El sistema
islámico
1. El
problemático estudio del sistema islámico
PEDRO GÓMEZ
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- El marco de una teoría
científica de la religión
- Una aclaración previa
sobre el enfoque de este estudio
- El atolladero integrista
de la tradición islámica
- La tensa situación del islam en
el mundo contemporáneo
- Las posibilidades de
reforma en el sistema islámico
El
marco de una teoría científica de la religión
Cada vez que surge
el tema, hay personas que
no se recatan de pontificar dogmáticamente que «todas las religiones
son
iguales», o que «se explican por el miedo a la muerte» y otros tópicos
por el
estilo. Sería saludable que hicieran un esfuerzo para descartar una
teología
tan barata, y plantearse si no hay que criticar la crítica a la
religión, tan
escasamente científica, de los filósofos del siglo XIX.
Los
que tengan prejuicios globales o juicios,
de signo negativo o positivo,
con respecto a la religión, deberían saber que eso es irrelevante para
el análisis,
siempre que este respete los hechos. Esta actitud no niega de ninguna
manera
que puede haber mala religión, igual que hay mala filosofía, o mala
política, o
malas artes. Será mala religión la que se deja llevar por mitos falaces
y
mentiras, hasta el fanatismo, por rituales de división, que siembran
odio, y
por acciones violentas hacia los disidentes. Pero nada de esto es
intrínseco a
su concepto genérico.
Lo
exigible es que todo estudio de un sistema
religioso mínimamente
riguroso pueda enmarcarse en una teoría de la religión con pretensiones
de
cientificidad, aunque esta aún requiera mayor fundamentación y
desarrollo. De
lo contrario, no logrará producir más que un discurso arbitrario,
ideológico,
veleidoso e ignaro.
Las
propuestas para explicar qué se
entiende por religión han sido innumerables y muy controvertidas. Mi
punto de
vista sobre este asunto lo publiqué en un artículo consultable en
Internet
(cfr. Gómez García 2016). El planteamiento que me parece mejor fundado
se
atiene al enfoque teórico, histórico y sistemático del que hace una
buena
exposición el exegeta alemán Gerd Theissen. ¿Qué entender por religión?
Escuetamente:
«Religión es un sistema cultural de signos que promete una mejora de
la vida
en consonancia con una realidad última» (Theissen 2000: 15). La
religión supone
una concepción del mundo, pero basada no en el sentimiento subjetivo
inefable,
ni en la descripción fenomenológica de la experiencia personal, sino
objetivada
como un sistema semiótico construido socialmente. La correspondencia
con la
«realidad última» se refiere a aquello que el propio sistema cree,
pretende, o
implica que es lo real en última instancia.
La promesa de mejorar la vida o
alcanzar la salvación apunta a la consecución de bienes valiosos, cuyo
acceso
facilita, pero a la vez responde a una primordial necesidad
intelectual de
orden, satisfecha mediante la interpretación del mundo que aporta.
Al definirlo como sistema
«cultural» de signos, se está indicando que no se trata de algo
natural, ni
tampoco sobrenatural, sino que es producto de la sociedad humana y
está
constituido como un lenguaje complejo. El lenguaje religioso, como sistema objetivo de signos, proporciona
una interpretación del mundo y, a la vez, favorece la transformación
del
mundo. Aunque no modifica la realidad natural del mismo modo que lo
hace la
intervención técnica, sino a través de las reglas que organizan la
acción
humana:
«Tales signos y sistemas de
signos no modifican la realidad designada, sino nuestra conducta
cognitiva,
emocional y pragmática con ella: dirigen la atención, organizan las
impresiones
en contextos y ayudan a las acciones. Solo podemos vivir y respirar en
el mundo
así interpretado» (Theissen 2000: 16).
Lo específico de la religión en cuanto sistema
semiótico se caracteriza
por el modo como, en él, se combinan y articulan tres formas
expresivas: el mito, el ritual y el ethos respectivamente.
