El sistema
islámico
5. Moisés
prototipo de Mahoma
PEDRO GÓMEZ
|
- Moisés en la Biblia
hebrea
- Moisés en el Nuevo
testamento
- Moisés en los
relatos del Corán
- Las modificaciones en
el relato coránico sobre Moisés
- La misión de Moisés y el nuevo
profeta árabe
- El pueblo de Moisés y el nuevo
pueblo elegido
- El libro de Moisés y el nuevo
libro revelado
- La superposición de
capas semánticas y cambios en el texto
- La apropiación del
profetismo bíblico por parte del Corán
Moisés
en la Biblia hebrea
Empecemos por la historia de
Moisés tal como la encontramos
en las
narraciones bíblicas. Las gestas de Moisés están ampliamente expuestas
a lo
largo del libro del Éxodo. Asimismo, se reiteran y continúan en el
libro de los
Números, desde el capítulo 9. Y hay una nueva versión en el
Deuteronomio, donde
la historia culmina con la muerte de Moisés (Deuteronomio 34,1-12).
En esos
textos, se intercalan capítulos normativos, tocantes a la organización
social,
el sacerdocio, el templo y el culto.
En
su
formación histórica, los
libros del Pentateuco (llamados de Moisés, y también conocidos como
Torá) son
resultado de una compleja evolución que integró varias tradiciones,
hasta
cristalizar en el texto canónico al cabo de siglos. Con el paso del
tiempo, el
sistema de la Torá se volvió imposible de cumplir, sobre todo después
de la
destrucción del Segundo Templo. Desde entonces se desarrollaron varios
procesos
de renovación, entre ellos uno condujo hacia el judaísmo rabínico y
otro hacia
el cristianismo.
La
historia bíblica de Moisés
suele ser conocida, empezando por su nacimiento en la tribu de Leví,
del pueblo
israelita, exiliado y oprimido en Egipto. Se salvó de la muerte gracias
a que
su madre lo puso dentro de una cesta calafateada, en la orilla del río,
donde
lo encontró la hija del Faraón (Éxodo 2,1-10).
En el
monte Horeb o Sinaí, se
le apareció en una zarza ardiendo el ángel del Señor, el Dios de
Abrahán, Isaac
y Jacob, y lo designó enviado para sacar al pueblo de Israel de Egipto
(Éxodo
3,1-12). Dios le otorgó poderes para hacer prodigios y signos (Éxodo
4,1-9).
Moisés y Aarón presentaron ante el Faraón la petición de que dejara
salir a su
pueblo, con el fin de dar culto a Yahveh, sin conseguirlo (Éxodo
5,1-9). Entonces
anunciaron el castigo de las plagas, que cayeron sobre la sociedad
egipcia (Éxodo
6,28 a 12,34), hasta que el Faraón cedió (Éxodo 12,31-32). Tras
despojar a sus
vecinos egipcios, los israelitas partieron, «unos seiscientos mil
hombres de a
pie, sin contar los niños» (Éxodo 12,37). Poco después, los egipcios
salieron
en persecución de Israel (Éxodo 14,5-14). Moisés y su pueblo
atravesaron el mar
Rojo, y allí pereció ahogado el Faraón con su ejército (Éxodo
14,15-31).
Durante
la larga marcha por el
desierto, cabe destacar varios acontecimientos. Dios les dio leyes y
mandatos,
y los puso a prueba (Éxodo 15,25). Yahveh les hizo llegar, para comer,
codornices y el maná (Éxodo 16,1-36). Para calmar la sed, Moisés hizo
brotar
agua de una roca, golpeándola con su bastón (Éxodo 17,1-7).
El
primer encuentro armado con
enemigos fue la batalla contra los amalecitas. Moisés envió a su
general en
jefe, Josué, al mando de las tropas, y mientras el primero oraba en lo
alto
del monte, «Josué derrotó a Amalec y a su gente a filo de espada»
(Éxodo
17,8-16). Moisés, por consejo de su suegro Jetró, instituyó los jueces
para
que administraran justicia, a disposición del pueblo (Éxodo 18,13-26).
Cuando
llegaron al desierto de
Sinaí, Moisés subió al monte a hablar con Yahveh (Éxodo 19,3-9). Allí
tuvo
lugar la teofanía divina (Éxodo 19,10-25). Y Dios pronunció las
palabras del
decálogo (Éxodo 20,1-21). A continuación, el libro detalla el código de
la
alianza, con numerosos preceptos y disposiciones (seguramente muy
posteriores)
sobre asuntos civiles y sobre fiestas, sobre la construcción del
santuario, los
sacerdotes y el culto. En fin, el Señor «cuando acabó de hablar con
Moisés en
el monte Sinaí, le dio las tablas de la alianza: tablas de piedra,
escritas por
el dedo de Dios» (Éxodo 31,18).
En este
punto, se narra el
episodio del becerro de oro, fabricado por Aarón, ante el que el pueblo
se había
postrado y ofrecido sacrificios como a su Dios, en ausencia de Moisés
(Éxodo
32,1-14). Al bajar del monte, Moisés se encolerizó, arrojó y rompió
las tablas
de la Ley (Éxodo 32,15-24). Entonces, no se hizo esperar el castigo: se
desencadenó la violencia sagrada, motivada por la transgresión contra
la verdad
revelada, y se produjo una depuración drástica y despiadada del propio
pueblo. Así
lo comprobamos en el episodio, poco recordado, que cuenta cómo fue el
castigo
por el extravío del becerro de oro:
«Moisés,
viendo que el pueblo
estaba desmandado por culpa de Aarón, que lo había expuesto al ataque
enemigo,
se puso a la puerta del campamento y gritó: ‘¡A mí los de Yahveh!’ Y se
le juntaron
todos los hijos de Leví. Él les dijo: ‘Esto dice Yahveh, el Dios de
Israel:
Ciña cada uno la espada al muslo; pasad y repasad el campamento de
puerta en
puerta matando, aunque sea al hermano, al compañero, al pariente, al
vecino’.
Los levitas cumplieron las órdenes de Moisés, y aquel día cayeron unos
tres
mil hombres del pueblo» (Éxodo 32,25-28).
Moisés
intercedió por su pueblo
y prosiguieron el camino como pueblo elegido (Éxodo 33,16-17). Deseó
ver la
gloria de Dios, pero no pudo ver su rostro (Éxodo 33,18-23). Dios
renovó su
alianza, hubo nuevas tablas y nuevo decálogo (Éxodo 34,1-28). Por haber
hablado
con Dios, la gloria se reflejaba en el rostro radiante de Moisés, que
se puso
un velo sobre la cara y solo se lo quitaba para hablar con Dios (Éxodo
34,33-35).
El
libro de los Números reanuda
la historia. Continuaron las etapas por el desierto y, cada vez que el
pueblo
se lamentaba, Moisés intercedía ante Dios, que de nuevo le concedía su
gracia
(Números, capítulos 11 al 14). Acaeció la rebelión de Coré, Datán y
Abirán,
seguida del correspondiente castigo (Números 16,1-35). Tras muchas
peripecias,
se dirigieron hacia Transjordania, combatiendo a los
amalecitas, los edomitas, los amorreos, los
moabitas y los cananeos, hasta conquistar la
tierra a filo de espada; se asentaron en sus ciudades y se
repartieron su territorio (Números 21,21-35; capítulos 31 al 34).
Por
último, el Deuteronomio
vuelve a contar, en una nueva elaboración, la historia de Moisés y el
pueblo
de Israel, en alianza con Dios. Presenta un nuevo cuerpo legal de
mandatos y
decretos tanto religiosos como políticos, expuestos en forma de tres
grandes
discursos de Moisés. Cuando aún no habían atravesado el río Jordán,
Moisés
encargó a Josué la misión: «¡Sé fuerte y valiente! Tú introducirás a
este
pueblo en la tierra que Yahveh prometió dar sus padres, y tú les
repartirás la heredad»
(Deuteronomio 31,7). Pero Moisés solo vio la tierra prometida desde
lejos,
desde lo alto del monte Nebo, frente a Jericó. Y allí murió y lo
enterraron en
el valle de Moab (Deuteronomio 34,1-12).
Moisés en
el Nuevo
testamento
La figura de Moisés está muy
presente por todo el Nuevo
testamento:
su nombre aparece 79 veces (25 veces en los sinópticos; 13, en el
Evangelio de
Juan; 18, en los Hechos; 10, en las cartas de Pablo). El nombre de
Jesús se
repite 794 veces; el de Pablo, 162; el de Pedro, 156; el de Abrahán,
74; el de
Isaac, 21; el de Jacob, 27.
