La genealogía del islam

8. Las estructuras fundamentales del sistema islámico

PEDRO GÓMEZ




- Los axiomas fundamentales del sistema islámico
- El mito escatológico del reino de Dios y su Mesías guerrero
- El rito como lenguaje simbólico de sumisión
- El ethos de militarización del mesianismo
- La deriva histórica del reino mesiánico al imperio califal
- El mensaje esencial del islam
- La inverosímil simplicidad del islam


El sistema islámico, como todos los sistemas ideológicos, filosóficos o teológicos, consta de un núcleo duro de ideas fundamentales y reglas ló­gicas, articulado con un cuerpo de ideas subordinadas, dispuestas como en órbitas concéntricas en torno al núcleo. Es específico de este núcleo estar formado por afirmaciones inde­mostrables, pero indiscutibles: unos axiomas permanentes que fundan una concepción del mundo. En pala­bras de Roy Rappaport, en su libro Ritual y religión en la formación de la humanidad, tales axiomas constituyen los «postulados sagrados últimos» (Rappaport 1999: 571). Alrededor de ellos, bajo su influencia y control, se organiza toda una constelación de temas, desde los más importantes a los más secundarios, que son susceptibles de cierta mayor capacidad de adaptación en las relaciones del sistema santificado con el mundo exter­no en continuo cambio.


La lógica interna del sistema le proporciona suficiente coherencia, determinando qué puede pensarse y qué no, qué debe hacerse y qué no, siempre por autorreferencia. A la vez, todo sistema de ideas está dotado de un aparato inmunitario respecto al exterior, mediante el cual es capaz de elaborar discursos justificativos y defensivos para cada axioma y para cada uno de los temas. De ahí, la apologética y la polémica que ejerce típicamente. Cuando un sistema de ideas pretende o consigue el poder político, ocurre que, cuanto más desconfía en el fondo de su poder de persuasión, tanto más echa mano de la mendacidad y la violencia física, hasta desembocar en esos estados extremos, patológicos, que la menta­lidad moderna de­nominaría fanatismo y totalitarismo.



Los axiomas fundamentales del sistema islámico


El núcleo duro del sistema islámico contiene tres axiomas sobre los que está construido todo el edificio de creencias, como sistema de dogmas o verdades absolutas y evidentes, que no admiten cuestionamiento alguno. Su origen concreto proviene de la tradición monoteísta hebraica, con la que entronca la figura de Mahoma, quien poco a poco se convirtió en clave de la reinterpretación islámica de aquella tradición.


Primer axioma: el monoteísmo de Dios, es decir, la fe en la unidad y unicidad de la divinidad, adoptada de la imagen del Dios celoso de la Biblia hebrea (y en oposición al Dios Padre del cristianismo). Es el crea­dor y el señor de cielo y tierra que, sentado en su trono como rey abso­luto, va a imponer por fuerza su Ley al mundo entero.


Segundo axioma: el profetismo mesiánico militar de Mahoma, en quien los seguidores creen como transmisor de la palabra divina, enviado de Dios a los árabes y profeta armado, con la misión de materializar el reinado es­catológico de Dios, preconizado luego en el Corán como proyecto de dominación sobre la tierra.


Tercer axioma: el nomismo del Corán como texto que, creen, recoge la palabra literal de Dios, revelada a Mahoma, con la pretensión de mani­festar la voluntad divina en forma de preceptos de una ley inmutable e inapelable, destinada a someter bajo su yugo a la humanidad entera.


Este triple fundamento axiomático opera, para los creyentes musul­manes, como un triple postulado autoevidente e incontrovertible, del que dependen todos los temas fundamentales, incluidos en la doctrina, el culto y el comportamiento, concernientes a todos los aspectos de la vida, religiosa y política. Es como una fe ternaria: creer en Dios, en el profeta y en el libro que ha descendido sobre él (Corán 112/5,81).


Los que se adhieren a estos axiomas sacralizados se convierten en creyentes. La palabra «creyentes», o bien «los que han creído», aparece más de 300 veces en el Corán, la mayor parte haciendo referencia a ellos en

tercera persona, pero, en 90 casos, el texto se dirige a ellos en segunda persona, interpelándolos directamente. Estos últimos casos se encuen­tran todos en capítulos posteriores a la hégira, es decir, no se habla a los creyentes en ninguno de los ochenta y seis capítulos atribuidos al período de La Meca. La primera vez que esto ocurre es en el capítulo 2 (el 87 en orden cronológico). Por otro lado, resulta llamativo que no se esté pre­dicando a paganos, ni a idólatras, sino que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, el discurso interactúa con los creyentes, apela a ellos, les recuer­da el mensaje contenido en la Torá y el Evangelio, que se supone ya conocido. Incluso los que rechazan al nuevo profeta, los «asociadores» y los hipócritas están entre ellos, aunque sean considerados malos cre­yentes y se los amenace. Todo esto proporciona claros indicios de que los árabes estaban a la sazón ampliamente cristianizados (cfr. Robin y Tayran 2012: 525-553), e igualmente su entorno conocía de antiguo in­fluencias judías. La disputa se planteaba, pues, no con politeístas, sino dentro de la misma tradición bíblica, en torno al tema central de cómo entender la soberanía del creador y cómo interpretar el mesianismo.


La expresión «creer en Dios» la encontramos unas 70 veces en el texto coránico. De ellas, 60 en capítulos posteriores a la hégira (año 622), lo que quizá nos dé una pista para entender a qué significación apunta el concepto. Si atendemos a las locuciones de las que «creer en Dios» forma parte, obtenemos:


– «creer en Dios» (21 veces),

– «creer en Dios y en el último día» (21 veces),

– «creer en Dios y en su enviado» (14 veces),

– «creer en Dios y en lo que ha hecho descender» (9 veces),

– «creer en Dios y en sus enviados» (6 veces),

– «creer en Dios y en el profeta» (1 vez),

– «creer en Dios y luchar con su enviado» (1 vez).


Para esos creyentes, Dios y el enviado (se supone que Mahoma) y el Corán que a ellos remite están inextricablemente vinculados. Sobre el tras­­fondo de la creencia en que Dios manda a sus enviados (Corán 87/2,285; 89/3,179; 92/4,151; 92/4,171; 94/57,19; 94/57,21) y que, con cada uno de ellos, hace descender el respectivo libro (Corán 87/2,136; 87/2,285; 88/8,41; 89/3,84; 89/3,199; 92/4,136; 108/64,8; 112/5,59; 112/5,81), se des­tacan las trece veces en las que se ensambla «creer en Dios y en su enviado», siempre en suras poshegíricas, de manera que nunca se emplea esta fórmula en ca­pítulos del período de La Meca (Corán 92/4,136; 94/57,7; 102/24,47; 102/24,62; 105/58,4; 106/49,15; 108/64,8; 109/61,11; 111/48,9; 111/48,13; 113/9,54; 113/9,84).


Dejemos para más adelante el análisis de la locución «creer en Dios y en el último día». Solo remarco aquí dos expresiones muy reveladoras, que aparecen una única vez y en las últimas suras. En la primera, tenemos literalmente expresado el triple núcleo axiomático del islamismo: «Si creyeran en Dios, en el profeta, y en lo que ha descendido sobre él» (Corán 112/5,81). Y la segunda nos ofrece una escueta síntesis pragmá­tica de esta religión, que se cifra en la yihad: «Creed en Dios y luchad con su enviado» (Corán 113/9,86).


