El sistema
islámico
4. Abrahán
anacrónicamente musulmán
PEDRO GÓMEZ
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- Abrahán en los relatos del libro
del Génesis
- Abrahán
reinterpretado por el apóstol Pablo
- Abrahán
reinterpretado por el Corán
- Ismael ocupa el puesto de Isaac
en el sacrificio
- Abrahán e Ismael
habrían fundado la caaba en La Meca
- La superposición de
capas semánticas en el texto coránico
- Abrahán, emblema más
bien de la división entre religiones
Abrahán
en los
relatos del libro del Génesis
Según la Biblia, el padre de
Abrahán, Téraj, salió de la
ciudad de Ur y se
instaló en Jarán. Y desde Jarán emprendió Abrahán su camino hacia la
tierra
prometida.
El
capítulo 17 del Génesis
narra la legendaria historia de Abrahán. El Señor Dios se le apareció e
hizo
una alianza con él y con su descendencia, con la promesa de que
llegaría a ser el
padre de una multitud de pueblos, y les otorgó como heredad la tierra
de
Canaán. Después de esto, ordenó a Abrahán que todos los varones de su
estirpe
se circuncidaran, de generación en generación, en señal de la alianza
(Génesis
17,10-14). Y así lo cumplió Abrahán, comenzando por sí mismo y por su
hijo
Ismael, junto con todos los varones de su casa (Génesis 17,23-24).
Dios
también extendió la promesa a Abrahán (Génesis 19,13) y a su esclava
Agar
(Génesis 19,18) con respecto al hijo de ambos, Ismael, quien daría
origen a una
gran nación, pero con restricciones, de modo que se beneficiaría de la
promesa
solamente en parte, pues no entraría en posesión de la tierra
prometida, el
país de Canaán (Génesis 17,8). Después del nacimiento de Isaac, hijo de
Sara,
la esposa legítima, Abrahán expulsó a Agar con su hijo Ismael. Ella se
fue y
estuvo vagando por el desierto de Berseba y allí encontró agua. Así,
Ismael y
los suyos vivieron por los desiertos (Génesis 19,14 y 20), y en
territorios al
sur del Tigris (Génesis 25,18).
En
el capítulo 22, se cuenta el conocido episodio del sacrificio de Isaac,
no
consumado, en un monte del país de Moria. Y el Señor reafirmó a
Abrahán la
bendición prometida en favor de su descendencia, que alcanzaría a todos
los
pueblos de la tierra (cfr. Génesis 22,1-18).
La
Biblia menciona sumariamente
a los descendientes de Ismael (Génesis 25,12-18). Más tarde, Esaú
tomaría entre
sus mujeres a dos hijas de Ismael, Majla (Génesis 28,9) y Basemat
(Génesis
36,2-3). Y, en el relato subsiguiente, la suerte futura de los
ismaelitas se va
difuminando poco a poco. Ya no continúa la historia de Ismael. Y el
linaje de
la promesa, según la narración, prosigue a través de Isaac y Jacob y
las
tribus de Israel. Por otro lado, en ningún momento encontramos base
bíblica para
considerar «árabes» a los descendientes de Ismael.
El
Corán, por su parte, no da
siquiera un solo nombre de los descendientes de Ismael. Por el
contrario,
todos los personajes proféticos que menciona, con posterioridad a
Abrahán e
Ismael, son hijos de Israel, es decir, de la progenie de Isaac y Jacob.
Abrahán
reinterpretado por el apóstol Pablo
La figura de Abrahán sigue
ostentando una importancia capital
en los
escritos del Nuevo testamento, donde su nombre aparece en más
de setenta
ocasiones. Se habla de los «hijos de Abrahán» seis veces. Y de «la fe
de
Abrahán», dos veces. Se observa una clara continuidad con respecto a la
teología de la Biblia hebrea, ya que remite al Dios de Abrahán, de
Isaac y de
Jacob, así como a Moisés (Marcos 12,26), evocando al «Dios de nuestros
padres»
(Hechos 3,13). De modo que, en general, ser «hijo de Abrahán» significa
conjuntamente tanto la pertenencia al pueblo judío como la verdadera fe
en
Dios. Sin embargo, los primeros escritos cristianos empezaron a
plantear una
crítica a esa concepción tradicional.
En los
Evangelios, la
genealogía de Jesús se hace remontar hasta Abrahán. Juan Bautista,
frente a los
que creían estar a salvo por ser hijos de Abrahán, proclama que «de
estas
piedras puede Dios sacarle hijos a Abrahán» (Mateo 3,9; Lucas 3,8).
Jesús, en
una discusión con escribas y fariseos, les echa en cara que, si son
hijos de
Abrahán, actúen como Abrahán (Juan 8,39).
En la
carta a los romanos,
Pablo distingue entre Abrahán como «padre según la carne» (Romanos 4,1)
y
Abrahán en cuanto creyente, al que la fe le valió la justificación, aun
antes
de estar circuncidado, en virtud de lo cual se convirtió en «padre de
todos los
incircuncisos que creen» (Romanos 4,9-11) de origen pagano. Mediante
esta
interpretación, según la cual basta la fe en Dios para ser hijo de
Abrahán, la
promesa se universaliza a toda la humanidad: está disponible para todos
los que
siguen la fe de Abrahán, y no solo para el pueblo judío y los que están
bajo la
Ley. Porque, según Pablo, la Ley aparece como un añadido secundario a
la
promesa.
En el
mismo sentido, la
epístola a los gálatas desarrolla la idea de que, en Abrahán, a quien
la fe le
valió la justificación, Dios prometió la bendición para todas las
naciones:
«Sabed de una vez que hijos de Abrahán son únicamente quienes viven de
la fe»
(Gálatas 3,7). Así, gracias a Jesús el Mesías, la bendición de Abrahán
llega
hasta los paganos, que también reciben el Espíritu prometido (Gálatas
3,14).
Esos son los verdaderos hijos de Abrahán, libres de la circuncisión y
libres
de la Ley. Pablo hace una interpretación alegórica, en la que, sin
mencionar el
nombre de Ismael, habla del hijo de la esclava, como figura
representativa de
los judíos de la antigua alianza que no aceptan la libertad del
Evangelio
(Gálatas 4,22-25).
El
apóstol Pablo nunca es
citado por su nombre en el Corán y, sin embargo, hay una polémica
soterrada con
él en muchos aspectos. Uno de ellos es precisamente el que tiene que
ver con
Abrahán.
