La genealogía del
islam
8. Las
estructuras fundamentales del sistema islámico
PEDRO GÓMEZ
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- Los axiomas fundamentales
del sistema islámico
- El mito
escatológico del reino de Dios y su Mesías guerrero
- El rito como lenguaje simbólico
de sumisión
- El ethos de militarización del
mesianismo
- La deriva histórica del reino
mesiánico al imperio califal
- El mensaje esencial del islam
- La inverosímil
simplicidad del islam
El sistema islámico,
como todos los sistemas ideológicos, filosóficos o teológicos, consta
de un núcleo
duro de ideas fundamentales y reglas lógicas, articulado con un cuerpo
de ideas subordinadas, dispuestas como en órbitas concéntricas en torno
al
núcleo. Es específico de este núcleo estar formado por afirmaciones
indemostrables,
pero indiscutibles: unos axiomas permanentes que fundan una
concepción
del mundo. En palabras de Roy Rappaport, en su libro Ritual
y religión en la formación de la humanidad, tales axiomas
constituyen
los «postulados sagrados últimos»
(Rappaport 1999: 571). Alrededor de ellos, bajo su influencia y
control, se
organiza toda una constelación de temas, desde los más
importantes a los
más secundarios, que son susceptibles de cierta mayor capacidad de
adaptación
en las relaciones del sistema santificado con el mundo externo en
continuo
cambio.
La
lógica interna del sistema le
proporciona suficiente coherencia, determinando qué puede pensarse y
qué no,
qué debe hacerse y qué no, siempre por autorreferencia. A la vez, todo
sistema
de ideas está dotado de un aparato inmunitario respecto al exterior,
mediante
el cual es capaz de elaborar discursos justificativos y defensivos para
cada
axioma y para cada uno de los temas. De ahí, la apologética y la
polémica que
ejerce típicamente. Cuando un sistema de ideas pretende o consigue el
poder
político, ocurre que, cuanto más desconfía en el fondo de su poder de
persuasión, tanto más echa mano de la mendacidad y la violencia física,
hasta
desembocar en esos estados extremos, patológicos, que la mentalidad
moderna denominaría
fanatismo y totalitarismo.
Los axiomas
fundamentales del
sistema islámico
El núcleo duro del sistema
islámico contiene tres
axiomas sobre los que está
construido todo el edificio de creencias, como sistema de dogmas o
verdades
absolutas y evidentes, que no admiten cuestionamiento alguno. Su origen
concreto proviene de la tradición monoteísta hebraica, con la que
entronca la
figura de Mahoma, quien poco a poco se convirtió en clave de la
reinterpretación islámica de aquella tradición.
Primer
axioma:
el monoteísmo de Dios, es decir, la fe en la unidad y unicidad
de
la divinidad, adoptada de la imagen del Dios celoso de la Biblia hebrea
(y en
oposición al Dios Padre del cristianismo). Es el creador y el señor de
cielo y
tierra que, sentado en su trono como rey absoluto, va a imponer por
fuerza su
Ley al mundo entero.
Segundo
axioma: el profetismo mesiánico militar de Mahoma, en quien los
seguidores
creen como transmisor de la palabra divina, enviado de Dios a los
árabes y profeta
armado, con la misión de materializar el reinado escatológico de
Dios,
preconizado luego en el Corán como proyecto de dominación sobre la
tierra.
Tercer axioma: el nomismo
del Corán como texto que,
creen, recoge la palabra literal de Dios, revelada a Mahoma, con la
pretensión
de manifestar la voluntad divina en forma de preceptos de una ley
inmutable
e inapelable, destinada a someter bajo su yugo a la humanidad entera.
Este
triple
fundamento axiomático opera, para los creyentes musulmanes, como un
triple
postulado autoevidente e incontrovertible, del que dependen todos los temas fundamentales, incluidos en la
doctrina, el culto y el comportamiento, concernientes a todos los
aspectos de
la vida, religiosa y política. Es como una fe ternaria: creer en Dios,
en el
profeta y en el libro que ha descendido sobre él (Corán 112/5,81).
Los que
se
adhieren a estos axiomas sacralizados se convierten en creyentes.
La
palabra «creyentes», o bien «los que han creído», aparece más de 300
veces en
el Corán, la mayor parte haciendo referencia a ellos en
tercera persona, pero, en 90
casos, el texto se dirige a
ellos en segunda persona, interpelándolos directamente. Estos últimos
casos se
encuentran todos en capítulos posteriores a la hégira, es decir, no se
habla a
los creyentes en ninguno de los ochenta y seis capítulos atribuidos
al
período de La Meca. La primera vez que esto ocurre es en el capítulo 2
(el 87
en orden cronológico). Por otro lado, resulta llamativo que no se esté
predicando
a paganos, ni a idólatras, sino que, en la inmensa mayoría de las
ocasiones, el
discurso interactúa con los creyentes, apela a ellos, les
recuerda el
mensaje contenido en la Torá y el Evangelio, que se supone ya conocido.
Incluso
los que rechazan al nuevo profeta, los «asociadores» y los hipócritas
están
entre ellos, aunque sean considerados malos creyentes y se los
amenace. Todo
esto proporciona claros indicios de que los árabes estaban a la sazón
ampliamente cristianizados (cfr. Robin y Tayran 2012: 525-553), e
igualmente su
entorno conocía de antiguo influencias judías. La disputa se
planteaba, pues,
no con politeístas, sino dentro de la misma tradición bíblica, en torno
al tema
central de cómo entender la soberanía del creador y cómo interpretar el
mesianismo.
La
expresión
«creer en Dios» la encontramos unas 70 veces en el texto coránico. De
ellas, 60
en capítulos posteriores a la hégira (año 622), lo que quizá nos dé una
pista
para entender a qué significación apunta el concepto. Si atendemos a
las
locuciones de las que «creer en Dios» forma parte, obtenemos:
– «creer en Dios» (21
veces),
– «creer en Dios y en el
último día» (21 veces),
– «creer en Dios y en su
enviado» (14 veces),
– «creer en Dios y en lo que
ha hecho descender» (9 veces),
– «creer en Dios y en sus
enviados» (6 veces),
– «creer en Dios y en el
profeta» (1 vez),
– «creer en Dios y luchar
con su enviado» (1 vez).
Para
esos
creyentes, Dios y el enviado (se supone que Mahoma) y el Corán que a
ellos
remite están inextricablemente vinculados. Sobre el trasfondo de la
creencia
en que Dios manda a sus enviados (Corán 87/2,285; 89/3,179;
92/4,151;
92/4,171; 94/57,19; 94/57,21) y que, con cada uno de ellos, hace
descender
el respectivo libro (Corán 87/2,136; 87/2,285; 88/8,41; 89/3,84;
89/3,199;
92/4,136; 108/64,8; 112/5,59; 112/5,81), se destacan las trece veces
en las que
se ensambla «creer en Dios y en su enviado», siempre en suras
poshegíricas,
de manera que nunca se emplea esta fórmula en capítulos del período de
La Meca
(Corán 92/4,136; 94/57,7; 102/24,47; 102/24,62; 105/58,4; 106/49,15;
108/64,8;
109/61,11; 111/48,9; 111/48,13;
113/9,54; 113/9,84).
Dejemos
para
más adelante el análisis de la locución «creer en Dios y en el último
día».
Solo remarco aquí dos expresiones muy reveladoras, que aparecen una
única vez y
en las últimas suras. En la primera, tenemos literalmente expresado el
triple
núcleo axiomático del islamismo: «Si creyeran en Dios, en el profeta, y
en lo
que ha descendido sobre él» (Corán 112/5,81). Y la segunda nos ofrece
una
escueta síntesis pragmática de esta religión, que se cifra en la
yihad: «Creed
en Dios y luchad con su enviado» (Corán 113/9,86).
