El sistema islámico

1. El problemático estudio del sistema islámico

PEDRO GÓMEZ





- El marco de una teoría científica de la religión
- Una aclaración previa sobre el enfoque de este estudio
- El atolladero integrista de la tradición islámica
- La tensa situación del islam en el mundo contemporáneo
- Las posibilidades de reforma en el sistema islámico


El marco de una teoría científica de la religión


Cada vez que surge el tema, hay personas que no se recatan de pontificar dogmáticamente que «todas las religiones son iguales», o que «se explican por el miedo a la muerte» y otros tópicos por el estilo. Sería saludable que hicieran un esfuerzo para descartar una teología tan barata, y plante­arse si no hay que criticar la crítica a la religión, tan escasamente cientí­fica, de los filósofos del siglo XIX.


Los que tengan prejuicios globales o juicios, de signo negativo o po­sitivo, con respecto a la religión, deberían saber que eso es irrelevante para el aná­lisis, siempre que este respete los hechos. Esta actitud no niega de nin­guna manera que puede haber mala religión, igual que hay mala filosofía, o mala política, o malas artes. Será mala religión la que se deja llevar por mitos falaces y mentiras, hasta el fanatismo, por rituales de división, que siembran odio, y por acciones violentas hacia los disidentes. Pero nada de esto es in­trínseco a su concepto genérico.


Lo exigible es que todo estudio de un sistema religioso mínimamente riguroso pueda enmarcarse en una teoría de la religión con pretensiones de cientificidad, aunque esta aún requiera mayor fundamentación y de­sarrollo. De lo contrario, no logrará producir más que un discurso arbi­trario, ideológico, veleidoso e ignaro.


Las propuestas para explicar qué se entiende por religión han sido innumerables y muy controvertidas. Mi punto de vista sobre este asunto lo publiqué en un artículo consultable en Internet (cfr. Gómez García 2016). El planteamiento que me parece mejor fundado se atiene al enfo­que teórico, histórico y sistemático del que hace una buena exposición el exegeta alemán Gerd Theissen. ¿Qué entender por religión? Escueta­mente: «Religión es un sistema cultural de signos que promete una mejo­ra de la vida en consonancia con una realidad última» (Theissen 2000: 15). La religión supone una concepción del mundo, pero basada no en el sentimiento subjetivo inefable, ni en la descripción fenomenológica de la experiencia personal, sino objetivada como un sistema semiótico construido socialmente. La correspondencia con la «realidad última» se refiere a aquello que el propio sistema cree, pretende, o implica que es lo real en última instancia.


La promesa de mejorar la vida o alcanzar la salvación apunta a la consecución de bienes valiosos, cuyo acceso facilita, pero a la vez res­ponde a una primordial necesidad intelectual de orden, satisfecha me­diante la in­terpretación del mundo que aporta.


Al definirlo como sistema «cultural» de signos, se está indicando que no se trata de algo natural, ni tampoco sobrenatural, sino que es pro­ducto de la sociedad humana y está constituido como un lenguaje com­plejo. El lenguaje religioso, como sistema objetivo de signos, proporciona una inter­pretación del mundo y, a la vez, favorece la transformación del mundo. Aunque no modifica la realidad natural del mismo modo que lo hace la intervención técnica, sino a través de las reglas que organizan la acción humana:


«Tales signos y sistemas de signos no modifican la realidad desig­nada, sino nuestra conducta cognitiva, emocional y pragmática con ella: dirigen la atención, organizan las impresiones en contextos y ayudan a las acciones. Solo podemos vivir y respirar en el mundo así interpretado» (Theissen 2000: 16).


Lo específico de la religión en cuanto sistema semiótico se caracte­riza por el modo como, en él, se combinan y articulan tres formas expre­sivas: el mito, el ritual y el ethos respectivamente.


