos. Es necesario un «estudio imparcial», un examen escéptico de los sistemas de creencias ortodoxos. Desde este enfoque, rechaza los mi­lagros atribuidos a Mahoma por la tradición musulmana, y niega que el Corán se pueda considerar como la palabra de Dios. Arguye que el Corán no contiene nada nuevo que no haya sido expuesto ya por otros, ni en cuanto a ideas, ni tampoco en cuanto a los preceptos morales. Las his­torias coránicas están tomadas, con ligeras modificacio­nes, de las de los judíos y los cristianos, cuyos rabinos y monjes trató y consultó Mahoma en sus viajes a Siria, así como de leyendas conservadas por descendientes de los tamudeos y los aditas. Muchos de las obligacio­nes y ritos del islam derivan de prácticas que los árabes paganos adop­taron de los judíos (cfr. Dashti 1974: 46).


En retrospectiva histórica, llama la atención que ya hubiera una crí­tica coetánea a la manera de formarse el Corán, tal como la recogida en la Apología de Al-Kindi, de Abd al-Masih Ibn Ishaq Al-Kindi, autor cris­tiano que no hay que confundir con el conocido filósofo musulmán Al-Kindi. La obra está datada en torno al año 830 (aunque la fecha es discu­tida). En diálogo con Al-Hachemí, un amigo musulmán, lo desafía en estos términos:


«Muéstrame la más mínima prueba o señal de una sola obra mara­villosa realizada por tu maestro Mahoma para certificar su misión y de­mostrar que las masacres y las rapiñas que llevó a cabo fueron, como lo demás, por mandato divino. Sé que no puedes. Y así te conviene (¡el Señor te corrija!) no culpar o injuriar a quienes niegan que el Señor envió a tu maestro como Apóstol con el cometido de imponer su religión a espada y lo empujó a ser un aventurero en busca de sus propios fines, ayudado en eso por sus parientes, clan y conciudadanos. (…)

    El resultado de todo esto [las diversas redacciones del Corán] es pa­tente para ti, que has leído las Escrituras y has visto cómo, en tu libro, las historias están todas revueltas y entremezcladas; una evidencia de que muchas manos diferentes estuvieron trabajando en ello, y causaron discrepancias, añadiendo o eliminando cualquier cosa que les gustaba o disgustaba. ¿Son tales, ahora, las condiciones de una revelación hecha descender desde el cielo?» (Al-Kindi 1882: 18-19 y 28).


En cuanto al mundo islámico chií, en las fuentes anteriores al siglo X, los primeros sabios del chiismo, sobre todo los duodecimanos, acusan a los califas suníes de haber falsificado el Corán, en especial eliminando todas las referencias a Alí y a la familia de los descendientes del profeta árabe (cfr. Brunner 2005).


De hecho, existe un manuscrito hallado en Bankipur, India, en 1912, en persa y árabe, que contiene dos suras adicionales, reconocidas por los chiíes y desaparecidas del libro, así como cambios en unas cuarenta ale­yas, que afectan a otras 24 suras del Corán normativo, que es el suní denominado «utmaniano». El manuscrito fue descubierto por el histo­riador y filólogo inglés, William St. Clair Tisdall, y publicado en 1913. Existe una traducción francesa, disponible en Internet (Tisdall 1913).


Por su parte, los estudiosos chiíes, más dispuestos a la crítica, ad­mi­ten abiertamente que hay más de 10.000 palabras del Corán que tienen una o más variantes posibles. Y señalan hasta 208 ejemplos concretos de falsificación (cfr. Aldeeb 2019: 11).


Podemos encontrar más datos sobre la alteración del Corán, en un documentado artículo de Sami Aldeeb, disponible en Internet (Aldeeb 2020a):

https://religion.antropo.es/_textos/SamiAldeeb.

Alteracion-del-Coran.html


Hoy se conocen no pocas versiones coránicas que muestran discre­pancias y no es descartable que, en algún lugar, aparezcan manuscritos que am­plíen el panorama (cfr. Abbasi 2004: 14-15).


Ante la acumulación de datos sobre la azarosa composición y las múltiples modificaciones efectuadas en el Corán, no es de extrañar que se hayan manipulado también, de manera ostensible, las referencias que contiene a textos judíos y cristianos:

https://amourtolerancepaix.com/islam/

falsification/



Las investigaciones histórico-críticas sobre el Corán


En el estudio del Corán, observamos dos enfoques o paradigmas teó­ricos distintos, que determinan la elección de los métodos utilizados. Al primer enfoque lo identificaremos como tradicionalista y al segundo, como histórico-crítico, si bien sus detractores lo tachan de «revisionista».


Casi la totalidad de los exegetas y comentadores musulmanes, y lue­go los coranólogos académicos modernos, se han atenido al primer para­digma, de modo que pretenden explicar las oscuridades del Corán me­diante la referencia a lo que llaman las «circunstancias de la revelación». Y creen que estas se encuentran descritas en las primeras biografías de Mahoma (las de Ibn Hisham, Al-Waqidi, e Ibn Sad) y en los episodios y dichos del profeta (los hadices de Al-Bujari, Muslim y Abu Dawud). Con ese método tradicional, se elaboraron los comentarios exegéticos (los tafsir, por ejemplo, de Al-Tabari), que sirvieron de legitimación al de­recho islámico (la saría) y luego han servido a muchos especialistas mo­dernos para escribir sus monografías.


El segundo paradigma parte de la indagación en el propio el texto y la búsqueda del contexto histórico real, con especial atención al subtexto bí­blico, aplicando con rigor los métodos de la historia, la filología, la her­menéutica, las ciencias antroposociales y todos los instrumentos cientí­ficos disponibles. Tiene en cuenta, además, las fuentes no árabes coe­táneas. No pierde de vista la tradición musulmana consagrada, pero se abre al cuestionamiento creciente de sus contenidos, que tienen poco de historia y mucho de leyenda, como ya afirmamos al tratar de las fuentes islámicas clásicas.


Existe una especie de tercer paradigma, el de los investigadores que tratan de conciliar los métodos histórico-críticos, sin abandonar el en­foque que da por buena la tradición clásica islámica, o bien intenta hacer equilibrios con ella. Pero quizá esto no deba llamarse paradigma, sino una mezcla o componenda de dos que, en última instancia, son incom­patibles. En esta senda parece situarse, entre otros, Angelika Neuwirth, codirectora del proyecto Corpus Coranicum.


Ante todo, el Corán es un producto histórico, que puede y debe es­tudiarse igual que los demás documentos de esa índole. No se puede entender el libro actual del Corán, si no es a través de un largo proceso de formación, composición y transmisión histórica. Sobre ello hay discu­siones e indagaciones desde antiguo. La aplicación actual de los métodos histórico-críticos sobre el Corán y sobre Mahoma, iniciados en el siglo XIX, se ha ido incrementando desde los años 1970. Desde comienzos de siglo XXI, la indagación se ha acelerado y se han formulado teorías más radicales, dando lugar a un fuerte debate entre los especialistas, en ge­neral con una gran renuencia por parte de la mayoría de los eruditos musulmanes. Por citar solamente unos cuantos nombres entre los in­vestigadores más destacados, que han abierto caminos y han hecho avanzar este debate sobre la formación del Corán, mencionaré los que me parecen más importantes, cuyas obras principales se encuentran re­cogidas en la bibliografía:


Henri Lammens (1910 y 1926), Richard Bell (1925 y 1937), Gabriel Théry (1960), Régis Blachère (1966), Günter Lüling (1974), John Wans­brourgh (1977), William Campbell (1986), Patricia Crone (1987), Anne-Marie Delcambre (1987), Bruno Bonnet-Eymard (1988-1997), Antoine Moussali (2000), Christoph Luxenberg (2000), Joseph Azzi (2001), Alfred-Louis de Prémare (2002), Édouard-Marie Gallez (2005), Jacque­line Chabbi (2008), François Déroche (2009), Mohammad Ali Amir-Moezzi (2011 y 2014), Jean-Jacques Walter (2014), Leila Qadr (2015 y 2019), Florence Mraizika (2018), Sami Aldeeb (2019).


Algunos mantienen posiciones radicales. Por ejemplo, Mohamed Ali Abdel Jalil, ensayista sirio, profesor en la Universidad de Aix-Marseille, quien sostiene la tesis de que el Corán es básicamente un texto traducido al árabe, por obra de Waraqa Ibn Naufal (cfr. Abdel Jalil 2012).


La historiografía musulmana insiste mucho en la «tradición oral», pe­ro, pese al papel importantísimo concedido a los memo­rizadores y lecto­res, es probable que la oralidad no desempeñe una función tan relevante en la composición por escrito del Corán. Todo él es resultado del trabajo de diversos escribas. Primero, en vida de Ma­ho­ma, unos conocidos se­cretarios o escribanos, o quizá su maestro Waraqa Ibn Naufal, reunieron las «hojas» utilizadas en la liturgia y para el adoctrinamiento. Una parte de ellas debió incluirse luego en el volumen del Corán: resúmenes de lecturas, himnos litúrgicos, borra­dores o esquemas de sermones para la predicación y arengas para animar al combate.


Lo que parece fuera de discusión es que el libro tuvo una elaboración larga y azarosa, y que el texto actual no estuvo concluido del todo hasta el primer tercio del siglo X, cuando se le aplicó el diacritismo y el voca­lismo de forma sistemática. El texto final acusó el efecto de la dilatada influencia del poder califal, en virtud de la cual se introdujeron alteracio­nes e interpolaciones en numerosos pasajes. Algunas de estas modifica­ciones se detectan hoy con bastante claridad. En tales casos, no es difícil restituir el texto original.


El Corán utiliza algunas veces los términos revelar o inspirar, pero el modo más característico para referirse a sí mismo es emplear el verbo «descender»: se concibe a sí mismo como una escritura que «desciende» del cielo, o que Dios hace «descender» sobre el profeta. Así, del Corán se dice que es un libro que Dios lo hizo descender (Corán 25/97,1; 38/38,29; 39/7,2; 39/7,196; 45/20,2; 50/17,82; 55/6,155-156; 64/44,3; 69/18,1; 70/16,64 y 89; 72/14,1; 85/29,47; 87/2,91 y 231; 89/3,7; 92/4,113; 96/3,36; 112/5,49 y 101 y 104), o que descendió de parte de su Señor (Corán 39/7,3; 51/10,20; 55/6,114; 59/39,55; 87/2,285; 112/5,67-68), en el mes de ramadán (Corán 87/2,185), un Corán árabe (45/20,113; 53/12,2), las aleyas o signos de Dios (Corán 49/28,87), un libro que se pueda leer (Corán 50/17,93), un libro con la verdad (Corán 50/17,105-106; 58/34,6; 59/39,2; 59/39,41; 62/42,17; 70/16,102; 87/2,176 y 213; 92/4,105; 94/57,16; 96/13,1 y 19; 112/5,83), con el recuerdo (Corán 54/15,6 y 9; 59/39,23; 70/16,44; 73/21,10 y 50; 85/9,51; 99/65,10), que confirma lo que ya había antes de él (Corán 55/6,92; 66/46,30; 87/2,41 y 97 y 136; 89/3,3; 92/4,47 y 60 y 136 y 162; 112/5,48 y 59), que confirma lo que está con ellos (Corán). Aunque, por otro lado, se cuenta que Dios hace descender no un libro, sino aleyas sueltas, o una sura concreta (Corán 50/17,106; 70/16,101; 87/2,99; 94/57,9; 98/76,23; 102/24,1 y 34 y 46; 103/22,16; 105/58,5; 113/9,86 y 124 y 127), conforme se le iban dictando a Mahoma, en distintas cir­cuns­tancias. Desciende el recuerdo (Corán 38/38,8).


La misma expresión del descenso se usa a propósito de otras comu­nicaciones atribuidas a Dios: hizo descender el libro de Moisés, la Torá (Corán 55/6,91; 112/5,44), la Torá y el Evangelio (Corán 89/3,3 y 65 y 84; 112/5,46-47; 112/5,66). De Jesús se afirma que es Palabra de Dios, que él hizo descender sobre María (Corán 92/4,171). Incluso se relata que desde el cielo descendió un banquete para los apóstoles de Jesús (Corán 112/5,112-115). Por lo demás, se dice igualmente que descien­den los ángeles, los espíritus y los demonios; que Dios hace descender el agua de la lluvia, el maná, los castigos o las misericordias.


Para informarse y documentarse más ampliamente acerca de las in­vestigaciones sobre el Corán, es ilustrativo un sitio de Internet manteni­do por el islamólogo Mehdi Azaiez, titulado Coran et sciences de l’homme. Texte, contexte, lectures:

http://www.mehdi-azaiez.org/?lang=fr

http://www.mehdi-azaiez.org/

CHERCHEURS?lang=fr

 


Los manuscritos más antiguos del Corán


Los manuscritos más antiguos del Corán, en pergamino o papiro, con­servados hasta hoy son ejemplares incompletos y, a veces, solo unas páginas o unos fragmentos. Los primeros códices que evidencian la exis­tencia de un Corán ya completo son dos: el de Samarcanda y el de Top­capi. Ambos se encuentran solo relativamente completos y presen­tan diferencias textuales con respecto a la versión canónica de hoy.


El manuscrito de Samarcanda, también llamado de Taskent, después de un complicado recorrido por San Petersburgo y Ufá (en la república rusa de Baskortostán), se custodia actualmente en el centro Hast Imam de la mezquita Telyashayakh, en la ciudad de Taskent, en Uzbekistán. Consta apro­­ximadamente de un tercio del libro, que abarca desde la sura 2 a la 43. Este códice está escrito con caracteres cúficos y su datación oscila entre 780 y principios del siglo IX. Aunque se lo considera el «Corán de Utmán», es un siglo y medio posterior a la fecha de la supuesta recensión de ese sucesor de Omar.


