La genealogía del
islam
9. Mahoma en
la historia y en el mito
PEDRO GÓMEZ
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- Las fuentes de la tradición
sobre Mahoma
- La imposible biografía de
Mahoma
- Una semblanza elemental de
Mahoma
- La enigmática muerte de
Mahoma
- La incorporación tardía
de Mahoma al dogma islámico
- El predicador coránico, un
personaje anónimo
- El predicador
coránico, en una Meca ignota
- El predicador como
‘anunciador y advertidor’
- El predicador
como ‘enviado’ de Dios
- El predicador
como ‘profeta’ armado
- El profeta extiende el reino
de Dios mediante el terror
- El profeta exige
obediencia a él como obediencia a Dios
- La evolución teológica y
política de Mahoma
- La ausencia de novedad en el
mensaje de Mahoma
- La mitificación de
Mahoma en el viaje nocturno
- La
mitificación de Mahoma como sello de los profetas
- La
mitificación de Mahoma como paráclito anunciado
- La mitificación de
Mahoma como hombre perfecto
- Mahoma y sus mujeres
- Mahoma y su
matrimonio con la niña Aisha
- Mahoma y las
mujeres adúlteras
Las
fuentes de la tradición sobre Mahoma
¿Cuándo y dónde nació Mahoma?
¿Cuáles
fueron exactamente sus gestas, qué dijo y qué hizo? ¿A quiénes dirigía
su proclama?
¿Tuvo maestros? ¿Y sus mujeres? ¿Cuándo, dónde y cómo murió? ¿Qué
podemos
saber de su historia, de su biografía? ¿Hasta qué punto es válido lo
que cuenta
la tradición musulmana? (Antes de continuar, como se puede ver, en este
trabajo
escribo el nombre del profeta del islam como Mahoma, con la ortografía
normal
en la lengua española, huyendo de esnobismos y adulaciones.)
Desde un punto de vista histórico-crítico, la
vida del personaje que
llamamos Mahoma es casi absolutamente desconocida. Tanto las
biografías
musulmanas clásicas como las colecciones de hechos y dichos de Mahoma,
que
ofrecen múltiples narraciones de batallas e infinidad de episodios
ejemplares,
datan de los siglos segundo, tercero y cuarto de la era musulmana
(siglos IX, X
y XI de la era cristiana). Distan mucho de cumplir los criterios de
fiabilidad
histórica exigibles (cfr. Reynolds 2007). Si se escribiera una
biografía de
Mahoma que solo mencionara los hechos con garantía de historicidad,
apenas
ocuparía unas cuantas páginas muy escuetas (cfr. Rodinson 1961; Chabbi
1997).
La más antigua biografía
oficial
de Mahoma habría sido establecida, según algunas fuentes musulmanas,
por orden
del califa abasí Al-Mansur (754-775), casi siglo y medio después de
muerto el
personaje, y escrita por autores persas, que asentaron una cronología
cuya
veracidad se encuentra hoy cuestionada.
En concreto, se habla de una biografía escrita por Ibn Ishaq (muerto en
767),
actualmente desaparecida. Luego está la Vida
del enviado de Dios (Sira rasul Allah), de Ibn Hisham (m.
834), que
es hoy la más conocida y célebre. Pero son clásicas también las obras Libro
de la historia y las campañas (Kitab al-tarij wa al-maghazi) de
Al-Waqidi (m. 823); Libro
de las clases principales (Kitab al-tabaqat al-kabir) de Ibn
Sad (m.
845); e Historia de los enviados y los reyes (Tarikh
al-rusul wa
al-muluk) de Al-Tabari (m. 923). Como se puede ver, todos estos
autores
pertenecen a los siglos IX y X.
Es lícito desconfiar
incluso de
la venerada Vida del enviado de Dios, de Ibn Hisham, escrita
dos siglos
después de la muerte del biografiado. Aunque este autor invoca como
fuente suya
la obra de Ibn Ishaq, que contendría sobre todo las campañas militares
de
Mahoma. Si no fuera porque la citan otros autores (como Yunus Ibn
Bukayr,
muerto en 815), uno estaría tentado a pensar que la remisión a tal
fuente, hoy
perdida, podría no ser sino una ficción literaria, al estilo de la
remisión a
Cide Hamete Benengeli hecha por Cervantes en su Don Quijote de la
Mancha.
Aparte
de las vidas de Mahoma, están las
compilaciones de dichos del profeta (llamados hadices). De este
género
de relatos hay una mención temprana en Al-Ándalus, datada hacia el año
742,
hecha por Muawiya Ibn Salih Al-Himsi (según Gautier Juynboll 1983: 23).
Con
todo, es más de un siglo posterior a la hégira. Las compilaciones más
reconocidas son las de los hadices considerados «auténticos», aún más
tardías:
la de Al-Bujari (m. 870) y la de Muslim (m. 875); pero también las de
Abu Dawud
(m. 888), Al-Tirmidi (m. 892), Ibn Maya (m. 886), y Al-Nasai (m. 915).
Pero el
hecho es que las tradiciones recogidas en estas colecciones no merecen
un
juicio menos riguroso con respecto a su historicidad. Sus sabios
autores son
todos persas, de la segunda mitad del siglo IX, contemporáneos de
la
redacción de Las mil y una noches, obra con la que
posiblemente cabría
establecer cierto parangón. Por su parte, las colecciones de hadices
chiíes
se escribieron aún más tarde, en los siglos X y XI.
Dichas
colecciones de hechos y dichos
atribuidos a Mahoma, con el fin de justificar su autenticidad, reseñan
al
inicio de cada relato una «cadena de transmisión», que nombra un
narrador que
recibió el relato oral de otro anterior, y este a su vez de otro, hasta
remontarse finalmente a una de las esposas o a alguno de los compañeros
del
profeta, como testigo de los hechos ocurridos dos siglos y medio
antes. Ahora
bien, desde el punto de vista crítico, lo más probable es que la
inmensa
mayoría de esos relatos carezca de la fiabilidad exigible para
fundamentar su
pretensión de veracidad. Cada vez parece más claro que esas supuestas
credenciales,
la cadena de transmisores aducidos para acreditar la autenticidad del
relato,
no constituyen más que un recurso literario. Aunque esto no quiere
decir que
todo sea pura invención. Lo que pasa es que, en general, no contamos
con
pruebas en las que sustentar la historicidad. Pues, incluso si hay
retazos
verídicos en el relato, estos son imposibles de discernir, al no
haberse
conservado ninguna otra documentación con la que contrastar.
Investigadores
como Christoph Luxenberg
(2000) y Alfred-Louis de Prémare (2002) llegan a la conclusión de que
la
transmisión oral no jugó ningún papel relevante, y que la misma
formación del
Corán se dio ya en el contexto de una cultura escrita y a través de un
arduo
trabajo de redacción, edición y reescritura. Otros estudiosos eminentes
que
restan todo crédito a las fuentes árabes, tanto las biografías como las
colecciones de hadices, son los orientalistas Henri Lammens (1910a y
1910c) y
Alphonse Mingana (1917).
Al parecer, durante los tres primeros siglos
del islam, los relatos mahométicos
proliferaron de tal manera que, según se dice, superaban el millón
seiscientos
mil. De ellos, las colecciones consagradas seleccionaron solo varios
miles:
más de 7.000, tanto en la recopilación de Al-Bujari como en la de
Muslim, si
bien muchos de ellos repetidos. En el extremo opuesto al reconocimiento
de
tamaña proliferación, algunos eruditos musulmanes opinan que apenas
habría unos
cuarenta que deban considerarse verdaderamente auténticos, procedentes
del
Mahoma histórico.
Dado el carácter creativo y edificante de
tales relatos, cabe interpretar
cada colección como un intrincado fabulario de escenas ejemplares,
compuesto en
Bagdad bajo supervisión califal, destinado a reforzar la exégesis
oficial del
Corán y a legitimar la codificación jurídica, puesta al servicio del
poder
político. De manera que, como afirma Patricia Crone, fueron los
juristas
quienes determinaron qué es lo que dijo el profeta.
Si hiciéramos el
recuento de todos los hadices
incluidos en las colecciones, resultaría una cantidad tal que, dividida
entre
los días de actividad de Mahoma, no hubiera podido hacer otra cosa que
escenificar tesituras ejemplares y pronunciar frases sentenciosas, y ni
siquiera le hubiera dado tiempo para todas. Este dato por sí solo hace
ver
hasta qué punto su historicidad resulta completamente inverosímil.
En
consecuencia, podemos compartir el juicio que emite Alfred-Louis de
Prémare,
historiador del islam, en Les fondations de l’islam:
«En
suma, de manera general y salvo raras
excepciones, las narraciones sobre el período primitivo del islam no
son,
hablando con propiedad, documentos de historia sobre ese mismo
período. Son
tributarias de un modo particular de contar, escribir y transmitir.
Son
fuertemente dependientes del contexto en que fueron elaboradas tras
la muerte
del fundador, del filtrado de los transmisores sucesivos, de la
oposición de
personas o tendencias y, en fin, del contexto intelectual y las
intenciones
propias de los autores que, sobre la base de Ibn Ishaq, organizaron
elementos
originalmente independientes unos de otros» (Prémare 2002: 18).
Por
supuesto, en aquella época, nadie se
proponía hacer historia como hoy se entiende, ni contaba con
metodología para
ello, aunque podían interesarse en recoger informaciones sobre los
acontecimientos
y los personajes. En el caso de Mahoma, los sabios persas, urgidos por
los
califas abasíes, compusieron una prolija seudobiografía, a partir de
retazos del
todo incoherentes:
«Dicho
claramente, la historia
caballeresca de Mhmd, la sira, no relata hechos
históricos, sino
que pretende hacerse eco de una cadena de recuerdos y testimonios
póstumos, post
eventum. El hecho científico es que no existe ningún rastro,
estrictamente
ninguno, arqueológico u otro, de ese personaje Mhmd, fuera de
las
fuentes militaro-islámicas autoproclamadas, que tenían una necesidad
política
(esta, bien real) de disponer de esa leyenda, 150 años más tarde. La
biografía
de Mhmd fue, en efecto, una ‘obra de encargo’, dirían los
juristas,
exigida por el poder califal a mediados del siglo VIII» (Qadr 2019:
118-119).
En
conclusión, las fuentes islámicas
clásicas, las biografías y los hadices sirven poco para obtener un
conocimiento fiable acerca del Mahoma histórico. Seguramente contienen
elementos de información, pero esta viene mezclada con creaciones
literarias y
una patente mitologización, sin que sea posible distinguir lo
imaginario de lo
real. Para lo que mejor podrán servir es
para conocer cómo se gestó el sistema del islamismo y se instauraron
las bases
de la mentalidad musulmana.
La imposible
biografía de Mahoma
Cuando se aplican criterios
histórico-críticos, como han hecho los investigadores más sólidos, se
llega a
la conclusión de que las clásicas vidas de Mahoma escritas por
musulmanes,
desde la biografía perdida de Ibn Ishaq en adelante, pertenecen al
género de la hagiografía (vida de un santo) o la aretalogía
(epopeya de un
héroe). Las vidas de Mahoma modernas, en su mayoría, tampoco pueden
tenerse por
verdaderas biografías, puesto que se mueven más bien entre la novela y
el
relato de ficción producido mediante el saqueo literario de los
tradicionistas,
con un suplemento de falaz imaginación.
Dado que, entre los árabes de principios del
siglo VII, los meses y los
años rodaban uno tras otro y carecían de un calendario desarrollado,
capaz de
calcular con exactitud la cronología, hay que tener en cuenta que todas
las
dataciones indicadas por la tradición son aproximativas e inciertas. A
veces
constituyen una mera conjetura, hecha por comparación o asociación con
acontecimientos conocidos, o bien una data establecida mucho tiempo
después.
Nadie sabe a ciencia cierta cuándo nació Mahoma, pero se situó su
nacimiento en
el momento histórico de la fallida expedición contra la caaba dirigida
por
Abraha, virrey abisinio de Yemen, en el año del Elefante,
supuestamente el 570
(alusiones en Corán 105,1-5). Ahora bien, según la investigación
histórica
actual, en realidad esa expedición tuvo lugar el año 530, demasiado
pronto para
servir de referencia creíble. En consecuencia, sobre toda la biografía
de
Mahoma se cierne una enorme incertidumbre, tanto en la cronología como
respecto
a los hechos narrados, de manera que prácticamente todo puede
constituir una
fabricación ulterior, a partir de supuestas tradiciones que, a su vez,
carecen
de cualquier prueba documental.
En nuestros días, son pocos los que dudan de
la existencia de un
personaje histórico detrás de la figura del Mahoma de la fe musulmana.
Lo que
está en cuestión, sin embargo, es la historicidad de la literatura
islámica
acerca del personaje (cfr. Spencer 2006 y 2012). Además, el
cuestionamiento
afectaría también a las que se suelen entender como menciones del
nombre de Mahoma
en el Corán. La conclusión cierta es que hoy se encuentran en
entredicho prácticamente
la totalidad de las biografías y las historias del profeta islámico,
clásicas
y modernas, de autores tanto musulmanes como occidentales.
Por eso, a muchos historiadores les parece una
tarea prácticamente
imposible escribir una biografía de Mahoma, pese a la ingente cantidad
de
narraciones de la tradición, pues, como hemos visto, son falaces. El
mundo musulmán
no ha conservado documentos coetáneos del surgimiento del islam. Los
textos
más antiguos sobre la vida de Mahoma son demasiado
tardíos y notoriamente apócrifos. El hecho innegable es que sobre el
profeta
del islam no existe ningún documento árabe de la época, y que su nombre
está
prácticamente ausente en el texto coránico (cfr. Chabbi 1997).
Un fideísmo ciego en defensa de la tradición
musulmana no resuelve el
problema, ni lo anula. En adelante, hay que contar con la evidencia de
que las
biografías de Mahoma (la sira de Ibn Hisham, el tarij
de Al-Tabari),
lo mismo que las colecciones de hechos y dichos del profeta (los
hadices de Al-
Bujari, Muslim, etc.), distan mucho de cumplir con los mínimos
criterios de
historicidad requeridos por el método de la historia científica. De
manera que,
al final, solamente contamos con lo que se haya conservado en el Corán,
de
forma escueta, fragmentaria y oscura. Así, pues, sabemos muy poco
acerca del
personaje histórico Mahoma y de los orígenes del islamismo.
Fuera de la literatura árabe musulmana,
tampoco encontramos fuentes que
ofrezcan crónicas coetáneas, a excepción de algunas alusiones dispersas
e incidentales.
Por tanto, solamente contamos con lo que se recoge en el Corán. La
tentativa de
algunos que han buscado en las biografías clásicas de Mahoma datos,
aclaraciones
o conocimientos más allá de lo que está contenido en el Corán parece
destinada
al fracaso, una vez que la investigación ha puesto al descubierto que
se trata
de desarrollos más bien legendarios, sin otra base que aquellos pasajes
coránicos a los que sirven de glosa y ampliación. De modo que, para
nuestra
sorpresa, es el Corán el que, a fin de cuentas, se halla más próximo al
Mahoma
histórico, sin olvidar que su texto estuvo sujeto a retoques hasta el
siglo IX
(no se conserva ningún manuscrito completo de fecha anterior). Además,
la
lectura del texto coránico es problemática, puesto que los signos
diacríticos
que fijaron los significados no se añadieron sino a partir del siglo X
(Moussali
1996).
Como recapitula la islamóloga tunecina Hela
Ouardi, en una obra suya
sobre los últimos días de Mahoma, donde se hace eco de las graves
dificultades
que entraña tratar de escribir la biografía de Mahoma:
«Cada vez que intentamos escribir sobre la
vida del profeta, nos enfrentamos
a un dilema claramente resumido por Harald Motzki: no se puede escribir
una
biografía de Mahoma sin ser acusado de hacer un uso no crítico de las
fuentes
de la tradición; al mismo tiempo, tan pronto como se comienza un
trabajo
crítico sobre las fuentes musulmanas, se vuelve imposible escribir una
sola
línea sobre la biografía del profeta. Esto ha llevado a historiadores
como
Jacqueline Chabbi a hacer constataciones desesperadas y afirmar que la
biografía del profeta parece simplemente ‘imposible’. John Wansbrough
piensa
que esta ‘imposibilidad’ no proviene de la falta de información, sino
del hecho
de que la historia relatada en la tradición es en sí misma una
construcción.
En
efecto, las primeras biografías del profeta
obedecen a consideraciones
simbólicas y literarias dictadas por el contexto político de la
redacción de
estas obras. Por su parte, en su estudio de historiografía islámica,
Chase F.
Robinson afirma que los redactores de la tradición no son
necesariamente
malintencionados. El objetivo de los cronistas abasíes no es
necesariamente
falsificar la historia, sino ‘producir un pasado convincente que diera
sentido
a un presente transformado’» (Ouardi 2016: 234-235).
En resumen, salvo que renuncie del todo a
trazar una vida de Mahoma,
dándola por imposible, el investigador deberá apoyarse ante todo en el
estudio
de la composición del Corán. También tendrá en consideración las
fuentes
clásicas, sometiéndolas a un severo examen crítico, dado su carácter
problemático. Y prestará atención a las informaciones halladas en
fuentes
extramusulmanas. Lo inaceptable es dar por válidas las fuentes
tradicionales,
acríticamente, como hacen tantos que escriben vidas de Mahoma. Por
ejemplo,
Karen Armstrong en Mahoma: biografía del profeta (1991), donde
no solo
asume ingenuamente las historias de la tradición islámica, sino que
escamotea
todo lo que ella juzga inconveniente para la buena imagen de su
hagiografiado.
¡Y, encima, nos dice que su pretensión es combatir los prejuicios!
Exactamente
la misma distorsión la encontramos en panegíricos como el que traza el
teólogo
Juan José Tamayo (2009: 33-56). Es más coherente y decente no abundar
en el
tópico y atenerse, en lo posible, a los resultados que van desvelando
las
investigaciones, como hace, por ejemplo, Ibn Warraq en el capítulo 9 de
su
libro Por qué no soy musulmán (1995), donde analiza la
personalidad del
profeta del islam. O bien otros autores, con diferentes estilos, como
Jacqueline Chabbi (1997), Robert Spencer (2006 y 2012), Fred Donner
(2010) y
Hela Ouardi (2016).
Para una aproximación lo más depurada desde el
punto de vista metodológico,
haría falta algo así como una mahometología
que saque a la luz el carácter, el papel y la función de amonestador y,
más
tarde, de enviado y de profeta según los términos del Corán. Y habría,
además,
que contrastarla con una mahometografía
que describa lo más objetivamente posible los hechos y dichos más
verídicos
del personaje Mahoma. Es decir, hacerse cargo del «Mahoma histórico» en
contraste con el «Mahoma de la tradición» musulmana, sin perder de
vista lo
que significa la elevación de este junto a Alá, en la profesión de fe
canónica
de los musulmanes.