Como podemos entrever ya, la adhesión al sistema islámico, en la realidad de los hechos, no se limita a una fe tan simple y pura, puesto que, al postular la creencia en la unicidad de Dios, en Mahoma y en el Corán, exige en consecuencia asumir además una infinidad de creencias en mitos, leyendas, rituales y preceptos prácticos que la tradición de los biógrafos, los recopiladores de hadices y los comentadores persas pusie­ron en boca de Mahoma, y los ulemas califales tipificaron en el orden jurídico de la saría.


En el plano de la creencia, todo empieza por el mito. El mito cons­tituye siempre el lenguaje de signos que da nacimiento al sistema reli­gioso, a veces a partir de una mitología religiosa precedente, como hizo Mahoma revitalizando el monoteísmo y el mesianismo judíos. Para cla­rificar mejor qué son los mitos, citaré a un biblista alemán:

     «Los mitos son narraciones que versan sobre un tiempo decisivo para el mundo, con agentes sobrenaturales que convierten una situación ines­table en estable. Esos agentes se desenvuelven en un mundo propio, con estructuras mentales que difieren de nuestro mundo cotidiano» (Thei­s­sen 2000: 41).


Lo relevante es que tales estructuras mentales, al interpretar el mun­do, inciden sobre él guiando actuaciones simbólicas y pragmáticas que lo transforman realmente. Los creyentes muslimes, mediante su fe, es decir, mediante su asunción de la metáfora de Dios creador, soberano legislador y juez implacable, y su Mesías, introducen el mito en la historia para transformarla. Así, dan el paso desde la creencia en la llegada del Mesías guerrero y el reino de Dios a la lucha final, con el fin de conse­guirlo por vía militar. Está claro que esta creencia mahometana procede de una corriente mesiánica del patrimonio judío y de un patrimonio cris­tiano mutado teo­lógicamente.


Esos axiomas o postulados últimos subyacen en el núcleo de la mi­tología, la ritualidad y la eticidad del sistema islámico. El sistema está compuesto en su esencia por el lenguaje mítico, el lenguaje ritual y el lenguaje ético; en otras palabras, en él se articulan la doctrina, el culto y las normas que rigen la vida. En primer lugar, la narración que vehicula y transmite los axiomas constituye el mito fundante del orden social islámico, así como de su proyecto de expansión imperial. Era original­mente una historia de signo apocalíptico y escatológico, procedente del mesianismo judío. En efecto, Mahoma predicaba una escatología inmi­nente del último Día, anunciaba la llegada de la Hora final y el adveni­miento del Mesías Jesús, mediante el cual iba a irrumpir el poder de Dios en la historia, para dar la victoria a los creyentes, someter a los pueblos paganos e instaurar un reino de justicia: el reinado del Dios único.



El mito escatológico del reino de Dios y su Mesías guerrero


Lo más destacado de los relatos coránicos es que presentan a los profetas bíblicos y nabateos como personajes mitológicos, que encarnan el mo­del­o del profeta guerrero, enviado por Dios. Estos relatos mitificados fueron los utilizados por el nuevo enviado a los árabes, para aleccionar y arengar a las gentes creyentes, y movilizarlos para la lucha.


Del monoteísmo bíblico se deducía que habría de advenir un día el reinado de ese Dios uno y único. Las tradiciones hebreas dominantes, desde David a los Macabeos, sustentaban un mesianismo según el cual el reino de Dios se alcanzaría por medio de la victoria militar. La expec­tativa apocalíptica reiterada por los profetas describía a Dios, sentado en su trono regio, como aquel que promete la victoria definitiva sobre los que oprimen a su pueblo elegido. Y esto acaecería en una guerra del final de los tiempos, concebida como una confrontación maniquea entre el bien y el mal.


En el libro del profeta Isaías (siglo VIII a. C., aunque la escatología de los capítulos 24-27 pertenece a un autor posterior), se describe en estos términos: el Señor, que se sienta sobre un «trono excelso» (Isaías 6,1), vencerá a las potencias extranjeras, juzgará a sus reyes y reinará en Jerusalén: «Aquel día juzgará el Señor a los ejércitos del cielo en el cielo y a los reyes de la tierra en la tierra (…) cuando reine el Señor de los ejércitos en el monte Sión, en Jerusalén» (Isaías 24,21-23; lo mismo en Isaías 33,17-22).


El libro de Ezequiel (hacia 580 a. C.) profetiza contra las hordas mal­vadas de Gog y Magog, que serán derrotadas por un Hijo del Hombre: «Mostraré mi gloria a las naciones y todas las naciones verán el juicio que hago de ellos y mi mano que lo ejecuta» (Ezequiel 39,21). Habrá un nuevo templo y una nueva tierra (capítulo 40).


En términos análogos, se expresa la profecía del visionario Zacarías (hacia 530 a. C.): el Señor aparecerá disparando flechas como rayos, será el escudo de su pueblo, destruirá a los enemigos. «El Señor será el rey sobre toda la tierra. Aquel día, el Señor será único y su nombre único» (Zacarías 14,9).


El libro de Daniel (de la época macabaica, escrito hacia el año 167 a. C.) expone una visión alegórica de cuatro fieras terribles, los imperios, que serán aniquilados por un Hijo del Hombre, al que Dios, sentado en su trono, otorga la soberanía sobre todas las naciones, y cuyo reino no tendrá fin: «Y en la visión nocturna vi venir las nubes del cielo como un Hijo del Hombre que se dirigió hacia el anciano y fue llevado a su pre­sencia.  A él se le dio poder y honor regio, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo servirán. Su imperio es un imperio eterno que no pasará, y su reino no tendrá fin» (Daniel 7,2-14).


En escritos extrabíblicos del siglo primero, se sigue desarrollando el mismo esquema mesiánico guerrero, en la línea de Ezequiel y Daniel. Según la Regla de la Guerra, o Guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, manuscrito de Qumrán encontrado en 1947, el reino de Dios llegará por medio de la guerra y la victoria militar del Príncipe de la Luz sobre sus enemigos capitaneados por Belial. Entonces se restaurará el templo y los sacrificios (cfr. 1QM 6,8).


También la escatología de Los oráculos sibilinos (recopilados en los pri­meros siglos de nuestra era) prenuncia que el reino llegará después de una guerra sangrienta: «Y aquel día instaurará su reino para siempre, so­bre todos los hombres, Aquel que una vez dio la santa Ley a los justos, a quienes prometió abrir la tierra y el mundo y las puertas de los bien­aventurados con toda alegría, con mente inmortal y gozo eterno. Y de toda la tierra los hombres traerán incienso y ofrendas al templo de Dios Altísimo: y no habrá otro templo entre los hombres» (Oráculos 1918, libro III: 767-774, pág. 80).


Todas estas alegorías proféticas comparten el mismo esquema de fondo, el de un mesianismo que cabe caracterizar con calificativos muy precisos: es apocalíptico por implicar una intervención divina y la aparición de una figura que acaudilla al pueblo de los justos, a los hijos de la luz; escatológico por traer el fin de los tiempos de opresión, injusticia o tiniebla; militarista porque para vencer no concibe más camino que la guerra, la destrucción y la aniquilación; y milenarista porque sueña con la implanta­ción de un reino que durará mil años, o sin fin y eterno.


Ese esquema mesiánico tan persistente es el que, desde el inicio de nuestra era, atravesó por el zelotismo judío y, más tarde, por el naza­renismo, hasta desembocar en el mensaje que predicara Mahoma. Como se ha dicho, con razón, Mahoma surgió como profeta de la Hora, o del último Día, que anunciaba el inminente descenso del Mesías Jesús. La prueba es que las resonancias apocalípticas, escatológicas, milenaristas y mesiánico-militares son una constante en los capítulos coránicos.