Como
podemos
entrever ya, la adhesión al sistema islámico, en la realidad de los
hechos, no
se limita a una fe tan simple y pura, puesto que, al postular la
creencia en la
unicidad de Dios, en Mahoma y en el Corán, exige
en
consecuencia asumir además una infinidad de creencias en mitos,
leyendas,
rituales y preceptos prácticos que la tradición de los biógrafos, los
recopiladores de hadices y los comentadores persas pusieron en boca de
Mahoma,
y los ulemas califales tipificaron en el orden jurídico de la saría.
En el
plano de
la creencia, todo empieza por el mito. El mito constituye siempre el
lenguaje
de signos que da nacimiento al sistema religioso, a veces a partir de
una
mitología religiosa precedente, como hizo Mahoma revitalizando el
monoteísmo y
el mesianismo judíos. Para clarificar mejor qué son los mitos, citaré
a un
biblista alemán:
«Los mitos
son
narraciones que versan sobre un tiempo decisivo para el mundo, con
agentes
sobrenaturales que convierten una situación inestable en estable. Esos
agentes
se desenvuelven en un mundo propio, con estructuras mentales que
difieren de
nuestro mundo cotidiano» (Theissen 2000: 41).
Lo
relevante
es que tales estructuras mentales, al interpretar el mundo, inciden
sobre él guiando
actuaciones simbólicas y pragmáticas que lo transforman realmente. Los
creyentes muslimes, mediante su fe, es decir, mediante su asunción de
la
metáfora de Dios creador, soberano legislador y juez implacable, y su
Mesías,
introducen el mito en la historia para transformarla. Así, dan el paso
desde la
creencia en la llegada del Mesías guerrero y el reino de Dios a la
lucha final,
con el fin de conseguirlo por vía militar. Está claro que esta
creencia
mahometana procede de una corriente mesiánica del patrimonio judío y de
un
patrimonio cristiano mutado teológicamente.
Esos
axiomas o
postulados últimos subyacen en el núcleo de la mitología, la
ritualidad y la
eticidad del sistema islámico. El sistema está compuesto en su esencia
por el
lenguaje mítico, el lenguaje ritual y el lenguaje ético; en otras
palabras, en
él se articulan la doctrina, el culto y las normas que rigen la vida.
En primer
lugar, la narración que vehicula y transmite los axiomas constituye el
mito
fundante del orden social islámico, así como de su proyecto de
expansión
imperial. Era originalmente una historia de signo apocalíptico y
escatológico,
procedente del mesianismo judío. En efecto, Mahoma predicaba una
escatología
inminente del último Día, anunciaba la llegada de la Hora final y el
advenimiento
del Mesías Jesús, mediante el cual iba a irrumpir el poder de Dios en
la
historia, para dar la victoria a los creyentes, someter a los pueblos
paganos e
instaurar un reino de justicia: el reinado del Dios único.
El mito
escatológico del reino de Dios y
su Mesías guerrero
Lo más destacado de los relatos
coránicos es que presentan
a los profetas bíblicos y nabateos como personajes mitológicos, que
encarnan el
modelo del profeta guerrero, enviado por Dios. Estos relatos
mitificados
fueron los utilizados por el nuevo enviado a los árabes, para
aleccionar y
arengar a las gentes creyentes, y movilizarlos para la lucha.
Del
monoteísmo
bíblico se deducía que habría de advenir un día el reinado de ese Dios
uno y
único. Las tradiciones hebreas dominantes, desde David a los Macabeos,
sustentaban un mesianismo según el cual el reino de Dios se alcanzaría
por
medio de la victoria militar. La expectativa apocalíptica reiterada
por los
profetas describía a Dios, sentado en su trono regio, como aquel que
promete la
victoria definitiva sobre los que oprimen a su pueblo elegido. Y esto
acaecería
en una guerra del final de los tiempos, concebida como una
confrontación maniquea
entre el bien y el mal.
En el
libro
del profeta Isaías (siglo VIII a. C., aunque la escatología de los
capítulos
24-27 pertenece a un autor posterior), se describe en estos términos:
el Señor,
que se sienta sobre un «trono excelso» (Isaías 6,1), vencerá a las
potencias
extranjeras, juzgará a sus reyes y reinará en Jerusalén: «Aquel día
juzgará el
Señor a los ejércitos del cielo en el cielo y a los reyes de la tierra
en la
tierra (…) cuando reine el Señor de los ejércitos en el monte Sión, en
Jerusalén» (Isaías 24,21-23; lo mismo en Isaías 33,17-22).
El
libro de
Ezequiel (hacia 580 a. C.) profetiza contra las hordas malvadas de Gog
y
Magog, que serán derrotadas por un Hijo del Hombre: «Mostraré mi gloria
a las
naciones y todas las naciones verán el juicio que hago de ellos y mi
mano que
lo ejecuta» (Ezequiel 39,21). Habrá un nuevo templo y una nueva tierra
(capítulo 40).
En
términos
análogos, se expresa la profecía del visionario Zacarías (hacia 530 a.
C.): el
Señor aparecerá disparando flechas como rayos, será el escudo de su
pueblo,
destruirá a los enemigos. «El Señor será el rey sobre toda la tierra.
Aquel
día, el Señor será único y su nombre único» (Zacarías 14,9).
El
libro de
Daniel (de la época macabaica, escrito hacia el año 167 a. C.) expone
una
visión alegórica de cuatro fieras terribles, los imperios, que serán
aniquilados por un Hijo del Hombre, al que Dios, sentado en su trono,
otorga la
soberanía sobre todas las naciones, y cuyo reino no tendrá fin: «Y en
la visión
nocturna vi venir las nubes del cielo como un Hijo del Hombre que se
dirigió
hacia el anciano y fue llevado a su presencia. A
él se le dio poder y honor regio, y todos
los pueblos, naciones y
lenguas lo servirán. Su imperio es un imperio eterno que no pasará, y
su reino
no tendrá fin» (Daniel 7,2-14).
En
escritos
extrabíblicos del siglo primero, se sigue desarrollando el mismo
esquema
mesiánico guerrero, en la línea de Ezequiel y Daniel. Según la Regla
de la
Guerra, o Guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las
tinieblas, manuscrito de Qumrán encontrado en 1947, el reino de
Dios
llegará por medio de la guerra y la victoria militar del Príncipe de la
Luz
sobre sus enemigos capitaneados por Belial. Entonces se restaurará el
templo y
los sacrificios (cfr. 1QM 6,8).
También
la
escatología de Los oráculos sibilinos (recopilados en los
primeros
siglos de nuestra era) prenuncia que el reino llegará después de una
guerra
sangrienta: «Y aquel día instaurará su reino para siempre, sobre todos
los
hombres, Aquel que una vez dio la santa Ley a los justos, a quienes
prometió
abrir la tierra y el mundo y las puertas de los bienaventurados con
toda
alegría, con mente inmortal y gozo eterno. Y de toda la tierra los
hombres
traerán incienso y ofrendas al templo de Dios Altísimo: y no habrá otro
templo
entre los hombres» (Oráculos 1918, libro III: 767-774, pág. 80).
Todas
estas
alegorías proféticas comparten el mismo esquema de fondo, el de un
mesianismo
que cabe caracterizar con calificativos muy precisos: es apocalíptico
por implicar una intervención divina y la aparición de una figura que
acaudilla
al pueblo de los justos, a los hijos de la luz; escatológico
por traer
el fin de los tiempos de opresión, injusticia o tiniebla; militarista
porque para vencer no concibe más camino que la guerra, la destrucción
y la
aniquilación; y milenarista porque sueña con la implantación
de un
reino que durará mil años, o sin fin y eterno.