El mito se presenta en forma de relato o de un texto al que una co­munidad atribuye un valor sagrado, que revela una visión del mundo y de la vida. Pertenece al orden de lo «pensado», y aporta por medio de su lenguaje metafórico una conceptualización de la naturaleza, la huma­nidad y lo divino. Este relato mítico está codificado principalmente en

na­rraciones adornadas con elementos fantásticos, pero que de alguna manera se relacionan con la historia ordinaria, confiriéndole una inter­pretación. El mito cuenta acontecimientos singulares, que dotan de sen­tido a la rea­lidad de la existencia humana y la historia. Cumple una función legitimadora y santificadora del orden social, aunque también puede deslegitimarlo y cues­tionarlo en ocasiones. La lógica del mito or­ganiza las estructuras mentales y en­seña a ver la realidad conforme a determinadas categorías de pensamiento. De modo que no pertenece al dominio de lo irracional, sino que entraña un tipo específico de logos.


El rito utiliza gestos y palabras en una ceremonia o dramatización sim­bólica, que favorece la participación de los fieles. Pertenece al orden de lo «vivido», induce una experiencia de los significados narrado en los mitos y va moldeando la sensibilidad de los participantes. Los que acu­den a la liturgia se adhieren emocionalmente a la comunidad y a su visión del mundo. La acción simbólica ritual proporciona esquemas de com­portamiento que luego aparecen traducidos en preceptos éticos y polí­ticos. Así, el rito predispone y compromete a su puesta en práctica.


El ethos compendia en normas de actuación los valores morales que rigen, en los hechos, la vida personal y social. No es ya un relato, ni un gesto simbólico, sino que pertenece al plano de lo «actuado», a la forma de comportarse cotidianamente en la sociedad. Implica imperativos que regulan el comportamiento efectivo en las relaciones sociales, económi­cas, políticas, familiares, etc., dotándolas de una finalidad. En principio, pueden formularse como valores abstractos (igualdad, libertad, solidari­dad), pero también como máximas morales («ama a tu prójimo como a ti mismo»), desde los que la persona orienta las propias decisiones libres. Asimismo, el ethos se presenta codificado en normas concretas o precep­tos que establecen pautas de actuación muy precisas, hasta el extremo de no dejar espacio para la opción personal, en algunos casos.


Desde otro punto de vista, el mito, el rito y el ethos se corresponden respectivamente con el plano imaginario, el plano simbólico y el plano empírico social.


En cada una de esas tres formas expresivas, el sistema semiótico, como lenguaje que es, obedece a una gramática, con sus reglas sintácticas y su léxico particular. En virtud de la propia gramática, cada concepción religiosa se configura a sí misma como un sistema autónomo. Esta auto­nomía la consigue por medio de la autoorganización del sistema desde un centro, compuesto por unos axiomas fundamentales y unos temas que orbitan a su alrededor; y por medio de una doble referencia: la auto­rreferencia, que lo identifica con unos rasgos esenciales bien delimitados, y la heterorreferencia que lo contradistingue de los demás sistemas. Esto, por ejemplo, es lo que ocurrió cuando el islamismo canonizó el Corán y rompió con el cristianismo y el judaísmo.


Un sistema religioso, al construir un orden del mundo, infundir con­fianza en él y ofrecer formas de vida valoradas, cumple importantes fun­ciones psicológicas, en orden a organizar conocimientos, emociones y conductas, de manera que normalmente sirve para controlar las crisis y la incertidumbre, aunque también puede provocar crisis por la irrupción en lo cotidiano de unas exigencias absolutas.


Al mismo tiempo, la religión cumple variadas funciones sociales, en­tre las que destaca la socialización de los individuos, mediante la interio­rización de los valores y las normas, que produce su integración, pero en ocasiones impulsa su radicalización. Por otro lado, incide igualmente en la resolución de los conflictos entre grupos, ejerciendo una mediación reguladora, si bien, en determinados contextos, puede provocar el agra­vamiento de los conflictos.


