La genealogía del islam

9. Mahoma en la historia y en el mito

PEDRO GÓMEZ




- Las fuentes de la tradición sobre Mahoma
- La imposible biografía de Mahoma
- Una semblanza elemental de Mahoma
- La enigmática muerte de Mahoma
- La incorporación tardía de Mahoma al dogma islámico
- El predicador coránico, un personaje anónimo
- El predicador coránico, en una Meca ignota
- El predicador como ‘anunciador y advertidor’
- El predicador como ‘enviado’ de Dios
- El predicador como ‘profeta’ armado
- El profeta extiende el reino de Dios mediante el terror
- El profeta exige obediencia a él como obediencia a Dios
- La evolución teológica y política de Mahoma
- La ausencia de novedad en el mensaje de Mahoma
- La mitificación de Mahoma en el viaje nocturno
- La mitificación de Mahoma como sello de los profetas
- La mitificación de Mahoma como paráclito anunciado
- La mitificación de Mahoma como hombre perfecto
- Mahoma y sus mujeres
- Mahoma y su matrimonio con la niña Aisha
- Mahoma y las mujeres adúlteras


Las fuentes de la tradición sobre Mahoma


¿Cuándo y dónde nació Mahoma? ¿Cuáles fueron exactamente sus ges­tas, qué dijo y qué hizo? ¿A quiénes dirigía su proclama? ¿Tuvo maes­tros? ¿Y sus mujeres? ¿Cuándo, dónde y cómo murió? ¿Qué podemos saber de su historia, de su biografía? ¿Hasta qué punto es válido lo que cuenta la tradición musulmana? (Antes de continuar, como se puede ver, en este trabajo escribo el nombre del profeta del islam como Mahoma, con la ortografía normal en la lengua española, huyendo de esnobismos y adulaciones.)


Desde un punto de vista histórico-crítico, la vida del personaje que llamamos Mahoma es casi absolutamente desconocida. Tanto las biogra­fías musulmanas clásicas como las colecciones de hechos y dichos de Mahoma, que ofrecen múltiples narraciones de batallas e infinidad de episodios ejemplares, datan de los siglos segundo, tercero y cuarto de la era musulmana (siglos IX, X y XI de la era cristiana). Distan mucho de cumplir los criterios de fiabilidad histórica exigibles (cfr. Reynolds 2007). Si se escribiera una biografía de Mahoma que solo mencionara los he­chos con garantía de historicidad, apenas ocuparía unas cuantas páginas muy escuetas (cfr. Rodinson 1961; Chabbi 1997).


La más antigua biografía oficial de Mahoma habría sido establecida, según algunas fuentes musulmanas, por orden del califa abasí Al-Mansur (754-775), casi siglo y medio después de muerto el personaje, y escrita por autores persas, que asentaron una cronología cuya veracidad  se en­cuentra hoy cuestionada. En concreto, se habla de una biografía escrita por Ibn Ishaq (muerto en 767), actualmente desaparecida. Luego está la Vida del enviado de Dios (Sira rasul Allah), de Ibn Hisham (m. 834), que es hoy la más conocida y célebre. Pero son clásicas también las obras Libro de la historia y las campañas (Kitab al-tarij wa al-maghazi) de Al-Waqidi (m. 823); Libro de las clases principales (Kitab al-tabaqat al-kabir) de Ibn Sad (m. 845); e Historia de los enviados y los reyes (Tarikh al-rusul wa al-muluk) de Al-Tabari (m. 923). Como se puede ver, todos estos autores pertenecen a los siglos IX y X.


Es lícito desconfiar incluso de la venerada Vida del enviado de Dios, de Ibn Hisham, escrita dos siglos después de la muerte del biografiado. Aunque este autor invoca como fuente suya la obra de Ibn Ishaq, que contendría sobre todo las campañas militares de Mahoma. Si no fuera porque la citan otros autores (como Yunus Ibn Bukayr, muerto en 815), uno estaría tentado a pensar que la remisión a tal fuente, hoy perdida, podría no ser sino una ficción literaria, al estilo de la remisión a Cide Hamete Benengeli hecha por Cervantes en su Don Quijote de la Mancha.


Aparte de las vidas de Mahoma, están
las compilaciones de dichos del profeta (llamados hadices). De este género de relatos hay una mención temprana en Al-Ándalus, datada hacia el año 742, hecha por Muawiya Ibn Salih Al-Himsi (según Gautier Juynboll 1983: 23). Con todo, es más de un siglo posterior a la hégira. Las compilaciones más reconocidas son las de los hadices considerados «auténticos», aún más tardías: la de Al-Bujari (m. 870) y la de Muslim (m. 875); pero también las de Abu Dawud (m. 888), Al-Tirmidi (m. 892), Ibn Maya (m. 886), y Al-Nasai (m. 915). Pero el hecho es que las tradiciones recogidas en estas colecciones no merecen un juicio menos riguroso con respecto a su historicidad. Sus sabios au­tores son todos persas, de la segunda mitad del siglo IX, con­tem­po­rá­neos de la redacción de Las mil y una noches, obra con la que po­siblemente cabría establecer cierto parangón. Por su parte, las colec­cio­nes de hadices chiíes se escribieron aún más tarde, en los siglos X y XI.


Dichas colecciones de hechos y dichos atribuidos a Mahoma, con el fin de justificar su autenticidad, reseñan al inicio de cada relato una «ca­dena de transmisión», que nombra un narrador que recibió el relato oral de otro anterior, y este a su vez de otro, hasta remontarse finalmente a una de las esposas o a alguno de los compañeros del profeta, como tes­tigo de los hechos ocurridos dos siglos y medio antes. Ahora bien, desde el punto de vista crítico, lo más probable es que la inmensa mayoría de esos relatos carezca de la fia­bilidad exigible para fundamentar su pre­tensión de veracidad. Cada vez parece más claro que esas supuestas cre­denciales, la cadena de trans­misores aducidos para acreditar la autenti­cidad del relato, no constituyen más que un recurso literario. Aunque esto no quiere decir que todo sea pura invención. Lo que pasa es que, en general, no contamos con pruebas en las que sustentar la historicidad. Pues, incluso si hay retazos verídicos en el relato, estos son imposibles de discernir, al no haberse conservado ninguna otra documentación con la que contrastar.


Investigadores como Christoph Luxenberg (2000) y Alfred-Louis de Prémare (2002) llegan a la conclusión de que la transmisión oral no jugó ningún papel relevante, y que la misma formación del Corán se dio ya en el contexto de una cultura escrita y a través de un arduo trabajo de redacción, edición y reescritura. Otros estudiosos eminentes que restan todo crédito a las fuentes árabes, tanto las biografías como las coleccio­nes de hadices, son los orientalistas Henri Lammens (1910a y 1910c) y Alphonse Mingana (1917).


Al parecer, durante los tres primeros siglos del islam, los relatos ma­hométicos proliferaron de tal manera que, según se dice, superaban el millón seiscientos mil. De ellos, las colecciones consagradas selecciona­ron solo varios miles: más de 7.000, tanto en la recopilación de Al-Bujari como en la de Muslim, si bien muchos de ellos repetidos. En el extremo opuesto al reconocimiento de tamaña proliferación, algunos eruditos musulmanes opinan que apenas habría unos cuarenta que deban consi­derarse verdaderamente auténticos, procedentes del Mahoma histórico.


Dado el carácter creativo y edificante de tales relatos, cabe interpre­tar cada colección como un intrincado fabulario de escenas ejemplares, compuesto en Bagdad bajo supervisión califal, destinado a reforzar la exégesis oficial del Corán y a legitimar la codificación jurídica, puesta al servicio del poder político. De manera que, como afirma Patricia Crone, fueron los juristas quienes determinaron qué es lo que dijo el profeta.


Si hiciéramos el recuento de todos los hadices incluidos en las colecciones, resultaría una cantidad tal que, dividida entre los días de actividad de Mahoma, no hubiera podido hacer otra cosa que escenificar tesituras ejemplares y pronunciar frases sentenciosas, y ni siquiera le hu­biera dado tiempo para todas. Este dato por sí solo hace ver hasta qué punto su historicidad resulta completamente inverosímil.


En consecuencia, podemos compartir el juicio que emite Alfred-Louis de Prémare, historiador del islam, en Les fondations de l’islam:


«En suma, de manera general y salvo raras excepciones, las narra­cio­nes sobre el período primitivo del islam no son, hablando con pro­piedad, do­cumentos de historia sobre ese mismo período. Son tribu­tarias de un modo particular de contar, escribir y transmitir. Son fuertemente de­pen­dientes del contexto en que fueron elaboradas tras la muerte del fun­da­dor, del filtrado de los transmisores sucesivos, de la oposición de per­so­nas o tendencias y, en fin, del contexto intelectual y las intenciones pro­pias de los autores que, sobre la base de Ibn Ishaq, organizaron ele­men­tos originalmente independientes unos de otros» (Prémare 2002: 18).


Por supuesto, en aquella época, nadie se proponía hacer historia como hoy se entiende, ni contaba con metodología para ello, aunque podían interesarse en recoger informaciones sobre los acon­tecimientos y los personajes. En el caso de Mahoma, los sabios persas, urgidos por los califas abasíes, compusieron una prolija seudo­biografía, a partir de retazos del todo incoherentes:


«Dicho claramente, la historia caballeresca de Mhmd, la sira, no relata hechos históricos, sino que pretende hacerse eco de una cadena de re­cuerdos y testimonios póstumos, post eventum. El hecho científico es que no existe ningún rastro, estrictamente ninguno, arqueológico u otro, de ese personaje Mhmd, fuera de las fuentes militaro-islámicas auto­pro­clamadas, que tenían una necesidad política (esta, bien real) de dis­poner de esa leyenda, 150 años más tarde. La biografía de Mhmd fue, en efecto, una ‘obra de encargo’, dirían los juristas, exigida por el poder califal a mediados del siglo VIII» (Qadr 2019: 118-119).


En conclusión, las fuentes islámicas clásicas, las biografías y los hadi­ces sirven poco para obtener un conocimiento fiable acerca del Mahoma histórico. Seguramente
contienen elementos de información, pero esta viene mezclada con creaciones literarias y una patente mito­logización, sin que sea posible distinguir lo imaginario de lo real. Para lo que mejor podrán servir es para conocer cómo se gestó el sistema del islamismo y se instauraron las bases de la mentalidad musulmana.



La imposible biografía de Mahoma


Cuando se aplican criterios histórico-críticos, como han hecho los inves­tigadores más sólidos, se llega a la conclusión de que las clásicas vidas de Mahoma escritas por musulmanes, desde la biografía perdida de Ibn Ishaq en adelante, pertenecen al género de la hagiografía (vida de un santo) o la aretalogía (epopeya de un héroe). Las vidas de Mahoma modernas, en su mayoría, tampoco pueden tenerse por verdaderas biografías, puesto que se mueven más bien entre la novela y el relato de ficción producido mediante el saqueo literario de los tradicionistas, con un suplemento de falaz imaginación.


Dado que, entre los árabes de principios del siglo VII, los meses y los años rodaban uno tras otro y carecían de un calendario desarrollado, capaz de calcular con exactitud la cronología, hay que tener en cuenta que todas las dataciones indicadas por la tradición son aproximativas e inciertas. A veces constituyen una mera conjetura, hecha por compara­ción o asociación con acontecimientos conocidos, o bien una data esta­blecida mucho tiempo después. Nadie sabe a ciencia cierta cuándo nació Mahoma, pero se situó su nacimiento en el momento histórico de la fallida expedición contra la caaba dirigida por Abraha, virrey abisinio de Yemen, en el año del Ele­fante, supuestamente el 570 (alusiones en Corán 105,1-5). Ahora bien, según la investigación histórica actual, en realidad esa expedición tuvo lugar el año 530, demasiado pronto para servir de referencia creíble. En consecuencia, sobre toda la biografía de Mahoma se cierne una enorme incertidumbre, tanto en la cronología como res­pecto a los hechos na­rrados, de manera que prácticamente todo puede constituir una fabri­cación ulterior, a partir de supuestas tradiciones que, a su vez, carecen de cualquier prueba documental.


En nuestros días, son pocos los que dudan de la existencia de un personaje his­tórico detrás de la figura del Mahoma de la fe musulmana. Lo que está en cuestión, sin embargo, es la historicidad de la literatura islámica acerca del personaje (cfr. Spencer 2006 y 2012). Además, el cuestionamiento afec­taría también a las que se suelen entender como menciones del nombre de Ma­ho­ma en el Corán. La conclusión cierta es que hoy se encuentran en entredicho prácti­camente la totalidad de las biografías y las historias del profeta islá­mico, clásicas y modernas, de autores tanto musulmanes como occiden­tales.


Por eso, a muchos historiadores les parece una tarea prácticamente imposible escribir una biografía de Mahoma, pese a la ingente can­tidad de narraciones de la tradición, pues, como hemos visto, son falaces. El mundo musulmán no ha conservado documentos coetáneos del surgi­miento del islam. Los textos más antiguos sobre la vida de Mahoma son dema
­siado tardíos y notoriamente apócrifos. El hecho innegable es que sobre el profeta del islam no existe ningún documento árabe de la época, y que su nombre está prácticamente ausente en el texto coránico (cfr. Chabbi 1997).


Un fideísmo ciego en defensa de la tradición musulmana no resuelve el problema, ni lo anula. En adelante, hay que contar con la evidencia de que las biografías de Mahoma (la sira de Ibn Hisham, el tarij de Al-Tabari), lo mismo que las colecciones de hechos y dichos del profeta (los hadices de Al- Bujari, Muslim, etc.), distan mucho de cumplir con los mínimos criterios de historicidad requeridos por el método de la historia científica. De manera que, al final, solamente contamos con lo que se haya conservado en el Corán, de forma escueta, fragmentaria y oscura. Así, pues, sabemos muy poco acerca del personaje histórico Mahoma y de los orígenes del islamismo.


Fuera de la literatura árabe musulmana, tampoco encontramos fuen­tes que ofrezcan crónicas coetáneas, a excepción de algunas alusiones dispersas e incidentales. Por tanto, solamente contamos con lo que se recoge en el Corán. La tentativa de algunos que han buscado en las bio­grafías clásicas de Mahoma datos, acla­raciones o conocimientos más allá de lo que está contenido en el Corán parece destinada al fracaso, una vez que la investigación ha puesto al des­cubierto que se trata de desarrollos más bien legendarios, sin otra base que aquellos pasajes coránicos a los que sirven de glosa y ampliación. De modo que, para nuestra sorpresa, es el Corán el que, a fin de cuentas, se halla más próximo al Mahoma histórico, sin olvidar que su texto estuvo sujeto a retoques hasta el siglo IX (no se conserva ningún manuscrito completo de fecha anterior). Además, la lectura del texto coránico es problemática, puesto que los signos diacríticos que fijaron los significados no se aña­dieron sino a partir del siglo X (Moussali 1996).


Como recapitula la islamóloga tunecina Hela Ouardi, en una obra suya sobre los últimos días de Mahoma, donde se hace eco de las graves dificultades que entraña tratar de escribir la biografía de Mahoma:


«Cada vez que intentamos escribir sobre la vida del profeta, nos en­frentamos a un dilema claramente resumido por Harald Motzki: no se puede escribir una biografía de Mahoma sin ser acusado de hacer un uso no crítico de las fuentes de la tradición; al mismo tiempo, tan pronto como se comienza un trabajo crítico sobre las fuentes musulmanas, se vuelve imposible escribir una sola línea sobre la biografía del profeta. Esto ha llevado a historiadores como Jacqueline Chabbi a hacer consta­taciones desesperadas y afirmar que la biografía del profeta parece sim­plemente ‘imposible’. John Wansbrough piensa que esta ‘imposibilidad’ no proviene de la falta de información, sino del hecho de que la historia relatada en la tradición es en sí misma una construcción.

   En efecto, las primeras biografías del profeta obedecen a considera­ciones simbólicas y literarias dictadas por el contexto político de la re­dacción de estas obras. Por su parte, en su estudio de historiografía is­lámica, Chase F. Robinson afirma que los redactores de la tradición no son necesariamente malintencionados. El objetivo de los cronistas aba­síes no es necesariamente falsificar la historia, sino ‘producir un pasado convincente que diera sentido a un presente transformado’» (Ouardi 2016: 234-235).


En resumen, salvo que renuncie del todo a trazar una vida de Ma­homa, dándola por imposible, el investigador deberá apoyarse ante todo en el estudio de la composición del Corán. También tendrá en conside­ración las fuentes clásicas, sometiéndolas a un severo examen crítico, dado su carácter problemático. Y prestará atención a las informaciones halladas en fuentes extramusulmanas. Lo inaceptable es dar por válidas las fuentes tradicionales, acríticamente, como hacen tantos que escriben vidas de Mahoma. Por ejemplo, Karen Armstrong en Mahoma: biografía del profeta (1991), donde no solo asume inge­nuamente las historias de la tradición islámica, sino que escamotea todo lo que ella juzga inconve­niente para la buena imagen de su hagiografiado. ¡Y, encima, nos dice que su pretensión es combatir los prejuicios! Exac­tamente la misma dis­torsión la encontramos en panegíricos como el que traza el teólogo Juan José Tamayo (2009: 33-56). Es más coherente y decente no abundar en el tópico y atenerse, en lo posible, a los resultados que van desvelando las investigaciones, como hace, por ejemplo, Ibn Warraq en el capítulo 9 de su libro Por qué no soy musulmán (1995), donde analiza la personalidad del profeta del islam. O bien otros autores, con diferentes estilos, como Jacqueline Chabbi (1997), Robert Spencer (2006 y 2012), Fred Donner (2010) y Hela Ouardi (2016).


Para una aproximación lo más depurada desde el punto de vista me­todológico, haría falta algo así como una mahometología que saque a la luz el carácter, el papel y la función de amonestador y, más tarde, de enviado y de profeta según los términos del Corán. Y habría, además, que con­trastarla con una mahometografía que describa lo más objetivamente posi­ble los hechos y dichos más verídicos del personaje Mahoma. Es decir, hacerse cargo del «Mahoma histórico» en contraste con el «Ma­homa de la tradición» musulmana, sin perder de vista lo que significa la elevación de este junto a Alá, en la profesión de fe canónica de los musulmanes.