Una
semblanza
elemental de Mahoma
Admitamos que, a fin de cuentas,
la
fuente más próxima a los hechos es el Corán, de modo que este
constituye el
testimonio más sólido de la huella dejada por Mahoma. Ahí intentaremos
rastrear
al personaje, a la par tan omnipresente y tan huidizo. Esbozaremos
primero una
semblanza bastante elemental, para luego abordar más a fondo
determinados aspectos,
en los apartados siguientes.
Al parecer, el nombre propio del futuro Mahoma
habría sido Abū l-Qāsim
ibn Abdallāh, del clan Hasim, o hachemí, de la tribu Quráis de La Meca.
O bien,
a tenor de otras fuentes musulmanas, su nombre primitivo podría haber
sido
Qotam (Théry 1955a: 38), o Qatham (Aldeeb 2019: 5 y 437). En cuanto al
apellido, que los árabes forman normativamente a partir del nombre del
padre,
Sami Aldeeb precisa que no habría sido Ibn Abd Allah (que significa
«siervo de
Alá»), como suele decirse, sino Ibn Abd Al-Lat («siervo de Al-Lat»),
una de las
tres diosas aludidas en los versículos satánicos (Aldeeb 2019: 437,
nota al
versículo 109/61,6). No se sabe con certeza a partir de qué momento se
honró al
personaje con el sobrenombre de Mahoma (Muhammad).
Se suele dar por bueno, aunque está por
demostrar, el esquema básico
tradicional de la vida de Mahoma. De modo provisional, podemos partir
de él,
para luego tratar de ir encajando las posibles correcciones y los
cuestionamientos pertinentes.
«Según la tradición musulmana, Mahoma, cuyo
verdadero nombre es Qatham
Ibn Abd-al-Lat, nació alrededor del año 570 en La Meca, una ciudad
comercial y
cosmopolita de Arabia donde convivían diferentes comunidades
religiosas,
principalmente politeístas, judíos y cristianos. Hacia el año 610,
comenzó a
recibir un mensaje transmitido por el ángel Gabriel. Ante la
persecución de los
suyos y de sus conciudadanos debido a sus posiciones religiosas
exclusivistas,
abandonó La Meca en 622, con algunos de sus compañeros, rumbo a
Yathrib, ciudad
de su madre, más tarde llamada Medina. Este año marca el inicio del
calendario
musulmán de la hégira, que comienza el 16 de julio de 622
(correspondiente al
día primero de mujarrán). En 630, Mahoma regresó a La Meca al frente de
un
ejército y la conquistó. Murió en Medina el 8 de julio de 632» (Aldeeb
2019:
5).
No obstante, es legítimo dudar de la exactitud
de la genealogía del
profeta árabe, de las fechas, de los lugares, de las batallas, de las
profecías, tal como las reconstruye la tradición; pues no se puede
demostrar
que no sea una genealogía y una biografía elaboradas ad usum
Delphini y
para edificación de los creyentes.
Según la historia califal, Abul Qasim, o
Qatham, participaba inicialmente
de las creencias supuestamente politeístas de su familia y su tribu, de
manera
que él habría sido idólatra hasta los cuarenta años. Pero, en la
historia
reconstruida, hay indicios de que su clan y él mismo, al igual que su
primera
mujer, Jadiya, pertenecían, quizá desde una generación antes, a la
comunidad de
los judeonazarenos.
El preceptor, o uno de los preceptores, del
joven Mahoma habría sido
Waraqa Ibn Naufal, primo hermano de Jadiya por parte de padre. La
tradición de
los hadices cuenta que Waraqa era sacerdote, o una especie de monje,
perteneciente
a lo que actualmente se identifica como el movimiento nazareno. Según
la misma
tradición, Waraqa era muy instruido, poseía un rollo de las Escrituras
y las
tradujo al árabe (Al-Bujari, Sahih, hadiz 3; con paralelos en
3392, 4953
y 6982). Sobre la importante influencia de Waraqa, argumenta el
historiador
de las religiones Joseph Azzi, en su obra Le prêtre et le prophète
(2001); y también Leila Qadr, en Les trois visages du Coran
(2019:
107-108).
Otros autores recuerdan que había un rabino
judío, llamado Abd-Allah Ibn
Salam, que mantuvo contacto con Mahoma y habría sido también su
instructor. A
él parece haber referencias en el Corán (42/25,5 y 70/16,103; véase la
nota de
Sami Aldeeb a este último versículo, en su traducción francesa).
Con respecto al grado de instrucción de
Mahoma, con tan eminentes
maestros, se ha replanteado la cuestión de si realmente era analfabeto,
como se
suele decir. De ordinario,
la tradición insiste en que el Corán fue proclamado por un
profeta iletrado, lo cual probaría el origen divino del libro, ya que
no podría
haber sido compuesto por un hombre que no sabía leer. Suelen traducir
así:
«Los
que
siguen al enviado, el profeta analfabeto, que encuentran
inscrito entre
ellos en la Torá y el Evangelio…» (Corán 39/7,157).
La base para traducir así la expresión está en
dos versículos en los cuales
se designa a Mahoma como ummi,
palabra que es traducida por «analfabeto». La raíz de esa palabra es um, que significa madre, la misma raíz
de donde deriva umma, la comunidad o
el pueblo. De manera que ummi designa
a alguien que pertenece al pueblo, como sobreentendiendo alguien
popular. Y
como, sobre todo en los primeros siglos del islam, se suponía que la
gente
popular era generalmente iletrada y analfabeta, la palabra acabó
tomando este
último significado.
Tampoco parece acertado interpretar la
expresión como «profeta de las
naciones», aunque todo esto es discutible y discutido por los
especialistas.
La islamóloga Denise Masson, sostiene que su sentido hay que
entenderlo, más
bien, como el calificativo de los que no tenían escrituras sagradas
propias,
en contraposición a los judíos que sí las tenían. Esos sin escritura
eran los
gentiles. Y tal sería por entonces el caso de los árabes. Por
consiguiente,
habría que traducir «profeta de los gentiles», de los árabes, el
profeta que llevaba
a su pueblo el conocimiento de la Torá y el Evangelio. Y es cierto que
el Corán
se elaboró básicamente a partir de la Torá y el Evangelio.
Pero, aun en la hipótesis de que Mahoma no
hubiera sabido leer ni
escribir, de ahí no se concluye que fuera inculto o incapaz de componer
suras
del Corán. Pero es que el mismo Corán nos da a entender que sabía leer,
por
ejemplo, cuando cuenta que el ángel le mostró unas aleyas escritas y
le mandó
que las leyera.
Fuera de la literatura musulmana, se hallan
también testimonios que
hablan de un Mahoma alfabetizado. Un obispo armenio, de nombre Sebeos,
escribió una Historia de Heraclio, allá por el año 660, solo
treinta
años después de los hechos (y no más de doscientos, como ocurre con las
tradiciones musulmanas que hablan del Mahoma analfabeto), y en esa
historia
dice sobre Mahoma: «Estaba muy bien instruido y manejaba con facilidad
la
historia de Moisés». El analfabetismo de Mahoma es, pues, una invención
tardía
de los comentadores de época califal, que, al calificarlo así,
pretendían resaltar el papel pasivo del profeta en la
recepción de lo que descendía del cielo sobre él (cfr. Capucin,
Histoire de l’islam et de Mohammed grace
aux
méthodes modernes, 2008: 129-130.)
Lo más probable, por tanto, es que supiera
leer y escribir. Y lo absolutamente
cierto es que, en un momento dado, el personaje adoptó un papel público
de
predicador de aquella doctrina nazarenista, de signo mesiánico, y fue
congregando un grupo de seguidores árabes. Al menos una parte de los
contenidos
de su predicación engrosaron los materiales básicos a partir de los
cuales se
compondría el Corán. Si bien el libro sagrado no lo designa como
«profeta» en
ninguno de los 86 capítulos del «período de La Meca», anteriores a la
hégira.
Ese apelativo se le adjudica solamente en los capítulos del período de
Medina,
donde el profeta es, por antonomasia, el profeta armado de la yihad.
Lo que ocurriera, históricamente hablando, en
la evolución de Mahoma y
su movimiento mesiánico, escatológico y milenarista, nos llega
soterrado por un
exceso de historias, y su comprensión resulta nimbada por una doble
mitificación. Primera, la que el propio profeta asumía en su vida, al
actuar
conforme a sus creencias escatológicas. Y segunda, la mitificación
que la
comunidad musulmana le confirió al instaurar el mito propiamente
islámico, que
lo eleva a sello de la profecía y lo incluye como parte de la profesión
de fe,
la sahada.
Así, el Mahoma histórico y el Mahoma mítico de
la fe islámica acabaron
estando inextricablemente entrelazados. En el retrato pintado por la
tradición
musulmana, resulta casi imposible discernir qué corresponde a la
realidad
histórica y qué a la elaboración teológica. Más aún, lo que podemos
saber de
él, con criterios de ciencia histórica, se presenta entreverado en
relatos de
índole mítica. Pues el Mahoma histórico no solo fue mitologizado por
sus
seguidores y sucesores, sino que, como ya he dicho, él mismo vivía
imbuido de
un mito, en el que luego lo insertarían a él. Básicamente, se trataba
de la
mitología mesiánica preconizada por el nazarenismo. En ese contexto, el
predicador del último Día se transformó en el caudillo que creía
llegado el
último Día, y se lanzó a la conquista militar de Jerusalén, con la
idea mítica
de acelerar el advenimiento del reino de Dios anunciado por los
profetas
hebreos. Los datos históricos son muy escasos, pero está claro que la
tradición islámica hipertrofió y multiplicó los relatos sobre el
personaje
mitificado, hasta llenar volúmenes y volúmenes.
La de Mahoma, por tanto, fue una historia
inscrita en un mito. Aunque
lo significativo no está tanto en que una práctica histórica implique
un mito,
pues toda acción histórica inevitablemente lo supone, sino en qué clase
de mito
es ese en el que se inserta la historia vivida. Mahoma, al asumir la
mitología
mesiánica milenarista de ascendencia nazarena, vivió en la fantasía de
estar
combatiendo por la instauración de un reino de justicia. Y como ocurre
siempre
que se da una visión radical de esta índole, su lógica interna le exige
decretar quiénes son los injustos, de tal manera que es este decreto el
que los
produce y los designa socialmente como enemigos a batir, en plan
maniqueo,
asumiendo una actitud sectaria y justificando el empleo de la
violencia.
Diríamos, desde un punto de vista filosófico,
que en el fondo de esa
actitud subyace un sueño metafísico, el de la dialéctica, según la cual
lo real
procede afrontando una contradicción insalvable, que solo se puede
superar
mediante la destrucción del otro (el presunto Mal) como paso necesario
para la
construcción del propio proyecto (el presunto Bien). Lo que ocurre es
que, como
ese Bien absoluto está situado en el plano mítico, imaginario, mientras
que la
destrucción opera en el plano social fáctico, al final resulta que las
destrucciones producidas son incomparablemente mayores que los logros
obtenidos. No es difícil reconocer en semejante metafísica el mismo
esquema de pensamiento
maniqueo subyacente en las revoluciones políticas modernas.
En fin, la cuestión no es que se haya
mitificado, y de facto divinizado,
al fundador de una religión. También se divinizó a Confucio, a Buda, o
a Jesús.
Lo objetable estriba en el contenido, en el carácter específico de
quien es
elevado a mito ejemplar, o al rango divino. Pues bien, en el caso de
Mahoma, la
tradición musulmana más clásica lo describe con rasgos que, observados
en
cualquier otro personaje, parecerían poco recomendables desde los
puntos de
vista ético, político, religioso, o personal. Pero todo esto habrá que
analizarlo más detenidamente.
La
enigmática muerte de Mahoma
El Corán no dice ni una palabra
sobre la
muerte de Mahoma. No sabemos, pues, ni cómo fue, ni exactamente en qué
año
aconteció. La tradición musulmana la data en el año 632. Ahora bien,
todos los
detalles descritos por la tradición se hallan bajo sospecha también
aquí, por
lo tardío de su redacción, ya que son doscientos o trescientos años
posteriores
a los hechos, aparte de estar supeditados a una finalidad hagiográfica
y propagandística.
Las fuentes musulmanas no muestran unanimidad
acerca de cómo y cuándo
fue la muerte de Mahoma. Varios investigadores europeos dudan de la
versión y
hasta de la fecha mantenidas por por la tradición islámica oficial. De
modo que
encontramos básicamente tres teorías, sin que sea posible descartar del
todo
ninguna de ellas.
Hipótesis A. La tradición musulmana
sostiene que falleció en
Medina, en 632, a consecuencia de las dolencias producidas por un
envenenamiento
a manos de una mujer judía, la esposa del jefe del oasis de Jaibar, al
que Mahoma
había asesinado tras la conquista del oasis en 630. La mujer organizó
un
banquete para los jefes sarracenos y puso veneno en la pierna de
cordero
ofrecida a Mahoma. Hay versiones de esta historia que añaden numerosos
detalles.
Hipótesis B. Habría muerto envenenado,
pero no por una mujer
judía de Jaibar, sino como víctima de un complot organizado por Abu
Bakr, Omar
y Abu Ubaida, con apoyo de Aisha, para garantizar que la sucesión no
recayera
en Alí Ibn Abi Talib, casado con Fátima, la hija de Mahoma y Jadiya
(cfr.
Lammens 1910b, vol. IV: 113-144).
O bien, otra variante: según fuentes chiíes,
en particular la obra de
Sulaym Ibn Qays, discípulo de Alí y compañero de sus hijos, la muerte
de Mahoma
se habría debido a un asesinato premeditado: habría sido envenenado por
sus esposas
Aisha (hija de Abu Bakr) y Hafsa (hija de Omar), por instigación del
futuro
califa Omar (cfr. Amir-Moezzi 2011).
Hipótesis C. Habría muerto en 634,
puesto que varios escritos
extramusulmanes que relatan la batalla de Gaza afirman que las tropas
árabes
iban capitaneadas por Mahoma. No se sabe cómo fue realmente. Algunos
especulan
que habría caído en batalla, ese mismo año, en Jerusalén, durante una
primera
campaña, fallida, en el empeño por tomar la ciudad (cfr. Édouard-Marie
Gallez
2005).
«Tomás el Presbítero, hacia 640, habla de los
‘árabes de Mahoma’ (tayâyê
d-Mhmt)
a propósito de una incursión victoriosa en Gaza, en 634, en el curso de
la cual
encontró la muerte el patricio de la tropa bizantina. En la misma época
y a
propósito de la misma incursión, otro documento, escrito en griego
entre los
años 634 y 640, habla del ‘profeta que ha aparecido con los
sarracenos’.
Siendo totalmente independientes una de otra, pero añadiendo una a
otra, estas
dos informaciones concordantes llevan a pensar que Mahoma dirigió él
mismo la
operación del sector de Gaza en 634. Sin embargo, según la cronología
presentada más tarde por las fuentes islámicas, habría muerto dos años
antes
(en 632)» (Prémare 2002: 131).
«En el
año 945, indicción 7,
el viernes 4 de febrero (634), a las nueve horas, hubo una batalla
entre los
romanos y los árabes de Mahoma (tayâyê d-Mhmt) en
Palestina, a unos
veinte kilómetros al este de Gaza. Los romanos huyeron, dejando atrás
al
patricio Vardan, a quien mataron los árabes. Unos 4.000 pobres aldeanos
de
Palestina fueron asesinados allí, cristianos, judíos y samaritanos. Los
árabes
arrasaron toda la región» (Tomás el Presbítero, Crónica, citado
en
Hoyland 1997: 120).
Aún hay
otra versión, según la
cual Mahoma, después de la victoria de Gaza, en 634, habría entrado en
Jerusalén, y, en el marco de la teología nazarena, habría sido él quien
comenzó
a reedificar el Templo, pero habría sido asesinado al cabo de tres
meses (cfr.
Qadr 2019: 229). En cualquier caso, la conquista de la ciudad no se
consolidaría hasta tres años después, bajo la jefatura de Omar.
La
incorporación tardía de Mahoma al dogma islámico
Mahoma
no fue entronizado como fundador del islam y el último de los profetas
hasta
mucho tiempo después de su muerte. El nombre mismo de Mahoma fue
introducido en
el Corán tarde y por mano de un solo autor, según descubre la teoría de
códigos
(cfr. Walter 2014). En las inscripciones epigráficas, en los papiros
o en las
monedas, no apareció el nombre de Mahoma, suponiendo que se refiera a
él y no a
Abd Al-Malik, hasta unos 60 años después de su muerte. Y no se lo
declaró
profeta y fundador de una nueva religión hasta pasados unos 150 años.
El considerado tradicionalmente como primer
califa, Omar, fue el
artífice de la conquista sarracena de Jerusalén, donde en seguida
construyó un
santuario y restableció el culto en el monte del Templo, tal como
requerían las
creencias mesianistas. Esperaban que allí aconteciera la manifestación
del
Mesías, pero pronto comprobaron su incomparecencia, lo cual produjo una
grave
disonancia entre la esperanza y la experiencia. Según parece, los
esfuerzos por
superar el trauma de esta disonancia tuvieron como consecuencia
entonces que
los árabes rompieran con sus aliados nazarenos, olvidaran la venida del
Mesías
y silenciaran el molesto recuerdo de Mahoma, el predicador
escatológico. Habría
que aguardar años, hasta que, más adelante, conviniera a los califas
apostar
por la recuperación de Mahoma, y renovaran el proceso de creación
mítica que
lo constituyó en profeta y fundador de una nueva religión.
Así culminó la mitificación del personaje y se consolidó el Mahoma
del mito
califal, tal como ahora lo hallamos en las biografías y los hadices
de la
tradición.
En opinión de algunos investigadores, el
momento de recuperación de la
figura del predicador y caudillo militar, reconvertido en gran
profeta, hay
que situarlo en la época del califa Abd Al-Malik, después de lograr
este su
victoria sobre el anticalifa Al-Zubair (año 692 en adelante). Solo
desde
entonces, el personaje de Mahoma fue santificado, elevado a la
apoteosis como un
gran profeta. Hasta el punto de que, en ese momento, se insertó como
añadido a
la profesión de fe islámica la afirmación «y Mahoma es el enviado de
Dios», y
así se lo asoció explícitamente con Alá, de tal modo que Mahoma
quedaba
vinculado a la divinidad y simbólicamente divinizado en la práctica
cultual
musulmana.
«Mahoma es esencialmente una figura simbólica
y emblemática (aunque
haya existido la persona física), que reunió todas las aspiraciones
políticas,
religiosas, sociales y étnicas de un movimiento armado y victorioso en
el
camino de Alá –Jerusalén–, un movimiento que recuperaba, amplificaba y
deformaba las esperanzas mesiánicas y escatológicas de un grupo
nazareno, que
se situaba en la frontera de las gentes del Libro, mutante que había
digerido
las Escrituras con vistas a instaurar por la fuerza el Reino de los
Cielos,
forzando el cumplimiento de las Escrituras» (Leila Qadr, Les
trois visages
du Coran, 2019: 115).