El otro ejemplar relativamente completo es el manuscrito de Topkapi, conservado en el museo existente en el antiguo palacio del sultán, en Estambul, Tur­quía. Está datado en 874. De este Corán, también preten­den que corresponde fielmente al códice de Utmán, pero no hay la me­nor prueba de dicha identificación.


Con mayor antigüedad, se conservan únicamente fragmentos y pá­ginas sueltas de manuscritos coránicos. Conforme a las dataciones efec­tuadas, los más antiguos se podrían remontar a finales del siglo VII y principios del siglo VIII. En todos ellos, se emplea el tipo de escritura árabe conocida como scriptio defectiva, es decir, solo el esqueleto conso­nántico, sin signos diacríticos ni vocales. Según François Déroche y Chris­tian Robin, en la actualidad existen entre 1.500 y 2.000 hojas corá­nicas, datadas en torno a un siglo después de la hégira.


Entre los manuscritos parciales más importantes y conocidos, cabe señalar los siguientes:


A. Los manuscritos de Saná. Gran cantidad de fragmentos muy anti­guos descubiertos en 1972, ocultos detrás de una pared, en la mezquita mayor de Saná, capital de Yemen. Están escritos en pergamino y en pa­piro, y pertenecen a cerca de mil coranes distintos. El experto alemán Gerd-Rüdiger Puin los dató entre 657 y 690, con la técnica del carbono 14. Pero otra datación más reciente, basada en los rasgos paleográficos, apunta a los años 710-715, durante el reinado del califa omeya Al-Walid. Finalmente, hay especialistas que los fechan un siglo después de la hégira. Uno de esos manuscritos de Saná es un palimpsesto, un pergamino bo­rrado y reutilizado, que como soporte dataría de antes del 650. En este Corán, las suras no siguen el orden actual y muestran numerosas varian­tes. Solo contiene un 10% del corpus coránico.


B. El manuscrito de Tubinga M a VI 165, de la Universidad de Tubinga, Alemania, se ha datado entre 649 y 675. Son 77 páginas que contienen aproximadamente un 20% del texto del Corán.


C. El manuscrito de Raqqada, en Túnez, datado en la segunda mitad o hacia finales del siglo VII. Son siete hojas, con material correspondiente a nueve suras.


D. El manuscrito de Birmingham, en Reino Unido, son dos hojas del Corán en pergamino, halladas, en 2015, en la biblioteca de la Universidad de Birmingham, Reino Unido, entre la colección reunida por Alphonse Mingana, un siglo antes. La piel del pergamino se ha datado entre 568 y 645; pero el carbono 14 suele dar fechas anteriores a lo real. La datación más probable del escrito estaría entre 660-670. El manuscrito contiene una parte de las suras 18 a 20. Estas hojas pertenecen al mismo códex que otras existentes en la Biblioteca Nacional de Francia.


E. El manuscrito de París - San Petersburgo, es el códice conservado en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, excepto unas hojas que se hallan en la Biblioteca Nacional de Francia, en París. Se ha datado entre 670 y 705. Contiene el 40% del Corán.


F. El manuscrito de Berlín, con signatura Wetzstein II 1913, abarca un 85 % del corpus coránico. Datado entre final del siglo VII y principios del VIII. Le faltan 34 suras. De las restantes 80, hay ocho incompletas. Y se puede observar que todas han sido retocadas parcial o totalmente, por ejemplo, agregando signos diacríticos o vocálicos.


Hay unos pocos manuscritos que reutilizaron el soporte material pa­ra escribir, tras haber borrado un texto anterior, de modo que constitu­yen palimpsestos. Así ocurre, como he indicado, en un manuscrito de Saná y también un manuscrito de Cambridge, datado de finales del siglo VII a principios del VIII.


En Internet, tenemos disponible información básica acerca de los manuscritos coránicos antiguos, en la página recopilatoria titulada The quranic manuscripts:

https://www.islamic-awareness.org/quran/text/mss/


Para ver un resumen con resultados de la datación de los fragmentos manuscritos más antiguos, se puede consultar el sitio Radiocarbon (Carbon-14) dating of manuscripts of the Qur’ān:

http://www.islamic-awareness.org/Quran/

Text/Mss/radio.html

Pueden consultarse unas tablas comparativas de numerosas dife­rencias textuales que aparecen en los manuscritos de Saná:

https://en.wikipedia.org/wiki/

Sanaa_manuscript

https://fr.wikipedia.org/wiki/

Manuscrits_de_Sanaa



La lengua y la escritura árabes del Corán


El texto coránico insiste reiteradamente en que está escrito en lengua árabe, una lengua clara para sus destinatarios. Lo repite hasta trece veces en distintos capítulos (cfr. Corán 44/19,97; 45/20,113; 47/26,195; 53/12,2; 59/39,28; 61/41,3 y 44; 62/42,7; 63/43,3; 64/44,58; 66/46,12; 70/16,103; 96/13,37).


En efecto, el Corán y los materiales a partir de los cuales se comenzó a recopilar están escritos en lengua árabe, si bien en una forma arcaica del árabe que no es todavía el árabe califal. Los manuscritos más antiguos están escritos con el alfabeto cúfico, un estilo caligráfico utilizado para escribir el árabe, elaborado en la ciudad de Kufa, en el actual Irak, me­diante una adaptación del alfabeto sirio antiguo. O, según otros, a partir del alfabeto persa.


No está claro en qué variedad dialectal del árabe se compusieron los primeros textos, pero sí que en su redacción se utilizó la escritura defectiva, es decir, un alfabeto, o alifato, que disponía únicamente de signos esca­sos para las consonantes y carecía de signos para las vocales breves. Esto, sin duda, se prestaba a múltiples equívocos de lectura, durante mucho tiempo, hasta la reforma que introdujo de manera sistemática los puntos diacríticos con­sonánticos y los signos vocálicos.


La lengua árabe disponía de solo 15 grafemas para representar 29 fonemas distintos. De modo que un mismo signo servía indistintamente como grafema para dos o más sonidos: son las consonantes homógrafas. En concreto, se utilizaban solo nueve grafemas básicos para representar veinte fonemas, como vemos en el siguiente cuadro:

 

ٮ

b - t - th

ح

ŷ - h - kh

د

d - dh

ر

r - z

س

s - sh

ص

s - d

ط

t - z

ع

' [ain] - g

ڡ

f - q

 

En un tiempo posterior, al tratar de subsanar estas deficiencias y es­tablecer una escritura plena, los eruditos tuvieron que optar por fijar una de las varias lecturas resultantes de las permutaciones posibles: determi­naron el valor de los grafemas consonantes mediante signos diacríticos, inventaron la hamza como signo auxiliar e introdujeron la notación de las vocales me­diante unos puntos revoloteando encima o debajo del ren­glón conso­nántico. Cabe suponer que, en un contexto tan lejano del ori­ginal, en no pocos casos, se efectuaron opciones que alteraban la lectura correcta y el sig­nificado. Aquellos signos diacríticos y los de vocalización no empe­zaron a incorporarse antes de finales del siglo IX y principios del X. Durante los tres primeros siglos del islamismo, por consiguiente, en función de las per­mutaciones posibles, persistieron miles de lecturas variables, que afec­taban a innumerables versículos del reputado códex de Utmán.


Según François Déroche (2009), la redacción del Corán ocupó un tiempo largo, que duró hasta la reforma del erudito Ibn Muyahid (859-936), en Bagdad, consistente en una normalización del texto, que añadió de forma sistemática los puntos diacríticos para consonantes y los signos de las vocales breves, limitando así al máximo la variabilidad de lecturas admisibles.


Este mismo sabio fue quien, ante la evidente diversidad de los textos coránicos, para atajarla y a la vez justificarla, impulsó la idea, luego tradi­cional, de que el Corán se había revelado a Mahoma en siete lecturas dis­tintas, cada una de ellas con dos transmisores distintos: en total, catorce versiones canónicas oficiales. Sobre esto, se puede consultar en Internet la exposición que hace Samuel Green (2020):

https://www.answering-islam.org/Green/

seven.htm


El hecho es que, al final, de las catorce prevalecieron solo tres ver­siones, con ciertas variantes textuales. Una, la procedente de Nafi de Medina, transmitida por Warsh (m. 812). Segunda, la de Abu Bakr Asim, de Kufa, leída por Hafs (m. 805). Y tercera, la de Abu Amr Ibn Al-Alá, de Basora, interpretada por Al-Duri (m. 860). En nuestra época, las más utilizadas son dos: la de Hafs, sobre la que se basó la edición egipcia de 1923, y la de Warsh, predominante en el norte de África.


Es difícil no interpretar ese intento de sistematizar las lecturas como una racionalización llevada hasta el extremo, un ardid para el camuflaje del hecho de la disparidad observable entre los ejemplares existentes. Porque no se encuentran solamente catorce versiones. Según algunos expertos, en la actualidad están en uso treinta y dos versiones del Corán árabe. Y al efectuar la comparación entre ellas, parece ser que se llegan a contabilizar más de 45.000 variantes.


Además, la aparición en el Corán de palabras y expresiones que no son ára­bes, sino prestadas de otras lenguas, constituye otra peculiaridad del texto ampliamente demostrada. Sobre este punto, consúltese el resu­men que efectúa David Abbasi (2004: 14-16).


Desde el siglo VIII antes de nuestra era, el arameo se había difundido como lengua franca por todo Oriente Medio. Presentaba una variante oriental y otra occidental; esta última, el dialecto siroarameo (o siríaco), se convirtió en la principal lengua literaria de la cristiandad oriental, en la liturgia, la teología, y también en la piedad popular (Reynolds 2010 y 2018). El estudio más incisivo, de Christoph Luxenberg, desentraña una lectura siroaramea de la lengua del Corán como clave para entenderlo (Luxenberg 2000). Con toda probabilidad, el libro sagrado que se leía en el culto de la comunidad nazarena a la que pertenecía Mahoma era un leccionario en lengua siroaramea (Luxenberg 2000: 326 nota).


La lengua «árabe» en la que se escribió el Corán por primera vez difería de la que posteriormente llegó a ser el árabe clásico. Con seguri­dad «esta lengua debió haber sido una lengua híbrida arameo-árabe», lo que llevaría a admitir que «La Meca» fue originalmente un asentamiento arameo (Luxenberg 2000: 327).


Para otros, como David Belhassen, el idioma del Corán no es una lengua, sino una fabricación artificial (Belhassen 2018).


En tales condiciones, se comprende fácilmente que haya oscilaciones e incongruencias en el propio texto coránico. Ajenas a tales vicisitudes lin­güísticas y se­mán­ticas, las propias aleyas del Corán pretenden que el texto no solo está preservado por Dios de toda adulteración, sino que constituye, en el orden del significado, una obra completa, un libro per­fecto, el claro exponente de una religión asimismo perfecta:


«Somos nosotros quienes hemos hecho descender el recuerdo, y so­mos nosotros quienes lo guardaremos» (Corán 54/15,9).


«No hemos descuidado nada en el libro» (Corán 55/6,38).


«Hemos hecho descender sobre ti el libro, como una exposición ma­nifiesta de todo, una dirección, una misericordia y un anuncio a los su­misos» (Corán 70/16,89).


«Hoy he completado para vosotros vuestra religión, hoy he cumpli­do mi gracia hacia vosotros, y he aprobado el islam como religión para vosotros» (Corán 112/5,3).


Sin embargo, estas pretensiones parecen excesivas e inexactas. En la actualidad, una vez examinado el libro, queda poco de la unicidad y per­fección del texto coránico recibido. Ni siquiera está escrito en perfecto árabe y tampoco se ha transmitido incólume. Según los numerosos ha­llazgos de la investigación: «es forzoso concluir que la tesis previa de una trans­misión oral fiable del texto del Corán resulta de una mera leyenda» (Luxenberg 2000: 332). Se impone un giro radical en el método y la com­prensión que han prevalecido hasta hace poco:


«Si el precedente análisis, respaldado filológicamente, ha demostrado que, sobre la base de criterios tanto filológicos como objetivos, el texto del Corán ha sido mal leído e interpretado en un grado considerado hasta ahora inimaginable, entonces la consecuencia inevitable es la necesidad de una lectura fundamentalmente nueva del Corán» (Luxenberg 2000: 332-333).



La composición del texto coránico: etapas y estratos


Los más antiguos testimonios documentales del Corán se remontan, co­mo ya hemos reseñado, a la segunda mitad o a finales del siglo VII, y de ellos se conservan solo hojas sueltas o fragmentos de manuscritos. No hay indicios de lo que pudiera ser un ejemplar completo del Corán con anterioridad al siglo IX. Quizá se deba a que el poder califal mandó, en varias ocasiones, la destrucción sistemática de los documentos ante­riores, de manera que no se conserva ninguna versión perteneciente al primer siglo del islamismo.