Una semblanza elemental de Mahoma


Admitamos que, a fin de cuentas, la fuente más próxima a los hechos es el Corán, de modo que este constituye el testimonio más sólido de la huella dejada por Mahoma. Ahí intentaremos rastrear al personaje, a la par tan omnipresente y tan huidizo. Esbozaremos primero una semblan­za bastante elemental, para luego abordar más a fondo determinados as­pectos, en los apartados siguientes.


Al parecer, el nombre propio del futuro Mahoma habría sido Abū l-Qāsim ibn Abdallāh, del clan Hasim, o hachemí, de la tribu Quráis de La Meca. O bien, a tenor de otras fuentes musulmanas, su nombre primitivo podría haber sido Qotam (Théry 1955a: 38), o Qatham (Aldeeb 2019: 5 y 437). En cuanto al apellido, que los árabes forman normativamente a partir del nombre del padre, Sami Aldeeb precisa que no habría sido Ibn Abd Allah (que significa «siervo de Alá»), como suele decirse, sino Ibn Abd Al-Lat («siervo de Al-Lat»), una de las tres diosas aludidas en los versículos satánicos (Aldeeb 2019: 437, nota al versículo 109/61,6). No se sabe con certeza a partir de qué momento se honró al personaje con el sobrenombre de Mahoma (Muhammad).


Se suele dar por bueno, aunque está por demostrar, el esquema bá­sico tradicional de la vida de Mahoma. De modo provisional, podemos partir de él, para luego tratar de ir encajando las posibles correcciones y los cuestionamientos pertinentes.


«Según la tradición musulmana, Mahoma, cuyo verdadero nombre es Qatham Ibn Abd-al-Lat, nació alrededor del año 570 en La Meca, una ciudad comercial y cosmopolita de Arabia donde convivían diferentes comunidades religiosas, principalmente politeístas, judíos y cristianos. Hacia el año 610, comenzó a recibir un mensaje transmitido por el ángel Gabriel. Ante la persecución de los suyos y de sus conciudadanos debido a sus posiciones religiosas exclusivistas, abandonó La Meca en 622, con algunos de sus compañeros, rumbo a Yathrib, ciudad de su madre, más tarde llamada Medina. Este año marca el inicio del calendario musulmán de la hégira, que comienza el 16 de julio de 622 (correspondiente al día primero de mujarrán). En 630, Mahoma regresó a La Meca al frente de un ejército y la conquistó. Murió en Medina el 8 de julio de 632» (Aldeeb 2019: 5).


No obstante, es legítimo dudar de la exactitud de la genealogía del profeta árabe, de las fechas, de los lugares, de las batallas, de las profecías, tal como las reconstruye la tradición; pues no se puede demostrar que no sea una genealogía y una biografía elaboradas ad usum Delphini y para edificación de los creyentes.


Según la historia califal, Abul Qasim, o Qatham, participaba ini­cial­mente de las creencias supuestamente politeístas de su familia y su tribu, de manera que él habría sido idólatra hasta los cuarenta años. Pero, en la historia reconstruida, hay in­dicios de que su clan y él mismo, al igual que su primera mujer, Jadiya, pertenecían, quizá desde una generación antes, a la comunidad de los judeonazarenos.


El preceptor, o uno de los preceptores, del joven Mahoma habría sido Waraqa Ibn Naufal, primo hermano de Jadiya por parte de padre. La tradición de los hadices cuenta que Waraqa era sacerdote, o una espe­cie de monje, perteneciente a lo que actualmente se identifica como el movimiento nazareno. Según la misma tradición, Waraqa era muy ins­truido, poseía un rollo de las Escrituras y las tradujo al árabe (Al-Bujari, Sahih, hadiz 3; con paralelos en 3392, 4953 y 6982). Sobre la im­por­tante influencia de Waraqa, argumenta el historiador de las religiones Joseph Azzi, en su obra Le prêtre et le prophète (2001); y también Leila Qadr, en Les trois visages du Coran (2019: 107-108).


Otros autores recuerdan que había un rabino judío, llamado Abd-Allah Ibn Salam, que mantuvo contacto con Mahoma y habría sido tam­bién su instructor. A él parece haber referencias en el Corán (42/25,5 y 70/16,103; véase la nota de Sami Aldeeb a este último versículo, en su traducción francesa).


Con respecto al grado de instrucción de Mahoma, con tan eminentes maestros, se ha replanteado la cuestión de si realmente era analfabeto, como se suele decir. De ordinario, la tradición insiste en que el Corán fue proclamado por un profeta iletrado, lo cual probaría el origen divino del libro, ya que no podría haber sido compuesto por un hombre que no sabía leer. Suelen traducir así:


«Los que siguen al enviado, el profeta analfabeto, que encuentran ins­crito entre ellos en la Torá y el Evangelio…» (Corán 39/7,157).


La base para traducir así la expresión está en dos versículos en los cuales se designa a Mahoma como ummi, palabra que es traducida por «analfabeto». La raíz de esa palabra es um, que significa madre, la misma raíz de donde deriva umma, la comu­nidad o el pueblo. De manera que ummi designa a alguien que pertenece al pueblo, como sobreentendiendo alguien popular. Y como, sobre todo en los primeros siglos del islam, se suponía que la gente popular era generalmente iletrada y anal­fabeta, la palabra acabó tomando este último significado.


Tampoco parece acertado interpretar la expresión como «profeta de las nacio­nes», aunque todo esto es discutible y discutido por los especia­listas. La islamó­loga Denise Masson, sostiene que su sentido hay que entenderlo, más bien, como el califica­tivo de los que no tenían escrituras sagradas propias, en contraposición a los judíos que sí las tenían. Esos sin escritura eran los gentiles. Y tal sería por entonces el caso de los árabes. Por consiguiente, habría que traducir «profeta de los gentiles», de los árabes, el profeta que llevaba a su pueblo el conocimiento de la Torá y el Evangelio. Y es cierto que el Corán se elaboró básicamente a partir de la Torá y el Evangelio.


Pero, aun en la hipótesis de que Mahoma no hubiera sabido leer ni escribir, de ahí no se concluye que fuera inculto o incapaz de componer suras del Corán. Pero es que el mismo Corán nos da a entender que sabía leer, por ejemplo, cuando cuenta que el ángel le mostró unas aleyas es­critas y le mandó que las leyera.


Fuera de la literatura musulmana, se hallan también testimonios que hablan de un Mahoma alfabetizado. Un obispo armenio, de nombre Se­beos, escribió una Historia de Heraclio, allá por el año 660, solo treinta años después de los hechos (y no más de doscientos, como ocurre con las tradiciones musulmanas que hablan del Mahoma analfabeto), y en esa historia dice sobre Mahoma: «Estaba muy bien instruido y manejaba con facilidad la historia de Moisés». El analfabetismo de Mahoma es, pues, una invención tardía de los comentadores de época califal, que, al cali­ficarlo así, pretendían resaltar el papel pasivo del profeta en la recepción de lo que descendía del cielo sobre él (cfr. Capucin, Histoire de l’islam et de Mohammed grace aux méthodes modernes, 2008: 129-130.)


Lo más probable, por tanto, es que supiera leer y escribir. Y lo abso­lutamente cierto es que, en un momento dado, el personaje adoptó un papel público de predicador de aquella doctrina nazarenista, de signo mesiánico, y fue congregando un grupo de seguidores árabes. Al menos una parte de los contenidos de su predicación engrosaron los materiales básicos a partir de los cuales se compondría el Corán. Si bien el libro sagrado no lo designa como «profeta» en ninguno de los 86 capítulos del «período de La Meca», anteriores a la hégira. Ese apelativo se le adjudica solamente en los capítulos del período de Medina, donde el profeta es, por antono­masia, el profeta armado de la yihad.


Lo que ocurriera, históricamente hablando, en la evolución de Ma­ho­ma y su movimiento mesiánico, escatológico y milenarista, nos llega soterrado por un exceso de historias, y su comprensión resulta nimbada por una doble mitificación. Primera, la que el propio profeta asumía en su vida, al actuar conforme a sus creencias escatológicas. Y segunda, la miti­fi­cación que la comunidad musulmana le confirió al instaurar el mito pro­piamente islámico, que lo eleva a sello de la profecía y lo incluye como parte de la profesión de fe, la sahada.


Así, el Mahoma histórico y el Mahoma mítico de la fe islámica aca­baron estando inextricablemente entrelazados. En el retrato pintado por la tradición musulmana, resulta casi imposible discernir qué corresponde a la realidad histórica y qué a la elaboración teológica. Más aún, lo que podemos saber de él, con criterios de ciencia histórica, se presenta en­treverado en relatos de índole mítica. Pues el Mahoma histórico no solo fue mitologizado por sus seguidores y sucesores, sino que, como ya he dicho, él mismo vivía imbuido de un mito, en el que luego lo insertarían a él. Básicamente, se trataba de la mitología mesiánica preconizada por el nazarenismo. En ese contexto, el predicador del último Día se trans­formó en el caudillo que creía llegado el último Día, y se lanzó a la con­quista militar de Jerusalén, con la idea mítica de acelerar el advenimiento del reino de Dios anunciado por los profetas hebreos. Los datos histó­ricos son muy escasos, pero está claro que la tradición islámica hipertro­fió y multiplicó los relatos sobre el personaje mitificado, hasta llenar vo­lúmenes y volúmenes.


La de Mahoma, por tanto, fue una historia inscrita en un mito. Aun­que lo significativo no está tanto en que una práctica histórica implique un mito, pues toda acción histórica inevitablemente lo supone, sino en qué clase de mito es ese en el que se inserta la historia vivida. Mahoma, al asumir la mitología mesiánica milenarista de ascendencia nazarena, vi­vió en la fantasía de estar combatiendo por la instauración de un reino de justicia. Y como ocurre siempre que se da una visión radical de esta índole, su lógica interna le exige decretar quiénes son los injustos, de tal manera que es este decreto el que los produce y los designa socialmente como enemigos a batir, en plan maniqueo, asumiendo una actitud sec­taria y justificando el empleo de la violencia.


Diríamos, desde un punto de vista filosófico, que en el fondo de esa actitud subyace un sueño metafísico, el de la dialéctica, según la cual lo real procede afrontando una contradicción insalvable, que solo se puede superar mediante la destrucción del otro (el presunto Mal) como paso necesario para la construcción del propio proyecto (el presunto Bien). Lo que ocurre es que, como ese Bien absoluto está situado en el plano mítico, imaginario, mientras que la destrucción opera en el plano social fáctico, al final resulta que las destrucciones producidas son incompa­rablemente ma­yores que los logros obtenidos. No es difícil reconocer en semejante metafísica el mismo esquema de pensamiento maniqueo sub­yacente en las revo­luciones políticas modernas.


En fin, la cuestión no es que se haya mitificado, y de facto divinizado, al fundador de una religión. También se divinizó a Confucio, a Buda, o a Jesús. Lo objetable estriba en el contenido, en el carácter específico de quien es elevado a mito ejemplar, o al rango divino. Pues bien, en el caso de Mahoma, la tradición musulmana más clásica lo describe con rasgos que, observados en cualquier otro personaje, parecerían poco recomen­dables desde los puntos de vista ético, político, religioso, o personal. Pero todo esto habrá que analizarlo más detenidamente.



La enigmática muerte de Mahoma


El Corán no dice ni una palabra sobre la muerte de Mahoma. No sabe­mos, pues, ni cómo fue, ni exactamente en qué año aconteció. La tra­dición musulmana la data en el año 632. Ahora bien, todos los detalles descritos por la tradición se hallan bajo sospecha también aquí, por lo tardío de su redacción, ya que son doscientos o trescientos años poste­riores a los hechos, aparte de estar supeditados a una finalidad hagiográ­fica y propa­gandística.


Las fuentes musulmanas no muestran unanimidad acerca de cómo y cuándo fue la muerte de Mahoma. Varios investigadores europeos dudan de la versión y hasta de la fecha mantenidas por por la tradición islámica oficial. De modo que encontramos básicamente tres teorías, sin que sea posible descartar del todo ninguna de ellas.


Hipótesis A. La tradición musulmana sostiene que falleció en Medina, en 632, a consecuencia de las dolencias producidas por un envenena­miento a manos de una mujer judía, la esposa del jefe del oasis de Jaibar, al que Mahoma había asesinado tras la conquista del oasis en 630. La mujer organizó un banquete para los jefes sarracenos y puso veneno en la pierna de cordero ofrecida a Mahoma. Hay versiones de esta historia que añaden numerosos detalles.


Hipótesis B. Habría muerto envenenado, pero no por una mujer judía de Jaibar, sino como víctima de un complot organizado por Abu Bakr, Omar y Abu Ubaida, con apoyo de Aisha, para garantizar que la sucesión no recayera en Alí Ibn Abi Talib, casado con Fátima, la hija de Mahoma y Jadiya (cfr. Lammens 1910b, vol. IV: 113-144).


O bien, otra variante: según fuentes chiíes, en particular la obra de Sulaym Ibn Qays, discípulo de Alí y compañero de sus hijos, la muerte de Mahoma se habría debido a un asesinato premeditado: habría sido envenenado por sus esposas Aisha (hija de Abu Bakr) y Hafsa (hija de Omar), por instigación del futuro califa Omar (cfr. Amir-Moezzi 2011).


Hipótesis C. Habría muerto en 634, puesto que varios escritos extra­musulmanes que relatan la batalla de Gaza afirman que las tropas árabes iban capitaneadas por Mahoma. No se sabe cómo fue realmente. Algu­nos espe­culan que habría caído en batalla, ese mismo año, en Jerusalén, durante una prime­ra campaña, fallida, en el empeño por tomar la ciudad (cfr. Édouard-Marie Gallez 2005).


«Tomás el Presbítero, hacia 640, habla de los ‘árabes de Mahoma’ (tayâyê d-Mhmt) a propósito de una incursión victoriosa en Gaza, en 634, en el curso de la cual encontró la muerte el patricio de la tropa bizantina. En la misma época y a propósito de la misma incursión, otro documento, escrito en griego entre los años 634 y 640, habla del ‘profeta que ha apa­recido con los sarracenos’. Siendo totalmente independientes una de otra, pero añadiendo una a otra, estas dos informaciones concordantes llevan a pensar que Mahoma dirigió él mismo la operación del sector de Gaza en 634. Sin embargo, según la cronología presentada más tarde por las fuentes islámicas, habría muerto dos años antes (en 632)» (Prémare 2002: 131).


«En el año 945, indicción 7, el viernes 4 de febrero (634), a las nueve horas, hubo una batalla entre los romanos y los árabes de Mahoma (tayâyê d-Mhmt) en Palestina, a unos veinte kilómetros al este de Gaza. Los ro­manos huyeron, dejando atrás al patricio Vardan, a quien mataron los árabes. Unos 4.000 pobres aldeanos de Palestina fueron asesinados allí, cristianos, judíos y samaritanos. Los árabes arrasaron toda la región» (Tomás el Presbítero, Crónica, citado en Hoyland 1997: 120).


Aún hay otra versión, según la cual Mahoma, después de la victoria de Gaza, en 634, habría entrado en Jerusalén, y, en el marco de la teología nazarena, habría sido él quien comenzó a reedificar el Templo, pero habría sido asesinado al cabo de tres meses (cfr. Qadr 2019: 229). En cualquier caso, la conquista de la ciudad no se consolidaría hasta tres años después, bajo la jefatura de Omar.



La incorporación tardía de Mahoma al dogma islámico


Mahoma no fue entronizado como fundador del islam y el último de los profetas hasta mucho tiempo después de su muerte. El nombre mismo de Mahoma fue introducido en el Corán tarde y por mano de un solo autor, según descubre la teoría de códigos (cfr. Walter 2014). En las ins­crip­ciones epigráficas, en los papiros o en las monedas, no apareció el nombre de Mahoma, suponiendo que se refiera a él y no a Abd Al-Malik, hasta unos 60 años después de su muerte. Y no se lo declaró profeta y fundador de una nueva religión hasta pasados unos 150 años.


El considerado tradicionalmente como primer califa, Omar, fue el artífice de la conquista sarracena de Jerusalén, donde en seguida constru­yó un santuario y restableció el culto en el monte del Templo, tal como requerían las creencias mesianistas. Esperaban que allí aconteciera la ma­nifestación del Mesías, pero pronto comprobaron su incomparecencia, lo cual produjo una grave disonancia entre la esperanza y la experiencia. Según parece, los esfuerzos por superar el trauma de esta disonancia tu­vieron como consecuencia entonces que los árabes rompieran con sus aliados nazarenos, olvidaran la venida del Mesías y silenciaran el molesto recuerdo de Mahoma, el predicador escatológico. Habría que aguardar años, hasta que, más adelante, conviniera a los califas apostar por la recu­peración de Mahoma, y renovaran el proceso de creación mítica que lo constituyó en profeta y fundador de una nueva religión. Así culminó la mitificación del personaje y se consolidó el Mahoma del mito califal, tal como ahora lo hallamos en las biografías y los hadices de la tradición.


En opinión de algunos investigadores, el momento de recuperación de la fi­gura del predicador y caudillo militar, reconvertido en gran pro­feta, hay que situarlo en la época del califa Abd Al-Malik, después de lograr este su victoria sobre el anticalifa Al-Zubair (año 692 en adelante). Solo desde entonces, el personaje de Mahoma fue santificado, elevado a la apoteosis como un gran profeta. Hasta el punto de que, en ese mo­mento, se insertó como añadido a la profesión de fe islámica la afirma­ción «y Mahoma es el enviado de Dios», y así se lo asoció explí­ci­tamente con Alá, de tal modo que Mahoma quedaba vinculado a la divinidad y sim­bólicamente divinizado en la prác­tica cultual musulmana.


«Mahoma es esencialmente una figura simbólica y emblemática (aun­que haya existido la persona física), que reunió todas las aspiraciones políticas, religiosas, sociales y étnicas de un movimiento armado y vic­torioso en el camino de Alá –Jerusalén–, un movimiento que recu­peraba, amplificaba y deformaba las esperanzas mesiánicas y escato­lógicas de un grupo nazareno, que se situaba en la frontera de las gentes del Libro, mutante que había digerido las Escrituras con vistas a instaurar por la fuerza el Reino de los Cielos, forzando el cumplimiento de las Es­cri­turas» (Leila Qadr, Les trois visages du Coran, 2019: 115).