Abrahán
reinterpretado por el Corán
El texto coránico exalta la figura
de Abrahán. Desarrolla un
relato detallado
de la profesión de fe monoteísta de Abrahán (Corán 47/26,69-89). En
general,
compendia episodios tomados del Abrahán bíblico (Corán 67/51,24-37, que
ofrece
una versión reducida de Génesis 18,2-33 y 19,1-29). Altera alguna
perícopa,
como la del sacrificio del hijo. Y añade historias que no están en la
Biblia,
como la discusión con su padre Téraj, que adoraba a otros dioses (Corán
44/19,43-47). Esto último, según los entendidos, procede del Libro
de los
jubileos y del Talmud.
La
tradición musulmana sustenta la
elucubración de que la religión verdadera (supuestamente el islamismo)
se
habría revelado ya al primer hombre, Adán, por lo que llega a decir que
todo
humano nace siendo musulmán y se aparta de ello cuando es educado por
las
distintas tradiciones. Además, sostiene que esa religión monoteísta se
habría
expresado con toda su pureza en Abrahán, quien, al parecer, no tendría
mucho
que ver con el pueblo judío, sino, vía Ismael, más bien con los árabes,
sobre
todo con Mahoma y sus seguidores.
Este
tipo de interpretación no puede
esconder que tiene como finalidad lograr una arabización e
islamización de la
figura de Abrahán, al convertirlo anacrónicamente en musulmán, una
especie de
musulmán primordial. Por este atajo, se pretende reivindicar una fuente
no
hebrea para el monoteísmo coránico, de donde dimanaría la verdadera
religión, a
la que habría regresado Mahoma y el islam. La objeción más obvia a tal
pretensión
es que no cuadra en absoluto con muchas aleyas del propio Corán, que,
para
empezar, sintomáticamente nombra a Moisés el doble de veces que a
Abrahán
(Moisés 137 veces; Abrahán 70 veces).
Si
hacemos una búsqueda en el texto, el
enunciado «la religión de Abrahán» aparece 7 veces (2 antehegíricas, 5
poshegíricas). La tradición musulmana sostiene que se trata de la
única
religión recta, anterior y superior a la Biblia, con la que
entroncaría la
religión de Mahoma, propia de los árabes, supuestos descendientes de
Ismael,
el hijo de Abrahán. Pero esta interpretación no parece tan asentada ni
relevante, puesto que el propio Corán aporta argumentos que la ponen en
entredicho.
Leamos
las alusiones coránicas
a la religión de Abrahán, para luego tratar de dilucidar y comprender
su
significado:
«Mi
Señor me ha dirigido por un camino
recto, una religión elevada, la religión de Abrahán, el recto. Él no
era de los
asociadores» (Corán 55/6,161).
«Luego
te revelamos: ‘Sigue la religión
de Abrahán, que era recto. No era de los asociadores’» (Corán
70/16,123).
«¿Quién
desea algo diferente de la
religión de Abrahán, sino el insensato?» (Corán 87/2,130).
«Dijeron:
‘Sed judíos o nazarenos, y
estaréis dirigidosְ’.
Di: ‘[Seguimos] más bien la religión de Abrahán, un recto’. No era en
absoluto de los asociadores» (Corán 87/2,135).
«Abrahán
no era ni judío ni nazareno,
sino recto, sumiso. No era en absoluto de los asociadores. Los que
prefieren a
Abrahán son los que lo han seguido, este profeta y los que han creído»
(Corán
89/3,67-68).
«Dios
ha sido verídico. Seguid, pues, la
religión de Abrahán, un recto. No era en absoluto de los asociadores»
(Corán
89/3,95).
«¿Quién
tiene mejor religión que quien
somete su faz ante Dios, hace buenas obras, y sigue la religión de
Abrahán, que
fue recto? Y Dios tomó a Abrahán por amigo» (Corán 92/4:125).
«Seguid
la religión de vuestro
padre Abrahán (…) Elevad el rezo y dad el tributo» (Corán 103/22,78).
Todas
estas alusiones, junto
con otros versículos, sirvieron de base a los comentadores musulmanes
para
afirmar la tesis de una supuesta «religión de Abrahán», que habría sido
la
religión monoteísta originaria, la «religión elevada» y verdadera, con
la cual
pretenden que se enlaza directamente al islam.
Como el
Corán califica a Abrahán de hanif,
en varias ocasiones, algunos eruditos han imaginado la existencia de
un
«hanifismo», que sería un culto monoteísta árabe preislámico,
proveniente de
Abrahán. Esto no pasa de ser un constructo gratuito, montado a partir
del
término hanif. Pero, ¿qué significa? En cuanto se contrapone a
«asociador», hanif indicaría un
creyente monoteísta, pero su traducción más exacta es simplemente que
era un
hombre recto, honesto (calificativo tomado de lo que dijo el
Señor a Abrahán,
según Génesis 17,1).
De
manera análoga, la tradición islámica
considera a Abrahán como «musulmán», apoyándose en una traducción
anacrónica de muslim, que significa literalmente «sumiso»
(como hemos visto en Corán
89/3,67). No olvidemos que el sentido actual de musulmán como miembro
de la
religión islámica no apareció antes de la segunda mitad del siglo VIII,
en
época abasí, por lo que es erróneo proyectarlo en el Corán.
Por lo
demás, contra esa extemporánea
consideración de Abrahán como musulmán, cabe argumentar y
mostrar su
contradicción. Es sabido que para ser musulmán es condición necesaria
testificar la fe en que no hay más dios que Dios y que Mahoma es su
enviado. Es
imprescindible testimoniar que Mahoma es el enviado de Dios. Asimismo,
se
requiere creer en el Corán y sus prescripciones. Si estos son los
requisitos,
¿cómo se puede decir que Abrahán era ya un buen musulmán? Porque es
evidente
que Abrahán no pudo jamás hacer referencia ni a Mahoma, ni al Corán,
que son
condiciones imprescindibles para ser musulmán. Y, a la inversa, en caso
de
continuar afirmando que Abrahán fue un buen musulmán, será obligado
concluir
que para serlo no es necesario ni el Corán, ni Mahoma, a
los que él fue totalmente ajeno.
