El sistema islámico

4. Abrahán anacrónicamente musulmán

PEDRO GÓMEZ




- Abrahán en los relatos del libro del Génesis
- Abrahán reinterpretado por el apóstol Pablo
- Abrahán reinterpretado por el Corán
- Ismael ocupa el puesto de Isaac en el sacrificio
- Abrahán e Ismael habrían fundado la caaba en La Meca
- La superposición de capas semánticas en el texto coránico
- Abrahán, emblema más bien de la división entre religiones


Abrahán en los relatos del libro del Génesis


Según la Biblia, el padre de Abrahán, Téraj, salió de la ciudad de Ur y se instaló en Jarán. Y desde Jarán emprendió Abrahán su camino hacia la tierra prometida.


El capítulo 17 del Génesis narra la legendaria historia de Abrahán. El Señor Dios se le apareció e hizo una alianza con él y con su descendencia, con la promesa de que llegaría a ser el padre de una multitud de pueblos, y les otorgó como heredad la tierra de Canaán. Después de esto, ordenó a Abrahán que todos los varones de su estirpe se circuncidaran, de gene­ración en generación, en señal de la alianza (Génesis 17,10-14). Y así lo cumplió Abrahán, comenzando por sí mismo y por su hijo Ismael, junto con todos los varones de su casa (Génesis 17,23-24).


Dios también extendió la promesa a Abrahán (Génesis 19,13) y a su esclava Agar (Génesis 19,18) con respecto al hijo de ambos, Ismael, quien daría origen a una gran nación, pero con restricciones, de modo que se benefi­ciaría de la promesa solamente en parte, pues no entraría en posesión de la tierra prometida, el país de Canaán (Génesis 17,8). Después del nacimiento de Isaac, hijo de Sara, la esposa legítima, Abra­hán expulsó a Agar con su hijo Ismael. Ella se fue y estuvo vagando por el desierto de Berseba y allí encontró agua. Así, Ismael y los suyos vivieron por los desiertos (Génesis 19,14 y 20), y en territorios al sur del Tigris (Génesis 25,18).


En el capítulo 22, se cuenta el conocido episodio del sacrificio de Isaac, no consumado, en un monte del país de Moria. Y el Señor reafir­mó a Abrahán la bendición prometida en favor de su descendencia, que alcanzaría a todos los pueblos de la tierra (cfr. Génesis 22,1-18).


La Biblia menciona sumariamente a los descendientes de Ismael (Génesis 25,12-18). Más tarde, Esaú tomaría entre sus mujeres a dos hijas de Ismael, Majla (Génesis 28,9) y Basemat (Génesis 36,2-3). Y, en el relato subsiguiente, la suerte futura de los ismaelitas se va difuminando poco a poco. Ya no continúa la historia de Ismael. Y el linaje de la pro­mesa, según la narración, prosigue a través de Isaac y Jacob y las tribus de Israel. Por otro lado, en ningún momento encontramos base bíblica para considerar «árabes» a los descendientes de Ismael.


El Corán, por su parte, no da siquiera un solo nombre de los des­cendientes de Ismael. Por el contrario, todos los personajes profé­ticos que menciona, con posterioridad a Abrahán e Ismael, son hijos de Israel, es decir, de la progenie de Isaac y Jacob.



Abrahán reinterpretado por el apóstol Pablo


La figura de Abrahán sigue ostentando una importancia capital en los escritos del Nuevo testamento, donde su nombre aparece en más de setenta ocasiones. Se habla de los «hijos de Abrahán» seis veces. Y de «la fe de Abrahán», dos veces. Se observa una clara continuidad con respecto a la teología de la Biblia hebrea, ya que remite al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, así como a Moisés (Marcos 12,26), evocando al «Dios de nuestros padres» (Hechos 3,13). De modo que, en general, ser «hijo de Abrahán» significa conjuntamente tanto la pertenencia al pueblo judío como la verdadera fe en Dios. Sin embargo, los primeros escritos cris­tianos empezaron a plantear una crítica a esa concepción tradicional.


En los Evangelios, la genealogía de Jesús se hace remontar hasta Abrahán. Juan Bautista, frente a los que creían estar a salvo por ser hijos de Abrahán, proclama que «de estas piedras puede Dios sacarle hijos a Abrahán» (Mateo 3,9; Lucas 3,8). Jesús, en una discusión con escribas y fariseos, les echa en cara que, si son hijos de Abrahán, actúen como Abrahán (Juan 8,39).


En la carta a los romanos, Pablo distingue entre Abrahán como «padre según la carne» (Romanos 4,1) y Abrahán en cuanto creyente, al que la fe le valió la justificación, aun antes de estar circuncidado, en virtud de lo cual se convirtió en «padre de todos los incircuncisos que creen» (Romanos 4,9-11) de origen pagano. Mediante esta interpreta­ción, según la cual basta la fe en Dios para ser hijo de Abrahán, la promesa se universaliza a toda la humanidad: está disponible para todos los que siguen la fe de Abrahán, y no solo para el pueblo judío y los que están bajo la Ley. Porque, según Pablo, la Ley aparece como un añadido secundario a la promesa.


En el mismo sentido, la epístola a los gálatas desarrolla la idea de que, en Abrahán, a quien la fe le valió la justificación, Dios prometió la bendición para todas las naciones: «Sabed de una vez que hijos de Abra­hán son únicamente quienes viven de la fe» (Gálatas 3,7). Así, gracias a Jesús el Mesías, la bendición de Abrahán llega hasta los paganos, que también reciben el Espíritu prometido (Gálatas 3,14). Esos son los ver­daderos hijos de Abrahán, libres de la circuncisión y libres de la Ley. Pablo hace una interpretación alegórica, en la que, sin mencionar el nom­bre de Ismael, habla del hijo de la esclava, como figura representativa de los judíos de la antigua alianza que no aceptan la libertad del Evangelio (Gálatas 4,22-25).


El apóstol Pablo nunca es citado por su nombre en el Corán y, sin embargo, hay una polémica soterrada con él en muchos aspectos. Uno de ellos es precisamente el que tiene que ver con Abrahán.