El mito se presenta en forma
de relato o de un texto al que una comunidad atribuye un valor
sagrado, que
revela una visión del mundo y de la vida. Pertenece al orden de lo
«pensado», y
aporta por medio de su lenguaje metafórico una conceptualización de la
naturaleza, la humanidad y lo divino. Este relato mítico está
codificado
principalmente en
narraciones
adornadas con
elementos
fantásticos, pero que de alguna manera se relacionan con la historia
ordinaria,
confiriéndole una interpretación. El mito cuenta acontecimientos
singulares,
que dotan de sentido a la realidad
de la existencia humana y la historia. Cumple una función legitimadora
y
santificadora del orden social, aunque también puede deslegitimarlo y
cuestionarlo
en ocasiones. La lógica del mito organiza las estructuras mentales y
enseña a
ver la realidad conforme a determinadas categorías
de pensamiento. De modo que no pertenece al dominio de lo irracional,
sino que entraña un tipo específico de logos.
El rito utiliza gestos y
palabras en una ceremonia o dramatización simbólica,
que favorece la participación de los fieles. Pertenece al orden de lo
«vivido»,
induce una experiencia de los significados narrado en los mitos y va
moldeando
la sensibilidad de los participantes. Los que acuden a la liturgia se
adhieren
emocionalmente a la comunidad y a su visión del mundo. La acción
simbólica
ritual proporciona esquemas de comportamiento que luego aparecen
traducidos en
preceptos éticos y políticos. Así, el rito predispone y compromete a
su puesta
en práctica.
El ethos compendia en normas
de actuación los valores morales que
rigen, en los hechos, la vida personal y social. No es ya un relato, ni
un
gesto simbólico, sino que pertenece al plano de lo «actuado», a la
forma de
comportarse cotidianamente en la sociedad. Implica imperativos que
regulan el
comportamiento efectivo en las relaciones sociales, económicas,
políticas,
familiares, etc., dotándolas de una finalidad. En principio, pueden
formularse
como valores abstractos (igualdad, libertad, solidaridad), pero
también como
máximas morales («ama a tu prójimo como a ti mismo»), desde los que la
persona
orienta las propias decisiones libres. Asimismo, el ethos se
presenta
codificado en normas concretas o preceptos que establecen pautas de
actuación
muy precisas, hasta el extremo de no dejar espacio para la opción
personal, en
algunos casos.
Desde otro punto de vista, el
mito, el rito y el ethos se
corresponden respectivamente con el plano imaginario, el plano
simbólico y el
plano empírico social.
En cada una de esas tres formas
expresivas, el sistema semiótico, como lenguaje que es, obedece a una
gramática, con sus reglas sintácticas y su léxico particular. En virtud
de la
propia gramática, cada concepción religiosa se configura a sí misma
como un
sistema autónomo. Esta autonomía la consigue por medio de la autoorganización del sistema desde un
centro, compuesto por unos axiomas fundamentales y unos temas que
orbitan a su
alrededor; y por medio de una doble referencia: la autorreferencia,
que lo identifica con unos rasgos esenciales
bien delimitados, y la heterorreferencia que lo contradistingue de los
demás
sistemas. Esto, por ejemplo, es lo que ocurrió cuando el islamismo
canonizó el
Corán y rompió con el cristianismo y el judaísmo.
Un sistema religioso, al
construir un orden del mundo, infundir confianza en él y ofrecer
formas de
vida valoradas, cumple importantes funciones
psicológicas, en orden a organizar conocimientos, emociones y
conductas,
de manera que normalmente sirve para controlar las crisis y la
incertidumbre,
aunque también puede provocar crisis por la irrupción en lo cotidiano
de unas
exigencias absolutas.
Al mismo tiempo, la religión
cumple variadas funciones sociales,
entre las que destaca la socialización de los individuos, mediante la
interiorización
de los valores y las normas, que produce su integración, pero en
ocasiones
impulsa su radicalización. Por otro lado, incide igualmente en la
resolución de
los conflictos entre grupos, ejerciendo una mediación reguladora, si
bien, en
determinados contextos, puede provocar el agravamiento de los
conflictos.