Dejando
aparte la afirmación de
que a cada nación ha enviado Dios su profeta (Corán 43/35,24; 70/16,36;
96/13,7), volvamos a examinar la «religión de Abrahán», para ver que no
ostenta
ninguna especificidad, pues se reduce a rechazar los ídolos y creer en
un solo
Dios, sin señalar unos mandamientos peculiares. Es el Corán el que
afirma, en
términos generales, que los profetas no difieren entre sí y que todos
transmiten el mismo mensaje de Dios. Más en particular, en varios
versículos
donde se refiere a Abrahán, lo inserta en una historia que lo precede y
que prosigue
tras él. De modo que postula una identidad de la religión revelada que
se
extendería a antes y después de Abrahán, que resulta
ser entonces
solo un eslabón de la cadena:
«Él os
ha prescrito como
religión lo que había ordenado a Noé, lo que te hemos revelado, así
como lo que
hemos ordenado a Abrahán, a Moisés y a Jesús» (Corán 62/42,13).
«Dios
ha preferido a Adán, Noé,
la familia de Abrahán y la familia de Amrán [padre de Moisés]» (Corán
89/3,33).
No
parece que haya ninguna
excepcionalidad en la religión de Abrahán, que solo coincidiera con lo
revelado a Mahoma, pues más bien se subraya la continuidad de la
«religión de
Dios» (Corán 102/24,2; 114/ 110,2), que abarca expresamente el judaísmo
(Moisés) y el cristianismo (Jesús). En efecto, no se puede ocultar el
hecho de
que gran parte del contenido del Corán se deriva básicamente de las
escrituras
de la Biblia hebrea y del Evangelio, mientras que no se halla una sola
palabra atribuible
a un presunto contenido original de unas específicas «hojas de
Abrahán» (cuando
esa expresión aparece en Corán 8/87,19 y 23/53,36-37, en realidad, a lo
que se
refiere es a los pasajes del Pentateuco que hablan de él). Además,
¿cómo van a
seguir los creyentes una religión de Abrahán de la que no se tiene
ningún
conocimiento en absoluto, según declara el propio Corán (89/3,65-66)?
«No
hacemos ninguna distinción
entre sus enviados» (Corán 87/ 2,285; también: 89/3,84; 92/4,152).
«Él ha
hecho descender sobre ti
el libro con la verdad, que confirma lo que está antes de él. Y él ha
hecho
descender la Torá y el Evangelio» (Corán 89/3,3).
«Hemos
creído en Dios, en lo
que ha descendido sobre nosotros, en lo que ha descendido sobre
Abrahán,
Ismael, Isaac, Jacob y las Tribus, y en lo que fue dado a Moisés, a
Jesús y a
los profetas, de parte de su Señor. No hacemos ninguna distinción entre
unos y
otros» (Corán 89/ 3,84).
«Te
hemos revelado, como hemos
revelado a Noé y a los profetas después de él. Y hemos revelado a
Abrahán,
Ismael, Jacob, las Tribus, Jesús, Job, Jonás, Aarón y Salomón. Y dimos
a David
los salmos» (Corán 92/4,163).
«Una
verdadera promesa para él,
contenida en la Torá, el Evangelio y el Corán» (113/9,111).
El
Corán confirma expresamente
la «ley de los antepasados» (Corán 43/35,43; 54/15,13; 69/18,55;
88/8,38), que
es la misma Ley de Dios, concebida como inmutable: «Jamás encontrarás
un cambio
en la Ley de Dios» (Corán 43/35,43; 50/17,77; 90/33,38 y 62;
111/48,23).
De modo
que no cabe mayor
claridad: la religión contenida en el Corán es la de la Biblia, la de
la Ley de
Moisés y la del Evangelio de Jesús, por más que allí encontremos una
versión
adaptada a los destinatarios árabes. Aunque se diga que la religión
elevada
consiste en ser recto, cumplir con el rezo y dar el tributo (Corán
100/98,5), no
hay que olvidar que este compromiso comporta todo lo demás que está
mandado.
El
Corán atestigua dos hechos
incontrovertibles. El primero, la predicación de Mahoma consistió
fundamentalmente en el anuncio escatológico y apocalíptico de la
inminente
venida o regreso de Jesús como Mesías del último día. El segundo, los
pasajes
coránicos más abundantes están dedicados al personaje de Moisés y a
exaltar su
Libro, la Torá, como verdadera revelación y guía por parte de Dios.
Además,
los preceptos rituales y jurídicos del Corán constituyen, en su mayor
parte, un
calco de la Ley mosaica y su normativismo: circuncisión, prohibiciones
alimentarias,
abluciones, prosternaciones, estipulaciones de pureza e impureza,
castigos
corporales, etc. Si esto es así, el salto anacrónico y el entronque
postulado
tardíamente con una originaria «religión de Abrahán» dejan en evidencia
un
argumento especioso y falaz, destinado a crear la fantasía de que el
islamismo
fuera una religión independiente de la tradición bíblica. Por contra,
en las
suras coránicas, la Torá se menciona 18 veces; el Evangelio, 12 veces;
de
ellas, cinco veces usando la expresión «la Torá y el Evangelio», y en
todas
esas ocasiones con una connotación positiva.
Por
otra parte, tropezamos con
una tentativa de negar que fueran judíos Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob
y las
tribus, cuando dice: «¿Acaso decís que Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y
las
tribus eran judíos o nazarenos?» (Corán 87/2,140). Pero ¿cuándo se
supone que
empiezan los «judíos»? ¿Acaso no es judía la Biblia? Es posible que ahí
solo se
trate de un juego dialéctico o polémico.
La
mención de los «profetas»
bíblicos es abrumadora y Abrahán es solo un episodio de la serie. Lo
que ocurre
es que, en un momento dado, el Corán privilegia las referencias a
Abrahán y
desvía su significado, en un esfuerzo tardío por construir una
genealogía
autóctona con el fin de legitimar una religión árabe independiente.
Esto
evidencia una maniobra de los escribas, anacrónica y fallida, porque ya
no era
factible reescribir el texto coránico entero. La realidad es que, en el
Corán,
tanto antes como después de la hégira, Moisés sigue siendo el
depositario por
antonomasia de la revelación divina, la Torá, y los hijos de Israel
son los
que están en posesión del libro con la buena dirección.
Ismael ocupa
el puesto de Isaac en el
sacrificio
El Corán menciona el
nombre de Abrahán 70 veces, como ya hemos dicho; el de Ismael, 12 veces
(aumentando: 5 antes y 7 después de la hégira); el de Isaac, 17 veces
(disminuyendo: 12 antehegíricas, 5 poshegíricas, estas cinco citado a
continuación de Ismael). Ni una sola vez se nombra a Agar, la madre de
Ismael.
