El sistema
islámico
3. Dios en la
teología coránica
PEDRO GÓMEZ
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- El concepto islámico de
revelación no es el bíblico
- El Corán describe el carácter
del Dios islámico
- Dios, en el Corán, no es Dios Padre
- Dios, según el Corán, obra,
premia y castiga a su antojo
- Dios sacraliza un orden
social autoritario y patriarcal
- Dios encarga a los
musulmanes la guerra de conquista
- Las acusaciones de
idolatría contra los ‘asociadores’
- La infundada fábula de los
tres monoteísmos
Al abordar un tema tan
intangible, tan misterioso e inefable como el que constituye el objeto
de la
teología, nunca debemos olvidar que un enfoque histórico-crítico y la
aspiración científica en el estudio se centra básicamente en unos
textos, que
están ahí, a los que se aplican métodos de análisis textual,
filológico,
semiótico, exegético etc. En consecuencia, no debemos pensar en ningún
momento
que estamos hablando de Dios como la realidad divina en sí misma, a la
que podríamos
conocer directamente, aunque fuera a través de la óptica adoptada por
los
diferentes puntos de vista, islámico, judío, o cristiano. Tal
pretensión no
pasaría de ser ilusoria. Solamente contamos con los distintos puntos de
vista
elaborados por cada tradición y registrados en sus escrituras. Dios no
es, ni
puede ser, un referente empírico con el que contrastar lo adecuado o
inadecuado
de una descripción, una creencia o una metáfora. Así que, a nuestro
alcance,
únicamente tenemos los relatos e imágenes que describen los textos
correspondientes, a sabiendas de que se trata de textos procedentes
siempre de unos
contextos históricos, humanos, sobre los que retroactúan y producen
indudables
efectos, en virtud de las acciones que llevan a cabo sus seguidores.
Por
otro lado, el investigador
de la religión no tiene por qué ser necesariamente un actor implicado
personalmente
en la creencia estudiada. Como aquel que estudia literatura no tiene
por qué
ser escritor. El que se dedica a la historia del arte no tiene por qué
ser
artista. Subrayo esto porque, a veces, hay gente tan confundida que
cree que
quien analiza temas de religión está poco menos que haciendo
proselitismo.
El concepto
islámico de revelación no es el bíblico
La mayoría de los sistemas
religiosos
presentan sus textos sagrados como fruto de una revelación divina. Pero
no
existe una única manera de explicar qué sea eso de la «revelación». Es
preciso
aclararlo, porque el modo de entender el concepto de revelación divina
será
determinante a la hora de considerar qué significado damos a las
mediaciones en
las que se afirma que está plasmada tal revelación, ya sean textos,
personas,
objetos o acontecimientos.
Conforme
a la dogmática del
islam, los musulmanes creen que el libro del Corán constituye
literalmente la
palabra de Dios descendida a Mahoma, es decir, que Dios es el autor del
libro y
que él lo ha «revelado» palabra por palabra al profeta árabe. Los
musulmanes
creen, pues, que Dios habla en lengua árabe. Pretenden que las aleyas
no serían
palabras humanas e históricas, sino divinas y eternas. El divino texto
coránico
habría sido transmitido de parte de Dios, revelado mediante un dictado
literal
efectuado por un ángel en distintas ocasiones, a lo largo de unos
veinte años.
El ángel y el profeta son meros transmisores. Desde que el califa
Al-Mutawakkil
(hacia 859) declaró el dogma del Corán increado, pocos han cuestionado
esta
creencia.
En el
propio Corán, la idea no
está tan clara. A la luz de una lectura atenta del libro, no podemos
deducir
que sea una obra que tenga por autor a Dios, como si fuera un discurso
que sale
de él en cuanto sujeto hablante. La pretensión de que sea Dios el
sujeto de
toda la narración del Corán es algo que se ve cuestionado internamente
en
muchos de sus versículos. Por ejemplo, cuando, más que hablar Dios en
primera
persona, se habla sobre Dios en tercera persona. Los pronombres
personales
que se utilizan para el sujeto Dios, según los casos, son «yo»,
«nosotros» o «él»,
lo cual denota escasa coherencia. Esto era tan evidente para los
comentadores
musulmanes que, muy temprano, obviaron la dificultad anteponiendo a
muchos
versículos el imperativo «Di» (añadido a principios del siglo IX, en
unos 300
casos). Con ello, se ponía indirectamente en boca de Dios lo que en
realidad
decía Mahoma (cfr. Corán, sura 72). A pesar de todo, este recurso no
remedió
todos los casos, pues sigue habiendo numerosos pasajes en los que,
formalmente,
se habla acerca de Dios en tercera persona, y se entiende que no es
Dios quien
habla, o bien se identifican locuciones pertenecientes a varios
hablantes
distintos. En general, ni siquiera se sabe con certeza cuándo es
Mahoma, o el
profeta innominado el interlocutor. Otro ejemplo: la sura 59 es un
discurso que
menciona reiteradamente a Dios en tercera persona, y que resultaría
absurdo
entenderlo como pronunciado por él.
Por
otro lado, según los
biblistas, los relatos bíblicos de intervenciones divinas, milagros y
apocalipsis no se deben entender al pie de la letra, sino
metafóricamente. Pues
constituyen un género literario específico, que implica una
interpretación
humana y una redacción con palabras humanas. Así lo reconoce
unánimemente la
exégesis moderna y la teología ilustrada.
En
cuanto a los Evangelios, por
contraste, no comportan la pretensión de ser «palabra divina» tal
cual, sino
que siempre se han atribuido a un autor humano. En las pocas ocasiones
en que
el relato hace intervenir una «voz» del cielo, por ejemplo, diciendo
«Este es
mi hijo, escuchadlo», no cabe duda de que el enunciado posee un sentido
simbólico, no literal, y está expresado con un lenguaje mítico, con
palabras
humanas. Los autores de los textos evangélicos son personas con sus
nombres
propios, como Marcos, Mateo, Lucas y Juan, que han compuesto su texto.
Por
mucho que la iglesia los considere inspirados por Dios de alguna
manera, el
concepto está muy lejos de la noción islámica de «revelación» literal.
En todo
caso, sea cual sea el
modo de apelar a Dios al hablar de revelación, habrá que tener en
cuenta que
tal consideración es siempre y necesariamente el postulado de una
comunidad
creyente. Lo cual implica tanto el determinar qué contenido se tiene
por «revelado»,
como optar, de forma tácita o expresa, por un significado del vocablo
«revelación».
Los motivos que conducen a estas convicciones, tanto antaño como hoy,
por su
propia naturaleza, nunca pueden aportar una demostración apodíctica.
El historiador
podrá constatar el hecho de que se habla de revelación, pero nunca
podrá
contrastar históricamente la veracidad de sus contenidos.
Cuando
el Corán menciona a «Dios»
o la «voluntad de Dios», nunca cabe esperar evidencia alguna de su
procedencia
divina. Los preceptos coránicos, la Ley islámica, la yihad o el velo
femenino
son realidades sociales, pero decir que son lo que Dios manda no pasa
de ser
una postulación indemostrable, una verdad de índole subjetiva que se
admite
sin pruebas, una afirmación gratuita que cualquiera puede rechazar sin
necesidad
de esgrimir un solo argumento en contra. Esto no quiere decir que los
humanos no
estemos constantemente arguyendo sobre la base de ese tipo de mitos y
postulados últimos; lo que importa es caer en la cuenta de que no se
trata de
un discurso demostrable, ni científico.
Por
consiguiente, desde el
punto de vista del análisis, la pretensión de que un texto sea revelado
constituye un dato irrelevante. No digo que no se le deba dar
importancia, sino
que, para el estudio, carece absolutamente de significación. Pertenece
al
ámbito de la fe o la teología, no al de las ciencias del hombre. Para
estas,
solo hay dichos humanos sobre Dios, ideas humanas, significados míticos
o
metáforas, recogidos a veces en libros que los adeptos consideran
sagrados.
¿De qué
hablamos, cuando
hablamos de Dios? Hablamos de ideas acerca de Dios, codificadas en
lenguajes
culturales de signos. Nos referimos a signos de distinto tipo,
narrativos,
litúrgicos y axiológicos, que confieren sentido a la vida de una
comunidad, en
coherencia con unos postulados sagrados últimos, que suelen ser
categorizados
como divinos.
El Corán describe el
carácter del Dios islámico
Es evidente que la creencia
monoteísta en la unidad y
unicidad de Dios la
adopta Mahoma de la tradición hebrea. Esto lo confirma el Corán mismo,
con las
referencias que hace al libro de Moisés y a numerosos personajes y
profetas
bíblicos, así como con las incontables alusiones y adaptaciones de
pasajes de
la literatura judía y cristiana.
No
existe ningún libro sagrado
árabe anterior, que pudiera ser una fuente independiente. Las
referencias
alusivas a la «religión de Abrahán» (Corán 92/4,125), en cuanto
postulación de
una religión anterior, son tardías y no pasan de ser fantasiosas, un
vano
intento de crear una genealogía alternativa para el islam, que no
derivara del
judaísmo.