Ese
esquema
mesiánico tan persistente es el que, desde el inicio de nuestra era,
atravesó
por el zelotismo judío y, más tarde, por el nazarenismo, hasta
desembocar en
el mensaje que predicara Mahoma. Como se ha dicho, con razón, Mahoma
surgió
como profeta de la Hora, o del último Día, que anunciaba el inminente
descenso
del Mesías Jesús. La prueba es que las resonancias apocalípticas,
escatológicas, milenaristas y mesiánico-militares son una constante en
los
capítulos coránicos.
Al
adherirse
con fe al mito sacralizado y sus modelos de identificación, los creyentes,
comenzando por el Mahoma histórico, viven el mito, historizan el mito
mitificando la historia. El Corán convoca y conmina a los creyentes,
con
promesas de recompensa y amenazas de castigo, a enrolarse en la
militancia y
perseverar en la lucha de la yihad hasta el triunfo completo de la
religión de
Alá.
En
medio de
las catástrofes sobrevenidas en el primer tercio del siglo VII,
efectivamente
parecía llegada la hora del apocalipsis. Los antiguos profetas la
habían
anunciado y la idea apocalíptica seguía viva en la literatura
intertestamentaria,
lo mismo que en las fantasías populares por todo Oriente Próximo.
El
«kerigma»
del primer Corán era una predicación escatológica (cfr. Sinai 2017). El
Corán
menciona, en una veintena de pasajes, la imagen escatológica judía del
«trono
de Dios», o del Señor que se sienta sobre su trono como rey del
universo:
«Vuestro Señor es Dios, que creó los cielos y la tierra en seis días.
Luego se
instaló en el trono para administrar el orden» (Corán 51/10,3).
Rememora a los
malvados «Gog y Magog que corrompen la tierra» (Corán 69/18,94; también
73/21,96). Utiliza diez veces la sonora imagen de la trompeta que
anunciará el
apocalipsis del juicio inminente: «Se tocará la trompeta. Ese será el
día de la
amenaza» (Corán 34/50,20). «Suyo será el reino, el día que se toque la
trompeta»
(Corán 55/6,73).
La
predicación
coránica señala con insistencia el horizonte del inminente gran
acontecimiento
de la irrupción del Dios justiciero en la historia, con expresiones
tomadas de
la escatología judía, entre las cuales las más frecuentes son: «el día
del
juicio» (13 veces, todas en suras anteriores a la hégira); «aquel día»
(más de
119 veces: 95 en suras anteriores a la hégira y 14 en suras
posteriores); «el
día de la resurrección» (73 veces: 51 anteriores y 22 posteriores a la
hégira);
«la hora» que viene (40 veces: 34 anteriores y 6 posteriores a la
hégira); «el
último día» (26 veces: 25 posteriores a la hégira). Si miramos
atentamente, se
observa una evolución en el léxico, de manera que, tras la hégira,
desaparece
la mención de «el día del juicio», disminuyen notablemente las
expresiones
«aquel día», «el día de la resurrección» y «la hora», mientras que se
introduce
«el último día» como la más utilizada, como si apuntara al más acá, no
al más
allá. Podemos corroborar los ecos de los profetas bíblicos, con
respecto a lo
que ocurrirá aquel día, en las siguientes citas del Corán:
«Aquel
día,
cuando suene el clarín, será un día aciago para los que no creen»
(Corán
4/74,8-10).
«Aquel
día,
nadie castigará como él castiga» (Corán 10/89,25).
«Aquel
día,
habrá rostros resplandecientes, contemplando a su Señor. Y, aquel día,
habrá
rostros ensombrecidos, temiendo que los alcance una calamidad» (Corán
31/75,22-25).
«El día
en que
el cielo se resquebraje por las nubes y los ángeles desciendan, aquel
día, el
verdadero reino pertenecerá al Misericordioso. Y será un día aciago
para los
que no creen» (Corán 42/25,25-26).
«De
Dios es el
reino de los cielos y de la tierra. Aquel día, cuando llegue la hora,
los que
sostienen lo falso perderán. Verás a todas las naciones arrodilladas.
Cada
nación será llamada ante su libro» (Corán 65/ 45,27-28).
«¡Vosotros
que
habéis creído! Cuando os encontréis con los que no han creído en
marcha, no les
volváis la espalda. Aquel día, cualquiera que les vuelva la espalda, a
menos
que sea desplazándose para el combate, o para unirse a otro grupo,
incurrirá en
la cólera de Dios, y su morada será la gehena» (Corán 88/8,15-16).
«Aquel
día,
los que no han creído y han desobedecido al enviado querrían que la
tierra los
sepultara» (Corán 92/4,42).
«Aquel
día, el
reino es de Dios. Él juzgará entre ellos. (…) Los que han emigrado en
el camino
de Dios, luego han sido matados, o han muerto, Dios los retribuirá con
una
buena retribución» (Corán 103/22, 56 y 58).
Poco a
poco,
el significado de «aquel día» va evolucionando desde el señalamiento
para el
juicio final, hasta remitir finalmente al desarrollo de la guerra
librada por
los sarracenos emigrados. Así, sobre esta expresión se encabalga otra
poshegírica, la de creer en el «último día» o, más exactamente, «creer
en Dios
y en el último día» (del capítulo 87 al 113), que significa y exige el
paso a
la acción, consistente en someterse a las normas del orden establecido
por el
enviado y enrolarse para el combate en el camino de Dios.
En
efecto, los
que creen en Dios y en el último día son aquellos que no se
limitan a
admitir unas verdades teóricas, sino que además traducen esa creencia
en un
conjunto de prácticas ejemplificadas en los siguientes:
– Los
judíos,
los nazarenos y los sabeos que, además, hacen una buena obra, por lo
que
recibirán recompensa (Corán 87/2,62; 112/5,69).
– Los
que dan
de su fortuna para obras sociales, acuden al rezo, pagan el tributo y
cumplen
el compromiso en tiempos de rigor [guerra] (Corán 87/2,177; 113/9,99).
– Los
que
aceptan las normas sobre el matrimonio y el repudio (Corán 87/2,228;
87/2,232;
99/65,2).
– Los
que no
hacen dispendios económicos por ostentación (Corán 87/2,264; 92/4,38;
92/4,39).
– Los
que
ordenan lo que está mandado, prohíben lo ilícito y realizan buenas
obras (Corán
89/3,114).
– Los
que
toman a Mahoma como modelo (Corán 90/33,21).
– Los
que
obedecen a Dios y al enviado (Corán 92/4,59).
– Los
que
aceptan lo que mandan los libros que Dios ha hecho descender sobre el
enviado
y antes de él (Corán 92/4,136; 92/4,162).
– Los
que no
tienen compasión hacia los que son castigados por fornicadores (Corán
102/24,2).
– Los
que no
sienten afecto por los que se oponen a Dios y su enviado (Corán
105/58,22).
– Los
que
visitan los santuarios de Dios, porque solo tiene derecho a hacerlo
«aquel que
ha creído en Dios y en el último día y ha luchado en el camino de Dios»
(Corán
113/9,18 y 19).
– Los
que
prohíben «lo que Dios y su enviado han prohibido» (Corán 113/9,29).
– Los
que no
esquivan el «luchar con sus fortunas y sus personas» (Corán 113/9,44).
En
ciertos
pasajes, el Corán asegura que solo Dios conoce el momento del fin,
pero su
enviado lo anuncia en su proclama escatológica desde el principio. En
otros
pasajes, ese momento no sólo parece inminente, sino que ya está allí.
La
proclama se transforma drásticamente en un reiterado llamamiento al
combate «en
el camino de Dios», con la convicción de que ya ha llegado el último
día, en
el que se cree, y que viene a anticipar el regreso del Mesías. Este
«camino de
Dios», que connota la yihad, se cita 72 veces en el Corán, 12 en suras
anteriores a la hégira y 60 en las posteriores.