Por tanto, al mismo tiempo que se llevaba a cabo la coranificación de los textos se­lecciona­dos por mandato gubernamental o califal, fueron condenados a la desaparición los mate­riales previos empleados, concor­dantes o no, así como las ediciones co­ránicas disidentes. Y, según la pro­pia tradición musulmana, este proceso no ocurrió una única vez. Veamos cómo habrían sucedido los hechos:


1. Durante la vida de Mahoma, este ciertamente no tuvo interés en poner por escrito sus «revelaciones». No hubo entonces ningún proyecto de for­mar un Corán como libro. Los materiales escritos que se utilizaban para la predicación y para la lectura en las reuniones litúrgicas eran, sin duda, hojas heredadas del movimiento nazareno o redactadas por escri­bas religiosos de Mahoma. Eran, sobre todo, resúmenes en árabe de la Torá y de un Evangelio no canónico. A partir de estos materiales se for­maría más tarde el estrato más primitivo del Corán, que promovía un me­sia­nismo escatológico predicado a los árabes, seguramente cristia­ni­zados ya en su mayoría.


2. Algunas tradiciones islámicas refieren que, después de la muerte de Mahoma, Abu Bakr (gobernó 632 a 634) mandó coleccionar las hojas escritas, que podemos llamar protocoránicas, al erudito Zaid Ibn Thabit, un naza­reno que había sido escriba del profeta, y que supuestamente hizo una selección y compilación de tales hojas. También se cuenta que fue­ron destruidas más tarde por el gobernador de Medina, en la campaña del año 665 (cfr. Powers 2009).


3. Un historiador de los primeros tiempos, Ibn Sad, habla de la reco­pilación hecha por el jefe Omar (reinó 634-644), que había heredado los materiales de Abu Bakr y los incrementó con otros, a fin de evitar que se perdieran los relatos memorizados por algunos que ya empezaban a fallecer. De hecho, muchos de ellos habían muerto en la guerra civil de 632-634. Tal vez fuera esta la colección que pasó a poder de Hafsa, la hija de Omar, una de las viudas de Mahoma.


Además, se mencionan otras colecciones coránicas que había por diversas provincias del imperio árabe. La que gozó de mayor prestigio parece ser la colección atribuida a Abdallah Ibn Masud (m. 652), que fue uno de los compañeros del profeta islámico.


4. Narra Al-Bujari que el califa Utmán Ibn Afán (reinó 644-656), a la vista de las divergencias en la recitación del Corán, encargó, hacia el año 650, a una comisión presidida por el mismo Zaid Ibn Thabit ya citado, que hiciera una criba de las hojas existentes, para establecer la versión de­finitiva y canónica del Corán. Se dice que, una vez terminada, se distri­buyeron varias copias: la principal quedó en Medina y otras se enviaron a las grandes ciudades del imperio: Kufa, Basora, Damasco y La Meca. Asimismo, Utmán decretó quemar los materiales originales utilizados o descartados y las demás colecciones existentes, entre ellas el códex de Ubay Ibn Kab y el códex de Alí, que ordenaba las suras cronológica­mente (cfr. Campbell 1986). Hoy, en realidad, no existe ninguna copia que se pueda identificar de manera fiable como el códex utmaniano.


La leyenda cuenta que el califa Alí llevó consigo un ejemplar del Corán de Utmán a Kufa (Irak actual). Luego, en el siglo XIV, esa copia llegó a manos de Tamerlán. Y esta sería la conocida hoy como códice de Samarcanda, actualmente en Taskent, como ya hemos mencionado. Pero este manuscrito, aparte de incompleto, data con toda probabilidad del siglo IX, y presenta variantes respecto a otros atribuidos igualmente a Utmán. Históricamente, lo cierto es que los seguidores de Alí, los chiíes, fueron derrotados y obligados a destruir sus propios documentos, de manera que el chiismo acabó adoptando el Corán mayoritario suní.


5. La tradición relata que, en época del iniciador de la dinastía omeya, Muawiya (reinó 660-680), este mandó quemar las versiones disidentes del Corán. De modo que se destruyó incluso la colección de Hafsa, tras la muerte de esta en 665.


6. Probablemente el libro del Corán no recibió una forma semejante a la actual hasta el reinado del califa omeya de Damasco, Abd Al-Malik (reinó 685-705), el mismo que hizo construir en Jerusalén el Domo de la Roca. Mandó compilar el códex del Corán a instancias del gobernador de Irak, Al-Hayyay Ibn Yusuf, que quería imponer una doctrina orto­doxa uniforme. Adaptó y puso en orden los capítulos del Corán y lo convirtió en libro sagrado oficial. Se dice que decretó la quema masiva de todos los demás manuscritos. Con todo, la recensión de Abd Al-Malik no es tampoco idéntica al Corán actual, aunque con mucha probabilidad constituyó la base para el libro del Corán que finalmente se impuso (cfr. Chabbi 2016).


La islamóloga Patricia Crone (1987) sostiene que lo más probable es que la historia islámica anterior a Abd Al-Malik sea en gran medida una invención tardía, y coincide en que el Corán se compiló en tiempos de este califa. A la misma conclusión llega Jacqueline Chabbi (1997 y 2016). Por su parte, Dan Gibson subraya que hay referencias que avalan que la formación del Corán fue promovida por Al-Hayyay Ibn Yusuf, al servi­cio de Abd Al-Malik (cfr. Gibson 2017: 179).


Y recordemos que, todavía en ese momento, los manuscritos co­rá­nicos solo utilizaban la escritura defectiva, como ya quedó dicho. El sig­nificado dependía de la lectura que se hiciera del esquema conso­nántico, lo que cernía una gran incertidumbre sobre el texto escrito.


7. En época abasí (a partir del año 750), el texto escrito fue objeto de nu­merosas supresiones, adiciones, sustituciones e interpolaciones. En la segunda mitad del siglo IX, cuando los califas de Bagdad volvieron a la doctrina tradicional, se buscó fijar la historia oficial, así como el texto coránico y su interpretación. Desde entonces, se persiguió a los disiden­tes, co­mo fue el caso de los filósofos racionalistas mutazilíes, cuyas obras fue­ron destruidas.


A partir del siglo X, se impuso el uso de un solo Corán, el llamado impropiamente «códice de Utmán» y se prohibieron todos los demás. De hecho, no subsiste ningún ejemplar completo de un Corán anterior, salvo los fragmentos dispersos que hemos mencionado. Esta versión fue la base para la edición cairota de 1923. No obstante, durante bastante tiempo, hubo musulmanes que preferían seguir usando códices distintos, residuales, que eran atribuidos, quizá inverosímilmente, a compañeros de Mahoma, como Abdullah Ibn Masud (594-653), Ubay Ibn Kab (m. 649), o Abu Musa (614-672). Todavía en 1007, en Bagdad, se mandó destruir una recensión que se creía que era la de Ibn Masud.


En definitiva, lo que parece incuestionable es que Mahoma no tuvo interés en poner por escrito los relatos de su predicación, o sus presuntas revelaciones, algunas de las cuales llegarían más tarde a integrarse en el texto del Corán. Solamente determinados episodios o discursos sueltos debieron ser registrados por escrito, ocasionalmente, por diversas per­sonas y diversos motivos. Y a ellos se agregaron luego otros escritos hete­róclitos, todos ellos objeto de modificaciones que darían como resultado una superposición de estratos compositivos y semánticos.


El hecho innegable es que, desde el principio, los textos coránicos fueron objeto de numerosas modificaciones. Un ejemplo incontestable de in­serción pos­terior en el texto se encuentra en una sura adscrita a la etapa de La Meca (Corán 69/18,83-101), que recoge la leyenda de Ale­jandro Magno (en el Corán, llamado Dhu Al-Qarnain, el Bicorne). Re­produce una versión tomada de un relato original griego, compuesto en honor del emperador Heraclio, con motivo de su conquista de Jerusalén. Como es sabido que esta conquista ocurrió en 629, el relato griego no puede ser anterior. Forzosamente la leyenda, recogida en la sura 18, tuvo que incluirse en un tiempo posterior a esa fecha.


La recopilación efectiva y sistemática de los materiales que constitu­yen el actual Corán, según venimos exponiendo, se llevó a cabo por ini­ciativa de los califas, según consta en la tradición musulmana, aunque no haya unanimidad en su historia. A veces, se dice que fue por deseo de Abu Bakr; otras veces, por orden de Omar; pero, sobre todo que fue por mandato de Utmán (m. 656), quien creó una comisión a tal efecto. Sin embargo, lo más probable es, como ya hemos indicado, que fuera en tiempos de Abd Al-Malik (m. 705). Pero ninguno de ellos debería con­fundirse con el Corán actual, completado en el siglo IX y, finalmente, convertido en vulgata por la edición de Flügel (1834) o la de El Cairo (1923). No tiene sentido denominarlo «Corán utmaniano».


Así pues, el texto del Corán se fue elaborando y perfilando a lo largo de más de doscientos años. Según Jean-Jacques Walter, la redacción y reescritura del libro se habría prolongado desde el año 620 al 847. Y no concluyó del todo hasta la normalización ortográfica de Ibn Muyahid, implantada hacia el año 930.


«Con respecto a la forma de composición, hay razones para suponer que el Corán se conformó a partir de una pluralidad de obras religiosas agarenas anteriores. En primer lugar, esta pluralidad anterior está atesti­guada por numerosas vías. Por el lado islámico, el mismo Corán da os­curas indicaciones de que la integridad de la escritura era problemática, y con esto podemos correlacionar la acusación contra Utmán de que el Corán habían sido muchos libros, de los cuales él había dejado solo uno. Por el lado cristiano, el monje del monasterio de Bet Hale distingue in­tencionadamente entre el Corán y la Surat al-baqarat [capítulo 2 del Corán actual] como fuentes de la ley, mientras que Levond atribuye al em­perador León el relato de cómo Al-Hayyay destruyó las antiguas ‘escri­turas’ agarenas. En segundo lugar, está la evidencia interna del carácter literario del Corán. El libro carece sorprendentemente de estructura ge­neral, es con frecuencia oscuro e inconsecuente tanto en el lenguaje co­mo en el contenido, apresurado en su concatenación de materiales dis­persos, y dado a la repetición de pasajes enteros en ver­siones variantes. Sobre esta base, se puede argumentar plausiblemente que el libro es el producto de una edición tardía e imperfecta de mate­riales procedentes de una pluralidad de tradiciones» (Crone y Cook 1977: 17 y 18).


Las alteraciones, adiciones, sustracciones y reescrituras del texto del Corán, así como los deslizamientos en el sentido de las palabras, tienen como finalidad eminente dotar al propio Corán y a Mahoma de un esta­tuto igual o superior al de Jesús y el Evangelio. Por lo mismo, rebaja a Jesús, calificándolo como «hijo de María», pero no hijo de Dios.


Entre las tácticas empleadas por los editores sobre los materiales de las suras, con el fin de lograr cierta unidad doctrinal, encontramos una doble simulación. Primera, como si Dios fuera el que habla o pronuncia todo el texto coránico, para lo que antepusieron «Di:» en más de tres­cientos pasajes. Y segunda, como si Mahoma fuera el sujeto en una serie de versículos, haciendo que el profeta ocupe en el texto el lugar que ori­ginalmente ocupaba Moisés (Corán 50/17,1), o Jesús (Corán 111/48,29), e incluso el mismo Dios (Corán 92/4,80). De manera pare­cida, hay una serie de menciones de Jesús que fueron sustituidas por Alá/Dios (Corán 71/14,24-25; 72/14,45; 85/29,43; 107/66,10-11). Mediante este tipo de modificaciones, se pretendía y se conseguía transformar el significado original el texto.


Hasta ahora, no hay consenso unánime a la hora de fijar las etapas de formación, selección y rectificación de los materiales que finalmente acabaron componiendo el texto del libro del Corán conocido en nues­tros días. Sin em­bargo, cada vez caben menos dudas acerca del hecho de que hubo un proceso de redacción, dilatado en el tiempo y complejo, del que quedan nume­rosas huellas dis­cernibles a través del azaroso ordena­miento de los capí­tulos y los versículos, así como en la superposición de unos significados sobre otros.


Las discrepancias que ponen de manifiesto los manuscritos de Saná nos apor­tan una prueba fehaciente de que hubo una evolución del texto y de que su transmisión comportaba a la vez transformaciones creativas (cfr. Hilali 2017).


No es fácil, pero tampoco imposible, deslindar las sucesivas etapas en la composición del texto, desde tiempos del profeta árabe hasta el califato de Mutawakkil, que fue quien declaró el dogma de la naturaleza increada del libro. Aunque todavía después, persistiera la indetermina­ción del significado de las aleyas, debido a las deficiencias en la escritura del texto. Teniendo en cuenta los resultados de las indagaciones de reco­nocidos expertos, por provisionales que sean, es posible establecer una hipótesis sobre cómo fue la evolución, que dejó sus huellas en la estrati­ficación textual. Cabe discernir y datar, con suficiente precisión, hasta siete estratos sedimentados y superpuestos, que se identifican mediante ciertos elementos rastreables en el texto coránico, junto con la ayuda de otros datos conocidos acerca del contexto histórico:


«1º. El primer estrato que lleva el nombre de Corán es el leccionario formado durante la vida de Mahoma, antes de 634 por lo tanto, a partir de traducciones y paráfrasis de la Torá y el Evangelio de los Hebreos. Forma alrededor de un cuarto del Corán actual.

     2º. Aproximadamente la mitad del Corán actual está formada por dis­cursos de Mahoma recolectados por Utmán, hacia 650, pero pronuncia­dos por Mahoma antes de su muerte en 634.

     3º. Los versículos que incluyen las palabras islam o musulmanes datan de después de 691, porque estas palabras se introdujeron cuando se crea­ron estos términos para sustituir a los de mahgrāyē o muhāŷirūn.