Pero
tomemos como punto de
partida el texto del Corán tal como está disponible. Al realizar
búsquedas en
el libro sagrado del islam, encontramos algunos datos muy
significativos acerca
del lugar que ocupa allí la mención de Dios, y la caracterización con
la que
es descrita la imagen islámica de Dios, muy diferente de la del
cristianismo.
Los siguientes términos o expresiones aparecen:
–
«Dios»: 3.100 veces.
–
«Señor»: 1.000 veces.
–
«Padre» referido a Dios: nunca
(en el Nuevo testamento, 266 veces).
– «No
hay más dios que Dios»:
34 veces.
La
mención de la divinidad
resulta, en el Corán, absolutamente abrumadora, obsesiva, casi
desesperada, en
vista de esa necesidad compulsiva de nombrarlo sin cesar. Por ejemplo,
solo en
el capítulo 3, de doscientos versículos, la palabra «dios» aparece 211
veces.
Ahora bien, ¿qué idea se hacen de Dios los que predican sobre él, o los
que
oyen la predicación? El contexto era la realidad geopolítica de la
primera
mitad del siglo VII, una región por la que pululaban iglesias, sectas,
monasterios
y sinagogas. Eran conocidas las escrituras judías y cristianas, la
Biblia, los Evangelios,
el Talmud, libros extracanónicos, homilías e himnos siríacos. Y los
que
redactaron el Corán dejaron constancia de ello. No obstante, aquí nos
interesa
el resultado del sincretismo islámico, compendiado en el Corán
(89/3,64).
Dar cuenta al detalle de su concepción de Dios requeriría desmenuzar
el libro
entero, cosa harto desmedida. Por tanto, me limitaré a filtrar una
serie de
atributos sobresalientes y actuaciones sintomáticas, que puedan
desvelarnos los
rasgos de carácter del Dios coránico, siempre a sabiendas de que solo
se trata
de una aproximación.
Hay un
sucinto estudio de Asma
Hilali acerca de la imagen de Dios, un tema, según ella, vinculado al
principio
de unicidad que funda la teología y el dogma islámico, que fue motivo
de
divergencias entre las diferentes escuelas teológicas en los tres
primeros
siglos del islam. La autora investiga tres aspectos fundamentales: la
imagen de
Dios y los modos de argumentar sobre ella; la dimensión política del
debate teológico
en torno a la imagen de Dios; y el uso de los textos en el acto de
lectura y comprensión
de la imagen de Dios. En todos los aspectos, entran en acción unos
mecanismos
de representación que implican una hermenéutica textual (cfr. Hilali
2012:
140).
«Creer
y obedecer a Alá fundan
el principio de la unicidad en el islam. (…) En el Corán, transmitido a
partir
del primer siglo del islam (632 d. C.), se anuncia claramente que el
Corán va a
trastornar literalmente las creencias de los entornos religiosos
preexistentes.
Además, se menciona con frecuencia que el asociacionismo (širk)
es un
enemigo del Dios del islam. Varios versículos coránicos anuncian la
imposibilidad de representar a Dios bajo forma humana y evitan la
tendencia
antropomórfica. Se dice en el Corán que ‘Nada es semejante a él’
(42,11), y que
‘Las miradas no pueden alcanzarlo’ (6,103). Sin embargo, ciertos
pasajes evocan
atributos humanos corporales» (Hilali 2012: 141).
En
efecto, hallamos que se
describe la imagen de Dios y de sus actos en términos mundanos y
netamente
humanos:
«Vuestro
Señor es Dios, que
creó los cielos y la tierra en seis días. Después se sentó en el trono»
(Corán
39/7,54).
«No han
medido a Dios en su
verdadera medida, mientras que la tierra entera estará en su puño y los
cielos
serán plegados por su mano derecha» (Corán 59/39,67).
«Allá donde os
volváis está el rostro de Dios»
(Corán 87/2,115).
«La gracia está en
la mano de Dios y la da a
quien él quiere» (Corán 89/3,73).
Por no
hablar de otros rasgos
demasiado humanos, que nos muestran un Dios movido por exaltadas
emociones de
alegría, ira, celos, dudas o sed de venganza. Es una imagen
paradójica, que
condujo a interpretaciones contrapuestas de los versículos coránicos.
Unos
comentadores tienden a valorar positivamente el antropomorfismo. Otros
optan
por un radical trascendentalismo de la divinidad.
En la
teología islámica, no
obstante, esa misma absoluta trascendencia atribuida a Dios
(con una
función de legitimación incuestionable) corre el riesgo de convertirse,
de
hecho, en su contraria, en una inmanencia igualmente absoluta,
manifiesta en forma de palabra coránica y de Ley islámica, consideradas
estrictamente como coeternas con Dios y descendidas a este mundo. Esta
paradoja se consuma en la práctica, donde realmente la Ley ocupa el
lugar de
Dios, por cuanto la Ley manda como Dios y, más aún, aparece como el
único Dios
alcanzable para los creyentes, privados de todo acceso directo a él. En
puridad, esa visión de la ley como inmutable y procedente de fuera
conlleva un
perfil de opresión tal que coarta la posibilidad de fundamentar una
sociedad de
personas libres. Si algún día decidieran aspirar a la libertad, los
musulmanes
tendrían que reconocer que tantos preceptos con los que creen estar
obedeciendo
a Dios, solo forman parte de una ley humana, de carácter histórico,
relativo,
cuestionable y perfectible.
Dios, en
el Corán, no
es Dios Padre
Cuando examinamos los capítulos
del Corán, descubrimos
numerosos atributos,
epítetos o calificativos concernientes a cómo se entiende que es Dios.
A
continuación, vamos a recopilar una apretada estadística, en la que se
indica
entre paréntesis el número de veces de cada incidencia.
Ante
todo, Dios es el creador universal.
El sustantivo «creador» aparece 18 veces, casi todas antes de la
hégira. Pero
la mención de la creación de «los cielos y la tierra», con variantes
en la
frase, se repite unas 160 veces (100 antes y 60 después de la hégira).
A
diferencia de la noción bíblica del creador que crea por amor, en el
Corán la
evocación es siempre para recalcar y extremar su soberanía como dueño
absoluto. Él ha creado como muestra de su poder (30 veces), todo le
pertenece
en los cielos y la tierra (27 veces), suyo es el reino o la soberanía
de
cielos y tierra (20 veces), solo él conoce el secreto de los cielos y
la
tierra (20 veces), él sustenta el orden natural en los cielos y la
tierra (18
veces), es el amo o señor de cielos y tierra (15 veces), lo que está en
los
cielos y la tierra alaba su grandeza (15 veces), en cielos y tierra
hay signos
(6 veces) para los humanos, sus siervos, a los que pedirá cuentas el
último
día.
«Todos
los que están en el
cielo y en la tierra van ante el clemente como siervos» (Corán
44/19,93).
«De
Dios es el reino de los
cielos y de la tierra, y lo que hay entre ellos» (Corán 112/5,18).
El Dios
del Corán recibe una
gran variedad de atributos, mediante los cuales se describe su
personalidad:
Dios es conocedor de todo (94 veces), perdonador (59 veces),
misericordioso
(57), sabio (43), todo lo ve (40), todopoderoso (31), informado de todo
(29),
orgulloso (27), todo lo oye (24), independiente (15), fuerte en el
castigo
(14), verídico en su promesa (13), indulgente (12), laudable (10),
compasivo
con los que lo sirven (10), uno solo (10), el mejor (9), dispensador
del
favor a los creyentes (9), magnánimo (9), inmenso (8), retribuidor
(8),
rápido en ajustar cuentas (7), aliado de los creyentes (7), el fuerte
(7), el
grande (6), el altísimo (5), el persistente (5), el garante (4), el
señor (4),
la verdad (4), el vengador (4), el creador de todo (3), el mejor
conspirador
(3), socorredor (2), guardián (2), la dirección (2), la luz de cielos
y tierra
(1), el enemigo de los no creyentes (1), el firme (1), el vencedor (1).
Si
discriminamos entre los
períodos antehegírico y poshegírico, observaremos los cambios
producidos
después de la hégira:
–
Desaparece el calificativo «garante»
de los profetas, así como la afirmación «su promesa es verdadera».
– Llama
la atención el
incremento en gran proporción de los siguientes calificativos: todo lo
conoce
(de 9 veces a 85), misericordioso (de 4 a 53 veces), perdonador (de 7 a
52),
sabio (de 2 a 41), todo lo ve (de 5 a 35), todopoderoso (de 5 a 26),
todo lo
oye (de 2 a 22), informado de todo (de 5 a 24), orgulloso (de 4 a 23),
fuerte
(de 1 a 6), aliado de los creyentes (de 1 a 6) y rápido en ajustar
cuentas (de
2 a 5).