A pesar
de su
contundencia, los textos de signo escatológico no son del todo
coherentes, en
la medida en que entremezclan dos concepciones de cómo será la
victoria y el
juicio. En la primera, se describe una escatología ultraterrena,
en la
que acontece el fin del mundo, anunciado al son de trompeta, las tumbas
se
abren y el juicio final decide para cada uno un destino eterno al
paraíso, o al
infierno: «El día en que se tocará la trompeta, y vendréis en masa, y
el cielo
abrirá las puertas, y las montañas se pondrán en movimiento y serán un
espejismo. La gehena estará al acecho, una morada para los
transgresores (…)
Los que temen tendrán un éxito» (Corán 80/78,18-22 y 31).
En la
segunda
concepción, parece claro que el fin estriba en la implantación del
reino de
Dios aquí en la tierra, por lo que se trata de una escatología
terrestre,
o inmanente, que se realiza en la historia humana. En este modelo, hay
una
promesa inmediata, que mira al reparto del botín (10 menciones, todas
en suras
poshegíricas) y la conquista de tierras para los que vencen (Corán
111/48,1-3),
mientras que la promesa al paraíso aporta un complemento, que ofrece
una salida
para los que caen en el combate, pues «Dios ha comprado las vidas y las
fortunas de los creyentes con [la promesa de] que irán al paraíso.
Ellos
combaten en el camino de Dios, matan y se hacen matar» (Corán
113/9,111).
Aunque
la
segunda versión solo aparece en las suras posteriores a la hégira, es
posible
que la primera, directamente trascendente, acabe sirviendo al mismo
objetivo,
a modo de motivación para el compromiso con el reino terrestre. Como si
dijéramos que la escatología trascendente está en función de la
escatología
inmanente, situada en el plano de la realidad histórica. Mientras
tanto, en el
plano de la ideología, se piensa a la inversa: que el dominio de la
tierra mira
a un fin sobrenatural.
Por otra parte, el único a quien el Corán
otorga
el título
de Mesías es a Jesús, en once ocasiones, pero siempre es para rechazar
su
filiación divina y afirmar que no es más que un enviado o profeta
(Corán
89/3,45; 92/4,157; 92/4,171-172; 112/5,17; 112/5,72; 112/5,75;
113/9,30-31). El
reconocimiento de Jesús se hace a costa de distorsionar su figura hasta
el
punto de describirlo preguntando a sus apóstoles si están dispuestos a
ser
«auxiliares de Dios» (Corán 89/3,52; 109/61,14), es decir, a
comprometerse en
la yihad. Con todo, ese Jesús coránico es alguien singular, investido
con una
misión escatológica: «Dios lo elevó hacia sí (…) Y el día de la
resurrección,
él será testigo contra los que no creyeron» (Corán 92/4,158-159;
también
89/3,55). Mucho más tarde, los hadices darían colorido a leyendas sobre
el
retorno del Mesías militar, montado en su caballo blanco, con su capa
roja y su
espada, para guiar a los ejércitos de los creyentes hasta la victoria y
establecer el milenario reino de Dios.
En
definitiva,
la religión del Corán persevera en el mesianismo milenarista judío, y
sus
creyentes se consideran a sí mismos como el nuevo pueblo elegido. El
mesianismo
de Mahoma, a todas luces de cuño nazareno, parte de una interpretación
judía
que, al mismo tiempo, incorpora nominalmente al Mesías Jesús, si bien
confiriéndole un carácter milenarista y militar, netamente
anticristiano. Se
produce, así, una militarización de la esperanza en el reinado de
Dios, en
continuidad con un modelo histórico muy antiguo, que ya conocemos: el
modelo
mosaico, davídico, macabeo, zelota, nazareno.
El
credo
islámico entraña, de alguna manera, una regresión a la concepción
bíblica
veterotestamentaria del reino que se conquista mediante la victoria
militar,
auspiciada por un Dios de los ejércitos, vengador y justiciero. Si
extrapoláramos el modelo a una reflexión histórica, observaríamos de
nuevo la
extraña coincidencia con el tipo de creencias en la violencia que
comportan
todas las cruentas revoluciones modernas. En perspectiva, pueden
interpretarse
como avatares de una fe arcaica en la eficacia de los sacrificios
humanos para
alcanzar la utopía salvífica, plasmada en un mito y trasplantada del
mito a la
política. Su mecanismo elemental consiste, al amparo de los postulados
sagrados
últimos correspondientes a cada caso, en crear un enemigo mediante
decreto
ideológico y, luego, investir con un aura mesiánica los actos propios
de asesinato,
robo, mentira, destrucción y opresión política, confiriendo a tal
hazaña el no
menos mítico significado de guerra de liberación.
Recordemos
que
el lenguaje mitológico remite a significados y fantasías, no a hechos
reales.
Sin embargo, esos significados poseen el poder de guiar el
comportamiento de la
gente en el terreno de los hechos. Las metáforas del mito se traducen
en formas
simbólicas del ritualismo, en el culto, y en acciones efectivas de la
vida
personal y colectiva, a las que proporcionan un sentido y una finalidad.
De ahí
la
importancia capital de los mitos, de los que ningún humano puede
escapar, aunque
su signo difiera. Una vez codificados, los relatos míticos entran a
formar
parte del patrimonio genético de la cultura, y desde ahí proporcionan
principios de organización de las ideas, las emociones y las acciones
para
aquellos en cuyas cabezas anidan.
El rito como
lenguaje simbólico de sumisión
La comunidad de creyentes
del protoislam celebraba sus ritos, en los que no sabemos con exactitud
qué se
leía, ni qué se predicaba, aunque está fuera de duda que algunos de
los
materiales utilizados en aquel culto fueron luego a parar a las
páginas del
Corán, mientras que otros fueron destruidos.
El
lenguaje
simbólico islámico, su liturgia y sus gestos evolucionaron con el
tiempo. En
este plano, la doctrina típica al uso habla de los cinco pilares del
islam. Se
trata aparentemente de rituales devotos e inocuos, pero es necesario
profundizar en su estructura y su función. Porque
esos
actos simbólicos entrañan una clave de significación menos obvia, que
no
debemos soslayar: poseen connotaciones que hacen que cada uno de esos
pilares a
su modo evoque la sumisión propia y el sometimiento de los infieles
mediante la
yihad, y convoque a participar en ella emocional y prácticamente.
Veamos esta
implicación, al presentar esos pilares en pocas palabras.
1. La profesión
de fe testimonia: «No hay más dios que Dios y Mahoma es el enviado
de
Dios», lo que ritualiza la exigencia de temor y obediencia absolutos
que
recorre todo el Corán y lo compendia. Dentro de esta confesión de la
creencia
en un solo Dios, se asocia también, expresamente, la fe en Mahoma como
enviado
suyo, para predicar el proyecto mesiánico de subyugación del mundo
entero bajo
su ley. Esta adición de un segundo miembro a la sahada implica
un giro
decisivo hacia la exaltación del profeta: «Elevad el rezo, pagad el
tributo, y
obedeced al enviado» (Corán 102/24,56). «El que obedece al enviado ha
obedecido a Dios» (Corán 92/4,80). Por medio de esa fórmula de fe, los
creyentes quedan integrados en el «pueblo de Dios», la umma, y
sometidos
irreversiblemente a todas las obligaciones que eso implica.
2. El rezo
en postura de prosternación, o azalá, aludido 75 veces en el Corán, es
de por
sí un acto público, de la comunidad, obligatorio cinco veces al día. En
cada
acto, se ha de repetir una y otra vez la primera sura del Corán. Sus
pocos
versículos, aparte de la alabanza a Dios, trazan la división del mundo
entre
los musulmanes, que siguen el camino recto, y los no musulmanes, y
terminan
alimentando la aversión hacia los «que incurren en la ira de Dios» (que
son los
judíos) y hacia los que tacha de «descarriados» (que son los
cristianos), según
interpretan los exegetas musulmanes de todas las épocas (cfr. Aldeeb
2014).