Abrahán reinterpretado por el Corán


El texto coránico exalta la figura de Abrahán. Desarrolla un relato de­tallado de la profesión de fe monoteísta de Abrahán (Corán 47/26,69-89). En general, compendia episodios tomados del Abrahán bíblico (Corán 67/51,24-37, que ofrece una versión reducida de Génesis 18,2-33 y 19,1-29). Altera alguna perícopa, como la del sacrificio del hijo. Y añade historias que no están en la Biblia, como la discusión con su padre Téraj, que adoraba a otros dioses (Corán 44/19,43-47). Esto último, se­gún los entendidos, procede del Libro de los jubileos y del Talmud.


La tradición musulmana sustenta la elucubración de que la religión verdadera (supuestamente el islamismo) se habría revelado ya al primer hombre, Adán, por lo que llega a decir que todo humano nace siendo musulmán y se aparta de ello cuando es educado por las distintas tradi­ciones. Además, sostiene que esa religión monoteísta se habría expresa­do con toda su pureza en Abrahán, quien, al parecer, no tendría mucho que ver con el pueblo judío, sino, vía Ismael, más bien con los árabes, sobre todo con Mahoma y sus seguidores.


Este tipo de interpretación no puede esconder que tiene como fina­lidad lograr una arabización e islamización de la figura de Abrahán, al convertirlo anacrónicamente en musulmán, una especie de musulmán primordial. Por este atajo, se pretende reivindicar una fuente no hebrea para el monoteísmo coránico, de donde dimanaría la verdadera religión, a la que habría regresado Mahoma y el islam. La objeción más obvia a tal pre­tensión es que no cuadra en absoluto con muchas aleyas del propio Corán, que, para empezar, sintomáticamente nombra a Moisés el doble de veces que a Abrahán (Moisés 137 veces; Abrahán 70 veces).


Si hacemos una búsqueda en el texto, el enunciado «la religión de Abrahán» aparece 7 veces (2 antehegíricas, 5 poshegíricas). La tradición musul­ma­na sostiene que se trata de la única religión recta, anterior y su­perior a la Biblia, con la que entroncaría la religión de Mahoma, propia de los ára­bes, supuestos descendientes de Ismael, el hijo de Abrahán. Pero esta interpretación no parece tan asentada ni relevante, puesto que el propio Corán aporta argumentos que la ponen en entredicho.


Leamos las alusiones coránicas a la religión de Abrahán, para luego tratar de dilucidar y comprender su significado:


«Mi Señor me ha dirigido por un camino recto, una religión elevada, la religión de Abrahán, el recto. Él no era de los asociadores» (Corán 55/6,161).


«Luego te revelamos: ‘Sigue la religión de Abrahán, que era recto. No era de los asociadores’» (Corán 70/16,123).


«¿Quién desea algo diferente de la religión de Abrahán, sino el in­sen­sa­to?» (Corán 87/2,130).


«Dijeron: ‘Sed judíos o nazarenos, y estaréis dirigidos
ְ’. Di: ‘[Segui­mos] más bien la religión de Abrahán, un recto’. No era en absoluto de los asociadores» (Corán 87/2,135).


«Abrahán no era ni judío ni nazareno, sino recto, sumiso. No era en absoluto de los asociadores. Los que prefieren a Abrahán son los que lo han seguido, este profeta y los que han creído» (Corán 89/3,67-68).


«Dios ha sido verídico. Seguid, pues, la religión de Abrahán, un recto. No era en absoluto de los asociadores» (Corán 89/3,95).


«¿Quién tiene mejor religión que quien somete su faz ante Dios, hace buenas obras, y sigue la religión de Abrahán, que fue recto? Y Dios tomó a Abrahán por amigo» (Corán 92/4:125).


«Seguid la religión de vuestro padre Abrahán (…) Elevad el rezo y dad el tributo» (Corán 103/22,78).


Todas estas alusiones, junto con otros versículos, sirvieron de base a los co­men­tadores musulmanes para afirmar la tesis de una supuesta «religión de Abrahán», que habría sido la religión monoteísta originaria, la «religión elevada» y verdadera, con la cual pretenden que se enlaza directamente al islam.


Como el Corán califica a Abrahán de hanif, en varias ocasiones, al­gunos eruditos han imaginado la existencia de un «hanifismo», que sería un culto monoteísta árabe preislámico, proveniente de Abrahán. Esto no pasa de ser un constructo gratuito, montado a partir del término hanif. Pero, ¿qué significa? En cuanto se contrapone a «asociador», hanif in­dicaría un creyente monoteísta, pero su traducción más exacta es simple­mente que era un hombre recto, honesto (calificativo tomado de lo que dijo el Señor a Abrahán, según Génesis 17,1).


De manera análoga, la tradición islámica considera a Abrahán como «musulmán», apoyándose en una traducción anacrónica de muslim, que significa literalmente «sumiso» (como hemos visto en Corán 89/3,67). No olvidemos que el sentido actual de musulmán como miembro de la religión islámica no apareció antes de la segunda mitad del siglo VIII, en época abasí, por lo que es erróneo proyectarlo en el Corán.


Por lo demás, contra esa extemporánea consideración de Abrahán como musulmán, cabe argumentar y mostrar su contradicción. Es sabido que para ser musulmán es condición necesaria testificar la fe en que no hay más dios que Dios y que Mahoma es su enviado. Es imprescindible testimoniar que Mahoma es el enviado de Dios. Asimismo, se requiere creer en el Corán y sus prescripciones. Si estos son los requisitos, ¿cómo se puede decir que Abrahán era ya un buen musulmán? Porque es evi­dente que Abrahán no pudo jamás hacer referencia ni a Mahoma, ni al Corán, que son condiciones imprescindibles para ser musulmán. Y, a la inversa, en caso de continuar afirmando que Abrahán fue un buen mu­sulmán, será obligado concluir que para serlo no es necesario ni el Corán, ni Mahoma, a los que él fue totalmente ajeno.


Dejando aparte la afirmación de que a cada nación ha enviado Dios su profeta (Corán 43/35,24; 70/16,36; 96/13,7), volvamos a examinar la «religión de Abrahán», para ver que no ostenta ninguna especificidad, pues se reduce a rechazar los ídolos y creer en un solo Dios, sin señalar unos mandamientos peculiares. Es el Corán el que afirma, en términos generales, que los profetas no difieren entre sí y que todos transmiten el mismo mensaje de Dios. Más en particular, en varios versículos donde se refiere a Abrahán, lo inserta en una historia que lo precede y que pro­sigue tras él. De modo que postula una identidad de la religión re­velada que se extendería a antes y después de Abrahán, que resulta ser entonces solo un eslabón de la cadena:


«Él os ha prescrito como religión lo que había ordenado a Noé, lo que te hemos revelado, así como lo que hemos ordenado a Abrahán, a Moisés y a Jesús» (Corán 62/42,13).