Un sistema religioso no siempre
se presenta como una religión reconocida y organizada como tal. Puede
esconderse tras la apariencia de una concepción del mundo que disfraza
sus
mitos como filosofía, o incluso como «ciencia». En cualquier caso, lo
determinante está en que se constituya un sistema cultural de signos,
que
confiere un sentido a la vida, implicando una significación última.
Solamente
varía el tipo de lenguaje empleado, o el género literario, o el modo de
categorizarlo idiográficamente. Esta clase de sistema semiótico
instaura y
controla la «normalidad» ontológica y axiológica en las interacciones
humanas
con la naturaleza, con la sociedad, consigo mismo y con el sentido
último
implicado. En el fondo, en toda civilización subyacen históricamente
fundamentos de ese tipo. Y las personas, por el mero hecho de
relacionarse en
sociedad, acaso sin conciencia de ello, no dejan nunca de rendir un
culto,
aunque sea tácito, aunque sea a dioses desconocidos.
Conforme a la propuesta de
Theissen, un lenguaje cultural de signos no solo posee un carácter
semiótico,
sino también sistemático. Cuenta con una serie de elementos específicos
(léxico) y unas reglas de organización, de conexión positiva o
negativa
(sintaxis, gramática). En efecto, en cada sistema religioso encontramos
un
núcleo duro, es decir, unas constantes teológicas o ideológicas,
consistentes
en unos axiomas fundamentales, en
cuyo entorno inmediato se desarrollan los temas
fundamentales, subordinados a tales axiomas, y más allá otros temas
secundarios.
Estos «axiomas» vienen a
coincidir con lo que Roy Rappaport denomina «postulados
sagrados últimos», en su obra Ritual y religión en
la formación de la humanidad (Rappaport 1999:
373-389).
La evolución histórica del
sistema mantiene como base los axiomas o postulados establecidos, pero
estos
entran en interacción con las condiciones
iniciales que presenta la sociedad, de modo que los
acontecimientos
repercuten en el devenir y su impronta se consolida en el sistema,
determinando en buena medida las condiciones de la evolución en un
momento
posterior. En sus orígenes, el sistema islámico adoptó los axiomas y
numerosos
temas del judaísmo, con sus escrituras y su lenguaje mítico, ritual y
ético-legal. Y luego los reorganizó, en parte, después de su ruptura
con el
judaísmo nazareno. Se puede decir que los adoptó y, con el tiempo, los
adaptó.
Por último, si alguien se
pregunta por la diferencia existente entre un sistema de signos como es
la
religión y un sistema de conocimiento científico, bastará con
responder
señalando unas cuantas pistas. La ciencia no trabaja con mitos, sino
con
teorías. No usa rituales, sino procedimientos. No tiene ética, sino
aplicaciones técnicas. No refiere a la realidad última, sino a campos
específicos de fenómenos susceptibles de observación o experimentación
y
predicción.
Una
aclaración previa sobre el enfoque de este estudio
Para la buena
intelección de los análisis y
los argumentos que se exponen en esta obra, es necesario no perder de
vista el
enfoque teórico desde el que se parte y los métodos que han servido de
pauta
para el trabajo. El objetivo perseguido es siempre la búsqueda de
conocimiento
bien fundado, teniendo en cuenta, en la medida de lo posible, los
estudios más
innovadores, las aportaciones relevantes más recientes, sin rehuir
algunas
indagaciones propias. A propósito del planteamiento metodológico hay
que decir
desde el principio que:
–
Trata de sistemas, no de personas: habla del islam como sistema
de
ideas, no de los musulmanes.
–
Trabaja con textos, pertenecientes a siglos diferentes y
distantes de
nuestra cultura, tal como constan en los documentos existentes.
–
Hace referencias al contexto histórico, cuando pueden
contribuir a la
mejor comprensión del texto.
–
Analiza los significados codificados en los textos, que son el
objeto
principal de estudio, no las prácticas que hayan podido inspirarse en
tales
significados.
–
Utiliza métodos histórico-críticos, que, por su aspiración
científica,
están abiertos al debate sin restricciones y no al servicio de ninguna
ideología.
