El sistema islámico

5. Moisés prototipo de Mahoma

PEDRO GÓMEZ




- Moisés en la Biblia hebrea
- Moisés en el Nuevo testamento
- Moisés en los relatos del Corán
- Las modificaciones en el relato coránico sobre Moisés
- La misión de Moisés y el nuevo profeta árabe
- El pueblo de Moisés y el nuevo pueblo elegido
- El libro de Moisés y el nuevo libro revelado
- La superposición de capas semánticas y cambios en el texto
- La apropiación del profetismo bíblico por parte del Corán


Moisés en la Biblia hebrea


Empecemos por la historia de Moisés tal como la encontramos en las narraciones bíblicas. Las gestas de Moisés están ampliamente expuestas a lo largo del libro del Éxodo. Asimismo, se reiteran y continúan en el libro de los Números, desde el capítulo 9. Y hay una nueva versión en el Deuteronomio, donde la historia culmina con la muerte de Moisés (Deu­tero­nomio 34,1-12). En esos textos, se intercalan capítulos normativos, to­cantes a la organización social, el sacerdocio, el templo y el culto.


En su formación histórica, los libros del Pentateuco (llamados de Moisés, y también conocidos como Torá) son resultado de una compleja evolución que integró varias tradiciones, hasta cristalizar en el texto ca­nónico al cabo de siglos. Con el paso del tiempo, el sistema de la Torá se volvió imposible de cumplir, sobre todo después de la destrucción del Segundo Templo. Desde entonces se desarrollaron varios procesos de renovación, entre ellos uno condujo hacia el judaísmo rabínico y otro hacia el cristianismo.


La historia bíblica de Moisés suele ser conocida, empezando por su nacimiento en la tribu de Leví, del pueblo israelita, exiliado y oprimido en Egipto. Se salvó de la muerte gracias a que su madre lo puso dentro de una cesta calafateada, en la orilla del río, donde lo encontró la hija del Faraón (Éxodo 2,1-10).


En el monte Horeb o Sinaí, se le apareció en una zarza ardiendo el ángel del Señor, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, y lo designó enviado para sacar al pueblo de Israel de Egipto (Éxodo 3,1-12). Dios le otorgó poderes para hacer prodigios y signos (Éxodo 4,1-9). Moisés y Aarón presentaron ante el Faraón la petición de que dejara salir a su pueblo, con el fin de dar culto a Yahveh, sin conseguirlo (Éxodo 5,1-9). En­ton­ces anunciaron el castigo de las plagas, que cayeron sobre la sociedad egipcia (Éxodo 6,28 a 12,34), hasta que el Faraón cedió (Éxodo 12,31-32). Tras despojar a sus vecinos egipcios, los israelitas partieron, «unos seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños» (Éxodo 12,37). Poco después, los egipcios salieron en persecución de Israel (Éxodo 14,5-14). Moisés y su pueblo atravesaron el mar Rojo, y allí pereció aho­gado el Faraón con su ejército (Éxodo 14,15-31).


Durante la larga marcha por el desierto, cabe destacar varios acon­tecimientos. Dios les dio leyes y mandatos, y los puso a prueba (Éxodo 15,25). Yahveh les hizo llegar, para comer, codornices y el maná (Éxodo 16,1-36). Para calmar la sed, Moisés hizo brotar agua de una roca, gol­peándola con su bastón (Éxodo 17,1-7).


El primer encuentro armado con enemigos fue la batalla contra los amalecitas. Moisés envió a su general en jefe, Josué, al mando de las tro­pas, y mientras el primero oraba en lo alto del monte, «Josué derrotó a Amalec y a su gente a filo de espada» (Éxodo 17,8-16). Moisés, por con­sejo de su suegro Jetró, instituyó los jueces para que administraran jus­ticia, a disposición del pueblo (Éxodo 18,13-26).


Cuando llegaron al desierto de Sinaí, Moisés subió al monte a hablar con Yahveh (Éxodo 19,3-9). Allí tuvo lugar la teofanía divina (Éxodo 19,10-25). Y Dios pronunció las palabras del decálogo (Éxodo 20,1-21). A continuación, el libro detalla el código de la alianza, con numerosos preceptos y disposiciones (seguramente muy posteriores) sobre asuntos civiles y sobre fiestas, sobre la construcción del santuario, los sacerdotes y el cul­to. En fin, el Señor «cuando acabó de hablar con Moisés en el monte Sinaí, le dio las tablas de la alianza: tablas de piedra, escritas por el dedo de Dios» (Éxodo 31,18).