– Al
mismo tiempo, se
introducen nuevas expresiones, que solo constan en los capítulos
llamados
mediníes: enemigo de los no creyentes (1), inmenso (8), magnánimo (9),
dispensador del favor a los creyentes (9), compasivo con los que lo
sirven
(10), indulgente (12) y fuerte en el castigo (14).
En esta
evolución, no se da una
ruptura radical, pero sí se produce una transformación de la idea del
Dios
coránico, en consonancia con las circunstancias existentes tras la
hégira, es
decir, con la necesidad de incorporar creyentes o, en palabras más
claras,
reclutar tropas para la yihad, sea mediante la seducción o el
amedrentamiento,
la promesa de favores o la amenaza del castigo.
La
descripción del ser divino concita cuantos atributos excelsos se han
acuñado
para el poder soberano imperial. Porque la
expresión «él es Dios» viene complementada explicitando que es:
el único, no hay más dios que él, en los cielos y la tierra, el señor,
el rey,
el santo, el creador, el inventor, el formador, el subyugador (Corán
59/39,4).
Aunque él ordena a los creyentes que obren con justicia, que juzguen
con
justicia y que sean justos (Corán 70/16,90; 112/5,8), nunca se dice que
Dios es
justo, ni tampoco se menciona la justicia de Dios.
El
credo islámico está tomado
básicamente de la religión de Moisés y la tradición judía: hay un único
Dios,
omnipotente, creador del cielo y la tierra, que se ha revelado a Moisés
en el
monte Sinaí. Reitera que Dios dio a Moisés su Ley para regir a su
pueblo y que,
en ella, según el Corán, está la buena dirección. Narra que Dios
interviene en
la historia de los distintos pueblos suscitando en ellos a sus
enviados,
ungidos y profetas, para liberar y castigar. Está claro que Mahoma se
formó en
el marco de la fe monoteísta judía, y transmitió sus escrituras a los
árabes.
Entre ellos instauró la Ley mosaica, adaptada, junto con una versión
radical
del mesianismo apocalíptico nazareno. No encontramos ahí ningún
elemento
nuevo, excepto cierto expresionismo intensificado en la descripción de
los
castigos infernales y los placeres del paraíso. El esquema básico es
simple y,
una vez producida la apropiación del judaísmo, se desplegaría
fractalmente a
lo largo de la historia.
Pero el
punto de partida no garantiza la fidelidad a la tradición, ni la
continuidad
de un mismo monoteísmo. El Dios coránico descrito en las suras no debe
entenderse como si fuera un Dios indiferenciado, válido para
cualquier
religión, ni siquiera para el judaísmo y el cristianismo. Como hemos
señalado,
sus rasgos de carácter y sus actuaciones presentan un perfil singular.
El Dios
islámico creó el universo, para ejercer un poder como amo absoluto y
omnímodo,
desde una trascendencia impasible. No se implica con su creación.
La
ruptura teológica del Dios
islámico con respecto al bíblico viene marcada por dos diferencias
específicas.
La primera es que no cabe analogía alguna entre lo divino y lo humano.
Queda
muy claro cuando el Corán, al hacerse eco de la creación del hombre del
Génesis
y decir que «Él ha creado al macho y la hembra» (Corán 9/92,3), calla y
oblitera completamente la afirmación bíblica de que los creó «a su
imagen y
semejanza» (Génesis 1, 26-27).
La
segunda diferencia estriba
en que el Dios islámico rechaza cualquier metáfora de relación
familiar con la
humanidad. No admite ninguna intimidad como la expresada con la idea
poética
de un amor conyugal, como se describe a veces la relación de Yahveh
con el
pueblo hebreo. Pero, sobre todo, al islam le repugna cualquier
implicación de
paternidad con respecto a los humanos. La teología coránica sostiene
tajantemente que no se puede considerar a Dios como Padre. No admite
que haya
Hijo de Dios, ni hijos de Dios.
«Porque
no está bien que el
clemente tome un hijo» (Corán 44/ 19,92).
«Los
judíos y los nazarenos
dijeron: ‘Nosotros somos los hijos de Dios y sus predilectos’. Di:
‘¿Por qué
entonces os castiga por vuestras faltas?’ Más bien sois humanos entre
los que
él ha creado» (Corán 112/5,18).
«Los
judíos dijeron: ‘Esdras es
hijo de Dios’. Y los cristianos dijeron: ‘El Mesías es hijo de Dios’.
(…) Que
Dios combata contra ellos» (Corán 113/9,30).
El Dios
islámico es concebido
como un amo que solo reconoce esclavos que lo teman y obedezcan. En
definitiva,
el Dios islámico se yergue como el enemigo declarado del Dios Padre
cristiano, a quien teológicamente busca arrebatarle el trono.
Como
reflexionaba un musulmán marroquí
que se hizo cristiano hace un tiempo, existe un gran contraste entre
en la
imagen de Dios del islamismo y la que encontramos en el cristianismo.
Lo
expresaba así con sus propias palabras:
«La
base del cristianismo es el amor de
Dios. Dios ha creado al hombre a su imagen. Quiere ayudarlo a vencer
el mal, a
salvarse, porque Él lo ama de modo indescriptible. Por eso a los
cristianos les
incumbe difundir el mensaje del amor, tanto de palabra como por la
acción, en
el mundo entero. En cuanto al islam, parte de una idea de que un dios,
llamado
Alá, es el gobernador absoluto. No ha creado a los seres humanos más
que para
adorarlo. Por esta razón, deben obedecer lo que Él ordena y evitar lo
que
prohíbe, con la intención de otorgarles el poder de gobernar la tierra,
de
imponer, se quiera o no, su religión, de combatir a las otras
religiones, a fin
de evitar la sedición» (Rachid 2017).
La
cercanía de Dios nunca se entiende
como una relación personal directa, sino que es sustituida por el
sometimiento
al profeta, al libro y sus prescripciones de todo orden. No hay que
dejarse
confundir por una aleya, muy citada, que expresa la cercanía con una
metáfora
enormemente gráfica: «Hemos creado al hombre, y sabemos lo que su
alma le
susurra. Estamos más cerca de él que su vena yugular» (Corán 34/50,
16). Una expresión
como esta resulta, más bien, inquietante. Primero, no es que el hombre
pueda
acercarse al creador, sino solo al revés. Y luego, ¿qué es lo que evoca
esa
imagen?, ¿qué se suele acercar a la yugular? En la práctica cotidiana,
el
cuchillo del matarife, que la secciona. Y en el fragor de la batalla,
la daga o
el sable del enemigo…
En
última instancia, se impone
la conclusión de que el islam no es una religión bíblica. Llevó
a cabo
un saqueo cultural de la Biblia, para luego rechazarla. Durante un
tiempo, el
mahometismo primitivo sostuvo que solo venía a confirmar lo que habían
transmitido los profetas anteriores, los libros de Moisés y de Jesús,
pero,
posteriormente, acusó a los judíos y los cristianos de haber
falsificado sus
escrituras. Al final del recorrido, la ruptura fue completa y el islam
no
reconoce ningún otro libro más que el Corán. Es todo lo contrario de
los
cristianos, que conservan como propia la Biblia hebrea.
Desde
un punto de vista
pragmático e histórico, los conceptos configuran lo que acaba siendo
la
realidad de las cosas. En este sentido, la concepción coránica de Dios
codifica
el programa de una civilización anclada en una época oscura. El nombre
de Alá
no es el del Dios de cualquier fe. Opera como clave de un proyecto de
Estado
teocrático, en forma de dictadura política de una ley totalitaria, que
sacraliza la violencia y el terror contra toda oposición. Está asociado
a un
proyecto mesiánico militar, de conquista y dominación mundial violenta.
Su ethos
manda odiar al enemigo, perseguir al disidente y matar al descreído. Y
no se
puede decir que no sea lo que siempre han llevado a cabo sus más
fieles,
invocando el nombre de su Dios. Para ello, como trasunto de Alá en este
mundo,
Mahoma constituye, sin duda, un buen modelo.
El
encabezamiento de las suras
incluye, aunque no pertenezca al texto, la jaculatoria «En el nombre de
Dios,
el clemente, el misericordioso». La sura 55, se titula precisamente
«El
clemente» y, en su primera parte, exalta los beneficios de la creación
que Dios
ha puesto a disposición del hombre. Pero, en seguida, agrega que todo
ello
desaparecerá y solamente persistirá el majestuoso y temible «rostro de
Dios»
(Corán 97/55,26-27; también en 49/28,88). La misericordia del Dios
coránico
tiene límites: es únicamente para los que se someten y obedecen. Esta
es la
razón por la que se justificará odiar a los que no son musulmanes. La
descripción que se hace del paraíso y del infierno, preparados por el
mismo
creador, sugiere una amenaza para todos más que una actitud de perdón.
Si
comparamos, ahí se ha borrado la redención por la cruz del Mesías. No
hay
certeza alguna de salvarse para los humanos: solo una vida errante
sobre la
tierra, bajo el rostro vigilante del amo, en un sistema de esclavitud
sin amor
y sin esperanza (cfr. Qadr 2019: 311). El narrador de la sura, o quizá
Dios/Alá,
repite nada menos que treinta y una veces (en un conjunto de 78
versículos), de
modo desafiante: «¿Cuál de los beneficios de vuestro Señor negaréis?»
