El sistema islámico

2. Los componentes míticos del sistema islámico

PEDRO GÓMEZ




- Una visión mitológica del mundo
- La supresión coránica del tiempo histórico
- La división maniquea del mundo propia del islam
- El mito mesiánico-milenarista de la dominación mundial
- El mito del supremacismo árabe y de la religión de Alá
- Los mitemas islámicos y la misión de los profetas
- Los profetas no judíos mencionados en el Corán


Una visión mitológica del mundo


El objeto de examen en estas páginas es la religión islámica, que consi­deramos como un sistema de signos transmisor de ideas. Estas ideas islámicas se articulan sistémicamente en unas estructuras fundamentales: instaura unas constantes teológicas e ideológicas, consistentes en unos pocos axiomas o postulados sagrados últimos, a partir de los cuales se organiza el sistema y se van estructurando todos los temas particulares.


Los temas desarrollados en torno al núcleo de axiomas básicos son muy numerosos. Los más significativos se van a presentar aquí agrupa­dos en torno a las tres formas expresivas típicas de cualquier sistema semiótico religioso: el mito, el rito y la ética. Constituyen las tres moda
­lidades de codificación del mensaje, que se interrelacionan y se refuerzan recíprocamente, observando unas reglas precisas.


En primer lugar, la forma expresiva del mito, característica de todo lenguaje religioso, se presenta como un lenguaje narrativo que propor­ciona una categorización de la realidad. Toda visión del mundo, de la hu­manidad y su historia produce una narración que incorpora un carácter mítico. Este tipo de visión trasciende el conocimiento científico y el sa­ber empírico ordinario. Comporta mensajes en clave, que la sociedad emite para sí misma y para el futuro, basados en la experiencia de la vida. Suponen siempre una interpretación más o menos global, a la luz de los axiomas fundamentales, que a su vez se expresan a través de ella. En las religiones complejas, la codificación mítica no se da como pura mito­lo­gía, sino que mezcla historia y mito de diversos modos. Entonces, se produce una mitificación de la historia y una historización del mito. La cosmovisión mitologizada se formula y transmite mediante mensajes ci­frados en un género narrativo, predominantemente en un lenguaje mí­tico, pero que también puede ser filosófico, o teológico; o bien una varia­ble com­binación de ellos.


En el fondo, todo sistema religioso implica una filosofía, más o me­nos latente en su visión del mundo, en su concepción del tiempo, de la sociedad y del ser humano. Es la filosofía subyacente a su credo, que forzosamente termina estipulada como un dogma para los adeptos.


La palabra dogma significa «creencia», designa una convicción que se comparte como normativa en la comunidad de los creyentes. En este sentido, es evidente que el islamismo es una religión repleta de dogmas, formulados con mayor o menor precisión, tengan o no su fuente explí­cita en el libro sagrado.


Como una primera aproximación, anotamos aquí, de entrada, solo algunos temas genéricos que atraviesan la mitología coránica, de modo que, consciente o inconscientemente, son las ideas que van modelando la interpretación que los musulmanes hacen del mundo y que sirven de inspiración a sus actitudes en la vida.



La supresión coránica del tiempo histórico


En el sistema de ideas islámico, encontramos una concepción del tiempo en la que no cabe una historia de la salvación, ni siquiera propiamente la historia, pues, en el fondo, lo que propone es una negación del tiempo. Afirma que toda la historia anterior está sumida en las tinieblas, la ig­norancia y la per­dición, todo lo acontecido en la era preislámica carece de valor. Por eso, lo único que da sentido al tiempo es su supresión, es decir, sacri­ficarlo a un orden absoluto, donde solo rige la voluntad de Dios/Alá codificada en una Ley inmutable.


Cualquier otra opción sería apartarse del camino recto, trazado desde siempre y para siempre. Las demás religiones se han corrompido, según el Corán, que acusa a la religión judía de «ocultamiento» y a la cristiana de «desviación» respecto a la única verdad revelada por Dios que el islam cree restituir y que, a su vez, no sería más que la religión de Abrahán; más aún, sería la misma que Dios dio ya a los primeros hombres, em­pezando por Adán. Con estos dogmas, el Corán cierra toda posibilidad de progreso histórico y lo sustituye por la fantasía de una presunta re­gre­sión a los orígenes y la postulación de un eterno retorno de lo arcaico.