Todas
las hipótesis y las explicaciones
propuestas, por principio, dependerán
de los datos y los argumentos aportados, y que se puedan aportar. Y
contarán
con grados variables de certeza, evidencia, respaldo o probabilidad.
Además,
hay que reconocer que nunca desaparecerá del todo la incertidumbre en
la
traducción y en las interpretaciones. Todo lo cual no obsta para ir
avanzando paso
tras paso en el conocimiento, pues esas son sus condiciones normales.
Debo
insistir en que, a lo largo de estas páginas,
no son
objeto de estudio las personas, ni se hacen juicios de valor acerca de
ellas.
La investigación, centrada básicamente en textos, analiza cuestiones
históricas,
antropológicas, filosóficas y teológicas, típicas del islamismo
como sistema de creencias, símbolos y prácticas. Por
eso, sería un error confundir el plano personal y el plano sistémico.
Estoy
completamente de acuerdo con que debemos todo el respeto a las personas
y su
libertad, pero esto no puede implicar ningún desistimiento del examen
crítico
de cualesquiera sistemas de ideas. No sería responsable, ni ética ni
intelectualmente,
callar lo que la realidad exige que se diga, como tampoco tergiversar
los
significados pertinentes mediante una artera hermenéutica puesta a las
órdenes
de unos intereses inconfesados más que al honesto servicio de la verdad.
El atolladero
integrista de la ortodoxia islámica
Cuando uno se acerca a estudiar el
islam, el Corán, a Mahoma,
descubrirá
con asombro bibliotecas interminables, pero, tan pronto como empieza a
orientarse en la bibliografía y los autores, llega a la constatación de
que la
inmensa mayoría veneran como intangibles las fuentes clásicas,
mientras se
limitan a repetir, reeditar y glosar, una y otra vez, lo que ya dijeron
los
comentaristas mil años atrás. Siguen encerrados en esa esfera donde
están absolutamente
ausentes los métodos que han hecho avanzar la exégesis en los últimos
doscientos años. En las cátedras modernas, por fortuna, se rompió el
consenso
entre los que dan por buena la perenne tradición y aquellos a quienes
sus
adversarios llaman despectivamente «revisionistas», los únicos que han
abierto
nuevos caminos al conocimiento de Mahoma, el Corán y el islam.
El
problema del atolladero
islámico viene de antiguo. En los dos o tres primeros siglos del
islamismo,
hubo, sin duda, voces discordantes. No faltaron autores críticos, al
menos en
ciertos aspectos significativos, como los filósofos mutazilíes (siglos
VIII y
IX), o como lo fue Al-Tabari (839-923). Pero la filosofía racional fue
pronto perseguida
y acallada. En general, desde finales del siglo IX, fue desapareciendo
del
islam toda actitud crítica. Con Al-Ghazali (1058-1111) se asentó
definitivamente una ortodoxia tradicionalista y antirracional,
completamente
cerrada a toda disensión y a cualquier innovación.
El
obstáculo más insalvable
estriba, quizá, en el hecho de que, en la religión islámica, es
sospechosa y está
prohibida la menor innovación. Introducir una novedad doctrinal o moral
se
considera no solo indeseable, sino extremadamente perverso, puesto que
el
profeta habría dicho que «toda innovación es un extravío que conduce al
infierno». Y es sabido que el Dios del Corán jamás perdonará al
innovador,
mientras no se retracte de su innovación.
En
consecuencia, el integrismo
se volvió históricamente consustancial con el sistema islámico. Y se
proyectó
retrospectivamente sobre el mismo Corán. Luego, el libro sagrado se ha
utilizado,
durante siglos, para reforzarlo. De este inmovilismo tan radical se han
derivado, ayer y hoy, consecuencias muy perniciosas.