En los
textos cristianos,
Moisés representa la religión y la Ley judías, que son el punto de
partida de la
renovación formulada por Jesús. Un relato fundamental es el del sermón
de la
montaña en el Evangelio según Mateo (5,1 a 7,29), aunque en él no
mencione
explícitamente a Moisés. Este pasaje desarrolla una toma de postura
crítica con
respecto a la Ley y los Profetas, pero sin romper con ellos, sino
destacando
lo fundamental de su mensaje.
En el
mismo Evangelio de Mateo,
siguiendo de cerca a Marcos, Jesús manda al leproso, que quedó limpio,
que
cumpla con lo prescrito por Moisés (Mateo 8,4). En el relato de la
transfiguración, aparecen Moisés y Elías conversando con Jesús (Mateo
17,3). En
la cuestión del divorcio, Jesús interpreta restrictivamente a Moisés
(Mateo
19,7-9). Los saduceos citan a Moisés en un debate sobre la resurrección
(Mateo
22,24). Jesús denuncia que en la cátedra de Moisés se han sentado los
escribas
y los fariseos, y advierte que deben cumplir lo que ellos dicen, pero
no lo que
hacen (Mateo 23,2-3).
El
Evangelio según Lucas, en el
relato de la infancia de Jesús, hace ver que sus padres cumplían la Ley
de
Moisés, cuando la presentación en el templo (Lucas 2,22-24). Reitera la
misma
idea en los episodios del leproso curado (Lucas 5,14), la
transfiguración
(Lucas 9,30) y el debate sobre la resurrección (Lucas 20,28 y 37).
Además,
Lucas alude a Moisés en relatos específicamente suyos como el del rico
epulón y
el pobre Lázaro (Lucas 16,29-31), el de los discípulos de Emaús (Lucas
24,27),
y en las palabras que Jesús dirige a sus apóstoles, tras la
resurrección, al
despedirse de ellos: «Es necesario que se cumpla todo lo escrito en la
Ley de
Moisés y en los Profetas y los Salmos acerca de mí» (Lucas 24,44).
Las
elaboraciones teológicas y
cristológicas del evangelista Juan y de las cartas del apóstol Pablo
son
notablemente más complejas, y no podemos entrar aquí en su análisis.
Me
limitaré a subrayar que ambos insisten en la novedad que supone Jesús,
como
superación del sistema de la Ley, por ejemplo en este versículo:
«Porque
la Ley se dio por medio
de Moisés, la gracia y la verdad han llegado a ser por Jesús Mesías»
(Juan
1,17).
Especial
importancia entraña el
episodio de la mujer adúltera, que, según la Ley mosaica, debía ser
apedreada,
pero Jesús se opone e impide que lo hagan (Juan 8,3-11).
Pablo,
por su parte,
problematiza si la justicia procede de la Ley o de la fe (Romanos
10,5-6). Su
respuesta más brillante se encuentra en la carta a los gálatas, donde
preconiza
la liberación de la Ley, cumplida en la liberación que aporta Cristo,
haciendo
hijos adoptivos de Dios a quienes tienen fe: «Antes de llegar la fe,
estábamos
presos bajo la Ley, custodiados hasta que la futura fe se revelara. De
modo
que la Ley fue nuestra preceptora hasta Cristo, para que por la fe
seamos
justos» (Gálatas 3,23-24). Pues, escribe Pablo, «para la libertad nos
ha
liberado Cristo: manteneos firmes y no os sometáis de nuevo al yugo
de la esclavitud»
(Gálatas 5,1).
Así, el
movimiento judío de
renovación que evolucionó hacia el cristianismo universalizó le fe de
Israel.
Desreificó y relativizó la Ley mosaica, juzgada como letra que mata,
humanizó
la presencia de Dios y antepuso la experiencia de participación en el
Espíritu
que iría guiando hacia la verdad en el tiempo histórico.
Una
visión totalmente contraria
a la cristiana es la que hallamos en el Corán y el islamismo, que se
presenta
en posesión de la verdad acabada y definitiva, formulada en la
literalidad de
un libro trasunto de la Torá y divinizado, cuyo profeta, aunque afirma
ser únicamente
un transmisor para el pueblo árabe, se alza con la misión sobreañadida
de expandir
esa verdad excluyente e imponer al mundo su cumplimiento por todos los
medios,
incluida la violencia.
Moisés en
los relatos
del Corán
La figura coránica de Moisés, a
pesar de su
decisiva importancia, parece haber sido poco estudiada y tematizada por
los
investigadores. Veamos qué lugar ocupa en El Corán. Conforme a la
edición de
Al-Azhar, como ya sabemos, el libro consta de 6.236 versículos, y la
temática a
la que están dedicados estos versículos se reparte de manera desigual:
– Un
25% de los versículos trata de historias o personajes de la Torá judía
y del
Evangelio cristiano.
– Un
59% aproximadamente, algo
más de la mitad, recoge discursos, exhortaciones, diatribas e himnos.
– Un
13% establece normas y
reglamentaciones religiosas o sociales.
– Un 2%
reproduce leyendas
árabes preislámicas.
– Un 1%
recoge leyendas judías
extrabíblicas y persas.
Los
personajes a los que más
extensión se dedica, y que demuestran la filiación fundamental del
sistema
islámico, son:
– Sobre
Moisés: 502 versículos.
– Sobre
Abrahán: 245
versículos.
– Sobre
Noé: 131 versículos.
Como
observamos, a Moisés se le
dedica el doble de versículos que a Abrahán. El nombre de Moisés se
menciona
137 veces (113 menciones en 27 capítulos antehegíricos; 24 menciones en
7
capítulos poshegíricos), también el doble que el nombre de Abrahán.
Parece
evidente que, más que la «religión de Abrahán», el islam es ante todo
la religión
de Moisés.
En
cuanto a la evolución de las
referencias a Moisés, a partir del capítulo 87, el único posterior a la
hégira
donde tiene importancia, y hasta el capítulo 114, la figura de Moisés
casi
desaparece (solo diez menciones sueltas). Esto muestra de qué manera
se está
llevando a cabo la sustitución de Moisés
por el
profeta sin nombre, identificado tácitamente con Mahoma, cada vez más
convertido en centro y único profeta al llegar a los capítulos finales.
En el
texto coránico, en los
capítulos donde se narra con cierta extensión la historia de Moisés y
el éxodo
de Egipto, vemos que el relato aparece bastante resumido y también
remodelado.
Lo encontramos por sextuplicado, en estos pasajes:
Capítulo
7: desde 39/7,103
hasta 39/7,160.
Capítulo
20: desde 45/20,9
hasta 45/20,99.
Capítulo
26: desde 47/26,10
hasta 47/26,68.
Capítulo
28: desde 49/28,2
hasta 49/28,82.
Capítulo
10: desde 51/10,75
hasta 51/10,93.
Capítulo
2: desde 87/2,47 hasta
87/2,93.
Moisés
está incluido siempre en
los numerosos sumarios coránicos de profetas hebreos. Por cierto,
advirtamos
que el Corán denomina a todos «profetas», a diferencia de la Biblia,
que
considera a Moisés enviado de Dios y caudillo del pueblo de Israel,
pero no
«profeta» como dice el Corán (44/19,51). Tampoco fue profeta Aarón
(Corán
44/19,53). Antes de Moisés, hubo patriarcas, no profetas. Sin
embargo,
el Corán llama profeta a Noé (Corán 44/19,58), a Abrahán (Corán
44/19,41), a
Isaac y Jacob (Corán 44/19,49), y hasta a Ismael (Corán 44/19,54; 56/
37,112). En
el sentido propio de la denominación, los profetas hebreos aparecieron
más
tarde, pues surgieron como contrapunto a la institución monárquica,
tanto en el
reino de Israel como en el de Judá.
Las
modificaciones en
el relato coránico sobre Moisés
Los relatos coránicos sobre Moisés
ofrecen, en líneas
generales, los mismos
hechos que la Biblia, pero son más esquemáticos y difieren en muchos
detalles,
hasta el punto de alterar la historia en ciertos aspectos.
En
comparación con el relato de
la Biblia acerca de Moisés, el Corán resulta sincrético: cambia o añade
elementos narrativos no coincidentes, que proceden de la literatura
rabínica o
de leyendas judías y, a veces, exhibe una confusión de personajes o de
épocas.
He aquí una selección de discordancias halladas:
– Corán
39/7,107: Moisés tiró
su bastón. En Éxodo 7,10, es Aarón quien tira el bastón que se
convierte en
serpiente.