     4º. Las interpolaciones que introducen el nombre ‘Mahoma’ en el Corán datan de después del momento en que Mahoma fue recuperado oficialmente como profeta, así que, en cualquier caso, después de 686, y es probable que mucho más tarde, pues hacia 720 su papel profético todavía no era aceptado generalmente. Por la misma razón, hay que datar en el mismo período el versículo que hace de él un modelo que imitar [Corán 33,21], y los que describen las normas que se deben respetar: el matrimonio con la esposa de su hijo adoptivo, la parte del botín que corresponde a Mahoma, y que luego corresponde al califa, dado que este último imita a Mahoma y ocupa su lugar, el cambio de la quibla, etc.

     5º. Las prescripciones jurídicas se introdujeron después del libro de jurisprudencia islámica Al fiqh Al-Akbar, por tanto, después de 750.

     6º. Los más de 300 incisos ‘Di:’ se añadieron entre los años 800 y 827.

     7º. Los más de 100 versículos donde falta el ‘Di:’ se introdujeron des­pués del año 827 y antes de la fijación definitiva del Corán hacia 850.» (Capucin, Histoire de l’islam et de Mohammed grace aux méthodes modernes, 2008: 159.)


Otra reconstrucción de la historia de la
redacción y la elaboración del Corán la encontramos en Mohammad Ali Amir-Moezzi, en su obra: Le Coran silen­cieux et le Coran parlant. Sources scripturaires de l’islam entre histoire et ferveur (2011).


Un ejemplo conspicuo de los deslizamientos semánticos lo tenemos en el cambio de significación de las palabras «islam» y «musulmán», que no adquirieron el sentido convencional actual antes del año 775, tras la consolidación del poder abasí durante el califato de Al-Mahdi. Este de­finió la teología islámica ortodoxa frente a la herejía, a fin de reforzar la autonomía del sistema islámico frente a sus competidores. Por consi­guiente, el versículo que dice «La religión, para Dios, es el islam» (Corán 89/3,19), leído en el sentido hoy habitual, tuvo que haberse añadido después del año 775.


Dado que la disposición de los capítulos y versículos del Corán es caótica, los esfuerzos que se han hecho por desentrañar la fecha de com­posición o transmisión de cada uno de los capítulos tropiezan con enor­mes dificultades. La misma tradición musulmana propuso una divi­sión global entre suras de La Meca (610-622) y suras de Medina (622-632), o sea, capítulos compuestos antes o después de la hégira. Luego, algunos coranólogos y traductores establecieron subperíodos en la etapa mequí, a la vez que proponían un reordenamiento cronológico de los capítulos. Así, Theodor Nöldeke (1860), William Muir (1878), John Medows Rod­well (1909), Mirza Abul Faz (1912) y Régis Blachère (1949). También está el orden cronológico determinado por la autoridad de Al-Azhar, que es el seguido por Sami Aldeeb. A esto hay que añadir que la composición de cada sura tampoco es neta, puesto que se han identificado 153 versí­culos, reconocidos como poshegíricos, que están interpolados acá y allá, en 35 capítulos anteriores a la hégira. Se puede consultar una exposición com­parativa de varias propuestas de orden cronológico de las suras del Corán, disponible en Internet:

https://religion.antropo.es/_textos/

PedroGomez.Coran-orden-cronologico.html


Por otro lado, recientemente se han llegado a poner en tela de juicio todas las propuestas de ordenación cronológica, incluidas las más mo­dernas, haciendo ver que carecen de fun­da­mento seguro. Se rechaza asi­mismo la periodización en suras de La Meca o antehegíricas y suras de Medina o poshegíricas, una división que no sería más que un constructo retórico, sin verdadera base histórica.


«Porque el Corán llamado de La Meca es ya intolerante y agresivo. El Corán amenaza con el infierno desde la primera sura revelada (la 96), cubre de insultos a los incrédulos desde la segunda sura revelada (la 68) y habla ya, en futuro, de ‘combatir en la senda de Alá’ en la tercera sura revelada (la 73). Además, la más antigua biografía de Mahoma lo describe desde La Meca como un hombre decidido a utilizar una violencia letal» (Jean-Mairet 2016).


El resultado es que tropezamos irremisiblemente con la completa ausencia de una cronología fiable para clasificar los capítulos del Corán y sus versículos. Todos los ordenamientos propuestos se basan en crite­rios tautológicos o en conjeturas indemostrables. A pesar todo, en nues­tros análisis, tendremos en cuenta la clasificación en dos etapas, ante­hegírica y poshegírica, así como el ordenamiento cronológico de los ca­pítulos establecido por Al-Azhar. El motivo es pragmático: hemos comprobado que, operativamente y en líneas generales, al realizar bús­quedas en el texto teniendo en cuenta el orden cronológico, se obtienen resultados coherentes con respecto a la evolución temática e histórica.



Las fuentes literarias del Corán


Los autores del texto coránico combinaron ideas de origen siríaco, he­breo, árabe, persa, griego, las reinterpretaron y adaptaron en resúmenes, esquemas y alusiones. Entre ellas lo fundamental consiste en el subtexto bíblico. Una cuarta parte del contenido del Corán está compuesta por materiales procedentes de la Biblia judía y del Evangelio de los Hebreos (cfr. Qadr 2019: 25). De tal manera que, de los 6.236 versículos de que consta el Corán: 502 versículos se refieren a Moisés; 245 versículos tratan de Abrahán; 131 versículos, de Noé. Así, en buena medida, el texto co­rá­nico está constituido por sumarios, glosas y evocaciones, con frecuen­cia poco exactas, que manejan los relatos bíblicos según su conveniencia. En cual­quier caso, resulta imprescindible conocer bien la Biblia para en­tender el Corán.


Otro componente destacado es el aspecto legal: 800 versículos esta­blecen preceptos religiosos y sociales, ampliamente tomados de la Torá hebrea. También se detectan elementos procedentes de la Misná, el Tar­gum, el Talmud, los apocalipsis intertestamentarios, los evangelios extra­canónicos, etc. Al menos en ciertos pasajes, las figuras de la Biblia hebrea y del Nuevo testamento no están tomadas directamente de las escrituras canónicas, sino extraídas, por ejemplo, de escritos apócrifos de los pri­meros siglos cristianos (cfr. Reynolds 2010). Algunas traducciones del Corán tienen el cuidado de señalar esas referencias en nota a pie de pá­gina, por ejemplo, la de Sami Aldeeb (2019).


Es evidente que el Corán se refiere en gran cantidad de pasajes a profetas anteriores, en su mayoría hebreos, de los que da una versión simplificada y peculiar, si la comparamos con el original bíblico, que precede en más de un milenio. El Corán no solo se inspira en los profetas bíblicos, sino que se apropia de ellos, hasta el punto de tratarlos como musulmanes, sustentando la tesis, fantasiosa y antihistórica, de que el islam sería la religión primigenia de la humanidad, respecto de la cual se habrían alejado la religión judía y la cristiana.


Es probable que el «Evangelio», en singular, mencionado en el Corán fuera el leído en la comunidad nazarena a la que perteneció Mahoma, según unos, un Evangelio de Mateo recortado, o tal vez una versión siríaca del Diatessaron (armonización de los cuatro Evangelios, elaborada por Taciano el Sirio, en el siglo II) (cfr. Reeth 2006: 67-81).


A la luz de las investigaciones de Christoph Luxenberg, Guillaume Dye, Anne-Marie Delcambre y tantos otros, podemos imaginar que el texto co­ránico parece como un tapiz compuesto de remiendos, en el que se co­sen traducciones adaptadas de múltiples textos sirios, persas, grie­gos y hebreos, con contenidos judíos, cristianos, zoroástricos y mani­que­os. Pa­ra describir este estilo de composición a partir de textos pre­existentes y heterogéneos, se ha utilizado el concepto de pastiche, que se define así: «Imitación o plagio que consiste en tomar determinados ele­mentos característicos de la obra de un artista y combinarlos, de forma que den la impresión de ser una creación inde­pendiente».


De hecho, en el texto del Corán, encontramos tantas referencias bí­blicas, y tal exaltación de la «revelación» dada a Moisés y a Jesús, que no cabe la menor duda. Más aún, cuando es el mismo texto coránico el que insiste en que su mensaje no es sino una continuación y una confirma­ción de lo que Dios había revelado con anterioridad a Noé, Abrahán, Moisés y Jesús. Y se refiere explícitamente a un libro anterior y consi­derado superior:


«Os ha prescrito en materia de religión lo que había mandado a Noé, lo que te hemos revelado, así como lo que habíamos mandado a Abra­hán, a Moisés y a Jesús» (Corán 62/42,13).


«Ha hecho descender sobre ti el libro con la verdad, confirmando lo que está antes de él. Y ha hecho descender la Torá y el Evangelio, antes, como dirección para los humanos» (Corán 89/3,3-4).


«Dios quiere manifestaros e indicaros las leyes de los de antes de vosotros y volverse a vosotros» (Corán 92/4,26).


«Hemos hecho descender a ti el libro con la verdad, confirmando lo que estaba en el libro antes de él, y que predomina sobre él» (Corán 112/5,48).


A pesar de estas afirmaciones tan claras, la tradición musulmana se empeña en negar los préstamos bíblicos que ha tomado y en borrar la dependencia de textos judíos y cristianos. Para ello, se basa en una serie de pasajes del Corán donde se los acusa de haber falsificado las sagradas escrituras y de ocultar su verdadero mensaje:


«No midieron a Dios en su verdadera medida cuando dijeron: ‘Dios no ha hecho descender nada sobre un humano’. Di: ‘¿Quién hizo des­cender el libro con el que vino Moisés como luz y dirección para los humanos? Lo registráis en hojas [de las que] mostráis [lo que queréis], y ocultáis mucho, mientras se os enseñó lo que no sabíais, ni vosotros ni vuestros padres’» (Corán 55/6,91).


«¿Pretendéis entonces que os crean, aunque un grupo de ellos escu­chaba las palabras de Dios y luego las desplaza [de su posición], después de que él se las razonó, a sabiendas?» (Corán 87/2,75).


«¡Ay de aquellos que escriben el libro con sus propias manos y luego dicen: ‘¡Esto es de parte de Dios’, a fin de cambiarlo por un bajo precio! ¡Ay de ellos por lo que sus manos han escrito! ¡Y ay de ellos por lo que realizan!» (Corán 87/2,79).


«Quienes ocultan lo que Dios ha hecho descender del libro y lo cam­bian por un bajo precio, estos solo ingerirán fuego en su vientre. Dios no les hablará el día de la resurrección, ni los purificará. Y tendrán un castigo doloroso» (Corán 87/2,174).


«Entre ellos hay algunos que tergiversan con sus lenguas el libro para que creáis que eso está en el libro, cuando no está en el libro en absoluto. Dicen: ‘Esto es de parte de Dios’, cuando no es de parte de Dios. Dicen mentiras sobre Dios, a sabiendas» (Corán 89/3,78).


«Entre las personas del libro hay quienes creen en Dios, en lo que descendió sobre vosotros y lo que descendió sobre ellos, postrados ante Dios, que no cambian los signos de Dios por un bajo precio. Estos ten­drán su salario ante su Señor. Dios es puntual en ajustar cuentas» (Corán 89/3,199).


«Entre los judíos están aquellos [que] desplazan las palabras de sus posiciones» (Corán 92/4,46).


«Pero como rompieron su compromiso, los hemos maldecido y he­mos endurecido sus corazones. Desplazan las palabras de sus po­siciones, y han olvidado una parte de lo que se les recordó. Tú no dejarás de ver una traición por su parte, excepto unos pocos de ellos. Concédeles, pues, tu gracia y absuélvelos» (Corán 112/5,13).


«¡Oh enviado! Que no te entristezcan los que se apresuran al descrei­miento entre los que dijeron: ‘Hemos creído’ con sus bocas, mientras que sus corazones no han creído. Hay entre los judíos [un grupo] que escucha la mentira, [te] escucha [para decir mentiras sobre ti a] otras gentes que nunca han venido a ti, y [hay un grupo que] desplaza las palabras de sus posiciones» (Corán 112/5,41).


A esa supuesta falsificación de los libros revelados de los judíos, con­traponen los musulmanes la sedicente verdad del Corán, como libro des­cendido desde el cielo, directamente de Dios, desde fuera de la historia. Pero, para los expertos, la acusación de falsificación de la Biblia carece de todo fundamento, mientras que no se pueden negar las evidencias del proceso de com­posición, de las múltiples alteraciones producidas en el Corán y de los conflictos de interpretación.


Sobre todo, después del ascenso de la dinastía abasí, en 750, el texto sufrió retoques y los autores de los comentarios, en su mayoría persas, cambia­ron el método exegético más adecuado para entender el Corán. En vez de recurrir a la Biblia para aclarar los pasajes oscuros, empezaron a remitirse a unos hechos y dichos del autoproclamado profeta, compi­lados por aquel en­tonces y básicamente inventados a tal propósito. De modo que sustituyeron el contex­to histórico real por un contexto ima­ginario, e impusieron una ortodoxia más acorde con la ideología y la teología del imperio califal.


No obstante, la dependencia de la Biblia, que siempre fue ostensible en el Corán, ha quedado irrebatiblemente demostrada mediante los mé­todos de análisis modernos.


Por último, advirtamos cómo se da, ante la Biblia, una actitud dia­metralmente opuesta entre la tradición islámica y la cristiana. Al contra­rio de lo que vemos en el islam, el cristianismo tiene especial interés en mostrar la continuidad de sus escritos y su liturgia con la Biblia hebrea, adoptada como suya, y, aunque también resalte su propia novedad, no cesa de hacer con­ti­nuas referencias al Antiguo testamento en los escritos neotestamentarios.