(Corán
97/55,13 etc.). Como si pretendiera tapar la boca a cualquier réplica
por
parte de los hombres o de los genios.
Dado el
carácter tan polémico
que ostenta, sería defendible la tesis de que el Corán, más que una
teología
como tal en sentido acostumbrado, desarrolla lo que podríamos
denominar una teomaquia,
cuyo significado sería el de una guerra sin cuartel en la que blande
la idea
de Dios islámica contra la idea de Dios cristiana.
Dios,
según el Corán, obra, premia y castiga a su antojo
Más allá de lo que se dice acerca
de cómo es,
en el Corán leemos cómo obra Dios: lo que dice, lo que hace, lo que
manda; lo
que dijo, hizo o mandó en otros tiempos; lo que hará en un futuro
escatológico.
Aunque seguramente la diferencia entre lo que uno es y lo que uno hace
parece
más gramatical que real, vamos a examinar ahora por separado lo que el
Corán
presenta como el obrar de Dios.
La
expresión «Dios hace» no
cuenta con muchas incidencias: él es el creador y, respecto a la
naturaleza,
hace caer la noche y venir el día y salir el sol, soplar los vientos y
volar
las nubes, hace descender agua del cielo y renacer la tierra que da
frutos. Respecto
a los humanos, envía mensajes a sus siervos, hace temer a sus
creaturas, les
manda desgracias, hace revivir a los muertos, hace entrar en los
jardines a
los que salva. Pero, por encima de todo, lo que destaca es su soberana
e irrestricta
voluntad: concede su favor a quien él desea (Corán 94/57,29; 110/
62,4). No
está sujeto a ningún compromiso con el mundo, ni con la humanidad, ni
se debe
buscar en él una racionalidad, porque taxativamente:
«Dios
hace lo que él desea»
(Corán 72/14,27; 89/3,40; 103/22,18).
«Dios
hace lo que él quiere»
(Corán 87/2,253; 103/22,14).
Ahí,
Dios es pura voluntad, por
encima de cualquier razón o logos. Hasta el punto de que, si lo
desea,
puede suprimir unas aleyas reveladas (Corán 96/13,39). O incluso
podría, si
quisiera, destruir al Mesías y a su madre, y a todos los que están en
la tierra
(Corán 112/5,17). Sin duda, Dios es perdonador, pero nadie tiene
garantía de su
perdón y de nada servirá implorar perdón:
«Dios
perdona a quien él quiere
y castiga a quien él quiere» (Corán 87/2,284. Repetido en 89/3,129;
111/48,14;
112/5,18; 112/5,40).
«Que
pidas perdón por ellos, o
que no pidas perdón por ellos da igual. Aunque pidas perdón por ellos
setenta
veces, Dios no los perdonará jamás» (Corán 113/9,80; también 104/63,6;
113/9,84).
Desde
el punto de vista
islámico, se supone que es voluntad de Dios todo lo que el libro del
Corán
recopila. Pero la expresión «Dios quiere», referida a algo concreto, no
se
prodiga mucho en las páginas del Corán. La primera aparición es para
afirmar
que a quien quiere dirigir le abre la mente y a quien quiere extraviar
se la
cierra (Corán 55/6,125). Las restantes pertenecen al período posterior
a la
hégira. Dios quiere ponérselo fácil a sus servidores (Corán 60/40,31;
87/2,185). Les impone las antiguas leyes de los judíos. Y su voluntad
es
incondicional e inapelable.
«Dios
quiere manifestaros e
indicaros las leyes de los de antes de vosotros, y volver a vosotros»
(Corán
92/4,26).
«Cuando
Dios quiere el mal para
unas gentes, nada puede detenerlo. No tienen, fuera de él, ningún
aliado»
(Corán 96/13,11).
«Cuando
Dios quiere probar a
alguien, tú no podrás hacer nada por él contra Dios» (Corán 112/5,41).
«Sabe
que Dios quiere
afligirlos por una parte de sus faltas. Muchos humanos son perversos»
(Corán
112/5,49).
«Dios
quiere castigarlos con
eso y que sus almas perezcan siendo no creyentes» (Corán 113/9,55; lo
mismo en
113/9,85).
En
términos muy generales, la
voluntad soberana de Dios encuentra su cauce a través de todo el
sistema de
mandatos de su Ley. A partir de ahí, sin que su arbitrio absoluto quede
comprometido, la función divina por antonomasia estriba en juzgar y
retribuir
mediante premios y castigos. En el texto, cuantitativamente, la
balanza se
inclina hacia el castigo:
– Se
dice que Dios premia con
el «paraíso» (139 veces), con la victoria y con el «botín» (10 veces,
todas
poshegíricas).
– Se
dice que Dios «castiga»
(415 veces). De ellas, con un «castigo doloroso» (62 veces); con un
«castigo
terrible» (12 veces); con el «infierno» o la gehena (121 veces); con
el «fuego»
(182 veces, de las que 26 concreta el «fuego de la gehena»).
Sin
entrar ahora en el tema,
dejamos constancia solamente de que, en el orden social coránico, el
castigo se
anticipa y se traduce en un durísimo régimen de penas corporales. Pero,
prosigamos nuestras búsquedas a través del texto coránico con mayor
detenimiento, a fin de continuar desvelando los rasgos de carácter del
Dios
islámico.
Dios
sacraliza un
orden social autoritario y patriarcal
El Dios de Mahoma, Alá, parece
resultar de
una combinación del mesianismo de Yahveh, el dualismo de Ahúra Mazda y
la sed
de sangre de Moloc. Como las teologías apocalípticas zelotas y las
futuras
teologías de la revolución, exige sacrificios humanos hasta acabar con
toda
disidencia. Lamentablemente,
siempre media un abismo
insalvable entre lo que los insurrectos creen que hacen y lo
que hacen en
realidad.
El
sistema islámico, nacido en
medio de guerras feroces, fue instaurando un orden social sacralizado,
que se
expandió y sobrevivió generando violencia permanente. Los capítulos
poshegíricos, con sus disposiciones respecto a la organización social,
política, económica y religiosa, establecieron la trama básica sobre la
que,
más adelante, se desarrollaría el derecho islámico. Su fundamento,
según la
mentalidad islámica, reside no en unos principios jurídicos, sino única
y
exclusivamente en la voluntad divina revelada y codificada.
Es
imposible concebir un orden
social y legal diferente, una vez que se ha creído que está basado en
la Ley
dada por Dios, lo que implica que ya es y solo puede ser perfecta e
inobjetable. En este contexto, ¿quién pedirá cuentas a Dios? Sería una
blasfemia
punible.
Dios jura por
las obras de su creación
Encontramos
un rasgo extraño de
la imagen coránica de Dios en el hecho de
que, al principio de varias suras, se lo presenta profiriendo
juramentos por
diversos fenómenos de la creación, o por elementos sacrosantos de la
tradición
judía. Debe resultar tan raro que ciertos traductores (por ejemplo,
Muhammad
Asad 2001) tratan de disimularlo anteponiendo «considera» a la frase
exclamativa, mientras que otros (como Raúl González 2006) optan por
insertar «juro»
por delante del juramento. Leámoslos en orden cronológico, y sin
olvidar que es
Dios quien se supone que habla:
«¡Por
la noche cuando cubre! ¡Por el día cuando se manifiesta! ¡Por lo que ha
creado,
el macho y la hembra!» (Corán 9/92,1-3).
«¡Por
el tiempo!» (Corán 13/103,1).
«¡Por
el astro, cuando declina!» (Corán 23/53,1).
«¡Por
el sol y su plenitud! ¡Por la luna cuando lo sigue! ¡Por el día cuando
lo
manifiesta! ¡Por la noche cuando lo cubre! ¡Por el cielo y quien lo
edificó!
¡Por la tierra y quien la aplanó! ¡Por el alma y quien la formó!»
(Corán
26/91,1-7).
«¡Por
las higueras y los olivos! ¡Por el monte Sinaí! ¡Por esta comarca
segura!»
(Corán 28/95,1-3).
«¡Por
el pacto de los curaisíes!» (Corán 29/106,1).
«¡Por
el monte! ¡Por un Libro escrito en pergamino desenrollado! ¡Por el
templo
visitado! ¡Por la bóveda elevada! ¡Por el mar embravecido! El castigo
de tu
Señor caerá» (Corán 76/52,1-7).
Estos
sonoros juramentos puestos en boca de Dios, en el Corán, curiosamente
siempre
en capítulos catalogados como del primer período de la predicación en
La Meca,
tal vez sirvieran como invocaciones mágicas para infundir el temor de
Dios.
Pero no tienen mucho sentido, pues parece absurdo que Dios jure por su
creación, evidentemente inferior a él. Según algunos investigadores,
quizá
reflejen una fórmula de juramento o conjuro procedente de tradiciones
preislámicas, desde luego poco congruentes con el monoteísmo (cfr.