Está
claro que el Corán destaca
la fe o religión de Abrahán, a quien señala como un buen modelo para
los
creyentes (Corán 91/60,4). Esto, a primera vista, coincide con lo que
había
afirmado el apóstol Pablo en sus cartas. Pero hay una diferencia
crucial, en el
sentido de que Pablo, mediante la interpretación de Abrahán como padre
simbólico de todos los que creen en Dios, defiende la apertura tanto a
judíos
como a gentiles, sin distinción de origen. Por el contrario, en tácita
polémica con Pablo, invirtiendo el sentido de la interpretación paulina
en la
carta a los Gálatas, el último desarrollo coránico vuelve a dar la
mayor
importancia al entronque «según la carne», reivindicando el privilegio
árabe de
pertenecer a la progenie de Abrahán a través del linaje de su hijo
Ismael.
Así, la alianza con Abrahán e Isaac y el pueblo
hebreo es distorsionada,
mientras el Corán, que no menciona ninguna alianza con Abrahán,
redirige la
promesa divina como una concesión a Abrahán e Ismael, el pretendido
epónimo de
los árabes.
Mediante
esa maniobra, se
excogita un atajo hacia Abrahán, que salta por encima de toda la
historia
bíblica, al postular una descendencia abrahánica alternativa, vía
Ismael, que
entonces ocupa el lugar de Isaac. Se vuelve a privilegiar la filiación
biológica sobre la espiritual. Y con esta alteración semántica, en
términos
veterotestamentarios, el pueblo árabe viene a desplazar al pueblo
hebreo como
pueblo elegido. De la misma manera que, con un enfoque semejante, la
exaltación
de Mahoma se propone reemplazar a Jesús.
Al
narrar el sacrificio del
hijo por parte de Abrahán, la Biblia habla de Isaac (Génesis 22,1-18),
mientras
que la tradición musulmana dominante habla de Ismael. El relato
coránico
reescribe la narración bíblica, contando la historia de tal manera que,
para
dar a entender que Ismael ocupa el lugar de Isaac, cambia el orden
cronológico
en el relato, insertando el sacrificio no consumado del hijo (Corán
56/37,101-107) antes de referir el nacimiento de Isaac, el hijo de Sara
(Corán
56/37,112). Aunque en ningún momento se diga explícitamente que el
nombre del
hijo llevado al sacrificio es Ismael. Por otro lado, los exegetas
musulmanes
no concuerdan en su interpretación, pues hay varios testimonios de los
hadices
que hablan del sacrificio de Isaac, lo mismo que la Biblia
(cfr.
Mraizika 2018b).
En las
suras anteriores a la
hégira, hay una ocasión en la que se le llama a Ismael profeta (Corán
44/19,54), y se intenta relacionarlo con varios profetas como Eliseo y
Dul-Kifl
[Abdías] (Corán 38/38,48), con Eliseo, Jonás y Lot (Corán 55/6,86), con
Isaac
(72/14,39), o con Idris [Henoc] y Abdías (73/21,85). Pero, luego,
cuando, a lo
largo de las suras, se reproduce la secuencia de los patriarcas
bíblicos
herederos de la promesa, que habla de Abrahán, Isaac y Jacob (Corán
38/38,45;
53/12,38), vemos que nunca se incluye entre ellos a Ismael (lo que
posiblemente
delata un estrato más antiguo del texto). Tampoco se emplea nunca la
expresión
«Abrahán e Ismael» con anterioridad a la hégira.
Sin
embargo, los capítulos
posteriores a la hégira destacan más la figura de Ismael, sobre todo en
la sura
2, en orden cronológico la 87. Aparece el tándem «Abrahán e Ismael»
actuando
conjuntamente (Corán 87/25,125-127). Se asocian «Abrahán, Ismael e
Isaac» como
creyentes en un solo Dios (87/2,133). Y se insiste, por cuadruplicado,
en
insertar a Ismael en la secuencia de figuras del profetismo hebreo,
poniendo
su nombre delante del de Isaac: se habla de lo revelado a Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus,
Moisés y Jesús, Noé, Job, Jonás, Aarón, Salomón, David (Corán 136 y
140;
89/3,84; 92/4,163-164). En todos estos casos, lógicamente, hay que
contar con una
alta probabilidad de que se trate de interpolaciones posteriores.
A pesar
de los intentos reiterados
por consolidar el linaje de Abrahán e Isaac en el texto del Corán,
resulta que la
genealogía de Ismael acaba en él, como indiqué más arriba, y ya no se
mencionan
sus descendientes. En cambio, se explicita reiteradamente la línea de
Isaac,
Jacob, José, Amrán, Moisés. Y también otro linaje que incluye a Noé,
Abrahán,
Moisés, Jesús (Corán 90/33,7).
El
Corán afirma y reafirma una
y otra vez que ha habido profetas enviados por Dios a los distintos
pueblos.
Pero, de hecho, lo que destaca expresamente es la secuencia de los
patriarcas y
profetas hebreos: Noé, Abrahán, Lot, Isaac, Ismael, Jacob, José,
Moisés, Aarón,
David, Salomón, Eliseo, Jonás, Job, Juan Bautista y Jesús. Son
presentados
como si fueran los grandes profetas musulmanes y como transmisores de
la recta dirección
que hay que seguir (cfr. Corán 6,84-90). Todo ello demuestra que la
llamada
religión de Abrahán, lo mismo que la de Ismael, no es otra que la
religión de
los judíos recuperada.
A pesar
del énfasis en una
religión elevada y pura, lo que prima en la práctica no es nada
prístino,
anterior a Moisés, ni repristinado, como era la liberación de la
circuncisión y
de la Ley que esclaviza según defendía por Pablo, sino que es
precisamente lo
posterior a la promesa de la alianza por la fe simbolizada en
Abrahán. Pues
el sistema islámico impone la circuncisión (aunque esta no se
especifique en
el Corán) e instaura una Ley trasunto de la Ley mosaica, como es la saría.
En definitiva, el resultado es que encierra la religión en los moldes
de un
particularismo árabe, que viene a coartar la libertad de los creyentes
musulmanes,
al mismo tiempo que demoniza a todos los no musulmanes.
Abrahán e
Ismael
habrían fundado la caaba en La Meca
Según la Biblia, Abrahán fue
llamado por
Dios, pero allí propiamente no se lo considera profeta, sino patriarca
(véase
Génesis, capítulos 12 al 25), y nunca fue rey, ni hay constancia de que
jamás
estuviera en La Meca, suponiendo que La Meca existiera en aquel tiempo.