Así se pusieron las bases para la aretalogía
de Mahoma, es decir, la narración de sus hechos y dichos en
términos
idealizados. Se recopilaron y confeccionaron los relatos de sus
batallas,
prendidos a los versículos de las revelaciones que recibía. Se le
exaltó a la
categoría de gran profeta. Los escribas al servicio califal elaboraron
una
nueva profetología, que incorporaba a Mahoma como nuevo elemento
doctrinal,
necesario para la salvación en el sentido del islamismo. Todo esto en
virtud de
la fe en que solo en él se comunica plenamente la divina revelación.
Este
núcleo de creencias se constituyó como un nuevo paradigma, extrabíblico
y anticristiano,
que convertía a Mahoma en mediador universal entre Dios y los hombres,
agraciado con una privilegiada asociación del profeta con la divinidad.
Un ejemplo revelador de ese proceso
mitificador lo encontramos en el
llamado viaje nocturno de Mahoma, en la sura 17, donde los estudiosos
detectan
una alteración del primer versículo (Corán 50/17,1). Lo analizaremos
más
adelante en este mismo capítulo.
En suma, la tradición musulmana exaltó a
Mahoma muy por encima de lo que
él mismo y sus primeros seguidores hubieran imaginado jamás. Lo
invistió como
profeta mesiánico, lo transformó en un personaje mítico de tales
vuelos que
retroactuó sobre el mundo semiótico del Corán, inscribiéndose en su
núcleo
kerigmático, hasta el punto de que todo el sistema quedó mahometizado.
Si aceptamos el diagnóstico del antropólogo
Lévi-Strauss, en el capítulo
40 de su obra Tristes trópicos, la consolidación del dogma
islámico tuvo
como efecto a gran escala la instauración de una barrera divisoria
entre las
civilizaciones antiguas, pues, según sus palabras, Mahoma se yergue
como «el
rústico aguafiestas de un encuentro en que las manos de Oriente y
Occidente,
destinadas a juntarse, fueron desunidas por él» (Lévi-Strauss 1955:
462).
Pero es necesario pasar ya a hacer un análisis
más pormenorizado de los
aspectos que presentan mayor relevancia desde un punto de vista
histórico-crítico. Y es lo que vamos a ensayar a continuación, teniendo
como
base fundamental el texto del Corán, junto a algunas referencias
puntuales a
otras fuentes.
El
predicador coránico, un personaje anónimo
Se da por supuesto que aquel Abul
Qasim,
o Qatham, es la persona a quien se dio el sobrenombre de Mahoma (Muhammad).
Para los eruditos musulmanes, lo más probable es que se le designara
así
durante el período de Medina, sin adquirir aún la carga simbólica
ulterior
Si rastreamos el texto del Corán oficial, la
palabra «Mahoma» (mhmd)
aparece escrita solo cuatro veces, en otras tantas aleyas, en capítulos
catalogados
como posteriores a la hégira. También aparece como título de la sura
47, pero
ya se sabe que los títulos de los capítulos no se consideran
pertenecientes a
la revelación. Citemos, por orden cronológico, los cuatro versículos
de
referencia:
«Mahoma no es más que un enviado. Otros
enviados han pasado antes que
él» (Corán 89/3,144).
«Mahoma no ha sido el padre de ninguno de
vuestros hombres. Pero es el
enviado de Dios, y el sello de los profetas» (Corán 90/33,40).
«A los que han creído, han hecho buenas obras,
y han creído en lo que ha
descendido sobre Mahoma, y es la verdad de su Señor, él les ha borrado
sus
malas obras y ha mejorado su condición» (Corán 95/47,2).
«Mahoma es el enviado de Dios. Los que están
con él son duros con los
descreídos, y misericordiosos entre sí» (Corán 111/48,29).
Pues bien, para numerosos coranólogos, esas
menciones del término
«Mahoma» en el texto coránico resultan dignas de toda sospecha ante la
crítica
filológica. En los dos primeros casos donde se lee el nombre propio,
llegan a
la conclusión de que constituyen interpolaciones tardías efectuadas en
el texto
(Corán 89/3,144 y 90/33,40). En los otros dos casos, el vocablo debe
entenderse
simplemente como un adjetivo calificativo, cuyo significado es el
«bendito»,
el «bienamado», el «predilecto» (Corán 95/47,2 y 111/48,29).
Por lo demás, la palabra muhammad
procede de la Biblia, en
concreto del libro del profeta Daniel, a quien se designa con ese
término como
«hombre de predilecciones» o predilecto de Dios (Daniel 9,23, 10,11 y
10,19.
Cfr. Sami Aldeeb, Le Coran, 2019: 365; Bruno Bonnet-Eymard, Le
Coran.
Traduction et commentaire systématique. II, 1990: 120-123.). Según
esto, el
significado de los dos últimos versículos citados sería: «lo que ha
revelado
al predilecto» (en Corán 95/47,2), y «Bendito sea el enviado de Dios»
(en Corán
111/48,29). Si esto es así, encontramos que, paradójicamente, en el
Corán no
se nombra ni una sola vez a Mahoma, salvo como un añadido de última
hora, o
como una lectura amañada. En este sentido, contamos con un estudio
pormenorizado de Édouard-Marie Gallez («References to Muhammad in the
Koran»,
2020).
Esta ausencia resulta tanto más extraña cuando
comprobamos cómo el Corán
explicita y reitera, con profusión, el nombre propio de no pocos
personajes:
Moisés, 138 veces; Abrahán, 70 veces; Noé, 43 veces; Lot, 28; Adán, 25;
Aarón,
20; Salomón, 17; Isaac, 17; Jacob, 16; David, 16; Ismael, 12; María,
10; Job,
Jonás, Elías, Eliseo, Saúl, Esdras, Amrán, Zacarías, Juan… El nombre de
Jesús
aparece 25 veces, más otras 11 con la designación de Mesías.
La consecuencia es que la afirmación de que
Mahoma, en el Corán, es el
narrador, o el predicador, o el profeta, o el receptor del mensaje
divino
comporta mucho de presunción o conjetura, y es completamente forzada en
algunos
pasajes. Lo cual nos deja perplejos y sumidos en la incertidumbre.
Los comentaristas musulmanes, con apoyo en la
vida del profeta de Ibn
Hisham, remiten a otro apelativo que estaría supuestamente emparentado
con el
nombre Mahoma (Muhammad), como es «Ahmad». Este aparece una
única vez en
el Corán, en una frase donde se pone en boca de Jesús el anuncio de un
enviado
que vendría después de él, «cuyo nombre es Ahmad» (Corán 109/61,6). Los
exegetas musulmanes interpretan que este Ahmad nombra al profeta
árabe, pero
esta lectura solo cabe hacerla a base de distorsionar el significado
obvio de
un versículo del Evangelio según Juan. Analizaremos este punto más
abajo, en
este mismo capítulo.
En definitiva, «Mahoma» es un nombre
desconocido en el Corán, por mucho
que se quiera sobreentender. ¿Quién era, entonces, aquel personaje que
desempeñó un papel tan importante, quizá decisivo, en el surgimiento
del
movimiento mesiánico sarraceno que, en los años 630, conquistó por las
armas
Siria y Palestina?
Otra posible fuente de información sobre
Mahoma son las inscripciones
sobre rocas, de las que hay cientos en el desierto de Néguev,
estudiadas por
el arqueólogo Yehuda Nevo. Las paredes rocosas hablan muy poco de
Mahoma (cfr.
Nevo 1993). En los grafitis pertenecientes al siglo VIII (datados entre
705-780), que suman 435, solo se menciona a Mahoma (mhmd) 17
veces, sin
el apelativo de profeta que se le atribuyó después. Ampliando las
pesquisas a
toda Arabia, en dataciones que abarcan hasta el año 832, el inventario
recoge
677 inscripciones, donde se cita a Mahoma 64 veces, de las que 12
corresponden
al primer siglo islámico y 52 al segundo. Para este autor, el islam
como
religión se habría constituido después de la formación del Estado
árabe, y la
«invención» de Mahoma se debería a la búsqueda de una genealogía de
prestigio
(cfr. Nevo 1993 y 2003). La aparición más antigua del nombre de Mahoma
data del
año 738. Esto deja bien sentada la ausencia de menciones de Mahoma y su
misión
profética en las inscripciones árabes más antiguas.
El
predicador coránico, en una Meca ignota
La tradición islámica es unánime
en
situar a Mahoma y su proselitismo en La Meca, y sus primeras gestas
guerreras
entre Medina y La Meca. Pero ¿dónde estaba situada esa ciudad de La
Meca? El
Corán, que nunca nombra a Mahoma, tampoco nos indica en qué ciudad
predicaba el
predicador, y no menciona propiamente la ciudad de La Meca, al menos
como
ciudad con ese nombre. El predicador no solo es anónimo, sino que está
desubicado. No sabemos dónde localizarlo con certeza. La tradición
musulmana
sostiene que hay alusiones tácitas a La Meca en varias expresiones
coránicas
que hablan de la ciudad o la comarca:
«La comarca que él ha prohibido» (Corán
48/27,91).
«Abrahán dijo: ‘Señor, haz que esta comarca
sea segura’» (Corán
72/ 14,35; repetido en 87/2,126).
«Cuántas
ciudades destruimos, más poderosas que tu ciudad, que te ha
expulsado. Y
que no tuvieron auxilio» (Corán 95/47,13).
«A fin de que apercibas a la madre de las
ciudades y a los que
están alrededor de ella» (Corán 55/6,92; repetido en 62/42,7).
Ahora bien, ninguna de estas expresiones
explicita el nombre de la comarca
o la ciudad. Y, tanto en la Biblia hebrea como en el Nuevo
testamento,
es la Jerusalén terrestre o celeste la ciudad que recibe el
calificativo de
«madre» (cfr. Aldeeb 2019: 195, nota 8).
Por otro lado, en el Corán, encontramos una
única mención literal de la
palabra Meca, aunque también señalan otra supuesta mención de
la ciudad
mediante la palabra Bakka, así escrita. Veamos las citas en los
versículos correspondientes:
«Es él quien ha retirado sus manos de
vosotros, y vuestras manos de
ellos, en el valle de la Meca, después de haceros triunfar sobre ellos»
(Corán
111/48,24).
No obstante, en este versículo 111/48,24, la
expresión «el valle de la
Meca» se debería traducir más fielmente por el «valle de las Lágrimas»,
sinónimo del Muro de las Lamentaciones (cfr. Aldeeb 2019: 361, nota 6).
Además,
el investigador Dan Gibson, en Qur’anic Geography, señala que
ese
versículo no está en los manuscritos más antiguos, sino que fue añadido
en la
época abasí (cfr. Gibson 2011).
«La primera casa establecida [como lugar de
culto] para los humanos es
la de Bakka, un lugar bendito y una dirección para los mundos» (Corán
89/3,96).
La tradición musulmana pretende que «Bakka»
era uno de los nombres de
La Meca, pero tal lectura ha sido impugnada: la «casa» (entiéndase la
«casa de
Dios») de la que habla el versículo, lo mismo que el «santuario
prohibido»
(Corán 111/48,27), son dos formas de referirse, expresamente, al Templo
de
Jerusalén. Así lo demuestra Bruno Bonnet-Eymard (1990, tomo II: 92-93).
El mismo Corán afirma que el lugar de culto
primigenio, hacia donde
miraban al rezar (y adonde iban en peregrinación) era Jerusalén, que
luego se
cambió por la caaba (Corán 87/2,144), supuestamente la caaba de La Meca. Esto habría ocurrido, según los
musulmanes, el año 624. Es cierto que la caaba se menciona en el Corán,
tan
cierto como que nunca se dice cuál era su localización.
Lo más significativo es, sin duda, comprobar
cómo hubo una evolución
del culto, de Jerusalén a La Meca. Después de que las tropas
protoislámicas
tomaran Jerusalén, al entrar en la ciudad el jefe Omar, lo primero que
hizo, impulsado
por la ideología mesiánica, fue acudir a la explanada del monte
Capitolio,
donde había estado emplazado el Templo destruido por Tito. Y allí
mandó
levantar precipitadamente un local sacro, donde ofrecieron sacrificios
de
animales.
Distintos estudiosos han puesto en duda la
existencia misma de La Meca
en su emplazamiento actual, en tiempos de Mahoma, por lo que este no
podría
haber nacido, ni desarrollado su actividad allí.
Las investigaciones ya clásicas y pioneras en
analizar críticamente la
información disponible sobre los orígenes de La Meca son las de
Patricia Crone,
islamóloga danesa, profesora en las universidades de Cambridge y
Princeton: Hagarism.
The making of the Islamic World (1977, en colaboración con
Michael Cook);
y Meccan Trade and the Rise of Islam (1987). La ciudad de La
Meca era
desconocida por los geógrafos de la antigüedad anteriores al islam.
Ninguno
menciona La Meca, ni otro nombre parecido en aquella región. Por otra
parte,
el comercio caravanero que se le atribuye es inverosímil en una ciudad
situada
en un valle estéril como el mequí. La historia califal se empeña en
señalar que
subsistía gracias al comercio internacional, aparte las
peregrinaciones, pero
ese comercio no está atestiguado en documentos de ninguno de los
supuestos
países de destino, el Imperio romano oriental y el Imperio sasánida. Y
consta
que, en aquel tiempo, el comercio a larga distancia se hacía por mar,
veinticinco
veces más barato que por tierra. El transporte terrestre a través de
1.300 km,
desde La Meca a Siria, hubiera sido una ruina completa.
Las historias califales
mencionan la exportación
de incienso, especias, oro y plata, pero el transporte de estas
mercancías, en
aquella época, se hacía por vía marítima, o bien, se daba a escala
meramente
local, y pasaba por una ruta distante de La Meca. Ni allí había medios
para el
avituallamiento, en una región donde no se criaba nada y tenían que
importarlo
casi todo. Tampoco hay el menor rastro de minas de oro o plata.
Asimismo, se habla del comercio de cueros,
vestidos, camellos, asnos,
queso y mantequilla, mercancías cuyo costoso comercio caravanero a
gran
distancia resultaría económicamente absurdo. Como en La Meca no crece
nada,
tendrían que traer esos productos a su vez del sur, de Yemen, para
transportarlos a lo largo de 2.500 km, cuando tales productos
abundaban en
Siria, mucho más cerca de los mercados romanos y persas.
En resumen, de ese supuesto comercio
internacional mequí no hay noticia
en ningún documento griego, latino, copto, arameo o siríaco. Es tan
desconocido, por aquellos territorios del Hiyaz, como la misma ciudad
de La
Meca (cfr. Patricia Crone 1987).
Un indicio más: el Corán menciona como moneda
para las transacciones el dinar (Corán 89/3,75), una moneda
bizantina
que nunca fue de curso legal
en la desértica región de La Meca.
La respuesta
concreta a la pregunta de si existía La Meca en tiempos de Mahoma depende de a qué ciudad nos referimos
al hablar de La Meca. Según Dan Gibson, La Meca actual no existía, pues
no hay
ni rastro de ella en documentos escritos o en mapas. Su tesis es que La
Meca de
Mahoma habría sido la ciudad nabatea de Petra. Lo cierto es que el
Corán no
nombra expresamente La Meca, como ya hemos visto, y que las
descripciones que
dan las fuentes islámicas clásicas cuadran muy poco con la ciudad que
se llama
La Meca desde finales del siglo VII. Incluso en el Corán, hay un pasaje
supuestamente perteneciente a la predicación de Mahoma en La Meca, en
el que
este recuerda a sus oyentes que Dios los ha bendecido con agua de
lluvia,
campos de trigo, viñas y hortalizas, olivos y palmeras, vergeles
frondosos,
frutas y pastos, y rebaños (cfr. Corán 24/80,25-32; 55/6,99 y 141;
74/23,19).
Sería inútil buscar nada de eso en toda la región del Hiyaz, donde
radica La
Meca actualmente.
El argumento de que el cambio de la dirección
en el rezo, supuestamente
en tiempo del profeta, implicaría la existencia de La Meca es refutado
también
por Dan Gibson. Este investigador señala que los versículos del cambio
de la
alquibla (Corán 87/2,143-145) faltan en los manuscritos más antiguos,
por lo
que serían un añadido del período abasí. El hecho es, según demuestra
Gibson tras
estudiar la orientación del mihrab, que ninguna de las mezquitas
construidas en
el primer siglo de la era islámica apuntaba hacia La Meca (cfr. Gibson,
Early
Islamic Qiblas, 2017). Por eso, concluye que miraban hacia Petra,
aunque
este sea un punto discutido. Durante el siglo VIII, se observa una
confusión en
lo tocante a la dirección de la quibla. Y solo después de ese siglo,
acabaron
todas las mezquitas orientando el mihrab hacia La Meca actual.
La Meca no entró en la historia hasta finales
del siglo VII, durante la
guerra que, desde 680, enfrentó al anticalifa Ibn Al-Zubair con los
califas
sucesores de Muawiya I. Se cuenta que Al-Zubair, en 683, destruyó la
caaba
(¿dónde?), se apoderó de la piedra negra y huyó con ella para
refugiarse en La
Meca, en el Hiyaz. Allí se hizo fuerte, hasta que, en 692, acabó
derrotado y
decapitado por orden del califa Abd Al-Malik. Para conmemorar esta
victoria,
ese mismo año, Abd Al-Malik mandó construir el Domo de la Roca, en
Jerusalén (adviértase que no en La Meca).
Para los protomusulmanes, la ciudad santa no
era La Meca, aún desconocida;
ni era Petra, quizá la ciudad natal de Mahoma; sino que, a todas luces,
era
Jerusalén. Allí, tras su conquista, como ya he dicho, el vencedor Omar
había
mandado edificar un templo, entre los años 639 y 645. Más adelante,
este
santuario cuadrangular fue destruido por un terremoto, en 661, y el
primer gobernante
omeya, Muawiya, lo reconstruyó. Existe un testigo ocular de que allí
estaba el
santuario y la ciudad hacia donde los primeros musulmanes miraban al
rezar. Un
monje franco, de nombre Arculfo, llevó a cabo un viaje a Tierra Santa
en el año
670 y dejó constancia de sus observaciones, incluyendo una descripción
de
Jerusalén que hace entrever la importancia de la ciudad y del monte del
Templo:
«En este famoso lugar donde una vez estuvo el
templo magníficamente
construido, cerca de la muralla oriental, los sarracenos frecuentan
ahora una
casa de oración cuadrangular, que habían edificado de manera
rudimentaria,
construyéndola con tablones elevados y grandes vigas sobre unos restos
de
ruinas. Esta casa puede, según se dice, albergar al menos tres mil
personas»
(del libro de Robert Hoyland 1997: 221).
Todo parece indicar que el centro del culto
musulmán primitivo se
encontraba no en La Meca, sino precisamente en Jerusalén, donde luego
se
erigieron el Domo de la Roca y el santuario de Al-Aqsa.