«Dios ha preferido a Adán, Noé, la familia de Abrahán y la familia de Amrán [padre de Moisés]» (Corán 89/3,33).


No parece que haya ninguna excepcionalidad en la religión de Abra­hán, que solo coincidiera con lo revelado a Mahoma, pues más bien se subraya la continuidad de la «religión de Dios» (Corán 102/24,2; 114/ 110,2), que abarca expresamente el judaísmo (Moisés) y el cristianismo (Jesús). En efecto, no se puede ocultar el hecho de que gran parte del contenido del Corán se deriva básicamente de las escrituras de la Biblia hebrea y del Evangelio, mientras que no se halla una sola palabra atribuible a un presunto con­tenido original de unas específicas «hojas de Abrahán» (cuando esa expresión aparece en Corán 8/87,19 y 23/53,36-37, en realidad, a lo que se refiere es a los pasajes del Pentateuco que hablan de él). Además, ¿cómo van a seguir los creyentes una religión de Abrahán de la que no se tiene ningún conocimiento en absoluto, según declara el pro­pio Corán (89/3,65-66)?


«No hacemos ninguna distinción entre sus enviados» (Corán 87/ 2,285; también: 89/3,84; 92/4,152).


«Él ha hecho descender sobre ti el libro con la verdad, que confirma lo que está antes de él. Y él ha hecho descender la Torá y el Evangelio» (Corán 89/3,3).


«Hemos creído en Dios, en lo que ha descendido sobre nosotros, en lo que ha descendido sobre Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las Tribus, y en lo que fue dado a Moisés, a Jesús y a los profetas, de parte de su Señor. No hacemos ninguna distinción entre unos y otros» (Corán 89/ 3,84).


«Te hemos revelado, como hemos revelado a Noé y a los profetas después de él. Y hemos revelado a Abrahán, Ismael, Jacob, las Tribus, Jesús, Job, Jonás, Aarón y Salomón. Y dimos a David los salmos» (Corán 92/4,163).


«Una verdadera promesa para él, contenida en la Torá, el Evangelio y el Corán» (113/9,111).


El Corán confirma expresamente la «ley de los antepasados» (Corán 43/35,43; 54/15,13; 69/18,55; 88/8,38), que es la misma Ley de Dios, concebida como inmutable: «Jamás encontrarás un cambio en la Ley de Dios» (Corán 43/35,43; 50/17,77; 90/33,38 y 62; 111/48,23).


De modo que no cabe mayor claridad: la religión contenida en el Corán es la de la Biblia, la de la Ley de Moisés y la del Evangelio de Jesús, por más que allí encontremos una versión adaptada a los destinatarios árabes. Aunque se diga que la religión elevada consiste en ser recto, cum­plir con el rezo y dar el tributo (Corán 100/98,5), no hay que olvidar que este compromiso comporta todo lo demás que está mandado.


El Corán atestigua dos hechos incontrovertibles. El primero, la pre­dicación de Mahoma consistió fundamentalmente en el anuncio escato­lógico y apocalíptico de la inminente venida o regreso de Jesús como Mesías del último día. El segundo, los pasajes coránicos más abundantes están dedicados al personaje de Moisés y a exaltar su Libro, la Torá, co­mo verdadera revelación y guía por parte de Dios. Además, los preceptos rituales y jurídicos del Corán constituyen, en su mayor parte, un calco de la Ley mosaica y su normativismo: circuncisión, prohibiciones alimenta­rias, abluciones, prosternaciones, estipulaciones de pureza e impureza, castigos corporales, etc. Si esto es así, el salto anacrónico y el entronque postulado tardíamente con una originaria «religión de Abrahán» dejan en evidencia un argumento especioso y falaz, destinado a crear la fantasía de que el islamismo fuera una religión inde­pendiente de la tradición bí­blica. Por contra, en las suras coránicas, la Torá se menciona 18 veces; el Evangelio, 12 veces; de ellas, cinco veces usando la expresión «la Torá y el Evangelio», y en todas esas ocasiones con una con­notación positiva.


Por otra parte, tropezamos con una tentativa de negar que fueran judíos Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus, cuando dice: «¿Acaso decís que Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus eran judíos o na­za­renos?» (Corán 87/2,140). Pero ¿cuándo se supone que empiezan los «judíos»? ¿Acaso no es judía la Biblia? Es posible que ahí solo se trate de un juego dialéctico o polémico.


La mención de los «profetas» bíblicos es abrumadora y Abrahán es solo un episodio de la serie. Lo que ocurre es que, en un momento dado, el Corán privilegia las referencias a Abrahán y desvía su significado, en un esfuerzo tardío por construir una genealogía autóctona con el fin de legitimar una religión árabe independiente. Esto evidencia una maniobra de los escribas, anacrónica y fallida, porque ya no era factible reescribir el texto coránico entero. La realidad es que, en el Corán, tanto antes como des­pués de la hégira, Moisés sigue siendo el depositario por anto­nomasia de la revelación divina, la Torá, y los hijos de Israel son los que están en posesión del libro con la buena dirección.



Ismael ocupa el puesto de Isaac en el sacrificio


El Corán menciona el nombre de Abrahán 70 veces, como ya hemos dicho; el de Ismael, 12 veces (aumentando: 5 antes y 7 después de la hégira); el de Isaac, 17 veces (disminuyendo: 12 antehegíricas, 5 pos­he­gíricas, estas cinco citado a continuación de Ismael). Ni una sola vez se nombra a Agar, la madre de Ismael.