El
Corán, no obstante, en su
escueta historia, cuenta que Abrahán e Ismael pusieron los cimientos, o
reconstruyeron y purificaron la Casa, el lugar de Abrahán, como lugar
de
reunión y refugio (pero sin decir dónde estaba situado), y allí
instauraron el
culto dando circunvoluciones, arrodillándose y prosternándose (Corán
87/2,125). En otros pasajes, se habla de una Casa santuario en Bakka y
de la
peregrinación al lugar llamado de Abrahán (suras 3 y 22).
«Cuando
Abrahán e Ismael
levantaron los cimientos de la Casa, diciendo ‘Señor nuestro, acéptalo
de
nosotros’. (…) Haznos sumisos a ti, y a nuestra descendencia una nación
sumisa
a ti» (Corán 87/2,127-128).
«La
primera Casa erigida para
los humanos es la de Bakka, bendita y una dirección para los mundos»
(Corán
89/3,96).
«Hay
signos manifiestos, el
lugar de Abrahán. Quien entra en él está seguro. Es un deber hacia Dios
para
los humanos hacer la peregrinación a la Casa» (Corán 89/3,97).
Con
unos cuantos versículos se
promueve a un personaje menor, como es Ismael, al rango de profeta y
cofundador
junto con Abrahán del culto puro en la Casa santuario, cuyo
emplazamiento sigue
siendo oscuro. La tradición musulmana sostiene que esa Casa se refiere
al santuario
caaba de La Meca, cuando por otro lado dicha Casa se localiza en
Jerusalén, en
el monte del Templo. Además, parece demostrado que el texto coránico
jamás menciona
el nombre de La Meca y que la identificación de la palabra «Bakka»
como Meca constituye
una interpretación forzada e inadmisible.
Los
pasajes que cuentan las
acciones de institución cultual por parte de Abrahán e Ismael, que
sirven de
base para acuñar la denominación «la religión de Abrahán», son de los
más
intervenidos y remodelados, como han comprobado empíricamente los
investigadores:
«Estos
temas del culto y de su
lugar no se tratan en el corpus del manuscrito DAM 01‐29
ni en DAM 01‐25 y, en muchos códices,
la ausencia del principio de la sura 22 (La peregrinación),
las innumerables borraduras de la sura 2 en las partes que describen el
culto,
hacen pensar que ese culto fue evolutivo. Dan Gibson ha probado el carácter tardío de la
consagración de La Meca»
(Mraizika 2018).
En lo
que respecta a la
designación del santuario como «casa», la terminología nos remite a la
denominación de «casa» utilizada en Génesis 12,8 (también en Ezequiel
40,5 y
Salmo 30,1), donde designa el santuario o templo de Jerusalén. El
término caaba
se refiere a la forma cúbica, que imita el tabernáculo o sanctasantórum
del
antiguo templo jerosolimitano, destruido el año 70. Por lo demás, en
la época
del primer islam, se mencionan caabas en diferentes lugares, por
ejemplo, en
Petra.
Frente
a la versión musulmana
de que el emplazamiento del santuario es La Meca, las investigaciones
han
desmentido de forma terminante la presunta antigüedad de esa ciudad en
su
actual ubicación, lo que pone en entredicho la hipotética historicidad
de la
presencia en ella de Abrahán (cfr. Crone 1977 y 1987; Gibson 2011;
Qadr 2019:
93-95). Por lo tanto, cabe concluir que el «lugar de Abrahán», citado
en la
sura 2, no es en absoluto el que cree la tradición islámica.
El
sitio en que Abrahán habría
construido un santuario no sería otro que el monte del templo en
Jerusalén,
donde una antigua tradición hebrea sitúa el monte Moria, lugar del
sacrificio
de Isaac. Habría que olvidarse, pues, de La Meca y del viaje del
tándem
Abrahán-Ismael. Los viajes de Abrahán a Egipto, al Néguev y a Betel,
junto con Sara,
fueron anteriores al nacimiento de Ismael (Génesis, cap. 12 y 13). Y en
ninguno
de ellos era necesario pasar ni de lejos por la región de la Arabia
desierta.
Más de
un siglo después de
Mahoma, habían cambiado las circunstancias y entonces se alteró la
historia:
«Se mantenía el culto a las piedras sagradas, como la ka’aba
(χαβαθάν),
a la que le habían dado un nuevo significado, relacionándolo con la
historia de
Abrahán» (Martínez Carrasco 2015: 110). Las repetidas revisiones del
texto
coránico y de su exégesis cambiaron el significado de la caaba, para
relacionarla con la leyenda de Abrahán e Ismael. Y la versión oficial
musulmana
terminó cambiando el emplazamiento de culto en el santuario de
Jerusalén (y
probablemente también el de la caaba de Petra, vinculada con la
familia de
Mahoma), de tal modo que su papel y su significado se transfirió a la
nueva
construcción de La Meca, que probablemente no databa de antes de la
época de
Abd Al-Malik. Pero el islam asumió y ocultó ese traslado, y se impuso
una
tardía interpretación como óptica desde la cual leer y reinterpretar el
Corán.
Por
último, Abrahán
difícilmente pudo haber ido en compañía con Ismael, dado que, si
atendemos a la
narración del Génesis, después del nacimiento de Isaac, Abrahán
desterró
a Agar con su hijo Ismael, quienes marcharon al desierto y jamás
regresaron.
Entre
las referencias coránicas
a Abrahán, queda pendiente una de importancia práctica, que tiene que
ver con
la calificación de Abrahán como «buen modelo» (Corán 91/60,4 y 6), una
expresión que solo se atribuye además a Mahoma y una sola vez (Corán
90/33,21).
Como el texto coránico no recoge expresamente el precepto de la
circuncisión,
la tradición musulmana arguye en su favor diciendo que Abrahán, el
buen
modelo, se circuncidó y, por lo tanto, debe ser imitado en tal práctica.
Otro
asunto tiene que ver con
la idea de que los árabes descienden de Ismael. A pesar de tantas
elucubraciones hagiográficas sobre Abrahán y su hijo bastardo, el hecho
es que
no existe prueba alguna de tal descendencia. No pasa de ser una
suposición
decir que Ismael, el hijo de Abrahán y Agar, es el ascendiente de los
árabes,
su antepasado, motivo por el que desde antiguo se han denominado
«ismaelitas».
Pero ¿tiene base histórica esta genealogía? Desde el punto de vista
histórico,
¿se puede considerar a las poblaciones árabes como descendientes de
Ismael?