En este punto, se narra el episodio del becerro de oro, fabricado por Aarón, ante el que el pueblo se había postrado y ofrecido sacrificios co­mo a su Dios, en ausencia de Moisés (Éxodo 32,1-14). Al bajar del mon­te, Moisés se encolerizó, arrojó y rompió las tablas de la Ley (Éxodo 32,15-24). Entonces, no se hizo esperar el castigo: se desencadenó la violencia sagrada, motivada por la transgresión contra la verdad revelada, y se produjo una depuración drástica y despiadada del propio pueblo. Así lo comprobamos en el episodio, poco recordado, que cuenta cómo fue el castigo por el extravío del becerro de oro:


«Moisés, viendo que el pueblo estaba desmandado por culpa de Aa­rón, que lo había expuesto al ataque enemigo, se puso a la puerta del campamento y gritó: ‘¡A mí los de Yahveh!’ Y se le juntaron todos los hijos de Leví. Él les dijo: ‘Esto dice Yahveh, el Dios de Israel: Ciña cada uno la espada al muslo; pasad y repasad el campamento de puerta en puerta matando, aunque sea al hermano, al compañero, al pariente, al vecino’. Los levitas cumplieron las órdenes de Moisés, y aquel día ca­yeron unos tres mil hombres del pueblo» (Éxodo 32,25-28).


Moisés intercedió por su pueblo y prosiguieron el camino como pue­blo elegido (Éxodo 33,16-17). Deseó ver la gloria de Dios, pero no pudo ver su rostro (Éxodo 33,18-23). Dios renovó su alianza, hubo nuevas tablas y nuevo decálogo (Éxodo 34,1-28). Por haber hablado con Dios, la gloria se reflejaba en el rostro radiante de Moisés, que se puso un velo sobre la cara y solo se lo quitaba para hablar con Dios (Éxodo 34,33-35).


El libro de los Números reanuda la historia. Continuaron las etapas por el desierto y, cada vez que el pueblo se lamentaba, Moisés intercedía ante Dios, que de nuevo le concedía su gracia (Números, capítulos 11 al 14). Acaeció la rebelión de Coré, Datán y Abirán, seguida del correspon­diente castigo (Números 16,1-35). Tras muchas peripecias, se dirigieron hacia Transjordania, combatiendo a
los amalecitas, los edomitas, los amorreos, los moabitas y los cananeos, hasta conquistar la tierra a filo de espada; se asentaron en sus ciudades y se repartieron su territorio (Nú­meros 21,21-35; capítulos 31 al 34).


Por último, el Deuteronomio vuelve a contar, en una nueva ela­bo­ración, la historia de Moisés y el pueblo de Israel, en alianza con Dios. Presenta un nuevo cuerpo legal de mandatos y decretos tanto religiosos como políticos, expuestos en forma de tres grandes discursos de Moisés. Cuando aún no habían atravesado el río Jordán, Moisés encargó a Josué la misión: «¡Sé fuerte y valiente! Tú introducirás a este pueblo en la tierra que Yahveh prometió dar sus padres, y tú les repartirás la heredad» (Deu­teronomio 31,7). Pero Moisés solo vio la tierra prometida desde lejos, desde lo alto del monte Nebo, frente a Jericó. Y allí murió y lo enterraron en el valle de Moab (Deuteronomio 34,1-12).



Moisés en el Nuevo testamento


La figura de Moisés está muy presente por todo el Nuevo testamento: su nombre aparece 79 veces (25 veces en los sinópticos; 13, en el Evangelio de Juan; 18, en los Hechos; 10, en las cartas de Pablo). El nombre de Jesús se repite 794 veces; el de Pablo, 162; el de Pedro, 156; el de Abra­hán, 74; el de Isaac, 21; el de Jacob, 27.


En los textos cristianos, Moisés representa la religión y la Ley judías, que son el punto de partida de la renovación formulada por Jesús. Un relato funda­mental es el del sermón de la montaña en el Evangelio según Mateo (5,1 a 7,29), aunque en él no mencione explícitamente a Moisés. Este pasaje desarrolla una toma de postura crítica con respecto a la Ley y los Pro­fetas, pero sin rom­per con ellos, sino destacando lo fundamen­tal de su mensaje.


En el mismo Evangelio de Mateo, siguiendo de cerca a Marcos, Jesús manda al leproso, que quedó limpio, que cumpla con lo prescrito por Moisés (Mateo 8,4). En el relato de la transfiguración, aparecen Moisés y Elías conversando con Jesús (Mateo 17,3). En la cuestión del divorcio, Jesús interpreta restrictivamente a Moisés (Mateo 19,7-9). Los saduceos citan a Moisés en un debate sobre la resurrección (Mateo 22,24). Jesús denuncia que en la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos, y advierte que deben cumplir lo que ellos dicen, pero no lo que hacen (Mateo 23,2-3).


El Evangelio según Lucas, en el relato de la infancia de Jesús, hace ver que sus padres cumplían la Ley de Moisés, cuando la presentación en el templo (Lucas 2,22-24). Reitera la misma idea en los episodios del le­proso curado (Lucas 5,14), la transfiguración (Lucas 9,30) y el debate sobre la resurrección (Lucas 20,28 y 37). Además, Lucas alude a Moisés en relatos específicamente suyos como el del rico epulón y el pobre Lázaro (Lucas 16,29-31), el de los discípulos de Emaús (Lucas 24,27), y en las palabras que Jesús dirige a sus apóstoles, tras la resurrección, al despedirse de ellos: «Es necesario que se cumpla todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y los Salmos acerca de mí» (Lucas 24,44).