Al adherirse con fe al mito sacralizado y sus modelos de identifica­ción, los creyentes, comenzando por el Mahoma histórico, viven el mito, historizan el mito mitificando la historia. El Corán convoca y conmina a los creyentes, con promesas de recompensa y amenazas de castigo, a en­rolarse en la militancia y perseverar en la lucha de la yihad hasta el triunfo completo de la religión de Alá.


En medio de las catástrofes sobrevenidas en el primer tercio del siglo VII, efectivamente parecía llegada la hora del apocalipsis. Los antiguos pro­fetas la habían anunciado y la idea apocalíptica seguía viva en la lite­ratura intertes­tamentaria, lo mismo que en las fantasías populares por todo Oriente Próximo.


El «kerigma» del primer Corán era una predicación escatológica (cfr. Sinai 2017). El Corán menciona, en una veintena de pasajes, la imagen escatológica judía del «trono de Dios», o del Señor que se sienta sobre su trono como rey del universo: «Vuestro Señor es Dios, que creó los cielos y la tierra en seis días. Luego se instaló en el trono para administrar el orden» (Corán 51/10,3). Rememora a los malvados «Gog y Magog que corrompen la tierra» (Corán 69/18,94; también 73/21,96). Utiliza diez veces la sonora imagen de la trompeta que anunciará el apocalipsis del juicio inminente: «Se tocará la trompeta. Ese será el día de la amena­za» (Corán 34/50,20). «Suyo será el reino, el día que se toque la trom­peta» (Corán 55/6,73).


La predicación coránica señala con insistencia el horizonte del inmi­nente gran acontecimiento de la irrupción del Dios justiciero en la his­toria, con expresiones tomadas de la escatología judía, entre las cuales las más frecuentes son: «el día del juicio» (13 veces, todas en suras ante­riores a la hégira); «aquel día» (más de 119 veces: 95 en suras anteriores a la hégira y 14 en suras posteriores); «el día de la resurrección» (73 veces: 51 anteriores y 22 posteriores a la hégira); «la hora» que viene (40 veces: 34 anteriores y 6 posteriores a la hégira); «el último día» (26 veces: 25 posteriores a la hégira). Si miramos atentamente, se observa una evolu­ción en el léxico, de manera que, tras la hégira, desaparece la mención de «el día del juicio», disminuyen notablemente las expresiones «aquel día», «el día de la resurrección» y «la hora», mientras que se introduce «el último día» como la más utilizada, como si apuntara al más acá, no al más allá. Podemos corroborar los ecos de los profetas bíblicos, con res­pecto a lo que ocurrirá aquel día, en las siguientes citas del Corán:


«Aquel día, cuando suene el clarín, será un día aciago para los que no creen» (Corán 4/74,8-10).


«Aquel día, nadie castigará como él castiga» (Corán 10/89,25).


«Aquel día, habrá rostros resplandecientes, contemplando a su Se­ñor. Y, aquel día, habrá rostros ensombrecidos, temiendo que los alcan­ce una calamidad» (Corán 31/75,22-25).


«El día en que el cielo se resquebraje por las nubes y los ángeles des­ciendan, aquel día, el verdadero reino pertenecerá al Misericordioso. Y será un día aciago para los que no creen» (Corán 42/25,25-26).


«De Dios es el reino de los cielos y de la tierra. Aquel día, cuando llegue la hora, los que sostienen lo falso perderán. Verás a todas las na­ciones arrodilladas. Cada nación será llamada ante su libro» (Corán 65/ 45,27-28).


«¡Vosotros que habéis creído! Cuando os encontréis con los que no han creído en marcha, no les volváis la espalda. Aquel día, cualquiera que les vuelva la espalda, a menos que sea desplazándose para el combate, o para unirse a otro grupo, incurrirá en la cólera de Dios, y su morada será la gehena» (Corán 88/8,15-16).


«Aquel día, los que no han creído y han desobedecido al enviado que­rrían que la tierra los sepultara» (Corán 92/4,42).


«Aquel día, el reino es de Dios. Él juzgará entre ellos. (…) Los que han emigrado en el camino de Dios, luego han sido matados, o han muerto, Dios los retribuirá con una buena retribución» (Corán 103/22, 56 y 58).


Poco a poco, el significado de «aquel día» va evolucionando desde el señalamiento para el juicio final, hasta remitir finalmente al desarrollo de la guerra librada por los sarracenos emigrados. Así, sobre esta expresión se encabalga otra poshegírica, la de creer en el «último día» o, más exac­tamente, «creer en Dios y en el último día» (del capítulo 87 al 113), que significa y exige el paso a la acción, consistente en someterse a las normas del orden establecido por el enviado y enrolarse para el combate en el camino de Dios.


En efecto, los que creen en Dios y en el último día son aquellos que no se limitan a admitir unas verdades teóricas, sino que además traducen esa creencia en un conjunto de prácticas ejemplificadas en los siguientes:


– Los judíos, los nazarenos y los sabeos que, además, hacen una bue­na obra, por lo que recibirán recompensa (Corán 87/2,62; 112/5,69).


– Los que dan de su fortuna para obras sociales, acuden al rezo, pa­gan el tributo y cumplen el compromiso en tiempos de rigor [guerra] (Corán 87/2,177; 113/9,99).


– Los que aceptan las normas sobre el matrimonio y el repudio (Co­rán 87/2,228; 87/2,232; 99/65,2).


– Los que no hacen dispendios económicos por ostentación (Corán 87/2,264; 92/4,38; 92/4,39).


– Los que ordenan lo que está mandado, prohíben lo ilícito y realizan buenas obras (Corán 89/3,114).


– Los que toman a Mahoma como modelo (Corán 90/33,21).


– Los que obedecen a Dios y al enviado (Corán 92/4,59).


– Los que aceptan lo que mandan los libros que Dios ha hecho des­cender sobre el enviado y antes de él (Corán 92/4,136; 92/4,162).


– Los que no tienen compasión hacia los que son castigados por fornicadores (Corán 102/24,2).


– Los que no sienten afecto por los que se oponen a Dios y su en­viado (Corán 105/58,22).


– Los que visitan los santuarios de Dios, porque solo tiene derecho a hacerlo «aquel que ha creído en Dios y en el último día y ha luchado en el camino de Dios» (Corán 113/9,18 y 19).


– Los que prohíben «lo que Dios y su enviado han prohibido» (Corán 113/9,29).


– Los que no esquivan el «luchar con sus fortunas y sus personas» (Corán 113/9,44).


En ciertos pasajes, el Corán asegura que solo Dios conoce el mo­mento del fin, pero su enviado lo anuncia en su proclama escatológica desde el principio. En otros pasajes, ese momento no sólo parece inmi­nente, sino que ya está allí. La proclama se transforma drásticamente en un reiterado llamamiento al combate «en el camino de Dios», con la con­vicción de que ya ha llegado el último día, en el que se cree, y que viene a anticipar el regreso del Mesías. Este «camino de Dios», que connota la yihad, se cita 72 veces en el Corán, 12 en suras anteriores a la hégira y 60 en las posteriores.