De qué Corán se habla en el Corán


En los capítulos más antiguos, que se suponen pertenecientes al primer período de La Meca, no encontramos ninguna referencia a un Corán. Solo en capítulos enmarcados hacia mediados de los doce años de La Meca, se empieza a mencionar un Corán y un Corán en lengua árabe. Pero ¿qué significa esto? Ante todo, aclaremos los términos.


Siempre se ha dicho que la palabra corán (qur’an) significa etimológi­camente «recitación», aludiendo a que el texto del libro se recitaba o se entonaba como una salmodia, pero esto no es exacto. Según el filólogo Luxen­berg, la palabra es etimológicamente aramea/siriaca (qeryana) y de­sig­naba, en las iglesias sirias, el leccionario utilizado para los actos litúrgicos (cfr. Luxenberg 2000; Gallez 2005).


La palabra «Corán» aparece cerca de 70 veces en el texto del Corán: 57 en capítulos anteriores a la hégira, y 9 en los posteriores. Pero, cuando la palabra aparece en un capítulo del Corán actual, ¿a qué se está refi­riendo? En muchos casos es oscuro. Es dudoso que se refiera al libro del Corán por lo menos en diez menciones pertenecientes a la época de La Meca. Es llamativo que el propio texto coránico, en pasajes datados en una fase temprana, contenga varias decenas de referencias al «Corán» como un libro que se sobreentiende ya acabado, en un momento en que el Corán en cuanto tal solo podía estar, necesariamente, a medio com­poner, por lo que no podía existir aún como un todo, ni formar un libro. A lo sumo, podría haber entonces una colección muy incompleta de hojas, dado que todavía quedaban por delante bastantes años de la acti­vidad de Mahoma, sin los cuales no se habían dado las condiciones para que el contenido del libro llegara a estar completo.


Por otro lado, en el Corán, la palabra «Corán» se utiliza claramente para designar otros libros o escrituras, que no son el libro sagrado de los musulmanes, sino la Torá de Moisés, o unas hojas de Abrahán (entién­dase las partes de la Torá que hablan de él), o el Evangelio.


Por consiguiente, hay que concluir que el Corán del que se habla en determinados capítulos del Corán actual no puede ser el libro al que his­tó­ricamente llamamos Corán (cfr. Théry 1960). En efecto, en capítulos del segundo período de La Meca, que se suele fechar entre los años 616 y 618, encontramos menciones del «Corán» como un libro ya existente, cuando aún faltaban al menos catorce años de actividad de Mahoma, hasta su fallecimiento, y todavía no se habían «revelado», ni podían ha­berse compuesto, bastantes capítulos de «La Meca» y, por descontado, ninguno de los de «Medina». Leamos algunas citas de esos capítulos datados en fecha temprana:


«Hemos hecho el Corán fácil para el recuerdo. ¿Hay alguien que se acuerde?» (Corán 37/54,17; 37/54,22; 37/54,32; 37/54,40 repite cuatro veces este mismo versículo, como intrusión fuera de contexto).


«Así hemos hecho descender un Corán árabe y en él hemos expuesto las amenazas» (Corán 45/20,113).


«Hemos hecho fácil [su comprensión] en tu lengua» (Corán 64/ 44,58).


Además, la expresión «lo que ha descendido», o la palabra Corán, aparece como un claro añadido tras la expresión «la Torá y el Evangelio», en suras de las últimas (Corán 112/5,66-68; 113/9,111).


Para la tradición musulmana, es un dogma incuestionable que el Co­rán fue «revelado» por Dios a Mahoma, por medio de un ángel o es­píritu. No habría sido producto de la historia de una sociedad y de una mente humana. Sostienen que el libro es un glorioso Corán escrito sobre una tabla guardada en el cielo, que es el original, la madre del libro, que existe eternamente junto a Dios. Este punto es fundamental, porque no hay otro motivo, salvo este apriorismo de la naturaleza divina del Corán, que pueda inducir a los musulmanes a aceptar a ciegas lo que dice el libro y, por él, a perseverar en las prosternaciones corporales y mentales ante su divino autor. Pero ¿cuál es la «tabla» original y cuál es la «madre» del Corán árabe? Leamos los versículos donde aparecen estas ideas:


«Es un Corán glorioso, en una tabla guardada» (Corán 27/85,21-22).


«Por el libro manifiesto. Lo hemos hecho un Corán árabe (…) Está en la madre del libro ante nosotros, elevado, sabio» (Corán 63/43,2-4).


«Él ha hecho descender sobre ti el libro. En él hay signos precisos, que son la madre del libro, y otros que son equívocos» (Corán 89/3,7).


«Dios borra y confirma lo que quiere. Y la madre del libro está ante él» (Corán 96/13,39).


Y aún cabe otra mención, en una variante textual que diría: «La ma­dre del libro basta como testigo entre mí y vosotros, con aquel que tie­ne el conocimiento del libro» (Corán 96/13,43).


Cuando se alude a ese «libro» o «madre del libro», los exegetas musul­manes han interpretado que se trata del Corán eterno, preexistente en el cielo, arquetipo del revelado. Pero la lectura más directa y correcta, me­diante el análisis que relaciona los versículos unos con otros, nos llevará a entender que el «glorioso Corán» guardado en tabla y la «madre del libro» no constituye una entidad mítica en el cielo, sino que son las tablas de la Ley mosaica mencionadas tres veces en el propio Corán (39/7,145-154).  Es el libro de la Torá de Moisés, que está en posesión de los judíos y que todos conocen.


Por su parte, la crítica histórica debe ser metodológicamente ajena a creencias míticas o legendarias. Imaginar una composición sobrenatural del texto no proporciona ninguna explicación. Lo que puede demostrar­se con toda evidencia es que, en gran medida, el contenido del Corán procede de fuentes literarias conocidas históricamente. El término Torá se menciona explícitamente 18 veces; y Evangelio, 12 veces. Los análisis detectan que se da una adopción y adaptación de otros textos religiosos anteriores: el Midrás y el Talmud judíos; y varios apócrifos cristianos, co­mo el Evangelio de la infancia, el Evangelio del seudo-Mateo y el Protoevangelio de Santiago. De he­cho, el mismo Corán se hace eco de las acusaciones que algunos adversarios hacían a Mahoma de plagiar escritos antiguos que alguien le enseñaba:


«Dicen los que no creen: ‘Esto no es sino una perversión que él se ha fabulado, y otra gente le ha ayudado en ella’. Cometen una opresión y una mentira. Dicen: ‘Leyendas de los antiguos que él se hace escribir. Se las dictan por la mañana y al atardecer’. Di: ‘El que sabe el secreto en los cielos y en la tierra lo ha hecho descender’» (Corán 42/25,4-6).


«Sabemos que dicen: ‘No es más que un humano el que le enseña’. Pero la lengua de aquél al que hacen alusión es extranjera, y esta es una lengua árabe clara» (Corán 70/16,103). El aludido podría ser Abd Allah Ibn Salam, un rabino que se había unido a Mahoma (cfr. nota de Aldeeb 2019 a este versículo).



El mensaje coránico es la Torá traducida a los árabes


En cuanto al contenido del mensaje mahomético, no hay en el Corán ideas importantes que no se hubieran expuesto antes. Sami Aldeeb es­tima que el 80% del contenido es de carácter judaizante. Son masivos los influjos y los préstamos de textos precedentes, tanto canónicos como apócrifos, según ya hemos mencionado.


En muchos capítulos del Corán se le repite al predicador que su mi­sión no es otra que recordar y advertir el mensaje ya conocido (Corán 37/54,17.22.32.40; 45/20,113; 64/44,58). Esos mismos capítulos desco­nocen por completo que Mahoma fuera enviado de Dios o profeta.


La síntesis que intenta hacer el Corán aparece malograda, puesto que el libro se presenta abigarrado, ya sea en el orden de las suras, en la lógica de los relatos, en las contradicciones entre aleyas, o en las constantes incoherencias y oscuridades.


La función práctica estratégica del Corán no es otra que la de justi­ficar la apropiación de las tradiciones judía y cristiana, que lleva a cabo el islam, a la vez que las rechaza en cuanto tales, con el fin de investir a los musulmanes como nuevo pueblo elegido: «Sois la mejor nación sus­citada entre los humanos» (Corán 89/3,110).


Para esa apropiación, los autores de los textos coránicos siguieron varios pasos. Tradujeron al árabe distintos pasajes de la Biblia, esquema­tizándolos. Alteraron el sentido de los relatos con vistas a su asimilación árabe, y poco a poco los fueron islamizando. Así, acabaron por dictami­nar que la Torá y el Evangelio habían sido falsificados, motivo por el cual debían ser recusados.


En cambio, hay muchos pasajes donde se reconoce la existencia muy anterior de la revelación de Dios a Moisés en el monte Sinaí, se dice que Dios dio el libro de la Torá a Moisés, y se afirma que el Corán árabe es solo una confirmación del libro judío.


La incoherencia, por tanto, resulta insalvable, pues el mismo Corán insiste en que su mensaje estaba ya en escrituras antiguas, «en las hojas de Abrahán y de Moisés» (Corán 8/87,18-19). Lo que ha descendido en lengua árabe clara «está en las escrituras de los antiguos» (Corán 47/ 26,196). Hasta el punto de que, en suras anteriores a la hégira, encon­tramos que el referente clave es, en todos los casos y pese a las apa­rien­cias y retoques, el libro de la Torá de Moisés, no el Corán (por entonces inexistente):


«Hicimos el Corán fácil para el recuerdo» (Corán 37/54,17. 32. 40; repetido en 64/44,58).


«Le hicimos descender un Corán árabe» (Corán 45/20,113).


«Este Corán (…) es una confirmación de lo que está antes de él, y una exposición del libro, no hay ninguna duda» (Corán 51/10,37).


«Lo hicimos descender en una noche bendita» (Corán 64/44,3).


«[Dios hizo descender] antes [del Corán], el libro de Moisés, una guía y una misericordia. Este es un libro que confirma, en lengua árabe, para advertir…» (Corán 66/46,12).


«Hemos expuesto en este Corán, para los humanos, toda clase de ejemplos» (69/18,54)


Esta confusión con la palabra nos ha obligado a preguntarnos ¿a qué Corán se refiere el Corán? Cuando la sura 15 del Corán actual se refiere a un Corán que ya existía entonces, diciendo «Esos son los signos del libro y de un Corán manifiesto» (54/15,1), no puede estar refiriéndose a sí mismo, al Corán donde tal cosa está escrita. Porque tal afirmación se hace en un capítulo encuadrado por Nöldeke en el segundo período de La Meca (años 616-618), cuando el Corán distaba mucho de estar com­puesto como un libro. Es probable también que hubiera otro texto de lectura, un «corán» en árabe, utilizado en los actos de culto, consis­tente en traducciones al árabe de pasajes de la Torá hebrea.


En cuanto al Corán actual, diferentes investigaciones encuentran que sus características son básicamente las de un texto traducido al árabe, adap­tado a partir de otras lenguas, en concreto, del siroarameo: «Se trata de una traducción, redacción, revisión, corrección, reformulación y adap­tación del texto a las necesidades de los receptores» (Abdel Jalil 2012: 3). Su función consistió inicialmente en proporcionar a los árabes seguido­res de Mahoma un libro en su lengua, que luego aportaría la base para confeccionar un libro sagrado propio. La tesis de que hubo unos origi­nales no árabes del Corán la sustentan autores como Günter Lüling, en Über den Ur-Qur’an (1974) y Christoph Luxenberg, en The Syro-Aramaic reading of the Koran (2000). Según Lüling, alrededor de un tercio de las suras coránicas son himnos cristianos adaptados.


Uno de los rasgos más extraños del Corán es la falta de indicación concreta espacial y temporal de dónde y cuándo se produjeron los acon­tecimientos relatados, la falta de nombres propios de los supuestos pro­tagonistas y de los destinatarios contemporáneos. Ni siquiera se dicen los nombres de Mahoma, sus mujeres o sus compañeros:


«El Corán es un texto que sorprende por su ausencia total de com­plemento circunstancial de tiempo y lugar. La ausencia casi total de nom­bre propio complica y vuelve vana cualquier conclusión. En efecto, la mera evocación evanescente de figuras bíblicas esquemáticas, especie de prototipos desencarnados y marionetas del sistema islámico, solo con­du­ce a conjeturas muy diversas, y hasta diametralmente opuestas, según los métodos y paradigmas postulados» (Qadr 2019: 26).


En cuanto a los destinatarios del mensaje del Corán, ¿es un mensaje para los árabes, o para toda la humanidad? La respuesta hay que buscarla en relación con la consideración de Mahoma como «sello de los pro­fetas» (Corán 90/33,40), tema que se tratará en el capítulo posterior. Hay que averiguar si su profetismo se dirigía solo a los árabes o bien a los hombres en general y, en segundo lugar, dilucidar si eso implica que sea el último mensaje. La tradición musulmana lo interpreta como el men­saje definitivo de Dios a toda la humanidad. Sin embargo, esto entra en colisión con los pasajes coránicos donde se afirma taxativamente que va dirigido a los árabes. Aquí se pone de manifiesto una incoherencia más.