En
realidad, ni en la Biblia,
ni fuera de ella se halla la menor prueba de que los árabes sean los
descendientes de Ismael, el hijo de Agar y Abrahán. El libro del
Génesis cuenta
que los descendientes de Ismael se asentaron cerca de Asiria (Génesis
25,12-18),
y no hay más información. El Nuevo testamento no cita ni una
sola vez el
nombre de Ismael, aunque la epístola a los gálatas se refiera a él al
hablar
del hijo de la esclava, en términos figurativos (Gálatas 4,22).
Por
tanto, el conocimiento
histórico no encuentra ninguna prueba que dé fundamento para afirmar
que las
poblaciones árabes o sarracenas desciendan de Ismael, el hijo del
legendario
Abrahán bíblico. Ninguna fuente histórica vincula a los árabes del
desierto con
Ismael. El estudio onomástico muestra que, con anterioridad al Corán,
los
árabes nunca se llamaron «hijos de Abrahán», ni «descendientes de
Ismael». Lo
que debió ocurrir es que, como el Corán (90/33,4-5) estipula que los
hijos adoptivos
no se consideran verdaderos hijos, entonces quedaba sin explicación el
hecho
de que Dios hubiera escogido a Mahoma, un profeta no judío, sino árabe,
desconectado de la promesa bíblica que Dios había hecho a Abrahán y su
progenie. De ahí que hubiera necesidad de inventar un lazo de sangre
para
vincular a los árabes con Ismael, el hijo de Abrahán (cfr. Dagorn
1981). En todo
caso, al margen de las especulaciones, la tesis más segura es que
Ismael no
es el padre o antepasado de los árabes (cfr. Durie 2019).
Las
invenciones retrospectivas del pasado no son raras. Se llevan a cabo
siempre con
una finalidad. Hay constancia de otra invención genealógica
alternativa: en el
siglo VII, circulaba la tradición de que los árabes descendían de
Esaú, el hermano
gemelo de Jacob, siendo Esaú y Jacob hijos de Isaac, hijo de Abrahán.
Habría
cierta base, puesto que, según el Génesis, Esaú se desposó con dos
hijas de
Ismael. Pero las mujeres no cuentan en el linaje. Lo que está claro es
el
empeño por apropiarse de la historia hebrea, para conseguir, mediante
una
reivindicación genealógica, entroncar míticamente con los herederos de
la
promesa.
Finalmente,
desde otro punto de vista,
cabría reseñar una observación histórica acerca del inverosímil
monoteísmo de
Abrahán. Aunque aceptemos que los relatos bíblicos sobre Abrahán tienen
un
fundamento histórico, más o menos remoto, resulta anacrónico e
incoherente atribuirle
la idea monoteísta. Él pudo creer en un solo Dios, el suyo y de su
parentela,
pero sin que eso supusiera negar los dioses de otras gentes. Es decir,
la fe de
Abrahán puede definirse como una forma de henoteísmo, pero no
calificarse de monoteísmo en sentido estricto. Desde el punto de vista
de la
historia bíblica, habría que decir exactamente lo mismo con respecto al
yahvismo de Moisés. Porque, como se estudia en la historia del Israel
bíblico,
el monoteísmo propiamente dicho no se consolidó hasta las reformas
religiosas del
rey Josías de Judá, que reinó entre 639-608 a. C. Lo que ocurrió fue
que las
sucesivas y profundas elaboraciones textuales del Pentateuco acabaron
retroproyectando este monoteísmo sobre las épocas precedentes.
La
superposición de capas semánticas en el texto coránico
El mejor modelo teórico para dar
cuenta de las
incoherencias observadas en el Corán consiste en desvelar las capas
de
significación superpuestas, existentes en el texto como resultado
de un complejo
proceso de escritura. Aunque en ellas quepa detectar una evolución, no
deben
entenderse como una sucesión estricta de períodos de tiempo, uno encima
del
otro, sino que las capas o estratos se solapan en parte y de forma
irregular.
No se da una demarcación neta, sino que se refleja, más bien, un debate
interno
de posiciones distintas, y una polémica con grupos cercanos, que acabó
finalmente creando el sistema sincrético del protoislam, en un Corán
aún
abierto a las modificaciones textuales y exegéticas propiciadas por el
poder
político califal.
Un
estudio interesante desde el punto de vista semántico es el publicado
por
Carlos Segovia, que, conforme a los distintos pasajes del Corán,
disecciona
cuatro tipos de textos: a) fórmulas idénticas a las del cristianismo;
b)
enunciados favorables o de compromiso respecto al cristianismo; c)
controversias con determinadas creencias cristianas, propias de
ciertos
grupos; y d) posiciones de rechazo frontal que implican la pretensión
de
sustituir al cristianismo y al judaísmo (cfr. Segovia 2015: 45-47). Sin
duda el
análisis puede ser más complejo y tiene que ser multidisciplinario,
pero solo
podemos avanzar poco a poco.
En un
principio, lo que Mahoma predicó a los árabes, durante años, fue la
obligación
de someterse a la Torá de Moisés y prepararse para la venida
apocalíptica del
Mesías Jesús. Esta doctrina constituía el núcleo religioso del
movimiento
nazareno. Como queda expuesto más arriba, ni el islamismo primitivo, ni
el
texto coránico originario, contenían referencias a una específica
«religión
de Abrahán», en contra de lo que fingen los apologistas muslimes y dan
por
sentado algunos biógrafos occidentales obnubilados, al estilo de
Karen
Armstrong, en Mahoma. Biografía del profeta (1991). Tal
pretensión solo
fue introducida después de la ruptura con los judíos y los cristianos,
con la
intención de fabricarse un origen religioso independiente. Basta una
lectura
atenta del Corán para verificar cómo sus capítulos no cesan de repetir
llamamientos a seguir lo revelado en la Torá y el Evangelio.
Al
final del trayecto, las capas más recientes tienden a desarrollar una
especie
de abrahanización (e incluso de adanización) de la
religión
coránica, en la que se entrevé la reconstrucción califal a
posteriori
del texto (cfr. Qadr 2019: 262). A falta de escrituras abrahánicas
fuera de la
Biblia, se buscó atribuir a Abrahán e Ismael la fundación o institución
de un
culto (Corán 87/2,124-129), consistente en una serie de rituales,
incluida la
peregrinación a la Casa o santuario (reubicado en La Meca). Si bien lo
cierto
es que todos los elementos que se reúnen en ese culto son de
procedencia
hebrea o preislámica.
Las
incrustaciones textuales y la superposición de significados cambiantes
son un
hecho probado (cfr. Mraizika
2018a y 2018b). Y colisionan con el
dogma islámico de la unicidad y mismidad de la religión proclamada por
todos
los profetas del Dios único. En fin, al recapitular los resultados del
análisis
del material coránico, es posible discernir las siguientes capas, de la
más
antigua a la más reciente, donde se aprecia la evolución del texto y de
su significado:
A.