Qadr 2019:
347). Quizá se trate de textos anteriores adaptados para la comunidad
de
Mahoma. Y, por lo demás, la interpretación se simplifica si admitimos
que el sujeto
hablante es Mahoma, o cualquier otro, y no Dios.
Para
el lector occidental, tales juramentos no solo resultan chocantes,
sino que
presentan un fuerte contraste con el Evangelio, cuando este pone en
boca de
Jesús: «No juréis de ninguna manera: ni por el cielo, porque sea el
trono de
Dios; ni por la tierra, porque sea el escabel de sus pies; ni por
Jerusalén,
porque sea la ciudad del gran Rey. No jures tampoco por tu cabeza… Que
vuestro
sí sea un sí, y vuestro no un no» (Mateo 5,34-37). Y un último detalle
sumamente
revelador: si se pretende que las palabras de la sura 95 se
pronunciaron en La
Meca, ¿dónde estaba situada esa feraz comarca de La Meca que se dice
rodeada de
higueras y olivos, por los que se jura? La que conocemos es un desierto.
Dios exige
temor, sumisión y obediencia al
poder
Lo que reclama el
Dios islámico es que crean
en él y en su enviado, y que
los creyentes se integren en el nuevo orden. A los creyentes les pide
fundamentalmente que teman y que obedezcan los mandatos del profeta.
En
sintomático que Mahoma nunca predique el amor a Dios, que solo lo
mencione en
una aleya, absolutamente excepcional, y es para reconducirlo a que lo
sigan a
él:
«Si
amáis a Dios, seguidme.
Dios os amará y os perdonará vuestras faltas» (Corán 89/3,31).
En
cambio, a todo lo largo de
los capítulos, se apremia constantemente al temor y la obediencia
ciega, a la
sumisión de las creaturas respecto a su creador y a su profeta.
–
La exhortación al «temor» a
Dios se repite 350 veces.
–
El término obediencia y
derivados lo hallamos 122 veces.
La
locución imperativa «temed a Dios» aparece 55 veces en el Corán (11 en
suras
anteriores a la hégira, y aumenta hasta 44 en suras posteriores). En
seguida,
se establece un nexo entre el temor a Dios y la obediencia a su
enviado, que
articula la referencia al plano mítico con el plano fáctico donde el
poder
político instaura las normas del orden social.
«Temed
a Dios y obedecedme» (Corán 89/3,50).
«Temed
a Dios como debe ser temido, hasta que muráis como sumisos» (Corán
89/3,102).
«Cuando
Dios y su enviado han decidido sobre un asunto, ni el creyente ni la
creyente
tienen opción en ese asunto. Quien desobedece a Dios y a su enviado
está
extraviado con un extravío manifiesto» (Corán 90/33,36).
Al
final de este desarrollo, se consuma una especie de asociación total
entre
Dios y su enviado, de modo que conjuntamente anuncian su palabra (Corán
113/9,3), prohíben (113/9,29), dan su favor (113/9,59), juzgan las
obras
(113/9,94) y castigan. El enviado se describe tan completamente
identificado
con Dios que, en la actuación, resulta imposible distinguirlos.
Se
repite una y otra vez el llamamiento a obedecer a Dios y a su enviado,
que en
la práctica se reduce a obedecer a Mahoma, y así de claro se dice.
Siempre en
la época de la organización subsiguiente a la hégira:
«Obedeced
a Dios y a su enviado» (Corán 88/8,1; 88/8,20; 88/8,46; 89/3,32;
89/3,132;
90/33,33; 95/47,33; 102/24,54; 105/58,13; 106/ 49,14; 108/64,12;
112/5,92).
«Obedeced
a Dios, obedeced al enviado y a aquellos entre vosotros que tienen
autoridad»
(Corán 92/4,59).
«Quien
obedece al enviado, ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80).
Parece
como si uno hubiera reemplazado al otro, o se hubiera fusionado con él
hasta
hacer indiscernible el uno del otro. Por esta vía, en el mismo Corán,
se ha ido
avanzando hacia una especie de divinización del profeta. De tal manera
que,
cuando los creyentes acuden para comprometerse a acatar las normas,
tienen la
obligación de prestar juramento de lealtad a Mahoma (Corán 91/60,12).
En
consecuencia, ante tales exigencias de sumisión y obediencia, queda muy
poco
espacio para la libertad humana, y ninguno para la libertad religiosa.
No hay
clemencia para el no creyente. Ni siquiera es lícito pedir perdón por
familiares
y allegados, si no creen. Todo disidente se expone al exterminio. Uno
podría
imaginar fácilmente que un Dios con el carácter descrito en el Corán
jamás
aguardaría el regreso del hijo pródigo, sino que, más bien, mandaría al
hermano
mayor con una cuadrilla de sicarios para eliminarlo.
Dios instituye
la supremacía masculina
sobre
la mujer
Una característica
estructural del orden
fundado en el Corán es el estatuto de inferioridad de la mujer. No es
que el
Dios coránico sea misógino, pues otorga su perdón y sus recompensas, e
impone
sus castigos, por igual a hombres y a mujeres, a los creyentes y a las
creyentes (cfr. Corán 27/85,10; 71/71,28;
90/33,35;
90/33,58 y 73; 94/57,12; 95/ 47,19; 102/24,12; 111/48,5-6;
113/9,71-72).
Pero no es menos cierto que, al crearlos, estableció la supremacía
masculina y
que no hay nada que hacer cuando Dios ha decidido algo así. En su
adaptación
del mito de Adán y Eva, el Corán asevera expresamente que la mujer ha
sido
creada por Dios para solaz del hombre:
«Es
él quien os ha creado de una sola alma, y de ella ha hecho a su esposa
para que
él halle reposo en ella» (Corán 39/7,189).
Porque
el creador lo ha querido así, en casi todos los asuntos tratados, la
mujer
está en función del varón y en inferioridad de condiciones. Nunca a la
inversa. En el Corán, y consiguientemente en el islam, la mujeres
tienen un
estatuto subordinado con fundamento teológico, pues ha sido instaurado
por el
mismo Dios. Por mucho que algunos traductores se esfuercen en
almibararlo,
está absolutamente claro, y no solo por la más célebre aleya:
«Los
hombres tienen preeminencia sobre las mujeres, porque Dios ha
favorecido a unos
con respecto a otras y por lo que ellos gastan de sus fortunas» (Corán
92/4,34).
Si
la inferioridad es consustancial con el ser dado a la mujer en la
creación, el
Corán es consecuente cuando estipula el conjunto de las disposiciones
discriminatorias hacia la mujer: desigualdad de derechos entre hombres
y
mujeres en el matrimonio, la poligamia, el divorcio, la herencia, el
testimonio, las sanciones y el empleo, y el matrimonio de niñas
preadolescentes. En la medida en que el comportamiento de Mahoma
trasluce la
voluntad divina, su relación con las mujeres también representa el
«buen
modelo» (Corán 90/33,21). Y difícilmente podemos negar que constituya
un
paradigma de supremacía masculina y de privilegios sobre las mujeres
(Corán
90/33,50-51).
El
estatuto de inferioridad femenina es solo una de las instituciones
legales de
tipo despótico oriental que el Corán manda y su Dios ratifica. Porque
además hay
otras: la circuncisión que mutila a niños y niñas; la desigualdad
jurídica
entre musulmanes y no musulmanes en múltiples asuntos; la prohibición
de
abandonar la religión islámica; el sometimiento de judíos y cristianos
a un
oneroso régimen de dimmitud; la autorización para asesinar a
los no
monoteístas, o reducirlos a esclavitud; la imposición de castigos
crueles, como
la pena de muerte para el apóstata, la lapidación para la adultera,
la
amputación de manos para el ladrón, la crucifixión, la flagelación, y
la
aplicación de la ley del talión; la destrucción de estatuas, pinturas e
instrumentos musicales, y la prohibición de las artes figurativas
(cfr. Aldeeb
2019: 3).
Dios
encarga a los musulmanes la guerra de conquista
El carácter del
Dios coránico no hay que
entenderlo en abstracto, ni solo a partir del texto. Está inscrito en
un
contexto histórico en el que se manifiesta, inicialmente, marcado por
dos
factores: las campañas militares y la formación de una estructura de
poder de
signo teocrático y mahometocéntrico; un poder basado en el
despotismo
absoluto del profeta-rey. Aunque no se dan indicaciones precisas de
tiempo y
lugar, sabemos que el contexto al que remite es una situación de ataque
en
dirección a Palestina y Siria. Sabemos que los seguidores de Mahoma
sufrieron
una derrota en Muta (año 629), pero que obtuvieron una gran victoria en
Gaza
(en 634), otra decisiva junto al río Yarmuk (en 636), y que luego
tomaron
Jerusalén (en 637).