Las elaboraciones teológicas y cristológicas del evangelista Juan y de las cartas del apóstol Pablo son notablemente más complejas, y no po­demos entrar aquí en su análisis. Me limitaré a subrayar que ambos in­sisten en la novedad que supone Jesús, como superación del sistema de la Ley, por ejemplo en este versículo:


«Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad han llegado a ser por Jesús Mesías» (Juan 1,17).


Especial importancia entraña el episodio de la mujer adúltera, que, según la Ley mosaica, debía ser apedreada, pero Jesús se opone e impide que lo hagan (Juan 8,3-11).


Pablo, por su parte, problematiza si la justicia procede de la Ley o de la fe (Romanos 10,5-6). Su respuesta más brillante se encuentra en la carta a los gálatas, donde preconiza la liberación de la Ley, cumplida en la liberación que aporta Cristo, haciendo hijos adoptivos de Dios a quie­nes tienen fe: «Antes de llegar la fe, estábamos presos bajo la Ley, cus­todiados hasta que la futura fe se revelara. De modo que la Ley fue nuestra preceptora hasta Cristo, para que por la fe seamos justos» (Gá­latas 3,23-24). Pues, escribe Pablo, «para la libertad nos ha liberado Cris­to: man­teneos firmes y no os sometáis de nuevo al yugo de la es­clavitud» (Gálatas 5,1).


Así, el movimiento judío de renovación que evolucionó hacia el cris­tianismo universalizó le fe de Israel. Desreificó y relativizó la Ley mosai­ca, juzgada como letra que mata, humanizó la presencia de Dios y ante­puso la experiencia de participación en el Espíritu que iría guiando hacia la verdad en el tiempo histórico.


Una visión totalmente contraria a la cristiana es la que hallamos en el Corán y el islamismo, que se presenta en posesión de la verdad acabada y definitiva, formulada en la literalidad de un libro trasunto de la Torá y divinizado, cuyo profeta, aunque afirma ser únicamente un transmisor para el pueblo árabe, se alza con la misión sobreañadida de expandir esa verdad excluyente e imponer al mundo su cumplimiento por todos los medios, incluida la violencia.



Moisés en los relatos del Corán


La figura coránica de Moisés, a pesar de su decisiva importancia, parece haber sido poco estudiada y tematizada por los investigadores. Veamos qué lugar ocupa en El Corán. Conforme a la edición de Al-Azhar, como ya sabemos, el libro consta de 6.236 versículos, y la temática a la que están dedicados estos versículos se reparte de manera desigual:


– Un 25% de los versículos trata de historias o personajes de la Torá judía y del Evangelio cristiano.

– Un 59% aproximadamente, algo más de la mitad, recoge discursos, exhortaciones, diatribas e himnos.

– Un 13% establece normas y reglamentaciones religiosas o sociales.

– Un 2% reproduce leyendas árabes preislámicas.

– Un 1% recoge leyendas judías extrabíblicas y persas.


Los personajes a los que más extensión se dedica, y que demuestran la filiación fundamental del sistema islámico, son:


– Sobre Moisés:  502 versículos.

– Sobre Abrahán: 245 versículos.

– Sobre Noé: 131 versículos.


Como observamos, a Moisés se le dedica el doble de versículos que a Abrahán. El nombre de Moisés se menciona 137 veces (113 menciones en 27 capítulos antehegíricos; 24 menciones en 7 capítulos poshegíricos), también el doble que el nombre de Abrahán. Parece evidente que, más que la «religión de Abrahán», el islam es ante todo la religión de Moisés.


En cuanto a la evolución de las referencias a Moisés, a partir del capítulo 87, el único posterior a la hégira donde tiene importancia, y has­ta el capítulo 114, la figura de Moisés casi desaparece (solo diez men­ciones sueltas). Esto muestra de qué manera se está llevando a cabo la sustitución de Moisés por el profeta sin nombre, identificado tácitamente con Mahoma, cada vez más convertido en centro y único profeta al llegar a los capítulos finales.


En el texto coránico, en los capítulos donde se narra con cierta ex­tensión la historia de Moisés y el éxodo de Egipto, vemos que el relato aparece bastante resumido y también remodelado. Lo encontramos por sextuplicado, en estos pasajes:


Capítulo 7: desde 39/7,103 hasta 39/7,160.

Capítulo 20: desde 45/20,9 hasta 45/20,99.

Capítulo 26: desde 47/26,10 hasta 47/26,68.

Capítulo 28: desde 49/28,2 hasta 49/28,82.

Capítulo 10: desde 51/10,75 hasta 51/10,93.

Capítulo 2: desde 87/2,47 hasta 87/2,93.


Moisés está incluido siempre en los numerosos sumarios coránicos de profetas hebreos. Por cierto, advirtamos que el Corán denomina a todos «profetas», a diferencia de la Biblia, que considera a Moisés en­viado de Dios y caudillo del pueblo de Israel, pero no «profeta» como dice el Corán (44/19,51). Tampoco fue profeta Aarón (Corán 44/19,53). Antes de Moisés, hubo patriarcas, no profetas. Sin embargo, el Corán lla­ma profeta a Noé (Corán 44/19,58), a Abrahán (Corán 44/19,41), a Isaac y Jacob (Corán 44/19,49), y hasta a Ismael (Corán 44/19,54; 56/ 37,112). En el sentido propio de la denominación, los profetas hebreos aparecieron más tarde, pues surgieron como contrapunto a la institución monárquica, tanto en el reino de Israel como en el de Judá.