A pesar de su contundencia, los textos de signo escatológico no son del todo coherentes, en la medida en que entremezclan dos concepcio­nes de cómo será la victoria y el juicio. En la primera, se describe una escatología ultraterrena, en la que acontece el fin del mundo, anunciado al son de trompeta, las tumbas se abren y el juicio final decide para cada uno un destino eterno al paraíso, o al infierno: «El día en que se tocará la trompeta, y vendréis en masa, y el cielo abrirá las puertas, y las mon­tañas se pondrán en movimiento y serán un espejismo. La gehena estará al acecho, una morada para los transgresores (…) Los que temen tendrán un éxito» (Corán 80/78,18-22 y 31).


En la segunda concepción, parece claro que el fin estriba en la im­plantación del reino de Dios aquí en la tierra, por lo que se trata de una escatología terrestre, o inmanente, que se realiza en la historia humana. En este modelo, hay una promesa inmediata, que mira al reparto del botín (10 menciones, todas en suras poshegíricas) y la conquista de tierras para los que vencen (Corán 111/48,1-3), mientras que la promesa al paraíso aporta un complemento, que ofrece una salida para los que caen en el combate, pues «Dios ha comprado las vidas y las fortunas de los cre­yentes con [la promesa de] que irán al paraíso. Ellos combaten en el camino de Dios, matan y se hacen matar» (Corán 113/9,111).


Aunque la segunda versión solo aparece en las suras posteriores a la hégira, es posible que la primera, directamente trascendente, acabe sir­viendo al mismo objetivo, a modo de motivación para el compromiso con el reino terrestre. Como si dijéramos que la escatología trascendente está en función de la escatología inmanente, situada en el plano de la realidad histórica. Mientras tanto, en el plano de la ideología, se piensa a la inversa: que el dominio de la tierra mira a un fin sobrenatural.


Por otra parte, el único a quien el Corán otorga el título de Mesías es a Jesús, en once ocasiones, pero siempre es para rechazar su filiación divina y afirmar que no es más que un enviado o profeta (Corán 89/3,45; 92/4,157; 92/4,171-172; 112/5,17; 112/5,72; 112/5,75; 113/9,30-31). El reconocimiento de Jesús se hace a costa de distorsionar su figura hasta el punto de describirlo preguntando a sus apóstoles si están dispuestos a ser «auxiliares de Dios» (Corán 89/3,52; 109/61,14), es decir, a com­pro­meterse en la yihad. Con todo, ese Jesús coránico es alguien singular, investido con una misión escatológica: «Dios lo elevó hacia sí (…) Y el día de la resurrección, él será testigo contra los que no creyeron» (Corán 92/4,158-159; también 89/3,55). Mucho más tarde, los hadices darían colorido a leyendas sobre el retorno del Mesías militar, montado en su caballo blanco, con su capa roja y su espada, para guiar a los ejércitos de los creyentes hasta la victoria y establecer el milenario reino de Dios.


En definitiva, la religión del Corán persevera en el mesianismo mile­narista judío, y sus creyentes se consideran a sí mismos como el nuevo pueblo elegido. El mesianismo de Mahoma, a todas luces de cuño naza­reno, parte de una interpretación judía que, al mismo tiempo, incorpora nominalmente al Mesías Jesús, si bien confiriéndole un carácter mile­narista y militar, netamente anticristiano. Se produce, así, una militari­zación de la esperanza en el reinado de Dios, en continuidad con un modelo histórico muy antiguo, que ya conocemos: el modelo mosaico, davídico, macabeo, zelota, nazareno.


El credo islámico entraña, de alguna manera, una regresión a la con­cepción bíblica veterotestamentaria del reino que se conquista mediante la victoria militar, auspiciada por un Dios de los ejércitos, vengador y justiciero. Si extrapoláramos el modelo a una reflexión histórica, obser­varíamos de nuevo la extraña coincidencia con el tipo de creencias en la violencia que comportan todas las cruentas revoluciones modernas. En perspectiva, pueden interpretarse como avatares de una fe arcaica en la eficacia de los sacrificios humanos para alcanzar la utopía salvífica, plas­mada en un mito y trasplantada del mito a la política. Su mecanismo elemental consiste, al amparo de los postulados sagrados últimos corres­pondientes a cada caso, en crear un enemigo mediante decreto ideoló­gico y, luego, investir con un aura mesiánica los actos propios de ase­sinato, robo, mentira, destrucción y opresión política, confiriendo a tal hazaña el no menos mítico significado de guerra de liberación.


Recordemos que el lenguaje mitológico remite a significados y fan­tasías, no a hechos reales. Sin embargo, esos significados poseen el poder de guiar el comportamiento de la gente en el terreno de los hechos. Las metáforas del mito se traducen en formas simbólicas del ritualismo, en el culto, y en acciones efectivas de la vida personal y colectiva, a las que proporcionan un sentido y una finalidad.


De ahí la importancia capital de los mitos, de los que ningún humano puede escapar, aunque su signo difiera. Una vez codificados, los relatos míticos entran a formar parte del patrimonio genético de la cultura, y desde ahí proporcionan principios de organización de las ideas, las emociones y las acciones para aquellos en cuyas cabezas anidan.



El rito como lenguaje simbólico de sumisión


La comunidad de creyentes del protoislam celebraba sus ritos, en los que no sabemos con exactitud qué se leía, ni qué se predicaba, aunque está fue­ra de duda que algunos de los materiales utilizados en aquel culto fue­ron luego a parar a las páginas del Corán, mientras que otros fueron destruidos.


El lenguaje simbólico islámico, su liturgia y sus gestos evolucionaron con el tiempo. En este plano, la doctrina típica al uso habla de los cinco pilares del islam. Se trata aparentemente de rituales devotos e inocuos, pero es necesario profundizar en su estructura y su función. Porque esos actos simbólicos entrañan una clave de significación menos obvia, que no debemos soslayar: poseen connotaciones que hacen que cada uno de esos pilares a su modo evoque la sumisión propia y el sometimiento de los infieles mediante la yihad, y convoque a participar en ella emocional y prácticamente. Veamos esta implicación, al presentar esos pilares en pocas palabras.


1. La profesión de fe testimonia: «No hay más dios que Dios y Mahoma es el enviado de Dios», lo que ritualiza la exigencia de temor y obediencia absolutos que recorre todo el Corán y lo compendia. Dentro de esta confesión de la creencia en un solo Dios, se asocia también, expresa­mente, la fe en Mahoma como enviado suyo, para predicar el proyecto mesiánico de subyugación del mundo entero bajo su ley. Esta adición de un segundo miembro a la sahada implica un giro decisivo hacia la exal­tación del profeta: «Elevad el rezo, pagad el tributo, y obedeced al en­viado» (Corán 102/24,56). «El que obedece al enviado ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80). Por medio de esa fórmula de fe, los creyentes quedan integrados en el «pueblo de Dios», la umma, y sometidos irre­versiblemente a todas las obligaciones que eso implica.


2. El rezo en postura de prosternación, o azalá, aludido 75 veces en el Corán, es de por sí un acto público, de la comunidad, obligatorio cinco veces al día. En cada acto, se ha de repetir una y otra vez la primera sura del Corán. Sus pocos versículos, aparte de la alabanza a Dios, trazan la división del mundo entre los musulmanes, que siguen el camino recto, y los no musulmanes, y terminan alimentando la aversión hacia los «que incurren en la ira de Dios» (que son los judíos) y hacia los que tacha de «descarriados» (que son los cristianos), según interpretan los exegetas musulmanes de todas las épocas (cfr. Aldeeb 2014).


3. El pago del tributo, o azaque, reclamado 30 veces en el Corán. Es algo aparte de la limosna personal. Es una contribución que hay que pa­gar obligatoriamente y se supone destinada a atender necesidades socia­les, pero también está mandado reservar un porcentaje para la financia­ción de la guerra islámica (cfr. Aldeeb 2015).