En la
experiencia social, a
veces, podemos encontrar musulmanes moderados, pero no sería nada
exacto decir
que la moderación sea un rasgo predicable del islam como sistema. Y es
completamente equivocado decir que lo que ocurre es que el «islam
radical»
hace una interpretación forzada del Corán y la tradición de Mahoma,
porque los
radicales no hacen más que servirse de la interpretación mayoritaria,
autorizada y normal del islam. Sin embargo, muchos cierran los ojos, no
quieren
saber, o practican el disimulo manejando todo un repertorio de
eufemismos,
excusas y sublimaciones. Sería más honesto llamar a las cosas por su
nombre y
hablar con claridad, como vemos en estas líneas de Anne-Marie Delcambre:
«Aun a
riesgo de molestar, hay
que tener el valor de decir que el integrismo no es la enfermedad del
islam. Es
la integralidad del islam. Es la lectura literal, global y total de sus
textos
fundadores. El islam de los integristas, de los islamistas, es sin más
el islam
jurídico que se atiene a la norma» (Delcambre 2003: 12).
La tensa
situación
del islam en el mundo contemporáneo
Lejos de la ilusión de ser, como
presume el sistema islámico,
la religión
perfecta y definitiva, a todas luces es una religión histórica, más
bien
deficiente y anclada en el medievo. No parece casual que los cincuenta
y seis
Estados de mayoría islámica, actualmente existentes, presenten un
subdesarrollo
notorio en sus sociedades. No se puede descartar que su religión, en
buena
medida, constituya un factor determinante del estancamiento y el
atraso
social, político y económico. En cierto modo, constituye un fenómeno
similar
al que se produce históricamente en casos muy alejados, pero
estructuralmente
homólogos, cuando las utopías revolucionarias secuestran a las
naciones que
caen bajo su dictadura, sometidas al yugo de un sucedáneo de religión.
Al
haber
sacralizado los relatos y los preceptos coránicos, el sistema semiótico
islámico se volvió inmutable y esto, aún hoy, crea fricciones y
enfrentamientos
con la normalidad del mundo moderno. Los fundamentos dogmáticos y
las
férreas disposiciones de la ley islámica, por no mencionar la posición
de las
organizaciones y los personajes representativos, resultan
estructuralmente
incompatibles con los valores éticos universales y con la declaración
de los
derechos humanos reconocidos hoy a escala internacional.
El
mundo musulmán, mientras
mantenga su ortodoxia, es decir, mientras sea fiel al Corán y a la
tradición
establecida, no puede aceptar la declaración universal de los derechos
del
hombre, como realmente ocurre. La razón de esta rémora es a la vez
teológica y
filosófica. Desde hace mil años, los ulemas tradicionalistas
proscribieron la
filosofía, negando la autonomía de la razón humana. Para ellos, no
cabe el
reconocimiento de una naturaleza humana, o una racionalidad humana, a
partir
de la cual se deriven los derechos. Porque su dogma sostiene que solo
Dios,
exclusivamente él, puede ser fuente del derecho. No admiten más
principio
jurídico que la ley de Dios, tal como fue revelada a Mahoma y
codificada por
las escuelas de jurisprudencia califales en forma de ley islámica. Y
creen que
ningún hombre está autorizado a usurpar esa prerrogativa divina.
El
islamólogo escocés William
Muir, en The life of Mahomet (1861)
concluía que el legado del profeta, pese a los beneficios que pudo
aportar, acabó
conformando una religión de la que derivan por doquier tres males
radicales,
que necesariamente proseguirán «mientras el Corán sea la norma de la
fe».
Estos son:
«Primero,
la poligamia, el
divorcio y la esclavitud se mantienen y perpetúan, atacan la raíz de la
moral
pública, envenenan la vida doméstica y desorganizan la sociedad.
Segundo, la
libertad de pensamiento en la religión está aplastada y aniquilada. La
espada
es el castigo inevitable por abandonar del islam. La tolerancia es
desconocida.
Tercero, ha interpuesto una barrera contra la recepción del
cristianismo.
Viven en un engaño miserable, al suponer que el mahometismo allana el
camino
para una fe más pura» (Muir 1861, volumen IV: 321).
El
sistema islámico es el que
es, y sus estructuras son las que son. No tiene sentido escamotear este
punto
de partida. Por otro lado, sin embargo, si atendemos a lo que pasa,
vemos que
el comportamiento de un gran porcentaje de musulmanes no se atiene a la
norma
estricta del Corán y el derecho islámico, por lo que habría que
concluir que se
encuentran en una situación objetiva que sus ulemas califican de
apostasía.