La
disciplina se vuelve crucial, la obediencia y el temor. En ese
contexto
mesiánico de sacralización de la guerra es donde se insiste en que Dios
lo ve
todo, lo oye todo, conoce los pensamientos de los creyentes y las
maquinaciones de los descreídos enemigos. Dios es el más grande y
poderoso, el
aliado de los árabes que han creído, su principal auxilio en la
conquista. Si
temen y obedecen, él será perdonador, misericordioso e indulgente con
ellos,
les dispensará sus favores, les asegurará las recompensas de la
victoria y los
jardines del paraíso. De lo contrario, el castigo divino será
tremendo. Todo el
argumento gira en torno al sometimiento a la Ley revelada y en torno a
la
obligación y eficacia de la yihad en el camino de Dios, entendida como
lucha
legítima contra todos los no musulmanes con el fin de ocupar e
islamizar sus
países.
«Combate
en el camino de Dios. (…) Incita a los creyentes. Quizá Dios contenga
el rigor
de los que han descreído. Dios es más fuerte en rigor y más fuerte en
intimidación» (Corán 92/4,84).
«Dios
ha prescrito: ‘Yo venceré, yo y mis enviados’. Dios es fuerte,
orgulloso»
(Corán 105/58,21).
«Cuando
hayan transcurrido los meses prohibidos, matad a los asociadores allí
donde
los encontréis. Capturadlos, asediadlos, tendedles emboscadas por
doquier. Pero
si se arrepienten, hacen el rezo y pagan el tributo, entonces dejadlos.
Dios es
indulgente, misericordioso» (Corán 113/9,5).
«Si
no os movilizáis, os castigará con un castigo doloroso, os sustituirá
por otro
pueblo, y no le haréis ningún daño. Dios es todopoderoso» (Corán
113/9,39).
Dios está con los que luchan en
la yihad
Una vez conocida la voluntad de
poder transmitida a Mahoma y
su movimiento
mesiánico escatológico, prosigamos el rastreo de la actuación divina
desde
perspectivas más particulares. ¿Con quién está Dios? Antes de
la
hégira, con los que lo temen y obran bien. Después, el significado se
reconvierte y especifica con toda claridad: Dios está con los
creyentes, con
los que temen y los que obran bien, que son los que se entregan al
combate y
los que muestran su aguante en la adversidad de la lucha. Veamos unas
citas en
las que se dice «Dios está con»:
«Si
buscáis conquistar, la
conquista os vendrá. Y si renunciáis, es mejor para vosotros. Pero si
reanudáis la lucha, nosotros la reanudaremos. Vuestra tropa no os
servirá de
nada, por mucha que sea. Dios está con los creyentes» (Corán 88/8,19).
«¡Vosotros
que habéis creído!
Cuando encontréis una tropa, estad firmes y acordaos mucho de Dios.
Quizá
venzáis. Obedeced a Dios y a su enviado, y no discutáis, si no
fallaréis y
vuestro ímpetu desaparecerá. Y aguantad. Dios está con los que
aguantan» (Corán
88/8,45-46).
«Si se
encuentran entre
vosotros cien que aguantan, vencerán a doscientos. Y si se encuentran
entre
vosotros mil, vencerán a dos mil, con permiso de Dios. Dios está con
los que
aguantan» (Corán 88/8,66).
«No
flaqueéis y no llaméis a la
paz, cuando vosotros sois superiores y Dios está con vosotros» (Corán
95/47,35).
«Combatid
todos contra los
asociadores, como ellos combaten todos contra vosotros. Y sabed que
Dios está
con los que temen» (Corán 113/9,36).
«¡Vosotros
que habéis creído!
Combatid contra los descreídos que tengáis alrededor, y que encuentren
rudeza
en vosotros. Sabed que Dios está con los que temen» (Corán 113/9,123).
No hay
que hacer grandes elucubraciones para entender con toda claridad que
los que
creen, los que temen y los que aguantan son los soldados de la yihad.
Es con
ellos con quienes se dice que está Dios preferentemente. Son los únicos
que, si
mueren en combate, tienen asegurado el acceso al paraíso.
Dios ama preferentemente a los
que combaten
El Corán traza una descripción de
la imagen de Dios en la que
aparece, ante
todo, movido por su absoluto poder, pero en unos cuantos pasajes lo
mueve el
amor o, por el contrario, la cólera, quizá con rasgos demasiado
humanos y
antropomórficos. Comenzando por el amor, nunca se tematiza «el amor
de Dios»
a los humanos. Hay un solo versículo, extraño y sin eco en todo el
texto del
Corán, que menciona el amor de Dios:
«A los
que han creído y han
hecho las buenas obras, el clemente los colmará de amor» (Corán
44/19,96).
En
cambio, la locución «Dios
ama» se emplea en 18 ocasiones y «Dios no ama» 17 veces. Pero la
cuestión es ¿qué
o a quién ama Dios? En resumidas cuentas, literalmente, ama a los
que obran
bien (5 veces), a los que temen (3 veces), a los que son equitativos (3
veces),
a los que se purifican, a los que se arrepienten, a los que aguantan, a
los que
confían en él, a los que combaten en su camino. Tengamos en cuenta que
todas estas
alusiones son de época poshegírica, cuando se ha dado el paso al
combate armado,
por lo que las «buenas obras» más significativas se refieren a las de
aquellos
que marchan a la guerra o la financian.
«Gastad
en el camino de Dios, y
no os arrojéis por vuestra propia mano a la perdición. Obrad bien. Dios
ama a
los que obran bien» (Corán 87/2,195).
«Cuántos
profetas combatieron
(…) No flaquearon a causa de lo que los afligió en el camino de Dios,
no
flaquearon, y no cedieron. Dios ama a los que aguantan» (Corán
89/3,146).
«Dios
no os prohíbe, respecto a
los que no han combatido contra vosotros por la religión, ni os han
echado de vuestros
hogares, que seáis buenos y equitativos. Dios ama a los que son
equitativos»
(Corán 91/ 60,8).
«Dios
ama a los que combaten en
su camino, en fila, como si fueran un edificio de plomo» (Corán
109/61,4).
«De
Dios son los soldados de
los cielos y de la tierra» (Corán 111/48,4).
Volviendo
la frase en negativo,
si buscamos en el texto qué o a quien no ama Dios, hallaremos
que no ama
a los corruptores, los presuntuosos, los transgresores, los descreídos,
los
pecadores, los traidores, los opresores, los arrogantes, los ingratos.
La
mayoría de estas incidencias pertenecen también al contexto posterior
a la
hégira. Y, claro está, Dios no ama a los que pretenden escapar de la
guerra.
«Combatid
en el camino de Dios
a los que combaten contra vosotros, y no transgredáis. Dios no ama a
los
transgresores» (Corán 87/ 2,190).
«Obedeced
a Dios y al enviado. Y si vuelven la espalda, Dios no ama a los no
creyentes»
(Corán 89/3,32).
Dios entra en cólera con los
descreídos, los maldice y los
castiga
El amor y el desamor divinos no se
sitúan en el plano de los
arcanos
sentimientos, sino que cumplen una función precisa para la institución
y la
orientación de los valores, así como en la determinación de las
sanciones
correspondientes, tanto en esta vida como en la otra. El desamor se
puede
traducir más concretamente en términos de la cólera de Dios y el
castigo
divino.
En
cuanto a las menciones de la cólera de Dios (una veintena de
veces), antes
de la hégira predomina la
fórmula que dice que la cólera de Señor caerá sobre ellos, por lo
general en
relatos referidos a la historia sagrada. En cambio, en los capítulos
coránicos
de la época posterior a de la hégira, abundan más las invectivas que
amenazan
directamente a los que incurren en la cólera de Dios, o a aquellos
contra los
que Dios está en cólera, en el momento presente.
«El que
no cree en Dios después de haber
creído (…), el que abre el pecho a la increencia, una cólera de Dios
caerá
sobre ellos. Y tendrán un gran castigo» (Corán 70/16,106).
«No
creen en lo que Dios ha
hecho descender (…) Han incurrido en su cólera una y otra vez. Los que
no creen
tendrán un castigo humillante» (Corán 87/2,90).
«El que
mate a un creyente
deliberadamente, su retribución será la gehena donde estará
eternamente. Dios
está en cólera contra él y lo maldice. Y le ha preparado un gran
castigo»
(Corán 92/4,93).
La
imagen islámica de Dios lo
describe como alguien muy proclive a la amenaza y al castigo, que lo
inflige a
través de la naturaleza, o a través de las gentes, y en particular por
medio de
sus profetas y su pueblo elegido, llamado a dominar. El Corán da un
paso más y
nos desvela que, en el fondo, es Dios el verdadero sujeto agente de la
guerra
que les ha impuesto como misión. No deben tener ningún remordimiento.
«No
sois vosotros los que los
habéis matado, sino que es Dios quien los ha matado» (Corán 88/8,17).
«A fin
de que Dios castigue a
los hipócritas y las hipócritas, a los asociadores y las asociadoras, y
que
Dios se vuelva a los creyentes y las creyentes» (Corán 90/33,73; lo
mismo en
111/48,6).