Así se pusieron las bases para la aretalogía de Mahoma, es decir, la na­rración de sus hechos y dichos en términos idealizados. Se recopilaron y confeccionaron los relatos de sus batallas, prendidos a los versículos de las revelaciones que recibía. Se le exaltó a la categoría de gran profeta. Los escribas al servicio califal elaboraron una nueva profetología, que incorporaba a Mahoma como nuevo elemento doctrinal, necesario para la salvación en el sentido del islamismo. Todo esto en virtud de la fe en que solo en él se comunica plenamente la divina revelación. Este núcleo de creencias se constituyó como un nuevo paradigma, extrabíblico y an­ticristiano, que convertía a Ma­homa en mediador universal entre Dios y los hombres, agraciado con una privilegiada asociación del profeta con la divinidad.


Un ejemplo revelador de ese proceso mitificador lo encontramos en el llamado viaje nocturno de Mahoma, en la sura 17, donde los estudio­sos detectan una alteración del primer versículo (Corán 50/17,1). Lo analizaremos más adelante en este mismo capítulo.


En suma, la tradición musulmana exaltó a Mahoma muy por encima de lo que él mismo y sus primeros seguidores hubieran imaginado jamás. Lo invistió como profeta mesiánico, lo transformó en un personaje mí­tico de tales vuelos que retroactuó sobre el mundo semiótico del Corán, inscribiéndose en su núcleo kerigmático, hasta el punto de que todo el sistema quedó mahometizado.


Si aceptamos el diagnóstico del antropólogo Lévi-Strauss, en el ca­pítulo 40 de su obra Tristes trópicos, la consolidación del dogma islámico tuvo como efecto a gran escala la instauración de una barrera divisoria entre las civi­lizaciones antiguas, pues, según sus palabras, Mahoma se yergue co­mo «el rústico aguafiestas de un encuentro en que las manos de Oriente y Oc­cidente, destinadas a juntarse, fueron desunidas por él» (Lévi-Strauss 1955: 462).


Pero es necesario pasar ya a hacer un análisis más pormenorizado de los aspectos que presentan mayor relevancia desde un punto de vista histórico-crítico. Y es lo que vamos a ensayar a continuación, teniendo como base fundamental el texto del Corán, junto a algunas referencias puntuales a otras fuentes.



El predicador coránico, un personaje anónimo


Se da por supuesto que aquel Abul Qasim, o Qatham, es la persona a quien se dio el sobrenombre de Mahoma (Muhammad). Para los eruditos musulmanes, lo más probable es que se le designara así durante el perío­do de Medina, sin adquirir aún la carga simbólica ulterior


Si rastreamos el texto del Corán oficial, la palabra «Mahoma» (mhmd) aparece escrita solo cuatro veces, en otras tantas aleyas, en capítulos cata­logados como posteriores a la hégira. También aparece como título de la sura 47, pero ya se sabe que los títulos de los capítulos no se consideran pertenecientes a la revelación. Citemos, por orden cronológico, los cua­tro versículos de referencia:


«Mahoma no es más que un enviado. Otros enviados han pasado antes que él» (Corán 89/3,144).


«Mahoma no ha sido el padre de ninguno de vuestros hombres. Pero es el enviado de Dios, y el sello de los profetas» (Corán 90/33,40).


«A los que han creído, han hecho buenas obras, y han creído en lo que ha descendido sobre Mahoma, y es la verdad de su Señor, él les ha borrado sus malas obras y ha mejorado su condición» (Corán 95/47,2).


«Mahoma es el enviado de Dios. Los que están con él son duros con los descreídos, y misericordiosos entre sí» (Corán 111/48,29).


Pues bien, para numerosos coranólogos, esas menciones del término «Mahoma» en el texto coránico resultan dignas de toda sospecha ante la crítica filológica. En los dos primeros casos donde se lee el nombre pro­pio, llegan a la conclusión de que constituyen interpolaciones tardías efectuadas en el texto (Corán 89/3,144 y 90/33,40). En los otros dos casos, el vocablo debe entenderse simplemente como un adjetivo califi­cativo, cuyo signi­ficado es el «bendito», el «bienamado», el «predilecto» (Corán 95/47,2 y 111/48,29).


Por lo demás, la palabra muhammad procede de la Biblia, en concreto del libro del profeta Daniel, a quien se designa con ese término como «hombre de predilecciones» o predilecto de Dios (Daniel 9,23, 10,11 y 10,19. Cfr. Sami Aldeeb, Le Coran, 2019: 365; Bruno Bonnet-Eymard, Le Coran. Traduction et commentaire systématique. II, 1990: 120-123.). Según esto, el significado de los dos últimos versículos citados sería: «lo que ha reve­lado al predilecto» (en Corán 95/47,2), y «Bendito sea el enviado de Dios» (en Corán 111/48,29). Si esto es así, encontramos que, para­dójicamente, en el Corán no se nombra ni una sola vez a Mahoma, salvo como un añadido de última hora, o como una lectura amañada. En este sentido, contamos con un estudio pormenorizado de Édouard-Marie Gallez («References to Muhammad in the Koran», 2020).


Esta ausencia resulta tanto más extraña cuando comprobamos cómo el Corán explicita y reitera, con profusión, el nombre propio de no pocos personajes: Moisés, 138 veces; Abrahán, 70 veces; Noé, 43 veces; Lot, 28; Adán, 25; Aarón, 20; Salomón, 17; Isaac, 17; Jacob, 16; David, 16; Ismael, 12; María, 10; Job, Jonás, Elías, Eliseo, Saúl, Esdras, Amrán, Zacarías, Juan… El nombre de Jesús aparece 25 veces, más otras 11 con la designación de Mesías.


La consecuencia es que la afirmación de que Mahoma, en el Corán, es el narrador, o el predicador, o el profeta, o el receptor del mensaje divino comporta mucho de presunción o conjetura, y es completamente forzada en algunos pasajes. Lo cual nos deja perplejos y sumidos en la incertidumbre.


Los comentaristas musulmanes, con apoyo en la vida del profeta de Ibn Hisham, remiten a otro apelativo que estaría supuestamente empa­rentado con el nombre Mahoma (Muhammad), como es «Ahmad». Este aparece una única vez en el Corán, en una frase donde se pone en boca de Jesús el anuncio de un enviado que vendría después de él, «cuyo nombre es Ahmad» (Corán 109/61,6). Los exegetas musulmanes inter­pretan que este Ahmad nombra al profeta árabe, pero esta lectura solo cabe hacerla a base de distorsionar el significado obvio de un versículo del Evangelio según Juan. Analizaremos este punto más abajo, en este mismo capítulo.


En definitiva, «Mahoma» es un nombre desconocido en el Corán, por mucho que se quiera sobreentender. ¿Quién era, entonces, aquel personaje que desempeñó un papel tan importante, quizá decisivo, en el surgimiento del movimiento mesiánico sarraceno que, en los años 630, conquistó por las armas Siria y Palestina?


Otra posible fuente de información sobre Mahoma son las inscrip­ciones sobre rocas, de las que hay cientos en el desierto de Néguev, es­tudiadas por el arqueólogo Yehuda Nevo. Las paredes rocosas hablan muy poco de Mahoma (cfr. Nevo 1993). En los grafitis pertenecientes al siglo VIII (datados entre 705-780), que suman 435, solo se menciona a Mahoma (mhmd) 17 veces, sin el apelativo de profeta que se le atribuyó después. Ampliando las pesquisas a toda Arabia, en dataciones que abar­can hasta el año 832, el inventario recoge 677 inscripciones, donde se cita a Mahoma 64 veces, de las que 12 corresponden al primer siglo islámico y 52 al segundo. Para este autor, el islam como religión se habría constituido después de la formación del Estado árabe, y la «invención» de Mahoma se debería a la búsqueda de una genealogía de prestigio (cfr. Nevo 1993 y 2003). La aparición más antigua del nombre de Mahoma data del año 738. Esto deja bien sentada la ausencia de menciones de Mahoma y su misión profética en las inscripciones árabes más antiguas.



El predicador coránico, en una Meca ignota


La tradición islámica es unánime en situar a Mahoma y su proselitismo en La Meca, y sus primeras gestas guerreras entre Medina y La Meca. Pero ¿dónde estaba situada esa ciudad de La Meca? El Corán, que nunca nombra a Mahoma, tampoco nos indica en qué ciudad predicaba el pre­dicador, y no menciona propiamente la ciudad de La Meca, al menos como ciudad con ese nombre. El predicador no solo es anónimo, sino que está desubicado. No sabemos dónde localizarlo con certeza. La tra­dición musulmana sostiene que hay alusiones tácitas a La Meca en varias ex­presiones coránicas que hablan de la ciudad o la comarca:


«La comarca que él ha prohibido» (Corán 48/27,91).


«Abrahán dijo: ‘Señor, haz que esta comarca sea segura’» (Corán 72/ 14,35; repetido en 87/2,126).


«Cuántas ciudades destruimos, más poderosas que tu ciudad, que te ha expulsado. Y que no tuvieron auxilio» (Corán 95/47,13).


«A fin de que apercibas a la madre de las ciudades y a los que están alrededor de ella» (Corán 55/6,92; repetido en 62/42,7).


Ahora bien, ninguna de estas expresiones explicita el nombre de la co­mar­ca o la ciudad. Y, tanto en la Biblia hebrea como en el Nuevo testa­mento, es la Jerusalén terrestre o celeste la ciudad que recibe el calificativo de «madre» (cfr. Aldeeb 2019: 195, nota 8).


Por otro lado, en el Corán, encontramos una única mención literal de la pala­bra Meca, aunque también señalan otra supuesta mención de la ciudad mediante la palabra Bakka, así escrita. Veamos las citas en los versículos correspondientes:


«Es él quien ha retirado sus manos de vosotros, y vuestras manos de ellos, en el valle de la Meca, después de haceros triunfar sobre ellos» (Corán 111/48,24).


No obstante, en este versículo 111/48,24, la expresión «el valle de la Meca» se debería traducir más fielmente por el «valle de las Lágrimas», sinónimo del Muro de las Lamentaciones (cfr. Aldeeb 2019: 361, nota 6). Además, el investigador Dan Gibson, en Qur’anic Geography, señala que ese versículo no está en los manuscritos más antiguos, sino que fue añadido en la época abasí (cfr. Gibson 2011).


«La primera casa establecida [como lugar de culto] para los humanos es la de Bakka, un lugar bendito y una dirección para los mundos» (Corán 89/3,96).


La tradición musulmana pretende que «Bakka» era uno de los nom­bres de La Meca, pero tal lectura ha sido impugnada: la «casa» (entién­dase la «casa de Dios») de la que habla el versículo, lo mismo que el «santuario prohibido» (Corán 111/48,27), son dos formas de referirse, expresamente, al Templo de Jerusalén. Así lo demuestra Bruno Bonnet-Eymard (1990, tomo II: 92-93).


El mismo Corán afirma que el lugar de culto primigenio, hacia donde miraban al rezar (y adonde iban en peregrinación) era Jerusalén, que lue­go se cambió por la caaba (Corán 87/2,144), supuestamente la caaba de  La Meca. Esto habría ocurrido, según los musulmanes, el año 624. Es cierto que la caaba se menciona en el Corán, tan cierto como que nunca se dice cuál era su localización.


Lo más significativo es, sin duda, comprobar cómo hubo una evo­lución del culto, de Jerusalén a La Meca. Después de que las tropas pro­toislámicas tomaran Jerusalén, al entrar en la ciudad el jefe Omar, lo pri­mero que hizo, impulsado por la ideología mesiánica, fue acudir a la explanada del monte Capitolio, donde había estado emplazado el Tem­plo destruido por Tito. Y allí mandó levantar precipitadamente un local sacro, donde ofrecieron sacrificios de animales.


Distintos estudiosos han puesto en duda la existencia misma de La Meca en su emplazamiento actual, en tiempos de Mahoma, por lo que este no podría haber nacido, ni desarrollado su actividad allí.


Las investigaciones ya clásicas y pioneras en analizar críticamente la información disponible sobre los orígenes de La Meca son las de Patricia Crone, islamóloga danesa, profesora en las universidades de Cambridge y Princeton: Hagarism. The making of the Islamic World (1977, en cola­bo­ración con Michael Cook); y Meccan Trade and the Rise of Islam (1987). La ciudad de La Meca era desconocida por los geógrafos de la antigüedad anteriores al islam. Ninguno menciona La Meca, ni otro nombre pare­cido en aquella región. Por otra parte, el comercio caravanero que se le atribuye es inverosímil en una ciudad situada en un valle estéril como el mequí. La historia califal se empeña en señalar que subsistía gracias al comercio internacional, aparte las peregrinaciones, pero ese comercio no está atestiguado en documentos de ninguno de los supuestos países de destino, el Imperio romano oriental y el Imperio sasánida. Y consta que, en aquel tiempo, el comercio a larga distancia se hacía por mar, veinti­cinco veces más barato que por tierra. El transporte terrestre a través de 1.300 km, desde La Meca a Siria, hubiera sido una ruina completa.


Las historias califales mencionan la exportación de incienso, espe­cias, oro y plata, pero el transporte de estas mercancías, en aquella época, se hacía por vía marítima, o bien, se daba a escala meramente local, y pa­saba por una ruta distante de La Meca. Ni allí había medios para el avi­­tua­llamiento, en una región donde no se criaba nada y tenían que im­portarlo casi todo. Tampoco hay el menor rastro de minas de oro o plata.


Asimismo, se habla del comercio de cueros, vestidos, camellos, as­nos, queso y mantequilla, mercancías cuyo costoso comercio cara­va­nero a gran distancia resultaría económicamente absurdo. Como en La Meca no crece nada, tendrían que traer esos productos a su vez del sur, de Yemen, para transportarlos a lo largo de 2.500 km, cuando tales pro­ductos abundaban en Siria, mucho más cerca de los mercados romanos y persas.


En resumen, de ese supuesto comercio internacional mequí no hay noticia en ningún documento griego, latino, copto, arameo o siríaco. Es tan desconocido, por aquellos territorios del Hiyaz, como la misma ciu­dad de La Meca (cfr. Patricia Crone 1987).


Un indicio más: el Corán menciona como moneda para las transac­ciones el dinar (Corán 89/3,75), una moneda bizantina que nunca fue de curso legal en la desértica región de La Meca.


La respuesta concreta a la pregunta de si existía La Meca en tiempos de Mahoma depende de a qué ciudad nos referimos al hablar de La Meca. Según Dan Gibson, La Meca actual no existía, pues no hay ni rastro de ella en documentos escritos o en mapas. Su tesis es que La Meca de Mahoma habría sido la ciudad nabatea de Petra. Lo cierto es que el Corán no nombra expresamente La Meca, como ya hemos visto, y que las des­cripciones que dan las fuentes islámicas clásicas cuadran muy poco con la ciudad que se llama La Meca desde finales del siglo VII. Incluso en el Corán, hay un pasaje supuestamente perteneciente a la predicación de Mahoma en La Meca, en el que este recuerda a sus oyentes que Dios los ha bendecido con agua de lluvia, campos de trigo, viñas y hortalizas, oli­vos y palmeras, vergeles frondosos, frutas y pastos, y rebaños (cfr. Corán 24/80,25-32; 55/6,99 y 141; 74/23,19). Sería inútil buscar nada de eso en toda la región del Hiyaz, donde radica La Meca actualmente.


El argumento de que el cambio de la dirección en el rezo, supues­tamente en tiempo del profeta, implicaría la existencia de La Meca es refutado también por Dan Gibson. Este investigador señala que los ver­sículos del cambio de la alquibla (Corán 87/2,143-145) faltan en los ma­nuscritos más antiguos, por lo que serían un añadido del período abasí. El hecho es, según demuestra Gibson tras estudiar la orientación del mihrab, que ninguna de las mezquitas construidas en el primer siglo de la era islámica apuntaba hacia La Meca (cfr. Gibson, Early Islamic Qiblas, 2017). Por eso, concluye que miraban hacia Petra, aunque este sea un punto discutido. Durante el siglo VIII, se observa una confusión en lo tocante a la dirección de la quibla. Y solo después de ese siglo, aca­baron todas las mezquitas orientando el mihrab hacia La Meca actual.


La Meca no entró en la historia hasta finales del siglo VII, durante la guerra que, desde 680, enfrentó al anticalifa Ibn Al-Zubair con los califas sucesores de Muawiya I. Se cuenta que Al-Zubair, en 683, destruyó la caaba (¿dónde?), se apoderó de la piedra negra y huyó con ella para refugiarse en La Meca, en el Hiyaz. Allí se hizo fuerte, hasta que, en 692, acabó derrotado y decapitado por orden del califa Abd Al-Malik. Para conmemorar esta victoria, ese mismo año, Abd Al-Malik mandó cons­truir el Domo de la Roca, en Jerusalén (adviértase que no en La Meca).


Para los protomusulmanes, la ciudad santa no era La Meca, aún des­conocida; ni era Petra, quizá la ciudad natal de Mahoma; sino que, a todas luces, era Jerusalén. Allí, tras su conquista, como ya he dicho, el vencedor Omar había mandado edificar un templo, entre los años 639 y 645. Más adelante, este santuario cuadrangular fue destruido por un terremoto, en 661, y el primer gobernante omeya, Muawiya, lo reconstruyó. Existe un testigo ocular de que allí estaba el santuario y la ciudad hacia donde los primeros musulmanes miraban al rezar. Un monje franco, de nombre Arculfo, llevó a cabo un viaje a Tierra Santa en el año 670 y dejó cons­tancia de sus observaciones, incluyendo una descripción de Jerusalén que hace entrever la importancia de la ciudad y del monte del Templo:


«En este famoso lugar donde una vez estuvo el templo magnífica­mente construido, cerca de la muralla oriental, los sarracenos frecuentan ahora una casa de oración cuadrangular, que habían edificado de manera rudimentaria, construyéndola con tablones elevados y grandes vigas so­bre unos restos de ruinas. Esta casa puede, según se dice, albergar al menos tres mil personas» (del libro de Robert Hoyland 1997: 221).


Todo parece indicar que el centro del culto musulmán primitivo se encontraba no en La Meca, sino precisamente en Jerusalén, donde luego se erigieron el Domo de la Roca y el santuario de Al-Aqsa.