Las modificaciones en el relato coránico sobre Moisés


Los relatos coránicos sobre Moisés ofrecen, en líneas generales, los mis­mos hechos que la Biblia, pero son más esquemáticos y difieren en mu­chos detalles, hasta el punto de alterar la historia en ciertos aspectos.


En comparación con el relato de la Biblia acerca de Moisés, el Corán resulta sincrético: cambia o añade elementos narrativos no coincidentes, que proceden de la literatura rabínica o de leyendas judías y, a veces, exhibe una confusión de personajes o de épocas. He aquí una selección de discordancias halladas:


– Corán 39/7,107: Moisés tiró su bastón. En Éxodo 7,10, es Aarón quien tira el bastón que se convierte en serpiente.


– Corán 39/7,145: dice «le escribimos, en las tablas, una exhortación sobre todo y una explicación de todo», o sea, la Torá completa. Pero en Éxodo 24,12; 31,18; 32,15-16 se habla solo de dos tablas de la Ley.


– Corán 39/7,148: hicieron un becerro que mugía. Pero Éxodo 32,4-6 y Deuteronomio 9,16 hablan solo de un becerro de oro.


– Corán 45/20,57: se acusa a Moisés de brujería. No está en el relato bíblico, aunque sí en una leyenda judía.


Corán 45/20,59: convocatoria para el día de la gran fiesta del Fa­raón. La Biblia no habla de ese día de fiesta, pero sí lo hace una leyenda tradicional judía.


Corán 49/28,6: sitúa a Amán junto al faraón. En la Biblia, tal per­sonaje aparece en el libro de Ester, mil años después.


– Corán 49/28,12: el niño Moisés se negaba a mamar. El relato de Éxodo 2,1-9 no cuenta ese detalle, procedente de otra leyenda judía.


– Corán 49/28,15: Moisés mata a un hombre de otro clan judío. La Biblia dice que mató a un egipcio (Éxodo 2,11-15).


Corán 49/28,38: Faraón manda construir una torre para llegar a Dios. No está en la Biblia: quizá es una confusión con la torre de Babel (Génesis 11,1-9).


Corán 51/10,90-92: finalmente el Faraón cree en el Dios de Israel, y este salva su cuerpo a fin de que sea un signo para sus sucesores. Esto responde también a una leyenda judía. En cambio, la Biblia cuenta que el Faraón murió ahogado con todo su ejército (Éxodo 14,26-28).


Corán 69/18,60-82: se relata la peripecia de Moisés con un mozo que lo instruye. No está en la Biblia y los especialistas no se ponen de acuerdo sobre su origen.


Corán 87/2,136 y 89/3,84: se afirma que Dios no hace distinción entre los profetas. La tradición judía, sin embargo, considera a Moisés como el más grande; y el propio Corán (87/2,253) dice que favorece a algunos enviados más que a otros.


Corán 92/4,153: el pueblo del libro pidió a Moisés que les hiciera ver a Dios. En la Biblia es Moisés quien pide ver a Dios (Éxodo 33,18; también en Corán 39/7,143).


– Corán 107/66,11: habla de la conversión de la mujer del Faraón, que carece de paralelo en la Biblia.


Todas estas modificaciones en la manera de contar la historia no son, sin embargo, lo más relevante de la historia del Moisés coránico. De­muestran ante todo cuál era la tradición judaica, tanto culta como popu­lar, en el entorno cultural donde se compusieron diversos materiales que, tras sucesivas purgas, acabaron formando parte de la colección textual del Corán. Aunque varíen algunos detalles de la narración, hay un núcleo invariante que, paradójicamente, evoluciona en una línea perceptible. La cuestión principal no reside tanto en semejanzas y diferencias entre el relato bíblico y el coránico, sino en el propósito de los cambios de significación introducidos por el Corán.


En el decurso del relato, se van entrelazando tres temas de especial trascendencia, que requieren ser estudiados con mayor detenimiento:


1) la misión de Moisés y su actuación como enviado de Dios a los hebreos e intermediario;


2) el pueblo de Israel, o de Moisés, y sus andanzas como pueblo elegido por Dios;


3) el libro de Moisés, la Torá, que no solo cuenta la historia, sino que contiene codificado el dispositivo legal que se fue decantando y seguía vigente en la vida de los judíos.


Estos temas se evidencian como plenamente judíos. Y su esquema coincide con el planteado por Mahoma en su predicación. Es también el que adoptaron los «creyentes» árabes que secundaron al profeta, todo conforme a la interpretación del mesianismo nazareno, razón por la cual comportaba además ciertos elementos cristianos heterodoxos. Y es, fi­nalmente, lo que se halla recogido en las páginas del Corán, si bien en ellas se fueron sedimentando con el tiempo nuevas capas de escritura y significación. Pasemos ahora a analizar cada uno de esos tres temas, con la atención puesta en su evolución: la misión del profeta, el pueblo ele­gido y el libro revelado.