Versículos con una completa ausencia
de Ismael cuando se enuncia la genealogía de los profetas. De los
86
capítulos antehegíricos, solo se lo nombra en cinco y nunca en la
secuencia de
«Abrahán, Isaac y Jacob» (por ejemplo, Corán 38/38,45; 53/12,38).
B. Una
elevación de Ismael a la categoría
de profeta y su asociación con personajes bíblicos que
caen fuera
de la descendencia de Abrahán, como es el caso respecto a Eliseo,
Jonás, Lot e
Idris (Corán 38/38,48; 44/19,54; 55/6,86; 73/21,85).
C. Una inserción
del nombre de Ismael
en la genealogía principal, biológica y profética, entre Abrahán e
Isaac, en
capítulos datados como poshegíricos (Corán 87/2,133, 136 y 140;
89/3,84;
92/4,163). Así se arrebata la
promesa hecha a la descendencia de Abrahán, Isaac, Jacob y las tribus,
injertando a Ismael en esa genealogía, sin duda para
desviar la promesa por el linaje ismaelita, con el que, a su vez,
se pretende vincular a los árabes.
D. Un reemplazamiento
de Isaac por
Ismael en el sacrificio (Corán 56/37,
101-107). La
interpretación exegética musulmana del sacrificio de Abrahán hace que
Ismael,
el hijo de Agar, sustituya a Isaac, el hijo de Sara, de tal manera que
este
último pasa a ocupar el lugar privilegiado en la historia sagrada.
E. Una sustitución
total de los
sistemas religiosos judío y cristiano por la imaginaria «religión de
Abrahán»,
una etiqueta para marcar la instauración de un nuevo culto, un nuevo
templo,
una nueva ciudad santa, un nuevo libro sagrado, una nueva lengua
sagrada, un
nuevo pueblo elegido, un nuevo profeta. Este nuevo sistema islámico
comprende:
– El
culto ritual y la peregrinación
(Corán 87/2,125, etc.; suras 89/3 y 103/22).
– El
templo, casa o lugar de Abrahán
(Corán 87/2,127; 89/3,96-97).
– La
ciudad de La Meca (¿Corán 89/3,96?).
Aunque propiamente no se nombra en el Corán.
– El
libro sagrado, el Corán (45/20,2;
45/20,113; 53/12,2; 98/76,23; 113/9,111).
– La
lengua sagrada árabe (Corán 53/12,2;
61/41,3; 62/42,7; 63/ 43,3; 70/16,103).
– El
pueblo elegido árabe, la mejor
nación (Corán 89/3,110; Corán 113/9,39).
– El
profeta Mahoma, el definitivo (Corán 90/33,40);
aunque su nombre no está acreditado en el Corán.
Las
conclusiones de estos análisis en torno a la caracterización coránica
de
Abrahán y su descendencia nos conducen a localizar y exhumar una serie
de
mutaciones que han afectado al texto en su literalidad y su
significación, con
la finalidad de consumar la gran sustitución en el dominio religioso y
político. Queda claro que la denominación de «ismaelitas» expresa la
pretensión de enlazar directamente con Abrahán, obviando a Moisés y a
Jesús,
pertenecientes al linaje de Isaac, que es el de los judíos, para
sustituirlo
por el imaginario linaje de Ismael.
Descubrimos
una cadena de
sustituciones en consonancia con una reorientación doctrinal de mayor
alcance,
en el plano soteriológico, que apunta a la sustitución implícita de
Jesús y su
sacrificio redentor por otras figuras y otras acciones simbólicas,
empezando
por el rito de purificación y la inmolación de Ismael, los cambios
rituales y
la sacralización de la muerte en la yihad.
Al
regular el culto, al trasladar a La Meca el santuario, la ciudad y la
alquibla,
se reformó el espacio sagrado y el conjunto de las acciones
simbólicas,
despojando de su preeminencia a Jerusalén y su templo. Se transfirió
la ciudad
santa desde Jerusalén a La Meca, y el sanctasanctórum del templo de
Jerusalén
a la caaba de La Meca, con el objetivo estratégico premeditado de
lograr no
solo la autonomía, sino la hegemonía absoluta de la religión de Alá
(Corán
88/8,39).
Al
compilar, recomponer y oficializar el Corán, se reemplazó el libro
revelado,
que era fundamentalmente la Torá, provocando la ruptura mediante la
falsa
acusación contra los judíos y los cristianos de haber falsificado sus
escrituras sagradas. En el fondo, se apropiaban de la Ley de Moisés,
travestida
como Ley islámica.
Al
exaltar la lengua árabe como divina, desvalorizaron los libros
bíblicos en
hebreo y arameo. Pero, en realidad, lo que hicieron fue secuestrar a
los
profetas bíblicos y presentarlos, en árabe, como profetas musulmanes,
no
judíos, ni cristianos, sin otro mensaje propio que transmitir más que
el
predicado por Mahoma según versión califal.
Al
proclamarse nuevo pueblo elegido, con la pretensión de ser los
verdaderos
creyentes, los mahometanos se incautaron de la elección divina a favor
del
pueblo árabe, en sustitución del pueblo judío, una vez estigmatizados
los
hijos de Israel por su supuesta infidelidad.
Al
investir del profetismo supremo a Mahoma, se destituyó a Jesús como
hijo de
Dios, para travestirlo como profeta islámico, sin el mensaje
evangélico,
llegando incluso a especular con que Dios podría destruir al Mesías, si
quisiera (Corán 112/5,17).
En
fin, de alguna manera, las primeras generaciones musulmanas llevaron a
cabo
una especie de canibalismo cultural y religioso, que metabolizó la
herencia
judía y la cristiana, y las puso a nombre y beneficio de Mahoma y el
islamismo.
La
figura de Abrahán que acabó
consolidándose en el Corán no constituye ningún paradigma de unión, ni
de
tolerancia, como pretende el tópico. El Corán lo propone como «buen modelo» para los musulmanes,
pero precisamente entonces lo describe en una actitud de intolerancia
radical,
que se aplica luego a todos los
descreídos, o sea, a todos los no musulmanes, sin excluir a judíos y
cristianos:
«Tenéis
un buen modelo en Abrahán y en
los que estaban con él, cuando dijeron a sus gentes: ‘Nos desentendemos
de
vosotros y de lo que adoráis fuera de Dios. Renegamos de vosotros, y la
enemistad y el odio han aparecido entre nosotros y vosotros para
siempre, hasta
que creáis solo en Dios’» (Corán 91/60,4).