– Corán
39/7,145: dice «le
escribimos, en las tablas, una exhortación sobre todo y una explicación
de
todo», o sea, la Torá completa. Pero en Éxodo 24,12; 31,18; 32,15-16 se
habla
solo de dos tablas de la Ley.
– Corán
39/7,148: hicieron un
becerro que mugía. Pero Éxodo 32,4-6 y Deuteronomio 9,16 hablan solo de
un
becerro de oro.
– Corán
45/20,57: se acusa a
Moisés de brujería. No está en el relato bíblico, aunque sí en una
leyenda
judía.
– Corán 45/20,59:
convocatoria para el día de la
gran fiesta del Faraón. La Biblia no habla de ese día de fiesta, pero
sí lo
hace una leyenda tradicional judía.
– Corán 49/28,6: sitúa a
Amán junto al faraón. En
la Biblia, tal personaje aparece en el libro de Ester, mil años
después.
– Corán
49/28,12: el niño
Moisés se negaba a mamar. El relato de Éxodo 2,1-9 no cuenta ese
detalle,
procedente de otra leyenda judía.
– Corán
49/28,15: Moisés mata a
un hombre de otro clan judío. La Biblia dice que mató a un egipcio
(Éxodo
2,11-15).
– Corán 49/28,38: Faraón
manda construir una torre
para llegar a Dios. No está en la Biblia: quizá es una confusión con la
torre
de Babel (Génesis 11,1-9).
– Corán 51/10,90-92:
finalmente el Faraón cree en
el Dios de Israel, y este salva su cuerpo a fin de que sea un signo
para sus
sucesores. Esto responde también a una leyenda judía. En cambio, la
Biblia cuenta
que el Faraón murió ahogado con todo su ejército (Éxodo 14,26-28).
– Corán 69/18,60-82: se
relata la peripecia de
Moisés con un mozo que lo instruye. No está en la Biblia y los
especialistas no
se ponen de acuerdo sobre su origen.
– Corán 87/2,136 y
89/3,84: se afirma que Dios no
hace distinción entre los profetas. La tradición judía, sin embargo,
considera
a Moisés como el más grande; y el propio Corán (87/2,253) dice que
favorece a
algunos enviados más que a otros.
– Corán 92/4,153: el
pueblo del libro pidió a
Moisés que les hiciera ver a Dios. En la Biblia es Moisés quien pide
ver a Dios
(Éxodo 33,18; también en Corán 39/7,143).
– Corán
107/66,11: habla de la
conversión de la mujer del Faraón, que carece de paralelo en la Biblia.
Todas
estas modificaciones en la manera
de contar la historia no son, sin embargo, lo más relevante de la
historia del
Moisés coránico. Demuestran ante todo cuál era la tradición judaica,
tanto
culta como popular, en el entorno cultural donde se compusieron
diversos
materiales que, tras sucesivas purgas, acabaron formando parte de la
colección
textual del Corán. Aunque varíen algunos detalles de la narración, hay
un
núcleo invariante que, paradójicamente, evoluciona en una línea
perceptible. La
cuestión principal no reside tanto en semejanzas y diferencias entre el
relato
bíblico y el coránico, sino en el propósito de los cambios de
significación
introducidos por el Corán.
En el
decurso del relato, se van
entrelazando tres temas de especial trascendencia, que requieren ser
estudiados
con mayor detenimiento:
1)
la misión de Moisés y su
actuación como enviado de Dios a los hebreos e intermediario;
2)
el pueblo de Israel, o de
Moisés, y sus andanzas como pueblo elegido por Dios;
3)
el libro de Moisés, la Torá,
que no solo cuenta la historia, sino que contiene codificado el
dispositivo
legal que se fue decantando y seguía vigente en la vida de los judíos.
Estos
temas se evidencian como plenamente judíos. Y su esquema
coincide con el
planteado por Mahoma en su predicación. Es también el que adoptaron los
«creyentes» árabes que secundaron al profeta, todo conforme a la
interpretación
del mesianismo nazareno, razón por la cual comportaba además ciertos
elementos
cristianos heterodoxos. Y es, finalmente, lo que se halla recogido en
las
páginas del Corán, si bien en ellas se fueron sedimentando con el
tiempo nuevas
capas de escritura y significación. Pasemos
ahora a
analizar cada uno de esos tres temas, con la atención puesta en su
evolución:
la misión del profeta, el pueblo elegido y el libro revelado.
La
misión de Moisés y
el nuevo profeta árabe
Moisés personifica un caudillo
que, por orden
divina, dirige a las tribus israelitas, se enfrenta al imperio egipcio
y se
libra de él, y organiza un esbozo de confederación o Estado naciente
(los
jueces), bajo un régimen teocrático constituido por la Ley y los
mandatos de
Dios, disciplinado con castigos ejemplares, lanzado a batallas contra
otros
pueblos, en orden a la conquista militar y la posesión de la tierra de
promisión. No hace falta una gran imaginación para caer en la cuenta de
que el
comportamiento de Mahoma se identifica enteramente con esa figura de
Moisés,
presentado como enviado y profeta, que ejerce la función de revelador,
pontífice, legislador, conductor político-militar del éxodo y
visionario de la
conquista.
«Dios
dijo: ‘¡Moisés! Yo te he elegido entre los humanos, con mis envíos y
mis
palabras. Toma, pues, lo que te he dado, y sé de los agradecidos’»
(Corán
39/7,144; también: 45/20,13; 25/20,41).
«¡Pueblo
mío! Entrad en la Tierra santa que Dios os ha prescrito, y no volváis
la
espalda. Entonces regresaréis como perdedores» (Corán 112/5,21).
Lo
verdaderamente significativo del Corán está en el hecho de que lleva a
cabo una
apropiación de la historia de Moisés llevada a cabo por parte de Mahoma
y los
árabes conversos, de modo que se usa el discurso bíblico como modelo de
identificación e instancia de legitimación para la práctica en curso:
una
práctica de consolidación del caudillaje de Mahoma sobre las tribus
sarracenas, la agresión militar contra los imperios romano y persa, la
conquista del territorio de Siria y Palestina, y el eventual
exterminio de los
enemigos.
Está
claro que el patrón profético que sigue Mahoma se aleja del pacifismo
evangélico cristiano y también del profetismo hebreo del período
monárquico,
para remontarse al yahvismo o judaísmo más arcaico, el de las leyendas
tribales
y las guerras santas. Ese patrón ignora que lo característico de los
profetas
radica en la crítica al poder y, en cambio, se inspira en los episodios
más beligerantes
de la historia de Moisés.
La
legitimación de la venganza en nombre
de Dios tiene como modelo el castigo contra quienes habían dado culto
al
becerro de oro, cuando Moisés masacró a tres mil hombres de su propio
pueblo
(Éxodo 32,25-29). Esto se constituye en el esquema de actuación típico:
la depuración
de los elementos internos que se resisten a la ideología del poder en
despliegue.
Llegaría a ser una práctica habitual de Mahoma, como podemos leer en la
biografía y en los dichos del profeta árabe.
En
las referencias al pueblo israelita, el Corán destaca la tendencia a
apartarse
del verdadero Dios y a ser remiso para obedecer las órdenes de combatir
que da
Moisés:
«Dijeron:
‘Oh Moisés, nosotros no entraremos ahí nunca, mientras ellos estén ahí.
Ve tú
con tu Señor y combatid. Nosotros nos quedamos aquí’. Dijo: ¡Señor! No
cuento
más que conmigo y mi hermano. Distingue, pues, entre nosotros y ese
pueblo
perverso» (Corán 112/5,24).
Mahoma
se atiene, por tanto, al paradigma de Moisés. Él también encuentra
resistencia.
El ataque a los territorios y pueblos hallados en el camino hacia la
conquista
de la tierra prometida se convierte en objeto de imitación. Tacha a
esos
pueblos de opresores (como se acusaba a los egipcios), o los inculpa de
idólatras (como a los amalecitas, edomitas, amorreos, moabitas y
cananeos), emplazándolos
a la rendición o al exterminio. La meta final será la victoria y el
reparto
del botín en nombre de Dios. Todo ello justificado y santificado por la
creencia en que hay uno que es el portavoz de una revelación, que
presume estar
en posesión de las claves y el código definitivo para ordenar la
historia
humana, aunque tal vez solo la precipite al colapso.