La misión de Moisés y el nuevo profeta árabe


Moisés personifica un caudillo que, por orden divina, dirige a las tribus israelitas, se enfrenta al imperio egipcio y se libra de él, y organiza un esbozo de confederación o Estado naciente (los jueces), bajo un régimen teocrático constituido por la Ley y los mandatos de Dios, disciplinado con castigos ejemplares, lanzado a batallas contra otros pueblos, en or­den a la conquista militar y la posesión de la tierra de promisión. No hace falta una gran imaginación para caer en la cuenta de que el compor­tamiento de Mahoma se identifica enteramente con esa figura de Moisés, presentado como enviado y profeta, que ejerce la función de revelador, pontífice, legislador, conductor político-militar del éxodo y visionario de la conquista.


«Dios dijo: ‘¡Moisés! Yo te he elegido entre los humanos, con mis envíos y mis palabras. Toma, pues, lo que te he dado, y sé de los agra­decidos’» (Corán 39/7,144; también: 45/20,13; 25/20,41).


«¡Pueblo mío! Entrad en la Tierra santa que Dios os ha prescrito, y no volváis la espalda. Entonces regresaréis como perdedores» (Corán 112/5,21).


Lo verdaderamente significativo del Corán está en el hecho de que lleva a cabo una apropiación de la historia de Moisés llevada a cabo por parte de Mahoma y los árabes conversos, de modo que se usa el discurso bíblico como modelo de identificación e instancia de legitimación para la prác­tica en curso: una práctica de consolidación del caudillaje de Ma­homa sobre las tribus sarracenas, la agresión militar contra los imperios ro­mano y persa, la conquista del territorio de Siria y Palestina, y el even­tual exterminio de los enemigos.


Está claro que el patrón profético que sigue Mahoma se aleja del pacifismo evangélico cristiano y también del profetismo hebreo del pe­ríodo monárquico, para remontarse al yahvismo o judaísmo más arcaico, el de las leyendas tribales y las guerras santas. Ese patrón ignora que lo característico de los profetas radica en la crítica al poder y, en cambio, se inspira en los episodios más beligerantes de la historia de Moisés.


La legitimación de la venganza en nombre de Dios tiene como mo­delo el castigo contra quienes habían dado culto al becerro de oro, cuan­do Moisés masacró a tres mil hombres de su propio pueblo (Éxodo 32,25-29). Esto se constituye en el esquema de actuación típico: la depu­ración de los elementos internos que se resisten a la ideología del poder en despliegue. Llegaría a ser una práctica habitual de Mahoma, como podemos leer en la biografía y en los dichos del profeta árabe.


En las referencias al pueblo israelita, el Corán destaca la tendencia a apartarse del verdadero Dios y a ser remiso para obedecer las órdenes de combatir que da Moisés:


«Dijeron: ‘Oh Moisés, nosotros no entraremos ahí nunca, mientras ellos estén ahí. Ve tú con tu Señor y combatid. Nosotros nos quedamos aquí’. Dijo: ¡Señor! No cuento más que conmigo y mi hermano. Dis­tingue, pues, entre nosotros y ese pueblo perverso» (Corán 112/5,24).


Mahoma se atiene, por tanto, al paradigma de Moisés. Él también encuentra resistencia. El ataque a los territorios y pueblos hallados en el camino hacia la conquista de la tierra prometida se convierte en objeto de imitación. Tacha a esos pueblos de opresores (como se acusaba a los egipcios), o los inculpa de idólatras (como a los amalecitas, edomitas, amorreos, moabitas y cananeos), emplazándolos a la rendición o al ex­terminio. La meta final será la victoria y el reparto del botín en nombre de Dios. Todo ello justificado y santificado por la creencia en que hay uno que es el portavoz de una revelación, que presume estar en posesión de las claves y el código definitivo para ordenar la historia humana, aun­que tal vez solo la precipite al colapso.


Más acá de las inverosímiles escaramuzas, razias y epopeyas reco­piladas en las biografías y los hadices de Mahoma, cuya historicidad con­creta está en entredicho, son muy pocos los acontecimientos his­tóricos del siglo VII de los que tenemos constancia. En primer lugar, sabemos que el emperador Heraclio organizó un gran contraataque frente a los persas, y lo puso en marcha en 622. Hay cierta probabilidad de que esto fuera lo que precipitó, justo ese año, la retirada de Mahoma y sus huestes al desierto, al oasis de Yatrib. El esquema imaginario evoca que, como los egipcios habían perseguido a los israelitas, así los romanos persiguen a los sarracenos; o en la versión tradicional islámica, los mequíes atacan a los mahometanos de Medina.


Lo cierto es que, unos años después, en Yatrib/Medina, el ejército de Mahoma se movilizó desde el desierto hacia el norte, conforme a un plan de ataque para entrar en Palestina a través de Transjordania, tal vez imitando el camino seguido por Moisés. Pero, en esta ocasión, Mahoma y sus sarracenos fueron derrotados por la guarnición bizantina, en la batalla de Muta, el año 629 (cfr. Corán 84/30,2-4).