A estas
alturas, nos podemos permitir
hacer algunas consideraciones filosóficas en torno al simbolismo
representado
por Abrahán. La figura de Abrahán, su
interpretación y sus implicaciones no son algo irrelevante para
nuestros días,
en la medida en que ahí están en juego cuestiones clave que tienen que
ver,
todavía, con la historia, la política, la antropología, la filosofía y
la
teología.
La
versión coránica e islámica de Abrahán, uncida a la regresión a un
sistema
religioso ritualista, legalista, teocrático e irracionalista, hace que
las
estructuras mentales de sus seguidores queden aherrojadas a
prejuicios de
funestas consecuencias. Un efecto de conjunto de ese sistema es la
pretensión
de repudiar toda evolución religiosa y social: produce un aplanamiento
del
tiempo, que se querría suprimir, implantando lo eterno; segrega una
visión
peyorativa de la historia humana y una represión de la libertad
personal, por
cuanto idealiza el sometimiento a un orden social fijo e inmutable,
convertido en valor absoluto.
Los
lenguajes mítico, ritual y ético desplegados por el Corán implican
tomas de posición
con respecto a problemas que siguen teniendo plena vigencia hoy, y cuya
hermenéutica nos hace pensar en cuestiones de fondo, como las
siguientes:
– Si
el mundo es inteligible, o no, en función de la concepción islámica de
Dios
como pura voluntad. En este último caso, un Dios que hace lo que quiere
a cada
instante, que muda su promesa y su elección, incurre en la primacía del
voluntarismo; está en contradicción con el Dios fiel a su promesa,
cuyo logos
sustenta la realidad y da confianza.
– Si
la convivencia humana ha de fundarse en los vínculos tribales o, por el
contrario, en derechos comunes a todos los humanos y en las libertades
individuales. El privilegio de la vinculación tribal como con la
estirpe
biológica abrahánica implanta un etnicismo que torpedea la
construcción de
proyectos abiertos de convivencia.
– Si la
religión y la política deben superar las diferencias de etnia, el
racismo y el
nacionalismo, o no. La idea de una fe o cultura particularista, que
impone la
circuncisión para ser «hijos de Abrahán», constituye una metáfora
opuesta a la
irrelevancia del hecho de ser circuncisos o incircuncisos argumentada
por
Pablo.
– Si
deben superarse las desigualdades de clase social, o no. El simple
traspaso de
la promesa divina de los hijos de Israel a los descendientes de Ismael,
no
promueve un esquema de igualdad, sino la inversión de la clase
dominante.
– Si
hay que reconocer el derecho a la libertad religiosa, o negarlo. El
Abrahán
coránico condena a su padre por tener otros dioses, y esta actitud
respalda el
principio de no tolerar una religión distinta del islam, todo lo
contrario de
lo que representa el Abrahán bíblico cuando respeta a su padre y él
sigue su
camino.
Abrahán,
emblema más
bien de la división entre religiones
La importancia de la figura de
Abrahán se
debe a que la Biblia relata que la historia del pueblo hebreo se
remonta hasta
él (siglo XVIII a. C.), a quien considera antepasado, patriarca, un
hombre que
creyó en Dios, con el que Dios estableció una alianza, y que recibió
una
promesa de bendición para él y su descendencia. La Biblia resalta la
genealogía
de Abrahán, Isaac y Jacob (también apodado Israel), de cuyos doce hijos
descendían
las doce tribus que formaron el pueblo de Israel, heredero de la
promesa divina.
Después de muchas andanzas y tragedias, una de esas tribus, la de Judá,
daría
nombre a los judíos y al judaísmo.
A
principios de nuestra era, el
cristianismo reinterpretó el significado de la figura de Abrahán,
mediante una
elaboración teológica expuesta por el apóstol Pablo en la carta a los
gálatas,
donde argumenta que la promesa divina está ahora abierta a toda la
humanidad.
Unos
siglos más tarde, el
islamismo volvió sobre el tema, dando una versión de la historia de
Abrahán que
resulta más «judaica», en el sentido de que reivindica de nuevo la
descendencia
carnal como clave de la promesa, aunque a la vez la altera, pues
concibe una
sustitución de Isaac por Ismael, de los judíos por los árabes, como
nuevo
pueblo elegido. Solo muy tardíamente introdujo el concepto más amplio
de
«musulmanes», no limitado a los árabes. Pero sin renunciar a la
apropiación en
exclusiva de la herencia abrahánica.
Por
eso, sería una equivocación
ceder a la ilusión de que Abrahán emblematiza una unidad de fe
compartida por
las religiones judía, cristiana y mahometana. En realidad, simboliza
todo lo
contrario. A pesar de que los tres credos se refieran a Abrahán, es
completamente equívoco hablar de «las tres religiones abrahánicas»,
como razona
Rémi Brague (2007). Porque precisamente esa referencia las enfrenta, al
postular cada parte un significado completamente diferente e
incompatible con
los demás. En el fondo, el personaje del Abrahán coránico no responde
al
Abrahán bíblico, ni Dios establece con él ninguna alianza.
La
figura de Abrahán no representa un
punto de unión, sino de enfrentamiento. Para los que creen en el
Corán, es
incuestionable que «la religión de Abrahán» es exclusivamente la de
Mahoma. De
la misma manera que «el pueblo del Libro» es únicamente el pueblo
judío, que
recibió de Moisés la Torá. Así que, si adoptamos el
enfoque crítico de las reflexiones expuestas por Rémi
Brague, filósofo e historiador de la religión, será necesario desmontar
el
tópico, popular y académico, de una angelical convergencia
interreligiosa:
«Desde
hace algunos años, en el diálogo
interreligioso y en los medios de comunicación en general, al
referirse a las
religiones cristiana, judaica y musulmana, se habla de ‘los tres
monoteísmos’,
‘las tres religiones de Abrahán’ o ‘las tres religiones del libro’. Se
utilizan estas expresiones por motivos nobles: representan un lugar
común o,
eventualmente, un terreno de entendimiento. Sin embargo, esas
expresiones son
a la vez falsas (porque cada una oculta un grave error sobre la
naturaleza de las
tres religiones a las que se pretende colocar en un mismo plano) y
peligrosas
(porque favorecen una pereza mental que nos dispensa de examinar de
cerca la
realidad. Un verdadero diálogo ha de partir de otras premisas» (Brague
2007:
393).
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