El predicador como ‘anunciador y advertidor’


Con toda certeza, el personaje cuyo nombre no se dice, que predicó y arengó a los árabes allá por los años 620, en su vida mortal jamás tuvo la pretensión de ser un profeta original. Más bien, según cuenta el Corán, se ceñía a recordar lo revelado a los profetas, principalmente Moisés y Jesús. Per­teneció a una comunidad que tenía como libros sagrados la Torá y un Evangelio. Participó en su traducción al árabe, bajo la guía de un maestro y junto a un grupo de escribanos. Y congregó entre los árabes sarracenos un movimiento de carácter mesiánico y milenarista. Solo ulteriormente recibiría el título de Mahoma, quizá después de su muerte. En el Corán, a lo largo de muchas suras, se lo designa exclusivamente como «anun­ciador» y como «advertidor», alguien que re­cuerda lo que estaba en las escrituras sagradas ya existentes. Por aquel entonces, su misión como «enviado» se limitaba a dicha tarea.


En efecto, en la terminología coránica utilizada para designar y, so­bre todo, autodesignarse el predicador identificado como Mahoma, lo que encontramos son los vocablos «anunciador» y «advertidor», o ambos unidos por la conjunción copulativa «y»:


– «anunciador» solo: 3 veces (antes de la hégira).

– «advertidor» solo: 40 veces (38 antes de la hégira y 2 después).

– «anunciador y advertidor»: 16 veces (9 antes y 7 tras la hégira).


Así que suman, en el Corán, un total de 19 veces «anunciador» y 56 veces «advertidor». En conjunto, 75 incidencias, de las cuales a Mahoma se refieren 29 en total. Veamos:


– como «anunciador» solo: ninguna.

– como «advertidor»:  19 veces (17 antes de la hégira y 2 después).

– como «anunciador y advertidor»: 10 veces (6 antes y 4 después).


De las 29 menciones referidas a Mahoma como «advertidor», 23 son anteriores a la hégira y nada más que 6 posteriores. Lo cual muestra que esta designación se va abandonando con el tiempo: va dejando de adver­tir para pasar a la acción y mandar. A pesar de todo, quizá lo más signi­ficativo es que, en 19 de esas 29 menciones, lo que se hace es insistir en que el predicador es únicamente anunciador y advertidor (17 veces antes y 2 después de la hégira), que él se limita a recordar lo que ya estaba de antemano en las escrituras judías. Por ejemplo:


«Yo no soy más que un advertidor y un anunciador para las gentes que creen» (Corán 39/7,188).


«No adoréis más que a Dios. Yo soy para vosotros, de su parte, un advertidor y un anunciador» (Corán 52/11,2).


Y la voz trascendente de aquel que, en plural mayestático, dice que lo envía se lo repite una y otra vez al mismo interesado:


«No te hemos enviado más que como anunciador y advertidor» (Co­rán 42/25,56).


«Te hemos enviado con la verdad, como anunciador y advertidor» (Corán 43/35,24). Igual en: 87/2,119.


«Y no te hemos enviado más que como anunciador y advertidor» (Corán 50/17,105).


«No enviamos a los enviados más que como anunciadores y adver­tidores» (Corán 55/5,48; igual en Corán 69/18,56).


«No te hemos enviado para todos los humanos más que como anun­ciador y advertidor» (Corán 58/34,28).


«¡Oh profeta! Te hemos enviado como testigo, anunciador y ad­ver­tidor» (Corán 90/33,45).


«Te hemos enviado como testigo, anunciador y advertidor» (Corán 111/48,8).


O bien, en otros pasajes, la misma idea se reitera en tercera persona, utilizando la misma fórmula, pero puesta en boca del narrador del texto, un tercero totalmente desconocido, ya que, por lo que dice, no puede ser Dios, ni tampoco Mahoma:


«Luego Dios ha suscitado a los profetas como anunciadores y adver­tidores. Él ha hecho descender con ellos el libro con la verdad» (Corán 87/2,213).


«Pero os ha venido un anunciador y un advertidor» (Corán 112/ 5,19).


«No le incumbe al enviado más que la comunicación manifiesta» (Corán 102/24,54).


Sin embargo, pudiera ocurrir que, para el exegeta musulmán, esa de­limitación tan clara de la misión mahomética haya sido «abrogada», por lo que exige mucho más que la mera predicación (como se ve de la forma más radical en el versículo de la espada: 113/9,5).


Lo cierto es que, al analizar el papel que se le atribuye de ser anun­ciador y advertidor en las suras poshegíricas, se observa, en los versículos concernidos, un deslizamiento de significación. En dos de ellos se repite que es solamente un advertidor, mientras que en los restantes no solo se afirma que ha sido enviado con la verdad, sino que asume nuevas fun­ciones, puesto que se añade que ha sido constituido como testigo contra los hipócritas y los asociadores, y como enviado para llevar el mensaje a las «gentes del libro» (Corán 112/5,19). Aquí se yergue una figura dotada de poder en primera persona, que, además, ya no se limita a predicar a los árabes, sino que interpela a los judíos.


Antes de ese encumbramiento del profeta en Yatrib/Medina, cuan­do predicaba en La Meca y solo pretendía ser reconocido como anun­ciador y advertidor, tropezó con una fuerte resistencia por parte de los que el Corán llama «desmentidores», que lo acusan incluso de ser un falsario, de estar loco, «poseído por un genio». Esta acusación de estar poseído aparece 16 veces en el Corán, siempre en capítulos antehegí­ricos, en su mayor parte refiriéndose a Mahoma y con la finalidad de rechazar tales acusaciones:


«Y decían: ‘¿Vamos a dejar a nuestros dioses por un poeta poseído por un genio?’» (Corán 56/37,36).


«Predica, pues, porque, por la gracia de tu Señor, no eres un adivino ni un poseído por un genio» (Corán 76/52,29).


Es comprensible que las resistencias con las que tropezaba la pro­clama de Mahoma le exigieran un duro esfuerzo, y seguramente debió vencer también sus propias dudas y escrúpulos a la hora de cargar con su misión. Hay pruebas de que tuvo momentos de desesperación, aun­que debió superarlos, según lo que luego sucedió. La biografía de Ibn Hisham cuenta cómo llegó a sentir tanta desazón que, varias veces, es­tuvo tentado con la idea de suicidarse, y hasta hizo planes para despe­ñarse por el tajo de una montaña:


«Subiré a la cima de la montaña y me arrojaré al abismo para matarme y hallar el descanso. Así que me dispuse a hacerlo y entonces, cuando estaba a medio camino en la montaña, escuché una voz desde el cielo que decía: ‘¡Oh, Mahoma! Tú eres el enviado de Dios y yo soy Gabriel’» (Ibn Hisham, La vida de Muhammad, 2015, parte I, sección 153, pág. 126).


En fin, durante los primeros años de su labor pública, Mahoma se pre­sentaba como mero anunciador y advertidor de las escrituras ya reve­ladas a Moisés y Jesús. Pero, en las suras de su segunda época, pasó a convertirse en el enviado y el «profeta» político que tenía el deber de imponer la «verdad», de manera que se constituyó como un jefe auto­ritario que exigía obediencia y ejercía el poder por todos los medios de persuasión y de constreñimiento.



El predicador como ‘enviado’ de Dios


La fe en Mahoma y, consiguientemente, en lo que Mahoma dice, cons­tituye el presupuesto imprescindible sobre el que descansa todo lo demás en el sistema del islamismo. Pues, sin creer en Mahoma, no habría Corán, ni hadices, ni inicios de la yihad, ni religión islámica. En las suras con­sideradas mequíes o anteriores a la hégira, no se califica nunca a Mahoma como «profeta» (como más ade­lante expondré), pero sí como «enviado» (rasul) de Dios. La ex­hortación a creer en Dios y, a la vez, «en su enviado» se encuentra 14 veces en el Corán, conforme ya quedó expuesto en el capítulo 8, donde tratamos acerca de los axiomas fundamentales del sis­tema islámico.


La idea de que Dios envía, expresada mediante el verbo enviar y los sustantivos derivados, se remacha obsesivamente en el Corán, hasta un total de 600 veces. El término «enviado» (o su plural) se contabiliza hasta 370 veces a lo largo del texto.


En los 86 capítulos anteriores a la hégira, encontramos 150 incidencias:


– «enviado» (en singular): 66 veces; de ellas, como mucho, 13 referidas a Mahoma.

– «enviados» (en plural): 84 veces.


Entre la palabra en plural y el término en singular con sentido gené­rico, suman 108 veces. En las restantes, aparte de las 13 relativas supues­tamente a Mahoma, algunas oscuras (dos de ellas interpoladas: Corán 39/7,157-158), el enviado es Moisés (12 veces), Noé, Abrahán, Ismael, Lot, Elías, José, Jonás, el Mesías, Salih el tamudeo, Hud el adita y Suaib el madianita, mencionando a todos ellos por su nombre. Resulta muy extraño, como ya he señalado, que el Corán mencione por su nombre a esos otros enviados, pero nunca diga el nombre propio del enviado a los árabes, supuestamente Mahoma.


Por otro lado, la afirmación de que Mahoma es el enviado a los ára­bes por la misericordia de Dios, «para que adviertas a un pueblo al que no ha venido ningún advertidor antes de ti» (Corán 49/28,46), pone en evidencia una de tantas contradicciones con las que tropezamos en el Corán. El mismo libro nos demuestra que no se trata del primer profeta de los árabes, puesto que evoca tres reinos árabes, que existieron cerca de Petra, a los que Dios había enviado un profeta. En efecto, al pueblo de Tamud (el reino nabateo), mencionado 24 veces en el Corán, fue enviado el profeta Salih. Al pueblo de Ad (Edom), aludido 23 veces, fue enviado el profeta Hud. Y al pueblo de Madián, citado 7 veces, fue en­viado el profeta Suaib (cfr. Gibson 2011). En cambio, no encontraremos ningún versículo del Corán donde se diga en concreto que Mahoma fue­ra enviado como profeta a La Meca.


«¡Mi Señor sea exaltado! Yo no soy más que un humano, un enviado» (Corán 50/17,93).


«Ha venido a ellos un enviado de los suyos, y ellos lo han decepcio­nado» (Corán 70/16,113)


Pasemos ahora a los 28 capítulos posteriores a la hégira, donde encon­tramos 215 incidencias del designativo «enviado», en las que se da un aumento exponencial de su aplicación a Mahoma:


– «enviado» (en singular): 175 veces; de ellas, 153 referidas a Mahoma.

– «enviados» (en plural): 40 veces.


El término en singular, aparte de a Mahoma, se refiere 7 veces a Jesús, y una vez a Abrahán, mientras que presenta un sentido genérico en 14 ocasiones. Aquí, aunque sigue sin pronunciarse su nombre, la presencia del que se sobreentiende que es Mahoma resulta ubicua como enviado, y se ve complementada además con la designación como «pro­feta». Haría falta efectuar un análisis más cualitativo de las atribuciones que se asocian con el papel de enviado de Dios, pero lo dejamos pen­diente por el momento. Basten algunos ejemplos y subrayar dos aspectos nuevos: la proposición de Mahoma como modelo para sus seguidores, y la autoridad exhibida por al enviado para reclamar obediencia.


«Tenéis en el enviado de Dios un buen modelo para el que espera en Dios y en el último día, y se acuerda mucho de Dios» (Corán 90/33,21).


«Obedeced a Dios y obedeced al enviado» (Corán 108/64,12).


La vinculación entre Dios y el enviado acaba desempeñando un cometido fundamental de legitimación. Si concedemos que, efectivamente, el en­viado es Mahoma, entonces el tándem de Dios y su enviado, o el enviado de Dios, repetido unas 90 veces en la época posterior a la hégira, llega a instaurar una asociación tan estrecha de Dios con Mahoma que este úl­timo quedó entronizado como objeto de fe. Antes de la hégira, si descar­tamos las interpolaciones ulteriores, queda un único caso donde se asocia a Dios y su enviado: «El que desobedezca a Dios y a su enviado tendrá el fuego de la gehena, donde estarán eternamente, para siempre» (Corán 40/72,23).


En cambio, aunque ausente prácticamente en las suras antehegíricas, la expresión del nexo «Dios y su enviado», o «Dios y el enviado», abunda mucho en época posterior a la hégira, a partir del capítulo 87 en orden cronológico, repitiéndose en total 57 veces. ¿Con qué finalidad? De ellas:


– se exige obediencia o actos de entrega al enviado: 38 veces.

– se amenaza con castigos al que desobedece al enviado: 19 veces.


Cabe entender claramente que, cuando se asocia de una manera tan explícita a Dios y su enviado, es con un objetivo. El nexo acaba siendo, en su significado concreto, equivalente a una equiparación y hasta una sustitución de Dios por el enviado: «El que obedece al enviado, ha obe­decido a Dios» (Corán 92/4,80).


En el plano de la realidad práctica, queda demostrado que se ha pues­to a Dios en función del enviado (no a la inversa, como parecería en el plano ideológico), puesto que la acción concreta vinculada remite al en­viado y va destinada a reforzar la autoridad de este último como legis­lador y juez al que los creyentes deben someterse, y como comandante supremo que los recluta para la guerra en el camino de Dios. A los su­misos les promete la victoria, el botín y grandes premios. Al mismo tiem­po que a los discrepantes y los opositores los amenaza con toda clase de descalifi­caciones, invectivas y tremendos castigos. Sobre estos desarro­llos de carácter mahometo­céntrico, que sitúan al enviado en el centro de la escena, hay una enormidad de citas:


«Si no lo hacéis, entonces recibid el anuncio de una guerra de parte de Dios y su enviado» (Corán 87/2,279).


«Te preguntan por el botín. Di: ‘El botín es de Dios y de su enviado’. Temed, pues, a Dios, manteneos en paz, y obedeced a Dios y a su en­viado. Si sois creyentes» (Corán 88/8,1).


«Es que han estado en disensión con Dios y su enviado. El que está en disensión con Dios y su enviado... Dios castiga severamente» (Corán 88/8,13).


«¡Vosotros que habéis creído! Obedeced a Dios y a su enviado, y no le volváis la espalda» (Corán 88/8,20; también 101/59,4).


«Obedeced a Dios y a su enviado, y no discutáis» (Corán 88/8,46).


«Cuando los hipócritas y los que tienen una enfermedad en sus co­razones dicen: ‘¡Dios y su enviado no nos han prometido más que en­gaños’» (Corán 90/33,12).


«Cuando los creyentes vieron a los coligados, dijeron: ‘Esto es lo que Dios y su enviado nos ha prometido, y Dios y su enviado son verídicos’» (Corán 90/33,22).


«Aquella entre vosotras que se entrega a Dios y a su enviado, y hace una buena obra, le daremos dos veces su recompensa» (Corán 90/33,31).


«Elevad el rezo, pagad el tributo, y obedeced a Dios y a su enviado» (Corán 90/33,33; igual en 105/58,13).


«Cuando Dios y su enviado han decidido sobre un asunto, ni el cre­yente ni la creyente tienen opción en ese asunto. Quien desobedece a Dios y a su enviado está extraviado con un extravío manifiesto» (Corán 90/33,36).


«Los que hacen daño a Dios y su enviado, Dios los ha maldecido en la vida de acá y en la otra vida. Y les ha preparado un castigo humillante» (Corán 90/33,57)


«El que obedece a Dios y a su enviado ha obtenido un gran éxito» (Corán 90/33,71).


«Al que obedece a Dios y a su enviado, él lo hará entrar en jardines bajo los cuales correrán arroyos, donde estarán eternamente. (…) Al que desobedece a Dios y a su enviado, y transgrede sus normas, él lo hará entrar al fuego, donde estará eternamente» (Corán 92/4,13-14; también 111/48,17).


«El que sale de su casa, para emigrar hacia Dios y a su enviado, y lo alcan­za la muerte, su recompensa estará a cargo de Dios» (Corán 92/ 4,100).


«¡Vosotros que habéis creído! Creed en Dios, en su enviado, en el libro que ha hecho descender sobre su enviado y en el libro que hizo descender anteriormente» (Corán 92/4,136).


«Creed en Dios y en su enviado, y gastad de lo que él os ha legado» (Corán 94/57,7).


«¡Vosotros que habéis creído! Temed a Dios y creed en su enviado» (Corán 94/57,28).


«Los emigrados a los que se ha hecho salir de sus hogares y sus for­tunas (…) para auxiliar a Dios y a su enviado» (Corán 101/59,8).


«Los creyentes son solamente aquellos que han creído en Dios y en su enviado» (Corán 102/24,62).


«Dicen: ‘Hemos creído en Dios y en el enviado, y hemos obedecido’, pero luego, un grupo de ellos vuelve la espalda» (Corán 102/24,47).


«El que obedece a Dios y a su enviado, tiene miedo de Dios y lo teme» (Corán 102/24,52).


«Para que creáis en Dios y en su enviado. Estas son las normas de Dios. Los que no creen tendrán un castigo doloroso» (Corán 105/58,4).


«Los que se oponen a Dios y a su enviado serán abatidos como fue­ron abatidos otros antes que ellos» (Corán 105/58,5).


«Los que se oponen a Dios y a su enviado, esos estarán entre los más humillados» (Corán 105/58,20).


«No encontrarás a gente que crea en Dios y en el último día y que tengan afecto a quienes se han opuesto a Dios y a su enviado, aunque sean sus padres, sus hijos, sus hermanos o su tribu» (Corán 105/58,22).


«Esto para que creáis en Dios y en su enviado» (Corán 105/58,4).


«Los creyentes son solamente aquellos que han creído en Dios y en su enviado, luego no han dudado, y han luchado con sus fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).


«¡Vosotros que habéis creído! No vayáis por delante de Dios y su enviado. Temed a Dios» (Corán 106/49,1).


«Si obedecéis a Dios y a su enviado, no menoscabará nada vuestras obras» (Corán 106/49,14).


«Son creyentes solamente los que han creído en Dios y en su envia­do, luego no han dudado, y han luchado con sus fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).


«Creed en Dios, en su enviado y en la luz que hemos hecho des­cender» (Corán 108/64,8).


«Creed en Dios y en su enviado, y luchad en el camino de Dios con vuestras fortunas y vuestras personas» (Corán 109/61,11).


«Te hemos enviado como testigo, anunciador y advertidor, para que creáis en Dios y en su enviado» (Corán 111/48,8-9).