Como desquite imaginario de esta derrota de Muta, la tradición mu­sulmana inventó la victoriosa batalla de Tabuk, supuestamente capita­neada por el propio Mahoma en 630, de la que fingen que hay alusiones en el Corán (113/9,29; 113/9,42-49). Pero, al parecer, tal batalla jamás se libró, ni hay rastro de ella en ninguna fuente histórica. Con la misma inventiva, la tradición musulmana cuenta que Mahoma remitió sendas cartas a los emperadores de Constantinopla y de Ctesifonte (la capital sasánida), ins­tándolos a convertirse al islam, a lo que ellos se negaron. Así, este supuesto rechazo se utilizó para justificar los ataques (idea pro­bablemente inspirada en los emplazamientos de Moisés al Faraón: Corán 50/17,101-102; 51/10,75). La autenticidad histórica de tales cartas, sin embargo, carece de toda base.


Por el contrario, sí está documentada la batalla de Gaza, en 634, en la que el ejército de Mahoma venció y asesinó a Teodoro, capitán general de Heraclio en la zona, dejando expedito el camino hacia Jerusalén. También en paralelo con Moisés, Mahoma no alcanzó a ver Jerusalén conquistada, dado que su muerte acaeció el año 632 (o, según otros, en 634, quizá en un primer ataque frustrado a la ciudad). Fue luego el ge­neral Omar, como nuevo Josué, quien tomó Jerusalén y llevó a cabo la conquista de la tierra prometida, y mucho más.


En 636, aconteció la decisiva batalla del río Yarmuk, en la que los sarracenos infligieron una gran derrota a las tropas del emperador Hera­clio. A continuación, se apoderaron de Damasco y, a fines de 637, toma­ron finalmente Jerusalén, donde Omar entró triunfante a principios del año 638. Inmediatamente, empren­dió allí la reconstrucción del templo, acentuó la observancia de la Ley y la expectativa del regreso del Mesías alcanzó el paroxismo. Pero, hacia 640, la frustración de la expectativa mesiánica, que no se cumplía, condujo a la ruptura de la coalición con los nazarenos judíos y a un cambio de rumbo histórico.


En la historia posterior, en efecto, ante el éxito de las conquistas y el fracaso de las profecías milenaristas, y en medio de las guerras intestinas por el poder, se produjeron transformaciones serias e inesperadas. Co­menzó la etapa del protoislam, en que el ímpetu de los continuadores del profeta fue pasando del mesianismo inicial al imperialismo árabe de los muhaŷirun, amplificado luego por los omeyas y los abasíes. En el siglo VIII, la ciudad santa de Jerusalén fue
sustituida por La Meca. El san­tuario central, el Domo de la Roca, cedió su simbolismo a la caaba de La Meca. Al mismo tiempo, la alquibla o dirección del rezo se desvió tam­bién desde Jerusalén hacia La Meca (Corán 87/2,144). El magisterio de Moisés, que brillaba por encima de todo, se fue oscureciendo, a fin de iluminar el profetismo de Mahoma (Corán 90/33,40), al tiempo que se iba seleccionando el repertorio de escrituras que integraría el Corán. El significado de la actividad militar desplegada, la yihad, se reformuló, pasando desde la atribución de un carácter defensivo a la afirmación del deber de emprender la ofensiva contra todos los que no crean en Dios y en Mahoma (Corán 113/9,29).


Parece una constante histórica. Cuando el inicial proyecto mesiánico fracasa, los que detentan el monopolio del poder se empecinan y ma­nipulan el discurso liberador del principio, hasta convertirlo en pura ide­ología para perpetuarse en la dominación. Es lo observado tantas veces en la historia, como se ve modernamente en el proceder de los sistemas totalitarios. Y lo mismo que en estos, también en el islam naciente se introdujo el culto a la personalidad, mitificando a Mahoma.


Basta comprobar cómo,
en los capítulos cronológicamente últimos, Mahoma es promovido a la categoría de profeta y sello de los profetas. Decenios después de su muerte, acabó siendo objeto central de culto, al insertarse su nombre en la profesión de fe islámica y al sacralizarse el Corán atribuido a él, el mediador por antonomasia de la voluntad divina.


La enorme importancia otorgada a Moisés en el Corán refuerza la teoría de que el islam tuvo su origen en el movimiento nazareno, inte­grado por judíos étnicos fieles a la Ley de Moisés, pero que, a la vez, reconocían a Jesús como profeta y como personaje con una función de mesías y de juez en el último día. Mahoma y sus seguidores recibieron y adaptaron la herencia de la escritura, la teología y la ideología política del mesianismo milenarista nazareno.



El pueblo de Moisés y el nuevo pueblo elegido


El Corán, para designar al pueblo hebreo, emplea la expresión «pueblo de Moisés», que aparece cuatro veces al narrar el éxodo. Es más frecuen­te «hijos de Israel», que se repite 41 veces a lo largo de los capítulos, con una deriva perceptible del significado. Otra expresión utilizada es «pue­blo del Libro», que se itera 31 veces (de ellas, 30 en capítulos pos­teriores a la hégira). Evidentemente, este libro es la Torá de Moisés: no hay ningún otro pueblo del libro.