3. El
pago del tributo, o azaque, reclamado 30 veces en el
Corán. Es algo aparte de la
limosna personal. Es una contribución que hay que pagar
obligatoriamente y se
supone destinada a atender necesidades sociales, pero también está
mandado
reservar un porcentaje para la financiación de la guerra islámica
(cfr. Aldeeb
2015).
4. El ayuno
durante el mes de ramadán, mencionado confusamente en el Corán,
comporta una
experiencia colectiva consistente en pasar privaciones en las horas del
día,
mientras se aguarda la satisfacción subsiguiente al caer la noche. No
obstante, el simbolismo que connota es un tanto complejo. Por una
parte,
rememora la primera revelación del Corán a Mahoma (Corán 25/97,1-5).
Por otra, está
relacionado con la esperanza en la venida del Mesías militar, que
conquistará
el mundo, adoptada de la apocalíptica judía.
5. La
ida en peregrinación
a La Meca. El Corán habla de peregrinación, pero no indica adónde se
va. Nunca
dice que sea a La Meca (cuya supuesta mención en el Corán es
problemática).
Probablemente no se estableció que fuera allí hasta la segunda mitad
del siglo
VIII. Su sentido profundo reside en celebrar la institución de una
nueva
capital sagrada del mundo y renovar la entrega de los creyentes al
proyecto de
imposición de la Ley islámica en el mundo. Más específicamente, en
cuanto
acción de abandonar la propia casa para ir lejos connota la salida para
la
guerra: una emulación simbólica de los muhāŷirūn
(palabra de la misma raíz
que haŷŷ, la peregrinación), el término con que
se designaban a sí mismos los
árabes sarracenos
que se apoderaron de Siria y Palestina, los que habían emigrado,
abandonando sus
tierras para combatir por Alá, organizándose para las razias y las
conquistas.
En
general,
las acciones simbólicas dramatizan e interiorizan lo que la mitología
narra.
Desde este punto de vista, como todo sistema religioso, el sistema
islámico
dispone de unos sacramentos que son en parte los denominados pilares
del islam. Pero no son los únicos, en absoluto. A ellos hay que añadir
otras
innumerables acciones rituales que también están prescritas. Entre
ellas, no se
pueden ignorar las que, aunque no se incluyan en el número de los
pilares,
constituyen otras señas de identidad que sirven para marcar
visiblemente la
pertenencia al colectivo del autodesignado «pueblo elegido» (la umma
musulmana), y que se inscriben tanto física como simbólicamente en el
cuerpo y
la actividad de sus miembros. Nos estamos refiriendo a tres
obligaciones
rituales fundamentales, como son:
– La circuncisión
masculina y femenina (cfr. Aldeeb 2012).
– Las prohibiciones
alimentarias, muy complejas, que afectan en particular al veto de
la
carroña, la carne de cerdo, la sangre, lo ofrecido a otros dioses, el
animal
ahogado, apaleado, despeñado, corneado, devorado por una fiera o
inmolado en
los cipos (Corán 55/6,145; 70/16,115; 87/2,173; 112/5,3). Se prohíbe
también el
vino y las bebidas embriagantes (Corán 87/2,219; 92/4,43; 112/5,90-91).
– La
observancia de la celebración de un día sagrado semanal, fijado
el
viernes (Corán 110/62,9).
Aún
falta por
añadir la complicada casuística concerniente a la pureza, la impureza
y los
rituales de purificación. Caigamos en la cuenta de que prácticamente
toda esta
normativa (excepto la prohibición del vino) procede de la religión
judía, de
modo que el islamismo solo se la ha apropiado, con leves retoques en
su
significado. Por medio de esas mil y una prescripciones y
proscripciones que
recaen sobre el buen musulmán, la vida entera queda ritualizada y la
libertad,
anulada.
Otro simbolismo implantado, con base en el
Corán,
aunque
ahí no esté del todo claro, es el velo femenino, con el que
deben
cubrirse las mujeres (cfr. Aldeeb 2016b). En las calles de los países
musulmanes, y sobre todo en los que no lo son, este rito de llevar el
velo
exhibe una especie de bandera que marca el avance de la
territorialización del
islam, como un estandarte de la yihad (algo parecido a la funcion que
cumple la
barba masculina y la chilaba).
Es
posible
que, al principio, las prescripciones decretadas por Mahoma fueran
mínimas
(acudir al rezo, pagar el tributo y acaso el ayuno), pero pronto se
fueron
imponiendo normas y una disciplina que urgía a enrolarse para el
combate. De
este modo, Mahoma reforzó su poder y emprendió la conquista. Sus
sucesores
extendieron las conquistas e hicieron proliferar las obligaciones del
musulmán hasta extremos inauditos, si es que son obligatorios los
hadices, los
comentarios clásicos y las codificaciones del derecho islámico.
El ethos
de
militarización del mesianismo
El islamismo no se presentó como
una nueva religión, ni
tampoco como una nueva ética, sino como un movimiento que asumía una
forma peculiar
de cristianismo judaizante, el mesianismo nazareno. Así, desde su
gestación, el
protoislamismo mahomético llevó a cabo una radicalización en todos los
planos:
el de la fe monoteísta expresada en su mito salvífico escatológico, el
del
culto potenciador de la adhesión vivida a la comunidad creyente y
militante, y
el del ethos afincado en la fuerza y el sometimiento, que
marcaría toda
la historia del islam.
El
comportamiento ético se inspira en el mito y lo historifica, al
mitificar la
práctica social e histórica. El grupo de los creyentes coordina sus
comportamientos
mediante las creencias, los símbolos y los papeles sociales
compartidos, en la
medida en que se inscriben en un contexto que los congloba. De modo que
«llamamos ethos de un grupo al conjunto de la conducta real y
la
conducta exigida que tiene vigencia en ese grupo. (…) El ethos
es el
significado del mito en el lenguaje de la conducta» (Theissen 2000:
87). El
islamismo primitivo asumió y extremó el planteamiento ético y político
del
mesianismo judío, en su versión nazarena, que otorgaba un valor
salvífico a la
violencia contra las gentes que consideraba injustas o descreídas.
El
Corán
presenta una amalgama de versículos más o menos tolerantes y pacíficos
junto a
otros de carácter violento, que llaman a la guerra. A esta antinomia
intentan
dar coherencia los juristas musulmanes mediante la doctrina de la abrogación,
de la que ya hemos hablado en el capítulo sobre el Corán. Esto conduce
a la
anulación de todos los versículos pacíficos y tolerantes, que habrían
dejado
de estar vigentes.
En
contra de
una opinión muy extendida, el Corán se refiere a la yihad y la
reglamenta tanto
en los capítulos de La Meca como en los de Medina. Y lo que se observa
es solo
una evolución gradual, desde una actitud defensiva, hasta culminar
finalmente
en la afirmación de la legitimidad y la obligación de la yihad
ofensiva. Sami
Aldeeb, en su obra Le jihad dans l’islam, ofrece una serie, no
exhaustiva, de 327 versículos coránicos que incitan a la guerra o la
justifican, y analiza el lugar que ocupan en los fundamentos del islam,
conforme a las exégesis de los sabios musulmanes a lo largo de la
historia
(cfr. Aldeeb 2016a). La islamización es el fin que legitima el deber de
la
yihad.
El tema
de la
promesa del paraíso y la amenaza del infierno en el inminente día del
juicio
estaba vinculado, al principio de la predicación mahomética, a la
intervención
directa de Dios por medio de su Mesías Jesús. Pero la forma de su
realización
se fue desplazando, cada vez más, hacia el concepto de la yihad como
misión de
los creyentes, que debían emplear la fuerza armada para anticipar la
derrota de
los enemigos de Dios y el logro del premio, el botín prometido a los
justos,
que no son sino los creyentes que obedecen al llamamiento de Mahoma. De
este
modo, se produjo un giro explícito hacia la militarización efectiva del
ethos
mesiánico. Los significados del mito y del simbolismo ritual,
inculcados por
el sectarismo nazareno, lanzado a cumplir a toda costa las profecías
mesiánico-milenaristas, se convirtieron en acciones de guerra
sacralizada, sin
cuartel, contra los presuntos «enemigos» de Dios.