«Quien no ha creído en Dios y en su enviado… Hemos preparado para los que no creen una hoguera» (Corán 111/48,13).


«La retribución de los que guerrean contra Dios y su enviado, y que se dedican a corromper en la tierra, es que sean matados, o crucificados, o que les sean cortados las manos y los pies opuestos, o que sean deste­rrados del país. Tendrán esto como ignominia en la vida de acá. Y ten­drán en la otra vida un gran castigo» (Corán 112/5,33).


«El que se alíe con Dios, con su enviado y con los que han creído... La coalición de Dios será la vencedora» (Corán 112/5,56).


«Un resguardo por parte de Dios y su enviado con respecto a los asociadores con los que habéis hecho un pacto» (Corán 113/9,1).


«Un anuncio a los humanos de parte de Dios y de su enviado, en el día de la gran emigración: ‘Dios y su enviado están en paz con los aso­ciadores’» (Corán 113/9,3). Pero no nos llamemos a engaño, este ver­sículo está abrogado solo dos versículos después, por Corán 113/9,5.


«¿Cómo habrá para los asociadores un pacto por parte de Dios y de su enviado, salvo aquellos con los que habéis hecho un pacto junto al santuario prohibido?» (Corán 113/9,7).


«Si amáis a vuestros padres, vuestros hijos, vuestros hermanos, vues­tras esposas, vuestra tribu, las fortunas que habéis adquirido, un negocio cuyo declive teméis y las viviendas que os agradan, más que a Dios, su enviado y la lucha en su camino, entonces aguardad hasta que venga Dios con su orden» (Corán 113/9,24).


«Combatid contra los que no creen ni en Dios ni en el último día, que no prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no profesan la religión de la verdad, entre aquellos a los que se les dio el libro, hasta que paguen el tributo con su mano y en estado de desprecio» (Corán 113/9,29).


«Si no es el hecho de que no hayan creído en Dios ni en su enviado, no hacen el rezo sino como perezosos, y no pagan sino a disgusto» (Co­rán 113/9,54).


«Si solamente aceptaran lo que Dios y su enviado les han dado, y dijeran: ‘Dios nos basta. Dios nos dará su favor, lo mismo que su envia­do’» (Corán 113/9,59).


«Os juran por Dios para contentaros. Pero Dios y su enviado tienen más derecho a que los contenten. ¿No saben que el que se opone a Dios y a su enviado tendrá el fuego de la gehena, donde estará eternamente?» (Corán 113/9,62-63).


«Les preguntas… ¿Es que os burláis de Dios, de sus signos y de su enviado?» (Corán 113/9,65).


«Los creyentes y las creyentes son aliados unos de otros. Ordenan lo conveniente, prohíben lo reprobable, acuden al rezo, pagan el tributo, y obedecen a Dios y a su enviado» (Corán 113/9,71).


«Se han desquitado solo porque Dios, así como su enviado, los ha enriquecido concediéndoles su favor. Si se arrepienten, será mejor para ellos» (Corán 113/9,74).


«Aunque pidas perdón para ellos setenta veces, Dios no los per­donará jamás, porque no han creído en Dios y en su enviado» (Corán 113/9,80).


«No han creído en Dios y en su enviado, y han muerto como unos perversos» (Corán 113/9,84).


«Creed en Dios y combatid junto con su enviado» (Corán 113/9,86).


«Y los que decepcionan a Dios y a su enviado se han quedado en casa. Un castigo doloroso alcanzará a los que no han creído de entre ellos. (…) No hay problema para los débiles, ni para los enfermos (…) si son sinceros con Dios y su enviado» (Corán 113/9,90-91).


«Dios y su enviado juzgarán vuestra obra» (Corán 113/9,94).


«Los que han tomado un santuario para el perjuicio, la increencia y la separación entre los creyentes, y como guarida para quien había guerreado contra Dios y su enviado anteriormente» (Corán 113/9,107).


En fin, toda esta avalancha de citas demuestra hasta qué punto el Corán vincula íntimamente a Dios y su enviado. Así se remarca también en dos ocasiones, en las últimas suras según el orden cronológico, cuan­do el discurso se dirige a gentes de fuera, quizá no árabes, o tal vez ene­migos, en cualquier caso no creyentes, que son exhortados a unirse a la causa, esto es, al bando donde están Dios, su enviado y los creyentes:


«El que se alía con Dios, su enviado y los que han creído» vencerá (Corán 112/5,56).


«[Si se arrepienten y pagan…] Hacedlo, y Dios, su enviado y los cre­yentes verán vuestras obras» (Corán 113/9,105).



El predicador como ‘profeta’ armado


Al mirar panorámicamente el Corán, vemos cómo, a lo largo de las suras, el personaje innominado ofrece una doble cara, o, mejor, evoluciona de una a otra: primero, se presenta como predicador que advierte del día del juicio y, luego, se convierte en jefe político y militar, que reclama obediencia ciega y convoca a la guerra escatológica, espada en mano.


Su inspiración procede de Moisés, el personaje que más destaca y al que más extensión se le dedica en el Corán. Moisés, como caudillo que libera a su pueblo y lo conduce hacia la conquista de la tierra prometida, aparece como el profeta por antonomasia, aunque llamarlo profeta quizá no concuerde mucho con la Biblia. En la edición y redacción del texto coránico, se detectan no pocos episodios atribuidos a Mahoma, pero que deben leerse como episodios de Moisés, según muestra Fred M. Donner (2010). Por ejemplo, Corán 88/8,41: el día de la liberación y el encuentro de los dos ejércitos, que la tradición identifica como la batalla de Badr, debía referirse originalmente a Moisés escapando del faraón.


La noción de «profeta», en el Corán, no equivale del todo al concepto bíblico de profeta. En general, la Biblia no sitúa a los profetas ostentando el poder, sino más bien en actitud crítica frente al poder político. Hubo algunas excepciones, como Elías y Eliseo, en el siglo IX a. C., que gue­rrearon y derrocaron una dinastía para imponer otra. Pero lo típico es que los grandes profetas ofrezcan una resistencia no violenta a los abu­sos de poder, como hicieron Isaías, Jeremías, Ezequiel o Daniel. No sorprende que a ninguno de estos últimos se los mencione en el Corán, mientras que allí son relevantes las figuras de Elías (Corán 55/6,85; 56/37,123; con alusiones en otros pasajes, como la sura 74) y Eliseo (Corán 38/38,48; 55/6,86). Está claro que la figura del profeta coránico no solo profiere un mensaje de parte de Dios, sino que es un dirigente político que ejerce el poder en nombre de Dios. De ahí que Moisés apa­rezca como el principal prototipo de profeta en el Corán.


Ahora bien, lo que no encaja en absoluto es meter a Jesús en seme­jante molde, como ocurre en el Corán, pues esto representa una grave tergiversación de todo lo que conocemos sobre su vida y mensaje.


En cuanto a Mahoma, no sabemos con certeza si él mismo se pro­clamó profeta. La categorización específica de Mahoma como «profeta» (nabí), exaltado y mitificado como tal, parece haber sido póstuma. En su vida, investido de una mentalidad nazarena radical, actuó como caudillo apocalíptico militar, creyendo que la Hora ya había llegado y que él iba a ser protagonista del último Día. Empezó a eliminar a todo el que se le oponía y se lanzó a la guerra de conquista, hasta morir no se sabe muy bien dónde y cómo. Luego, muy tardíamente, la tradición musulmana lo en­grandecerá como gran profeta guerrero. Los biógrafos de la corte exal­taron sus gestas: cómo se enardecía en medio del fragor de las batallas, en el frenesí de las masacres y el acre olor de la sangre, el relinchar de la caballería, los alaridos salvajes de la soldadesca, las apocalípticas jacula­torias de «solo Dios es grande», los estertores de los abatidos, los chas­quidos de espadas y cimitarras, y los lamentos de los vencidos, de modo que no descansaba hasta haber cul­minado la terrorífica sarracina, según lo mandado, con el degüello de los rendidos renuentes a convertirse y la esclavización de sus mujeres e hijos (véanse profusas descripciones en la biografía de Ibn Hisham).


Si atendemos a la división cronológica de los capítulos coránicos, ya hemos señalado que, durante la primera época se habla de Mahoma fun­da­mentalmente como «anunciador y advertidor» y, en menor medida, como «enviado». Solo en el período de la hégira se le llama a Mahoma «profeta». Literalmente, la palabra profeta, o profetas, suman 75 apariciones en el Corán, distribuidas así:


– En suras antehegíricas: 17 veces (3 plural; 14 singular), pero nin­guna de ellas se refiere a Mahoma.

– En suras poshegíricas: 58 veces (19 plural; 39 singular); entre ellas, están las 30 referidas a Mahoma.


Así pues, está claro que el término «profeta» no siempre remite a Mahoma. En las 86 suras anteriores a la hégira, contabilizamos que el vocablo aparece 14 veces (nombrando a Moisés, Aarón, Abrahán, Isaac, Ismael, Jacob, Idris, Jesús); pero ninguna vez se llama profeta al pre­di­cador. Pues, aunque es verdad que hay una doble incidencia (Corán 39/7,157 y 158), que dice «profeta de los gentiles», constituye una expresión sin corroborar en ningún otro versículo y, según parece, fue interpolada anacrónicamente en medio de un relato sobre Moisés. Por consiguiente, cabe afirmar que, antes de la hégira, nunca se emplea el término «profeta» en alusión a Mahoma.


Es en las 28 suras del período posterior a la hégira, donde se le aplica la designación de «profeta», hasta sumar 39 incidencias de la palabra «profeta» en singular (en sentido genérico y mencionando a Samuel, Juan Bautista y Abrahán). A Mahoma, sin nombrarlo, se refiere en 30 casos, supuestamente, en trece de los cuales presenta la forma de interpelación directa «¡Oh profeta!».


Ahora bien, más interesante aún que el número es averiguar con qué se asocian las menciones a Mahoma, es decir, qué es lo que caracteriza aquí la actuación del profeta. Porque, si el calificativo no se la adjudica con anterioridad, queda claro que solo se le otorga la categoría de profeta tras la hégira, esto es, en la época del profeta armado. Esto implica que el concepto de profeta no se limita a designar a aquel que amonesta en nombre de Dios, sino que adquiere un nuevo significado. El profeta es el que asume el poder político y militar, el que dirige la yihad, la guerra en el camino de Dios. Es necesario repasar lo que nos especifican los versículos pertinentes, para comprobar cómo se articula el relato mítico (ser enviado, ser profeta) con unas relaciones sociales bien determinadas, que fraguarán en un estatuto jurídico. Veámoslo de forma sumaria.


Por un lado, el Corán insiste en que los profetas siempre tropiezan con un enemigo y con frecuencia son perseguidos y hasta matados injus­tamente (Corán 87/2,61; 89/3,112; 89/3,181).


Por el contrario, ser profeta en el caso de Mahoma pronto se ca­racteriza por ser un personaje poderoso que persigue y que mata a sus opositores, y convoca a la guerra contra los que no se someten, todo ello como cumpliendo un mandato divino: «¡Oh profeta! Incita a los cre­yentes al combate» (Corán 88/8,65).


El Mahoma profeta actúa como un rey despótico sobre los creyentes (Corán 90/33,6); no se le puede hablar con libertad (106/49,2). Hay que someterse a su juicio (Corán 92/4,65; 102/24,51). Está prohibido di­sentir de él (Corán 92/4,115). Es necesario prestarle juramento de lealtad (Corán 91/60,12).


El Mahoma profeta se adjudica todos los derechos sobre sus escla­vas, aunque estén casadas, y posee prerrogativas con respecto a las mu­jeres creyentes, si él quiere tomarlas por esposas (Corán 90/33,50). El profeta se reserva un cuantioso porcentaje en el reparto del botín de guerra, un privilegio que se convertirá en en norma para sus sucesores (Corán 88/8,1; 88/8,41; 101/59,6-7).


El profeta tiene el deber de guerrear contra quienes se nieguen a seguirlo: «¡Oh profeta! Lucha contra los que no creen y los hipócritas. Sé rudo con ellos» (Corán 107/66,9; 113/9,73).


El profeta debe ser implacable y no implorar perdón, ni siquiera por sus parientes que no hayan creído (Corán 113/9,113).


No cabe ninguna ambigüedad en el retrato que el Corán dibuja del anónimo predicador, anunciador, advertidor, enviado y, finalmente, pro­feta. Mahoma fusiona la figura de profeta y la de rey, en el sentido del déspota autocrático, que emula la imagen y semejanza de un Dios amo del mundo, con el que comparte la autoridad para dominar, legislar, pre­miar y castigar. A sabiendas de que no es tanto autoridad moral, sino poder militar. Cabe aventurar que la predicación de Mahoma no hubiera llegado a ser nada perdurable, si no se hubiera impuesto con el filo de la espada y consolidado bajo la amenaza de la espada. El mismo «enviado de Dios» así lo reconocía: «Sabed que el paraíso está bajo las sombras de las espadas» (Al-Bujari 1997,
libro 56, capítulo 22, hadiz número 2818).


No parece importar mucho que en esa evolución se den por verídicas unas aseveraciones históricamente erróneas o incoherentes, por ejemplo: que Dios había enviado a cada pueblo un profeta, que a los árabes no había llegado hasta entonces ningún enviado, que él era el primer envia­do por Dios a los árabes, que los judíos y los cristianos habían alterado la Biblia, que Mahoma y el Corán están dirigidos a toda la humanidad.


Al analizar y comparar los distintos pasajes, se nota la maniobra tar­día de encumbramiento de Mahoma, de la que se desprende que la evo­cación de los otros profetas resulte un falso reconocimiento. El Corán se apropia de ellos para utilizarlos como trampolín del profeta árabe. Pero, al final, después de haber comenzado por equipararlos, aca­ba des­calificando a todos los demás profetas, y acusando a sus segui­dores por falsear las escrituras reveladas. La tradición musulmana solo los entiende como precursores parciales del mensaje mahomético, de tal modo que interpreta que Mahoma es el profeta definitivo y último, y que está por encima de todos, y destinado a reemplazarlos. Aunque esto contradice otros pasajes coránicos. Al final, termina incluso por imponer silencio a Dios, pues, al haber finalizado la revelación con Mahoma, ya no hablará más, pese a que antes se había presentado como propio de Dios el enviar profetas a los diferentes pueblos, a lo largo de toda la historia.


Con toda seguridad, el Mahoma histórico no predicó un mensaje di­rigido a todos los hombres. Durante las primeras décadas de ex­pansión, los migrantes árabes conquistadores reservaban para sí sus peculiares creen­cias, que ni siquiera formaban aún una religión diferenciada. Sería más tarde cuando cristalizó la idea y la denominación de islam como algo distinto. Y solo bajo el poder de la dinastía abasí, el islam abrió sus puer­tas a la incorporación de los no árabes, y empezó a verse como reli­gión universal (cfr. Ohlig 2007). Solamente entonces, la con­cep­ción islá­mica del mundo se constituyó en un sistema semiótico independiente.



El profeta extiende el reino de Dios mediante el terror


Las fuentes clásicas del islam que versan sobre la biografía y la historia de Mahoma trazan de él un retrato como héroe implacable y vengativo, un santo violento, una descripción que suele resultar chocante para toda sensibilidad que no sea musulmana.


Tal como lo transmite Ibn Hisham, en ciertos pasajes de la Vida del enviado de Dios, Mahoma muestra en Medina un comportamiento violento en extremo: parece haber disfrutado matando a sus enemigos en el com­bate, o haciéndolos asesinar en su presencia una vez derrotados. En más de una ocasión, Ibn Hisham lo describe reunido con sus com­pañeros después de una batalla, haciendo bromas macabras sobre los muertos.


La originalidad de Mahoma, que es tributario del monoteísmo judío, cuyo gran relato está contenido en la Biblia hebrea, no estriba en una nueva aportación teológica, sino en una adaptación de la Biblia a los ára­bes. Y si algo peculiar lo caracteriza es el sesgo que normaliza el odio y el asesinato político como parte integrante de la religión, en un mo­mento histórico en que tanto el cristianismo como el judaísmo rabínico habían evolucionado en la dirección opuesta, más pacífica.


El Dios coránico manda al profeta combatir contra los que no crean e implantar el reino mesiánico por la fuerza. En coherencia, él mitifica y sacraliza la guerra, alardea de acometividad y reivindica el terror.


«Según Abu Huraira, el enviado de Dios dijo: ‘He sido enviado con las expresiones más breves que tienen el más amplio sentido, y yo he vencido por el terror (infundido en el corazón del enemigo). Y mientras dormía, me fueron traídas las llaves de los tesoros de la tierra y fueron puestas en mi mano’. Abu Huraira añadió: ‘El enviado de Dios dejó el mundo, y ahora sois vosotros los que extraéis esos tesoros’».


Esa afirmación «yo he vencido por el terror» no es una metáfora, sino que remite al Corán 3,151: «Infundiremos el terror en los corazones de los que no creen». Y remite al contexto de la actuación de Mahoma en una serie de casos notorios de su vida en los que liquida a sus opo­nentes. Remitimos a varios de ellos:


– El asesinato de Umm Qirfa:

   http://www.exmusulman.org/umm-qirfa.html

– El exterminio de los Banu Quraiza en Yatrib:

   http://www.exmusulman.org/genocide-bani-qurayza.html

– El asesinato del pastor tuerto:

   http://www.exmusulman.org/le-berger-borgne.html

– El asesinato del poeta judío Abu Afak:

   http://www.exmusulman.org/abu-afak.html

– El asesinato de Asma Ibn Marwan:

   http://www.exmusulman.org/asma-bint-marwan.html

– La lista negra de opositores mequíes eliminados:

   http://www.exmusulman.org/deux-chanteuses.html

– El asesinato del jefe judío y poeta Kab Ibn Al-Ashraf:

   http://www.exmusulman.org/ka-b-bin-al-ashraf.html

– El caso de Muhayyisa Ibn Masud y Huwayyisa:

   http://www.exmusulman.org/huwayissa-et-muwayissa.html

– La muerte de Kinana y como botín su esposa Safiya:

   http://www.exmusulman.org/kinana-et-safiya.html

– La mezquita de la oposición, violencia entre musulmanes:

   http://www.exmusulman.org/la-mosqee-de-l-opposition.html


Si es cierto que, con el paso del tiempo, las religiones pueden pro­pender a alejarse de su mensaje original, dando lugar de facto a abu­sos, prepotencia y hasta atrocidades, en el caso del islam, todo ese giro per­verso aconteció muy pronto, ya en la vida y la persona del mismo fun­dador. En el período posterior a la hégira, los éxitos militares ob­tenidos al socaire de la teología milenarista de los nazarenos y el exaltado fervor de los sarracenos condujeron a Mahoma a encumbrarse a sí mismo con­forme al modelo de Moisés, como caudillo y como profeta enviado a los árabes. Pero, según atestiguan las fuentes, debió sucumbir a la ten­tación, puesto que en la práctica se caracterizó por el afán de poder, la intem­perancia sexual, la codicia del botín, el odio a los enemigos y una despia­dada crueldad en el empleo implacable de la espada contra todo el que no se le sometiera. Todo eso, santificado con la creencia de que así servía a la causa del reinado de Dios.