4. El ayuno durante el mes de ramadán, mencionado confusamente en el Corán, comporta una experiencia colectiva consistente en pasar privaciones en las horas del día, mientras se aguarda la satisfacción sub­siguiente al caer la noche. No obstante, el simbolismo que connota es un tanto complejo. Por una parte, rememora la primera revelación del Corán a Mahoma (Corán 25/97,1-5). Por otra, está relacionado con la esperanza en la venida del Mesías militar, que conquistará el mundo, adoptada de la apocalíptica judía.


5. La ida en peregrinación a La Meca. El Corán habla de peregrinación, pero no indica adónde se va. Nunca dice que sea a La Meca (cuya su­puesta mención en el Corán es problemática). Probablemente no se esta­bleció que fuera allí hasta la segunda mitad del siglo VIII. Su sentido profundo reside en celebrar la institución de una nueva capital sagrada del mundo y renovar la entrega de los creyentes al proyecto de imposi­ción de la Ley islámica en el mundo. Más específicamente, en cuanto acción de abandonar la propia casa para ir lejos connota la salida para la guerra: una emulación simbólica de los muhāŷirūn (palabra de la misma raíz que haŷŷ, la peregrinación), el término con que se designaban a sí mismos los árabes sarracenos que se apoderaron de Siria y Palestina, los que habían emigrado, abandonando sus tierras para combatir por Alá, organizándose para las razias y las conquistas.


En general, las acciones simbólicas dramatizan e interiorizan lo que la mitología narra. Desde este punto de vista, como todo sistema religio­so, el sistema islámico dispone de unos sacramentos que son en parte los denominados pilares del islam. Pero no son los únicos, en absoluto. A ellos hay que añadir otras innumerables acciones rituales que también están prescritas. Entre ellas, no se pueden ignorar las que, aunque no se incluyan en el número de los pilares, constituyen otras señas de identidad que sirven para marcar visiblemente la pertenencia al colectivo del auto­designado «pueblo elegido» (la umma musulmana), y que se inscriben tan­to física como simbólicamente en el cuerpo y la actividad de sus miem­bros. Nos estamos refiriendo a tres obligaciones rituales funda­mentales, como son:


– La circuncisión masculina y femenina (cfr. Aldeeb 2012).

– Las prohibiciones alimentarias, muy complejas, que afectan en particu­lar al veto de la carroña, la carne de cerdo, la sangre, lo ofrecido a otros dioses, el animal ahogado, apaleado, despeñado, corneado, devorado por una fiera o inmolado en los cipos (Corán 55/6,145; 70/16,115; 87/2,173; 112/5,3). Se prohíbe también el vino y las bebidas embriagantes (Corán 87/2,219; 92/4,43; 112/5,90-91).

– La observancia de la celebración de un día sagrado semanal, fijado el viernes (Corán 110/62,9).


Aún falta por añadir la complicada casuística concerniente a la pu­reza, la impureza y los rituales de purificación. Caigamos en la cuenta de que prácticamente toda esta normativa (excepto la prohibición del vino) procede de la religión judía, de modo que el islamismo solo se la ha apro­piado, con leves retoques en su significado. Por medio de esas mil y una prescripciones y proscripciones que recaen sobre el buen musulmán, la vida entera queda ritualizada y la libertad, anulada.


Otro simbolismo implantado, con base en el Corán, aunque ahí no esté del todo claro, es el velo femenino, con el que deben cubrirse las mu­jeres (cfr. Aldeeb 2016b). En las calles de los países musulmanes, y sobre todo en los que no lo son, este rito de llevar el velo exhibe una especie de bandera que marca el avance de la territorialización del islam, como un estandarte de la yihad (algo parecido a la funcion que cumple la barba masculina y la chilaba).


Es posible que, al principio, las prescripciones decretadas por Maho­ma fueran mínimas (acudir al rezo, pagar el tributo y acaso el ayuno), pero pronto se fueron imponiendo normas y una disciplina que urgía a enrolarse para el combate. De este modo, Mahoma reforzó su poder y emprendió la conquista. Sus su­cesores extendieron las conquistas e hi­cieron proliferar las obliga­ciones del musulmán hasta extremos inaudi­tos, si es que son obligatorios los hadices, los comentarios clásicos y las codificaciones del derecho islámico.



El ethos de militarización del mesianismo


El islamismo no se presentó como una nueva religión, ni tampoco como una nueva ética, sino como un movimiento que asumía una forma pe­culiar de cristianismo judaizante, el mesianismo nazareno. Así, desde su gestación, el protoislamismo mahomético llevó a cabo una radi­calización en todos los planos: el de la fe monoteísta expresada en su mito salvífico escatológico, el del culto potenciador de la adhesión vivida a la comu­nidad creyente y militante, y el del ethos afincado en la fuerza y el some­timiento, que marcaría toda la historia del islam.


El comportamiento ético se inspira en el mito y lo historifica, al miti­ficar la práctica social e histórica. El grupo de los creyentes coordina sus comportamientos mediante las creencias, los símbolos y los papeles so­ciales compartidos, en la medida en que se inscriben en un contexto que los congloba. De modo que «llamamos ethos de un grupo al conjunto de la conducta real y la conducta exigida que tiene vigencia en ese grupo. (…) El ethos es el significado del mito en el lenguaje de la conducta» (Theissen 2000: 87). El islamismo primitivo asumió y extremó el plan­teamiento ético y político del mesianismo judío, en su versión nazarena, que otorgaba un valor salvífico a la violencia contra las gentes que consi­deraba injustas o descreídas.


El Corán presenta una amalgama de versículos más o menos tole­rantes y pacíficos junto a otros de carácter violento, que llaman a la gue­rra. A esta antinomia intentan dar coherencia los juristas musulmanes mediante la doctrina de la abrogación, de la que ya hemos hablado en el capítulo sobre el Corán. Esto conduce a la anulación de todos los ver­sículos pacíficos y tolerantes, que habrían dejado de estar vigentes.


En contra de una opinión muy extendida, el Corán se refiere a la yihad y la reglamenta tanto en los capítulos de La Meca como en los de Medina. Y lo que se observa es solo una evolución gradual, desde una actitud defensiva, hasta culminar finalmente en la afirmación de la legi­timidad y la obligación de la yihad ofensiva. Sami Aldeeb, en su obra Le jihad dans l’islam, ofrece una serie, no exhaustiva, de 327 versículos corá­nicos que incitan a la guerra o la justifican, y analiza el lugar que ocupan en los fundamentos del islam, conforme a las exégesis de los sabios mu­sul­manes a lo largo de la historia (cfr. Aldeeb 2016a). La islamización es el fin que legitima el deber de la yihad.


El tema de la promesa del paraíso y la amenaza del infierno en el inminente día del juicio estaba vinculado, al principio de la predicación mahomética, a la intervención directa de Dios por medio de su Mesías Jesús. Pero la forma de su realización se fue desplazando, cada vez más, hacia el concepto de la yihad como misión de los creyentes, que debían emplear la fuerza armada para anticipar la derrota de los enemigos de Dios y el logro del premio, el botín prometido a los justos, que no son sino los creyentes que obedecen al llamamiento de Mahoma. De este modo, se produjo un giro explícito hacia la militarización efectiva del ethos mesiánico. Los significados del mito y del simbolismo ritual, incul­cados por el sectarismo nazareno, lanzado a cumplir a toda costa las profecías mesiánico-milenaristas, se convirtieron en acciones de guerra sacralizada, sin cuartel, contra los presuntos «enemigos» de Dios.