«En el pueblo de Moisés, hay una nación que se dirige con la verdad, y por esta ejerce la justicia» (Corán 39/7,159).


«Dijimos a los hijos de Israel: ‘Habitad la tierra. Cuando venga la promesa de la otra vida, os llevaremos en tropel’» (Corán 50/17,104).


«Dimos a los hijos de Israel el Libro, la sabiduría y la profecía, les hemos concedido cosas buenas y los hemos favorecido con respecto a todo el mundo» (Corán 65/45,16).


«¡Hijos de Israel! Recordad mi gracia con la que os agracié y que os he favorecido con respecto a todo el mundo» (Corán 87/2,47).


La elección del pueblo de Israel se halla nítidamente expuesta en el Corán, en la medida en que recopila pasajes de la Biblia hebrea, narra la saga de los profetas desde Noé a Abrahán, Isaac y Jacob, y da un prota­gonismo de primer orden a Moisés (Corán 38/38,47; 89/3,33).


Sin embargo, precisamente la referencia a la historia de Moisés, que refiere sus desencuentros con el pueblo, ocurridos en el pasado, le sirve al Corán como argumento rebuscado para ir descalificando al pueblo judío en el presente. Por ejemplo, cuando acusa a los que ya poseían la revelación, es decir, los judíos coetáneos, de no creer en la predicación de Mahoma, inculpándolos incluso del maltrato que algunos de sus an­tepasados ha­bían dado a los antiguos profetas:


«Cuando se les dice: ‘Creed en lo que Dios ha hecho descender’, di­cen: ‘Creemos en lo que descendió sobre nosotros’. No creen en lo que vino después, que es la verdad, que confirma lo que ya tienen. Di: ‘Entonces, ¿por qué matasteis antes a los profetas de Dios?’» (Corán 87/2,91).


«¡Pueblo del Libro! ¿Por qué no creéis en los signos de Dios?» (Corán 89/3,98).


«Hicimos un pacto con los hijos de Israel y les mandamos enviados. Cada vez que un enviado vino a ellos con algo que no deseaban, a unos los desmintieron y a otros los mataron» (Corán 112/5,70).


«Los hijos de Israel que no creyeron fueron maldecidos por boca de David y de Jesús, hijo de María, porque desobedecieron y transgredie­ron» (Corán 112/5,78).


El procedimiento retórico utilizado por el Corán estriba en reforzar la culpa del pueblo de Israel remontándola hacia atrás, por haber idola­trado al becerro de oro y por haber desobedecido a Moisés en tiempos del éxodo, con el objetivo de que las acusaciones de desobediencia, re­beldía o ale­jamiento de Dios acaben recayendo con más peso sobre los judíos con­temporáneos de Mahoma, para así justificar su descalificación (Corán 87/2,92-93).


El relato bíblico, pese a su severidad, propende a realzar más bien cómo Dios perdona las transgresiones de su pueblo arrepentido, de mo­do que renueva su alianza y revalida su elección. Por el contrario, la reela­bo­ración coránica, aunque en principio coincide con la Biblia (Corán 39/ 7,153), luego toma pie en las transgresiones para sostener que Dios re­prueba a los judíos sin remisión, por haber desmentido sus signos (Corán 42/25,36; 103/22,44). Se va abriendo paso la idea de que Dios puede despojar a los judíos de su estatus de pueblo elegido, y traspasar la elec­ción a otro pueblo:


«Si volvéis la espalda… yo ya os he hecho llegar aquello con lo que he sido enviado. Mi Señor hará que os suceda otro pueblo distinto de vosotros, y no podréis hacerle ningún daño» (Corán 52/11,57)


«Esos son a quienes dimos el Libro, la sabiduría y la profecía. Si no creen en ello, se lo confiamos a otro pueblo que sí cree» (Corán 55/6,89).


Más adelante, ese mismo tipo de amenaza se le plantea al pueblo creyente que sigue a Mahoma (Corán 95/47,38; 113/9,39). Pero esto no tendría ningún sentido, salvo que se entienda que ya se ha producido el relevo y que, en ese momento, es el pueblo de los creyentes árabes el que ostenta la elección.
Se pone de manifiesto que el pueblo de Moisés ha sido sustituido por el pueblo de Mahoma. En efecto, el Corán, en versí­culos seguramente interpolados, enaltece a la nueva umma, la nación o pueblo de los árabes creyentes que siguen a Mahoma:


«Así hemos hecho de vosotros un pueblo justo, para que seáis testi­gos ante los hombres, y que el enviado sea testigo ante vosotros» (Corán 87/2,143).


«Vosotros sois el mejor pueblo suscitado entre los humanos. Or­de­náis lo lícito, prohibís lo ilícito, y creéis en Dios.
Si el pueblo del Libro hubiera creído, hubiera sido mejor para ellos. Hay creyentes entre ellos, pero la mayoría son perversos» (Corán 89/3,110).