Más acá
de las inverosímiles escaramuzas,
razias y epopeyas recopiladas en las biografías y los hadices de
Mahoma, cuya
historicidad concreta está en entredicho, son muy pocos los
acontecimientos
históricos del siglo VII de los que tenemos constancia. En primer
lugar,
sabemos que el emperador Heraclio organizó un gran contraataque frente
a los
persas, y lo puso en marcha en 622. Hay cierta probabilidad de que esto
fuera
lo que precipitó, justo ese año, la retirada de Mahoma y sus huestes al
desierto,
al oasis de Yatrib. El esquema imaginario evoca que, como los egipcios
habían
perseguido a los israelitas, así los romanos persiguen a los
sarracenos; o en
la versión tradicional islámica, los mequíes atacan a los mahometanos
de
Medina.
Lo
cierto es que, unos años después, en Yatrib/Medina, el ejército de
Mahoma se
movilizó desde el desierto hacia el norte, conforme a un plan de ataque
para
entrar en Palestina a través de Transjordania, tal vez imitando el
camino
seguido por Moisés. Pero, en esta ocasión, Mahoma y sus sarracenos
fueron
derrotados por la guarnición bizantina, en la batalla de Muta, el año
629 (cfr.
Corán 84/30,2-4).
Como
desquite imaginario de esta derrota
de Muta, la tradición musulmana inventó la victoriosa batalla de
Tabuk,
supuestamente capitaneada por el propio Mahoma en 630, de la que
fingen que
hay alusiones en el Corán (113/9,29; 113/9,42-49). Pero, al parecer,
tal
batalla jamás se libró, ni hay rastro de ella en ninguna fuente
histórica. Con
la misma inventiva, la tradición musulmana cuenta que Mahoma remitió
sendas
cartas a los emperadores de Constantinopla y de Ctesifonte (la capital
sasánida), instándolos a convertirse al islam, a lo que ellos se
negaron. Así,
este supuesto rechazo se utilizó para justificar los ataques (idea
probablemente
inspirada en los emplazamientos de Moisés al Faraón: Corán
50/17,101-102;
51/10,75). La autenticidad histórica de tales cartas, sin embargo,
carece de
toda base.
Por
el contrario, sí está documentada la batalla de Gaza, en 634, en la que
el
ejército de Mahoma venció y asesinó a Teodoro, capitán general de
Heraclio en
la zona, dejando expedito el camino hacia Jerusalén. También en
paralelo con
Moisés, Mahoma no alcanzó a ver Jerusalén conquistada, dado que su
muerte
acaeció el año 632 (o, según otros, en 634, quizá en un primer ataque
frustrado
a la ciudad). Fue luego el general Omar, como nuevo Josué, quien tomó
Jerusalén y llevó a cabo la conquista de la tierra prometida, y mucho
más.
En
636, aconteció la decisiva batalla del río Yarmuk, en la que los
sarracenos
infligieron una gran derrota a las tropas del emperador Heraclio. A
continuación, se apoderaron de Damasco y, a fines de 637, tomaron
finalmente Jerusalén,
donde Omar entró triunfante a principios del año 638. Inmediatamente,
emprendió
allí la reconstrucción del templo, acentuó la observancia de la Ley y
la
expectativa del regreso del Mesías alcanzó el paroxismo. Pero, hacia
640, la
frustración de la expectativa mesiánica, que no se cumplía, condujo a
la
ruptura de la coalición con los nazarenos judíos y a un cambio de rumbo
histórico.
En la
historia posterior, en efecto, ante
el éxito de las conquistas y el fracaso de las profecías milenaristas,
y en
medio de las guerras intestinas por el poder, se produjeron
transformaciones
serias e inesperadas. Comenzó la etapa del protoislam, en que el
ímpetu de los
continuadores del profeta fue pasando del mesianismo inicial al
imperialismo
árabe de los muhaŷirun, amplificado luego por los omeyas y los
abasíes.
En el siglo VIII, la ciudad santa de Jerusalén fue sustituida por La
Meca. El santuario central, el Domo de la Roca, cedió su simbolismo a
la caaba
de La Meca. Al mismo tiempo, la alquibla o dirección del rezo se desvió
también
desde Jerusalén hacia La Meca (Corán 87/2,144). El magisterio de
Moisés, que
brillaba por encima de todo, se fue oscureciendo, a fin de iluminar el
profetismo de Mahoma (Corán 90/33,40), al tiempo que se iba
seleccionando el
repertorio de escrituras que integraría el Corán. El significado de la
actividad militar desplegada, la yihad, se reformuló, pasando desde la
atribución de un carácter defensivo a la afirmación del deber de
emprender la
ofensiva contra todos los que no crean en Dios y en Mahoma (Corán 113/9,29).
Parece
una constante histórica. Cuando el inicial proyecto mesiánico fracasa,
los que
detentan el monopolio del poder se empecinan y manipulan el discurso
liberador
del principio, hasta convertirlo en pura ideología para perpetuarse en
la
dominación. Es lo observado tantas veces en la historia, como se ve
modernamente en el proceder de los sistemas totalitarios. Y lo mismo
que en
estos, también en el islam naciente se introdujo el culto a la
personalidad,
mitificando a Mahoma.
Basta
comprobar cómo, en los capítulos
cronológicamente últimos, Mahoma es promovido a
la categoría de profeta y sello
de los profetas. Decenios después de su muerte, acabó siendo objeto
central de
culto, al insertarse su nombre en la profesión de fe islámica y al
sacralizarse
el Corán atribuido a él, el mediador por antonomasia de la voluntad
divina.
La
enorme importancia otorgada
a Moisés en el Corán refuerza la teoría de que el islam tuvo su origen
en el
movimiento nazareno, integrado por judíos étnicos fieles a la Ley de
Moisés,
pero que, a la vez, reconocían a Jesús como profeta y como personaje
con una
función de mesías y de juez en el último día. Mahoma y sus seguidores
recibieron y adaptaron la herencia de la escritura, la teología y la
ideología política
del mesianismo milenarista nazareno.
El
pueblo de Moisés y
el nuevo pueblo elegido
El Corán, para
designar al pueblo hebreo, emplea la expresión «pueblo de Moisés», que
aparece
cuatro veces al narrar el éxodo. Es más frecuente «hijos de Israel»,
que se
repite 41 veces a lo largo de los capítulos, con una deriva perceptible
del
significado. Otra expresión utilizada es «pueblo del Libro», que se
itera 31
veces (de ellas, 30 en capítulos posteriores a la hégira).
Evidentemente, este
libro es la Torá de Moisés: no hay ningún otro pueblo del libro.
«En
el pueblo de Moisés, hay una nación que se dirige con la verdad, y por
esta
ejerce la justicia» (Corán 39/7,159).
«Dijimos
a los hijos de Israel: ‘Habitad la tierra. Cuando venga la promesa de
la otra
vida, os llevaremos en tropel’» (Corán 50/17,104).
«Dimos
a los hijos de Israel el
Libro, la sabiduría y la profecía, les hemos concedido cosas buenas y
los hemos
favorecido con respecto a todo el mundo» (Corán 65/45,16).
«¡Hijos
de Israel! Recordad mi gracia con la que os agracié y que os he
favorecido con
respecto a todo el mundo» (Corán 87/2,47).
La
elección del pueblo de Israel se halla nítidamente expuesta en el
Corán, en la
medida en que recopila pasajes de la Biblia hebrea, narra la saga de
los
profetas desde Noé a Abrahán, Isaac y Jacob, y da un protagonismo de
primer
orden a Moisés (Corán 38/38,47; 89/3,33).
Sin
embargo, precisamente la referencia a
la historia de Moisés, que refiere sus desencuentros con el pueblo,
ocurridos en
el pasado, le sirve al Corán como argumento rebuscado para ir
descalificando al pueblo judío en el presente. Por ejemplo,
cuando acusa
a los que ya poseían la revelación, es decir, los judíos coetáneos, de
no creer
en la predicación de Mahoma, inculpándolos incluso del maltrato que
algunos de
sus antepasados habían dado a los antiguos profetas:
«Cuando
se les dice: ‘Creed en lo que Dios ha hecho descender’, dicen:
‘Creemos en lo
que descendió sobre nosotros’. No creen en lo que vino después, que es
la
verdad, que confirma lo que ya tienen. Di: ‘Entonces, ¿por qué
matasteis antes
a los profetas de Dios?’» (Corán 87/2,91).
«¡Pueblo
del Libro! ¿Por qué no creéis en los signos de Dios?» (Corán 89/3,98).
«Hicimos
un pacto con los hijos de Israel y les mandamos enviados. Cada vez que
un
enviado vino a ellos con algo que no deseaban, a unos los desmintieron
y a
otros los mataron» (Corán 112/5,70).