Está claro que el Corán destaca la fe o religión de Abrahán, a quien señala como un buen modelo para los creyentes (Corán 91/60,4). Esto, a primera vista, coincide con lo que había afirmado el apóstol Pablo en sus cartas. Pero hay una diferencia crucial, en el sentido de que Pablo, mediante la interpretación de Abrahán como padre simbólico de todos los que creen en Dios, defiende la apertura tanto a judíos como a gen­tiles, sin distinción de origen. Por el contrario, en tácita polémica con Pablo, invirtiendo el sentido de la interpretación paulina en la carta a los Gálatas, el último desarrollo coránico vuelve a dar la mayor importancia al entronque «según la carne», reivindicando el privilegio árabe de per­tenecer a la progenie de Abrahán a través del linaje de su hijo Ismael. Así, l
a alianza con Abrahán e Isaac y el pueblo hebreo es distorsionada, mientras el Corán, que no menciona ninguna alianza con Abrahán, redi­rige la promesa divina como una concesión a Abrahán e Ismael, el pre­tendido epónimo de los árabes.


Mediante esa maniobra, se excogita un atajo hacia Abrahán, que salta por encima de toda la historia bíblica, al postular una descendencia abra­hánica alternativa, vía Ismael, que entonces ocupa el lugar de Isaac. Se vuelve a privilegiar la filiación biológica sobre la espiritual. Y con esta alteración semántica, en términos veterotestamentarios, el pueblo árabe viene a desplazar al pueblo hebreo como pueblo elegido. De la misma manera que, con un enfoque semejante, la exaltación de Mahoma se propone reem­plazar a Jesús.


Al narrar el sacrificio del hijo por parte de Abrahán, la Biblia habla de Isaac (Génesis 22,1-18), mientras que la tradición musulmana domi­nante habla de Ismael. El relato coránico reescribe la narración bíblica, contando la historia de tal manera que, para dar a entender que Ismael ocupa el lugar de Isaac, cambia el orden cronológico en el relato, inser­tando el sacrificio no consumado del hijo (Corán 56/37,101-107) antes de referir el nacimiento de Isaac, el hijo de Sara (Corán 56/37,112). Aunque en ningún momento se diga explícitamente que el nombre del hijo llevado al sacrificio es Ismael. Por otro lado, los exegetas musulma­nes no concuerdan en su interpretación, pues hay varios testimonios de los hadices que hablan del sacrificio de Isaac, lo mismo que la Biblia (cfr. Mraizika 2018b).


En las suras anteriores a la hégira, hay una ocasión en la que se le llama a Ismael profeta (Corán 44/19,54), y se intenta relacionarlo con varios profetas como Eliseo y Dul-Kifl [Abdías] (Corán 38/38,48), con Eliseo, Jonás y Lot (Corán 55/6,86), con Isaac (72/14,39), o con Idris [Henoc] y Abdías (73/21,85). Pero, luego, cuando, a lo largo de las suras, se reproduce la secuencia de los patriarcas bíblicos herederos de la pro­mesa, que habla de Abrahán, Isaac y Jacob (Corán 38/38,45; 53/12,38), vemos que nunca se incluye entre ellos a Ismael (lo que posi­blemente delata un estrato más antiguo del texto). Tampoco se emplea nunca la expresión «Abrahán e Ismael» con anterioridad a la hégira.


Sin embargo, los capítulos posteriores a la hégira destacan más la figura de Ismael, sobre todo en la sura 2, en orden cronológico la 87. Aparece el tándem «Abrahán e Ismael» actuando conjuntamente (Corán 87/25,125-127). Se asocian «Abrahán, Ismael e Isaac» como creyentes en un solo Dios (87/2,133). Y se insiste, por cuadruplicado, en insertar a Ismael en la secuencia de figuras del profetismo hebreo, po­niendo su nombre delante del de Isaac: se habla de lo revelado a Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus, Moisés y Jesús, Noé, Job, Jonás, Aarón, Salo­món, David (Corán 136 y 140; 89/3,84; 92/4,163-164). En todos estos casos, lógicamente, hay que contar con una alta probabilidad de que se trate de interpo­laciones posteriores.


A pesar de los intentos reiterados por consolidar el linaje de Abrahán e Isaac en el texto del Corán, resulta que la genealogía de Ismael acaba en él, como indiqué más arriba, y ya no se mencionan sus descendientes. En cambio, se explicita reiteradamente la línea de Isaac, Jacob, José, Am­rán, Moisés. Y también otro linaje que incluye a Noé, Abrahán, Moisés, Jesús (Corán 90/33,7).


El Corán afirma y reafirma una y otra vez que ha habido profetas enviados por Dios a los distintos pueblos. Pero, de hecho, lo que destaca expresamente es la secuencia de los patriarcas y profetas hebreos: Noé, Abrahán, Lot, Isaac, Ismael, Jacob, José, Moisés, Aarón, David, Salo­món, Eliseo, Jonás, Job, Juan Bautista y Jesús. Son presentados como si fueran los grandes profetas musulmanes y como transmisores de la recta dirección que hay que seguir (cfr. Corán 6,84-90). Todo ello demuestra que la llamada religión de Abrahán, lo mismo que la de Ismael, no es otra que la religión de los judíos recuperada.


A pesar del énfasis en una religión elevada y pura, lo que prima en la práctica no es nada prístino, anterior a Moisés, ni repristinado, como era la liberación de la circuncisión y de la Ley que esclaviza según defendía por Pablo, sino que es precisamente lo posterior a la promesa de la alianza por la fe simbolizada en Abrahán. Pues el sistema islámico impone la cir­cuncisión (aunque esta no se especifique en el Corán) e instaura una Ley trasunto de la Ley mosaica, como es la saría. En definitiva, el resultado es que encierra la religión en los moldes de un particularismo árabe, que viene a coartar la libertad de los creyentes musulmanes, al mismo tiempo que demoniza a todos los no musulmanes.



Abrahán e Ismael habrían fundado la caaba en La Meca


Según la Biblia, Abrahán fue llamado por Dios, pero allí propiamente no se lo considera profeta, sino patriarca (véase Génesis, capítulos 12 al 25), y nunca fue rey, ni hay constancia de que jamás estuviera en La Meca, suponiendo que La Meca existiera en aquel tiempo.


El Corán, no obstante, en su escueta historia, cuenta que Abrahán e Ismael pusieron los cimientos, o reconstruyeron y purificaron la Casa, el lugar de Abrahán, como lugar de reunión y refugio (pero sin decir dónde estaba situado), y allí instauraron el culto dando circunvoluciones, arro­dillándose y prosternándose (Corán 87/2,125). En otros pasajes, se habla de una Casa santuario en Bakka y de la peregrinación al lugar llamado de Abrahán (suras 3 y 22).