El discurso coránico exhibe un persistente carácter beligerante: for­mula injurias y diatribas contra otros en mil cien versículos; expresa odio hacia los judíos en doscientos versículos, y contra los cristianos en un centenar; arremete contra los beduinos en mil quinientos versículos. El voca­bu­lario utilizado en relación con los oponentes resulta muy elocuen­te: basta hacer unas búsquedas en el texto del Corán para comprobar con cuanta frecuencia aparecen términos como, por ejemplo, «perver­sos» (56 ve
­ces), «matar» y sus sinónimos (65 veces), «muerte» (118 veces), «infierno» o «gehena» (303 veces), «temor a Dios» (350 ve­ces), «castigo» (415 veces).


Da la impresión de que la imagen del Dios coránico, clemente y mi­sericordioso, se transformó al compás de la radicalización de su profeta. Este aparece cada vez más celoso, vengador, belicoso e implacable, re­cluta combatientes que se comporten así en la guerra santa por imponer en la tierra la dominación de Dios, cuyo portavoz es él y cuyo lugarte­niente será luego el califa. Sobre todo en capítulos posteriores a la hégira, aumentan las incitaciones a la agresión contra los que no se someten a las huestes de Mahoma. En esta línea, el texto sagrado cul­mina formu­lando lo que se suele denominar «versículo de la espada» (Corán 113/9,5; 113/9,29; 113/9,36), que habría abrogado más de cien versículos de te­nor menos beligerante. En esta teología mesiánica, queda meridiana­mente claro que Dios quiere y bendice la guerra. Leamos una breve anto­logía de citas (el tema se tratará por extenso en el capítulo correspon­diente sobre la yihad):


«Combatid en el camino de Dios contra los que combaten contra vosotros (…) Matadlos allí donde os enfrentéis con ellos, y expulsadlos de donde os hayan expulsado. La subversión es más grave que matar. (…) Combatid contra ellos hasta que no haya más subversión, y que la religión pertenezca a Dios» (Corán 87/2,190-193).


«Se os ha prescrito el combate, aunque sea repugnante para vo­so­tros» (Corán 87/2,216).


«Combatid contra ellos hasta que no haya más subversión, y que toda la religión sea de Dios [Alá]» (Corán 88/8,39).


«Preparad contra ellos tanto como podáis, como fuerza y como ca­ballos de guerra, a fin de atemorizar al enemigo de Dios y vuestro, y a otros además de estos, que no conocéis. Dios los conoce. Lo que gastéis en el camino de Dios os será devuelto, y no seréis defraudados» (Corán 88/8,60).


«Cuando os enfrentéis a los que han descreído, golpead en la nuca. Cuando los hayáis derrotado, encadenadlos fuertemente» (Corán 95/ 47,4).


«Los creyentes son solamente los que han creído en Dios y en su enviado, después no han dudado, y han combatido con sus fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).


«Una vez que transcurran los meses prohibidos, matad a los asocia­dores allí donde os enfrentéis a ellos, capturadlos, asediadlos, tendedles emboscadas por todas partes» (Corán 113/9,5).


Es patente que, cada vez más, la radicalización de Mahoma desa­rrolló un ethos de militarización, cuyo concepto clave era la yihad, califi­cada como «el camino de Dios», inicialmente el camino hacia la con­quista de Jerusalén. Los ritos, que se habían militarizado en el plano sim­bólico, propiciaron que, en el plano práctico, la guerra se ritualizara co­mo combate en el camino de Dios. Más tarde, el mesianismo militar ter­minaría inscrito en un orden legal sacralizado, que impone la obli­gación de la yihad a todo musulmán.


La sorpresa histórica estuvo en que el llamamiento de Mahoma no terminó como el de los zelotas, en el fracaso, sino que tuvo gran éxito. Ahí están las numerosas guerras e incursiones victoriosas bajo el mando personal de Mahoma (véase el Libro de la historia y las campañas, de Al-Waqidi, y La vida del enviado de Dios, de Ibn Hisham). Y, bajo Omar, acon­teció la decisiva victoria del río Yarmuk (año 636) sobre los ejércitos del em­perador romano Heraclio y, poco después, la conquista de Jerusalén (año 637). El mito mesiánico milenarista que los animaba quedó refle­jado en las suras del Corán. El milenarismo teológico del profeta dio el paso desde las creencias y los símbolos al plano real, político y bélico.


El año 610, el Imperio persa sasánida había lanzado una gran ofen­siva sobre Palestina. Sus ejércitos contaban con contingentes judíos (ra­bínicos), de los asentados en Mesopotamia. Tenían también el apoyo de tropas mercenarias de los nazarenos (judíos y árabes). Recordemos que la raíz de la palabra nazarenos (nsr) significa preci­sa­mente «auxi­liares» de Dios. Quizá sean de esta coalición ciertas alusiones que han dejado su huella en pasajes del Corán:


«Los que han creído, emigrado, y luchado con sus fortunas y sus personas en el camino de Dios, así como los que los han albergado y auxiliado, esos son aliados unos de otros» (Corán 88/8,72).


«Los primeros precursores entre los emigrados y los auxiliares, y los que les siguieron de buen grado, Dios los ha acreditado, y ellos lo han acreditado. Él ha preparado para ellos jardines bajo los cuales corren arroyos, donde estarán eternamente» (Corán 113/9,100).


«Dios ha vuelto al profeta, a los emigrados y los auxiliares que lo siguieron en un momento de apuro, cuando los corazones de un grupo de entre ellos casi se desviaron» (Corán 113/9,117).


Lo cierto es que, en 614, cuando el emperador persa Cosroes tomó Jerusalén, encomendó a los judíos rabínicos el gobierno de la ciudad. Tanto estos como los nazarenos pretendían acometer a su manera la re­construcción del templo. Los primeros, para restaurar el culto y el sacer­docio. Y los segundos, para propiciar el retorno del Mesías, con­forme a sus creencias. De ahí surgió tal conflicto que las autoridades persas deci­dieron despojar del gobierno a los judíos rabínicos y expulsar de la ciu­dad a los nazarenos. Tiempo después, sin embargo, los naza­renos árabes, que para entonces ya habían roto con sus mentores judíos y se identi­ficaban como sarracenos «emigrados», reanudarían el mismo proyecto de reedificación del templo tras su conquista de Jerusalén, en 637.


Los cronistas bizantinos cuentan que, a primeros del año 638, cuan­do el general Omar, sucesor de Mahoma, entró triunfalmente en la ciu­dad santa de Jerusalén, lo primero que hizo fue pedir al patriarca cristia­no Sofronio que lo llevara a la explanada del antiguo templo, y allí ordenó improvisar un santuario y ofrendar sacrificios, para restaurar así el culto, pues esta era una condición requerida por el esquema mesiánico como previa a la aparición del Mesías.


Como sabemos, el Corán no utiliza la designación de «musulmanes», sino que a los seguidores del profeta los llama genéricamente «creyen­tes», o «los que han creído». De forma más específica, los más destacados de ellos son designados como «los que han emigrado», los emigrantes, que es la expresión técnica para referirse a quienes hicieron la hégira y conquistaron Siria y Palestina: los muhāŷirūn. Esta designación de «los que han emigrado» aparece 23 veces en el Corán, veinte en capítulos posteriores a la hégira, y en capítulos anteriores solo las dos siguientes:


«A los que han emigrado [en el camino] de Dios, después de haber sido oprimidos, les otorgaremos un beneficio en la vida de aquí abajo. Y la recompensa de la vida venidera será aún mayor» (Corán 70/16,41).