El
predicador como ‘anunciador y
advertidor’
Con toda certeza, el personaje
cuyo
nombre no se dice, que predicó y arengó a los árabes allá por los años
620, en
su vida mortal jamás tuvo la pretensión de ser un profeta original.
Más
bien, según cuenta el Corán, se ceñía a recordar lo revelado a los
profetas,
principalmente Moisés y Jesús. Perteneció a una comunidad que tenía
como
libros sagrados la Torá y un Evangelio. Participó en su traducción al
árabe,
bajo la guía de un maestro y junto a un grupo de escribanos. Y congregó
entre
los árabes sarracenos un movimiento de carácter mesiánico y
milenarista. Solo
ulteriormente recibiría el título de Mahoma, quizá después de su
muerte. En el
Corán, a lo largo de muchas suras, se lo designa exclusivamente como
«anunciador»
y como «advertidor», alguien que recuerda lo que estaba en las
escrituras sagradas
ya existentes. Por aquel entonces, su misión como «enviado» se limitaba
a dicha
tarea.
En efecto, en la terminología coránica
utilizada para designar y, sobre
todo, autodesignarse el predicador identificado como Mahoma, lo que
encontramos
son los vocablos «anunciador» y «advertidor», o ambos unidos por la
conjunción
copulativa «y»:
– «anunciador» solo: 3 veces (antes de la
hégira).
–
«advertidor» solo: 40 veces (38 antes de la
hégira y 2 después).
–
«anunciador y advertidor»: 16 veces (9 antes
y 7 tras la hégira).
Así que suman, en el Corán, un total de 19
veces «anunciador» y 56 veces
«advertidor». En conjunto, 75 incidencias, de las cuales a Mahoma se
refieren
29 en total. Veamos:
– como «anunciador» solo: ninguna.
– como
«advertidor»: 19
veces (17
antes de la hégira y 2 después).
– como
«anunciador y advertidor»: 10 veces (6
antes y 4 después).
De las 29 menciones referidas a Mahoma como
«advertidor», 23 son
anteriores a la hégira y nada más que 6 posteriores. Lo cual muestra
que esta
designación se va abandonando con el tiempo: va dejando de advertir
para pasar
a la acción y mandar. A pesar de todo, quizá lo más significativo es
que, en
19 de esas 29 menciones, lo que se hace es insistir en que el
predicador es únicamente
anunciador y advertidor (17 veces antes y 2 después de la hégira),
que él
se limita a recordar lo que ya estaba de antemano en las escrituras
judías. Por
ejemplo:
«Yo no soy más que un advertidor y un
anunciador para las gentes que
creen» (Corán 39/7,188).
«No adoréis más que a Dios. Yo soy para
vosotros, de su parte, un
advertidor y un anunciador» (Corán 52/11,2).
Y la voz trascendente de aquel que, en plural
mayestático, dice que lo
envía se lo repite una y otra vez al mismo interesado:
«No te hemos enviado más que como anunciador y
advertidor» (Corán
42/25,56).
«Te hemos enviado con la verdad, como
anunciador y advertidor» (Corán 43/35,24).
Igual en: 87/2,119.
«Y no te hemos enviado más que como anunciador
y advertidor» (Corán
50/17,105).
«No enviamos a los enviados más que como
anunciadores y advertidores»
(Corán 55/5,48; igual en Corán 69/18,56).
«No te hemos enviado para todos los humanos
más que como anunciador y
advertidor» (Corán 58/34,28).
«¡Oh profeta! Te hemos enviado como testigo,
anunciador y advertidor»
(Corán 90/33,45).
«Te hemos enviado como testigo, anunciador y
advertidor» (Corán
111/48,8).
O bien, en otros
pasajes, la misma idea se
reitera en tercera persona, utilizando la misma fórmula, pero puesta en
boca del
narrador del texto, un tercero totalmente desconocido, ya que, por lo
que dice,
no puede ser Dios, ni tampoco Mahoma:
«Luego Dios ha suscitado a los profetas como
anunciadores y advertidores.
Él ha hecho descender con ellos el libro con la verdad» (Corán
87/2,213).
«Pero os ha venido un anunciador y un
advertidor» (Corán 112/ 5,19).
«No le incumbe al enviado más que la
comunicación manifiesta» (Corán
102/24,54).
Sin embargo, pudiera ocurrir que, para el
exegeta musulmán, esa delimitación
tan clara de la misión mahomética haya sido «abrogada», por lo que
exige mucho
más que la mera predicación (como se ve de la forma más radical en el
versículo
de la espada: 113/9,5).
Lo cierto es que, al analizar el papel que se
le atribuye de ser anunciador
y advertidor en las suras poshegíricas, se observa, en los versículos
concernidos, un deslizamiento de significación. En dos de ellos se
repite que
es solamente un advertidor, mientras que en los restantes no solo se
afirma que
ha sido enviado con la verdad, sino que asume nuevas funciones, puesto
que se
añade que ha sido constituido como testigo contra los hipócritas y los
asociadores, y como enviado para llevar el mensaje a las «gentes del
libro»
(Corán 112/5,19). Aquí se yergue una figura dotada de poder en primera
persona,
que, además, ya no se limita a predicar a los árabes, sino que
interpela a los
judíos.
Antes de ese encumbramiento del profeta en
Yatrib/Medina, cuando
predicaba en La Meca y solo pretendía ser reconocido como anunciador y
advertidor, tropezó con una fuerte resistencia por parte de los que el
Corán
llama «desmentidores», que lo acusan incluso de ser un falsario, de
estar loco,
«poseído por un genio». Esta acusación de estar poseído aparece 16
veces en el
Corán, siempre en capítulos antehegíricos, en su mayor parte
refiriéndose a
Mahoma y con la finalidad de rechazar tales acusaciones:
«Y decían: ‘¿Vamos a dejar a nuestros dioses
por un poeta poseído por un
genio?’» (Corán 56/37,36).
«Predica, pues, porque, por la gracia de tu
Señor, no eres un adivino ni
un poseído por un genio» (Corán 76/52,29).
Es comprensible que las resistencias con las
que tropezaba la proclama
de Mahoma le exigieran un duro esfuerzo, y seguramente debió vencer
también sus
propias dudas y escrúpulos a la hora de cargar con su misión. Hay
pruebas de
que tuvo momentos de desesperación, aunque debió superarlos, según lo
que
luego sucedió. La biografía de Ibn Hisham cuenta cómo llegó a sentir
tanta
desazón que, varias veces, estuvo tentado con la idea de suicidarse, y
hasta
hizo planes para despeñarse por el tajo de una montaña:
«Subiré a la cima de la montaña y me arrojaré
al abismo para matarme y
hallar el descanso. Así que me dispuse a hacerlo y entonces, cuando
estaba a
medio camino en la montaña, escuché una voz desde el cielo que decía:
‘¡Oh,
Mahoma! Tú eres el enviado de Dios y yo soy Gabriel’» (Ibn Hisham, La
vida
de Muhammad, 2015, parte I, sección 153, pág. 126).
En fin, durante los primeros años de su labor
pública, Mahoma se presentaba
como mero anunciador y advertidor de las escrituras ya reveladas a
Moisés y
Jesús. Pero, en las suras de su segunda época, pasó a convertirse en el
enviado
y el «profeta» político que tenía el deber de imponer la «verdad», de
manera
que se constituyó como un jefe autoritario que exigía obediencia y
ejercía el
poder por todos los medios de persuasión y de constreñimiento.
El
predicador como ‘enviado’ de Dios
La fe
en Mahoma y, consiguientemente, en lo que Mahoma dice, constituye el
presupuesto imprescindible sobre el que descansa todo lo demás en el
sistema
del islamismo. Pues, sin creer en Mahoma, no habría Corán, ni hadices,
ni
inicios de la yihad, ni religión islámica. En las suras consideradas
mequíes o
anteriores a la hégira, no se califica nunca a Mahoma como
«profeta»
(como más adelante expondré), pero sí como «enviado» (rasul) de
Dios.
La exhortación a creer en Dios y, a la vez, «en su enviado» se
encuentra 14
veces en el Corán, conforme ya quedó expuesto en el capítulo 8, donde
tratamos
acerca de los axiomas fundamentales del sistema islámico.
La
idea de que Dios envía, expresada
mediante el verbo enviar y los sustantivos derivados, se remacha
obsesivamente
en el Corán, hasta un total de 600 veces. El término «enviado» (o su
plural) se
contabiliza hasta 370 veces a lo largo del texto.
En
los 86 capítulos anteriores a la
hégira, encontramos 150 incidencias:
–
«enviado» (en singular): 66 veces; de
ellas, como mucho, 13 referidas a Mahoma.
–
«enviados» (en plural): 84 veces.
Entre
la palabra en plural y el término
en singular con sentido genérico, suman 108 veces. En las restantes,
aparte de
las 13 relativas supuestamente a Mahoma, algunas oscuras (dos de ellas
interpoladas: Corán 39/7,157-158), el enviado es Moisés (12 veces),
Noé,
Abrahán, Ismael, Lot, Elías, José, Jonás, el Mesías, Salih el tamudeo,
Hud el
adita y Suaib el madianita, mencionando a todos ellos por su nombre.
Resulta
muy extraño, como ya he señalado, que el Corán mencione por su nombre a
esos
otros enviados, pero nunca diga el nombre propio del enviado a los
árabes,
supuestamente Mahoma.
Por
otro lado, la afirmación de que
Mahoma es el enviado a los árabes por la misericordia de Dios, «para
que adviertas a un pueblo al que no ha
venido
ningún advertidor antes de ti» (Corán 49/28,46), pone en evidencia
una de
tantas contradicciones con las que tropezamos en el Corán. El mismo
libro nos
demuestra que no se trata del primer profeta de los árabes, puesto que
evoca
tres reinos árabes, que existieron cerca de Petra, a los que Dios había
enviado
un profeta. En efecto, al pueblo de Tamud (el reino nabateo),
mencionado 24
veces en el Corán, fue enviado el profeta Salih. Al pueblo de Ad
(Edom),
aludido 23 veces, fue enviado el profeta Hud. Y al pueblo de Madián,
citado 7
veces, fue enviado el profeta Suaib (cfr. Gibson 2011). En cambio, no
encontraremos ningún versículo del Corán donde se diga en concreto que
Mahoma
fuera enviado como profeta a La Meca.
«¡Mi
Señor sea exaltado! Yo no soy más
que un humano, un enviado» (Corán 50/17,93).
«Ha
venido a ellos un enviado de los
suyos, y ellos lo han decepcionado» (Corán 70/16,113)
Pasemos
ahora a los 28 capítulos
posteriores a la hégira, donde encontramos 215 incidencias del
designativo
«enviado», en las que se da un aumento exponencial de su aplicación a
Mahoma:
–
«enviado» (en singular): 175 veces; de
ellas, 153 referidas a Mahoma.
–
«enviados» (en plural): 40 veces.
El
término en singular, aparte de a
Mahoma, se refiere 7 veces a Jesús, y una vez a Abrahán, mientras que
presenta
un sentido genérico en 14 ocasiones. Aquí, aunque sigue sin
pronunciarse su
nombre, la presencia del que se sobreentiende que es Mahoma resulta
ubicua como
enviado, y se ve complementada además con la designación como
«profeta». Haría
falta efectuar un análisis más cualitativo de las atribuciones que se
asocian
con el papel de enviado de Dios, pero lo dejamos pendiente por el
momento. Basten
algunos ejemplos y subrayar dos aspectos nuevos: la proposición de
Mahoma como modelo
para sus seguidores, y la autoridad exhibida por al enviado
para
reclamar obediencia.
«Tenéis
en el enviado de Dios un buen
modelo para el que espera en Dios y en el último día, y se acuerda
mucho de
Dios» (Corán 90/33,21).
«Obedeced
a Dios y obedeced al enviado»
(Corán 108/64,12).
La vinculación entre Dios y el enviado
acaba desempeñando un cometido fundamental de legitimación. Si
concedemos que,
efectivamente, el enviado es Mahoma, entonces el tándem de Dios y su
enviado,
o el enviado de Dios, repetido unas 90 veces en la época posterior a la
hégira,
llega a instaurar una asociación tan estrecha de Dios con Mahoma que
este último
quedó entronizado como objeto de fe. Antes de la hégira, si
descartamos las
interpolaciones ulteriores, queda un único caso donde se asocia a Dios
y su
enviado: «El que desobedezca a Dios y a su enviado tendrá el fuego de
la
gehena, donde estarán eternamente, para siempre» (Corán 40/72,23).
En
cambio, aunque ausente prácticamente
en las suras antehegíricas, la expresión del nexo «Dios y su enviado»,
o «Dios
y el enviado», abunda mucho en época posterior a la hégira, a partir
del
capítulo 87 en orden cronológico, repitiéndose en total 57 veces. ¿Con
qué
finalidad? De ellas:
– se exige
obediencia o actos de entrega
al enviado: 38 veces.
– se amenaza con
castigos al que
desobedece al enviado: 19 veces.
Cabe entender claramente que, cuando se asocia
de una manera tan explícita
a Dios y su enviado, es con un objetivo. El nexo acaba siendo, en su
significado concreto, equivalente a una equiparación y hasta una
sustitución de
Dios por el enviado: «El que obedece al enviado, ha obedecido a Dios»
(Corán
92/4,80).
En
el plano de la realidad práctica,
queda demostrado que se ha puesto a Dios en función del enviado (no a
la
inversa, como parecería en el plano ideológico), puesto que la acción
concreta
vinculada remite al enviado y va destinada a reforzar la autoridad de
este
último como legislador y juez al que los creyentes deben someterse, y
como
comandante supremo que los recluta para la guerra en el camino de Dios.
A los
sumisos les promete la victoria, el botín y grandes premios. Al mismo
tiempo que a los discrepantes y los
opositores
los amenaza con toda clase de descalificaciones, invectivas y
tremendos
castigos. Sobre estos desarrollos de carácter mahometocéntrico, que
sitúan al
enviado en el centro de la escena, hay una enormidad de citas:
«Si
no lo hacéis, entonces recibid el
anuncio de una guerra de parte de Dios y su enviado» (Corán 87/2,279).
«Te
preguntan por el botín. Di: ‘El botín
es de Dios y de su enviado’. Temed, pues, a Dios, manteneos en paz, y
obedeced
a Dios y a su enviado. Si sois creyentes» (Corán 88/8,1).
«Es
que han estado en disensión con Dios
y su enviado. El que está en disensión con Dios y su enviado... Dios
castiga
severamente» (Corán 88/8,13).
«¡Vosotros
que habéis creído! Obedeced a
Dios y a su enviado, y no le volváis la espalda» (Corán 88/8,20;
también
101/59,4).
«Obedeced
a Dios y a su enviado, y no
discutáis» (Corán 88/8,46).
«Cuando
los hipócritas y los que tienen
una enfermedad en sus corazones dicen: ‘¡Dios y su enviado no nos han
prometido más que engaños’» (Corán 90/33,12).
«Cuando
los creyentes vieron a los
coligados, dijeron: ‘Esto es lo que Dios y su enviado nos ha prometido,
y Dios
y su enviado son verídicos’» (Corán 90/33,22).
«Aquella
entre vosotras que se entrega a
Dios y a su enviado, y hace una buena obra, le daremos dos veces su
recompensa»
(Corán 90/33,31).
«Elevad
el rezo, pagad el tributo, y
obedeced a Dios y a su enviado» (Corán 90/33,33; igual en 105/58,13).
«Cuando
Dios y su enviado han decidido
sobre un asunto, ni el creyente ni la creyente tienen opción en ese
asunto.
Quien desobedece a Dios y a su enviado está extraviado con un extravío
manifiesto» (Corán 90/33,36).
«Los
que hacen daño a Dios y su enviado,
Dios los ha maldecido en la vida de acá y en la otra vida. Y les ha
preparado
un castigo humillante» (Corán 90/33,57)
«El
que obedece a Dios y a su enviado ha
obtenido un gran éxito» (Corán 90/33,71).
«Al
que obedece a Dios y a su enviado, él
lo hará entrar en jardines bajo los cuales correrán arroyos, donde
estarán
eternamente. (…) Al que desobedece a Dios y a su enviado, y transgrede
sus
normas, él lo hará entrar al fuego, donde estará eternamente» (Corán
92/4,13-14; también 111/48,17).
«El
que sale de su casa, para emigrar
hacia Dios y a su enviado, y lo alcanza la muerte, su recompensa
estará a
cargo de Dios» (Corán 92/ 4,100).
«¡Vosotros
que habéis creído! Creed en
Dios, en su enviado, en el libro que ha hecho descender sobre su
enviado y en
el libro que hizo descender anteriormente» (Corán 92/4,136).
«Creed
en Dios y en su enviado, y gastad
de lo que él os ha legado» (Corán 94/57,7).
«¡Vosotros
que habéis creído! Temed a
Dios y creed en su enviado» (Corán 94/57,28).
«Los
emigrados a los que se ha hecho
salir de sus hogares y sus fortunas (…) para auxiliar a Dios y a su
enviado»
(Corán 101/59,8).
«Los
creyentes son solamente aquellos que
han creído en Dios y en su enviado» (Corán 102/24,62).
«Dicen:
‘Hemos creído en Dios y en el
enviado, y hemos obedecido’, pero luego, un grupo de ellos vuelve la
espalda»
(Corán 102/24,47).
«El
que obedece a Dios y a su enviado,
tiene miedo de Dios y lo teme» (Corán 102/24,52).
«Para
que creáis en Dios y en su enviado.
Estas son las normas de Dios. Los que no creen tendrán un castigo
doloroso»
(Corán 105/58,4).
«Los
que se oponen a Dios y a su enviado
serán abatidos como fueron abatidos otros antes que ellos» (Corán
105/58,5).
«Los
que se oponen a Dios y a su enviado,
esos estarán entre los más humillados» (Corán 105/58,20).
«No
encontrarás a gente que crea en Dios
y en el último día y que tengan afecto a quienes se han opuesto a Dios
y a su
enviado, aunque sean sus padres, sus hijos, sus hermanos o su tribu»
(Corán
105/58,22).
«Esto
para que creáis en Dios y en su
enviado» (Corán 105/58,4).
«Los
creyentes son solamente aquellos que
han creído en Dios y en su enviado, luego no han dudado, y han luchado
con sus
fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).
«¡Vosotros
que habéis creído! No vayáis
por delante de Dios y su enviado. Temed a Dios» (Corán 106/49,1).
«Si
obedecéis a Dios y a su enviado, no
menoscabará nada vuestras obras» (Corán 106/49,14).
«Son
creyentes solamente los que han
creído en Dios y en su enviado, luego no han dudado, y han luchado con
sus
fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).
«Creed
en Dios, en su enviado y en la luz
que hemos hecho descender» (Corán 108/64,8).
«Creed
en Dios y en su enviado, y luchad
en el camino de Dios con vuestras fortunas y vuestras personas» (Corán
109/61,11).