Según la visión catastrofista del islam, toda la historia de las socie­dades humanas no habría sido más que una sucesión de traiciones a la voluntad de Dios manifestada por medio de sus profetas. Esta maldad requiere una rectificación. Y esto justifica el que Mahoma se presente anunciando la venida escatológica del Mesías, para implantar por la fuerza la sumi­sión que Dios quiere. Pero, tal como sucedieron los he­chos, muy pronto, el papel atribuido primeramente al Mesías se olvidó, y el protagonismo fue transferido al propio Mahoma, al pueblo árabe, a la umma musulmana y al califa. El Corán afirma que tienen la misión de acabar con el Mal e imponer el Bien (la Ley islámica), conquistando a los países infieles y ejerciendo el poder sobre el mundo entero. Así, la do­minación se convierte en un deber y un derecho que Dios/Alá habría otorgado a los musulmanes.


Para el islam, pues, todo el pasado es ignorancia y alejamiento de Dios, por lo que el tiempo histórico carece de sentido. Toda innovación conduce a la perdición. El futuro como novedad está vetado. El único valor, absoluto, radica en la perpetuación totalitaria de la Ley islámica, un sistema jurídico supratemporal e inmutable, que se fundamenta en el Corán, en los dichos de Mahoma y en los decretos de los ulemas medie­vales. Si lo pensamos racionalmente, no parece que este tipo de profecía se dirija a iluminar el porvenir, sino más bien a cegarlo.



La división maniquea del mundo propia del islam


Otro tema que vehicula la mitología islámica y que incide en la visión del mundo normal para la mentalidad musulmana tiene que ver con cierto maniqueísmo. Descubrimos una especie de mecanismo que genera y agu­diza enfrentamientos, para proponer luego su resolución por medio de la violencia. Señalemos unos ejemplos:


La concepción político-religiosa escinde el mundo en dos partes irreconciliables: los países islámicos y los otros, que son objetivo de la guerra.

– La división de la humanidad en musulmanes y no musulmanes, jun­to a la idea de que solo los primeros pueden considerarse sujetos de pleno derecho.

– La desigualdad y jerarquización de la sociedad, refrendada por la religión, que subestima a las mujeres, oprime a los descreídos y degrada a los esclavos.

– La intolerancia y el mandato de ejercer toda clase de beligerancia hasta conquistar el mundo entero para la religión de Alá.

– La mitificación del profeta Mahoma y la descalificación de toda otra profecía.

– La atribución de carácter divino a la literalidad del Corán y el des­crédito final de las demás escrituras sacras.

– La pretensión de universalidad del mensaje y, por otro lado, el so­metimiento exigido a un dogmatismo que absolutiza no solo el Corán, sino la tradición del profeta árabe y las elaboraciones de los teólogos y juristas medievales.


En efecto, los mitos islámicos establecen una división tajante del mundo entre musulmanes y no musulmanes, con consecuencias de largo alcance. De ahí, ese modo de pensar el conjunto de los países, en el plano geográfico, con una perspectiva dualista y antagónica: por una parte, la tierra del islam (Dar al-islam) y, por otra parte, la tierra de la guerra (Dar al-harb). Si, a veces, hacen uso del concepto de tierra de la tregua (Dar al-sulh), está mandado que esto solo debe aplicarse de forma transitoria. Desde ese esquema mental, los musulmanes se atribuyen a sí mismos la misión de agredir a otros países, hasta que el mundo entero se convierta en territorio del islam. Esta misión de conquista, teológicamente funda­da, constituye el proyecto sa­grado de la yihad e inspira toda la estrategia del sistema. En la realidad de lo que sucede, denominan «tierra del islam» a los territorios que ya han arrebatado a otros; y «tierra de la guerra», a los territorios que se proponen conquistar.


Aplicando los principios coránicos de inclusión y exclusión, el is­lamismo solo es capaz de integrar a los musulmanes, que, por otro lado, son incapaces de integrarse en ninguna otra sociedad. La Ley islámica instituye la separación estructural, refrendada por una desigualdad jurí­dica e incluso ontológica, entre musulmanes y no musulmanes, entre creyentes y dimmíes, entre varones y mujeres. Impone la ruptura con el pasado, prohibiendo las costumbres y las culturas no islámicas, des­tru­yendo las peculiaridades y la autonomía de cada pueblo, para some­terlo al Corán y al derecho islámico, sea como conversos, sea como avasa­llados en régimen de dimmitud. Así, donde llega, separa, porque solo concibe unir bajo su propia dominación y consolidando la subordinación de todos los otros, y porque pretende fatuamente que todo empieza y termina con su llegada.