«Tu Señor, para con aquellos que han emigrado, después de haber sido probados, y luego han combatido y han aguantado, tu Señor será, después de eso, indulgente y misericordioso» (Corán 70/16,110).


A todas luces, estas dos menciones de los que emigraron, en el ca­pítulo 70, no tienen ningún sentido dentro de un capítulo datado como anterior a la hégira, o sea, antes de que ocurriera la «emigración». Sen­cillamente, solo pueden ser inserciones posteriores.


En fin, el perfil de Mahoma y sus verdaderos seguidores se compen­dia en la secuencia de creer, emigrar y guerrear, en cuanto exigencia ética bien acreditada en el Corán:


«Los que han creído, y los que han emigrado y combatido en el ca­mino de Dios, esos esperan la misericordia de Dios» (Corán 87/2,218).


«Los que han creído, emigrado, y combatido en el camino de Dios, así como quienes los han albergado y auxiliado, estos son los verdaderos creyentes» (Corán 88/8,74).


«Los que han creído, emigrado, y combatido en el camino de Dios con sus fortunas y sus personas tienen un grado más elevado ante Dios. Estos son los victoriosos» (Corán 113/9,20).


El camino de Dios, que pasa finalmente por la guerra, se plantea como una apuesta en la que siempre cae el premio, pues su meta solo puede ser: o bien el destino inmanente de la conquista de Jerusalén como primicia de la conquista del mundo para el reino mesiánico o, en su de­fecto, el destino trascendente de los jardines eternos. Es una religión política cuya teología garantiza que todo es ganancia, puesto que Dios cumplirá su promesa, ya sea el botín, ya sea el paraíso.



La deriva histórica del reino mesiánico al imperio califal


Aquí, justo en el momento de la victoria, el mito mesiánico que impul­saba el movimiento sarraceno tropezó con la realidad. Conquistada Jerusalén, reconstruido el templo y restaurados los sacrificios por Omar, el Mesías no compareció. La esperanza quedaba defraudada y el caudi­llaje mesiánico se pospuso a una escatología sine díe. Mahoma se había equivocado. Y los nazarenos, también. No obstante, persistió la visión del mundo dividido entre creyentes e infieles, y no se abandonó el plan de conquista de la tierra, emprendido en el camino de Dios. Lo que se produjo, en realidad, fue un desplazamiento pragmático: el ímpetu gue­rrero de aquella federación militar aventurada en la yihad redirigió la fuerza de su éxito hacia la expansión bélica que,con el tiempo, terminaría instaurando un califato humano.


La mitificación de la historia, al transformar los hechos, se trans­formó historificándose en el curso de los acontecimientos. Porque, una vez introducido en la historia, el mito suele acabar siendo distorsionado políticamente, en la misma historia. La realidad que advino no fue el reino mesiánico: fue el imperio de los califas, basado en el sistema teo­político islámico. Hubo una deriva de la idea del reino milenario hacia la práctica del imperialismo árabe califal como demostraron los hechos. Dado que no llegó el reino de Dios, se lanzaron con frenesí a apoderarse de los reinos creados por otros: gran parte del Imperio romano de Bizancio, el entero Imperio sasánida de Persia, el reino visigótico de Hispania, y regiones septentrionales de India.


En consecuencia, el Corán se recompuso hasta acabar estando al ser­vicio de las conquistas y el califato, y los escribas de la corte retocaron el texto y trans­formaron sus significados para legitimar aquel régimen de opresión bajo una ley idolatrada. Así, en lugar de un milenio de paz y justicia, su­ce­dieron más de mil años de guerras intestinas y agresiones casi in­interrumpidas a los países del Viejo Mundo, con el resultado de la ex­pansión de un orden despótico, teocráticamente fundado. Su ideología la han descrito algunos (cfr. Gallez 2005) como una prefiguración de la lucha de clases, o incluso extrañamente afín a Mein Kampf, esa mezcla de historia y mito totalitario.


La decantación funcional de la estructura islámica resulta clara: el recitado de las suras como dogma, la impronta sentimental de las ac­ciones rituales y la presión social sobre el ethos por parte del orden social islámico, que es la umma, hacen que el individuo quede absorbido en ella, en estado de sumisión perpetua. Un poder difuso, en la intimidad y en la sociedad, vigila y castiga al que no cumple la Ley, que lo regula todo con tal rigor que se condena a muerte a quien reniegue del sistema.


Para completar esta exposición y entender mejor su alcance, será ilustrativo subrayar el fuerte contraste que ofrece el mesianismo coránico con respecto a la figura del Mesías que encarna el Jesús de los Evangelios y su concepción del reino de Dios. La predicación de Jesús llevó a cabo una inversión escatológica, en la que rechazaba la violencia y no excluía a los paganos. La oración cristiana, que dice «Padre nuestro (…) venga tu reino», y también las bienaventuranzas parten del universo mítico judío, pero lo transforman y lo encauzan en una nueva línea de signi­ficación, que, en el plano político, postula abiertamente la desmilitarización del mito del reino, exigiendo la renuncia a la violencia en la búsqueda de la justicia.


«Jesús no espera para el futuro una victoria sobre los paganos (…) Los únicos vencidos por el reinado de Dios son Satanás y sus demonios (…) El reino de Dios pertenece a los pobres (Mateo 5,3), a los niños (Marcos 10,14); los recaudadores y las prostitutas entrarán en él antes que los ‘buenos’ (Mateo 21,32). No habría que calificar ese cambio en la expectativa del reino de Dios como una despolitización; se trata, más bien, de una ‘desmilitarización’. Nada tiene que ver con la gran victoria (militar) sobre otros pueblos» (Theissen 2000: 44).


Por consiguiente, hay una diferencia esencial entre la visión personi­ficada en Mahoma y la visión personificada en Cristo, con respecto a cómo se concibe la paz inherente a la metáfora del reinado de Dios. La diferencia crucial entre el ethos de Mahoma y el ethos de Jesús se ve al comparar la lógica de fondo subyacente en uno y otro sistema:


A. El sistema islámico supone una religión que, mediante la violencia, busca la victoria y la dominación sobre los demás, para imponer el reino de paz.


B. El sistema evangélico propone una religión que, rechazando la violencia, promueve la justicia y la reconciliación, como vía hacia el reino de paz.


Las dos sistemas religiosos prometen la instauración de la paz en la tierra, y parecería que su discrepancia está solo en la elección de los me­dios, pero estos acaban siempre alterando la naturaleza de los fines que se per­siguen. Por eso, queda claro que la diferencia no es superficial, sino que radica en el respectivo núcleo estructural y la lógica de los principios morales, es decir, en la esencia misma de cada sistema. El genotipo mahomético genera un reino de obediencia y sumisión. El genotipo crístico se transcribe en un reino de libertad. Dicho con toda concisión, en las antípodas del Corán, lo específico del Evangelio cristiano es que el reino de Dios ya está aquí, como fermento de la humanidad, incoado en Jesús y desarrollado históricamente en virtud del Espíritu divino comu­nicado a todos; de manera que el mismo Dios participa en la his­toria humana, obrando en las personas y las sociedades, y estas, a su vez, participan con él en la realización del reino de justicia y paz. Una paz que no será efecto de la victoria militar, sino de la reconciliación entre los ene­migos.