«Te
hemos enviado como testigo,
anunciador y advertidor, para que creáis en Dios y en su enviado»
(Corán
111/48,8-9).
«Quien
no ha creído en Dios y en su
enviado… Hemos preparado para los que no creen una hoguera» (Corán
111/48,13).
«La
retribución de los que guerrean
contra Dios y su enviado, y que se dedican a corromper en la tierra, es
que
sean matados, o crucificados, o que les sean cortados las manos y los
pies
opuestos, o que sean desterrados del país. Tendrán esto como ignominia
en la
vida de acá. Y tendrán en la otra vida un gran castigo» (Corán
112/5,33).
«El
que se alíe con Dios, con su enviado
y con los que han creído... La coalición de Dios será la vencedora»
(Corán
112/5,56).
«Un
resguardo por parte de Dios y su
enviado con respecto a los asociadores con los que habéis hecho un
pacto»
(Corán 113/9,1).
«Un
anuncio a los humanos de parte de
Dios y de su enviado, en el día de la gran emigración: ‘Dios y su
enviado están
en paz con los asociadores’» (Corán 113/9,3). Pero no nos llamemos a
engaño,
este versículo está abrogado solo dos versículos después, por Corán
113/9,5.
«¿Cómo
habrá para los asociadores un
pacto por parte de Dios y de su enviado, salvo aquellos con los que
habéis
hecho un pacto junto al santuario prohibido?» (Corán 113/9,7).
«Si
amáis a vuestros padres, vuestros
hijos, vuestros hermanos, vuestras esposas, vuestra tribu, las
fortunas que
habéis adquirido, un negocio cuyo declive teméis y las viviendas que os
agradan, más que a Dios, su enviado y la lucha en su camino, entonces
aguardad
hasta que venga Dios con su orden» (Corán 113/9,24).
«Combatid
contra los que no creen ni en
Dios ni en el último día, que no prohíben lo que Dios y su enviado han
prohibido, y no profesan la religión de la verdad, entre aquellos a los
que se
les dio el libro, hasta que paguen el tributo con su mano y en estado
de
desprecio» (Corán 113/9,29).
«Si
no es el hecho de que no hayan creído
en Dios ni en su enviado, no hacen el rezo sino como perezosos, y no
pagan sino
a disgusto» (Corán 113/9,54).
«Si
solamente aceptaran lo que Dios y su
enviado les han dado, y dijeran: ‘Dios nos basta. Dios nos dará su
favor, lo
mismo que su enviado’» (Corán 113/9,59).
«Os
juran por Dios para contentaros. Pero
Dios y su enviado tienen más derecho a que los contenten. ¿No saben que
el que
se opone a Dios y a su enviado tendrá el fuego de la gehena, donde
estará
eternamente?» (Corán 113/9,62-63).
«Les
preguntas… ¿Es que os burláis de
Dios, de sus signos y de su enviado?» (Corán 113/9,65).
«Los
creyentes y las creyentes son
aliados unos de otros. Ordenan lo conveniente, prohíben lo reprobable,
acuden
al rezo, pagan el tributo, y obedecen a Dios y a su enviado» (Corán
113/9,71).
«Se
han desquitado solo porque Dios, así
como su enviado, los ha enriquecido concediéndoles su favor. Si se
arrepienten,
será mejor para ellos» (Corán 113/9,74).
«Aunque
pidas perdón para ellos setenta
veces, Dios no los perdonará jamás, porque no han creído en Dios y en
su
enviado» (Corán 113/9,80).
«No
han creído en Dios y en su enviado, y
han muerto como unos perversos» (Corán 113/9,84).
«Creed
en Dios y combatid junto con su
enviado» (Corán 113/9,86).
«Y
los que decepcionan a Dios y a su
enviado se han quedado en casa. Un castigo doloroso alcanzará a los que
no han
creído de entre ellos. (…) No hay problema para los débiles, ni para
los
enfermos (…) si son sinceros con Dios y su enviado» (Corán 113/9,90-91).
«Dios
y su enviado juzgarán vuestra obra»
(Corán 113/9,94).
«Los
que han tomado un santuario para el
perjuicio, la increencia y la separación entre los creyentes, y como
guarida
para quien había guerreado contra Dios y su enviado anteriormente»
(Corán
113/9,107).
En
fin, toda esta avalancha de citas demuestra
hasta qué punto el Corán vincula íntimamente a Dios y su enviado. Así
se
remarca también en dos ocasiones, en las últimas suras según el orden
cronológico, cuando el discurso se dirige a gentes de fuera, quizá no
árabes,
o tal vez enemigos, en cualquier caso no creyentes, que son exhortados
a
unirse a la causa, esto es, al bando donde están Dios, su enviado y los
creyentes:
«El
que se alía con Dios, su enviado y
los que han creído» vencerá (Corán 112/5,56).
«[Si
se arrepienten y pagan…] Hacedlo, y
Dios, su enviado y los creyentes verán vuestras obras» (Corán
113/9,105).
El
predicador como ‘profeta’ armado
Al
mirar panorámicamente el Corán, vemos cómo, a lo largo de las suras, el
personaje innominado ofrece una doble cara, o, mejor, evoluciona de una
a otra:
primero, se presenta como predicador que advierte del día del juicio y,
luego,
se convierte en jefe político y militar, que reclama obediencia ciega y
convoca
a la guerra escatológica, espada en mano.
Su inspiración procede de Moisés, el personaje
que más destaca y al que
más extensión se le dedica en el Corán. Moisés, como caudillo que
libera a su
pueblo y lo conduce hacia la conquista de la tierra prometida, aparece
como el
profeta por antonomasia, aunque llamarlo profeta quizá no concuerde
mucho con
la Biblia. En la edición y redacción del texto coránico, se detectan no
pocos
episodios atribuidos a Mahoma, pero que deben leerse como episodios de
Moisés,
según muestra Fred M. Donner (2010). Por ejemplo, Corán 88/8,41: el día
de la
liberación y el encuentro de los dos ejércitos, que la tradición
identifica
como la batalla de Badr, debía referirse originalmente a Moisés
escapando del
faraón.
La
noción de «profeta», en el
Corán, no equivale del todo al concepto bíblico de profeta. En general,
la
Biblia no sitúa a los profetas ostentando el poder, sino más bien en
actitud
crítica frente al poder político. Hubo algunas excepciones, como Elías
y
Eliseo, en el siglo IX a. C., que guerrearon y derrocaron una dinastía
para
imponer otra. Pero lo típico es que los grandes profetas ofrezcan una
resistencia no violenta a los abusos de poder, como hicieron Isaías,
Jeremías,
Ezequiel o Daniel. No sorprende que a ninguno de estos últimos se los
mencione
en el Corán, mientras que allí son relevantes las figuras de Elías
(Corán
55/6,85; 56/37,123; con alusiones en otros pasajes, como la sura 74) y
Eliseo
(Corán 38/38,48; 55/6,86). Está claro que la figura del profeta
coránico no
solo profiere un mensaje de parte de Dios, sino que es un dirigente
político
que ejerce el poder en nombre de Dios. De ahí que Moisés aparezca como
el
principal prototipo de profeta en el Corán.
Ahora
bien, lo que no encaja
en absoluto es meter a Jesús en semejante molde, como ocurre en el
Corán, pues
esto representa una grave tergiversación de todo lo que conocemos sobre
su vida
y mensaje.
En
cuanto a Mahoma, no sabemos
con certeza si él mismo se proclamó profeta. La categorización
específica de
Mahoma como «profeta» (nabí), exaltado y mitificado como tal,
parece
haber sido póstuma. En su vida, investido de una mentalidad nazarena
radical,
actuó como caudillo apocalíptico militar, creyendo que la Hora ya había
llegado
y que él iba a ser protagonista del último Día. Empezó a eliminar a
todo el que
se le oponía y se lanzó a la guerra de conquista, hasta morir no se
sabe muy
bien dónde y cómo. Luego, muy tardíamente, la tradición musulmana lo
engrandecerá
como gran profeta guerrero. Los biógrafos de la corte exaltaron sus
gestas:
cómo se enardecía en medio del fragor de las batallas, en el frenesí de
las
masacres y el acre olor de la sangre, el relinchar de la caballería,
los
alaridos salvajes de la soldadesca, las apocalípticas jaculatorias de
«solo
Dios es grande», los estertores de los abatidos, los chasquidos de
espadas y
cimitarras, y los lamentos de los vencidos, de modo que no descansaba
hasta
haber culminado la terrorífica sarracina, según lo mandado, con el
degüello de
los rendidos renuentes a convertirse y la
esclavización
de sus mujeres e hijos (véanse profusas descripciones en la
biografía de
Ibn Hisham).
Si
atendemos a la división
cronológica de los capítulos coránicos, ya hemos señalado que, durante
la
primera época se habla de Mahoma fundamentalmente como «anunciador y
advertidor» y, en menor medida, como «enviado». Solo en el período de
la hégira
se le llama a Mahoma «profeta». Literalmente, la palabra profeta,
o profetas,
suman 75 apariciones en el Corán, distribuidas así:
– En suras antehegíricas: 17
veces (3 plural; 14 singular), pero ninguna de ellas se refiere a
Mahoma.
– En suras poshegíricas: 58 veces
(19 plural; 39 singular); entre ellas, están las 30 referidas a Mahoma.
Así
pues, está claro que el
término «profeta» no siempre remite a Mahoma. En las 86 suras
anteriores a la
hégira, contabilizamos que el vocablo aparece 14 veces (nombrando a
Moisés,
Aarón, Abrahán, Isaac, Ismael, Jacob, Idris, Jesús); pero ninguna
vez se
llama profeta al predicador. Pues, aunque es verdad que hay una doble
incidencia (Corán 39/7,157 y 158), que dice «profeta de los gentiles»,
constituye una expresión sin corroborar en ningún otro versículo y,
según
parece, fue interpolada anacrónicamente en medio de un relato sobre
Moisés. Por
consiguiente, cabe afirmar que, antes de la hégira, nunca se emplea el
término
«profeta» en alusión a Mahoma.
Es en
las 28 suras del período
posterior a la hégira, donde se le aplica la designación de «profeta»,
hasta
sumar 39 incidencias de la palabra «profeta» en singular (en sentido
genérico y
mencionando a Samuel, Juan Bautista y Abrahán). A Mahoma, sin
nombrarlo, se
refiere en 30 casos, supuestamente, en trece de los cuales presenta la
forma de
interpelación directa «¡Oh profeta!».
Ahora
bien, más interesante
aún que el número es averiguar con qué se asocian las menciones a
Mahoma, es
decir, qué es lo que caracteriza aquí la actuación del profeta. Porque,
si el
calificativo no se la adjudica con anterioridad, queda claro que solo
se le
otorga la categoría de profeta tras la hégira, esto es, en la época del
profeta
armado. Esto implica que el concepto de profeta no se limita a
designar
a aquel que amonesta en nombre de Dios, sino que adquiere un nuevo
significado.
El profeta es el que asume el poder político y militar, el que dirige
la yihad,
la guerra en el camino de Dios. Es necesario repasar lo que nos
especifican los
versículos pertinentes, para comprobar cómo se articula el relato
mítico (ser
enviado, ser profeta) con unas relaciones sociales bien determinadas,
que fraguarán
en un estatuto jurídico. Veámoslo de forma sumaria.
Por un
lado, el Corán insiste
en que los profetas siempre tropiezan con un enemigo y con frecuencia
son
perseguidos y hasta matados injustamente (Corán 87/2,61; 89/3,112;
89/3,181).
Por el
contrario, ser profeta
en el caso de Mahoma pronto se caracteriza por ser un personaje
poderoso que
persigue y que mata a sus opositores, y convoca a la guerra contra los
que no
se someten, todo ello como cumpliendo un mandato divino: «¡Oh profeta!
Incita a
los creyentes al combate» (Corán 88/8,65).
El
Mahoma profeta actúa como
un rey despótico sobre los creyentes (Corán 90/33,6); no se le puede
hablar con
libertad (106/49,2). Hay que someterse a su juicio (Corán 92/4,65;
102/24,51).
Está prohibido disentir de él (Corán 92/4,115). Es necesario prestarle
juramento de lealtad (Corán 91/60,12).
El
Mahoma profeta se adjudica
todos los derechos sobre sus esclavas, aunque estén casadas, y posee
prerrogativas
con respecto a las mujeres creyentes, si él quiere tomarlas por
esposas (Corán
90/33,50). El profeta se reserva un cuantioso porcentaje en el
reparto del
botín de guerra, un privilegio que se convertirá en en norma para sus
sucesores
(Corán 88/8,1; 88/8,41; 101/59,6-7).
El
profeta tiene el deber de
guerrear contra quienes se nieguen a seguirlo: «¡Oh profeta! Lucha
contra los
que no creen y los hipócritas. Sé rudo con ellos» (Corán 107/66,9;
113/9,73).
El
profeta debe ser implacable
y no implorar perdón, ni siquiera por sus parientes que no hayan creído
(Corán
113/9,113).
No cabe
ninguna ambigüedad en
el retrato que el Corán dibuja del anónimo predicador, anunciador,
advertidor,
enviado y, finalmente, profeta. Mahoma fusiona la figura de profeta y
la de
rey, en el sentido del déspota autocrático, que emula la imagen y
semejanza de
un Dios amo del mundo, con el que comparte la autoridad para dominar,
legislar,
premiar y castigar. A sabiendas de que no es tanto autoridad moral,
sino poder
militar. Cabe aventurar que la predicación de Mahoma no hubiera llegado
a ser
nada perdurable, si no se hubiera impuesto con el filo de la espada y
consolidado bajo la amenaza de la espada. El mismo «enviado de Dios»
así lo
reconocía: «Sabed que el paraíso está bajo las sombras de las espadas»
(Al-Bujari 1997,
libro 56, capítulo 22, hadiz número 2818).
No
parece importar mucho que
en esa evolución se den por verídicas unas aseveraciones históricamente
erróneas o incoherentes, por ejemplo: que Dios había enviado a cada
pueblo un
profeta, que a los árabes no había llegado hasta entonces ningún
enviado, que
él era el primer enviado por Dios a los árabes, que los judíos y los
cristianos habían alterado la Biblia, que Mahoma y el Corán están
dirigidos a
toda la humanidad.
Al
analizar y comparar los
distintos pasajes, se nota la maniobra tardía de encumbramiento de
Mahoma, de
la que se desprende que la evocación de los otros profetas resulte un
falso
reconocimiento. El Corán se apropia de ellos para utilizarlos como
trampolín
del profeta árabe. Pero, al final, después de haber comenzado por
equipararlos,
acaba descalificando a todos los demás profetas, y acusando a sus
seguidores
por falsear las escrituras reveladas. La tradición musulmana solo los
entiende
como precursores parciales del mensaje mahomético, de tal modo que
interpreta
que Mahoma es el profeta definitivo y último, y que está por encima de
todos, y
destinado a reemplazarlos. Aunque esto contradice otros pasajes
coránicos. Al
final, termina incluso por imponer silencio a Dios, pues, al haber
finalizado
la revelación con Mahoma, ya no hablará más, pese a que antes se había
presentado como propio de Dios el enviar profetas a los diferentes
pueblos, a
lo largo de toda la historia.
Con
toda seguridad, el Mahoma
histórico no predicó un mensaje dirigido a todos los hombres. Durante
las
primeras décadas de expansión, los migrantes árabes conquistadores
reservaban
para sí sus peculiares creencias, que ni siquiera formaban aún una
religión
diferenciada. Sería más tarde cuando cristalizó la idea y la
denominación de
islam como algo distinto. Y solo bajo el poder de la dinastía abasí, el
islam
abrió sus puertas a la incorporación de los no árabes, y empezó a
verse como
religión universal (cfr. Ohlig 2007). Solamente entonces, la
concepción islámica
del mundo se constituyó en un sistema semiótico independiente.
El
profeta extiende el reino de Dios mediante el
terror
Las fuentes clásicas del islam que
versan sobre la
biografía y la historia de Mahoma trazan de él un retrato como héroe
implacable
y vengativo, un santo violento, una descripción que suele resultar
chocante
para toda sensibilidad que no sea musulmana.
Tal
como lo transmite Ibn Hisham, en ciertos pasajes de la Vida
del enviado de Dios,
Mahoma muestra en Medina un comportamiento violento en extremo: parece
haber
disfrutado matando a sus enemigos en el combate, o haciéndolos
asesinar en su
presencia una vez derrotados. En más de una ocasión, Ibn Hisham lo
describe
reunido con sus compañeros después de una batalla, haciendo bromas
macabras
sobre los muertos.
La
originalidad de Mahoma, que es tributario del monoteísmo judío, cuyo
gran
relato está contenido en la Biblia hebrea, no estriba en una nueva
aportación
teológica, sino en una adaptación de la Biblia a los árabes.
Y si algo peculiar lo caracteriza es el sesgo que
normaliza el odio y el asesinato político como parte integrante de la
religión,
en un momento histórico en que tanto el cristianismo como el judaísmo
rabínico
habían evolucionado en la dirección opuesta, más pacífica.
El Dios
coránico manda al profeta combatir contra los que no crean e implantar
el reino
mesiánico por la fuerza. En coherencia, él mitifica y sacraliza la
guerra,
alardea de acometividad y reivindica el terror.
«Según
Abu
Huraira, el enviado de Dios dijo: ‘He sido enviado con las expresiones
más
breves que tienen el más amplio sentido, y yo he vencido por el terror
(infundido en el corazón del enemigo). Y mientras dormía, me fueron
traídas las
llaves de los tesoros de la tierra y fueron puestas en mi mano’. Abu
Huraira
añadió: ‘El enviado de Dios dejó el mundo, y ahora sois vosotros los
que
extraéis esos tesoros’».
Esa
afirmación «yo he vencido por el
terror» no es una metáfora, sino que remite al Corán 3,151:
«Infundiremos el
terror en los corazones de los que no creen». Y remite al contexto de
la
actuación de Mahoma en una serie de casos notorios de su vida en los
que
liquida a sus oponentes. Remitimos a varios de ellos:
– El
asesinato de Umm Qirfa:
– El
exterminio de los Banu Quraiza en Yatrib:
– El
asesinato del pastor tuerto:
– El
asesinato del poeta judío Abu Afak:
– El
asesinato de Asma Ibn Marwan:
– La
lista negra de opositores mequíes eliminados:
– El
asesinato del jefe judío y poeta Kab Ibn Al-Ashraf:
– El
caso de Muhayyisa Ibn Masud y Huwayyisa:
– La
muerte de Kinana y como botín su esposa Safiya:
– La
mezquita de la oposición, violencia entre musulmanes:
Si es cierto que, con el paso del tiempo, las
religiones pueden propender
a alejarse de su mensaje original, dando lugar de facto a abusos,
prepotencia
y hasta atrocidades, en el caso del islam, todo ese giro perverso
aconteció
muy pronto, ya en la vida y la persona del mismo fundador. En el
período
posterior a la hégira, los éxitos militares obtenidos al socaire de la
teología milenarista de los nazarenos y el exaltado fervor de los
sarracenos
condujeron a Mahoma a encumbrarse a sí mismo conforme al modelo de
Moisés,
como caudillo y como profeta enviado a los árabes. Pero, según
atestiguan las
fuentes, debió sucumbir a la tentación, puesto que en la práctica se
caracterizó por el afán de poder, la intemperancia sexual, la codicia
del
botín, el odio a los enemigos y una despiadada crueldad en el empleo
implacable de la espada contra todo el que no se le sometiera. Todo
eso,
santificado con la creencia de que así servía a la causa del reinado de
Dios.