Un sistema religioso no siempre se presenta como una religión reco­nocida y organizada como tal. Puede esconderse tras la apariencia de una concepción del mundo que disfraza sus mitos como filosofía, o incluso como «ciencia». En cualquier caso, lo determinante está en que se cons­tituya un sistema cultural de signos, que confiere un sentido a la vida, implicando una significación última. Solamente varía el tipo de lenguaje empleado, o el género literario, o el modo de categorizarlo idiográfi­camente. Esta clase de sistema semiótico instaura y controla la «norma­lidad» ontológica y axiológica en las interacciones humanas con la natu­raleza, con la sociedad, consigo mismo y con el sentido último implicado. En el fondo, en toda civilización subyacen históricamente fundamentos de ese tipo. Y las personas, por el mero hecho de rela­cionarse en socie­dad, acaso sin conciencia de ello, no dejan nunca de rendir un culto, aunque sea tácito, aunque sea a dioses desconocidos.


Conforme a la propuesta de Theissen, un lenguaje cultural de signos no solo posee un carácter semiótico, sino también sistemático. Cuenta con una serie de elementos específicos (léxico) y unas reglas de organi­zación, de conexión positiva o negativa (sintaxis, gramática). En efecto, en cada sistema religioso encontramos un núcleo duro, es decir, unas constantes teológicas o ideológicas, consistentes en unos axiomas funda­mentales, en cuyo entorno inmediato se desarrollan los temas fundamentales, subordinados a tales axiomas, y más allá otros temas secundarios.


Estos «axiomas» vienen a coincidir con lo que Roy Rappaport deno­mina «postulados sagrados últimos», en su obra Ritual y religión en la for­mación de la humanidad (Rappaport 1999: 373-389).


La evolución histórica del sistema mantiene como base los axiomas o postulados establecidos, pero estos entran en interacción con las con­diciones iniciales que presenta la sociedad, de modo que los aconteci­mientos repercuten en el devenir y su impronta se consolida en el siste­ma, determinando en buena medida las condiciones de la evolución en un momento posterior. En sus orígenes, el sistema islámico adoptó los axiomas y numerosos temas del judaísmo, con sus escrituras y su len­guaje mítico, ritual y ético-legal. Y luego los reorganizó, en parte, después de su ruptura con el judaísmo nazareno. Se puede decir que los adoptó y, con el tiempo, los adaptó.


Por último, si alguien se pregunta por la diferencia existente entre un sistema de signos como es la religión y un sistema de conocimiento cien­tífico, bastará con responder señalando unas cuantas pistas. La ciencia no trabaja con mitos, sino con teorías. No usa rituales, sino procedi­mientos. No tiene ética, sino aplicaciones técnicas. No refiere a la reali­dad última, sino a campos específicos de fenómenos susceptibles de ob­servación o experimentación y predicción.



Una aclaración previa sobre el enfoque de este estudio


Para la buena intelección de los análisis y los argumentos que se exponen en esta obra, es necesario no perder de vista el enfoque teórico desde el que se parte y los métodos que han servido de pauta para el trabajo. El objetivo perseguido es siempre la búsqueda de conocimiento bien fundado, teniendo en cuenta, en la medida de lo posible, los estudios más innovadores, las aportaciones relevantes más recientes, sin rehuir algunas indagaciones propias. A propósito del planteamiento metodoló­gico hay que decir desde el principio que:


– Trata de sistemas, no de personas: habla del islam como sistema de ideas, no de los musulmanes.

– Trabaja con textos, pertenecientes a siglos diferentes y distantes de nuestra cultura, tal como constan en los documentos existentes.

– Hace referencias al contexto histórico, cuando pueden contribuir a la mejor comprensión del texto.

– Analiza los significados codificados en los textos, que son el objeto principal de estudio, no las prácticas que hayan podido inspirarse en tales significados.

– Utiliza métodos histórico-críticos, que, por su aspiración científica, es­tán abiertos al debate sin restricciones y no al servicio de ninguna ideología.