«Los
hijos de Israel que no creyeron fueron maldecidos por boca de David y
de Jesús,
hijo de María, porque desobedecieron y transgredieron» (Corán
112/5,78).
El
procedimiento retórico utilizado por el Corán estriba en reforzar la
culpa del
pueblo de Israel remontándola hacia atrás, por haber idolatrado al
becerro de
oro y por haber desobedecido a Moisés en tiempos del éxodo, con el
objetivo de
que las acusaciones de desobediencia, rebeldía o alejamiento de Dios
acaben
recayendo con más peso sobre los judíos contemporáneos de Mahoma, para
así
justificar su descalificación (Corán 87/2,92-93).
El
relato bíblico, pese a su severidad,
propende a realzar más bien cómo Dios perdona las transgresiones de su
pueblo
arrepentido, de modo que renueva su alianza y revalida su elección.
Por el
contrario, la reelaboración coránica, aunque en principio coincide
con la
Biblia (Corán 39/ 7,153), luego toma pie en las transgresiones para
sostener
que Dios reprueba a los judíos sin remisión, por haber desmentido sus
signos
(Corán 42/25,36; 103/22,44). Se va abriendo paso la idea de que Dios
puede
despojar a los judíos de su estatus de pueblo elegido, y traspasar la
elección
a otro pueblo:
«Si
volvéis la espalda… yo ya os he hecho llegar aquello con lo que he sido
enviado. Mi Señor hará que os suceda otro pueblo distinto de vosotros,
y no
podréis hacerle ningún daño» (Corán 52/11,57)
«Esos
son a quienes dimos el Libro, la sabiduría y la profecía. Si no creen
en ello,
se lo confiamos a otro pueblo que sí cree» (Corán 55/6,89).
Más
adelante, ese mismo tipo de amenaza
se le plantea al pueblo creyente que sigue a Mahoma (Corán 95/47,38;
113/9,39).
Pero esto no tendría ningún sentido, salvo que se entienda que ya se ha
producido el relevo y que, en ese momento, es el pueblo de los
creyentes árabes
el que ostenta la elección. Se
pone de manifiesto que el pueblo de Moisés
ha
sido sustituido por el pueblo de Mahoma. En efecto, el Corán, en
versículos
seguramente interpolados, enaltece a la nueva umma, la nación o
pueblo
de los árabes creyentes que siguen a Mahoma:
«Así
hemos hecho de vosotros un pueblo
justo, para que seáis testigos ante los hombres, y que el enviado sea
testigo
ante vosotros» (Corán 87/2,143).
«Vosotros
sois el mejor pueblo suscitado
entre los humanos. Ordenáis lo lícito, prohibís lo ilícito, y creéis
en Dios. Si el
pueblo del Libro hubiera creído, hubiera
sido mejor para ellos. Hay creyentes entre ellos, pero la mayoría son
perversos» (Corán 89/3,110).
En la
narración de la Biblia, se da una
dinámica interna, reiterada, en la relación del pueblo de Moisés con su
Dios,
según la cual el pueblo se rebela, sufre castigos, Moisés intercede, el
pueblo
se arrepiente y vuelve de nuevo a ser obediente. Siempre triunfa la
fidelidad a
la alianza por ambas partes. En cambio, en el desarrollo del Corán, se
instaura
una posición muy diferente: el pueblo de Israel
es
relegado definitivamente como rebelde, a la par que es sustituido por
el
pueblo de Mahoma como el verdaderamente sumiso, de manera que los
árabes se
arrogan la auténtica descendencia de Abrahán y la herencia prometida.
«¿Quién
tiene una religión mejor que quien es sumiso a Dios, obrando bien, y
sigue la
religión de Abrahán, siendo recto?» (Corán 92/4,125).
En
consecuencia, los protagonistas son entonces los nuevos «creyentes»,
«los que
han creído» (passim en el Corán), que se apropian de la elección
y
excluyen de la umma a los judíos. Así, finalmente, el texto
coránico
los denigra, los estigmatiza y los deshumaniza, porque, como el
musulmán
repite tantas veces al día con el rezo de la primera sura, van por el
camino de
los que concitan la ira de Dios:
«Dirígenos
por el camino recto
(…) no el de los que han incurrido en la cólera»
(Corán 5/1,7).
«Cuando
transgredieron lo que
se les había prohibido, les dijimos: ‘Convertíos en monos
despreciables’»
(Corán 39/7,166; y en 87/2,65).
«Los
que Dios ha maldecido,
contra los que está en cólera, que él ha convertido en monos y en
cerdos»
(Corán 112/5,60).
El
libro de Moisés y el nuevo libro revelado
La narración coránica refiere la
historia de cómo Dios
entregó las tablas
de la Ley a Moisés (Corán 39/7,145; 39/7,154), pero en lo que más
insiste es
en que Dios reveló a Moisés el Libro, por el que se entiende la Biblia
hebrea, o
al menos el Pentateuco. El vocablo «libro» aparece 259 veces (139 en
capítulos
antehegíricos; 120, en los poshegíricos). Pero ¿a qué libro se refiere
realmente? El término «Corán» lo encontramos 70 veces (61 antes de la
hégira, 9
después). Pero ¿a qué se llama Corán? Por otro lado, el término «Torá»,
que en
principio no se presta a equívocos, incide 18 veces (todas menos una en
suras
posteriores a la hégira). ¿Qué significa todo esto?
Dejamos
pendiente un estudio
más profundo y cualitativo de las palabras «Libro» y «Corán», para
limitarnos
aquí a una aproximación más de conjunto. Al examinar cada uno de los
versículos
donde se menciona el Libro, con su contexto inmediato, descubrimos que
hay gran
cantidad de casos ambiguos y oscuros, por lo que el recuento de las
referencias
concretas solo puede aspirar a cierto grado de probabilidad.
Sobre
la palabra libro.
Si dejamos aparte los casos en que se refiere a un significado común, o
designa
el libro donde se anotan los actos buenos y malos de cada uno, o alude
a libros
de otros enviados, nos quedan tres o cuatro veces en las que se trata
del
Evangelio, y una mayoría, en torno a 190, que remiten al libro de
Moisés (la
Biblia hebrea), y solo alrededor de unas 30 veces en las que parece
referirse
al Corán de Mahoma. Pero, respecto a esto último, ¿cómo puede el Corán
mencionarse
a sí mismo como libro, cuando aún no existía como libro y sus capítulos
aún
estaban en trance de revelación? Quizá únicamente se explique mediante
una
ulterior intervención masiva en el texto.
Sobre
el término Corán.
Siguiendo a la tradición musulmana, se suele creer que designa el libro
que
históricamente se ha llamado Corán, es decir, el libro sagrado del
islamismo, el
que en seis ocasiones es calificado como «Corán árabe» (Corán
45/20,113; 53/12,2; 59/39,28; 61/41,3; 62/42,7; 63/
43,3).
Pero ni siquiera esto es tan evidente. No es descartable que el
Corán
ahí mencionado no fuera sino el leccionario que contenía una traducción
árabe
del libro de Moisés y era utilizado por la comunidad de Mahoma en sus
reuniones
de culto. Tal es la tesis defendida por Gabriel Théry (1955-1964), por
Joseph
Bertuel (1981-1984), Édouard-Marie Gallez (2005) y otros.
En
cualquier circunstancia,
tanto antes como después de la hégira, la Biblia hebrea constituía la
escritura
de referencia para la comunidad de Mahoma (unida al movimiento
nazareno). De
ella se habla con reverencia, exhortando a recordarla y seguir sus
mandamientos. No es otro que el libro de Moisés,
que poseen los judíos y que, en un
momento dado, había sido vertido al árabe por Waraqa
Ibn Naufal.
«Pues
dimos a Moisés el Libro como culminación por el bien que había hecho,
explicación de todo, dirección y misericordia. (…) Este es un Libro que
hemos
hecho descender, bendito. Seguidlo, pues, y temed» (Corán 55/6,154-155).
«Dimos
a Moisés la dirección y
dimos en herencia el Libro a los hijos de Israel» (Corán 60/40,53).
Más
aún, cuando el Corán alude supuestamente
al Corán árabe, repite una y otra vez que lo que en él ha descendido,
o ha
sido revelado, no es más que una confirmación, una exposición
en lengua
árabe, de lo que se había revelado, con anterioridad, sobre todo a
Moisés.
«Lo que
te hemos revelado del
libro es la verdad, confirmando lo que estaba antes de él» (Corán
43/35,31).