«Cuando Abrahán e Ismael levantaron los cimientos de la Casa, di­ciendo ‘Señor nuestro, acéptalo de nosotros’. (…) Haznos sumisos a ti, y a nuestra descendencia una nación sumisa a ti» (Corán 87/2,127-128).


«La primera Casa erigida para los humanos es la de Bakka, bendita y una dirección para los mundos» (Corán 89/3,96).


«Hay signos manifiestos, el lugar de Abrahán. Quien entra en él está seguro. Es un deber hacia Dios para los humanos hacer la peregrinación a la Casa» (Corán 89/3,97).


Con unos cuantos versículos se promueve a un personaje menor, como es Ismael, al rango de profeta y cofundador junto con Abrahán del culto puro en la Casa santuario, cuyo emplazamiento sigue siendo oscuro. La tradición musulmana sostiene que esa Casa se refiere al san­tuario caaba de La Meca, cuando por otro lado dicha Casa se localiza en Jerusalén, en el monte del Templo. Además, parece demostrado que el texto coránico jamás men­ciona el nombre de La Meca y que la identifi­cación de la palabra «Bakka» como Meca constituye una interpretación forzada e inadmisible.


Los pasajes que cuentan las acciones de institución cultual por parte de Abrahán e Ismael, que sirven de base para acuñar la denominación «la religión de Abrahán», son de los más intervenidos y remodelados, como han comprobado empíricamente los investigadores:


«Estos temas del culto y de su lugar no se tratan en el corpus del manuscrito DAM 01
29 ni en DAM 0125 y, en muchos códices, la au­sencia del principio de la sura 22 (La peregrinación), las innumerables borraduras de la sura 2 en las partes que describen el culto, hacen pensar que ese culto fue evolutivo. Dan Gibson ha probado el carácter tardío de la consagración de La Meca» (Mraizika 2018).


En lo que respecta a la designación del santuario como «casa», la terminología nos remite a la denominación de «casa» utilizada en Génesis 12,8 (también en Ezequiel 40,5 y Salmo 30,1), donde designa el santuario o templo de Jerusalén. El término caaba se refiere a la forma cúbica, que imita el tabernáculo o sanctasantórum del antiguo templo jerosolimita­no, destruido el año 70. Por lo demás, en la época del primer islam, se mencionan caabas en diferentes lugares, por ejemplo, en Petra.


Frente a la versión musulmana de que el emplazamiento del santua­rio es La Meca, las investigaciones han desmentido de forma terminante la presunta antigüedad de esa ciudad en su actual ubicación, lo que pone en entredicho la hipotética historicidad de la presencia en ella de Abra­hán (cfr. Crone 1977 y 1987; Gibson 2011; Qadr 2019: 93-95). Por lo tanto, cabe concluir que el «lugar de Abrahán», citado en la sura 2, no es en absoluto el que cree la tradición islámica.


El sitio en que Abrahán habría construido un santuario no sería otro que el monte del templo en Jerusalén, donde una antigua tradición he­brea sitúa el monte Moria, lugar del sacrificio de Isaac. Habría que olvi­darse, pues, de La Meca y del viaje del tándem Abrahán-Ismael. Los viajes de Abrahán a Egipto, al Néguev y a Betel, junto con Sara, fueron anteriores al nacimiento de Ismael (Génesis, cap. 12 y 13). Y en ninguno de ellos era necesario pasar ni de lejos por la región de la Arabia desierta.


Más de un siglo después de Mahoma, habían cambiado las circuns­tancias y entonces se alteró la historia: «Se mantenía el culto a las piedras sagradas, como la ka’aba (χαβαθάν), a la que le habían dado un nuevo significado, relacionándolo con la historia de Abrahán» (Martínez Ca­rrasco 2015: 110). Las repetidas revisiones del texto coránico y de su exégesis cambiaron el significado de la caaba, para relacionarla con la leyenda de Abrahán e Ismael. Y la versión oficial musulmana terminó cambiando el emplazamiento de culto en el santuario de Jerusalén (y probable­mente también el de la caaba de Petra, vinculada con la familia de Mahoma), de tal modo que su papel y su significado se transfirió a la nueva construcción de La Meca, que probablemente no databa de antes de la época de Abd Al-Malik. Pero el islam asumió y ocultó ese traslado, y se impuso una tardía interpretación como óptica desde la cual leer y reinterpretar el Corán.


Por último, Abrahán difícilmente pudo haber ido en compañía con Ismael, dado que, si atendemos a la narración del Génesis, después del nacimiento de Isaac, Abrahán desterró a Agar con su hijo Ismael, quie­nes marcharon al desierto y jamás regresaron.


Entre las referencias coránicas a Abrahán, queda pendiente una de importancia práctica, que tiene que ver con la calificación de Abrahán como «buen modelo» (Corán 91/60,4 y 6), una expresión que solo se atribuye además a Mahoma y una sola vez (Corán 90/33,21). Como el texto coránico no recoge expresamente el precepto de la circuncisión, la tradición mu­sulmana arguye en su favor diciendo que Abrahán, el buen modelo, se circuncidó y, por lo tanto, debe ser imitado en tal práctica.


Otro asunto tiene que ver con la idea de que los árabes descienden de Ismael. A pesar de tantas elucubraciones hagiográficas sobre Abrahán y su hijo bastardo, el hecho es que no existe prueba alguna de tal des­cendencia. No pasa de ser una suposición decir que Ismael, el hijo de Abrahán y Agar, es el ascendiente de los árabes, su antepasado, motivo por el que desde antiguo se han denominado «ismaelitas». Pero ¿tiene base histórica esta genealogía? Desde el punto de vista histórico, ¿se pue­de considerar a las poblaciones árabes como descendientes de Ismael?


En realidad, ni en la Biblia, ni fuera de ella se halla la menor prueba de que los árabes sean los descendientes de Ismael, el hijo de Agar y Abrahán. El libro del Génesis cuenta que los descendientes de Ismael se asentaron cerca de Asiria (Génesis 25,12-18), y no hay más información. El Nuevo testamento no cita ni una sola vez el nombre de Ismael, aunque la epístola a los gálatas se refiera a él al hablar del hijo de la esclava, en términos figurativos (Gálatas 4,22).