El profeta exige obediencia a él como obediencia a Dios


La fórmula «temed a Dios y obedecedme a mí» se halla diez veces en el Corán. En la sura 26, es como un estribillo que se repite hasta ocho ve­ces, como si fuera un salmo responsorial. Ahora bien, ¿quiénes son los que reclaman obediencia en el Corán? La reclaman estos personajes:


– Noé (Corán 47/26,108 y 110).

– Hud, profeta de los aditas (Corán 47/26,126 y 131).

– Salih, profeta de los tamudeos (Corán 47/26,144 y 150).

– Lot (Corán 47/26,163).

– Suaib, profeta de los madianitas (Corán 47/26,179).


Aparte, hay otras dos incidencias atribuidas a Jesús (Corán 63/43,63 y 89/3,50). Estos datos nos demuestran que la expresión «obedecedme a mí» no se pone nunca en boca de Mahoma, aunque sí se repite, en tercera persona, que hay que obedecer al enviado. La sura 72 advierte de ello y hay otros 25 versículos poshegíricos que lo recalcan insistentemente. Además de los ya citados, leamos otros cuantos:


«Obedeced a Dios y al enviado. Si vuelven la espalda... Dios no ama a los descreídos» (Corán 89/3,32).


«Obedeced a Dios y al enviado. Quizá se os tenga misericordia» (Co­rán 89/3,132).


«Dirán: ‘¡Ojalá hubiéramos obedecido a Dios y hubiéramos obe­de­cido al enviado!’» (Corán 90/33,66).


«¡Vosotros que habéis creído! Obedeced a Dios, obedeced al enviado y a aquéllos de vosotros encargados de los asuntos. Y, si discutís por algo, referidlo a Dios y al enviado» (Corán 92/4,59).


«No hemos mandado a ningún enviado sino para que sea obedecido, con el permiso de Dios» (Corán 92/4,64).


«Quienes obedecen a Dios y al enviado, esos estarán con quienes Dios ha agraciado entre los profetas, los veraces, los testigos y los vir­tuosos» (Corán 92/4,69).


«¡Vosotros que habéis creído! Obedeced a Dios, obedeced al envia­do, y no hagáis vanas vuestras obras» (Corán 95/47,33).


«Di: ‘Obedeced a Dios y obedeced al enviado!’ Si luego vuelven la espalda...» (Corán 102/24,54).


«Elevad el rezo, pagad el tributo, y obedeced al enviado. ¡Quizá se os tenga misericordia» (Corán 102/24,56).


«Obedeced a Dios y obedeced al enviado, y protegeos. Si volvéis la espalda…» (Corán 112/5,92).


El mandato se recalca con insistencia. Sin embargo, la historiadora y arabista Jacqueline Chabbi sostiene que la obediencia a Dios y a Mahoma es un tema desarrollado tardíamente, y tiene un claro origen califal (cfr. Chabbi 1997).



La evolución teológica y política de Mahoma


Como ya hemos indicado, en las 86 suras consideradas del período de La Meca (610-622), el Corán presenta a Mahoma solo como predicador y amonestador, cuyo papel autodeclarado era anunciar a sus compatrio­tas árabes un mensaje que no era más que un recuerdo de la revelación hecha a Moisés en el Monte Sinaí y a otros profetas judíos, o madianitas, edomitas y nabateos.


Lo que la tradición musulmana cuenta como huida de Mahoma y sus compañeros de La Meca a la ciudad oasis de Yatrib, supuestamente en 622, marcó el inicio de una etapa distinta, con un giro radical en el com­portamiento y la doctrina mahomética. Lo podemos comprobar igual­mente en el Corán. Al examinar los capítulos coránicos reordenados cro­nológicamente, y aunque este orden solo sea aproximativo, vemos cómo se despeja un trasfondo histórico subyacente al texto, en el que se va completando la estructura de la mitología coránica. Se percibe la evolución del personaje, de su doctrina y sus gestas, a través de una con­catenación de etapas, que configuraron el primitivo islamismo y cul­minaron, des­pués, en la teología del imperio califal. Esta evolución quedó sedimen­tada en el texto coránico en forma de una superposición de es­tratos de significación que se fueron agregando,
y en ocasiones se entremezclaron, a lo largo del tiempo:


1. El punto de partida radica en la creencia previa de que hay un Dios que manda enviados o profetas suyos. Esto justifica que los haya, y lo hace verosímil. Así, el Corán afirma que Dios ha enviado un profeta a cada nación (Corán 51/10,47; 70/16,36).


2. El Corán, por una parte, menciona por su nombre a varios profetas bíblicos y otros de la región (tamudeos, aditas, madianitas), y considera que todos son iguales, que no hace «ninguna distinción» entre unos profetas y otros (Corán 87/2,285; 89/3,84; 92/4,152).


3. Por otra parte, afirma literalmente que Dios favorece a ciertos profetas más que a otros y los sitúa en un grado superior, por ejemplo, a David al darle los salmos (Corán 50/17,55). Pero, sobre todo, el relato coránico concede la mayor importancia y extensión a Moisés con la Torá, y a Jesús con el Evangelio (Corán 87/2,253). Y finalmente recuperó al personaje de Abrahán, con una interpretación que le atribuye la fundación de una religión primigenia y unos rollos escritos, desde luego al margen de toda evidencia histórica (Abrahán no aportó ningún libro, ni instauró una reli­gión o una ley, ni podía ser «musulmán» en un sentido propio).


4. Mahoma manifiesta que él ha sido enviado como profeta para los árabes, a los que repite una y otra vez que él viene a confirmar lo que había en los libros de la Torá y del Evangelio desde antes, por lo que él solamente es un anunciador y advertidor de ellos para el pueblo árabe en lengua árabe.


«Así lo hemos hecho descender como un Corán árabe» (45/20,113; 53/12,2).


«Para que seas de los advertidores en lengua árabe manifiesta» (Co­rán 47/26,194-195).


«Para que adviertas a gentes a quienes no ha venido ningún adver­tidor antes de ti» (Corán 49/28,46).


«Así te hemos revelado un Corán árabe, a fin de que adviertas a la madre de las ciudades y a los que están alrededor» (Corán 62/42,7)


«Tú no eres más que un advertidor y cada pueblo tiene un dirigente» (Corán 96/13,7).


5. En una fase ulterior, investido como enviado y profeta, Mahoma polemiza doctrinalmente con los que no lo creen, con los judíos y los cris­tianos, a quienes llega a acusar de haber falsificado sus libros sagra­dos, mientras que el Corán estaría preservado de toda falsificación (Corán 54/15,9). Para mayor ironía, lo que se puede demostrar históri­camente es todo lo contrario, como se verá en el próximo capítulo.


6. Al final, se postula a Mahoma como el último profeta y único por­tador de la religión de la verdad, con la misión de ganarse como pro­sélitos a los árabes, pero también a la gente del libro (Corán 112/5,19), y al mundo entero (Corán 42/25,1; 58/34,28). No obstante, cuando dice: «¡Oh humanos! Yo soy el enviado de Dios a todos vosotros» (Corán 39/7,158), se trata de un versículo interpolado). En una única ocasión, se le designa como «sello de los profetas» (Corán 90/33,40); esta expre­sión se analizará más adelante.


«La religión ante Dios es el islam» (Corán 89/3,19).


«Al que busque una religión distinta del islam, no se le tolerará» (Co­rán 89/3,85).


«Hoy he completado para vosotros vuestra religión (…) y he apro­bado el islam como religión para vosotros» (Corán 112/5,3).


7. En consecuencia, una vez afianzado en el poder político-religioso, Mahoma se lanza a imponer esa verdad por la fuerza: polemiza contra las demás religiones y convoca a la lucha contra ellas, hasta que la religión de Alá prevalezca sobre toda otra, y únicamente quede la religión de Alá.


«Combatid hasta que no haya más subversión y que toda la religión sea de Dios» (Corán 88/8,39).


«Es él quien ha enviado a su enviado con la dirección y la religión de la verdad, a fin de que la haga prevalecer sobre toda otra religión» (Corán 109/61,9; 111/48,28; 113/9,33).


La leyenda tradicional de la acción de Mahoma destruyendo los ído­los del santuario de La Meca para dejar un solo Dios, situada en el plano simbólico, posee una estructura homóloga con la destrucción de los po­deres tribales con el fin de imponer un solo poder religioso, político y militar bajo su mando.


En la cronología coránica, el protagonista de las suras adjudicadas al período de Medina se convierte en «profeta», con el significado de ser la autoridad suprema de un movimiento milenarista, que capitanea la gue­rra santa y legisla sobre el orden social, en función de presuntos manda­mientos divinos, comunicados en una revelación de la que él se reserva la exclusiva. Por el mismo procedimiento, consagra sus privilegios en lo que respecta a las mujeres, las riquezas, los honores y el poder absoluto, tal como haría cualquier sátrapa oriental, sin que a los creyentes les pa­rezca nada extraño.


La instauración del aparato de poder musulmán consolidó la religión política de Mahoma, sustentada en una ideología sacralizada, metamor­foseada en teología califal, que acabó de moldear el libro sagrado, y cuyos efectos podemos sintetizar en algunos rasgos sobresalientes:


– El reforzamiento religioso de la política estimula una movilización de carácter mesiánico guerrero ofensivo.


– El mesianismo coránico, o mahometismo, opera como una ideo
­logía de conquista, o sea, de anexión violenta, impulsada, tanto de facto como doctrinalmente, por el afán de obtener botín y dominio.


– Este mesianismo legitima la violencia en nombre de Dios, por me­dio de una militarización de la fe y la teología, y una teologización de la guerra, expresada mediante el concepto de yihad (o combate en la senda de Alá).


– La radicalización ideológica impone la intolerancia religiosa ante toda resistencia al mensaje profético, como reflejan ejemplarmente las historias de la eliminación de las tres tribus judías de Yatrib. Más tarde, se plasmaría en la dimmitud como fórmula jurídica de sojuzgamiento y explotación social de los judíos y los cristianos en las tierras ocupadas.


– El orden social descansa en la jerarquía, la desigualdad y la discri­minación de las mujeres, y estas tienen obligación de someterse al hom­bre, como seres inferiores teológica y jurídicamente.


– El sistema jurídico, sacralizado, genera codificaciones sumamente ordenancistas, que incluye un régimen penal muy represivo y bárbaro.


La evolución de Mahoma y sus seguidores en la dirección reseñada conseguía legitimarse en virtud de la fe en que se trataba de la realización efectiva de lo que, en el plano imaginario, se anunciaba como el reino del Mesías. Pero, en el plano de la realidad social, lo que ocurría es que el paraíso y el infierno, antes confiados a Dios en la otra vida, se antici­paban ya en este mundo, por mano del poder político-militar organizado por Mahoma, sus sucesores y los califas. En lugar del paraíso, el premio tangible se concretaba en el botín de guerra, la conquista de las tierras de otros y la explotación de los sometidos, esclavos y dimmíes. En vez del infierno, el castigo se ejercía cruelmente en la guerra contra los infieles y los disidentes. Las tierras arrebatadas, las ciudades y los campos, todo el reino, todo el imperio quedaban aherrojados bajo un sistema de teocracia califal, el orden islámico, que, pese a su barbarie histórica, presumía de estar divinamente revelado y ser, por tanto, in­mutable. Mahoma y su familia se hicieron pronto inmensamente ricos gracias a los pillajes y las conquistas.


Todo este proceso se puso en marcha a tenor de la deriva de Maho­ma, desde el proyecto de guerra milenarista predicado en los años de La Meca, hasta su puesta en práctica bélica durante los años de Medina. Esta trans­formación explica el doble mensaje que encuentran en el Corán al­gunos autores (cfr. Elorza 2008), incluidos pensadores musulmanes, como el teólogo sudanés Mahmud Muhammad Taha (cfr. Aldeeb 2018). Sin embargo, no parece convincente que se trate propiamente de dos mensajes; más bien, se trata la teoría y la práctica de un único mensaje mesiánico-milenarista que se concretó al confrontarse con la realidad; o tal vez resultó defrau­dado y co­rrom­pido.



La ausencia de novedad en el mensaje de Mahoma


Es innegable que el islamismo acabó dando origen a una nueva religión, independiente del judaísmo y del cristianismo. Pero no fue ese su pro­pósito inicial. Participaba de un movimiento entre los muchos que agi­taban el Cercano Oriente, en medio de una gran diversidad de iglesias, sectas y sinagogas. Hacia los años 740, el doctor de la Iglesia Juan Da­masceno todavía consideraba el islamismo como una herejía cristiana. Si examinamos al Corán, es patente que se va agudizando la confrontación con los judíos y los cristianos, suponemos que con los judíos rabínicos y con los cristianos de las grandes Iglesias. Pero la posición más cimen­tada es que el Corán desciendió no con un nuevo mensaje, sino como recordatorio y refrendo de lo que ya se había revelado. Y esta idea reco­rre todo el texto coránico.


En efecto, la aseveración de que el Corán, y por tanto Mahoma, no trae un mensaje nuevo, sino que confirma las escrituras que había antes de él, aparece claramente 14 veces en sus páginas, tanto en suras ante­riores como en suras posteriores a la hégira. Antes de la hégira: 6 veces. Después de la hégira: 8 veces.


Leemos que lo que se ha revelado en el Corán no es una fabulación, sino «una confirmación de lo que está antes de él» (Corán 43/35,31; 51/10,37; 53/12,111). Se dice diáfanamente que es un libro que viene a confirmar en lengua árabe lo que ya está en «el libro de Moisés» (Corán 66/46,12; 66/46,30).


«Este es un libro que hemos hecho descender bendito, que confirma lo que está antes de él, a fin de que adviertas…» (Corán 55/6,92).


En capítulos poshegirianos, se hace una afirmación genérica de que cada enviado viene con un libro y una sabiduría que confirma lo que ya está ahí (Corán 89/3,81). Se hace una comparación con Jesús, quien me­diante el Evangelio, en el que hay dirección y luz, confirmó «lo que es­taba antes de él en la Torá» (Corán 112/5,46; 89/3,50; 109/61,6). Así hay que entender a Mahoma y el Corán: el libro que Dios ha hecho des­cender, viene a confirmar «lo que está con ellos», lo cual sugiere que la comu­nidad contaba con un ejemplar de la Torá o la Biblia hebrea (Corán 87/2,41; 87/2,89; 87/2,91; 87/2,97; 87/2,101; 89/3,3; 92/4,47).


«Hemos hecho descender a ti el libro con la verdad, que confirma lo que está antes de él en el libro que predomina sobre él» (Corán 112/ 5,48).


Este planteamiento de reconocimiento de las escrituras precedentes por parte de Mahoma, quien simplemente viene a recuerdar su mensaje, aparece corroborado también por la mención explícita y en sentido po­sitivo de la Torá judía y el Evangelio cristiano; aunque probablemente no fuera la Biblia hebrea completa y ciertamente no eran los cuatro Evangelios, sino una versión del Evangelio de Mateo recortada, propia de los nazarenos. En total, el Corán mienta la Torá 18 veces; y el Evan­gelio, 12 veces. De esas menciones, 8 utilizan la expresión «la Torá y el Evangelio», en capítulos posteriores a la hégira, con una sola excepción (en Corán 39/7:157). Entre las citas correspondientes tenemos: Corán 89/3,48; 89/3,65; 112/5,66; 112/5,68; 112/5,110.


«Él ha hecho descender sobre ti el libro con la verdad, que confirma lo que está antes de él. Y él ha hecho descender la Torá y el Evangelio» (Corán 89/3,3).


Por último, en la sura penúltima cronológicamente, a propósito de la promesa divina de que quienes mueran en la yihad irán al paraíso, se agrega «y el Corán», en el rango de los otros dos libros sagrados:


«Una verdadera promesa para él, contenida en la Torá, el Evangelio y el Corán» (113/9,111).


Todo este discurso de la continuidad profética y revelatoria resulta perfectamente coherente con la afirmación mahomética de que él no es más que un enviado para advertir, recordando y traduciendo al árabe lo que ya estaba en los libros de Moisés y de Jesús. Por consiguiente, él no aportaba ningún nuevo mensaje. Solo una puesta en práctica del antiguo mesianismo en aquel contexto histórico del siglo VII.



La mitificación de Mahoma en el viaje nocturno


En su versión actual, la sura 17 lleva por título El viaje nocturno, supues­tamente referido a Mahoma. El primer versículo diría que el profeta árabe viajó una noche, «desde el santuario prohibido hasta el santuario lejano», es decir, según se interpreta, yendo desde la mezquita de La Meca hasta la explanada del templo en Jerusalén, salvando una distancia de 1.200 km, un prodigio que habría acontecido el año 622.


«Exaltado sea el que hizo viajar a su siervo de noche, desde el san­tuario prohibido al santuario lejano, cuyos alrededores hemos bendeci­do, a fin de hacerle ver algunos de nuestros signos. Él es el que todo lo oye, el que todo lo ve» (Corán 50/17,1).


Según los musulmanes, Mahoma realizó un vuelo, guiado por el ángel Gabriel, a lomos de un jumento alado, que tenía rostro de mujer y cola de pavo real, desde el santuario prohibido (la mezquita Al-Haram) de La Meca hasta el santuario lejano (la mezquita Al-Aqsa) de Jerusalén. Aterrizó en la explanada del templo, donde dejó marcada la huella de su pie sobre la roca, y desde allí habría ascendido al cielo, donde Dios le reveló el Corán.