«Este
Corán no podría ser
inventado fuera de Dios. Pero es una confirmación de lo que estaba
antes de él,
y una exposición del Libro, no hay ninguna duda» (Corán 51/10,37).
«No es
un relato inventado,
sino una confirmación de lo que había antes de él» (Corán 53/12,111).
También:
55/6,92.
«Antes
de él, el Libro de
Moisés era guía y misericordia. Este es un libro que confirma, en
lengua árabe,
para advertir a los injustos, y un anuncio para los que obran bien»
(Corán
66/46,12).
«[A los
hijos de Israel] Creed
en lo que he hecho descender, confirmando lo que estaba con vosotros»
(Corán
87/2,41). La misma idea en: 87/2,89, 91, 97, 101.
«Ha
hecho descender sobre ti el
libro con la verdad, confirmando lo que está antes de él. Y ha hecho
descender
la Torá y el Evangelio, antes, como dirección para los humanos» (Corán
89/3,3-4).
Así,
conforme a numerosos
pasajes del Corán, resulta indiscutible que la religión de la sumisión
a Dios
es la de la Biblia, la del pueblo de Israel, la revelada a los
patriarcas, a
los profetas, a Moisés y a Jesús. No es otro el «islam» (sumisión)
del
que se habla en Corán 89/3,84, salvo que se dé un sesgo anacrónico a la
traducción.
Sin
embargo, aunque el propio Corán reconoce abiertamente que el pueblo
israelita
había recibido «el Libro, la sabiduría y la profecía», hay versículos
que
empiezan a plantear una especie de ataque, primero a la gente del libro
y
después al libro mismo. Argumentan que muchos no creen en lo revelado (Corán 55/6,89). En otro versículo, que, según
los especialistas, es una interpolación posterior, de la época de
Medina, se
insiste en la acusación, diciendo que los judíos entienden a su antojo
el libro
de Moisés, y que ocultan
una gran parte:
«Di:
‘¿Quién hizo descender el libro con el que vino Moisés como luz y
dirección
para los humanos? Lo registráis en hojas [de las que] mostráis [lo que
queréis], y ocultáis mucho, mientras se os enseñó lo que no sabíais, ni
vosotros ni vuestros padres’. Di: ‘Es Dios’. Luego, déjalos seguir en
sus
divagaciones» (Corán 55/6,91, considerado poshegírico).
A
pesar de todo, durante un tiempo, parece que se trató de evitar la
ruptura,
quizá con la esperanza de atraer a los judíos para la propia causa:
«No
discutáis con el pueblo del Libro sino con buenos modales, salvo con
los que
hayan sido injustos. Decid: ‘Hemos creído en lo que ha descendido sobre
nosotros y en lo que ha descendido sobre vosotros. Nuestro Dios y
vuestro Dios
son uno solo. Y es a él a quien somos sumisos’» (Corán 85/29,46).
Pero
semejante irenismo no perduró, de tal modo que el enfrentamiento con
los
judíos se fue enconando cada vez más, no solo con la imputación de
malinterpretar y ocultar la verdad del Libro de Moisés, sino llegando a
decir
que habían alterado el texto del libro (que antes presentaban como
digno de ser
recordado, recitado y obedecido). Podemos ver que esta acusación va en
un
fuerte crescendo a partir de los capítulos 87 y 89, posteriores
a la
hégira:
«¡Hijos
de Israel! … No
disfracéis la verdad de falsedad, y no ocultéis la verdad, que
conocéis» (Corán
87/2:42).
«¿Pretendéis
entonces que os
crean, aunque un grupo de ellos escuchaba las palabras de Dios y luego
las
desplazaba, después de que él se las razonó, a sabiendas?» (Corán
87/2,75).
«¡Ay de
aquéllos que escriben
el Libro con sus propias manos y luego dicen: ‘Esto es de parte de
Dios’, a fin
de venderlo a bajo precio! ¡Ay de ellos por lo que sus manos han
escrito! ¡Y ay
de ellos por lo que realizan!» (Corán 87/2,79).
«¿Creéis,
entonces, en parte
del Libro, y no creéis en otra parte?» (Corán 87/2,85).
«Pero
algunos de ellos ocultan
la verdad a sabiendas» (Corán 87/ 2,146).
«Quienes
ocultan lo que hemos
hecho descender como pruebas y dirección, después de que lo
manifestamos a los
humanos en el Libro, esos incurren en la maldición de Dios y de los
humanos»
(Corán 87/ 2,159).
«Quienes
ocultan lo que Dios ha
hecho descender del Libro y lo venden por un bajo precio, esos solo
ingerirán
fuego en su vientre» (Corán 87/2,174).
«¡Pueblo
del Libro! ¿Por qué
disfrazáis la verdad de falsedad, y ocultáis la verdad que conocéis?»
(Corán
89/3,71).
«Entre
ellos hay algunos que
tergiversan con sus lenguas el Libro para que creáis que eso está en el
Libro,
cuando no está en el Libro en absoluto. Dicen: ‘Esto es de parte de
Dios’,
cuando no es de parte de Dios. Dicen mentiras sobre Dios, a sabiendas»
(Corán
89/3,78).
«Cuando
Dios hizo un pacto con
aquellos a los que dio el Libro: ‘Manifestadlo a los humanos, no lo
ocultéis’.
Pero ellos se lo echaron a la espalda y lo malbarataron.» (Corán
89/3,187).
«Entre
los judíos están
aquellos [que] desplazan las palabras de sus posiciones» (Corán
92/4,46).
En
la última fase de la elaboración coránica, el Libro de Moisés,
supuestamente
ocultado y hasta falsificado por los judíos, termina postergado y
rechazado
del todo. Lo sustituye el Corán, encumbrado entonces como la nueva luz
y el
nuevo libro, que señala claramente el camino recto (aunque, en
realidad, este
Corán no se acabaría de perfilar hasta dos siglos después de Mahoma).
«Pero,
como rompieron su compromiso, los hemos maldecido y hemos endurecido
sus
corazones. Desplazan las palabras de sus posiciones, y han olvidado
una parte
de lo que se les recordó. Tú no dejarás de ver una traición por su
parte,
excepto unos pocos» (Corán 112/ 5,13).
«¡Pueblo
del Libro! Nuestro enviado ha venido a vosotros, manifestándoos mucho
de lo
que escondéis del Libro, y agraciando mucho. Una luz y un Libro
manifiesto os
han venido de Dios. Por medio de él, Dios dirige a quienes buscan su
aprobación
(…) por un camino recto» (Corán 112/5,15-16).
«¡Oh
enviado! Que no te entristezcan los que se apresuran al descreimiento
entre
los que dijeron: ‘Hemos creído’ con sus bocas, mientras que sus
corazones no
han creído. Hay entre los judíos [un grupo] que escucha la mentira,
[te]
escucha [para decir mentiras sobre ti a] otras gentes que nunca han
venido a
ti, y desplaza las palabras de sus posiciones» (Corán 112/5,41).
En
cuanto al término Torá. ¿Por qué su uso se concentra en el
período
poshegírico, al mismo tiempo que se increpa al «pueblo del Libro» (30
veces) y
aumenta la diatriba contra los hijos de Israel, acusados de haber
corrompido y
tergiversado el Libro? Parece como si no fuera lo mismo el Libro de
Moisés y la
Torá, puesto que se disocian, polemizando con el Libro de los judíos,
mientras
que se encomia la Torá.
Una
hipótesis que puede inferirse es que ahí la Torá (igual que el
Evangelio en los
mismos pasajes) representa una idealización concebida desde la visión
musulmana
como el mensaje originario y auténtico. De este modo, se lleva a cabo
la
apropiación de la Torá (igual que del Evangelio), y por este medio se
consigue
prestigiar el Corán, equiparándolo a la categoría de las revelaciones
precedentes, según se da a entender en un versículo de la penúltima
sura, que
habla de «la verdad contenida en la Torá, en el Evangelio y en el
Corán»
(113/9,111), un versículo que, a la vez, está urgiendo a entregarse al
combate
a muerte en la yihad. Por último, el Corán es exaltado por encima de
todos,
mediante el procedimiento de achacar a los otros libros haber sido
falsificados por judíos y cristianos respectivamente. También sobre
este tema
de la Torá sería necesario un estudio más a fondo.