El Dios
coránico guerrea y aporta la plena justificación para hacer la guerra
en su
nombre. Santifica el «camino» expeditivo de las razias y las batallas,
a las
que él y su profeta llaman a los creyentes con insistencia. significado real y nada metafórico del
combate queda de manifiesto cuando se afirma que los «emigrados»
cuentan con la
expresa autorización de Dios para matar, desterrar, talar las
palmeras,
dominar la tierra y repartirse el botín del saqueo de las ciudades
(cfr. Corán
101/59,3-9).
Las
gentes del libro (los
judíos) que no creen en la revelación de Mahoma o, en general, los que
no
acatan las normas tenidas como divinas, los que se han desviado del
camino
recto, son vistos con una mirada tan hostil que no solamente son
tratados como
humanos de inferior o ínfima categoría, y despojados de los derechos
básicos,
sino que el Corán proyecta sobre ellos una completa deshumanización,
categorizándolos
como animales.
«Cuando
transgredieron lo que
se les había prohibido, les dijimos: ‘Convertíos en monos
despreciables’»
(Corán 39/7,166; también en 87/ 2,65).
«Los
que Dios ha maldecido,
contra los que está en cólera, que él ha convertido en monos y en
cerdos»
(Corán 112/5,60).
De
manera que, como se dice ahí
en el plano narrativo, acaban siendo literalmente expulsados de la
especie
humana, cuando Dios, contraviniendo el orden de su creación, los
transforma en
animales, en monos y en cerdos. Al negarles la humanidad y no
reconocerlos
como semejantes, queda expedito el camino para perpetrar, con buena
conciencia,
toda clase de exacciones, atropellos y asesinatos.
Recapitulando,
en la concepción
islámica, queda desterrada la razón crítica y toda racionalidad humana,
por
sospechosas de rivalizar con la inescrutable e irrestricta voluntad
divina. Alá
es el absoluto señor de los cielos y la tierra, el señor del trono, el
señor de
los siglos, el amo de la creación, que reclama de sus siervos
adoración, temor
y obediencia. Porque solo Dios tiene derechos. Y, por ello,
solo Dios es
fuente de derecho, lo que implica que una sociedad islámica consecuente
no
podría reconocer más régimen que el teocrático. Esto significa a la
vez dos
cosas. Primera, que el Dios del Corán y el derecho islámico resultan
incompatibles
con la afirmación de los derechos humanos, las libertades políticas y
la
democracia, esto es, con la autonomía humana y los valores laicos. Y
segunda,
no menos importante, que, al entronizar la imagen de Dios como un
autócrata inexorable, obstruye el simbolismo
de Dios
como Padre que ama y salva, central en el Evangelio cristiano, cuyo
mensaje
exhorta a desarmar toda violencia y promover la libertad de los hijos
de Dios.
Este contraste ayuda a comprender mejor cuál es la posición de la
teología
coránica.
Se
diría que el Dios del Corán
está hecho a imagen de Mahoma y a semejanza de los califas que
supervisaron la
redacción del libro. La inevitable conclusión del estudio no permite
dilucidar
en los relatos coránicos sino doctrinas y preceptos de hombres, a veces
con
tales rasgos de barbarie que más bien parecen desdecir de Dios.
Cuando
los autores del Corán se
quejan amargamente de que las «gentes del libro» (los judíos) acusaran
a los «gentiles»
(en este caso, los árabes) de que «dicen mentiras sobre Dios» (Corán
89/3,75),
aunque la verdad o la mentira teológica nunca puede contrastarse con su
referente divino, y solamente cabe debatirla en el plano del discurso,
bien
pudiera ser, pese a esta restricción, que aquellas gentes del libro no
estuvieran faltas de razón.
Las
acusaciones de
idolatría contra los ‘asociadores’
Los teólogos islámicos están muy
preocupados por la idolatría
y la descreencia
en el Dios único. El reino apocalíptico del único Dios, la imposición
de su fe
y su ley heterónoma al mundo entero es el hilo conductor del relato
coránico y
la justificación del combate armado contra los oponentes, tachados de
politeístas, idólatras o gentes sin religión.
Algunas
aleyas coránicas hacen
recaer una sospecha de politeísmo sobre la concepción cristiana de
Dios,
mediante una malinterpretación del dogma de la Trinidad: «No digas
tres… Dios
no es más que un solo Dios» (Corán 92/4,171). Pero, este mismo
versículo llama
a Jesús el Mesías, enviado de Dios, palabra de Dios y un espíritu que
procede
de él. Además, el tema resulta todavía más enrevesado, cuando en un
pasaje se
implica que la trinidad estaría formada, además de Dios, por Jesús y
María
(Corán 112/5,116), como si los cristianos los consideraran otros «dos
dioses»,
algo verdaderamente disparatado y falso. Para más confusión aún, la
denominación de «espíritu» se utiliza a veces para designar al ángel
enviado
[Gabriel] (Corán 44/19,17; 80/78,38).
En el
Evangelio cristiano, por
su parte, no hay definida una teología de la trinidad y, desde luego,
jamás se
sugiere nada parecido a «tres» dioses. Lo que encontramos allí es que
se
califica a Dios como Padre, que comunica su Espíritu, el cual no es
sino Dios
mismo presente en Jesús y comunicado también a sus seguidores. El
calificativo «hijo
de Dios» significa la filiación divina, de orden espiritual, dada por
antonomasia
en Jesús, pero que designa asimismo la condición de los cristianos y
de los
humanos todos. En cualquier caso, proyectar retrospectivamente una
metafísica
helénica que habla de sustancias y naturalezas no es la única manera
de
significar el misterio.
El
Corán lanza violentas
diatribas en contra del «asociacionismo», consistente en poner otros
dioses
junto a Dios. No faltan quienes pretenden identificar el calificativo
de «asociadores»
con los cristianos, pero la investigación más crítica deja claro que no
se
refiere especialmente a ellos. En particular, hay un pasaje donde el
Corán
dice de manera explícita que los asociadores son aquellos que han
asociado con
Dios a los genios, así como los que le adjudican hijos e hijas que le
han
inventado (cfr. Corán 55/6,100).
Puestos
a entrar en polémica,
el tema coránico de no «asociar» a nadie con Dios parece justificado,
en el
plano teológico, como rechazo del politeísmo y la idolatría, para
reafirmar la
unidad y unicidad de Dios. Sin embargo, en el plano práctico, cabe
interpretar
una cosa bien distinta, cuando observamos, en el caso particular del
islamismo,
la vinculación indisociable entre «Dios y su enviado», utilizada
significativamente solo en las suras posteriores a la hégira, donde se
reitera
unas sesenta veces (Corán 87/2,279; 88/8,46; etc.). Tanta insistencia
indica
que se trata de un punto esencial y sistémico. No solo hay que obedecer
a Dios,
sino también a Mahoma (Corán 90/33,36).
Lo
cierto es que Mahoma fue
incorporado a la profesión de fe islámica, que debe pronunciarse para
ser
musulmán y formar parte de la umma: «No hay más dios que Dios y
Mahoma
es el enviado de Dios». No basta con creer en Dios, sino que también es
obligado asociarle la creencia en Mahoma como enviado suyo.
Respecto
a la idolatría,
normalmente la noción se aplica a la adoración de imágenes
figurativas,
esculturas o pinturas de seres o poderes deíficos. Pero, cabe
preguntar,
cuando se adora unas reificaciones sacralizadas por la tradición
religiosa,
tenida por monoteísta, si no se incurre de manera análoga en el riesgo
de
idolatría.
El
riesgo de idolatría está
siempre presente, aunque sea de manera sutil. En puridad, si Dios es
trascendente y solo él es absoluto, nada de este mundo inmanente puede
manifestar adecuadamente el absoluto divino. Entonces, dejando aparte
leyendas
que apenas sirven para ocupar el vacío de una historia, cualquier
realidad de
este mundo relativo que se tome como un absoluto conllevaría el riesgo
de
incurrir en idolatría. Yendo con el argumento hasta el final,
absolutizar la
letra del Corán sería idolatría; absolutizar los preceptos de la Ley
islámica
sería idolatría; absolutizar el velo de la mujer sería idolatría;
absolutizar
la circuncisión sería idolatría; y así sucesivamente. Los mismos
rituales
islámicos se mueven en ese terreno resbaladizo, por ejemplo, cuando
ordenan
venerar una piedra negra, peregrinar y recorrer siete veces entre los
montes
Safa y Marwa (Corán 87/2,158), y tantas otras sacras mediaciones
islámicas
relacionadas con una idea de Dios.
En
última instancia, podrían
ser cuestionables los mismos 99 nombres de la divinidad, que serían
cien si
contamos Alá, que la tradición mahometana le atribuye. De ellos,
sabemos que
solo 81 están extraídos del Corán. Ahora bien, estrictamente hablando,
si Dios
es absolutamente trascendente e inefable, carece de sentido ponerle
nombre. Más
aún, hacerlo podría suponer incurrir en alguna clase de idolatría.