Pero sabemos que esta manera de manifestarse o revelarse el Corán aún no se había especificado a mediados del siglo VIII. Pues Juan Da­masceno, en 746, recoge la opinión común entonces de que la revelación de Mahoma había tenido lugar durante el sueño.


Algunos coranólogos actuales sostienen que esta sura 17 se escribió probablemente con el fin de justificar la conquista de Jerusalén, en 637-638 (Leila Qadr). El estrato más antiguo del texto, en cambio, inspirado en una versión midrásica del capítulo 19 del Éxodo, se refería a la subida nocturna de Moisés al monte Sinaí, donde recibió la Torá (estrato A del texto).
En tal caso, el relato original de la subida de Moisés aparece luego sobrescrito con el «viaje nocturno» de Mahoma al santuario lejano de Jerusalén y su subida el cielo para hablar con Dios y recibir el Corán.


Pero, si suprimimos del primer versículo la interpolación posterior, que desvía el protagonismo de Moisés a Mahoma, mediante esta rectifi­ca­ción, se recupera una perfecta coherencia entre el versículo primero y el se­gundo, que habla precisamente de Moisés. Entonces, el significado del texto queda mucho más claro:


«Gloria a aquel que hizo viajar una noche a su siervo.

Dimos a Moisés el libro, del que hicimos una dirección para los hijos de Israel» (Corán 50/17,1-2).


Por tanto, el «siervo» mencionado no es otro que Moisés, cuando subió al monte Sinaí para recibir las tablas de la Ley.
Esto demuestra que el primer versículo actual sufrió una interpolación tardía con la mención ana­crónica de un «santuario lejano», en Jerusalén (estrato B superpues­to), supuestamente la mezquita Al-Aqsa. Asimismo, se alteró el signifi­cado, con el fin de encumbrar a Mahoma como profeta y dar carácter divino al Corán. Esta interpretación encaja, además, con el hecho de que el ca­pítulo 17 se había titulado antes Los hijos de Israel, y no El viaje nocturno, un cambio que no deja de ser elocuente.


Más aún, la leyenda del viaje nocturno de Mahoma no solo es inve­rosímil, sino que afirma cosas imposibles, puesto que entonces, en 622, cuando se supone que tuvo lugar el viaje, no existía ningún santuario en el monte del templo de Jerusalén, donde solo había escombros. La cons­trucción del Domo o Cúpula de la Roca no se inició hasta el año 692, por mandato del califa Abd Al-Malik (reinó 685-705). Y la mezquita Al-Aqsa se edificó a partir de 710, en época de Al-Walid I. Esto sugiere que la leyenda del viaje nocturno de Mahoma no pudo escribirse, ni estar en el Corán, antes de entrado el siglo VIII. Y efectivamente, no consta en los manuscritos más antiguos.



La mitificación de Mahoma como sello de los profetas


El Corán poshegírico no solo habla de un profeta, que sería Mahoma, sino que allí encontramos una ale­ya única, un hápax, que la tradición musulmana interpreta en el sentido de que Mahoma es el último profeta enviado y el colofón de todos los profetas, el definitivo:


«Mahoma es (...) el enviado de Dios y el sello de los profetas» (Corán 90/33,40).


Esta mención de Mahoma es probablemente un añadido posterior al texto, según diversas indagaciones. Además, la misma pretensión de ser «sello de los profetas» no es original, pues ya se había utilizado para Mani, el fun­­dador del maniqueísmo, en el siglo III. Y ya antes, la misma categoría se le había aplicado a Juan Bautista, como el último de los pro­fetas (Mateo 11,13 y Lucas 16,16).


Por otro lado, podría significar otra cosa, dado que la expresión «sellar la profecía» o al profeta se encuentra en Daniel 9,24, donde tiene el sentido de llevar a cabo la profecía: el enviado la va a realizar. Y todavía cabe otra posibilidad interpretativa: si se lee el versículo 33,40 a la luz de la lengua siroaramea, Christoph Luxenberg sostiene que la palabra no significa sello, sino testigo, de modo que él lo traduce como «testigo de los profetas» que lo habían precedido, algo más consistente con lo que se repite en el Corán. Finalmente, se podría entender el sello en el sentido del cuño que empleaban los reyes para firmar sus documentos: sería co­mo la rúbrica de lo dicho por los profetas.


La lectura musulmana del «sello de los profetas», convertida en doc­trina que considera a Mahoma como el profeta último y definitivo, im­plica que ya no habrá más profetas, lo que determina que en el islam ya no haya profecía, ni se admita que pueda haberla. Después de Ma­homa, nadie más recibirá mensajes de Dios, ni podrá decir una sola palabra en nombre de Dios. Ahora bien, hay que entender que, gracias a que había profecía, Mahoma pudo ser profeta, como otros antes que él, en lugar de la pretensión un tanto irracional de que, por ser profeta Mahoma, ya nadie lo será nunca más, de modo que en adelante Dios resulta inacce­sible, salvo por medio de la revelación de Mahoma. Lo cual implica la pretensión de privar a Dios de la libertad de enviar nuevos mensajeros. Ciertamente, los musulmanes acabaron diciendo sobre Mahoma mucho más de lo que él dijo nunca acerca de sí mismo.


Esta visión contrasta con la del cristianismo, donde se admite el don de profecía, donde hubo profetas itinerantes en los primeros siglos, don­de desde el principio se destacó la venida, la comunicación y la inhabita­ción del Espíritu de Dios en todos y cada uno de los discípulos, junto a la idea de que la verdad completa está por llegar.


El islam se independizó como nueva religión a medida que se trans­for­mó en un mahometismo, mitificando al Mahoma histórico, constitu­yén­dolo en el profeta definitivo y prácticamente único. Esto separó final­mente a los musulmanes de sus mentores nazarenos. La sumisión a Dios se ejer­cería, desde entonces, como sumisión y obediencia a Mahoma. En su vida, Mahoma había historificado el mito mesiánico-milenarista; sus sucesores mitificaron la historia de Mahoma, que pasó a ser el modelo del creyente y hasta entró a formar parte, junto a Dios, de la fórmula de profesión de fe islámica.



La mitificación de Mahoma como paráclito anunciado


El Jesús del Corán no coincide en absoluto con el Jesús de Nazaret de los Evangelios, puesto que el Corán, aparte de rechazar su condición como Hijo de Dios (Corán 112/5,117), niega que fuera crucificado, muerto y resucitado (Corán 92/4,157). En cambio, presenta a Jesús, el hijo de María, como si fuera un profeta del islam, y como si hubiera sido enviado cual precursor de Mahoma. En efecto, la tradición musulmana pretende que la promesa de la venida de un paráclito, hecha por Jesús, se refiere a Mahoma. De modo que habría anunciado la llegada futura del profeta del islam. Esto lo apoyan en el siguiente versículo del Corán:


«Cuando Jesús, hijo de María, dijo: ‘¡Oh, hijos de Israel! Yo soy el envia­do de Dios a vosotros, para confirmar lo que está antes de mí en la Torá, y para anunciar un enviado que vendrá después de mí, cuyo nombre es Ahmad’» (Corán 109/61,6).


Para ello, los musulmanes interpretan que «Ahmad» corresponde a uno de los nombres de Mahoma. E interpretan asimismo que a él alude el pasaje del Evangelio de Juan en que Jesús dice a sus discípulos: «Yo le rogaré al Padre y os dará otro Paráclito que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad» (Juan 14,16-17; también 15,26 y 16,7-14). Frente a tales pretensiones, toda la exégesis científica concuerda en que esta promesa de Jesús se refiere al Espíritu Santo, que en efecto llegó el día de Pen­tecostés.


Otros apologetas musulmanes han buscado un apoyo suplementario en el extracanónico Evangelio de Bernabé, donde se niega tanto la divi­nidad como la mesianidad de Jesús. Allí se afirma que no murió en la cruz, sino que en su lugar fue crucificado Judas. Y supuestamente se dice que Mahoma vendría al mundo para sacar a todos del error (Bernabé 24). Este texto, del que hay menciones indirectas desde el siglo VI, poseía una orientación judeocristiana, de alguna secta de hebreos que, mante­niéndose fieles a la religión de Moisés, aceptaban además a Jesús, pero únicamente como profeta. Por desgracia, este Evangelio no se ha con­servado. Lo que tenemos es un texto, que expone las mismas tesis y que circuló por Europa desde principios del siglo XVIII, escrito en lengua española: un Evangelio de Bernabé, que habría sido propio de los árabes. Pero hoy está demostrado que se trata de una falsificación del siglo XVI, maquinada probablemente por mudéjares o moriscos, acaso los mismos que amañaron los libros plúmbeos del Sacromonte de Granada.


En contra de la pretensión islámica de que Jesús habría anunciado al profeta árabe, lo único lógico es pensar que Jesús jamás hizo ninguna predicción sobre semejante personaje futuro. Y menos aún le cuadra la hipotética función de heraldo de Mahoma. Lo cierto es que, en todo el Nuevo testamento, no existe la menor alusión a ese tipo de prefiguración o pre­anuncio de Mahoma, sino que, más bien al contrario, se remarca que no hay que esperar a ningún otro. Desde el lado cristiano, puestos a ras­trear posibles predicciones sobre Mahoma en los Evangelios, inevitable­mente sin más fundamento que la imaginación, o mediante una interpre­tación simbólica, se podrían seleccionar unos cuantos dichos, cuyo signi­ficado, a la vista de lo ocurrido en la historia posterior, parecería que está jus­tificado aplicárselo, siquiera metafóricamente. Por ejemplo:


«Entonces, si alguien os dice que el Mesías está aquí o allí, no le ha­gáis caso. Pues surgirán falsos mesías y falsos profetas, que harán prodi­gios y portentos, hasta el punto de engañar, si fuera posible, a los ele­gidos» (Marcos 13,21-22).


«Surgirán muchos falsos profetas y engañarán a muchos» (Mateo 24,11; también Marcos 13,6 y Lucas 21,8).


«Cuidado con los profetas falsos, esos que se os acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces» (Mateo 7,15).


«Amigos míos, no deis fe a cualquier inspiración; sometedlas a prue­ba para ver si vienen de Dios, pues ya han salido en el mundo muchos falsos profetas» (1 Juan 4,1).


«Es más, llegará la hora en que todo el que os dé muerte piense que da culto a Dios» (Juan 16,2).


En conclusión, lo que Jesús anunció y prometió a sus discípulos no era sino la venida del Espíritu Santo sobre ellos, igual que había venido sobre él; en otras palabras, no prenunció un personaje mahomético con una ley teocrática, sino una inspiración interior espiritual:


«El paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho» (Juan 14,26).


«Cuando llegue él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad com­pleta» (Juan 16,13). Y este mismo Espítitu es el que reciben los discípu­los, según lo describe el relato del evangelista (Juan 20,22-23), y el pasaje paralelo de los Hechos de los apóstoles (Hechos 2,1-4).



La mitificación de Mahoma como hombre perfecto


El fundador del islam es presentado a los creyentes musulmanes como el modelo por excelencia de hombre perfecto. Esto se apoya en la inter­pretación de un texto coránico que exhorta a imitar al enviado, presun­tamente Mahoma: «Tenéis, en el enviado de Dios, un buen mo­delo para todo el que espera en Dios y en el último día, y se acuerda mucho de Dios» (Corán 90/33,21). Pero algunos críticos señalan que este versículo es un retoque tardío del texto. Lo cierto es que la expresión «buen mo­delo» aparece solo un par de veces más, referida a Abrahán y quienes iban con él (Corán 91/60,4 y 6).


Tal como lo pintan las fuentes muslimes clásicas, el profeta militar Mahoma era un individuo carismático, pero fanático y sensual, cuya prin­cipal pasión fue, sin duda, la guerra, una guerra potenciada por la ideo­logía milenarista que lo guiaba.


El dogma de la perfección ejemplar del profeta se suele r
epetir de manera unánime y beatífica, con tan escasa reflexión que no se dan cuen­ta de cómo suena a sarcasmo, pues el comportamiento del personaje, si lo observáramos en cualquier otro, sin duda sería calificado de muy poco edi­ficante. Baste, como muestra de la masiva ceguera voluntaria, lo que escribe el autor marroquí Ahmed Abu Zayd, en el prefacio a su vida de Mahoma:


«La excelente biografía del Profeta (la paz sea con él) ofrece lecciones de una elevada moral y rinde un gran servicio a la humanidad, porque es un fiel registro de la vida del Mensajero, un claro espejo de su nobles normas morales, sus costumbres, cualidades ideales, así como una fuente de luz hecha descender desde el cielo para mostrar a la humanidad el camino recto. Los musulmanes, y la gente en general, pueden encontrar en sus páginas el noble modelo de la perfección humana, encarnada en la vida de un hombre que realmente caminó sobre la tierra y realmente vivió entre la gente» (Abu Zayd 2003: 7).


Parece claro que esta propuesta paradigmática obedece al mecanis­mo antropológico de la mímesis, en el sentido de René Girard, mediante el cual se llegó a hipostasiar como modelo a imitar el com­portamiento de Mahoma. Pero esto, al hacerse de forma tan literal como se hace, está prescribiendo al musulmán la abjuración de su libertad personal, en aras de un mimetismo gregario. En concreto, establece que ser musulmán es imitar a Mahoma, literalmente ser mahometano, como exige el Corán. Sin embargo, esto ni siquiera es factible dentro de su propia lógica. Por ejemplo, ¿cómo imitarlo en algo tan fundamental como recibir de un ángel la palabra divina? Lo que se exige resulta imposible, entraña una contradicción. La explicación quizá sea que, en realidad, lo que se pide no es imitación, sino obediencia: se insta a obedecer al Mahoma mitificado, como a Dios, algo explícito en muchas otras aleyas. En consecuencia, no cabe propiamente la imitación, porque esta postularía hacerse iguales a él, algo imposible. Lo único que cabe es la obediencia, una actitud típica de inferiores, de criados y subalternos: en efecto, se exhorta a ser sumisos a lo que manda el buen modelo.


En cualquier caso, al postularse una sumisión omnímoda al modelo, el resultado previsible será que se arruinen las posibilidades de desarrollo personal. En definitiva, si nos atenemos al Corán, el creyente no es libre más que para renunciar a su libertad, ni debe razonar más que para negar su propia racionalidad. Y ambas cosas, para amoldarse e inmolarse a una voluntad divina, cuya pretensión de estar revelada de forma literal e in­mutable ata las manos tanto al hombre como a Dios.



Mahoma y sus mujeres


No se sabe a ciencia cierta cuántas esposas y concubinas tuvo el profeta. En las páginas finales de la Vida del enviado de Dios, Ibn Hisham ofrece la versión de que Mahoma «se casó con trece mujeres» (Ibn Hisham 2015: 805-807). También dice que, cuando murió, dejó nueve viudas: Aisha Ibn Abu Bakr, Sauda Ibn Zamaa, Zaynab Ibn Yahs, Umm Salama o  Hind Ibn Abu Umaya, Hafsa Ibn Omar, Umm Habiba o Ramla Ibn Abu Sufyan, Yuwayriya Ibn Al-Harit, Safiya Ibn Huyay, Maymuna Ibn Al-Harit. De modo que ya habían fallecido Jadiya Ibn Juwaylid, Zaynab Ibn Juzayma, Asma y Amra.


Si alguien siente curiosidad por conocer la tradición acerca de los «matrimonios del santo profeta», puede consultar en Internet la página de Al-Islam.org (citada en la bibliografía).


Sin duda, algunas historias resultan un tanto hiperbólicas, como las que aseguran que «un profeta tiene la potencia de cuarenta hombres, y Ma­homa tenía la potencia de cuarenta profetas». El discurso hagiográ­fico tradicional sostiene que mantenía relaciones con sus esposas por estricto turno, cada noche con una. A todas luces, todo esto forma parte del mito o la leyenda, pues varias fuentes han dejado constancia de las rivalidades y rencillas que había entre ellas, así como la indisimulada inquina que las de mayor edad sentían contra Aisha y contra la esclava egipcia copta, llamada María, que dio a Mahoma un hijo varón, muerto en extrañas circunstancias.


A las esposas de Mahoma se refieren, al parecer, varios pasajes corá­nicos, en los que se les hacen severas advertencias para que sean discre­tas, creyentes, devotas, arrepentidas, siervas de Dios y ayunantes (Corán 107/66,1-5). Hay otras alusiones a las mujeres del profeta árabe, en las que se las llama «madres de los creyentes» (Corán 90/33,6); se les prome­te una gran re­compensa si se portan bien, o un castigo doble si son des­honestas (Corán 90/33,28-34); cuando lleguen visitas a la casa, deben ocultarse detrás de una cortina, y cuando salgan a la calle deben cubrirse con un manto (Corán 90/33,53-55 y 59).


El profeta, aparte de sus esposas y del derecho que posee sobre sus esclavas, goza de la facultad para contraer matrimonio, si él quiere, con toda mujer que se le ofrezca, con la única condición de que él entregue la dote prescrita. A sus esposas puede llamarlas a su lecho según le parez­ca y así obra correctamente, mientras que ellas deben estar contentas con lo que él les dé (Corán 90/33,50-51).


En lo que respecta a su relación con las mujeres, resalta el asunto un tanto escabroso del casamiento de Mahoma con Zaynab. Un buen día, llegó el pro­feta en busca de su hijo adoptivo Zayd y llamó a la puerta de su casa. Él no se encontraba en casa, pero sí su esposa, que salió a abrir la puerta y lo hizo entrar. La mujer estaba vestida ligeramente y era tan hermosa que Mahoma quedó prendado de su belleza y muy turbado en su interior. Después de varias peripecias, la historia sigue contando que, al poco tiempo, la bella Zayd optó por di­vor­ciarse de su marido Zaynab, con el fin expreso de que el padre adoptivo de este pudiera casarse con ella. Pero resultaba que la relación de parentesco que existía entre Zayd y Mahoma constituía un impedimento legal, pues estaba expresamente prohibido el matrimonio con la exmujer del hijo adoptivo. No obstante, una oportuna revelación vino a librarlo de semejante impedimento y a disipar sus escrúpulos. Así lo confirma fehacientemente el Corán en los versículos 90/33,37-40.