El
profeta
exige obediencia a él como
obediencia a Dios
La fórmula «temed a Dios y
obedecedme a mí» se halla diez
veces en el
Corán. En la sura 26, es como un estribillo que se repite hasta ocho
veces,
como si fuera un salmo responsorial. Ahora bien, ¿quiénes son los que
reclaman
obediencia en el Corán? La reclaman estos personajes:
– Noé (Corán 47/26,108 y 110).
– Hud, profeta de los aditas
(Corán 47/26,126 y 131).
– Salih, profeta de los tamudeos
(Corán
47/26,144 y 150).
– Lot (Corán 47/26,163).
– Suaib, profeta de los
madianitas (Corán 47/26,179).
Aparte,
hay otras dos
incidencias atribuidas a Jesús (Corán 63/43,63 y 89/3,50). Estos datos
nos demuestran que la expresión
«obedecedme a
mí» no se pone nunca en boca de Mahoma, aunque sí se repite, en tercera
persona, que hay que obedecer al enviado. La sura 72 advierte
de ello y
hay otros 25 versículos poshegíricos que lo recalcan insistentemente.
Además de
los ya citados, leamos otros cuantos:
«Obedeced a Dios y al enviado. Si vuelven la
espalda... Dios no ama a
los descreídos» (Corán 89/3,32).
«Obedeced a Dios y al enviado. Quizá se os
tenga misericordia» (Corán
89/3,132).
«Dirán:
‘¡Ojalá hubiéramos
obedecido a Dios y hubiéramos obedecido al enviado!’» (Corán
90/33,66).
«¡Vosotros que
habéis creído! Obedeced a Dios, obedeced al enviado y a aquéllos de
vosotros
encargados de los asuntos. Y, si discutís por algo, referidlo a Dios y
al
enviado» (Corán 92/4,59).
«No hemos mandado a ningún enviado sino para
que sea obedecido, con el
permiso de Dios» (Corán 92/4,64).
«Quienes
obedecen a Dios y al
enviado, esos estarán con quienes Dios ha agraciado entre los profetas,
los
veraces, los testigos y los virtuosos» (Corán 92/4,69).
«¡Vosotros
que habéis creído!
Obedeced a Dios, obedeced al enviado, y no hagáis vanas vuestras
obras» (Corán
95/47,33).
«Di:
‘Obedeced a Dios y
obedeced al enviado!’ Si luego vuelven la espalda...» (Corán 102/24,54).
«Elevad
el rezo, pagad el
tributo, y obedeced al enviado. ¡Quizá se os tenga misericordia» (Corán
102/24,56).
«Obedeced
a Dios y obedeced al
enviado, y protegeos. Si volvéis la espalda…» (Corán 112/5,92).
El
mandato se recalca con
insistencia. Sin embargo, la historiadora y arabista Jacqueline Chabbi
sostiene
que la obediencia a Dios y a Mahoma es un tema desarrollado
tardíamente, y
tiene un claro origen califal (cfr. Chabbi 1997).
La
evolución
teológica y política de
Mahoma
Como ya
hemos indicado, en las 86 suras consideradas del período de La Meca
(610-622),
el Corán presenta a Mahoma solo como predicador y amonestador, cuyo
papel
autodeclarado era anunciar a sus compatriotas árabes un mensaje que no
era más
que un recuerdo de la revelación hecha a Moisés en el Monte Sinaí y a
otros
profetas judíos, o madianitas, edomitas y nabateos.
Lo que la tradición musulmana cuenta como
huida de Mahoma y sus
compañeros de La Meca a la ciudad oasis de Yatrib, supuestamente en
622, marcó
el inicio de una etapa distinta, con un giro radical en el
comportamiento y la
doctrina mahomética. Lo podemos comprobar igualmente en el Corán. Al
examinar
los capítulos coránicos reordenados cronológicamente, y aunque este
orden solo
sea aproximativo, vemos cómo se despeja un trasfondo histórico
subyacente al
texto, en el que se va completando la estructura de la mitología
coránica. Se
percibe la evolución del personaje, de su doctrina y sus
gestas, a
través de una concatenación de etapas, que configuraron el primitivo
islamismo
y culminaron, después, en la teología del imperio califal. Esta
evolución
quedó sedimentada en el texto coránico en forma de una superposición
de estratos
de significación que se fueron agregando, y en
ocasiones se entremezclaron, a lo largo del tiempo:
1. El punto de partida radica en la creencia
previa de que hay un
Dios que manda enviados o profetas suyos. Esto justifica que los
haya, y lo
hace verosímil. Así, el Corán afirma que Dios ha enviado un profeta a
cada
nación (Corán 51/10,47; 70/16,36).
2. El Corán, por una parte, menciona por su
nombre a varios profetas
bíblicos y otros de la región (tamudeos, aditas, madianitas), y
considera
que todos son iguales, que no hace «ninguna distinción» entre unos
profetas y
otros (Corán 87/2,285; 89/3,84; 92/4,152).
3. Por otra parte, afirma literalmente que Dios
favorece a ciertos
profetas más que a otros y los sitúa en un grado superior, por
ejemplo, a
David al darle los salmos (Corán 50/17,55). Pero, sobre todo, el relato
coránico concede la mayor importancia y extensión a Moisés con la Torá,
y a
Jesús con el Evangelio (Corán 87/2,253). Y finalmente recuperó al
personaje de
Abrahán, con una interpretación que le atribuye la fundación de una
religión
primigenia y unos rollos escritos, desde luego al margen de toda
evidencia
histórica (Abrahán no aportó ningún libro, ni instauró una religión o
una ley,
ni podía ser «musulmán» en un sentido propio).
4. Mahoma manifiesta que él ha sido enviado
como profeta para los
árabes, a los que repite una y otra vez que él viene a confirmar lo
que
había en los libros de la Torá y del Evangelio desde antes, por lo que
él solamente
es un anunciador y advertidor de ellos para el pueblo árabe en lengua
árabe.
«Así lo
hemos hecho descender como
un Corán árabe» (45/20,113; 53/12,2).
«Para
que seas de los
advertidores en lengua árabe manifiesta» (Corán 47/26,194-195).
«Para
que adviertas a gentes a
quienes no ha venido ningún advertidor antes de ti» (Corán 49/28,46).
«Así te
hemos revelado un
Corán árabe, a fin de que adviertas a la madre de las ciudades y a los
que
están alrededor» (Corán 62/42,7)
«Tú no
eres más que un
advertidor y cada pueblo tiene un dirigente» (Corán 96/13,7).
5. En una fase ulterior, investido como
enviado y profeta, Mahoma polemiza
doctrinalmente con los que no lo creen, con los judíos y los
cristianos, a
quienes llega a acusar de haber falsificado sus libros sagrados,
mientras que
el Corán estaría preservado de toda falsificación (Corán 54/15,9). Para
mayor
ironía, lo que se puede demostrar históricamente es todo lo contrario,
como se
verá en el próximo capítulo.
6. Al final, se postula a Mahoma como el último
profeta y único
portador de la religión de la verdad, con la misión de ganarse
como prosélitos
a los árabes, pero también a la gente del libro (Corán 112/5,19), y al
mundo
entero (Corán 42/25,1; 58/34,28). No obstante, cuando dice: «¡Oh
humanos! Yo
soy el enviado de Dios a todos vosotros» (Corán 39/7,158), se trata de
un
versículo interpolado). En una única ocasión, se le designa como «sello
de los
profetas» (Corán 90/33,40); esta expresión se analizará más adelante.
«La religión ante Dios es el islam» (Corán
89/3,19).
«Al que busque una religión distinta del
islam, no se le tolerará» (Corán
89/3,85).
«Hoy he completado para vosotros vuestra
religión (…) y he aprobado el
islam como religión para vosotros» (Corán 112/5,3).
7. En consecuencia, una vez afianzado en el
poder político-religioso,
Mahoma se lanza a imponer esa verdad por la fuerza: polemiza contra las
demás
religiones y convoca a la lucha contra ellas, hasta que la religión de
Alá
prevalezca sobre toda otra, y únicamente quede la religión de Alá.
«Combatid hasta que no haya más subversión y
que toda la religión sea de
Dios» (Corán 88/8,39).
«Es él quien ha enviado a su enviado con la
dirección y la religión de
la verdad, a fin de que la haga prevalecer sobre toda otra religión»
(Corán
109/61,9; 111/48,28; 113/9,33).
La leyenda tradicional de la acción de Mahoma
destruyendo los ídolos
del santuario de La Meca para dejar un solo Dios, situada en el plano
simbólico, posee una estructura homóloga con la destrucción de los
poderes
tribales con el fin de imponer un solo poder religioso, político y
militar bajo
su mando.
En la cronología coránica, el protagonista de
las suras adjudicadas al
período de Medina se convierte en «profeta», con el significado de ser
la
autoridad suprema de un movimiento milenarista, que capitanea la
guerra santa
y legisla sobre el orden social, en función de presuntos mandamientos
divinos,
comunicados en una revelación de la que él se reserva la exclusiva. Por
el
mismo procedimiento, consagra sus privilegios en lo que respecta a las
mujeres,
las riquezas, los honores y el poder absoluto, tal como haría cualquier
sátrapa
oriental, sin que a los creyentes les parezca nada extraño.
La instauración del aparato de poder musulmán
consolidó la religión
política de Mahoma, sustentada en una ideología sacralizada,
metamorfoseada en
teología califal, que acabó de moldear el libro sagrado, y cuyos
efectos
podemos sintetizar en algunos rasgos sobresalientes:
– El reforzamiento religioso de la política
estimula una movilización de
carácter mesiánico guerrero ofensivo.
– El mesianismo coránico, o mahometismo, opera
como una ideología de conquista, o sea, de anexión violenta, impulsada,
tanto de facto como doctrinalmente, por el afán de obtener botín y
dominio.
– Este mesianismo legitima la violencia en
nombre de Dios, por medio de
una militarización de la fe y la teología, y una teologización de la
guerra,
expresada mediante el concepto de yihad (o combate en la senda
de Alá).
– La radicalización ideológica impone la
intolerancia religiosa ante
toda resistencia al mensaje profético, como reflejan ejemplarmente las
historias de la eliminación de las tres tribus judías de Yatrib. Más
tarde, se
plasmaría en la dimmitud como fórmula jurídica de sojuzgamiento
y
explotación social de los judíos y los cristianos en las tierras
ocupadas.
– El orden social descansa en la jerarquía, la
desigualdad y la discriminación
de las mujeres, y estas tienen obligación de someterse al hombre, como
seres
inferiores teológica y jurídicamente.
– El sistema jurídico, sacralizado, genera
codificaciones sumamente
ordenancistas, que incluye un régimen penal muy represivo y bárbaro.
La evolución de Mahoma y sus seguidores en la
dirección reseñada
conseguía legitimarse en virtud de la fe en que se trataba de la
realización
efectiva de lo que, en el plano imaginario, se anunciaba como el reino
del
Mesías. Pero, en el plano de la realidad social, lo que ocurría es que
el
paraíso y el infierno, antes confiados a Dios en la otra vida, se
anticipaban
ya en este mundo, por mano del poder político-militar organizado por
Mahoma,
sus sucesores y los califas. En lugar del paraíso, el premio tangible
se
concretaba en el botín de guerra, la conquista de las tierras de otros
y la
explotación de los sometidos, esclavos y dimmíes. En vez del infierno,
el
castigo se ejercía cruelmente en la guerra contra los infieles y los
disidentes. Las tierras arrebatadas, las ciudades y los campos, todo el
reino,
todo el imperio quedaban aherrojados bajo un sistema de teocracia
califal, el
orden islámico, que, pese a su barbarie histórica, presumía de estar
divinamente revelado y ser, por tanto, inmutable. Mahoma y su familia
se
hicieron pronto inmensamente ricos gracias a los pillajes y las
conquistas.
Todo este proceso se puso en marcha a tenor de
la deriva de Mahoma,
desde el proyecto de guerra milenarista predicado en los años de La
Meca, hasta
su puesta en práctica bélica durante los años de Medina. Esta
transformación
explica el doble mensaje que encuentran
en el Corán algunos autores (cfr. Elorza 2008), incluidos pensadores
musulmanes, como el teólogo sudanés Mahmud Muhammad Taha (cfr. Aldeeb
2018). Sin
embargo, no parece convincente que se trate propiamente de dos
mensajes; más
bien, se trata la teoría y la práctica de un único mensaje
mesiánico-milenarista que se concretó al confrontarse con la realidad;
o tal
vez resultó defraudado y corrompido.
La
ausencia de novedad en el mensaje de Mahoma
Es innegable que el islamismo
acabó
dando origen a una nueva religión, independiente del judaísmo y del
cristianismo. Pero no fue ese su propósito inicial. Participaba de un
movimiento entre los muchos que agitaban el Cercano Oriente, en medio
de una
gran diversidad de iglesias, sectas y sinagogas. Hacia los años 740, el
doctor
de la Iglesia Juan Damasceno todavía consideraba el islamismo como una
herejía
cristiana. Si examinamos al Corán, es patente que se va agudizando la
confrontación con los judíos y los cristianos, suponemos que con los
judíos
rabínicos y con los cristianos de las grandes Iglesias. Pero la
posición más
cimentada es que el Corán desciendió no con un nuevo mensaje, sino
como
recordatorio y refrendo de lo que ya se había revelado. Y esta idea
recorre
todo el texto coránico.
En efecto, la aseveración de que el Corán, y
por tanto Mahoma, no trae
un mensaje nuevo, sino que confirma las escrituras que había antes de
él,
aparece claramente 14 veces en sus páginas, tanto en suras anteriores
como en
suras posteriores a la hégira. Antes de la hégira: 6 veces. Después de
la
hégira: 8 veces.
Leemos que lo que se ha
revelado en el Corán no
es una fabulación, sino «una confirmación de lo que está antes de él»
(Corán
43/35,31; 51/10,37; 53/12,111). Se dice diáfanamente que es un libro
que viene
a confirmar en lengua árabe lo que ya está en «el libro de Moisés»
(Corán
66/46,12; 66/46,30).
«Este es un libro que hemos hecho descender
bendito, que confirma lo que
está antes de él, a fin de que adviertas…» (Corán 55/6,92).
En capítulos
poshegirianos, se hace una
afirmación genérica de que cada enviado viene con un libro y una
sabiduría que
confirma lo que ya está ahí (Corán 89/3,81). Se hace una comparación
con Jesús,
quien mediante el Evangelio, en el que hay dirección y luz, confirmó
«lo que
estaba antes de él en la Torá» (Corán 112/5,46; 89/3,50; 109/61,6).
Así hay
que entender a Mahoma y el Corán: el libro que Dios ha hecho
descender, viene
a confirmar «lo que está con ellos», lo cual sugiere que la comunidad
contaba
con un ejemplar de la Torá o la Biblia hebrea (Corán 87/2,41; 87/2,89;
87/2,91;
87/2,97; 87/2,101; 89/3,3; 92/4,47).
«Hemos hecho descender a ti el libro con la
verdad, que confirma lo que
está antes de él en el libro que predomina sobre él» (Corán 112/ 5,48).
Este planteamiento de reconocimiento de las
escrituras precedentes por
parte de Mahoma, quien simplemente viene a recuerdar su mensaje,
aparece
corroborado también por la mención explícita y en sentido positivo de
la Torá
judía y el Evangelio cristiano; aunque probablemente no fuera la Biblia
hebrea
completa y ciertamente no eran los cuatro Evangelios, sino una versión
del
Evangelio de Mateo recortada, propia de los nazarenos. En total, el
Corán
mienta la Torá 18 veces; y el Evangelio, 12 veces. De esas menciones,
8
utilizan la expresión «la Torá y el Evangelio», en capítulos
posteriores a la
hégira, con una sola excepción (en Corán 39/7:157). Entre las citas
correspondientes tenemos: Corán 89/3,48; 89/3,65; 112/5,66; 112/5,68;
112/5,110.
«Él ha hecho descender sobre ti el libro con
la verdad, que confirma lo
que está antes de él. Y él ha hecho descender la Torá y el Evangelio»
(Corán
89/3,3).
Por último, en la sura penúltima
cronológicamente, a propósito de la
promesa divina de que quienes mueran en la yihad irán al paraíso, se
agrega «y
el Corán», en el rango de los otros dos libros sagrados:
«Una verdadera promesa para él, contenida en
la Torá, el Evangelio y el
Corán» (113/9,111).
Todo este discurso de la continuidad profética
y revelatoria resulta
perfectamente coherente con la afirmación mahomética de que él no es
más que un
enviado para advertir, recordando y traduciendo al árabe lo que ya
estaba en
los libros de Moisés y de Jesús. Por consiguiente, él no aportaba
ningún nuevo
mensaje. Solo una puesta en práctica del antiguo mesianismo en aquel
contexto
histórico del siglo VII.
La
mitificación de Mahoma en el viaje nocturno
En su
versión actual, la sura 17 lleva por título El viaje nocturno,
supuestamente
referido a Mahoma. El primer versículo diría que el profeta árabe viajó
una
noche, «desde el santuario prohibido hasta el santuario lejano», es
decir, según
se interpreta, yendo desde la mezquita de La Meca hasta la explanada
del templo
en Jerusalén, salvando una distancia de 1.200 km, un prodigio que
habría
acontecido el año 622.
«Exaltado
sea el que hizo viajar a su
siervo de noche, desde el santuario prohibido al santuario lejano,
cuyos
alrededores hemos bendecido, a fin de hacerle ver algunos de nuestros
signos.
Él es el que todo lo oye, el que todo lo ve» (Corán 50/17,1).
Según los musulmanes, Mahoma realizó un vuelo,
guiado por el ángel
Gabriel, a lomos de un jumento alado, que tenía rostro de mujer y cola
de pavo
real, desde el santuario prohibido (la mezquita Al-Haram) de La Meca
hasta el
santuario lejano (la mezquita Al-Aqsa) de Jerusalén. Aterrizó en la
explanada
del templo, donde dejó marcada la huella de su pie sobre la roca, y
desde allí
habría ascendido al cielo, donde Dios le reveló el Corán.