Todas las hipótesis y las explicaciones propuestas, por principio, de­penderán de los datos y los argumentos aportados, y que se puedan apor­tar. Y contarán con grados variables de certeza, evidencia, respaldo o pro­babilidad. Además, hay que reconocer que nunca desaparecerá del todo la incertidumbre en la traducción y en las interpretaciones. Todo lo cual no obsta para ir avanzando paso tras paso en el conocimiento, pues esas son sus condiciones normales.


Debo insistir en que, a lo largo de estas páginas, no son objeto de estudio las personas, ni se hacen juicios de valor acerca de ellas. La in­vestigación, centrada básicamente en textos, analiza cuestiones histó­ri­cas, antropológicas, filosóficas y teológicas, típicas del islamismo como sistema de creencias, símbolos y prácticas. Por eso, sería un error con­fundir el plano personal y el plano sistémico. Estoy completamente de acuerdo con que debemos todo el respeto a las personas y su libertad, pero esto no puede implicar ningún desistimiento del examen crítico de cualesquiera sistemas de ideas. No sería responsable, ni ética ni intelec­tualmente, ca­llar lo que la realidad exige que se diga, como tampoco tergiversar los signi­ficados pertinentes mediante una artera hermenéutica puesta a las órdenes de unos intereses inconfesados más que al honesto servicio de la verdad.



El atolladero integrista de la ortodoxia islámica


Cuando uno se acerca a estudiar el islam, el Corán, a Mahoma, descubrirá con asombro bibliotecas interminables, pero, tan pronto como empieza a orientarse en la bibliografía y los autores, llega a la constatación de que la inmensa mayoría veneran como intangibles las fuentes clásicas, mien­tras se limitan a repetir, reeditar y glosar, una y otra vez, lo que ya dijeron los comentaristas mil años atrás. Siguen encerrados en esa esfera donde están abso­lu­tamente ausentes los métodos que han hecho avanzar la exé­gesis en los últimos doscientos años. En las cátedras modernas, por for­tuna, se rompió el consenso entre los que dan por buena la perenne tradición y aquellos a quienes sus adversarios llaman despectivamente «revisionistas», los únicos que han abierto nuevos caminos al conoci­miento de Mahoma, el Corán y el islam.


El problema del atolladero islámico viene de antiguo. En los dos o tres primeros siglos del islamismo, hubo, sin duda, voces discordantes. No faltaron autores críticos, al menos en ciertos aspectos significativos, como los filósofos mutazilíes (siglos VIII y IX), o como lo fue Al-Tabari (839-923). Pero la filosofía racional fue pronto perseguida y acallada. En general, desde finales del siglo IX, fue desapareciendo del islam toda ac­titud crítica. Con Al-Ghazali (1058-1111) se asentó definitivamente una orto­doxia tradicionalista y antirracional, completamente cerrada a toda disen­sión y a cualquier innovación.


El obstáculo más insalvable estriba, quizá, en el hecho de que, en la religión islámica, es sospechosa y está prohibida la menor innovación. Introducir una novedad doctrinal o moral se considera no solo indesea­ble, sino extremadamente perverso, puesto que el profeta habría dicho que «toda innovación es un extravío que conduce al infierno». Y es sa­bido que el Dios del Corán jamás perdonará al innovador, mientras no se retracte de su innovación.


En consecuencia, el integrismo se volvió históricamente consustan­cial con el sistema islámico. Y se proyectó retrospectivamente sobre el mismo Corán. Luego, el libro sagrado se ha utilizado, durante siglos, para reforzarlo. De este inmovilismo tan radical se han derivado, ayer y hoy, consecuencias muy perniciosas.