«Cuando Zayd había terminado con ella, te la dimos en matrimonio, a fin de que no haya ningún reparo para los creyentes en casarse con las esposas de sus hijos adoptivos, cuando estos han terminado el com­promiso con ellas» (Corán 90/33,37).


 
A pesar de todo, unos versículos más abajo, Alá también le impone un límite para el futuro: «En adelante no te está permitido tomar mujeres, ni intercambiarlas por esposas, aunque te atraiga su belleza, a excepción de las esclavas que poseas» (Corán 90/33,52).


Todavía más desconcertante, si cabe, parecerá la historia del matri­monio del profeta con Aisha, hija de su más veterano general y primer sucesor, Abu Bakr, si hemos de creer lo que cuenta aobre este tema la tradición de los hadices de Mahoma, que en este caso sí cumple sobra­damente con criterios de historicidad, al menos el criterio de dificultad, el criterio de discontinuidad y el criterio de testimonio múltiple, por lo que no cabe rechazar su veracidad.



Mahoma y su matrimonio con la niña Aisha


No son los detractores, sino las fuentes canónicas musulmanas las que refieren que Mahoma consumó el matrimonio con Aisha cuando la niña tenía nueve años. En la recopilación de tradiciones «auténticas» de Al-Bujari, encontramos un testimonio múltiple, pues el relato se repite allí cuatro veces; en tres de ellas, está narrado por la misma Aisha (Al-Bujari, volumen 5, libro 58, hadiz nº 234; volumen 7, libro 62, hadices nº 64 y nº 65) y, en la cuarta, el hadiz aparece transmitido por Ursa (Al-Bujari, volumen 7, libro 62, hadiz nº 88). Los cuatro relatos coinciden en que Mahoma formalizó el contrato matrimonial con Aisha, hija de Abu Bakr, cuando la niña tenía seis años. Su madre la condujo a casa de Mahoma y este consumó el matrimonio cuando tenía nueve años, de modo que permaneció como esposa suya nueve años, hasta la muerte del profeta. Ella tenía entonces 18 años. Traduzco a con­tinuación los mencionados pasajes de los hadices de Mahoma.


«Narrado por Aisha: El profeta me desposó cuando yo era una niña de seis años. Fuimos a Medina y permanecimos en la casa de Bani al-Harith bin Khazraj. Entonces me puse enferma y se me cayó el cabello. Más adelante mi cabello creció de nuevo y mi madre, Um Ruman, se me acercó mientras estaba yo jugando en un columpio con unas amigas mías. Me llamó y yo acudí a ella, sin saber lo que deseaba hacer conmigo. Me cogió de la mano y me hizo aguardar a la puerta de la casa. Me quedé sin aliento entonces y, cuando mi respiración se recuperó, ella tomó un poco de agua y me frotó con ella la cara y la cabeza. Luego me llevó dentro de la casa. Allí, en la casa, vi a unas mujeres Ansari [al servicio del profeta] que dijeron: ‘Los mejores deseos y la bendición de Dios y buena suerte’. Entonces ella me confió a ellas y ellas me prepararon (para el matrimonio). Inesperadamente, el enviado de Dios vino a mí por la ma­ñana y mi madre me entregó a él. En ese momento yo era una niña de nueve años de edad» (Al-Bujari, Sahih, volumen 5, libro 58, hadiz nº 234).


«Narrado por Aisha: Que el profeta se casó con ella cuando tenía seis años y consumó su matrimonio cuando ella tenía nueve años, y luego ella permaneció con él durante nueve años (esto es, hasta la muerte de él)» (Al-Bujari, Sahih, volumen 7, libro 62, hadiz nº 64).

 
«Narrado por Aisha: Que el profeta se casó con ella cuando tenía seis años y consumó su matrimonio cuando ella tenía nueve años. Hi­sham dijo: ‘He sido informado de que Aisha permaneció con el pro­feta durante nueve años (esto es, hasta la muerte de él)’, lo que conoces por el Corán [de memoria]» (Al-Bujari, Sahih, volumen 7, libro 62, hadiz nº 65).

 
«Narrado por Ursa: El profeta firmó (contrato de matrimonio) con Aisha cuando ella tenía seis años de edad y consumó su matrimonio con ella cuando tenía nueve años, y ella permaneció con él durante nueve años (esto es, hasta la muerte de él)» (Al-Bujari, Sahih, volumen 7, libro 62, hadiz nº 88).


Otro aspecto escasamente ejemplar, y que refuerza los preceptos es­tablecidos en el Corán sobre el trato a la mujer (92/4,34), se encuentra en la historia bien atestiguada de cómo el profeta del islam golpeó a su joven esposa. Las relaciones matrimoniales entre Mahoma y Aisha dis­taron mucho de cualquier idea­lización hagiográfica. El hecho es que, en cierta circunstancia, el profeta se enfadó y la castigó dándole un golpe doloroso en el pecho:


«Muhammad ibn Qays dijo un día: ‘¿Queréis que os cuente bajo mi autoridad y la de mi madre?’ Nosotros pensamos que se refería a la ma­dre que lo engendró. Pero dijo: Aisha dijo: ‘¿Queréis que os cuente sobre mí y el enviado de Alá?’ Dijimos: ‘Sí’. Ella dijo: Cuando llegó la noche en la que el profeta solía estar conmigo, él se dio la vuelta y se quitó su manto, se sacó los zapatos y los puso cerca de sus pies, extendió un ex­tremo de su vestido sobre la cama acostándose sobre ella hasta que pensó que yo estaba dormida. Entonces tomó despacio su manto y se puso los zapatos lentamente, abrió la puerta, salió y la cerró suavemente. Yo me cubrí la cabeza, me puse mi chal, me envolví con mis ropas y seguí sus pasos hasta que llegó al Baqui [cementerio de la gente de Me­dina], donde se detuvo de pie durante largo tiempo, luego levantó sus manos tres veces, luego volvió y yo también volví, apresuró sus pasos y yo apresuré los míos, corrió y yo también corrí, entró (a la casa) y yo también lo hice, pero antes que él. Cuando me acostaba en la cama, entró y dijo: ‘¿Qué pasa contigo? ¡Aisha! ¡Estás agitada!’ Dije: ‘No pasa nada’. Dijo: ‘Infórmame o me informará el Sutil, el Sabedor’. Dije: ‘¡Enviado de Alá! ¡Que mi padre y mi madre te sirvan de rescate!’ Y le conté toda la historia. Dijo: ‘¿Entonces tú eras esa sombra que vi frente a mí?’ Dije: ‘Si’. Entonces me golpeó en el pecho causándome dolor, y luego dijo. ‘¿Piensas que Alá y su enviado serían injustos contigo?’ Dije: ‘Lo que sea que la gente oculte Alá lo sabe’» (Muslim, Sahih, Libro de los funerales, capítulo 35, hadiz 2256; en la versión española, aquí citada: Libro de los funerales, capítulo XXX, hadiz 2127).


Por último, parece oportuno señalar la existencia de una apologética musulmana que trata, por todos los medios, de ocultar o desmentir estos hechos de la vida de Mahoma, atestiguados por las fuentes islámicas más acreditadas. Tal apologética, sin embargo, es desmentida por otros mus­limes, como se puede comprobar en WikiIslam.net, Respuestas a la apolo­gética sobre Mahoma y Aisha (consultado en 2021).


Estas nupcias con la niña Aisha y su relación con ella han tenido una repercusión persistente en las sociedades musulmanas, que han per­mi­tido el matrimonio de hombres adultos con menores impúberes, vi­gente aún hoy en países donde rige la ley islámica. También perdura el derecho del ma­rido a castigar a su esposa, si esta es desobediente. Y es que, en tal prác­tica, no solo los ampara la ley islámica, sino que están ejercitando la vir­tud de imitar al «buen modelo» que tienen en Mahoma, según la exhortación del Corán.



Mahoma y las mujeres adúlteras


En la tradición musulmana manifiesta con nitidez y crudeza el com­por­tamiento de Mahoma con relación a las mujeres adúlteras. Queda des­crito sin paliativos en varios casos que se narran, tanto en la canónica biografía del profeta escrita por Ibn Hisham, como en las veneradas compilaciones de hadices llamados auténticos.


Estos episodios reflejan no solo la crueldad en el juicio por adulterio, sino un aspecto de la concepción de la mujer en el sistema islámico, que la considera infe­rior en todos los planos.


En la biografía de Mahoma


En la Vida del enviado de Dios, compuesta por Ibn Hisham (m. 833), po­demos leer un episodio muy significativo que refiere cómo actuó Maho­ma, cuando le presentaron a un hombre y una mujer adúlteros para que él los juzgara:


«Al poco de la estancia de Mahoma en Medina, se reunieron los rabi­nos para juzgar a un hombre casado que había cometido adulterio con una mujer judía casada también. Ellos dijeron: ‘Enviad a este hom­bre y esta mu­jer a Mahoma, pedidle que juzgue el caso y prescriba el cas­tigo. Si deci­de condenarlos a la pena de flagelación (según la cual los delin­cuentes son azotados con un látigo de varas de dátil mojadas en resina, luego les pintan la cara de negro y los montan sobre dos burros con la cara vuelta hacia la grupa), entonces obedecedle, pues es un prín­ci­pe, y creed en él. Pero si los condena a ser lapidados, es un profeta, en­ton­ces estad en guardia contra él, no sea que os despoje de lo que tenéis’.

     Pidieron el juicio del enviado y este fue a donde estaban los rabinos sentados, y les dijo: ‘Traedme a vuestros sabios’.

     Y le trajeron a Abdullah ben Suriya, que era el más sabio, pese a ser uno de los más jóvenes. El enviado habló a solas con él e hizo que le confirmara bajo juramento que, de acuerdo con la Torá, Dios condena a lapidación al hombre que comete adulterio tras el matrimonio. Suriya añadió: ‘Ellos saben que eres un profeta inspirado, pero te envidian’.

     Entonces el enviado salió y ordenó que los culpables fueran ape­dreados delante de la mezquita. Cuando el hombre sintió la primera pie­dra, se agachó sobre la mujer para protegerla de las piedras, hasta que ambos quedaron muertos. Esto es lo que Dios hizo por su enviado, exi­gir el castigo por adulterio de esas dos personas.

     El enviado preguntó a los judíos qué los había inducido a abandonar la lapidación por adulterio, estando prescrita en la Torá. Dijeron que ese castigo se había observado hasta que un hombre de sangre real cometió adulterio, y el rey no permitió que fuera lapidado. Cuando, después de esto, otro hombre cometió adulterio y el rey quería que fuera apedreado, dijeron: ‘No, a menos que permitas que el primer hombre sea apedreado también’. Entonces todos acordaron recurrir a la flagelación, y así se extinguió tanto la memoria como la práctica de la lapidación.

     Entonces, el enviado de Dios dijo: ‘Yo he sido hoy el primero en restaurar el mandato de Dios, su escritura y la obediencia a ella’» (Ibn Hisham, Sira, capítulo 10, versión abreviada).


En los hadices de Mahoma


De ese mismo episodio de adulterio y castigo relatado por Ibn Hisham, encontramos otra versión en la compilación de hadices de Mahoma que la tradición islámica atribuye a Muslim, el imán Muslim Ibn Al-Hayay Al-Naisaburi (821-875), con algunas diferencias narrativas.


«Abdullah Ibn Umar relató que un judío y una judía que habían co­metido adulterio fueron llevados ante el enviado de Alá. Entonces el enviado de Alá fue a ver a los judíos y les preguntó: ‘¿Qué encontráis en la Torá (como castigo) para el que comete adulterio?’ Dijeron: ‘En­ne­grecemos sus rostros y los montamos en un burro con sus rostros di­rigidos hacia direcciones opuestas (espalda con espalda), y luego son llevados alrededor de la ciudad’. Pidió: ‘Traedme la Torá, si habéis dicho la verdad’. La trajeron y la leyeron, hasta que al llegar al versículo del apedreamiento, el joven que la estaba leyendo puso su mano sobre el versículo del apedreamiento y leyó solamente lo que estaba antes de su mano y lo que seguía. Abdullah Ibn Salam, que estaba con el enviado de Alá, dijo: ‘Ordénale que levante la mano’. Entonces la levantó y debajo de ella estaba el versículo del apedreamiento. Entonces el enviado de Alá dictó sentencia y ambos fueron apedreados. Abdullah Ibn Umar dijo: ‘Yo fui uno de los que los apedreó y vi cómo él la protegía con su cuerpo de las piedras’» (Muslim, Sahih, libro 17, número 4211).


Pero, además, los hadices de Muslim describen otros casos de con­dena por adulterio, en los que Mahoma mandó apedrear hasta la muerte a unos adúlteros, ya se tratara de una mujer árabe, de una mujer judía, o de una pareja de judíos:


«Imran Ibn Husain contó que una mujer de (la tribu de) Yuhaina fue a buscar al enviado de Alá, porque había quedado embarazada a con­secuencia del adulterio. Ella le dijo: ‘¡Oh enviado de Dios! He cometido una falta que lleva un castigo, impónmelo’. El enviado de Dios hizo lla­mar a su tutor y le dijo: ‘Trátala bien, pero cuando haya dado a luz tráe­mela’. Él hizo lo que se le había pedido. Entonces el enviado de Dios dictó la sentencia sobre ella. Ataron a la mujer, envolviéndola con sus vestidos, y entonces mandó que la apedrearan hasta morir. Luego, pro­nunció la oración fúnebre» (Muslim, Sahih, libro 17, número 4207).


En otro pasaje, se repite el mismo hadiz, si bien relatado por Yahya ibn Abu Kazir, y con la misma cadena de transmisores (cfr. Muslim, Sahih, libro 17, número 4208).


A continuación del anterior, se cuenta cómo Mahoma condena a muerte a una beduina casada, mientras que al cómplice solo lo castiga con cien latigazos y un exilio temporal:


«Abu Hurayrah y Zayd ibn Jalid Al-Yuhani relataron que un hombre de los árabes del desierto fue a ver al enviado de Alá y le dijo: ‘¡Oh en­viado de Alá! Te ruego por Alá que me des un juicio de acuerdo con el libro de Alá’. El otro demandante, que era más versado, dijo: ‘Sí, juzga entre nosotros de acuerdo con el libro de Alá y permíteme (decir algo)’. El enviado de Alá dijo: ‘Habla’. Dijo:
Mi hijo servía en la casa de este y cometió adulterio con su esposa. Fui informado de que mi hijo merecía ser apedreado. Entonces di cien cabras y una esclava como compen­sación por ello. Y pregunté a los sabios y ellos me informaron que mi hijo tenía que recibir cien latigazos y ser exiliado por un año y que la mujer tenía que ser apedreada’. Entonces el enviado de Alá dijo: ‘¡Por Aquel en cuyas manos está mi vida! Juzgaré entre vosotros de acuerdo con el libro de Alá. La esclava y las cabras deben ser devueltas, a tu hijo hay que castigarlo con cien latigazos y un año de exilio. Y ¡oh Unays! (ibn Zuhaq Al-Aslami), por la mañana ve con esa mujer y, si ella confiesa, apedreadla’. Él fue por la mañana y ella confesó. Entonces pronunció la sentencia y ella fue apedreada» (Muslim, Sahih, libro 17, número 4209).


Este mismo hadiz está repetido, invocando los mismos transmisores, pero atribuido a Al-Zuhri (cfr. Muslim, Sahih, libro 17, número 4210).


Otro episodio de las mismas características lo hallamos en la conde­na a muerte por lapidación dictada por Mahoma contra un hombre y una mujer judíos:


«Ibn Umar relató que el enviado de Alá mandó apedrear por adul­terio a dos judíos. Eran un hombre y una mujer que habían cometido adulterio. Los judíos los habían llevado ante el enviado de Alá.» [El resto del hadiz prosigue exactamente igual que el citado más arriba, en el nú­mero 4209.] (Muslim, Sahih, libro 17, número 4212).



Contraste con el comportamiento de Jesús ante la adúltera


La diferencia resulta evidente, cuando comparamos la actitud y el com­portamiento de Mahoma, dando curso a la violencia, con el comporta­miento y la actitud de Jesús impidiendo la violencia contra una mujer adúltera. El episodio lo narra el evangelista Juan:


«Jesús se fue al monte de los Olivos.

Al alba, se presentó de nuevo en el templo y acudió a él el pueblo en masa; él se sentó y se puso a enseñarles.

Los letrados y los fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, le dijeron:

– Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio; en la Ley nos mandó Moisés apedrear a esta clase de mujeres; ahora bien, ¿tú qué dices?

Esto se lo decían con mala idea, para poder acusarlo. Jesús se agachó y se puso a escribir con el dedo en el suelo.

Como persistían en su pregunta, se incorporó y les dijo:

– Aquel de vosotros que no tenga pecado, sea el primero en tirarle una piedra.

Él, agachándose de nuevo, siguió escribiendo en el suelo.

Al oír aquello, se fueron saliendo uno a uno, empezando por los ancianos, y lo dejaron solo con la mujer, que seguía allí en medio.

Se incorporó Jesús y le preguntó:

– Mujer, ¿dónde están?, ¿ninguno te ha condenado?

Respondió ella:

– Ninguno, Señor.

Jesús le dijo:

– Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante, no vuelvas a pecar» (Evan­gelio de Juan 8,1-11).


Resulta imposible negar que las dos figuras contrapuestas repre­sen­tan arquetipos opuestos de actitudes ante la vida, encarnan el espíritu de dos religiones y civilizaciones incompatibles entre sí. El mensaje de Jesús llama a tomar la cruz y seguir su mandamiento del amor, con la ins­pi­ración del Espíritu, que sopla donde quiere. El mensaje de Mahoma conmina a los creyentes a tomar la espada e imitar al profeta, luchando para imponer por la fuerza el sometimiento a la inmutable Ley islámica.


En última síntesis, Mahoma, elevado de la historia al mito, constituye el único fundamento del islamismo. Su figura quedó incrustada en la abi­garrada taracea de las suras coránicas y, a partir de ahí, fue replicada hasta el paroxismo en las distintas fuentes de la tradición, como en un juego de espejos infinitos que, una vez decretado el punto final de la revelación y el cierre de la interpretación, produce la ilusión metafísica de poder cancelar el tiempo de la historia humana.



Capítulo 10. Los creyentes, un pueblo sumiso a Mahoma