El
discurso
coránico exhibe un persistente carácter beligerante: formula injurias
y
diatribas contra otros en mil cien versículos; expresa odio hacia los
judíos en
doscientos versículos, y contra los cristianos en un centenar; arremete
contra
los beduinos en mil quinientos versículos. El vocabulario utilizado
en
relación con los oponentes resulta muy elocuente: basta hacer unas
búsquedas
en el texto del Corán para comprobar con cuanta frecuencia aparecen
términos
como, por ejemplo, «perversos» (56 veces),
«matar» y sus
sinónimos (65 veces), «muerte» (118 veces), «infierno» o «gehena» (303
veces),
«temor a Dios» (350 veces), «castigo» (415 veces).
Da la
impresión de que la imagen del Dios coránico, clemente y
misericordioso, se
transformó al compás de la radicalización de su profeta. Este aparece
cada vez
más celoso, vengador, belicoso e implacable, recluta combatientes que
se
comporten así en la guerra santa por imponer en la tierra la dominación
de
Dios, cuyo portavoz es él y cuyo lugarteniente será luego el califa.
Sobre
todo en capítulos posteriores a la hégira, aumentan las incitaciones a
la
agresión contra los que no se someten a las huestes de Mahoma. En esta
línea,
el texto sagrado culmina formulando lo que se suele denominar
«versículo de
la espada» (Corán 113/9,5; 113/9,29; 113/9,36), que habría abrogado más
de cien
versículos de tenor menos beligerante. En esta teología mesiánica,
queda
meridianamente claro que Dios quiere y bendice la guerra. Leamos una
breve
antología de citas (el tema se tratará por extenso en el capítulo
correspondiente
sobre la yihad):
«Combatid
en
el camino de Dios contra los que combaten contra vosotros (…) Matadlos
allí
donde os enfrentéis con ellos, y expulsadlos de donde os hayan
expulsado. La
subversión es más grave que matar. (…) Combatid contra ellos hasta que
no haya
más subversión, y que la religión pertenezca a Dios» (Corán
87/2,190-193).
«Se os
ha
prescrito el combate, aunque sea repugnante para vosotros» (Corán
87/2,216).
«Combatid
contra ellos hasta que no haya más subversión, y que toda la religión
sea de
Dios [Alá]» (Corán 88/8,39).
«Preparad
contra ellos tanto como podáis, como fuerza y como caballos de guerra,
a fin
de atemorizar al enemigo de Dios y vuestro, y a otros además de estos,
que no
conocéis. Dios los conoce. Lo que gastéis en el camino de Dios os será
devuelto, y no seréis defraudados» (Corán 88/8,60).
«Cuando
os
enfrentéis a los que han descreído, golpead en la nuca. Cuando los
hayáis
derrotado, encadenadlos fuertemente» (Corán 95/ 47,4).
«Los creyentes son solamente
los que han
creído en Dios y en su enviado, después no han dudado, y han combatido
con sus
fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).
«Una
vez que
transcurran los meses prohibidos, matad a los asociadores allí donde
os
enfrentéis a ellos, capturadlos, asediadlos, tendedles emboscadas por
todas
partes» (Corán 113/9,5).
Es
patente
que, cada vez más, la radicalización de Mahoma desarrolló un ethos
de
militarización, cuyo concepto clave era la yihad, calificada
como «el
camino de Dios», inicialmente el camino hacia la conquista de
Jerusalén. Los
ritos, que se habían militarizado en el plano simbólico, propiciaron
que, en
el plano práctico, la guerra se ritualizara como combate en el camino
de Dios.
Más tarde, el mesianismo militar terminaría inscrito en un orden legal
sacralizado, que impone la obligación de la yihad a todo musulmán.
La
sorpresa
histórica estuvo en que el llamamiento de Mahoma no terminó como el de
los
zelotas, en el fracaso, sino que tuvo gran éxito. Ahí están las
numerosas
guerras e incursiones victoriosas bajo el mando personal de Mahoma
(véase el Libro
de la historia y las campañas, de Al-Waqidi, y La vida del
enviado de
Dios, de Ibn Hisham). Y, bajo Omar, aconteció la decisiva victoria
del río
Yarmuk (año 636) sobre los ejércitos del emperador romano Heraclio y,
poco
después, la conquista de Jerusalén (año 637). El mito mesiánico
milenarista que
los animaba quedó reflejado en las suras del Corán. El milenarismo
teológico
del profeta dio el paso desde las creencias y los símbolos al plano
real,
político y bélico.
El año
610, el
Imperio persa sasánida había lanzado una gran ofensiva sobre
Palestina. Sus
ejércitos contaban con contingentes judíos (rabínicos), de los
asentados en
Mesopotamia. Tenían también el apoyo de tropas mercenarias de los
nazarenos
(judíos y árabes). Recordemos que la raíz de la palabra nazarenos (nsr)
significa precisamente «auxiliares» de Dios. Quizá sean de esta
coalición ciertas
alusiones que han dejado su huella en pasajes del Corán:
«Los que han creído, emigrado, y luchado
con sus fortunas y sus personas en el camino de Dios, así como los que
los han
albergado y auxiliado, esos son aliados unos de otros» (Corán 88/8,72).
«Los
primeros precursores entre los
emigrados y los auxiliares, y los que les siguieron de buen grado, Dios
los ha
acreditado, y ellos lo han acreditado. Él ha preparado para ellos
jardines bajo
los cuales corren arroyos, donde estarán eternamente» (Corán 113/9,100).
«Dios
ha
vuelto al profeta, a los emigrados y los auxiliares que lo siguieron en
un
momento de apuro, cuando los corazones de un grupo de entre ellos casi
se
desviaron» (Corán 113/9,117).
Lo cierto
es que, en 614, cuando el emperador persa Cosroes tomó Jerusalén,
encomendó a
los judíos rabínicos el gobierno de la ciudad. Tanto estos como los
nazarenos
pretendían acometer a su manera la reconstrucción del templo. Los
primeros,
para restaurar el culto y el sacerdocio. Y los segundos, para
propiciar el
retorno del Mesías, conforme a sus creencias. De ahí surgió tal
conflicto que
las autoridades persas decidieron despojar del gobierno a los judíos
rabínicos
y expulsar de la ciudad a los nazarenos. Tiempo después, sin embargo,
los nazarenos
árabes, que para entonces ya habían roto con sus mentores judíos y se
identificaban
como sarracenos «emigrados», reanudarían el mismo proyecto de
reedificación del
templo tras su conquista de Jerusalén, en 637.
Los
cronistas
bizantinos cuentan que, a primeros del año 638, cuando el general
Omar,
sucesor de Mahoma, entró triunfalmente en la ciudad santa de
Jerusalén, lo primero que hizo fue pedir al
patriarca cristiano Sofronio
que lo llevara a la explanada del antiguo templo, y allí ordenó
improvisar un
santuario y ofrendar sacrificios, para restaurar así el culto, pues
esta era
una condición requerida por el esquema mesiánico como previa a la
aparición del
Mesías.
Como
sabemos,
el Corán no utiliza la designación de «musulmanes», sino que a los
seguidores
del profeta los llama genéricamente «creyentes», o «los que han
creído». De
forma más específica, los más destacados de ellos son designados como
«los que
han emigrado», los emigrantes, que es la expresión técnica para
referirse a
quienes hicieron la hégira y conquistaron Siria y Palestina: los muhāŷirūn. Esta designación de «los que
han emigrado» aparece 23 veces en el Corán, veinte en capítulos
posteriores a
la hégira, y en capítulos anteriores solo las dos siguientes:
«A los
que han
emigrado [en el camino] de Dios, después de haber sido oprimidos, les
otorgaremos un beneficio en la vida de aquí abajo. Y la recompensa de
la vida
venidera será aún mayor» (Corán 70/16,41).