Al categorizar toda la historia de la humanidad anterior al islam co­mo una era de ignorancia y barbarie, la teología islámica dictamina que esa historia carece de cualquier valor. Las civilizaciones precedentes son desvalorizadas y despreciadas, hasta el punto de justificar, sin el menor escrúpulo, la destrucción de los monumentos y las bibliotecas del pasa­do. Así que todo comenzaría con el islam y, como este se cree del todo perfecto, todo terminaría en él. Por esta sinrazón, se niega también a todo tiempo posterior a Mahoma, el último profeta, la posibilidad misma de aportar algo nuevo verdaderamente importante.



El mito mesiánico-milenarista de la dominación mundial


Así, pues, conforme a la visión islámica del mundo, existe un frente de guerra que divide a la humanidad entre fieles e infieles, creyentes y des­creídos: a un lado, los musulmanes y, al otro, los no musulmanes. La misión del pueblo elegido musulmán es luchar contra el enemigo hasta que toda la religión sea de Alá, hasta que toda sociedad sea musulmana, o esté bajo el poder islámico. Solo cuando todo el mundo sea «tierra del islam» dejará de haber trincheras y podrá haber paz.


Los «enemigos de Dios», es decir, quienes rehúsan adherirse a la re­ligión coránica, carecen de todo derecho, con la excepción parcial de los otros monoteístas, que deben aceptar vivir sometidos y pagar un onero­so impuesto, en condiciones humillantes (cfr. Corán 113/9,29).


Pero la enemistad no se proyecta solamente hacia afuera. La historia muestra cómo, dentro del propio pueblo de los creyentes en Mahoma, hubo desde el principio una fuerte tendencia a dividirse y enfrentarse a muerte unas facciones contra otras. Los once primeros califas murieron asesinados. El caso más clásico fue el conflicto desatado por la sucesión de Alí al califato, cuyas consecuencias perduran todavía hoy en la esci­sión entre suníes y chiíes. La confrontación está de plena actualidad en Oriente Medio. Incluso en el seno de cada facción, nunca ha cesado de reactivarse el mecanismo ortodoxo de creación de enfrentamientos: bas­ta calificar al otro como hipócrita, declararlo hereje, blasfemo o apóstata, para creerse legitimado a condenarlo, castigarlo, perseguirlo, combatirlo, so­me­terlo, o aniquilarlo.



El mito del supremacismo árabe y de la religión de Alá


El Corán sustenta la ficción de que la religión islámica es la originaria de la humanidad, de manera que todo humano nacería siendo musulmán en esencia, pero luego sería desviado de su verdadero ser por los ídolos y por las escrituras de la Torá y el Evangelio, las cuales, según Mahoma, están tergiversadas. Esto supuesto, el islamismo se presenta como resti­tución de la verdadera re­ligión, cuyo primer profeta habría sido Abrahán, a quien el Corán, según la traducción al uso, denomina «musulmán» (cfr. Corán 87/2,128-132).


A partir de estas elucubraciones, y jugando con el doble sentido del término musulmán (tanto el de sumiso a Dios al estilo de Abrahán, como el de seguidor de Mahoma que cree en el Corán), se crea la doctrina según la cual solo el musulmán es propiamente un hombre verdadero y, por ende, solo los musulmanes tienen derechos plenos (pues se dicta­mina que quien no reconoce a Dios en versión coránica ha renunciado a su propia esencia y, por ello, ha perdido todo derecho). Así, se va re­pitiendo el mito de un sociocentrismo radical, que pretende justificar la superioridad ontológica, teológica y jurídica del musulmán sobre los no musulmanes. A estos, por cuanto son reputados inferiores, se les niega el ser sujetos de los mismos derechos en el plano económico, político y religioso. Los cristianos y los judíos que se sometan serán reducidos al estatuto de dimmitud, bajo la ley islámica. A los demás, ni siquiera se les reco­nocerá el de­recho a la vida.


Puesto que creen que el islamismo es la única «religión verdadera», asu­men que ellos, el pueblo musulmán, están predestinados por Alá / Dios a la supremacía y la dominación sin restricciones sobre todos los pueblos y países de la tierra. Tal es el objetivo estratégico que el Corán asigna a la yihad. Los versículos que refrendan esto pertenecen al período subsiguiente a la hégira y no admiten otra interpretación. La narración mítica de la irrupción apocalíptica desemboca en las confrontaciones reales en el campo de batalla. Lo trataremos más adelante en el capítulo dedicado a la yihad, pero leamos ahora una muestra:


«Combatid contra ellos hasta que no haya más subversión, y que toda la religión sea de Dios [Alá]. Si se abstienen, Dios ve lo que hacen» (Co­rán 88/8,39).