La
superposición de
capas semánticas y cambios en el texto
Cuando los investigadores
reconstruyen la
historia de la composición del Corán, descubren muchos cambios
acumulados a lo
largo del tiempo, como capas que se fueron sedimentando una encima de
otra. A
veces, pueden reflejar una evolución acaecida al compás de los hechos
durante
los años de actividad de Mahoma, pero con frecuencia se trata de
modificaciones
añadidas, de solapamientos, superposiciones o reinterpretaciones que
alteraron
ya sea el texto o ya la comprensión de su significado. Esto se
consiguió manipulando
la escritura o la lectura anterior, todo ello facilitado por la falta
de
especificación del contexto real, que casi nunca se indica. Solamente
en líneas
muy generales y para aspectos particulares, resulta significativa la
sucesión
en el curso del tiempo real, que grosso modo vendría a
corresponderse
con el orden cronológico hipotético asignado a los capítulos del Corán.
En
ciertas ocasiones, basta dar unas pinceladas sobre el lienzo para
cambiar el
color de la escena descrita o matizar la fisonomía del personaje. Una
frase o
una palabra hábilmente insertada puede resultar suficiente para
modificar el
sentido del texto.
Vamos
a exponer, a continuación, algunos ejemplos que se relacionan con los
temas de
Moisés, su pueblo y su Libro, a través de los cuales comprobaremos cómo
finalmente cada uno de ellos es subsumido y sustituido desde la
perspectiva
del Corán.
La sustitución del profeta, del
pueblo y del
libro
Como ya henos analizado, estos
tres temas
interrelacionados, la misión de Moisés, la elección del pueblo
israelita y la
revelación del Libro, son objeto en el Corán de una sucesión de
modificaciones
textuales y hermenéuticas.
En
primer lugar, la figura central de Moisés va siendo sustituida por la
referencia Abrahán y, finalmente, por el propio Mahoma:
Capa
A. Inicialmente, el Moisés coránico, elegido por Dios, enviado con la
Ley y
caudillo de Israel se corresponde con el relato bíblico.
Capa
B. Pero, luego, se nota un intento de superar la religión de Moisés,
especulando
acerca de una «religión de Abrahán» más originaria, con la cual
entroncaría
Mahoma.
Capa
C. Mahoma, pese a emplear la etiqueta de religión de Abrahán, solo
consigue ocupar
el lugar de Moisés para las tribus árabes, adaptar a estas la Ley
mosaica y el
culto mosaico.
Capa
D. Como nuevo Moisés, Mahoma se pone a la cabeza de las tropas
sarracenas que
emprenden la conquista de la tierra prometida.
El
episodio del «viaje nocturno» (véase un poco más adelante) aporta una
prueba
clara de esta sustitución de Moisés por Mahoma. La imitación llega
hasta el
extremo de que, más tarde, se representará pictóricamente a Mahoma con
un velo
cubriéndole la cara, lo mismo que se cuenta de Moisés en la Biblia.
En
segundo lugar, lo que concierne a los judíos como el «pueblo de
Moisés», el
«pueblo del Libro», o los «hijos de Israel», presenta una evolución
análoga en
el Corán:
Capa
A. Aparecen, extensamente, como los destinatarios privilegiados de la
elección
divina y de la alianza, portadores del Libro revelado, con la
sabiduría, la
luz, la buena dirección, la misericordia y la sumisión.
Capa
B. Las historias de sus profetas y, en grado eminente, Moisés y Jesús,
son los
paradigmas de lo que Dios ha hecho descender, si bien se los mira desde
una mirada
mahomética, al mismo tiempo que se amplía el relato con la inserción de
Ismael.
Capa
C. Luego, se acusa a los judíos de no creer en Dios y de desmentir y
matar a
sus profetas.
Capa
D. Finalmente, el pueblo hebreo es reemplazado por un nuevo pueblo de
creyentes, que no son otros que los seguidores de Mahoma.
En
tercer lugar, respecto al «Libro de Moisés», la Torá, comprobamos que
el Corán
va elaborando posiciones más complejas, que nunca se aclaran del todo.
Las
podemos esquematizar así:
Capa
A. Lo que Dios ha revelado a Moisés contiene la verdad y es la guía
para la
comunidad de Mahoma.
Capa
B. Lo que se revela al profeta árabe no es sino una confirmación de lo
que
había descendido antes sobre Moisés.
Capa
C. Empieza a haber disonancias con la interpretación del Libro que
hacen los
judíos, hasta llegar a acusarlos de ocultar partes del libro y de haber
falsificado su mensaje.
Capa
D. Al final, se postula el abandono de la Biblia, para sustituirla por
el Corán
árabe, en ruptura definitiva con los judíos y los cristianos.
A
través de estas alteraciones semánticas, el último Corán rechaza al
pueblo
elegido hebreo, arrogándose la elección, y a fortiori
estigmatiza a
todos los demás pueblos tachándolos de asociadores o ateos. La
consecuencia es
que consagra el modelo islámico de exclusión, de división basada en la
fe, de predisposición
al odio, no solo hacia los enemigos realmente existentes, sino hacia
los
constituidos como tales enemigos por el propio discurso, por cuanto
convoca a
imponer el dominio absoluto de la religión de Alá
(Corán 88/8,39).
Los
creyentes en ese modelo, que contempla y justifica la expropiación de
los
derechos inherentes al otro, no musulmán, así como la apropiación de
sus
bienes y personas, encuentran, en la teología teocrática (más que
monoteísta)
del Corán, la coartada perfecta para lanzarse sin escrúpulos al
sometimiento
por la fuerza y a la dominación, de tal manera que estos terminan
constituyendo un fin en sí mismo.
El cambio de la alquibla
en el rezo
La quibla o
dirección adonde mirar cuando se reza se adoptó, muy probablemente,
de los
nazarenos que, como los judíos (1 Reyes 8,44; Daniel 6,11), rezaban
orientándose hacia la ciudad santa de Jerusalén. Pero hay versículos
donde se
afirma que el rostro de Dios se halla presente por todas partes, según
lo cual
se podría rezar en cualquier dirección:
«De
Dios es el oriente y el occidente.
Adondequiera que os volváis, ahí está el rostro de Dios» (Corán
87/2,115;
87/2,142 y 87/2,177).
No
obstante, el mismo Corán supone que,
al principio, Mahoma rezaba en dirección a Jerusalén, y solo con
posterioridad
decidió volverse hacia el «santuario prohibido» o sagrado,
supuestamente el de
La Meca, dado que no se menciona el nombre de la ciudad.
«Vuelve,
pues, tu rostro hacia el lado
del santuario prohibido. Dondequiera que estéis, volved vuestros
rostros hacia
ese lado» (Corán 87/ 2,144; lo mismo en 87/2,149 y 87/2,150).
La
interpretación de este cambio es que el versículo 87/2,115 fue abrogado
por el
87/2,144. Pero Dan Gibson demuestra en sus investigaciones que los
versículos
87/2,143-145, así como el 111/48,24 (que nombra La Meca) no están en
los
manuscritos más antiguos, sino que debieron ser añadidos durante el
califato
abasí (Gibson, Qur’anic Geography, 2011: 435-436).
Por
consiguiente, se han ido superponiendo hasta tres capas, para, al
final, dar
vigencia solo a la última, la que manda orientar la alquibla hacia la
caaba de
La Meca, que acabó de imponerse de manera general a mediados del siglo
VIII.
La invención del viaje nocturno
de Mahoma
En este caso, un relato que
originalmente narraba
de la subida de Moisés al monte Sinaí está sobrescrito con el «viaje
nocturno»
de Mahoma al santuario lejano de Jerusalén y su subida el cielo para
hablar con
Dios y recibir el Corán. Literalmente, Mahoma ocupa el lugar de Moisés.
La sura
17 se titula El
viaje nocturno, atribuido a Mahoma. El primer versículo cuenta que,
una
noche del año 622, el profeta viajó «desde el santuario prohibido hasta
el
santuario lejano», que se interpreta desde La Meca hasta Jerusalén.
«Exaltado
sea el que hizo
viajar a su siervo, de noche, desde el santuario prohibido al
santuario
lejano, cuyos alrededores hemos bendecido, a fin de hacerle ver
algunos de
nuestros signos. Él es el que todo lo oye, el que todo lo ve» (Corán
50/17,1).
Si se
elimina lo que no sería
sino un añadido posterior («del santuario prohibido al santuario
lejano, cuyos
alrededores bendijimos, a
fin de hacerle ver algunos de nuestros signos. Él
es el que todo lo oye, el que todo lo ve»), el texto queda diáfano y
enlaza a
la perfección con el versículo siguiente:
«Gloria
a aquel que hizo viajar
una noche a su siervo. […] Dimos a Moisés el libro, del que hicimos una
dirección para los hijos de Israel» (Corán 50/17,1-2).