Pues sus prácticas y, sobre todo, sus sentimientos se alejan cada día
más de
las obligaciones que su religión les exige. Esta situación se vuelve
cada vez más
tensa en el seno de la sociedad musulmana y entre los musulmanes de
los países
occidentales. Muchos piensan que el islam requiere una reforma, algo
sumamente
problemático cuando se les ha dicho que poseen la religión perfecta y
cuando
cualquier cuestionamiento en serio corre el riesgo de ser castigado
con la
muerte.
Las
posibilidades de
reforma en el sistema islámico
No pocos estudiosos que se han
planteado la posibilidad de
reforma sostienen
que el islam no se reformará nunca. No puede modernizarse, porque se
arriesgaría
a dejar de existir. Pues las atrocidades de la yihad, la guerra contra
los
cristianos y los judíos, el exterminio de los ateos y los politeístas,
y el
rechazo frontal de los derechos humanos no constituyen una desviación
integrista, salafista o radical, sino que son prácticas normativas,
pertenecientes a la esencia misma del Corán y el islam. De ahí que
algunos
pensadores opinen que el islamismo como sistema no puede ser reformado,
solo
puede ser derrotado intelectual y moralmente. El islam no se podrá
reformar por
la sencilla razón de que el Corán siempre será el Corán y es
intocable.
Tal
vez, en determinados
contextos donde la historia se remansa, o donde existe un ambiente de
tolerancia, como ocurre en las sociedades de Occidente, los musulmanes
podrían
vivir el islamismo como si fuera una religiosidad convencional e
inofensiva.
Pero esto no basta. Siempre permanecerían ahí latentes sus textos
arcaicos, a
partir de los cuales, tan pronto como cambiara el contexto,
resucitarían con
renovada virulencia los gérmenes de la intolerancia, la violencia y el
terror
en nombre de Dios. Por otro lado, una reforma radical del islam en
términos de
la crítica moderna implicaría su autodestrucción, a no ser que se
hallara la
manera de relativizar la tradición y el mismo texto sagrado.
No es
imposible, pues ya
ocurre, que haya musulmanes que se reformen, dado que son personas con
capacidad para razonar y ser libres. Y es precisamente en este proceso
donde
es un deber prestar ayuda a los musulmanes: apoyarlos cuando desean
salir del
enclaustramiento mental que el islam ocasiona, y promover con ellos
la
reflexión, el espíritu crítico y el conocimiento objetivo del propio
islam y
de otras alternativas filosóficas y religiosas.
Habrá
que superar obstáculos
casi insalvables, porque la educación que se da a los musulmanes los
entrena en
una fuerte islamofobia, si por islamofobia entendemos lo que
la palabra
significa literalmente: «miedo al islam». En efecto, la mayoría de los
musulmanes manifiestan un miedo cerval a abordar el estudio objetivo
del islam,
sienten pavor a conocer y reconocer lo que realmente dicen sus fuentes,
su
tradición y sus comentadores clásicos.
Al
final, habrá que abordar el
estudio histórico-crítico del intocable Corán y distanciarse de toda
lectura
literalista, dogmática y legalista del texto. Esto, sin duda, tropezará
con
enormes escollos disuasorios. Uno evidente es el trágico destino de los
reformadores, que nunca faltaron a lo largo de la historia, sobre todo
a partir
del siglo XIX. Chocaron con un muro de incomprensión y anatemas. Entre
las
historias de los teólogos musulmanes que buscaron fundamentar una
reforma del
islam para traerlo a la modernidad y lo pagaron con su vida, baste
evocar la
del sudanés Mahmud Muhammad Taha, autor de El
segundo mensaje del islam (1967). Apoyándose en la distinción,
aceptada
oficialmente, entre las suras de La Meca y las de Medina, argumentó la
tesis
de que el mensaje de la revelación se encuentra ya completo en el Corán
mequí,
por lo que hay que entender las suras mediníes como una respuesta a
circunstancias contingentes, sin validez universal. Su aspiración era
presentar
un islam libre de la carga de intolerancia y violencia, basado en la
palabra y
no en la espada. Pero el gobierno islamista de Sudán lo acusó de
herejía, lo
apresó y, tras un oscuro proceso, lo sentenció a muerte y fue ahorcado
en la
prisión central de Jartún, el 18 de enero de 1985 (Aldeeb 2018).