Por tanto, el conocimiento histórico no encuentra ninguna prueba que dé fundamento para afirmar que las poblaciones árabes o sarracenas desciendan de Ismael, el hijo del legendario Abrahán bíblico. Ninguna fuente histórica vincula a los árabes del desierto con Ismael. El estudio onomástico muestra que, con anterioridad al Corán, los árabes nunca se llamaron «hijos de Abrahán», ni «descendientes de Ismael». Lo que debió ocurrir es que, como el Corán (90/33,4-5) estipula que los hijos adop­tivos no se consideran verdaderos hijos, entonces quedaba sin explica­ción el hecho de que Dios hubiera escogido a Mahoma, un profeta no judío, sino árabe, desconectado de la promesa bíblica que Dios había hecho a Abrahán y su progenie. De ahí que hubiera necesidad de in­ventar un lazo de sangre para vincular a los árabes con Ismael, el hijo de Abrahán (cfr. Dagorn 1981). En todo caso, al margen de las especula­ciones, la tesis más se­gura es que Ismael no es el padre o antepasado de los árabes (cfr. Durie 2019).


Las invenciones retrospectivas del pasado no son raras. Se llevan a cabo siempre con una finalidad. Hay constancia de otra invención gene­alógica alternativa: en el siglo VII, circulaba la tradición de que los árabes des­cendían de Esaú, el hermano gemelo de Jacob, siendo Esaú y Jacob hijos de Isaac, hijo de Abrahán. Habría cierta base, puesto que, según el Génesis, Esaú se desposó con dos hijas de Ismael. Pero las mujeres no cuentan en el linaje. Lo que está claro es el empeño por apropiarse de la historia hebrea, para conseguir, mediante una reivindicación genea­lógica, entroncar míticamente con los herederos de la promesa.


Finalmente, desde otro punto de vista, cabría reseñar una observa­ción histórica acerca del inverosímil monoteísmo de Abrahán. Aunque aceptemos que los relatos bíblicos sobre Abrahán tienen un fundamento his­tórico, más o menos remoto, resulta anacrónico e incoherente atri­buirle la idea monoteísta. Él pudo creer en un solo Dios, el suyo y de su parentela, pero sin que eso supusiera negar los dioses de otras gentes. Es decir, la fe de Abrahán puede definirse como una forma de
henoteísmo, pero no calificarse de monoteísmo en sentido estricto. Desde el punto de vis­ta de la historia bíblica, habría que decir exactamente lo mismo con respecto al yahvismo de Moisés. Porque, como se estudia en la historia del Israel bíblico, el monoteísmo propiamente dicho no se consolidó hasta las reformas reli­giosas del rey Josías de Judá, que reinó entre 639-608 a. C. Lo que ocurrió fue que las sucesivas y profundas elaboraciones tex­tuales del Pentateuco acabaron retroproyectando este monoteísmo so­bre las épocas precedentes.



La superposición de capas semánticas en el texto coránico


El mejor modelo teórico para dar cuenta de las incoherencias observadas en el Corán consiste en desvelar las capas de significación superpuestas, exis­tentes en el texto como resultado de un complejo proceso de escritura. Aunque en ellas quepa detectar una evolución, no deben entenderse como una sucesión estricta de períodos de tiempo, uno encima del otro, sino que las capas o estratos se solapan en parte y de forma irregular. No se da una demarcación neta, sino que se refleja, más bien, un debate interno de posiciones distintas, y una polémica con grupos cercanos, que acabó finalmente creando el sistema sincrético del protoislam, en un Corán aún abierto a las modificaciones textuales y exegéticas propiciadas por el po­der político califal.


Un estudio interesante desde el punto de vista semántico es el pu­blicado por Carlos Segovia, que, conforme a los distintos pasajes del Co­rán, disecciona cuatro tipos de textos: a) fórmulas idénticas a las del cristianismo; b) enunciados favorables o de compromiso respecto al cris­tianismo; c) controversias con determinadas creencias cristianas, pro­pias de ciertos grupos; y d) posiciones de rechazo frontal que implican la pretensión de sustituir al cristianismo y al judaísmo (cfr. Segovia 2015: 45-47). Sin duda el análisis puede ser más complejo y tiene que ser mul­tidisciplinario, pero solo podemos avanzar poco a poco.


En un principio, lo que Mahoma predicó a los árabes, durante años, fue la obligación de someterse a la Torá de Moisés y prepararse para la venida apocalíptica del Mesías Jesús. Esta doctrina constituía el núcleo religioso del movimiento nazareno. Como queda expuesto más arriba, ni el islamismo primitivo, ni el texto coránico originario, contenían re­fe­rencias a una específica «religión de Abrahán», en contra de lo que fin­gen los apologistas muslimes y dan por sentado algunos biógrafos occi­den­tales obnubilados, al estilo de Karen Armstrong, en Mahoma. Biografía del profeta (1991). Tal pretensión solo fue introducida después de la ruptura con los judíos y los cristianos, con la intención de fabricarse un origen religioso independiente. Basta una lectura atenta del Corán para verificar cómo sus capítulos no cesan de repetir llamamientos a seguir lo revelado en la Torá y el Evangelio.


Al final del trayecto, las capas más recientes tienden a desarrollar una especie de abrahanización (e incluso de adanización) de la religión coránica, en la que se entrevé la reconstrucción califal a posteriori del texto (cfr. Qadr 2019: 262). A falta de escrituras abrahánicas fuera de la Biblia, se buscó atribuir a Abrahán e Ismael la fundación o institución de un culto (Corán 87/2,124-129), consistente en una serie de rituales, incluida la peregrinación a la Casa o santuario (reubicado en La Meca). Si bien lo cierto es que todos los elementos que se reúnen en ese culto son de pro­cedencia hebrea o preislámica.


Las incrustaciones textuales y la superposición de significados cam­biantes son un hecho probado
(cfr. Mraizika 2018a y 2018b). Y colisio­nan con el dogma islámico de la unicidad y mismidad de la religión proclamada por todos los profetas del Dios único. En fin, al recapitular los resultados del análisis del material coránico, es posible discernir las siguientes capas, de la más antigua a la más reciente, donde se aprecia la evolución del texto y de su significado:


A. Versículos con una completa ausencia de Ismael cuando se enuncia la genealogía de los profetas. De los 86 capítulos antehegíricos, solo se lo nombra en cinco y nunca en la secuencia de «Abrahán, Isaac y Jacob» (por ejemplo, Corán 38/38,45; 53/12,38).