La autoría del texto coránico


Es innegable que los versículos y los capítulos del Corán tuvieron que ser concebidos y redactados por un sujeto humano, lo mismo que las al­teraciones e interpolaciones introducidas con posterioridad. Pero esto no exige que la autoría del libro deba atribuirse necesariamente a un úni­co autor. Los análisis realizados por distintos expertos durante más de un siglo han identificado en el Corán componentes heterogéneos: textos preislámicos, escritos de tiempos del profeta árabe, aportaciones de sus compañeros, inserciones procedentes de ulemas y es­cribas de la corte califal. Simplificando al máximo, las hipótesis concernientes a la autoría se pueden reducir a tres:


A. La hipótesis no científica, sino mitológica, dice que fue Dios el autor del libro, transmitido a Mahoma, quien lo recitó o lo fue dic­tando, y sus seguidores lo habrían memorizado y puesto por escrito. El proceso habría ido desde Dios al ángel Gabriel, por medio de este a Mahoma y, finalmente, a los amanuenses que elaboraron los ma­nus­critos.


B. La hipótesis de la autoría de Mahoma, que lo compuso por sí o dic­tando a sus escribas y secretarios. Según esto, un Mahoma erudito lo escribió él mismo o con ayuda de otros. Aquí, la objeción es que la tradición musulmana afirma que no sabía leer, ni escribir. Y esto agrava un segundo problema: ¿de dónde pudo Mahoma obtener el vasto cono­cimiento de las fuentes judías y cristianas, bíblicas y extrabíblicas que se trasluce en el Corán? Que lo ideara y compusiera él solo resulta suma­mente inverosímil.


C. La tercera es la hipótesis histórica de un autor con una profunda formación en el judaísmo bíblico y rabínico, y buen conocedor del cris­tianismo, incluidos algunos textos extracanónicos. Este autor tuvo que ser alguien muy vinculado a Mahoma, de quien sería maestro o conseje­ro, y junto a quien adaptó aquella religión a los árabes. Tales conocimien­tos no podría poseerlos entonces más que un judío bien instruido. Pro­ba­blemente se tratase de un erudito judío, o judío nazareno, que aleccio­nó a Mahoma y lo acompañó hasta el final, redactando al menos una parte del Corán. De él nunca se habla directamente en el Corán, como tam­poco de Mahoma, pero su presencia tácita en muchas páginas aporta una explicación racional a la composición del texto protocoránico. Di­cho autor acaso nos es desconocido, pero bien pudiera ser el Waraqa Ibn Naufal de quien habla la tradición musulmana. O acaso, según otros, un rabino llamado Abd Allah Ibn Salam.


Respecto a la primera hipótesis, supone asumir el mito de una reve­lación al dictado de un ángel de parte de Dios, con Mahoma como trans­misor, o recordador, quien solo tardíamente, en la etapa de Medina, se atribuyó a sí mismo la categoría de «enviado» y de «profeta» de ese Dios. En realidad, dejando aparte su intencionalidad teológica, la creen­cia en el origen divino cumple la función de volver innecesaria la cues­tión de quién fue el autor efectivo que compuso las suras, y da pie a la condena de toda búsqueda histórica del autor humano y sus fuentes. Al mismo tiempo, serviría como base para postular la independencia de la nueva religión, dando pie para descartar finalmente los libros sagrados judíos y cristianos de los que depende.


Al margen, sería legítimo preguntarnos si el Corán es un libro digno de Dios. Dado que se supone que es Dios el autor y el sujeto que habla en todos los versículos coránicos, ¿no parece totalmente inapropiado po­ner en boca de la divinidad sonoros juramentos y adscribir a su com­portamien­to toda clase de arbitrariedades, incoherencias, crueles ven­ganzas y mezquin­dades?


En cuanto a la segunda hipótesis, que Mahoma sería el autor, resulta que el Corán ni siquiera menciona su nombre. La mayor parte de las suras an­teriores a la hégira presentan al predicador como un hombre ordinario que repite el mensaje de los profetas anteriores, si bien es ver­dad que no le falta carisma personal para predicar, recordar y advertir. Al menos durante el primer período de La Meca (años 610-615), y hasta después de la hégira, nadie lo consideraba como enviado de Dios, ni como profeta, ni siquiera él mismo: «Recuerda, pues, tú eres solo un recordador. Tú no eres un dominador sobre ellos» (Corán 68/88,21-22).


La tercera hipótesis, que sugiere un autor erudito y muy versado, queda abierta a variantes que contemplen una pluralidad de autores, que habrían intervenido a lo largo del tiempo. Lo esencial aquí estriba en la afirmación de que el Corán es obra humana. En efecto, vemos cómo, en muchos versículos, habla la voz de un sujeto innominado, que se dirige con frecuencia al predicador y a otros destinatarios, incluido el propio Dios. ¿Quién es, entonces, ese sujeto? Parece claro que no se trata de Dios, ni gramaticalmente, ni en forma simbólica, porque hay muchísi­mos casos en los que hay una referencia a Dios en tercera persona. Una explicación verosímil sería que ese personaje hablante fuera el mismo sujeto que redactó buena parte de los materiales del Corán, a lo largo de una veintena de años.


Por otra parte, sería necesario clarificar también la idea de «revela­ción». Como primer paso, hay que poner en entredicho la concepción islámica que la entiende como un dictado textual, literal, cosificado. Ni la religión cristiana, ni la judía, conciben que haya revelación en ese sen­tido. La autoría de los libros bíblicos se atribuye siempre a personajes humanos. Y su carácter revelado solo significa que estuvieron de alguna manera inspirados por Dios. Esta pretensión bastanre más modesta, por lo demás, no sería incompatible con la pluralidad de autores del Corán que nos descubre la investigación.


La suposición de un autor único del Corán, ya sea divino o humano, no se puede argumentar a partir de la demostración de que cada capítulo está dotado de coherencia interna, subyacente en su estructura retórica, tal como se esfuerza trabajosamente en hacernos ver Michel Cuypers (2011). Podemos conceder que los escribas califales hicieron un arduo trabajo sobre el texto, aunque solo hasta cierto punto. Porque las in­coherencias están ahí y saltan a la vista. Basta un poco de atención para notar que hay fuertes contrastes entre un estilo más piadoso y hasta san­turrón, frente a otro harto intolerante, combativo y agresivo; hay can­tidad de aleyas que afirman lo contrario que otras; hay incongruencias insuperables. Todo esto denota diferentes plumas y orientaciones. Jean-Jacques Walter, mediante el análisis codicológico del texto, ha identifi­cado huellas de no menos de treinta autores, y posiblemente hasta cien, que habrían intervenido en la escritura del Corán (cfr. Walter 2014).



Los errores lingüísticos en el Corán


Hay un estudio sistemático de los errores lingüísticos detectables en el texto coránico, Introduction aux erreurs linguistiques dans le Coran, publicado por el coranólogo Sami Aldeeb (2021a), donde demuestra fehacien­temente cómo, desde el punto de vista de la lengua árabe, abundan las faltas en el texto del Corán. En la primera parte de la obra, analiza los diversos tipos de errores existentes en el texto coránico. Y en la segunda, presenta a dos columnas el texto árabe en orden cronológico y, al lado de cada versículo, las incorrecciones gramaticales y lingüísticas observa­das. El autor las clasifica en once categorías:


1. Las ambigüedades a nivel de palabra y de frase.

2. Las faltas de ortografía.

3. Las variantes de lectura y los errores de transcripción de los copistas.

4. El uso de palabras inapropiadas.

5. La permutación defectuosa de los elementos del discurso.

6. Los errores gramaticales y la enálage.

7. Las contradicciones en el plano de las normas y en el relato.

8. La repetición, la dispersión y la redundancia.

9. La dislocación de los versículos del Corán.

10. Las lagunas en el texto coránico.

11. La ausencia de signos de puntuación.


Está disponible una extensa divulgación de ese estudio, en una serie de artículos publicados por el autor en su sitio de Internet, y traducida el español como Errores lingüísticos en el Corán, igualmente en Internet:

https://religion.antropo.es/_textos/SamiAldeeb.

Errores-en-el-Coran.html


Según estimaciones de Sami Aldeeb, en el texto árabe del Corán ca­nónico de Al-Azhar, el más difundido hoy, se encuentran más de 2.500 errores lingüísticos y estilísticos (Aldeeb 2019: 5). La colocación tardía de los acentos y los puntos diacríticos con sus oscilaciones da lugar a varios miles de variantes. De tal manera que la variabilidad afecta actual­mente a 3.462 versículos del total de 6.236 de esa edición de El Cairo (cfr. Aldeeb 2019: 10 y 13; 2021a). Aproximadamente la mitad de los versículos del Corán presentan dificultades o incorrecciones lingüísticas formales. Cerca del 25% son expresiones ambiguas, oscuras o ininteli­gibles. Y en torno al 15% del texto delata lagunas, es decir, faltan pala­bras en la frase.


En resumen, habría trescientos errores con respecto a la gramática árabe. Unos mil setecientos errores estilísticos e incorrecciones de los tipos señalados. A la vista de todo esto, continuar afirmando la perfec­ción de «el Corán que el Señor del universo ha hecho descender en una lengua árabe muy clara» (Corán 47/26,192-195) parece un aserto poco fundamentado.



Los errores de contenido en relatos del Corán


Por otro lado, los errores formales no son los únicos que se detectan en el texto del Corán, puesto que también encontramos frecuentes errores de con­tenido, de mayor o menor importancia, por ejemplo, en relatos que están en paralelo con otros bíblicos. Recopilamos aquí una serie de estos errores materiales, dispersos acá y allá por las páginas del texto y que, salvo que fueran li­cen­cias poéticas un tanto desacertadas o glosas inexplicablemente descuidadas, demuestran un co­no­cimiento poco pre­ciso de las fuentes, acaso confusiones desapercibidas y, en algunos casos, podría tratarse de deformaciones introducidas intencionada­mente en cier­tos elementos de la historia.


Corán 45/20,85-88 y 95-97. En la historia de Moisés, se cuenta que un «samaritano» fabricó el becerro de oro. Pero la Biblia narra que fue Aarón (Éxodo 32,7). Además, no podía haber un samaritano en tiempos de Moisés, que vivió en el siglo XIII a. C., porque Samaría no existió antes del 870 a. C.


Corán 45/20,120. En el relato de Adán, el Corán menciona un solo árbol prohibido, el «árbol de la eternidad», que corresponde al bíblico árbol de la vida. Pero la Biblia habla de dos árboles del paraíso prohi­bidos: el árbol del conocimiento del bien y del mal (Génesis 3,1-7), no mencionado en el Corán, y el árbol de la vida, comiendo del cual se vive para siempre (Génesis 3,22).


Corán 45/20,121. Satán tienta a Adán, y él y su mujer, ambos simul­táneamente, comieron la fruta del árbol prohibido; mientras que, en la Biblia, la serpiente tentó a Eva, que comió primero y luego le dio a su marido (Génesis 3,1-7).


Corán 49/28,6-8 y 38; 60/40,24. El Corán sitúa a un personaje lla­mado Amán junto al Faraón, en días de Moisés (siglo XIII a. C.). Pero, en la Biblia, este personaje Amán aparece ampliamente en el libro de Ester (capítulo 3 en adelante). Amán fue consejero del rey Asuero de Persia, en el siglo V a. C. Evidentemente resulta un anacronismo.


Corán 49/28,23. Cuando Moisés llegó a los pozos de Madián, en­con­tró allí a dos mujeres. Pero la Biblia cuenta que eran siete mujeres (Éxodo 2,16).


Corán 55/6,74. Al padre de Abrahán el texto coránico lo llama Azar, en vez de Téraj (Génesis 11,26-27), probablemente confundiéndolo con Eliezer, que fue un criado de Abrahán (Génesis 15,2).


Corán 56/37,101-107. El Corán da a entender que el hijo de Abra­hán llevado al sacrificio era Ismael, el hijo de Agar (puesto que el naci­miento de Isaac se narra después). Pero, en la Biblia, se trata indudable­mente de Isaac, el hijo de Sara (Génesis 22,1-18).


Corán 60/40,36. El Faraón ordena a Amán que construya una torre de ladrillo para llegar a Dios. Esto supone una mezcolanza con la historia de la torre de Babel (Génesis 11,1-9).


Corán 67/51,13. El redactor coránico inventa el relato sobre Abra­hán en la hoguera, a partir de la palabra Ur, traducida incorrectamente por «fuego», cuando se trataba del nombre de la antigua ciudad meso­potámica de donde provenía Abrahán.


Corán 73/21,68-69. Se vuelve a mencionar que Dios libró a Abrahán del horno caldeo, cuando la narración correcta debería ser: Dios lo hizo salir de Ur (Génesis 11,31).


Corán 97/2,249. Se atribuye al rey Saúl un episodio en el que pone a prueba a los soldados prohibiéndoles beber agua de un río; pero en la Biblia ese relato corresponde a Gedeón, uno de los jueces (Jueces 7,4-8).


Corán 89/3,33-35. El Corán vincula a María, la madre de Jesús, con la «familia de Amrán» (89/3,33). Se refiere a la madre de María indicando que es la «mujer de Amrán» (89/3,35), el padre de Aarón y Moisés. Tam­bién designa a María como «hija de Amrán» (Corán 107/66,12) y «her­mana de Aarón» (Corán 44/19,28). Ahí encontramos casi trece siglos de anacronismo que separan a una María de la otra.



Las contradicciones y la doctrina de la abrogación


La falta de lógica afecta a la misma explicación sobrenatural del origen del Corán, cuando, desde el principio, los mahomistas afirman dos cosas opuestas: una, que el Corán es la palabra de Dios hecha libro, que des­cendió de una sola vez en la noche del destino, conforme a su interpre­tación de la sura 97. Otra, que el Corán descendió sobre el enviado paula­tinamente, a lo largo de veintitrés años, en diversas circunstancias. Y es que, si analizamos los significados contenidos en el libro, lo más chocan­te está, más allá de los errores formales y materiales, en las incongruen­cias, desacuerdos y contradicciones entre unas aleyas y otras.