Pero sabemos que esta manera de manifestarse o
revelarse el Corán aún no
se había especificado a mediados del siglo VIII. Pues Juan Damasceno,
en 746,
recoge la opinión común entonces de que la revelación de Mahoma había
tenido
lugar durante el sueño.
Algunos coranólogos actuales sostienen que
esta sura 17 se escribió
probablemente con el fin de justificar la conquista de Jerusalén, en
637-638
(Leila Qadr). El estrato más antiguo del texto, en cambio, inspirado en
una
versión midrásica del capítulo 19 del Éxodo, se refería a la subida
nocturna de
Moisés al monte Sinaí, donde recibió la Torá (estrato A del texto). En tal caso, el relato original de la subida de Moisés
aparece luego sobrescrito con el «viaje nocturno» de Mahoma al
santuario lejano
de Jerusalén y su subida el cielo para hablar con Dios y recibir el
Corán.
Pero, si suprimimos del
primer versículo la
interpolación posterior, que desvía el protagonismo de Moisés a Mahoma,
mediante
esta rectificación, se recupera una perfecta coherencia entre el
versículo
primero y el segundo, que habla precisamente de Moisés. Entonces, el
significado del texto queda mucho más claro:
«Gloria a
aquel que hizo viajar una noche a su siervo.
Dimos
a Moisés el libro, del
que hicimos
una dirección para los hijos de Israel» (Corán 50/17,1-2).
Por
tanto, el «siervo»
mencionado no es otro que Moisés, cuando subió al monte Sinaí para
recibir las
tablas de la Ley. Esto demuestra que
el primer versículo
actual sufrió una interpolación tardía con la mención anacrónica de un
«santuario lejano», en Jerusalén (estrato B superpuesto),
supuestamente la
mezquita Al-Aqsa. Asimismo, se alteró el significado, con el fin de
encumbrar
a Mahoma como profeta y dar carácter divino al Corán. Esta
interpretación
encaja, además, con el hecho de que el capítulo 17 se había titulado
antes Los
hijos de Israel, y no El viaje nocturno, un cambio que no
deja de
ser elocuente.
Más aún, la leyenda del viaje nocturno de
Mahoma no solo es inverosímil,
sino que afirma cosas imposibles, puesto que entonces, en 622, cuando
se supone
que tuvo lugar el viaje, no existía ningún santuario en el monte del
templo de
Jerusalén, donde solo había escombros. La construcción del Domo o
Cúpula de la
Roca no se inició hasta el año 692, por mandato del califa Abd Al-Malik
(reinó
685-705). Y la mezquita Al-Aqsa se edificó a partir de 710, en época de
Al-Walid I. Esto sugiere que la leyenda del viaje nocturno de Mahoma no
pudo
escribirse, ni estar en el Corán, antes de entrado el siglo VIII. Y
efectivamente, no consta en los manuscritos más antiguos.
La
mitificación
de Mahoma como sello de
los profetas
El Corán poshegírico no solo habla
de un profeta, que sería
Mahoma, sino
que allí encontramos una aleya única, un hápax, que la tradición
musulmana interpreta
en el sentido de que Mahoma es el último profeta enviado y el colofón
de todos los
profetas, el definitivo:
«Mahoma
es (...) el enviado de
Dios y el sello de los profetas» (Corán 90/33,40).
Esta
mención de Mahoma es
probablemente un añadido posterior al texto, según diversas
indagaciones.
Además, la misma pretensión de ser «sello de los profetas» no es
original, pues
ya se había utilizado para Mani, el fundador del maniqueísmo, en el
siglo
III. Y ya antes, la misma categoría se le había aplicado a Juan
Bautista, como
el último de los profetas (Mateo 11,13 y Lucas 16,16).
Por
otro lado, podría
significar otra cosa, dado que la expresión «sellar la profecía» o al
profeta
se encuentra en Daniel 9,24, donde tiene el sentido de llevar a cabo la
profecía: el enviado la va a realizar. Y todavía cabe otra posibilidad
interpretativa: si se lee el versículo 33,40 a la luz de la lengua
siroaramea,
Christoph Luxenberg sostiene que la palabra no significa sello, sino testigo,
de modo que él lo traduce como «testigo de los profetas» que lo habían
precedido, algo más consistente con lo que se repite en el Corán.
Finalmente,
se podría entender el sello en el sentido del cuño que empleaban los
reyes para
firmar sus documentos: sería como la rúbrica de lo dicho por los
profetas.
La
lectura musulmana del
«sello de los profetas», convertida en doctrina que considera a Mahoma
como el
profeta último y definitivo, implica que ya no habrá más profetas, lo
que
determina que en el islam ya no haya profecía, ni se admita que pueda
haberla.
Después de Mahoma, nadie más recibirá mensajes de Dios, ni podrá decir
una sola
palabra en nombre de Dios. Ahora bien, hay que entender que, gracias a
que
había profecía, Mahoma pudo ser profeta, como otros antes que él, en
lugar de
la pretensión un tanto irracional de que, por ser profeta Mahoma, ya
nadie lo
será nunca más, de modo que en adelante Dios resulta inaccesible,
salvo por
medio de la revelación de Mahoma. Lo cual implica la pretensión de
privar a
Dios de la libertad de enviar nuevos mensajeros. Ciertamente, los
musulmanes
acabaron diciendo sobre Mahoma mucho más de lo que él dijo nunca acerca
de sí
mismo.
Esta
visión contrasta con la
del cristianismo, donde se admite el don de profecía, donde hubo
profetas
itinerantes en los primeros siglos, donde desde el principio se
destacó la
venida, la comunicación y la inhabitación del Espíritu de Dios en
todos y cada
uno de los discípulos, junto a la idea de que la verdad completa está
por
llegar.
El
islam se independizó como
nueva religión a medida que se transformó en un mahometismo,
mitificando al Mahoma histórico, constituyéndolo en el profeta
definitivo y
prácticamente único. Esto separó finalmente a los musulmanes de sus
mentores
nazarenos. La sumisión a Dios se ejercería, desde entonces, como
sumisión y
obediencia a Mahoma. En su vida, Mahoma había historificado el mito
mesiánico-milenarista; sus sucesores mitificaron la historia de Mahoma,
que
pasó a ser el modelo del creyente y hasta entró a formar parte, junto a
Dios,
de la fórmula de profesión de fe islámica.
La
mitificación de Mahoma
como paráclito anunciado
El Jesús del Corán no coincide en
absoluto con el Jesús de
Nazaret de los Evangelios,
puesto que el Corán, aparte de rechazar su condición como Hijo de Dios
(Corán
112/5,117), niega que fuera crucificado, muerto y resucitado (Corán
92/4,157).
En cambio, presenta a Jesús, el hijo de María, como si fuera un profeta
del
islam, y como si hubiera sido enviado cual precursor de Mahoma. En
efecto, la
tradición musulmana pretende que la promesa de la venida de un
paráclito, hecha
por Jesús, se refiere a Mahoma. De modo que habría anunciado la llegada
futura
del profeta del islam. Esto lo apoyan en el siguiente versículo del
Corán:
«Cuando Jesús, hijo de María,
dijo: ‘¡Oh, hijos de Israel! Yo
soy el enviado
de Dios a vosotros, para confirmar lo que está antes de mí en la Torá,
y para
anunciar un enviado que vendrá después de mí, cuyo nombre es Ahmad’»
(Corán
109/61,6).
Para
ello, los musulmanes
interpretan que «Ahmad» corresponde a uno de los nombres de Mahoma. E
interpretan asimismo que a él alude el pasaje
del Evangelio
de Juan en que Jesús dice a sus discípulos: «Yo le rogaré al Padre y os
dará
otro Paráclito que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad»
(Juan
14,16-17; también 15,26 y 16,7-14). Frente a tales pretensiones, toda
la
exégesis científica concuerda en que esta promesa de Jesús se refiere
al
Espíritu Santo, que en efecto llegó el día de Pentecostés.
Otros
apologetas
musulmanes han buscado
un apoyo suplementario en el extracanónico Evangelio de Bernabé, donde
se niega
tanto la divinidad como la mesianidad de Jesús. Allí se afirma que no
murió en
la cruz, sino que en su lugar fue crucificado Judas. Y supuestamente se
dice
que Mahoma vendría al mundo para sacar a todos del error (Bernabé
24). Este texto, del que hay menciones indirectas desde el
siglo VI, poseía una orientación judeocristiana, de alguna secta de
hebreos
que, manteniéndose fieles a la religión de Moisés, aceptaban además a
Jesús,
pero únicamente como profeta. Por desgracia, este Evangelio no se ha
conservado.
Lo que tenemos es un texto, que expone las mismas tesis y que circuló
por
Europa desde principios del siglo XVIII, escrito en lengua española: un
Evangelio de Bernabé, que habría sido
propio de los árabes. Pero hoy está demostrado que se trata de una
falsificación del siglo XVI, maquinada probablemente por mudéjares o
moriscos,
acaso los mismos que amañaron los libros plúmbeos del Sacromonte de
Granada.
En
contra de la pretensión islámica de que Jesús habría anunciado al
profeta
árabe, lo único lógico es pensar que Jesús jamás hizo ninguna
predicción sobre semejante
personaje futuro. Y menos aún le cuadra la hipotética función de
heraldo de
Mahoma. Lo cierto es que, en todo el Nuevo testamento, no
existe la
menor alusión a ese tipo de prefiguración o preanuncio de Mahoma, sino
que,
más bien al contrario, se remarca que no hay que esperar a ningún otro.
Desde
el lado cristiano, puestos a rastrear posibles
predicciones sobre Mahoma en los Evangelios, inevitablemente sin más
fundamento que la imaginación, o mediante una interpretación
simbólica, se
podrían seleccionar unos cuantos dichos, cuyo significado, a la vista
de lo
ocurrido en la historia posterior, parecería que está justificado
aplicárselo,
siquiera metafóricamente. Por ejemplo:
«Entonces,
si alguien os dice que el
Mesías está aquí o allí, no le hagáis caso. Pues surgirán falsos
mesías y
falsos profetas, que harán prodigios y portentos, hasta el punto de
engañar,
si fuera posible, a los elegidos» (Marcos 13,21-22).
«Surgirán
muchos falsos profetas y
engañarán a muchos» (Mateo 24,11; también Marcos 13,6 y Lucas 21,8).
«Cuidado
con los profetas falsos, esos
que se os acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces»
(Mateo
7,15).
«Amigos
míos, no deis fe a cualquier
inspiración; sometedlas a prueba para ver si vienen de Dios, pues ya
han
salido en el mundo muchos falsos profetas» (1 Juan 4,1).
«Es
más, llegará la hora en que todo el
que os dé muerte piense que da culto a Dios» (Juan 16,2).
En
conclusión, lo que Jesús anunció y
prometió a sus discípulos no era sino la venida del Espíritu Santo
sobre ellos,
igual que había venido sobre él; en otras palabras, no prenunció un
personaje
mahomético con una ley teocrática, sino una inspiración interior
espiritual:
«El
paráclito, el Espíritu Santo, que el
Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo
que os
he dicho» (Juan 14,26).
«Cuando
llegue él, el Espíritu de la
verdad, os guiará a la verdad completa» (Juan 16,13). Y este mismo
Espítitu es
el que reciben los discípulos, según lo describe el relato del
evangelista
(Juan 20,22-23), y el pasaje paralelo de los Hechos de los apóstoles
(Hechos
2,1-4).
La
mitificación de Mahoma como hombre perfecto
El
fundador del islam es presentado a los creyentes musulmanes como el
modelo por
excelencia de hombre perfecto. Esto se apoya en la interpretación de
un texto
coránico que exhorta a imitar al enviado,
presuntamente
Mahoma: «Tenéis, en el enviado de Dios, un buen modelo para todo el
que espera
en Dios y en el último día, y se acuerda mucho de Dios» (Corán
90/33,21). Pero
algunos críticos señalan que este versículo es un
retoque tardío del texto. Lo cierto es que la
expresión «buen modelo» aparece
solo un par de veces más, referida a Abrahán y quienes iban con él
(Corán
91/60,4 y 6).
Tal
como lo pintan las fuentes muslimes clásicas, el profeta militar Mahoma
era un
individuo carismático, pero fanático y sensual, cuya principal pasión
fue, sin
duda, la guerra, una guerra potenciada por la ideología milenarista
que lo
guiaba.
El
dogma de
la perfección ejemplar del profeta se suele repetir
de manera unánime y
beatífica, con tan escasa reflexión que no se dan cuenta de cómo suena
a
sarcasmo, pues el comportamiento del personaje, si lo observáramos en
cualquier
otro, sin duda sería calificado de muy poco edificante. Baste, como
muestra de
la masiva ceguera voluntaria, lo que escribe el autor marroquí Ahmed
Abu Zayd,
en el prefacio a su vida de Mahoma:
«La excelente biografía del Profeta (la paz
sea con él) ofrece lecciones
de una elevada moral y rinde un gran servicio a la humanidad, porque es
un fiel
registro de la vida del Mensajero, un claro espejo de su nobles normas
morales,
sus costumbres, cualidades ideales, así como una fuente de luz hecha
descender
desde el cielo para mostrar a la humanidad el camino recto. Los
musulmanes, y
la gente en general, pueden encontrar en sus páginas el noble modelo de
la
perfección humana, encarnada en la vida de un hombre que realmente
caminó sobre
la tierra y realmente vivió entre la gente» (Abu Zayd 2003: 7).
Parece
claro
que esta propuesta paradigmática obedece al mecanismo antropológico de
la
mímesis, en el sentido de René Girard, mediante el cual se llegó a
hipostasiar
como modelo a imitar el comportamiento de Mahoma. Pero esto, al
hacerse de
forma tan literal como se hace, está prescribiendo al musulmán la
abjuración de
su libertad personal, en aras de un mimetismo gregario. En concreto,
establece
que ser musulmán es imitar a Mahoma, literalmente ser mahometano, como
exige el
Corán. Sin embargo, esto ni siquiera es factible dentro de su propia
lógica.
Por ejemplo, ¿cómo imitarlo en algo tan fundamental como recibir de un
ángel la
palabra divina? Lo que se exige resulta imposible, entraña una
contradicción.
La explicación quizá sea que, en realidad, lo que se pide no es
imitación, sino obediencia: se insta a obedecer al Mahoma
mitificado, como a Dios, algo
explícito en muchas otras aleyas. En consecuencia, no cabe propiamente
la
imitación, porque esta postularía hacerse iguales a él, algo imposible.
Lo
único que cabe es la obediencia, una actitud típica de inferiores, de
criados y
subalternos: en efecto, se exhorta a ser sumisos a lo que manda el buen
modelo.
En
cualquier
caso, al postularse una sumisión omnímoda al modelo, el resultado
previsible
será que se arruinen las posibilidades de desarrollo personal. En
definitiva,
si nos atenemos al Corán, el creyente no es libre más que para
renunciar a su
libertad, ni debe razonar más que para negar su propia racionalidad. Y
ambas
cosas, para amoldarse e inmolarse a una voluntad divina, cuya
pretensión de
estar revelada de forma literal e inmutable ata las manos tanto al
hombre como
a Dios.
Mahoma y
sus mujeres
No se sabe a ciencia cierta
cuántas esposas y concubinas tuvo
el profeta.
En las páginas finales de la Vida del enviado de Dios, Ibn
Hisham ofrece
la versión de que Mahoma «se casó con trece mujeres» (Ibn Hisham 2015:
805-807). También dice que, cuando murió, dejó nueve viudas: Aisha Ibn
Abu
Bakr, Sauda Ibn Zamaa, Zaynab Ibn Yahs, Umm Salama o
Hind Ibn Abu Umaya, Hafsa Ibn Omar, Umm
Habiba o Ramla Ibn Abu Sufyan, Yuwayriya Ibn Al-Harit, Safiya Ibn
Huyay,
Maymuna Ibn Al-Harit. De modo que ya habían fallecido Jadiya Ibn
Juwaylid,
Zaynab Ibn Juzayma, Asma y Amra.
Si alguien siente curiosidad por conocer la
tradición acerca de los «matrimonios
del santo profeta», puede consultar en Internet la página de
Al-Islam.org (citada
en la bibliografía).
Sin duda, algunas historias resultan un tanto
hiperbólicas, como las que
aseguran que «un profeta tiene la potencia de cuarenta hombres, y
Mahoma tenía
la potencia de cuarenta profetas». El discurso hagiográfico
tradicional
sostiene que mantenía relaciones con sus esposas por estricto turno,
cada noche
con una. A todas luces, todo esto forma parte del mito o la leyenda,
pues
varias fuentes han dejado constancia de las rivalidades y rencillas que
había
entre ellas, así como la indisimulada inquina que las de mayor edad
sentían
contra Aisha y contra la esclava egipcia copta, llamada María, que dio
a Mahoma
un hijo varón, muerto en extrañas circunstancias.
A las esposas de Mahoma se refieren, al
parecer, varios pasajes coránicos,
en los que se les hacen severas advertencias para que sean discretas,
creyentes, devotas, arrepentidas, siervas de Dios y ayunantes (Corán
107/66,1-5).
Hay otras alusiones a las mujeres del profeta árabe, en las que se las
llama «madres
de los creyentes» (Corán 90/33,6); se les promete una gran recompensa
si se
portan bien, o un castigo doble si son deshonestas (Corán
90/33,28-34); cuando
lleguen visitas a la casa, deben ocultarse detrás de una cortina, y
cuando salgan
a la calle deben cubrirse con un manto (Corán 90/33,53-55 y 59).
El profeta, aparte de sus esposas y del
derecho que posee sobre sus
esclavas, goza de la facultad para contraer matrimonio, si él quiere,
con toda
mujer que se le ofrezca, con la única condición de que él entregue la
dote
prescrita. A sus esposas puede llamarlas a su lecho según le parezca y
así
obra correctamente, mientras que ellas deben estar contentas con lo que
él les
dé (Corán 90/33,50-51).
En lo que respecta a su
relación con las mujeres,
resalta el asunto un tanto escabroso del casamiento de Mahoma con
Zaynab. Un
buen día, llegó el profeta en busca de su hijo adoptivo Zayd y llamó a
la
puerta de su casa. Él no se encontraba en casa, pero sí su esposa, que
salió a
abrir la puerta y lo hizo entrar. La mujer estaba vestida ligeramente y
era tan
hermosa que Mahoma quedó prendado de su belleza y muy turbado en su
interior. Después
de varias peripecias, la historia sigue contando que, al poco tiempo,
la bella Zayd
optó por divorciarse de su marido Zaynab, con el fin expreso de que
el padre
adoptivo de este pudiera casarse con ella. Pero resultaba que la
relación de
parentesco que existía entre Zayd y Mahoma constituía un impedimento
legal,
pues estaba expresamente prohibido el matrimonio con la exmujer del
hijo
adoptivo. No obstante, una oportuna revelación vino a librarlo de
semejante
impedimento y a disipar sus escrúpulos. Así lo confirma fehacientemente
el
Corán en los versículos 90/33,37-40.