B. Una elevación de Ismael a la categoría de profeta y su asociación con personajes bíblicos que caen fuera de la descendencia de Abrahán, como es el caso respecto a Eliseo, Jonás, Lot e Idris (Corán 38/38,48; 44/19,54; 55/6,86; 73/21,85).


C. Una inserción del nombre de Ismael en la genealogía principal, bioló­gica y profética, entre Abrahán e Isaac, en capítulos datados como pos­hegíricos (Corán 87/2,133, 136 y 140; 89/3,84; 92/4,163). Así s
e arreba­ta la promesa hecha a la descendencia de Abrahán, Isaac, Jacob y las tribus, injertando a Ismael en esa genealogía, sin duda para desviar la promesa por el linaje ismaelita, con el que, a su vez, se pretende vincular a los árabes.


D. Un reemplazamiento de Isaac por Ismael en el sacrificio
(Corán 56/37, 101-107). La interpretación exegética musulmana del sacrificio de Abra­hán hace que Ismael, el hijo de Agar, sustituya a Isaac, el hijo de Sara, de tal manera que este último pasa a ocupar el lugar privilegiado en la his­toria sagrada.


E. Una sustitución total de los sistemas religiosos judío y cristiano por la imaginaria «religión de Abrahán», una etiqueta para marcar la instau­ración de un nuevo culto, un nuevo templo, una nueva ciudad santa, un nuevo libro sagrado, una nueva lengua sagrada, un nuevo pueblo elegido, un nuevo profeta. Este nuevo sistema islámico comprende:


– El culto ritual y la peregrinación (Corán 87/2,125, etc.; suras 89/3 y 103/22).

– El templo, casa o lugar de Abrahán (Corán 87/2,127; 89/3,96-97).

– La ciudad de La Meca (¿Corán 89/3,96?). Aunque propiamente no se nombra en el Corán.

– El libro sagrado, el Corán (45/20,2; 45/20,113; 53/12,2; 98/76,23; 113/9,111).

– La lengua sagrada árabe (Corán 53/12,2; 61/41,3; 62/42,7; 63/ 43,3; 70/16,103).

– El pueblo elegido árabe, la mejor nación (Corán 89/3,110; Corán 113/9,39).

– El profeta Mahoma, el definitivo (Corán 90/33,40); aunque su nombre no está acreditado en el Corán.


Las conclusiones de estos análisis en torno a la caracterización corá­nica de Abrahán y su descendencia nos conducen a localizar y exhumar una serie de mutaciones que han afectado al texto en su literalidad y su sig­nificación, con la finalidad de consumar la gran sustitución en el do­minio religioso y político. Queda claro que la denominación de «ismae­litas» expresa la pretensión de enlazar directamente con Abrahán, ob­viando a Moisés y a Jesús, pertenecientes al linaje de Isaac, que es el de los judíos, para sustituirlo por el imaginario linaje de Ismael.


Descubrimos una cadena de sustituciones en consonancia con una reorientación doctrinal de mayor alcance, en el plano soteriológico, que apunta a la sustitución implícita de Jesús y su sacrificio redentor por otras figuras y otras acciones simbólicas, empezando por el rito de purifica­ción y la inmolación de Ismael, los cambios rituales y la sacralización de la muerte en la yihad.


Al regular el culto, al trasladar a La Meca el santuario, la ciudad y la alquibla, se reformó el espacio sagrado y el conjunto de las acciones sim­bólicas, despojando de su preeminencia a Jerusalén y su templo. Se trans­firió la ciudad santa desde Jerusalén a La Meca, y el sancta­sanctórum del templo de Jerusalén a la caaba de La Meca, con el objetivo estratégico premeditado de lograr no solo la autonomía, sino la hege­monía absoluta de la religión de Alá (Corán 88/8,39).


Al compilar, recomponer y oficializar el Corán, se reemplazó el libro revelado, que era fundamentalmente la Torá, provocando la ruptura me­diante la falsa acusación contra los judíos y los cristianos de haber falsi­ficado sus escrituras sagradas. En el fondo, se apropiaban de la Ley de Moisés, travestida como Ley islámica.


Al exaltar la lengua árabe como divina, desvalorizaron los libros bí­blicos en hebreo y arameo. Pero, en realidad, lo que hicieron fue se­cuestrar a los profetas bíblicos y presentarlos, en árabe, como profetas mu­sulmanes, no judíos, ni cristianos, sin otro mensaje propio que trans­mitir más que el predicado por Mahoma según versión califal.


Al proclamarse nuevo pueblo elegido, con la pretensión de ser los verdaderos creyentes, los mahometanos se incautaron de la elección di­vina a favor del pueblo árabe, en sustitución del pueblo judío, una vez estig­matizados los hijos de Israel por su supuesta infidelidad.


Al investir del profetismo supremo a Mahoma, se destituyó a Jesús como hijo de Dios, para travestirlo como profeta islámico, sin el mensaje evangélico, llegando incluso a especular con que Dios podría destruir al Mesías, si quisiera
(Corán 112/5,17).


En fin, de alguna manera, las primeras generaciones musulmanas lle­varon a cabo una especie de canibalismo cultural y religioso, que me­tabolizó la herencia judía y la cristiana, y las puso a nombre y bene­ficio de Mahoma y el islamismo.


La figura de Abrahán que acabó consolidándose en el Corán no constituye ningún paradigma de unión, ni de tolerancia, como pretende el tópico. El Corán lo propone
como «buen modelo» para los musul­manes, pero precisamente entonces lo describe en una actitud de intole­rancia radical, que se aplica luego a todos los descreídos, o sea, a todos los no musulmanes, sin excluir a judíos y cristianos:


«Tenéis un buen modelo en Abrahán y en los que estaban con él, cuando dijeron a sus gentes: ‘Nos desentendemos de vosotros y de lo que adoráis fuera de Dios. Renegamos de vosotros, y la enemistad y el odio han aparecido entre nosotros y vosotros para siempre, hasta que creáis solo en Dios’» (Corán 91/60,4).