«Tu
Señor, para con aquellos que han
emigrado, después de haber sido probados, y luego han combatido y han
aguantado, tu Señor será, después de eso, indulgente y misericordioso»
(Corán
70/16,110).
A todas
luces,
estas dos menciones de los que emigraron, en el capítulo 70, no tienen
ningún
sentido dentro de un capítulo datado como anterior a la hégira, o sea,
antes de
que ocurriera la «emigración». Sencillamente, solo pueden ser
inserciones posteriores.
En fin,
el
perfil de Mahoma y sus verdaderos seguidores se compendia en la
secuencia de creer, emigrar y guerrear, en
cuanto
exigencia ética bien acreditada en
el Corán:
«Los que han creído, y los que han
emigrado y combatido en el camino de Dios, esos esperan la
misericordia de
Dios» (Corán 87/2,218).
«Los
que han creído, emigrado, y
combatido en el camino de Dios, así como quienes los han albergado y
auxiliado,
estos son los verdaderos creyentes» (Corán 88/8,74).
«Los
que han creído, emigrado, y
combatido en el camino de Dios con sus fortunas y sus personas tienen
un grado
más elevado ante Dios. Estos son los victoriosos» (Corán 113/9,20).
El
camino de
Dios, que pasa finalmente por la guerra, se plantea como una apuesta en
la que
siempre cae el premio, pues su meta solo puede ser: o bien el destino
inmanente
de la conquista de Jerusalén como primicia de la conquista del mundo
para el
reino mesiánico o, en su defecto, el destino trascendente de los
jardines
eternos. Es una religión política cuya teología garantiza que todo es
ganancia,
puesto que Dios cumplirá su promesa, ya sea el botín, ya sea el paraíso.
La deriva histórica
del reino
mesiánico al imperio califal
Aquí, justo en el momento de la
victoria, el mito
mesiánico que impulsaba el movimiento sarraceno tropezó con la
realidad.
Conquistada Jerusalén, reconstruido el templo y restaurados los
sacrificios por
Omar, el Mesías no compareció. La esperanza quedaba defraudada y el
caudillaje
mesiánico se pospuso a una escatología sine díe. Mahoma se
había
equivocado. Y los nazarenos, también. No obstante, persistió la visión
del
mundo dividido entre creyentes e infieles, y no se abandonó el plan de
conquista de la tierra, emprendido en el camino de Dios. Lo que se
produjo, en
realidad, fue un desplazamiento pragmático: el ímpetu guerrero de
aquella
federación militar aventurada en la yihad redirigió la fuerza de su
éxito hacia
la expansión bélica que,con el tiempo, terminaría instaurando un
califato
humano.
La
mitificación de la historia, al transformar los hechos, se transformó
historificándose en el curso de los acontecimientos. Porque, una vez
introducido en la historia, el mito suele acabar siendo distorsionado
políticamente, en la misma historia. La realidad que advino no fue el
reino
mesiánico: fue el imperio de los califas, basado en el sistema
teopolítico
islámico. Hubo una deriva de la idea
del reino milenario hacia la práctica del imperialismo árabe califal
como
demostraron los hechos. Dado que no llegó el reino de Dios, se lanzaron
con
frenesí a apoderarse de los reinos creados por otros: gran parte del
Imperio
romano de Bizancio, el entero Imperio sasánida de Persia, el reino
visigótico
de Hispania, y regiones septentrionales de India.
En consecuencia, el
Corán se recompuso hasta acabar
estando al servicio de las conquistas y el califato, y los escribas de
la
corte retocaron el texto y transformaron sus significados para
legitimar aquel
régimen de opresión bajo una ley idolatrada. Así, en lugar de un
milenio de paz
y justicia, sucedieron más de mil años de guerras intestinas y
agresiones
casi ininterrumpidas a los países del Viejo Mundo, con el resultado de
la expansión
de un orden despótico, teocráticamente fundado. Su ideología la han
descrito
algunos (cfr. Gallez 2005) como una prefiguración de la lucha de
clases, o
incluso extrañamente afín a Mein Kampf, esa mezcla de historia
y mito
totalitario.
La decantación
funcional de
la estructura islámica resulta clara: el recitado de las suras como
dogma, la
impronta sentimental de las acciones rituales y la presión social
sobre el ethos
por parte del orden social islámico, que es la umma, hacen que
el
individuo quede absorbido en ella, en estado de sumisión perpetua. Un
poder
difuso, en la intimidad y en la sociedad, vigila y castiga al que no
cumple la
Ley, que lo regula todo con tal rigor que se condena a muerte a quien
reniegue
del sistema.
Para
completar
esta exposición y entender mejor su alcance, será ilustrativo subrayar
el
fuerte contraste que ofrece el mesianismo coránico con respecto a la
figura del
Mesías que encarna el Jesús de los Evangelios y su concepción del reino
de
Dios. La predicación de Jesús llevó a cabo una inversión escatológica,
en la
que rechazaba la violencia y no excluía a los paganos. La oración
cristiana,
que dice «Padre nuestro (…) venga tu reino», y también las
bienaventuranzas
parten del universo mítico judío, pero lo transforman y lo encauzan en
una
nueva línea de significación, que, en el plano político, postula
abiertamente
la desmilitarización del mito del reino, exigiendo la renuncia
a la
violencia en la búsqueda de la justicia.
«Jesús
no
espera para el futuro una victoria sobre los paganos (…) Los únicos
vencidos
por el reinado de Dios son Satanás y sus demonios (…) El reino de Dios
pertenece a los pobres (Mateo 5,3), a los niños (Marcos 10,14); los
recaudadores y las prostitutas entrarán en él antes que los ‘buenos’
(Mateo
21,32). No habría que calificar ese cambio en la expectativa del reino
de Dios
como una despolitización; se trata, más bien, de una
‘desmilitarización’. Nada
tiene que ver con la gran victoria (militar) sobre otros pueblos»
(Theissen
2000: 44).
Por
consiguiente, hay una diferencia esencial entre la visión
personificada en
Mahoma y la visión personificada en Cristo, con respecto a cómo se
concibe la
paz inherente a la metáfora del reinado de Dios. La diferencia crucial
entre el ethos de Mahoma y el ethos de Jesús se
ve al comparar la lógica
de fondo subyacente en uno y otro sistema:
A. El
sistema
islámico supone una religión que, mediante la violencia,
busca la victoria y la dominación sobre los demás, para
imponer el reino de paz.
B. El
sistema
evangélico propone una religión que, rechazando la violencia,
promueve la justicia y la reconciliación, como vía hacia el
reino de paz.
Las dos
sistemas religiosos prometen la instauración de la paz en la tierra, y
parecería que su discrepancia está solo en la elección de los medios,
pero
estos acaban siempre alterando la naturaleza de los fines que se
persiguen.
Por eso, queda claro que la diferencia no es superficial, sino que
radica en el
respectivo núcleo estructural y la lógica de los principios morales, es
decir,
en la esencia misma de cada sistema. El genotipo mahomético genera un
reino de
obediencia y sumisión. El genotipo crístico se transcribe en un reino
de
libertad. Dicho con toda concisión, en las antípodas del Corán, lo
específico
del Evangelio cristiano es que el reino de Dios ya está aquí, como
fermento de
la humanidad, incoado en Jesús y desarrollado históricamente en virtud
del
Espíritu divino comunicado a todos; de manera que el mismo Dios
participa en
la historia humana, obrando en las personas y las sociedades, y estas,
a su
vez, participan con él en la realización del reino de justicia y paz.
Una paz que
no será efecto de la victoria militar, sino de la reconciliación entre
los enemigos.