Pues, si se
consideran ídolos todas las imágenes sagradas creadas por el hombre,
entonces
también habría que considerar ídolo cualquier otra obra humana
representativa
de la divinidad, incluidas las palabras. Los mismos nombres asignados
a Dios,
que evidentemente no son Dios, vendrían a ser como otros tantos
idolillos
verbales. A fin de cuentas, todo concepto de Dios vertido en una
revelación
literal no sería más que el avatar de un ídolo. La única alternativa
sería
conceder a determinadas representaciones o significantes culturales,
debidamente interpretados, una función de epifanía, manifestación o
evocación
analógica de lo divino. Porque entonces, aunque inevitablemente
comporten
antropomorfismos, pueden estar abiertos a la significación del
misterio.
La
infundada fábula
de los tres monoteísmos
¿Es el mismo Dios el del islamismo
y el del cristianismo? ¿Es
el mismo el
Dios de Jesús y el de Mahoma? Sobre la realidad divina en sí misma, ya
hemos
repetido que cae fuera de nuestro alcance humano dar una respuesta
concluyente.
Solo contamos con ideas de Dios pensadas por humanos y formuladas en un
lenguaje cultural. Ahora bien, podemos analizar la idea de Dios, la
imagen de
Dios, tal como la describe cada tradición en sus textos consagrados y
en su
contexto histórico. Hay un excelente artículo de Rémi Brague, filósofo
e
historiador de la religión, que ayuda a clarificar el embeleco de «los
tres
monoteísmos», «las tres religiones abrahánicas» y «las tres religiones
del
libro», expresiones utilizadas con demasiada ligereza.
«Se
utilizan estas expresiones
por motivos nobles: representan un lugar común o, eventualmente, un
terreno de
entendimiento. Sin embargo, esas expresiones son al mismo tiempo
falsas
(porque cada una oculta un grave error sobre la naturaleza de las tres
religiones a las que se pretende colocar en un mismo plano) y
peligrosas
(porque favorecen una pereza mental que nos dispensa de examinar más de
cerca
la realidad» (Brague 2007: 393).
Lo
primero que observamos es
que la concepción o imagen de la divinidad ni siquiera es idéntica o
uniforme
en el seno de un mismo sistema religioso, pues encontramos una
variabilidad
notable a lo largo del tiempo. Más aún, las discrepancias saltan a la
vista, si
no cerramos los ojos, tan pronto como comparamos entre sí las distintas
tradiciones religiosas, por mucho que, a veces, pueda haber
coincidencias
puntuales o parecidos entre ciertos aspectos de una religión y otra.
Porque no
todos los dioses son iguales (cfr. Barreau 2001), si examinamos
atentamente el
panorama histórico de las religiones.
En
cualquier caso, más allá de
unas coincidencias genéricas y abstractas, las divergencias entre la
imagen
divina expresada en los textos canónicos de los musulmanes y la de los
textos
cristianos resultan decisivamente significativas. Aunque tenga sus
orígenes en
la misma tradición hebrea, el Dios del islam, o sea, el Dios de Mahoma
tal como
lo describe el Corán, no se corresponde en su concepto con el Dios
bíblico y
cristiano, ni en el plano del análisis histórico-crítico, ni en el
plano teológico,
por más que en un sentido puramente especulativo se afirme un
monoteísmo.
Es
cierto que el islamismo
defiende en abstracto la idea monoteísta, igual que el judaísmo y el
cristianismo, pero resulta claro que no presenta la misma configuración
concreta en su concepción de Dios. Parece muy difícil sostener que sea
el mismo
el Dios de Jesús y el de Mahoma. Aunque obtener una respuesta
aclaratoria
acerca de la realidad divina en su trascendencia, o verificarla, cae
fuera de
nuestro alcance, sin embargo, tenemos la posibilidad de analizar la
idea de
Dios, la imagen de Dios, tal como la encontramos en los textos
canónicos que
cada tradición religiosa ha adoptado como referentes de su sistema de
creencias.
Partamos
de la idea de un Dios
eterno, que se concibe como atemporal, anatural, ahumano, ahistórico,
y que,
no obstante, establece alguna relación con el mundo de los hombres. La
cosmovisión monoteísta originaria del antiguo pensamiento hebreo
evolucionó
históricamente desde un henoteísmo, y durante siglos fue
reinterpretada y
matizada. En el judaísmo, se decantó fundamentalmente como Dios de
justicia, el
Dios de la Ley, que reclama a su pueblo la práctica de la justicia. En
el cristianismo,
predomina la imagen de Dios como amor, un Padre que llama a sus hijos a
la
igualdad y la libertad. Jesús, en cuanto encarna esa imagen, es la
Sabiduría de
Dios comunicada a los humanos. En el islamismo, en cambio, se impone
la idea
de un Dios dominador que exige la sumisión incondicional de sus siervos
a un
sistema cerrado de preceptos revelados por Mahoma y recopilados en el
Corán.
Hay
discrepancia en el
entendimiento de la profecía y, por tanto, de la «revelación». En la
tradición
cristiana, propiamente no es Dios quien habla, sino profetas inspirados
por él,
cuya palabra es humana, si bien referida a Dios. En la tradición
islámica, se
cree que es Dios quien dicta su palabra literal, directamente o por
medio de un
ángel, a Mahoma como enviado suyo. En cambio, las intervenciones
divinas
escenificadas en los textos evangélicos (por ejemplo, «Este es mi hijo,
escuchadlo», u otras epifanías) son un modo de significar la fe de los
discípulos en que Dios confirma la filiación divina de Jesús, pero no
pretenden
que su materialidad textual sea de naturaleza sobrenatural.
Es
difícilmente conciliable la
imagen de un Dios que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover
sobre
justos e injustos (Mateo 5,45) y la imagen de un Dios que manda matar
sin
piedad a los idólatras y a los no creyentes (Corán 5,33; 9,5; 9,133).
El mismo
mensaje de tolerancia y no violencia se transmite en la parábola del
trigo y la
cizaña (Mateo 13,25-31), o cuando Santiago y Juan deseaban que bajara
fuego del
cielo sobre una aldea samaritana que no los había acogido, y Jesús los
reprendió (Lucas 9,54-55); o en el episodio del huerto de los Olivos,
cuando
Jesús mandó a Pedro: «Vuelve la espada a la vaina» (Juan 18,10-11).
Todos
los atributos de Dios, su
unidad y todos sus nombres, descritos por el Corán, se asemejan
demasiado a
una traslación de los atributos típicos de un déspota oriental, que
Mahoma no
solo concibió, sino que él mismo encarnó en su vida.
La teología coránica y
su
exégesis califal presentan una sola y única divinidad, como un Dios amo
todopoderoso que demanda sumisión total, que puede perdonar a los
creyentes,
pero sobre todo castiga a los que no creen. Inspira temor y exige
obediencia
ciega. Por lo demás, se diría que el Corán con sus disposiciones
contrarias a
la racionalidad degrada al ser humano, a la mujer, al increyente y, en
último término, también a la propia idea
de Dios.
Pues, sin duda, desdice de la clemencia y la misericordia con la que
rutinariamente se invoca a Alá, el describirlo como un dios que, por su
implacable cólera, castiga a aquellos que él mismo ha predestinado a
perderse
(dado que él guía a quien quiere y extravía a quien quiere, según la
sura 35,8
sobre el Creador).
El
musulmán tiene un miedo
cerval a incurrir en la cólera de ese Dios. No en vano una mayoría de
las suras
abunda en amenazas de terribles castigos divinos. La versión del
sufismo
solamente cambia el matiz, como si dijera algo así: Vamos a amar al
Amo, ya
que no podemos zafarnos de él. Porque ese amor «místico», un tanto al
margen de
la Ley, se tolera solo en la medida en que el sufí se somete a ella,
como Ley
de Dios, y moviliza internamente todo el ser para su cumplimiento a
rajatabla.
De hecho, las cofradías sufíes formaban grupos de militantes armados,
muy
eficaces al servicio de los ulemas y del califa.
Uno
percibe que el Corán no
transmite la alegría del reino de Dios, de alguna manera presente, ni
la
esperanza de reconciliación y salvación futura. El tono de su mensaje
se
manifiesta más bien amenazador: urge el sometimiento a un sistema
insoportable
de normas, sustentado en el miedo al castigo y al infierno, al mismo
tiempo que
impone la misión de combatir con la espada contra las demás religiones,
hasta
conseguir la hegemonía completa de la estricta religión de Alá.
En fin,
una piedra de toque
para enjuiciar la teología califal se encuentra en su convencimiento
de que al
modo de operar de Dios no se le debe buscar ninguna racionalidad, pues
no hay ningún logos. Por lo que tampoco cabe esperar ningún
compromiso de Dios con la
historia humana mediante una alianza a la que él se vincule,
al
contrario de lo que narra la Biblia sobre las alianzas de Dios con Noé,
con
Abrahán, con Moisés, y en Jesús.
Para
profundizar en estos
contrastes, puede ser interesante leer en Internet el artículo El
mensaje
coránico es incompatible con el cristianismo (cfr. Castilla 2020b).
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