A estas alturas, nos podemos permitir hacer algunas consideraciones filosóficas en torno al simbolismo representado por Abrahán. La figura de Abrahán, su interpretación y sus implicaciones no son algo irrelevante para nuestros días, en la medida en que ahí están en juego cuestiones clave que tienen que ver, todavía, con la historia, la política, la antro­pología, la filosofía y la teología.


La versión coránica e islámica de Abrahán, uncida a la regresión a un sistema religioso ritualista, legalista, teocrático e irracionalista, hace que las estructuras mentales de sus seguidores queden aherrojadas a pre­jui­cios de funestas consecuencias. Un efecto de conjunto de ese sis­tema es la pretensión de repudiar toda evolución religiosa y social: produce un aplana­miento del tiempo, que se querría suprimir, implantando lo eterno; segrega una vi­sión peyorativa de la historia humana y una represión de la libertad per­sonal, por cuanto idealiza el sometimiento a un orden social fijo e in­mu­table, convertido en valor absoluto.


Los lenguajes mítico, ritual y ético desplegados por el Corán implican tomas de po­sición con respecto a problemas que siguen teniendo plena vigencia hoy, y cuya hermenéutica nos hace pensar en cuestiones de fon­do, como las siguientes:


– Si el mundo es inteligible, o no, en función de la concepción islámica de Dios como pura voluntad. En este último caso, un Dios que hace lo que quiere a cada instante, que muda su promesa y su elección, incurre en la primacía del voluntarismo; está en con­tradicción con el Dios fiel a su promesa, cuyo logos sustenta la realidad y da confianza.


– Si la convivencia humana ha de fundarse en los vínculos tribales o, por el contrario, en derechos comunes a todos los humanos y en las libertades individuales. El privilegio de la vinculación tribal como con la estirpe biológica abrahánica implanta un etnicismo que torpedea la cons­trucción de proyectos abier­tos de convivencia.


– Si la religión y la política deben superar las diferencias de etnia, el racismo y el nacio­na­lismo, o no. La idea de una fe o cultura particularista, que impone la circuncisión para ser «hijos de Abrahán», constituye una metáfora opuesta a la irrelevancia del hecho de ser circuncisos o incir­cuncisos argumentada por Pablo.


– Si deben superarse las desigualdades de clase social, o no. El simple traspaso de la promesa divina de los hijos de Israel a los descendientes de Ismael, no promueve un esquema de igualdad, sino la inversión de la clase dominante.


– Si hay que reconocer el derecho a la libertad religiosa, o negarlo. El Abrahán coránico condena a su padre por tener otros dioses, y esta actitud respalda el principio de no tolerar una religión distinta del islam, todo lo contrario de lo que representa el Abrahán bíblico cuando respeta a su padre y él sigue su camino.



Abrahán, emblema más bien de la división entre religiones


La importancia de la figura de Abrahán se debe a que la Biblia relata que la historia del pueblo hebreo se remonta hasta él (siglo XVIII a. C.), a quien considera antepasado, patriarca, un hombre que creyó en Dios, con el que Dios estableció una alianza, y que recibió una promesa de bendición para él y su descendencia. La Biblia resalta la genealogía de Abrahán, Isaac y Jacob (también apodado Israel), de cuyos doce hijos descendían las doce tribus que formaron el pueblo de Israel, heredero de la promesa divina. Después de muchas andanzas y tragedias, una de esas tribus, la de Judá, daría nombre a los judíos y al judaísmo.


A principios de nuestra era, el cristianismo reinterpretó el significado de la figura de Abrahán, mediante una elaboración teológica expuesta por el apóstol Pablo en la carta a los gálatas, donde argumenta que la promesa divina está ahora abierta a toda la humanidad.


Unos siglos más tarde, el islamismo volvió sobre el tema, dando una versión de la historia de Abrahán que resulta más «judaica», en el sentido de que reivindica de nuevo la descendencia carnal como clave de la pro­mesa, aunque a la vez la altera, pues concibe una sustitución de Isaac por Ismael, de los judíos por los árabes, como nuevo pueblo elegido. Solo muy tardíamente introdujo el concepto más amplio de «musulmanes», no limitado a los árabes. Pero sin renunciar a la apro­piación en exclusiva de la herencia abrahánica.


Por eso, sería una equivocación ceder a la ilusión de que Abrahán emblematiza una unidad de fe compartida por las religiones judía, cris­tiana y mahometana. En realidad, simboliza todo lo contrario. A pesar de que los tres credos se refieran a Abrahán, es completamente equívoco hablar de «las tres religiones abrahánicas», como razona Rémi Brague (2007). Porque precisamente esa referencia las enfrenta, al postular cada parte un significado completamente diferente e incompatible con los de­más. En el fondo, el personaje del Abrahán coránico no responde al Abrahán bíblico, ni Dios establece con él ninguna alianza.


La figura de Abrahán no representa un punto de unión, sino de en­frentamiento. Para los que creen en el Corán, es incuestionable que «la religión de Abrahán» es exclusivamente la de Mahoma. De la misma ma­nera que «el pueblo del Libro» es únicamente el pueblo judío, que recibió de Moisés la Torá. Así que, si adoptamos el enfoque crítico de las refle­xiones expuestas por Rémi Brague, filósofo e historiador de la religión, será necesario desmontar el tópico, popular y académico, de una ange­lical convergencia interreligiosa:


«Desde hace algunos años, en el diálogo interreligioso y en los me­dios de comunicación en general, al referirse a las religiones cristiana, judaica y musulmana, se habla de ‘los tres monoteísmos’, ‘las tres religio­nes de Abrahán’ o ‘las tres religiones del libro’. Se utilizan estas expre­siones por motivos nobles: representan un lugar común o, eventualmen­te, un terreno de entendimiento. Sin embargo, esas expresiones son a la vez falsas (porque cada una oculta un grave error sobre la naturaleza de las tres religiones a las que se pretende colocar en un mismo plano) y peligrosas (porque favorecen una pereza mental que nos dispensa de examinar de cerca la realidad. Un verdadero diálogo ha de partir de otras premisas» (Brague 2007: 393).


 

Capítulo 5. Moisés prototipo de Mahoma