Las mejores investigaciones sobre el Jesús histórico y sobre el cris­tianismo primitivo dejan absolutamente claro este enfoque específico del mesianismo de Jesús:


«El Evangelio de Mateo dice que el soberano esperado ha aparecido ya en la persona de Jesús. (…) Él es el rey que dará cumplimiento pleno a las expectativas de los judíos y de sus Escrituras. Él es el descendiente de David que traerá la salvación. Pero, a diferencia de los personajes bélicos esperados, este descendiente de David aparece sin aparato mili­tar; no hace guerras, sino que cura a enfermos, y entra en su capital ca­balgando sobre un asno. Rechazó la tentación del imperio terrenal, para adquirir después de su resurrección todo poder en el cielo y en la tierra, y reinar sobre todos los pueblos mediante sus mandamientos –y no me­diante las tropas–» (Theissen 2000: 75).



El mensaje esencial del islam


El islamismo no es una religión como las demás. Cualquier estudio serio reconoce que la naturaleza del sistema islámico es singular: la diferencia específica del islamismo radica en la unión de religión y política o, en otras palabras, la vinculación indisoluble de una intensa espiritualidad con el deber del recurso a la violencia. En esto son unánimes todos los exegetas musulmanes desde el siglo VIII hasta hoy (cfr. Aldeeb 2016a).


Lo expresó meridianamente Ibn Jaldún, cuando señalaba la dife­ren­cia existente entre las guerras del islam y las de otras religiones. Las gue­rras emprendidas por el islam pueden ser ofensivas, mientras que para las demás religiones las guerras solo pueden ser defensivas. Así lo expo­nía el historiador musulmán en su Discurso sobre la historia universal:


«En el islamismo, la guerra santa es de derecho divino, porque su llamada se dirige a todos los hombres y debe hacer que todos abracen el credo islámico de grado o por la fuerza. Se ha unificado el poder espiri­tual y el poder temporal, a fin de que la fuerza de ambos se dirija a su consecución. Las otras religiones no tienen esa misión universal; y para ellas la guerra santa no es un precepto religioso, sino que solo deben hacer la guerra en propia defensa» (Ibn Jaldún 2008: 405).


En nuestros días, sin embargo, existe un gran desconocimiento y a veces, lo que es peor, un conocimiento erróneo, una idealización falaz del islam. Más aún, podemos detectar que hay una política de desinfor­mación, bien financiada y destinada a consumar el gran camuflaje. De ahí la conveniencia de exponer una abreviada sinopsis del mensaje y la esencia del islamismo, que, aunque necesite más amplios desarrollos, viene avalada por las mejores investigaciones.


Islam e islamismo es exactamente lo mismo. No hay dos. El sistema islámico es sin duda una religión, pero no solo eso, pues no hay que enga­ñarse proyectando el concepto europeo de religión. La religión de Maho­ma es también, indisociablemente, una ideología política, de signo to­ta­litario, pero no solo eso. El islam implica asimismo un orden social sacra­lizado, es decir, más que una fe, una ley que hay que cumplir: una regla­men­tación teocrática de dominio y control sobre la vida privada y públi­ca. El islam comporta, finalmente, un proyecto imperialista mundial, susten­tado por una religión política y una teología que convoca a la destrucción de los rivales y la expansión hegemónica sobre el orbe entero.


1. El islam es una religión, cuyos textos presentan la imagen de un Dios que (a diferencia del Dios Padre de los cristianos) actúa arbitraria­mente como un sátrapa oriental, despótico con sus criaturas, priva a los humanos de toda autonomía y les exige que renieguen de la razón y la libertad con las que los creó. Dios es clemente y misericordioso, pero tan solo con quienes obedecen ciegamente a Mahoma.


2. El islam es a la vez una ideología política de signo totalitario, que rechaza de plano los derechos humanos y la democracia. Para el islam no existe distinción entre sociedad y Estado, entre política y religión. La distinción básica es entre creyentes e infieles, para despojar a estos úl­timos de cualquier igualdad de derechos. Impone a toda la sociedad mo­dos represivos de vida, mediante prescripciones y prohibiciones que conforman el sistema halal / haram, que no deja a la decisión personal el menor aspecto de la vida colectiva o individual.


3. El islam es a la vez un orden social sacralizado o sistema teocrático de dominio y sometimiento, cuyo objetivo consiste en imponer el de­re­cho islámico: un sistema legal medieval, pretendidamente inmutable, que consagra la desigualdad jurídica entre musulmanes y no musul­manes, y la inferioridad de las mujeres, acepta la esclavitud y condena como apos­tasía la libertad de religión y de conciencia. Esta ley es de obligado cum­plimiento, bajo un régimen de castigos terribles: flage­lación, ampu­ta­ciones, degüello, crucifixión, lapidación, destierro, etc.


4. El islam es a la vez un proyecto imperialista mundial, que se arroga el derecho, como deber religioso-político para los musulmanes, de con­quistar todos los países de la Tierra y hostigar y destruir todas los demás sistemas culturales y religiosos, hasta que prevalezca en todo el mundo la religión de Alá, y todas las naciones queden sometidas al poder califal.


Esta, y no otra, es la doctrina islámica, asumida por todas las escuelas del ámbito suní y del chií, fundamentada en el Corán, en los hadices y la vida de Mahoma, así como en los códigos medievales de jurisprudencia que configuran la ley islámica. El conjunto de todos los esfuerzos y ac­ciones de todo tipo, dirigidos a hacer avanzar ese proyecto de domina­ción y dimmitud, es lo que recibe el nombre de yihad.


Esta síntesis, claro está, no pretende definir una esencia metafísica, pero sí describir los axiomas y los temas del núcleo duro permanente del sistema canonizado en el Corán, desarrollado y consolidado en la historia de los países musulmanes, durante siglos y hasta hoy.


No será decente camuflar, mediante añagazas, disimulo y manipula­ción mediática, el significado manifiesto de los textos sagrados del islam. Tampoco la cruda realidad de los hechos históricos, que evidencian cómo el régimen sobre el que se asentaron los imperios de la civilización islámica, aparte sus logros concomitantes, otorgó siempre un valor pri­vilegiado y esencial a la guerra, el botín, la dimmitud, la misoginia, la esclavitud y el terror. Esto podrá camuflarse, pero no borrarse. Negar esta realidad solo puede hacerse renegando del pensamiento crítico y mintiendo sobre la historia, en aras de una vergonzosa islamodulía.



La inverosímil simplicidad del islam


Se suele hablar, sin duda por desconocimiento, de la simplicidad del sis­tema islámico. La aparente simplicidad se basa en que hay un Dios, un profeta, una comunidad, una ley, y la yihad contra los que no se someten. Pero, en realidad, se trata de algo bastante más complicado:


Un Dios amo del mundo, del cielo y el infierno, con muchos atri­butos contradictorios, ante quien el creyente no sabe a qué atenerse, pues puede premiar o castigar según su libérrima voluntad, sin compromiso alguno.


Un profeta que priva para siempre del don de profecía a todo otro hu­mano y que emite mensajes dispares, que se anulan unos a otros. Ade­más, es propuesto como modelo, cuando su comportamiento no parece en absoluto ejemplar.


Una sociedad, religiosa y política indistintamente, que oprime a las mujeres, excluye a los no musulmanes y promueve la esclavitud.


Una ley divinizada, que impone infinitos preceptos de todo orden, que deja a las personas sin palabra, sin razón y sin libertad.


Una yihad ofensiva, instituida a partir de una visión maniquea del mundo e inspirada en una mitología religiosa que exalta la violencia y atropella los derechos del otro.



Capítulo 9. Mahoma en la historia y en el mito