En
ocasiones, en ciertos
medios, hemos visto y oído a musulmanes que hablan de la necesidad de
reformar
el islam y adaptarlo a la sociedad europea, pero acaban reeditando lo
de
siempre, solo que modernizando el lenguaje. Me parecen más creíbles
quienes
dicen abiertamente que lo que se proponen no es la europeización el
islam, sino
la islamización de Europa, como declara Tariq Ramadan, ideólogo
islámico
afincado en Suiza, o como dicen quienes levantan mezquitas en
territorio
europeo.
Lo
más sensato es desconfiar del falso reformismo. No hay que ser
ingenuos, como esos ilusos conversos
españoles que abogan
por reformar y «purificar» el islam mediante una vuelta al Corán.
Porque
suscribir la tesis de los coranistas no ofrece ninguna verdadera
solución, sino
al revés (cfr. Aldeeb 2020). En eso de volver al Corán les llevan la
delantera
los salafistas, los integristas que sueñan con regresar a los tiempos
de los
cuatro primeros califas, supuestamente «bien guiados», tiempos de
salvajes
guerras civiles y agresiones a otros países de oriente y occidente.
Ante
todo, hay que desconfiar del doble lenguaje, habitual en tantas
plataformas y
actividades que promocionan una cara amable del islam. Lamentablemente,
consiguen engañar a muchos desprevenidos o faltos de conocimiento para
interpretar bien el significado que tienen las palabras en la
mentalidad
islámica. Unos ejemplos. Cuando por «paz» se entiende solamente la
que llega
una vez que el islam ha derrotado a los que tiene como enemigos. Cuando
se
entiende por «justicia» la implantación del sistema legal de la saría.
Cuando se llama «igualdad» a la pretensión de que las sociedades
europeas
acepten los usos y costumbres islámicos contrarios a las leyes. Cuando
la «solidaridad»
solo se puede dar entre musulmanes. Cuando la «santidad» significa la
destrucción de todas las demás religiones para que domine el islam.
Otro
ejemplo concreto: si hablan de «Renacimiento y Unión de España», hemos
de saber
que lo que entienden por «renacimiento» es la reintroducción del
islamismo en
la sociedad española, y por «unión», el sometimiento del país bajo la
bandera
de Mahoma, de tal modo que España vuelva a ser Al-Ándalus. Este
sibilino
trampear con las palabras no es sino el ejercicio de la taquiya,
o el disimulo, una virtud
recomendada en el Corán. Desde que la ley islámica permite la taquiya,
uno no puede creer una palabra de lo que dicen.
Mirando
al futuro, sería un paso adelante el surgimiento de grupos musulmanes
decididamente reformistas, aunque no bastará que lo hagan solo en el
plano
personal, si no van hasta la raíz del sistema y lo transforman. Porque
los
movimientos de reforma pasan con el tiempo, pero el Corán y los hadices
permanecen. No habrá nada digno de perdurar, mientras no se declaren
obsoletos,
con valor puramente histórico, los pasajes que atentan contra los
derechos
humanos; mientras no se abroguen todas las aleyas que colisionan con
la
conciencia moderna, o que sean indignas de una fe ilustrada y adulta en
Dios.
En
cualquier hipótesis, para cualquier planteamiento o debate, la
condición
absolutamente imprescindible radica en adquirir un conocimiento bien
fundado
del islam, en palabras más precisas, del sistema islámico y de los
componentes
míticos, rituales y éticos que lo integran. Es lo que intentamos hacer
en este
trabajo: avanzar hacia ese conocimiento, desde una perspectiva
histórico-crítica, y con base en un minucioso estudio del Corán, de
las
fuentes clásicas y las investigaciones más convincentes.
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