En la experiencia social, a veces, podemos encontrar musulmanes moderados, pero no sería nada exacto decir que la moderación sea un rasgo predicable del islam como sistema. Y es completamente equi­vo­ca­do decir que lo que ocurre es que el «islam radical» hace una interpre­tación forzada del Corán y la tradición de Mahoma, porque los radicales no hacen más que servirse de la interpretación mayoritaria, autorizada y normal del islam. Sin embargo, muchos cierran los ojos, no quieren sa­ber, o practican el disimulo manejando todo un repertorio de eufe­mis­mos, excusas y sublimaciones. Sería más honesto llamar a las cosas por su nombre y hablar con claridad, como vemos en estas líneas de Anne-Marie Delcambre:


«Aun a riesgo de molestar, hay que tener el valor de decir que el integrismo no es la enfermedad del islam. Es la integralidad del islam. Es la lectura literal, global y total de sus textos fundadores. El islam de los integristas, de los islamistas, es sin más el islam jurídico que se atiene a la norma» (Delcambre 2003: 12).



La tensa situación del islam en el mundo contemporáneo


Lejos de la ilusión de ser, como presume el sistema islámico, la religión perfecta y definitiva, a todas luces es una religión histórica, más bien deficiente y anclada en el medievo. No parece casual que los cincuenta y seis Estados de mayoría islámica, actualmente existentes, presenten un subdesarrollo notorio en sus sociedades. No se puede descartar que su religión, en buena medida, constituya un factor determinante del estan­camiento y el atraso social, político y económico. En cierto modo, cons­tituye un fenómeno similar al que se produce históricamente en casos muy alejados, pero estructuralmente homólogos, cuando las uto­pías re­volucionarias secuestran a las naciones que caen bajo su dic­tadura, so­metidas al yugo de un sucedáneo de religión.


Al haber sacralizado los relatos y los preceptos coránicos, el sistema semiótico islámico se volvió inmutable y esto, aún hoy, crea fricciones y en­frentamientos con la normalidad del mundo moderno. Los fun­da­men­tos dogmáticos y las férreas disposiciones de la ley islámica, por no mencionar la posición de las organizaciones y los personajes represen­tativos, resultan estructuralmente incompatibles con los valores éticos uni­ver­sales y con la declaración de los derechos humanos reconocidos hoy a escala internacional.


El mundo musulmán, mientras mantenga su ortodoxia, es decir, mientras sea fiel al Corán y a la tradición establecida, no puede aceptar la declaración universal de los derechos del hombre, como realmente ocurre. La razón de esta rémora es a la vez teológica y filosófica. Desde hace mil años, los ulemas tradicionalistas proscribieron la filosofía, ne­gando la autonomía de la razón humana. Para ellos, no cabe el reco­no­cimiento de una naturaleza humana, o una racionalidad humana, a partir de la cual se deriven los derechos. Porque su dogma sostiene que solo Dios, exclusivamente él, puede ser fuente del derecho. No admiten más principio jurídico que la ley de Dios, tal como fue revelada a Mahoma y codificada por las escuelas de jurisprudencia califales en forma de ley islámica. Y creen que ningún hombre está autorizado a usurpar esa pre­rrogativa divina.


El islamólogo escocés William Muir, en The life of Mahomet (1861) concluía que el legado del profeta, pese a los beneficios que pudo apor­tar, acabó conformando una religión de la que derivan por doquier tres males radicales, que necesariamente pro­seguirán «mientras el Corán sea la norma de la fe». Estos son:


«Primero, la poligamia, el divorcio y la esclavitud se mantienen y perpetúan, atacan la raíz de la moral pública, envenenan la vida domés­tica y desorganizan la sociedad. Segundo, la libertad de pensamiento en la religión está aplastada y aniquilada. La espada es el castigo inevitable por abandonar del islam. La tolerancia es desconocida. Tercero, ha inter­puesto una barrera contra la recepción del cristianismo. Viven en un en­gaño miserable, al suponer que el mahometismo allana el camino para una fe más pura» (Muir 1861, volumen IV: 321).