«Dios no permitirá que los descreídos prevalezcan sobre los creyen­tes» (Corán 92/4,141).


«Es él quien ha enviado a su enviado con la dirección y la religión de la verdad, a fin de que la haga prevalecer sobre toda otra religión. Aunque repugne a los asociadores» (Corán 109/61,9; repetido en 113/9,33).


«Es él quien ha enviado a su enviado con la dirección y la religión de la verdad, a fin de que la haga prevalecer sobre todas las religiones. Dios basta como testigo» (Corán 111/48,28).


«Combatid contra aquellos a los que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el último día, no prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no profesan la religión de la verdad, hasta que paguen el tributo con su mano y en estado de humillación» (Corán 113/9,29).



Los mitemas islámicos y la misión de los profetas


El sistema semiótico islámico, como ya dijimos, se organiza en torno a un núcleo duro de estructuras fundamentales, de axiomas en interacción con numerosos temas, de mayor a menor importancia, interpretados a la luz de aquel núcleo. Los elementos pueden proceder de otra parte, pero se ensamblan en una matriz doctrinal que llegó a autonomizarse. Con respecto a la tradición hebrea y cristiana, el Corán muestra estar a la vez en continuidad y en discontinuidad. Aunque comparten algunos axiomas y temas, estos son remodelados en una mitología distinta y au­torreferente, la islámica, que toma como hilo conductor el profetismo y pretende conducirlo a su fin, tanto en el sentido de culminación como en el de acabamiento. En consecuencia, los profetas integran la galería de los personajes heroicos más nombrados en la narración coránica. Solamente en la capa más reciente del texto, un oscuro profeta sin nom­bre parece alzarse con todo el protagonismo, como el último y único mediador entre Dios y los árabes, o entre Dios y los hombres, en última reescritura.


Tal como ocurren las cosas, para los musulmanes, la fe en Mahoma, que implica la mitificación del personaje y la creencia en lo que él dice comunicar, constituye la premisa necesaria para todo lo demás. Pues, sin fe en él, no habría creyentes, ni ejércitos en la yihad, ni creación del poder sarraceno, ni Corán, ni hadices, ni un nuevo sistema religioso y político.


Pero, en los relatos coránicos, permanecen las gestas de los otros profetas, que no han sido borradas, porque sirven para reforzar nume­rosos temas de la historia mítica, o del mito histórico asumido por el islamismo. Los relatos de los profetas han sido reconducidos en función de la axiomática imagen del majestuoso Señor, creador, revelador y juez del último día, en versión coránica. No obstante, todos estos profetas aparecen despojados de su perfil concreto, que en la mayoría de los casos es bíblico, y enfundados en un esquema y estilo narrativo que llama­ría­mos mahometano.


Así, el Corán refunde los mitos de la Biblia poniéndolos al servicio del islam. Menciona toda una galería de personajes enviados por Dios, homo­logados con el calificativo común de «profetas»: Adán (nombrado 16 veces), Idris [Henoc] (2 veces), Noé (43 veces), Abrahán (70 veces), Lot (27 veces), Ismael (12 veces), Isaac (16 veces), Jacob (16 veces), José (28 veces), Job (4 veces), Moisés (137 veces), Aarón (15 veces), David (16 veces), Salomón (18 veces), Elías (2 veces), Eliseo (2 veces), Jonás (4 veces), Dhul-Kifl [Abdías, o Ezequiel] (2 veces), Zacarías (7 veces), Juan (5 veces), María (34 veces), Jesús (25 veces), Mahoma (4 veces, ninguna fiable).


Los profetas, sobre todo los que dan origen a innovaciones en la religión, tienen como misión ser proveedores de mitos. Todo sistema religioso es un sistema semiótico, en parte mítico, que aporta una inter­pretación de la realidad y favorece la adaptación a ella de la sociedad. Ya sabemos que los signos y las visiones del mundo no modifican direc­tamente la realidad, pero sí orientan y organizan el comportamiento hu­mano en todas sus facetas, cognitivas, emocionales y pragmáticas. Por­que «solo podemos vivir y respirar en el mundo así interpretado» (Theis­sen 2000: 16). Ya hemos dicho que la religión, en cuanto sistema de signos, combina sistemáticamente tres formas expresivas o lenguajes: el mito, el ritual y el ethos.