Las
mejores
investigaciones sobre el Jesús histórico y sobre el cristianismo
primitivo
dejan absolutamente claro este enfoque específico del mesianismo de
Jesús:
«El
Evangelio
de Mateo dice que el soberano esperado ha aparecido ya en la persona de
Jesús.
(…) Él es el rey que dará cumplimiento pleno a las expectativas de los
judíos y
de sus Escrituras. Él es el descendiente de David que traerá la
salvación.
Pero, a diferencia de los personajes bélicos esperados, este
descendiente de
David aparece sin aparato militar; no hace guerras, sino que cura a
enfermos,
y entra en su capital cabalgando sobre un asno. Rechazó la tentación
del
imperio terrenal, para adquirir después de su resurrección todo poder
en el
cielo y en la tierra, y reinar sobre todos los pueblos mediante sus
mandamientos –y no mediante las tropas–» (Theissen 2000: 75).
El
mensaje esencial del islam
El islamismo no es
una
religión como las demás. Cualquier estudio serio reconoce que la
naturaleza del
sistema islámico es singular: la diferencia específica del islamismo
radica en
la unión de religión y política o, en otras palabras, la vinculación
indisoluble
de una intensa espiritualidad con el deber del recurso a la violencia.
En esto
son unánimes todos los exegetas musulmanes desde el siglo VIII hasta
hoy (cfr.
Aldeeb 2016a).
Lo
expresó meridianamente Ibn Jaldún,
cuando señalaba la diferencia existente entre las guerras del islam y
las de
otras religiones. Las guerras emprendidas por el islam pueden ser
ofensivas,
mientras que para las demás religiones las guerras solo pueden ser
defensivas. Así
lo exponía el historiador musulmán en su Discurso sobre la
historia
universal:
«En
el islamismo, la guerra santa es de
derecho divino, porque su llamada se dirige a todos los hombres y debe
hacer
que todos abracen el credo islámico de grado o por la fuerza. Se ha
unificado
el poder espiritual y el poder temporal, a fin de que la fuerza de
ambos se
dirija a su consecución. Las otras religiones no tienen esa misión
universal; y
para ellas la guerra santa no es un precepto religioso, sino que solo
deben
hacer la guerra en propia defensa» (Ibn Jaldún 2008: 405).
En
nuestros días, sin embargo, existe un
gran desconocimiento y a veces, lo que es peor, un conocimiento
erróneo, una
idealización falaz del islam. Más aún, podemos detectar que hay una
política de
desinformación, bien financiada y destinada a consumar el gran
camuflaje. De
ahí la conveniencia de exponer una abreviada sinopsis del mensaje y la
esencia
del islamismo, que, aunque necesite más amplios desarrollos, viene
avalada por
las mejores investigaciones.
Islam e
islamismo es exactamente lo mismo. No hay dos. El sistema islámico es
sin duda
una religión, pero no solo eso, pues no hay que engañarse
proyectando
el concepto europeo de religión. La religión de Mahoma es también,
indisociablemente, una ideología política, de signo
totalitario, pero
no solo eso. El islam implica asimismo un orden social sacralizado,
es
decir, más que una fe, una ley que hay que cumplir: una
reglamentación
teocrática de dominio y control sobre la vida privada y pública. El
islam
comporta, finalmente, un proyecto imperialista mundial,
sustentado por
una religión política y una teología que convoca a la destrucción de
los
rivales y la expansión hegemónica sobre el orbe entero.
1. El
islam es
una religión, cuyos textos presentan la imagen de un Dios que
(a
diferencia del Dios Padre de los cristianos) actúa arbitrariamente
como un
sátrapa oriental, despótico con sus criaturas, priva a los humanos de
toda
autonomía y les exige que renieguen de la razón y la libertad con las
que los
creó. Dios es clemente y misericordioso, pero tan solo con quienes
obedecen
ciegamente a Mahoma.
2. El
islam es
a la vez una ideología política de signo totalitario, que
rechaza de
plano los derechos humanos y la democracia. Para el islam no existe
distinción
entre sociedad y Estado, entre política y religión. La distinción
básica es
entre creyentes e infieles, para despojar a estos últimos de cualquier
igualdad de derechos. Impone a toda la sociedad modos represivos de
vida,
mediante prescripciones y prohibiciones que conforman el sistema halal
/ haram, que no deja a la decisión personal el
menor aspecto de la vida
colectiva o individual.
3. El
islam es
a la vez un orden social sacralizado o sistema teocrático de
dominio y
sometimiento, cuyo objetivo consiste en imponer el derecho islámico:
un
sistema legal medieval, pretendidamente inmutable, que consagra la
desigualdad
jurídica entre musulmanes y no musulmanes, y la inferioridad de las
mujeres,
acepta la esclavitud y condena como apostasía la libertad de religión
y de
conciencia. Esta ley es de obligado cumplimiento, bajo un régimen de
castigos
terribles: flagelación, amputaciones, degüello, crucifixión,
lapidación,
destierro, etc.
4. El
islam es
a la vez un proyecto imperialista mundial, que se arroga el
derecho,
como deber religioso-político para los musulmanes, de conquistar todos
los
países de la Tierra y hostigar y destruir todas los demás sistemas
culturales y
religiosos, hasta que prevalezca en todo el mundo la religión de Alá, y
todas
las naciones queden sometidas al poder califal.
Esta, y
no
otra, es la doctrina islámica, asumida por todas las escuelas del
ámbito suní y
del chií, fundamentada en el Corán, en los hadices y la vida de Mahoma,
así
como en los códigos medievales de jurisprudencia que configuran la ley
islámica. El conjunto de todos los esfuerzos y acciones de todo tipo,
dirigidos a hacer avanzar ese proyecto de dominación y dimmitud,
es lo
que recibe el nombre de yihad.
Esta
síntesis,
claro está, no pretende definir una esencia metafísica, pero sí
describir los
axiomas y los temas del núcleo duro permanente del sistema canonizado
en el
Corán, desarrollado y consolidado en la historia de los países
musulmanes,
durante siglos y hasta hoy.
No será decente camuflar, mediante añagazas,
disimulo y
manipulación mediática, el significado manifiesto de los textos
sagrados del
islam. Tampoco la cruda realidad de los hechos históricos, que
evidencian cómo
el régimen sobre el que se asentaron los imperios de la civilización
islámica,
aparte sus logros concomitantes, otorgó siempre un valor privilegiado
y
esencial a la guerra, el botín, la dimmitud, la misoginia, la
esclavitud y el
terror. Esto podrá camuflarse, pero no borrarse. Negar esta realidad
solo puede
hacerse renegando del pensamiento crítico y mintiendo sobre la
historia,
en
aras de una vergonzosa islamodulía.
La
inverosímil simplicidad del islam
Se suele hablar, sin duda
por desconocimiento, de la simplicidad del sistema islámico. La
aparente
simplicidad se basa en que hay un Dios, un profeta, una comunidad, una
ley, y
la yihad contra los que no se someten. Pero, en realidad, se trata de
algo
bastante más complicado:
– Un
Dios
amo del mundo, del cielo y el infierno, con muchos atributos
contradictorios,
ante quien el creyente no sabe a qué atenerse, pues puede premiar o
castigar
según su libérrima voluntad, sin compromiso alguno.
– Un
profeta que priva para siempre del don de profecía a todo otro
humano y
que emite mensajes dispares, que se anulan unos a otros. Además, es
propuesto
como modelo, cuando su comportamiento no parece en absoluto ejemplar.
– Una
sociedad, religiosa y política indistintamente, que oprime a las
mujeres,
excluye a los no musulmanes y promueve la esclavitud.
– Una
ley
divinizada, que impone infinitos preceptos de todo orden, que deja a
las
personas sin palabra, sin razón y sin libertad.
– Una
yihad
ofensiva, instituida a partir de una visión maniquea del mundo e
inspirada en
una mitología religiosa que exalta la violencia y atropella los
derechos del
otro.
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