De
manera que el «siervo»
mencionado en el primer versículo no es otro que Moisés, de
quien el relato bíblico cuenta que subió al monte Sinaí para recibir la
Ley.
Si
hubiera sido un relato referido
a Mahoma, de tanta importancia, es muy extraño que, entre las numerosas
inscripciones existentes en el Domo
de la Roca, allí en el monte del templo,
lugar privilegiado donde se supone que el profeta árabe aterrizó y
desde donde
habría subido al cielo, no se encuentra ninguna alusión a ese viaje
nocturno.
Esto prueba que la leyenda de ese viaje simplemente no existía a
finales del
siglo VII, cuando se edificó el Domo, por lo que tampoco podía estar en
el
Corán. Y, en efecto, así se comprueba en los manuscritos más antiguos.
La
apropiación del
profetismo bíblico por parte del Corán
A primera vista, resulta evidente
que casi todos los
«profetas» que cita el
Corán están tomados de la Biblia, y los enumera con total claridad:
Isaac,
Jacob, Noé, Abrahán, David y Salomón, Job y José, Moisés y Aarón,
Zacarías,
Juan, Jesús y Elías, Ismael y Eliseo, Jonás y Lot (cfr. Corán
55/6,83-87).
El
Corán se apropia tan
abiertamente de los «profetas» bíblicos que solo cabe deducir que el
islam
consiste en una adopción y adaptación de la religión judía, siguiendo
la enseñanza
de sus profetas:
«Estos
son aquellos que Dios ha
dirigido. Confórmate, pues, a su dirección» (Corán 55/6,90).
Solo en
un momento posterior, en
los años de Medina, sería cuando se atribuyó a Mahoma la categoría de
profeta,
también reforzada con la pretensión de ser el último y definitivo.
Si
llevamos a cabo un estudio
de los «profetas» reseñados en el Corán en comparación con sus
homónimos de la
Biblia, de donde habían sido tomados, se comprueba cuán ambiguo es, en
cada
caso, el parecido entre el personaje que aparece en un texto y el
descrito en
otro. Por mucho que coincidan el nombre y ciertos aspectos del relato,
es
razonable dudar de que se trate de la misma figura, debido a lo
esquematizada,
y a veces desfigurada, que está. Esto tiene como resultado que, en
lo
concreto, el personaje no significa exactamente lo mismo, no es ya el
mismo,
sino al modo de una caricatura. Lo que presenta el Corán es el
resultado de un
proceso de incautación. La figura de Mahoma, al principio émulo de los
profetas
bíblicos, se transformó en un operador mediante el cual se produjo una
asimilación del judaísmo a los árabes y una asimilación de los árabes a
un
judaísmo arabizado.
De
manera análoga, los
«profetas» y el mismo Jesús mencionados en el Corán aparecen
desnaturalizados
y confiscados por Mahoma, puesto que son presentados como si fueran
profetas
musulmanes (en el sentido del islamismo), cosa del todo anacrónica y
que
evidentemente jamás fueron. Entre los propósitos de esa metamorfosis,
hay uno que
parece diáfano: justificar la figura mahomética de profeta armado,
convertido
en jefe militar y príncipe de las tribus del Hiyaz.
Entre
los personajes bíblicos
mahometizados, Moisés es el único que reúne en sí mismo las
atribuciones de
enviado por Dios y de suprema autoridad religiosa y política del pueblo
hebreo
(Éxodo 2 y siguientes).
David
fue rey, pero no profeta,
que en aquel entonces lo era Samuel, precisamente en relación crítica
respecto al
rey, lo que, a contrapelo de Mahoma, manifiesta más bien un modelo que
distingue de forma institucional entre la función regia y la función
profética.
Quizá sea para desdibujar este carácter de la profecía bíblica
enfrentada al
poder, por lo que el Corán no dice una palabra sobre profetas tan
importantes
como son Oseas, Amós, Isaías, Jeremías, o Ezequiel.
En
cuanto a Jesús, podemos
admitir que se lo considere «profeta», pero desde luego no cabe
llamarlo «rey»
o mesías político, salvo en el sarcástico sentido del letrero mandado
colocar
sobre la cruz por Pilato.
Los
personajes bíblicos, tal
como son mencionados en el Corán, no responden al perfil que tienen en
los
relatos de la Biblia y el Evangelio, ni en su función, ni en sus
hechos y
palabras. Ahí están los textos para comprobarlo, si es que uno está
dispuesto a
superar el desconocimiento, la miopía o el gusto por el autoengaño.
En
efecto, vemos cómo se
instaura una teología de la sustitución, que lleva a cabo la
suplantación de
las grandes figuras de Israel y del cristianismo. Los profetas
coránicos con
nombre bíblico no son, por su tratamiento, sino marionetas movidas por
los
hilos de Mahoma. Evidentemente, resulta una pretensión aberrante que
Abrahán
fuera un profeta musulmán, o que el islamismo existiera antes que el
judaísmo y
el cristianismo, o que estos dos fueran una desviación de aquel, que
sería la
única religión originaria y verdadera. Como escribe Bat Ye’or, para esa
teología califal: «Jesús es musulmán y no judío; el cristianismo
desciende del
islam y no del judaísmo. La Biblia es un plagio falsificado del Corán;
no solo
le es inferior, sino que le es posterior» (2005a: 280). Por absurdo que
nos parezca,
desde el punto de vista de las creencias coránicas:
«El
cristianismo no se
vincularía con el judaísmo, sino con el islam, pues todos los profetas
de
Israel, desde Adán y Eva, Abrahán, Moisés, David y Salomón, e incluso
Jesús,
son considerados como musulmanes. El islam se convierte en el primer
monoteísmo, precediendo al judaísmo y al cristianismo» (Ye’or 2005a:
284).
El
mismo diagnóstico lo
encontramos también en la islamóloga francesa Anne-Marie Delcambre,
cuando
analiza esa delirante reconversión en «El cambio de identidad de los
personajes
bíblicos en el Corán» (Delcambre 2004: 44-48).
En
realidad, lo que se constata
es que los textos del Corán, atribuidos a Mahoma, datados con siglos de
posterioridad respecto a los otros y sin ninguna fuente alternativa,
distorsionan, manipulan y reelaboran a su conveniencia elementos de
las
escrituras judías y cristianas, tanto canónicas como extracanónicas,
con la
pretensión añadida de desalojarlos y ocupar su lugar, como si la
versión
coránica fuera la verdadera y las otras fueran aberrantes. Ahora bien,
desde el
punto de vista histórico, es el relato coránico, muy posterior, el que
falsea
los textos originales y lleva a cabo maniobras para la islamización de
la
Biblia, del personaje de Moisés y de la figura de Jesús.
Antoine
Moussali, acreditado
islamólogo libanés, nos aporta un dictamen certero sobre quién llegó
alterando
el mensaje, cuando pregunta: «¿No se trata más bien, en lo que
concierne al
islam, de un fenómeno muy particular, que es radicalmente diferente de
la
revelación bíblica, con la que no tiene gran cosa que ver?» (Moussali
1998:
41). Los judíos y los cristianos, que realmente comparten la Biblia
hebrea,
no hallarán nada de sus propias enseñanzas en las páginas del Corán,
mientras
que este, apoderándose de unas sumarias referencias a las tradiciones
judía y
cristiana, persigue el objetivo evidente de desacreditarlas y
apropiarse de su
prestigio, hasta suplantarlas por completo. Este mismo autor publicó un
matizado y profundo estudio comparativo de las tres religiones (cfr.
Moussali
2000).
En
resumen, la realidad contrastada es que Mahoma, el Corán y el islamismo
se
apropiaron de las creencias, los ritos, los valores y las normas
judías, inicialmente
en beneficio de las tribus árabes, al tiempo que asumían el proyecto
mesiánico
milenarista de combate y conquista por la espada, creyendo ser el nuevo
pueblo
elegido por Dios para someter a todas las naciones de la tierra e
implantar el
reino escatológico. La radicalización de las exigencias derivadas de
este mito
explican el odio a los enemigos, la fe ciega en la violencia y el ethos
de dominación, que culmina en el establecimiento de un reparto desigual
de las
riquezas, de las mujeres y del poder, instaurando un sistema de total
confusión
entre religión y política.
Como
la apropiación musulmana de la herencia bíblica no se hizo con espíritu
de
integración y continuidad, sino con propósitos de ruptura, exclusión y
sustitución, de ahí que fuera inevitable la ruptura, hasta clausurarse
en la
sacralización de un nuevo profeta, un nuevo libro y un nuevo pueblo, en
discordia sin fin con el resto de la humanidad.
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