El pensamiento mítico de los profetas aporta una visión y establece unos valores, en medio de circunstancias adversas y ante la indefinición de lo posible, y normalmente alientan la esperanza de una situación me­jor. El problema es que hay falsos profetas que, como los demagogos, también difunden mitos mesiánicos que arrastran a las gentes y que, al final, resultan destructivos. Pero ocurre algo aún peor, puesto que un mismo relato salvífico puede terminar cambiando de signo en la práctica, cuando sus promotores invocan la verdad y mienten, prometen la li­bertad y oprimen, pregonan la paz y llevan a la guerra. ¿Qué diremos, si tales perversiones no responden a un cambio de signo o un mal giro de los epígonos, sino que las encontramos inscritas en el núcleo original de la mi­tología creada por el profeta fundador?



Los profetas no judíos mencionados en el Corán


Además de los bíblicos, hay otros profetas no judíos a los que el Corán alude como enviados a poblaciones árabes muy antiguas. Haremos aquí solo una breve identificación. El Corán menciona por su nombre a tres de esos profetas y cuen­ta la historia correspondiente. Se refiere a los adi­tas y su profeta Hud, los madianitas y su profeta Suaib, los tamudeos y su profeta Salih. Fueron esas poblaciones o tribus árabes ubicadas al norte de Arabia que estuvieron organizadas políticamente y llegaron a ser poderosas (cfr. Gibson 2017: 190).


El profeta Hud fue enviado al pueblo de Ad (identificado con Edom y con los hicsos). Los aditas se mencionan en 16 capítulos (14 anteriores a la hégira; 2 posteriores); su recuerdo perdió importancia. A Hud lo cita el Corán 7 veces (por ejemplo: 39/7,65-66; 47/26,124; 52/11,53-60). Los especialistas lo identifican con el bíblico Héber (Génesis 10,21-25; 11,14-17), antepasado de Abrahán, de quien habría derivado etimoló­gi­ca­mente el término hebreos.


El profeta Suaib fue enviado al pueblo de Madián. De los madianitas se habla 10 veces, en siete capítulos distintos (5 anteriores a la hégira; 2 posteriores). El nombre de Suaib aparece 11 veces en el Corán (por ejemplo: 39/7,85-92; 47/26,177-185; 52/11,84-94). Se suele identificar con el suegro de Moisés, llamado de diversas maneras en la Biblia: Reuel (Éxodo 2,18), Jetró, sacerdote de Madián (Éxodo 3,1), y Jobab (Jueces 1,16).


El profeta Salih fue enviado al pueblo de Tamud (identificado con Na­batea). Los tamudeos se mencionan en 21 capítulos coránicos (19 anteriores a la hégira; 2 posteriores). A Salih se lo nombra 9 veces en el Corán (de él se trata en 39/7,73-77; 48/27,45-53; 52/11,64-71). La capital del reino de Tamud fue Madain Saleh [la ciudad de Salih], también denominada Al-Hijr (La Roca), en la región nabatea, hoy al norte de Arabia Saudí.

 
Los aditas, los madianitas y los tamudeos eran pueblos árabes, que florecieron en distintas épocas, a los que fueron enviados profetas con anterioridad a Mahoma, según afirma el propio Corán, donde cumplen la función de ejemplos disuasorios para los que no quieran hacer caso al predicador. El paradigma emplea siempre el mismo esquema: Dios envía un profeta, su pueblo no le hace caso y, entonces, sobre aquel pueblo recae un tremendo castigo divino. Una ilustración ejemplar de cómo castiga Dios a quienes no escuchan a los profetas enviados por él. La moraleja queda perfectamente clara para los oyentes: deben temer a Dios y obedecer a su profeta.


El problema surgirá cuando los mensajes emitidos resulten nocivos. Porque, con las profecías, las utopías, las ideologías y los mitos, puede ocurrir como con la expansión infectiva de los virus, que los contagiados no todos padecerán la enfermedad, quizá ni siquiera la mayoría, pero todos serán posibles portadores del virus y transmisores inconscientes de su mor­bilidad.


Los elementos mitológicos giran siempre en torno a grandes perso­najes, cuyas historias se repiten a través de los siglos. Aparte de Mahoma, que proporciona el anclaje histórico del mito islámico y es la clave de bóveda de todo el sistema, es necesario profundizar en el conocimiento de los protagonistas principales de las narraciones recopiladas en las pá­ginas del Corán, a los que la tradición islámica y la doctrina musulmana otorgan la mayor relevancia en los planos histórico, simbólico e ima­ginario: la idea de Dios, las figuras de Abrahán, Moisés, María y Jesús, que serán objeto de análisis monográfico en los capítulos correspondien­tes de este libro, que vienen a continuación.




Capítulo 3. Dios en la teología coránica