«Cuando
Zayd había terminado con ella, te la dimos en matrimonio, a fin de que
no haya
ningún reparo para los creyentes en casarse con las esposas de sus
hijos
adoptivos, cuando estos han terminado el compromiso con ellas» (Corán
90/33,37).
A
pesar de todo, unos
versículos más abajo, Alá también le impone un límite para el futuro:
«En
adelante no te está permitido tomar mujeres, ni intercambiarlas por
esposas,
aunque te atraiga su belleza, a excepción de las esclavas que poseas»
(Corán
90/33,52).
Todavía
más desconcertante, si
cabe, parecerá la historia del matrimonio del profeta con Aisha, hija
de su
más veterano general y primer sucesor, Abu Bakr, si hemos de creer lo
que
cuenta aobre este tema la tradición de los hadices de Mahoma, que en
este caso
sí cumple sobradamente con criterios de historicidad, al menos el
criterio de
dificultad, el criterio de discontinuidad y el criterio de testimonio
múltiple,
por lo que no cabe rechazar su veracidad.
Mahoma
y su matrimonio con la
niña Aisha
No son
los detractores, sino las fuentes canónicas musulmanas las que refieren
que
Mahoma consumó el matrimonio con Aisha cuando la niña tenía nueve años.
En la
recopilación de tradiciones «auténticas» de Al-Bujari, encontramos un
testimonio múltiple, pues el relato se repite allí cuatro veces; en
tres de
ellas, está narrado por la misma Aisha (Al-Bujari, volumen 5, libro 58,
hadiz
nº 234; volumen 7, libro 62, hadices nº 64 y nº 65) y, en la cuarta, el
hadiz
aparece transmitido por Ursa (Al-Bujari, volumen 7, libro 62, hadiz nº
88). Los
cuatro relatos coinciden en que Mahoma formalizó el contrato
matrimonial con
Aisha, hija de Abu Bakr, cuando la niña tenía seis años. Su madre la
condujo a
casa de Mahoma y este consumó el matrimonio cuando tenía nueve años, de
modo
que permaneció como esposa suya nueve años, hasta la muerte del
profeta. Ella
tenía entonces 18 años. Traduzco a continuación los mencionados
pasajes de los
hadices de Mahoma.
«Narrado
por Aisha: El profeta me desposó
cuando yo era una niña de seis años. Fuimos a Medina y permanecimos en
la casa
de Bani al-Harith bin Khazraj. Entonces me puse enferma y se me cayó el
cabello. Más adelante mi cabello creció de nuevo y mi madre, Um Ruman,
se me
acercó mientras estaba yo jugando en un columpio con unas amigas mías.
Me llamó
y yo acudí a ella, sin saber lo que deseaba hacer conmigo. Me cogió de
la mano
y me hizo aguardar a la puerta de la casa. Me quedé sin aliento
entonces y, cuando
mi respiración se recuperó, ella tomó un poco de agua y me frotó con
ella la
cara y la cabeza. Luego me llevó dentro de la casa. Allí, en la casa,
vi a unas
mujeres Ansari [al servicio del profeta] que dijeron: ‘Los mejores
deseos y la
bendición de Dios y buena suerte’. Entonces ella me confió a ellas y
ellas me
prepararon (para el matrimonio). Inesperadamente, el enviado de Dios
vino a mí
por la mañana y mi madre me entregó a él. En ese momento yo era una
niña de
nueve años de edad» (Al-Bujari, Sahih, volumen 5, libro 58,
hadiz nº
234).
«Narrado
por Aisha: Que el profeta se
casó con ella cuando tenía seis años y consumó su matrimonio cuando
ella tenía
nueve años, y luego ella permaneció con él durante nueve años (esto es,
hasta
la muerte de él)» (Al-Bujari, Sahih, volumen 7, libro 62, hadiz
nº 64).
«Narrado
por Aisha: Que el profeta se casó con ella cuando tenía seis años y
consumó su
matrimonio cuando ella tenía nueve años. Hisham dijo: ‘He sido
informado de
que Aisha permaneció con el profeta durante nueve años (esto es, hasta
la
muerte de él)’, lo que conoces por el Corán [de memoria]» (Al-Bujari, Sahih,
volumen 7, libro 62, hadiz nº 65).
«Narrado
por Ursa: El profeta firmó (contrato de matrimonio) con Aisha cuando
ella tenía
seis años de edad y consumó su matrimonio con ella cuando tenía nueve
años, y
ella permaneció con él durante nueve años (esto es, hasta la muerte de
él)»
(Al-Bujari, Sahih, volumen 7, libro 62, hadiz nº 88).
Otro
aspecto escasamente ejemplar, y que
refuerza los preceptos establecidos en el Corán sobre el trato a la
mujer
(92/4,34), se encuentra en la historia bien atestiguada de cómo el
profeta del
islam golpeó a su joven esposa. Las relaciones matrimoniales entre
Mahoma y
Aisha distaron mucho de cualquier idealización hagiográfica. El hecho
es que,
en cierta circunstancia, el profeta se enfadó y la castigó dándole un
golpe
doloroso en el pecho:
«Muhammad
ibn Qays dijo un día: ‘¿Queréis
que os cuente bajo mi autoridad y la de mi madre?’ Nosotros pensamos
que se
refería a la madre que lo engendró. Pero dijo: Aisha dijo: ‘¿Queréis
que os
cuente sobre mí y el enviado de Alá?’ Dijimos: ‘Sí’. Ella dijo: Cuando
llegó la
noche en la que el profeta solía estar conmigo, él se dio la vuelta y
se quitó
su manto, se sacó los zapatos y los puso cerca de sus pies, extendió un
extremo
de su vestido sobre la cama acostándose sobre ella hasta que pensó que
yo
estaba dormida. Entonces tomó despacio su manto y se puso los zapatos
lentamente, abrió la puerta, salió y la cerró suavemente. Yo me cubrí
la
cabeza, me puse mi chal, me envolví con mis ropas y seguí sus pasos
hasta que
llegó al Baqui [cementerio de la gente de Medina], donde se detuvo de
pie
durante largo tiempo, luego levantó sus manos tres veces, luego volvió
y yo
también volví, apresuró sus pasos y yo apresuré los míos, corrió y yo
también
corrí, entró (a la casa) y yo también lo hice, pero antes que él.
Cuando me
acostaba en la cama, entró y dijo: ‘¿Qué pasa contigo? ¡Aisha! ¡Estás
agitada!’
Dije: ‘No pasa nada’. Dijo: ‘Infórmame o me informará el Sutil, el
Sabedor’.
Dije: ‘¡Enviado de Alá! ¡Que mi padre y mi madre te sirvan de rescate!’
Y le
conté toda la historia. Dijo: ‘¿Entonces tú eras esa sombra que vi
frente a
mí?’ Dije: ‘Si’. Entonces me golpeó en el pecho causándome dolor, y
luego dijo.
‘¿Piensas que Alá y su enviado serían injustos contigo?’ Dije: ‘Lo que
sea que
la gente oculte Alá lo sabe’» (Muslim, Sahih, Libro de los
funerales,
capítulo 35, hadiz 2256; en la versión española, aquí citada: Libro de
los
funerales, capítulo XXX, hadiz 2127).
Por último, parece oportuno señalar la
existencia de una apologética
musulmana que trata, por todos los medios, de ocultar o desmentir estos
hechos
de la vida de Mahoma, atestiguados por las fuentes islámicas más
acreditadas.
Tal apologética, sin embargo, es desmentida por otros muslimes, como
se puede
comprobar en WikiIslam.net, Respuestas a la apologética sobre
Mahoma y
Aisha (consultado en 2021).
Estas nupcias con la
niña Aisha y su relación con
ella han tenido una repercusión persistente en las sociedades
musulmanas, que
han permitido el matrimonio de hombres adultos con menores impúberes,
vigente
aún hoy en países donde rige la ley islámica. También perdura el
derecho del marido
a castigar a su esposa, si esta es desobediente. Y es que, en tal
práctica, no
solo los ampara la ley islámica, sino que están ejercitando la virtud
de
imitar al «buen modelo» que tienen en Mahoma, según la
exhortación del Corán.
Mahoma
y las
mujeres adúlteras
En la
tradición musulmana manifiesta con nitidez y crudeza el
comportamiento de
Mahoma con relación a las mujeres adúlteras. Queda descrito sin
paliativos en
varios casos que se narran, tanto en la canónica biografía del profeta
escrita
por Ibn Hisham, como en las veneradas compilaciones de hadices llamados
auténticos.
Estos episodios reflejan no solo la crueldad
en el juicio por adulterio,
sino un aspecto de la concepción de la mujer en el sistema islámico,
que la
considera inferior en todos los planos.
En la biografía de Mahoma
En la Vida del enviado de Dios,
compuesta por Ibn Hisham (m. 833), podemos leer un episodio muy
significativo que
refiere cómo actuó Mahoma, cuando le presentaron a un hombre y una
mujer
adúlteros para que él los juzgara:
«Al poco de la estancia
de Mahoma en Medina, se
reunieron los rabinos para juzgar a un hombre casado que había
cometido
adulterio con una mujer judía casada también. Ellos dijeron: ‘Enviad a
este hombre
y esta mujer a Mahoma, pedidle que juzgue el caso y prescriba el
castigo. Si
decide condenarlos a la pena de flagelación (según la cual los
delincuentes
son azotados con un látigo de varas de dátil mojadas en resina, luego
les
pintan la cara de negro y los montan sobre dos burros con la cara
vuelta hacia
la grupa), entonces obedecedle, pues es un príncipe, y creed en él.
Pero si
los condena a ser lapidados, es un profeta, entonces estad en guardia
contra
él, no sea que os despoje de lo que tenéis’.
Pidieron el juicio del enviado y este fue a
donde estaban los rabinos
sentados, y les dijo: ‘Traedme a vuestros sabios’.
Y le trajeron a Abdullah ben Suriya, que era
el más sabio, pese a ser
uno de los más jóvenes. El enviado habló a solas con él e hizo que le
confirmara bajo juramento que, de acuerdo con la Torá, Dios condena a
lapidación
al hombre que comete adulterio tras el matrimonio. Suriya añadió:
‘Ellos saben
que eres un profeta inspirado, pero te envidian’.
Entonces el enviado salió y ordenó que los
culpables fueran apedreados
delante de la mezquita. Cuando el hombre sintió la primera piedra, se
agachó
sobre la mujer para protegerla de las piedras, hasta que ambos quedaron
muertos. Esto es lo que Dios hizo por su enviado, exigir el castigo
por
adulterio de esas dos personas.
El enviado preguntó a los judíos qué los había
inducido a abandonar la
lapidación por adulterio, estando prescrita en la Torá. Dijeron que ese
castigo
se había observado hasta que un hombre de sangre real cometió
adulterio, y el
rey no permitió que fuera lapidado. Cuando, después de esto, otro
hombre
cometió adulterio y el rey quería que fuera apedreado, dijeron: ‘No, a
menos
que permitas que el primer hombre sea apedreado también’. Entonces
todos
acordaron recurrir a la flagelación, y así se extinguió tanto la
memoria como
la práctica de la lapidación.
Entonces, el enviado de Dios dijo: ‘Yo he sido
hoy el primero en
restaurar el mandato de Dios, su escritura y la obediencia a ella’»
(Ibn
Hisham, Sira, capítulo 10, versión abreviada).
En los hadices de Mahoma
De ese mismo episodio de adulterio
y
castigo relatado por Ibn Hisham, encontramos otra versión en la
compilación de
hadices de Mahoma que la tradición islámica atribuye a Muslim, el imán
Muslim
Ibn Al-Hayay Al-Naisaburi (821-875), con algunas diferencias narrativas.
«Abdullah Ibn Umar relató que un judío y una
judía que habían cometido
adulterio fueron llevados ante el enviado de Alá. Entonces el enviado
de Alá
fue a ver a los judíos y les preguntó: ‘¿Qué encontráis en la Torá
(como
castigo) para el que comete adulterio?’ Dijeron: ‘Ennegrecemos sus
rostros y
los montamos en un burro con sus rostros dirigidos hacia direcciones
opuestas
(espalda con espalda), y luego son llevados alrededor de la ciudad’.
Pidió: ‘Traedme
la Torá, si habéis dicho la verdad’. La trajeron y la leyeron, hasta
que al
llegar al versículo del apedreamiento, el joven que la estaba leyendo
puso su
mano sobre el versículo del apedreamiento y leyó solamente lo que
estaba antes
de su mano y lo que seguía. Abdullah Ibn Salam, que estaba con el
enviado de
Alá, dijo: ‘Ordénale que levante la mano’. Entonces la levantó y debajo
de ella
estaba el versículo del apedreamiento. Entonces el enviado de Alá dictó
sentencia y ambos fueron apedreados. Abdullah Ibn Umar dijo: ‘Yo fui
uno de los
que los apedreó y vi cómo él la protegía con su cuerpo de las piedras’»
(Muslim, Sahih, libro 17, número 4211).
Pero, además, los hadices de Muslim describen
otros casos de condena
por adulterio, en los que Mahoma mandó apedrear hasta la muerte a unos
adúlteros, ya se tratara de una mujer árabe, de una mujer judía, o de
una
pareja de judíos:
«Imran Ibn Husain contó que una mujer de (la
tribu de) Yuhaina fue a
buscar al enviado de Alá, porque había quedado embarazada a
consecuencia del adulterio.
Ella le dijo: ‘¡Oh enviado de Dios! He cometido una falta que lleva un
castigo,
impónmelo’. El enviado de Dios hizo llamar a su tutor y le dijo:
‘Trátala
bien, pero cuando haya dado a luz tráemela’. Él hizo lo que se le
había
pedido. Entonces el enviado de Dios dictó la sentencia sobre ella.
Ataron a la
mujer, envolviéndola con sus vestidos, y entonces mandó que la
apedrearan hasta
morir. Luego, pronunció la oración fúnebre» (Muslim, Sahih,
libro 17,
número 4207).
En otro pasaje, se repite el mismo hadiz, si
bien relatado por Yahya ibn
Abu Kazir, y con la misma cadena de transmisores (cfr. Muslim, Sahih,
libro 17, número 4208).
A continuación del anterior, se cuenta cómo
Mahoma condena a muerte a
una beduina casada, mientras que al cómplice solo lo castiga con cien
latigazos
y un exilio temporal:
«Abu Hurayrah y Zayd ibn Jalid Al-Yuhani
relataron que un hombre de los
árabes del desierto fue a ver al enviado de Alá y le dijo: ‘¡Oh
enviado de
Alá! Te ruego por Alá que me des un juicio de acuerdo con el libro de
Alá’. El
otro demandante, que era más versado, dijo: ‘Sí, juzga entre nosotros
de
acuerdo con el libro de Alá y permíteme (decir algo)’. El enviado de
Alá dijo: ‘Habla’.
Dijo: ‘Mi hijo
servía en la casa de este y cometió adulterio con
su esposa. Fui informado de que mi hijo merecía ser apedreado. Entonces
di cien
cabras y una esclava como compensación por ello. Y pregunté a los
sabios y
ellos me informaron que mi hijo tenía que recibir cien latigazos y ser
exiliado
por un año y que la mujer tenía que ser apedreada’. Entonces el enviado
de Alá
dijo: ‘¡Por Aquel en cuyas manos está mi vida! Juzgaré entre vosotros
de
acuerdo con el libro de Alá. La esclava y las cabras deben ser
devueltas, a tu
hijo hay que castigarlo con cien latigazos y un año de exilio. Y ¡oh
Unays!
(ibn Zuhaq Al-Aslami), por la mañana ve con esa mujer y, si ella
confiesa,
apedreadla’. Él fue por la mañana y ella confesó. Entonces pronunció la
sentencia y ella fue apedreada» (Muslim, Sahih, libro 17,
número 4209).
Este mismo hadiz está
repetido, invocando los
mismos transmisores, pero atribuido a Al-Zuhri (cfr. Muslim, Sahih,
libro 17, número 4210).
Otro episodio de las mismas características lo
hallamos en la condena a
muerte por lapidación dictada por Mahoma contra un hombre y una mujer
judíos:
«Ibn Umar relató que el enviado de Alá mandó
apedrear por adulterio a
dos judíos. Eran un hombre y una mujer que habían cometido adulterio.
Los
judíos los habían llevado ante el enviado de Alá.» [El resto del hadiz
prosigue
exactamente igual que el citado más arriba, en el número 4209.]
(Muslim, Sahih,
libro 17, número 4212).
Contraste con el comportamiento
de Jesús
ante la adúltera
La diferencia resulta evidente,
cuando
comparamos la actitud y el comportamiento de Mahoma, dando curso a la
violencia, con el comportamiento y la actitud de Jesús impidiendo la
violencia
contra una mujer adúltera. El episodio lo narra el evangelista Juan:
«Jesús se fue al monte de los Olivos.
Al alba, se presentó de nuevo en
el
templo y acudió a él el pueblo en masa; él se sentó y se puso a
enseñarles.
Los letrados y los fariseos le
llevaron
a una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, le dijeron:
– Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio; en la Ley nos mandó Moisés apedrear
a esta
clase de mujeres; ahora bien, ¿tú qué dices?
Esto se lo decían con mala idea,
para
poder acusarlo. Jesús se agachó y se puso a escribir con el dedo en el
suelo.
Como persistían en su pregunta, se
incorporó y les dijo:
– Aquel de vosotros que no tenga
pecado,
sea el primero en tirarle una piedra.
Él, agachándose de nuevo, siguió
escribiendo en el suelo.
Al oír aquello, se fueron saliendo
uno a
uno, empezando por los ancianos, y lo dejaron solo con la mujer, que
seguía
allí en medio.
Se incorporó Jesús y le preguntó:
– Mujer, ¿dónde están?, ¿ninguno
te ha
condenado?
Respondió ella:
– Ninguno, Señor.
Jesús le dijo:
– Tampoco yo te condeno. Vete y,
en
adelante, no vuelvas a pecar» (Evangelio de Juan 8,1-11).
Resulta imposible negar que las dos figuras
contrapuestas representan
arquetipos opuestos de actitudes ante la vida, encarnan el espíritu de
dos
religiones y civilizaciones incompatibles entre sí. El mensaje de Jesús
llama a
tomar la cruz y seguir su mandamiento del amor, con la inspiración
del
Espíritu, que sopla donde quiere. El mensaje de Mahoma conmina a los
creyentes
a tomar la espada e imitar al profeta, luchando para imponer por la
fuerza el
sometimiento a la inmutable Ley islámica.
En última síntesis, Mahoma, elevado de la
historia al mito, constituye
el único fundamento del islamismo. Su figura quedó incrustada en la
abigarrada
taracea de las suras coránicas y, a partir de ahí, fue replicada hasta
el
paroxismo en las distintas fuentes de la tradición, como en un juego de
espejos
infinitos que, una vez decretado el punto final de la revelación y el
cierre de
la interpretación, produce la ilusión metafísica de poder cancelar el
tiempo de
la historia humana.
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