Una clave de interpretación convincente puede estar, en muchos ca­sos, en el hecho de la evolución y la metamorfosis que se operó con el tiempo en el Mahoma histórico y su mensaje. Esta evolución, sin duda, comenzó ya en La Meca, ante la hostilidad de las autoridades, y se aceleró tras la hégira, en Medina. La inestabilidad política y la ideología mesiánica potenciaron un cambio de fase, a partir de ciertos elementos que estaban ya dados de antemano.


El resultado es que la evolución producida y rastreable a través del Corán podría afectar a aspectos fundamentales del sistema islámico, o al menos al énfasis que se les da. Por ejemplo, el mensaje de Dios que llama a obedecer a sus profetas se mudó en un mensaje de beligerancia contra los descreídos. La devoción religiosa de los creyentes seguidores de Ma­homa giró hacia la guerra, la victoria de las armas y el reparto del botín. El premio y el castigo, señalados para el día del juicio final y la otra vida, se anticiparon y se llevaron a efecto en esta vida, por mano de Mahoma, su ejército y su ley. Como Aisha comentó una vez, parece que, en lugar de estar Mahoma al servicio de Dios, es este quien interviene al servicio de Mahoma. El gran orientalista escocés William Muir dijo algo muy pa­recido: durante los años de La Meca, Mahoma estaba al servicio de Dios, pero, en los años de Medina, Dios parecía estar al servicio del profeta. En cualquier caso, observamos cambios radicales de actitud:


– Mahoma, que se presentaba como mero predicador, se transformó en enviado de Dios y en profeta armado que manda y conquista con poder absoluto.


– Mahoma, que empezó siendo un empleado sin fortuna, pasó a ser inmensamente rico en Medina.


– Mahoma, que fue monógamo con Jadiya, su primera mujer, se hizo polígamo en Medina.


– La alquibla, u orientación en el rezo, fue primero hacia Jerusalén, y se cambió hacia La Meca (Corán 87/2,144 y 149-150).


– El calendario de fiestas judío se alteró: la celebración semanal pasó del sábado al viernes; y el ayuno se trasladó al mes de ramadán.


– Los elogios iniciales a los beneficios del vino fueron reemplazados por su prohibición (Corán 70/16,67; 87/2,219; 112/5,90).


– La libertad de las mujeres en la vida social se acabó, con su reclu­sión en casa y la imposición del velo.


– El mensaje de paz y la misericordia de Dios se reservó en exclusiva para los musulmanes (Corán 39/7,156).


– Las llamadas a la paciencia se sustituyeron por llamadas al combate hasta el final contra los que no se someten al islam (yihad).


– La sumisión del creyente a Dios significó cada vez más el someti­miento a Mahoma y la obligación de someter a todos los demás en nom­bre de Dios.


– La tolerancia hacia otras religiones proféticas derivó hacia su per­secución y opresión, en pos de la supremacía del islamismo.


En síntesis, observamos una paulatina alteración de lo que empezó siendo una comunidad nazarena sumisa a Dios, hasta la configuración de una comunidad árabe musulmana (umma), que dio nacimiento pro­piamente al islam como religión autónoma. El sesgo final, un tanto sec­tario, que singulariza esta evolución iniciada por Mahoma lo determinó el éxito que obtuvo en promover, por medio de la espada, la expansión de aquella fe milenarista.


Los eruditos musulmanes y los investigadores occidentales, para dar cuenta de la dualidad del mensaje, buscaron distinguir en el Corán entre los capítulos de la época mequí y los de la época mediní, lo cual explicaría la evolución de Mahoma y su movimiento. Con todo, la evolución en ese sentido aparece muy confusa, por la aleatoria disposición de los ca­pítulos en el libro, ajena a todo orden cronológico. La consecuencia más evidente es que se tropieza con una enorme dificultad para percibir con claridad los cambios y, sobre todo, en qué orden fueron sucediendo.


Al mismo tiempo, surge la pregunta de si realmente hay dos mensajes diferentes en el Corán. Incluso en el ámbito musulmán, no han faltado intelectuales que destacaron esta dualidad. Pero es una cuestión espino­sa. Por ejemplo, el pensador sudanés Mahmud Muhammad Taha, defen­día en sus obras una reforma liberal del islamismo, basándose en la idea de que el mensaje universal del Corán, el verdadero islam, se encuentra ya completo en las suras de La Meca, antes de la hégira, mientras que los capítulos de Medina, después de la hégira, tendrían solo un carácter coyuntural, de manera que deben prevalecer los primeros. Esta es la tesis que defendía en su obra El segundo mensaje del islam (1967). Lamentable­mente, esta interpretación fue la causa de que Taha, ya anciano, fuera condenado por el gobierno islamista de Sudán y ahorcado, en 1985, en Jartún (cfr. Aldeeb 2018). No es el único reformista musulmán que ha sufrido persecución o ha perdido la vida por sostener tesis análogas.


A pesar de todo, la tensión entre dos fases o dos mensajes inherentes al pensamiento y la praxis de Mahoma, y plasmados en el Corán, no re­suelve satisfactoriamente la problemática que suscitan las afirmaciones opuestas y a veces contradictorias entre unos versículos y otros, incluso dentro del mismo capítulo, y todos con la pretensión de revelar la palabra eterna e inmutable de Dios. Hay algunos casos muy conocidos: un ver­sículo alaba el vino (Corán 70/16,67), otro previene contra él (Corán 87/2,219) y un tercero lo prohíbe tajantemente (Corán 112/5,90); un versículo dice que Dios está en todas partes (Corán 87/2,115), otro justi­fica orar mirando a Jerusalén (Corán 87/2,115) y otro estipula «vuelve tu rostro hacia el lado del santuario prohibido» (Corán 87/2,144), que los musulmanes interpretan como la caaba de La Meca, centro y sede de la divinidad. Hay un breve estudio de Benjamin Lisan sobre las contra­dicciones e incoherencias del Corán (Lisan 2018). Sami Aldeeb, en la introducción a su traducción del Corán al francés, diferencia hasta ocho tipos de abrogación (Aldeeb 2019, 13-14).


El caso más flagrante de colisión entre versículos lo tenemos entre aquellos que predican la tolerancia y aquellos otros que pregonan la in­tolerancia, la violencia y la guerra, que mandan llevar a cabo la yihad contra toda otra religión, hasta que la religión de Alá prevalezca y domine en el mundo entero.


«Ten paciencia con lo que dicen y apártate de ellos discretamente» (Corán 3/73,10).


«Cuando tu Señor revela a los ángeles: ‘Yo estoy con vosotros; for­taleced, pues, a los que han creído. Yo infundiré el terror en los cora­zones de los que han descreído. Golpeadlos por encima del cuello, gol­peadles todos los dedos’» (Corán 88/8,12).


Los comentadores y jurisconsultos musulmanes se percataron pron­to de este atolladero de incoherencias, de modo que buscaron una solu­ción mediante la llamada doctrina de la abrogación. Cuando dos versículos se contradicen, uno de ellos prevalece sobre el otro. Así, hay versículos «abrogantes» y «abrogados». Esta doctrina ofrece un meca­nismo para esquivar las contradicciones patentes del discurso coránico. Pero, en ge­neral, ocurre que los versículos que hablan de tolerancia religiosa y de búsqueda de la paz (atribuidos a la época de La Meca) son los que re­sultan abrogados, anulados y sustituidos por otros más tardíos (de la época de Medina), que insisten en mandatos de tipo político y bélico. La tradi­ción muslim, además, entiende que, sobre todos los demás, prevalece el llamado «versículo de la espada», por ser la última prescripción de Maho­ma recogida en el Corán. Según autores clásicos musulmanes, solo este versículo habría abrogado 124, o incluso 140, versículos coránicos ante­riores, más proclives a la tolerancia
:


«Una vez que transcurran los meses prohibidos, matad a los asocia­dores allí donde os enfrentéis a ellos, capturadlos, asediadlos, tendedles emboscadas por todas partes. Pero si se arrepienten, acuden al rezo y pagan el tributo, entonces dejadlos en paz» (Corán 113/9,5).


Esta doctrina del abrogante y el abrogado puede utilizarse a veces en sentido inverso, cuando los musulmanes se hallan en situación de mino­ría o debilidad. Entonces pueden, a ejemplo de Mahoma, promover la tolerancia, pero solo hasta que la situación cambie y alcancen la mayoría o poder suficiente para optar a imponerse por medio de la fuerza. Esta doblez de com­portamiento está legitimada por las doctrinas de la taquiya (el disimulo) y la tawriya (la ambigüedad o doble sentido).


Parece ser una característica recurrente del proceder islámico, el sus­tentar a la vez dos ideas contradictorias y servirse de una o de otra según las conveniencias del momento. Esto desvela otro aspecto de la doctrina de la abrogación, ese sofisticado mecanismo de racionalización, en virtud del cual nunca se es consecuente del todo, puesto que los versículos abrogados nunca quedan descartados, sino que siguen for­mando parte del Corán, no dejan de considerarse revelados y uno puede echar mano de ellos si le conviene en determinada tesitura. No es raro ver cómo son citados en cada oportunidad, de buena o mala fe, para engaño de des­prevenidos propios y extraños.


Porque, lamentablemente, es raro que, para un musulmán, empezar a hablar del islam no sea empezar a mentir. El que no sabe está engañado. El que sabe trata de engañar. Su lenguaje funciona como un doble len­guaje, pervertido por sistema, como el de los comunistas de antaño y de ahora. Lo que llaman paz, tolerancia, igualdad, justicia o religión no se parece en nada a lo que un europeo entiende normalmente.


Algunos especialistas piensan que los versículos coránicos que sirven de apoyo a la abrogación (en especial 87/2,106; pero también 8/87,6-7; 50/17,86; 70/16,101 y 96/13,39) son una interpolación muy convenien­te para los califas que culminaron la construcción del islam. Pues tanta variabilidad en la norma colisiona frontalmente con el dogma de la in­tangibilidad de la palabra divina y con el principio de que la Ley debe cum­plirse íntegramente.


Otra forma de concebir la abrogación tiene que ver con la posición asumida por el Corán (abrogante) con respecto a la Biblia hebrea y el Evangelio (abrogados), tachados de falseamiento y proscritos. También la podemos vislumbrar en relación con las fiestas judías, o la orientación para el rezo, que fueron abandonadas. Y en general, afectaría a todo lo dispuesto por el Corán a propósito de los judíos y los cristianos, hacia los cuales la actitud final de Mahoma se mostró cada vez más hostil.


En el fondo, el invento de la doctrina de la abrogación implicaba una forma astuta de asumir que, en realidad, había habido evolución y muta­ciones en Mahoma y en el protoislam, aunque esto no sea conforme con el dogma de la inmutabilidad del Corán, exigida por su autoría divina. El hecho es, sin embargo, que la mutabilidad resulta patente en los precep­tos coránicos, y los cambios de criterio no son raros entre unas aleyas y otras. Algo muy humano, incontestablemente.



Conclusiones del estudio sobre el Corán


Carece tanto de veracidad histórica como de sentido teológico decir que el Corán es un libro eterno, o una revelación literal de la palabra de Dios. Porque, de hecho, conocemos gran cantidad de datos acerca de la proce­dencia y la evolución del libro. Las investigaciones han reconstruido có­mo fue probablemente el proceso de su composición, han analizado los estratos super­puestos que subyacen en su contenido y han iden­ti­ficado la huella de una pluralidad de autores.


El Corán que ha llegado hasta nosotros es el resultado de las muchas modificaciones, alteraciones y agregaciones efectuadas por orden de los ca­lifas, tanto por los que se con­side­ran «bien guiados», como por los de Damasco y los de Bagdad.


Tras los análisis, la pretendida perfección del Corán (que mostraría su naturaleza sobrenatural) ha quedado pulverizada. En consecuencia, los fundamentos divinos del islam no poseen más que un carácter mítico. Incluso la historicidad de su atribución a Mahoma está en entredicho. Lo lógico sería que el edificio creado por la tradición se desplome, tarde o temprano, aunque aún se mantenga en pie por obra y gracia de la iner­cia humana y por un ciego apego a la tradición.


No hay Corán originario al que se pueda volver, o que se pueda res­tituir, porque, ya en su origen, se formó mediante una agregación de textos heteróclitos, sin orden lógico ni cronológico, entre los que se in­cluyeron diversos materiales, probablemente utilizados para el culto y la predicación, junto con escuetos relatos de acontecimientos alusivos a Mahoma y sus primeros seguidores árabes, así como sumarios inconexos de preceptos jurídicos. A lo contrahecho de su composición inicial hay que sumar las alteraciones ulteriores, patrocinadas por los califas, tanto omeyas como abasíes.


Hubo una evolución del protoislam y el proto-Corán que, poco a poco, transformó el mesianismo escatológico de Mahoma en una teología califal legitimadora del despotismo oriental (cfr. Wittfogel 1957) típico de las sociedades musulmanas a lo largo de la historia.


Desde el punto de vista de los efectos prácticos, la divinización del Corán se ha mostrado nociva para el desarrollo del conocimiento y de la actitud ética. Al pretender ser absolutamente incuestionable, prohíbe a los musulmanes aplicar al texto cualquier clase de argumentación racio­nal o análisis crítico. También destruye la ética, no solo por negar la li­bertad humana mediante la imposición de normas heterónomas, sino más aún por convalidar la venganza, la mentira, la traición, el expolio de botín y el asesinato, con tal de que se haga en la senda de Alá, esto es, creyendo que perseguir a los infieles para someterlos por la fuerza es una obra de religión. Es como si Alá fuese el nombre o personificación de un pro­yecto de dominación irrestricta, teocrática e imperial, por el que la umma musulmana está llamada a combatir.