El sistema islámico es el que es, y sus estructuras son las que son. No tiene sentido escamotear este punto de partida. Por otro lado, sin embargo, si atendemos a lo que pasa, vemos que el comportamiento de un gran porcentaje de musulmanes no se atiene a la norma estricta del Corán y el derecho islámico, por lo que habría que concluir que se en­cuentran en una situación objetiva que sus ulemas califican de apostasía. Pues sus prácticas y, sobre todo, sus sentimientos se alejan cada día más de las obligaciones que su religión les exige. Esta situación se vuelve cada vez más tensa en el seno de la sociedad musulmana y entre los musul­manes de los países occidentales. Muchos piensan que el islam requiere una reforma, algo sumamente problemático cuando se les ha dicho que poseen la religión perfecta y cuando cualquier cuestio­na­miento en serio corre el riesgo de ser castigado con la muerte.



Las posibilidades de reforma en el sistema islámico


No pocos estudiosos que se han planteado la posibilidad de reforma sostienen que el islam no se reformará nunca. No puede modernizarse, porque se arriesgaría a dejar de existir. Pues las atrocidades de la yihad, la guerra contra los cristianos y los judíos, el exterminio de los ateos y los politeístas, y el rechazo frontal de los derechos humanos no consti­tuyen una desviación integrista, salafista o radical, sino que son prácticas normativas, pertenecientes a la esencia misma del Corán y el islam. De ahí que algunos pensadores opinen que el islamismo como sistema no puede ser reformado, solo puede ser derrotado intelectual y moralmente. El islam no se podrá reformar por la sencilla razón de que el Corán siem­pre será el Corán y es intocable.


Tal vez, en determinados contextos donde la historia se remansa, o donde existe un ambiente de tolerancia, como ocurre en las sociedades de Occidente, los musulmanes podrían vivir el islamismo como si fuera una religiosidad convencional e inofensiva. Pero esto no basta. Siempre permanecerían ahí latentes sus textos arcaicos, a partir de los cuales, tan pronto como cambiara el contexto, resucitarían con renovada virulencia los gérmenes de la intolerancia, la violencia y el terror en nombre de Dios. Por otro lado, una reforma radical del islam en términos de la crítica moderna implicaría su autodestrucción, a no ser que se hallara la manera de relativizar la tradición y el mismo texto sagrado.


No es imposible, pues ya ocurre, que haya musulmanes que se refor­men, dado que son personas con capacidad para razonar y ser li­bres. Y es precisamente en este proceso donde es un deber prestar ayu­da a los musulmanes: apoyarlos cuando desean salir del en­claus­tra­miento mental que el islam ocasiona, y promover con ellos la reflexión, el espí­ritu crítico y el conocimiento objetivo del propio islam y de otras alter­nativas filo­sóficas y religiosas.


Habrá que superar obstáculos casi insalvables, porque la educación que se da a los musulmanes los entrena en una fuerte islamofobia, si por islamo­fobia entendemos lo que la palabra significa literalmente: «miedo al islam». En efecto, la mayoría de los musulmanes manifiestan un miedo cerval a abordar el estudio objetivo del islam, sienten pavor a conocer y reconocer lo que realmente dicen sus fuentes, su tradición y sus comen­tadores clásicos.


Al final, habrá que abordar el estudio histórico-crítico del intocable Corán y distanciarse de toda lectura literalista, dogmática y legalista del texto. Esto, sin duda, tropezará con enormes escollos disuasorios. Uno evidente es el trágico destino de los reformadores, que nunca faltaron a lo largo de la historia, sobre todo a partir del siglo XIX. Chocaron con un muro de incomprensión y anatemas. Entre las historias de los teó­logos musulmanes que buscaron fundamentar una reforma del islam pa­ra traerlo a la modernidad y lo pagaron con su vida, baste evocar la del sudanés Mahmud Muhammad Taha, autor de El segundo mensaje del islam (1967). Apoyándose en la distinción, aceptada oficialmente, entre las su­ras de La Meca y las de Medina, argumentó la tesis de que el mensaje de la revelación se encuentra ya completo en el Corán mequí, por lo que hay que entender las suras mediníes como una respuesta a circunstancias contingentes, sin validez universal. Su aspiración era presentar un islam libre de la carga de intolerancia y violencia, basado en la palabra y no en la espada. Pero el gobierno islamista de Sudán lo acusó de herejía, lo apresó y, tras un oscuro proceso, lo sentenció a muerte y fue ahorcado en la prisión central de Jartún, el 18 de enero de 1985 (Aldeeb 2018).