Habiendo dimanado de escrituras anteriores, de la Torá y el Evan­gelio, el Corán extrajo de ellos, a través de la interpretación judeonaza­rena, un mesianismo apocalíptico y milenarista radicalizado, que movili­zó los espíritus sarracenos:


«Es un texto escatológico que se inscribe en un contexto de espera del fin del mundo, que no se comprende más que en un ambiente de masacre y de guerra de naciones contra naciones. Es un texto que sigue paso a paso a los profetas bíblicos, buscando cumplirlos, identificando por turnos al héroe principal con figuras bíblicas: Moisés, Abrahán, Je­sús, Judas Macabeo, Daniel. Un texto violento que hace de la re­cons­trucción de la Casa un fin absoluto que justifica todos los medios» (Qadr 2019: 365).


Si es un hecho probado que hubo tantas mutaciones textuales y semánticas, si es cierto que hubo una deriva belicista y política ya en tiempos de Mahoma, quienes deseen salvar el mensaje religioso del islam tendrán que reconocer que en el libro canónico del Corán hay numerosas aleyas que deberían ser corregidas o eliminadas. Porque no puede olvi­darse que el Corán es un libro de creencias religiosas, pero también es un manual de guerra, un código civil y un código penal, y que sus segui­dores pretenden dog­má­ticamente que está sustraído a todo cuestiona­miento humano.


La realidad del Corán se halla muy lejos de esa visión cristianesca, concordista y mendaz del islamismo que suelen tener los clérigos y los laicistas de nuestro entorno.


Las conclusiones caen por el peso de los datos y los argumentos que proporcionan los análisis. Sin duda, el Corán consiguió ar­mar un sistema religioso-político sólido, que funcionó his­tóricamente, y desarrolló una in­munología ideológica potente, res­paldada siempre por un aparato de represión política. Pero, a estas alturas, contamos ya con los elementos para hacer una recapitulación sintética en los siguientes puntos:


1. El Corán es un libro de 114 capítulos yuxtapuestos sin orden ni con­cierto, una obra enrevesada en la que verosímilmente intervinieron decenas de escribas. Por más que pretenda ser palabra divina, sus versí­culos ponen de mani­fiesto un discurso humano, con muy numerosas incoherencias y no pocas contradicciones.


2. La legitimación del libro como increado pertenece al orden mítico, y la supuesta prueba milagrosa de su carácter divino, que sería la perfec­ción del texto árabe, inalterable e inimitable, se demuestra como una afirmación dogmática rigurosamente gratuita.


3. Es un libro de autoría humana, no descendido del cielo, ni dictado por un ángel, sino obra de decenas de escribas, teólogos y juristas a lo largo de muchísimos años.


4. La lengua árabe en que está escrito el libro se muestra, según los especialistas, como una lengua tosca, plagada de incorrecciones, errores gramaticales y vocablos ininteligibles.


5. Los escritos originales de tiempos de de Mahoma no serían sino una colección de hojas utilizadas en la liturgia y para el adoctrinamiento, de signo sectario, mesianista y escatológico. Y estos textos, seguro que tam­poco eran perfectos, ni permanecieron inalterados.


6. El texto usado por el primer islam ya constituido no correspondía a lo predicado por Mahoma y supuestamente memorizado por sus seguido­res, dado que había sido expurgado según el interés de los primeros go­ber­nantes y ca­lifas: el libro se formó mediante una selección de mate­riales, y conllevó la destrucción de todos los anteriores.


7. El texto canónico actual no solo se aleja de los escritos producidos en vida del profeta, sino que tampoco cabe identificarlo con el supuesta­mente editado por Utmán (hacia 650). Más bien, estaría emparentado con la versión pro­movida por el califa Abd Al-Malik (hacia 690). Y ter­minó de fijarse en el siglo X (hacia 930), tras haber sido objeto de recti­ficaciones por el cálamo de los teólogos califales que fueron perfilando su literalidad y su significación.


8. El contenido del libro se alimenta de fuentes heterogéneas, de modo que produce una aleación de creencias, ritos y normas de compor­ta­mien­to práctico procedentes del judaísmo, el cristianismo, el zoro­as­tris­mo y el pa­ga­nismo.


9. El mensaje del libro va dirigido propiamente a los árabes y solo en la época imperial abasí se intentó redirigirlo a toda la humanidad. Pero esta aper­tura universal resulta imposible, porque la ideología teocrática que contiene, una especie de mesianismo totalitario, impide integrar la diver­sidad hu­mana. Proscribe el pensamiento racional y la libertad religiosa, dis­crimina a las mujeres y a los no musulmanes, ataca a las demás reli­giones y culturas, y hasta llega a proponer su destrucción. No es compa­tible con el respeto a los derechos humanos y las libertades civiles.


10. Las flagrantes contradicciones entre unas aleyas y otras plantearon un problema que los teólogos y juristas muslimes intentaron resolver me­diante la doctrina de la abrogación. No obstante, los versículos supuesta­mente abrogados continúan formando parte del Corán, y se prestan con frecuencia a un uso engañoso, según las conveniencias, sobre todo de cara a los no musulmanes.


En suma, como dice Sami Aldeeb en la advertencia preliminar a su traducción francesa del Corán, no sería honrado, ni moral ni intelectual­mente, ocultar la realidad de lo que a fin de cuentas nos vamos a encon­trar, siempre que no sucumbamos al engaño:


«Como los demás libros sagrados, el Corán comporta directamente, o indirectamente a través de la zuna de Mahoma que los musulmanes deben seguir, normas contrarias a los derechos del hombre reconocidos hoy en los documentos internacionales. Por eso, invitamos a los lectores a leerlo con espíritu crítico y situarlo en su contexto histórico, a saber, el siglo VII. Entre las normas que violan los derechos del hombre, que inspiran las leyes de los países árabes y musulmanes, y que los movi­mientos islamistas querrían aplicar, en todo o en parte, señalamos estas a título de ejemplo:


   – La desigualdad entre los hombres y las mujeres en el matrimonio, el divorcio, la herencia, el testimonio, las sanciones y el empleo, el matri­monio de niñas impúberes, y la circuncisión masculina y femenina prac­ticada en niños.

   – La desigualdad entre musulmanes y no musulmanes en el matri­monio, el divorcio, la herencia, el testimonio, los castigos y el em­pleo.

   – El no reconocimiento de la libertad religiosa, en particular la libertad para cambiar de religión.

   – La exhortación a combatir a los no musulmanes, a ocupar sus países, a imponer a los no musulmanes el pago de un tributo (la yizia) y a matar a quienes no sigan una religión monoteísta.

   – La esclavitud, la captura de los enemigos y la apropiación de sus mujeres.

   – Los castigos crueles como la condena a muerte del apóstata (quien abandona el islam), la lapidación de la adúltera, la amputación de manos del ladrón, la crucifixión, la flagelación y la ley del talión (ojo por ojo, diente por diente).

   – La destrucción de las estatuas, las pinturas y los instrumentos de mú­sica, así como la prohibición de las artes.

   – El maltrato hacia los animales y el exterminio de los perros de com­pañía» (Aldeeb 2019: 3).


A pesar de los escollos, la apologética islámica exalta la santidad del Corán y la vida modélica del profeta, así como todos los preceptos sa­cralizados, considerándolos palabras literales e intocables de Dios. Así, el sistema islámico defiende el dogma de la naturaleza perfecta e increada del libro, y persigue a todo el que la niegue. Pero otros muchos ponen en duda que el Corán sea revelación de Dios, y, en cualquier caso, como escribió Renán, de lo único que no cabe dudar es de que nos revela a Mahoma. En él cristalizó la ideología religioso-política, mesiánica y mile­narista, que ha­bía impulsado la coalición de los árabes, invasores y con­quistadores de Siria, Palestina, Persia y Egipto. A partir de ahí, sufrió una deriva, imprevista por sus primeros autores, hasta transformarse en fun­damento de la teología del imperio califal, que lo entronizó como libro de recitación y manual de adoctrinamiento masivo para la nueva religión.


En cuanto a la afirmación del carácter revelado del libro, es y será siempre una afirmación gratuita, que, en el fondo, depende de un pro­nunciamiento de la razón a ciegas, y que pide una adhesión irracional. Pero lo que se afirma gratuitamente se puede negar de la misma manera. Y si, por convención, admitiéramos llamar «revelados» a los textos sa­grados de las distintas tradiciones religiosas, todavía habría que juzgar el valor de cada una de ellas según su coherencia racional y según sus con­secuencias prácticas, mejores o peores, en el funcionamiento de la socie­dad y la vida concreta de las personas.



Un ejemplo de la anfibología del texto árabe coránico


El texto árabe de las suras del Corán entraña una gran dificultad de intelección. Y, por ende, de traducción. En la tradición mahometana, se cuenta que los mismos compañeros de Mahoma no entendían algunas palabras. Había pasajes oscuros y otros ambiguos o contradictorios.


Examinemos, por ejemplo, el capítulo 97 (Corán 25/97,1-5), que los musulmanes interpretan como relato de la primera revelación del Corán a Mahoma. Si consultamos las distintas traducciones, nos sorprenderá la enorme disparidad que hallamos.


En la traducción del Corán hecha por el austriaco converso Muham­mad Asad (1980), que es la versión adoptada por la Junta Islámica espa­ñola (2001), observamos la interpretación tópica de que lo que des­ciende es la palabra divina en forma de libro:


«Ciertamente, hemos hecho descender esta [escritura divina] en la Noche del Destino.

¿Y qué puede hacerte concebir lo que es esa Noche del Destino?

La Noche del Destino es mejor que mil meses:

los ángeles descienden en ella en huestes, portando la inspiración divina con la venia de su Sustentador; contra todo lo [malo] que pueda ocurrir

da indemnidad, hasta que despunta el alba».


Es habitual que las traducciones incluyan glosas o aclaraciones, me­dian­te las cuales proyectan sobre el texto la propia ideología, tal como vemos en la edición bilingüe comentada de Mohammed Bahige Mulla Huech (2013), publicada en España:


«Ciertamente, hemos (comenzado) a revelar el Corán en la Noche Más Digna.

Pero ¿quién es capaz de evaluar el valor trascendental de la Noche Más Digna?

(La remuneración de un bien hecho en) la Noche Más Digna vale más que (su equivalente llevado a cabo a lo largo) de mil meses.

Esta Noche, el arcángel (Gabriel), junto con otros ángeles, des­cien­den –previo permiso del Señor– a la Tierra con todos los De­cretos divinos (para el año siguiente). Es una Noche de paz (para todo cre­yente, porque las bendiciones de Dios) rigen su curso hasta el rayar del alba.»


Hay traducciones más fieles a la literalidad del texto árabe, por ejem­plo, la de los Progressive Muslims (2006), o la francesa de Sami Aldeeb (2019). Esta última dice así:


«Lo hemos hecho descender en la noche de la predeterminación.

¿Qué sabes tú de la noche de la predeterminación?

La noche de la predeterminación es mejor que mil meses.

Los ángeles y el espíritu descienden con la autorización de su Señor, para todo orden.

Es paz, hasta la aparición del alba.»


La traducción de Julio Cortés (1979), que es probablemente la más exacta y concisa en lengua española, lo vierte de esta manera:


«Lo hemos revelado en la noche del Destino.

Y ¿cómo sabrás qué es la noche del Destino?

La noche del Destino vale más de mil meses.

Los ángeles y el Espíritu descienden en ella,

con permiso de su Señor, para fijarlo todo.

¡Es una noche de paz, hasta el rayar del alba!»


La indeterminación de la traducción parece insuperable. ¿Noche del destino, del decreto, de la dignidad, del poder, de la determinación, de la predestinación? Si aplicamos los criterios que nos proporcionan las in­dagaciones de Günter Lüling (1974) y Christoph Luxenberg (2000), que tienen en cuenta el trasfondo cristiano y arameo de muchos mate­riales coránicos, entonces, la sura procedería originalmente de un himno re­fe­rido a Jesús, propio de la vigilia de Navidad. Y, sin entrar en detalles, podría resultar una traducción similar a la siguiente:


«Lo hemos hecho descender en la noche de la estrella.

¿Qué sabes de la noche de la estrella?

La noche de la estrella es mejor que mil noches de vigilia.

Los ángeles y el espíritu descienden en ella

con el poder de su Señor.

Todo el orbe es paz, hasta que alumbra el alba.»


En la composición de estas aleyas, según Leila Qadr (2019: 5), quizá resuenen ecos de los escritos de san Efrén el sirio, muy difundidos por todo el Oriente Próximo en aquellos siglos. En efecto, en su himnario de Navidad, podemos leer:


«No contemos nuestra vigilia como una vigilia ordinaria: es una fiesta cuya recompensa sobrepasa el ciento por uno» (Himno 21 de Navidad).


También podría haber resonancias del tema que evoca la luz que brilla en medio de las tinieblas, que los evangelistas, tomándola del pro­feta Isaías (9,1), utilizaron como metáfora del nacimiento de Jesús:


«El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz» (Mateo 4,16).


«Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, nos visitará una Luz de la altura, para iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lucas 1,78-79).


«La luz brilla en la tiniebla» (Evangelio de Juan 1,5).


No es el Corán lo que desciende, es Dios que se encarna en Jesús.




Capítulo 8. Las estructuras fundamentales del sistema islámico