En ocasiones, en ciertos medios, hemos visto y oído a musulmanes que hablan de la necesidad de reformar el islam y adaptarlo a la sociedad europea, pero acaban reeditando lo de siempre, solo que modernizando el lenguaje. Me parecen más creíbles quienes dicen abiertamente que lo que se proponen no es la europeización el islam, sino la islamización de Eu­ropa, como declara Tariq Ramadan, ideólogo islámico afincado en Suiza, o como dicen quienes levantan mezquitas en territorio europeo.


Lo más sensato es desconfiar del falso reformismo. No hay que ser ingenuos, como
esos ilusos conversos españoles que abogan por refor­mar y «purificar» el islam mediante una vuelta al Corán. Porque suscribir la tesis de los coranistas no ofrece ninguna verdadera solución, sino al revés (cfr. Aldeeb 2020). En eso de volver al Corán les llevan la delantera los salafistas, los integristas que sueñan con regresar a los tiempos de los cuatro primeros califas, supuestamente «bien guiados», tiempos de salva­jes guerras civiles y agresiones a otros países de oriente y occidente.


Ante todo, hay que desconfiar del doble lenguaje, habitual en tantas plataformas y actividades que promocionan una cara amable del islam. Lamentablemente, consiguen engañar a muchos desprevenidos o faltos de conocimiento para interpretar bien el significado que tienen las pala­bras en la mentalidad islámica. Unos ejemplos. Cuando por «paz» se en­tien­de solamente la que llega una vez que el islam ha derrotado a los que tiene como enemigos. Cuando se entiende por «justicia» la implan­tación del sistema legal de la saría. Cuando se llama «igualdad» a la pretensión de que las sociedades europeas acepten los usos y cos­tumbres islámicos contrarios a las leyes. Cuando la «solidaridad» solo se puede dar entre mu­sulmanes. Cuando la «santidad» significa la destrucción de todas las demás religiones para que domine el islam. Otro ejemplo concreto: si hablan de «Renacimiento y Unión de España», hemos de saber que lo que entienden por «renacimiento» es la reintroducción del islamismo en la sociedad española, y por «unión», el sometimiento del país bajo la ban­dera de Mahoma, de tal modo que España vuelva a ser Al-Ándalus. Este sibilino trampear con las palabras no es sino el ejercicio de la taquiya, o el disimulo, una virtud recomendada en el Corán. Desde que la ley is­lámica permite la taquiya, uno no puede creer una palabra de lo que dicen.


Mirando al futuro, sería un paso adelante el surgimiento de grupos musulmanes decididamente reformistas, aunque no bastará que lo hagan solo en el plano personal, si no van hasta la raíz del sistema y lo trans­forman. Porque los movimientos de reforma pasan con el tiempo, pero el Corán y los hadices permanecen. No habrá nada digno de perdurar, mientras no se declaren obsoletos, con valor puramente histórico, los pasajes que atentan contra los derechos humanos; mientras no se abro­guen todas las aleyas que colisionan con la conciencia moderna, o que sean indignas de una fe ilustrada y adulta en Dios.


En cualquier hipótesis, para cualquier planteamiento o debate, la condición absolutamente imprescindible radica en adquirir un conoci­miento bien fundado del islam, en palabras más precisas, del sistema islámico y de los componentes míticos, rituales y éticos que lo integran. Es lo que intentamos hacer en este trabajo: avanzar hacia ese conoci­miento, desde una perspectiva histórico-crítica, y con base en un minu­cioso estudio del Corán, de las fuentes clásicas y las investigaciones más convincentes.




Capítulo 2. Los componentes míticos del sistema islámico