En la narración de la Biblia, se da una dinámica interna, reiterada, en la relación del pueblo de Moisés con su Dios, según la cual el pueblo se rebela, sufre castigos, Moisés intercede, el pueblo se arrepiente y vuelve de nuevo a ser obediente. Siempre triunfa la fidelidad a la alianza por ambas partes. En cambio, en el desarrollo del Corán, se instaura una posición muy diferente: el pueblo de Israel es relegado definitivamente como re­belde, a la par que es sustituido por el pueblo de Mahoma como el ver­daderamente sumiso, de manera que los árabes se arrogan la autén­tica descendencia de Abrahán y la herencia prometida.


«¿Quién tiene una religión mejor que quien es sumiso a Dios, obran­do bien, y sigue la religión de Abrahán, siendo recto?» (Corán 92/4,125).


En consecuencia, los protagonistas son entonces los nuevos «cre­yentes», «los que han creído» (passim en el Corán), que se apropian de la elección y excluyen de la umma a los judíos. Así, finalmente, el texto corá­nico los denigra, los estigmatiza y los deshumaniza, porque, como el mu­sulmán repite tantas veces al día con el rezo de la primera sura, van por el camino de los que concitan la ira de Dios:


«Dirígenos por el camino recto (…) no el de los que han incurrido en la cólera»
(Corán 5/1,7).


«Cuando transgredieron lo que se les había prohibido, les dijimos: ‘Convertíos en monos despreciables’» (Corán 39/7,166; y en 87/2,65).


«Los que Dios ha maldecido, contra los que está en cólera, que él ha convertido en monos y en cerdos» (Corán 112/5,60).



El libro de Moisés y el nuevo libro revelado


La narración coránica refiere la historia de cómo Dios entregó las tablas de la Ley a Moisés (Corán 39/7,145; 39/7,154), pero en lo que más in­siste es en que Dios reveló a Moisés el Libro, por el que se entiende la Biblia hebrea, o al menos el Pentateuco. El vocablo «libro» aparece 259 veces (139 en capítulos antehegíricos; 120, en los poshegíricos). Pero ¿a qué libro se refiere realmente? El término «Corán» lo encontramos 70 veces (61 antes de la hégira, 9 después). Pero ¿a qué se llama Corán? Por otro lado, el término «Torá», que en principio no se presta a equívocos, incide 18 veces (todas menos una en suras posteriores a la hégira). ¿Qué significa todo esto?


Dejamos pendiente un estudio más profundo y cualitativo de las pa­labras «Libro» y «Corán», para limitarnos aquí a una aproximación más de conjunto. Al examinar cada uno de los versículos donde se menciona el Libro, con su contexto inmediato, descubrimos que hay gran cantidad de casos ambiguos y oscuros, por lo que el recuento de las referencias concretas solo puede aspirar a cierto grado de probabilidad.


Sobre la palabra libro. Si dejamos aparte los casos en que se refiere a un significado común, o designa el libro donde se anotan los actos buenos y malos de cada uno, o alude a libros de otros enviados, nos quedan tres o cuatro veces en las que se trata del Evangelio, y una ma­yoría, en torno a 190, que remiten al libro de Moisés (la Biblia hebrea), y solo alrededor de unas 30 veces en las que parece referirse al Corán de Mahoma. Pero, respecto a esto último, ¿cómo puede el Corán men­cionarse a sí mismo como libro, cuando aún no existía como libro y sus capítulos aún estaban en trance de revelación? Quizá únicamente se explique mediante una ulterior intervención masiva en el texto.


Sobre el término Corán. Siguiendo a la tradición musulmana, se suele creer que designa el libro que históricamente se ha llamado Corán, es decir, el libro sagrado del islamismo, el que en seis ocasiones es calificado como «Corán ára­be» (Corán 45/20,113; 53/12,2; 59/39,28; 61/41,3; 62/42,7; 63/ 43,3). Pero ni siquiera esto es tan evidente. No es descar­table que el Co­­rán ahí mencionado no fuera sino el leccionario que contenía una traducción árabe del libro de Moisés y era utilizado por la comunidad de Mahoma en sus reuniones de culto. Tal es la tesis defen­dida por Gabriel Théry (1955-1964), por Joseph Bertuel (1981-1984), Édouard-Marie Gallez (2005) y otros.


En cualquier circunstancia, tanto antes como después de la hégira, la Biblia hebrea constituía la escritura de referencia para la comunidad de Mahoma (unida al movimiento nazareno). De ella se habla con reveren­cia, exhortando a recordarla y seguir sus mandamientos.
No es otro que el libro de Moisés, que poseen los judíos y que, en un momento dado, había sido vertido al árabe por Waraqa Ibn Naufal.


«Pues dimos a Moisés el Libro como culminación por el bien que había hecho, explicación de todo, dirección y misericordia. (…) Este es un Libro que hemos hecho descender, bendito. Seguidlo, pues, y temed» (Corán 55/6,154-155).


«Dimos a Moisés la dirección y dimos en herencia el Libro a los hijos de Israel» (Corán 60/40,53).


Más aún, cuando el Corán alude supuestamente al Corán árabe, repi­te una y otra vez que lo que en él ha descendido, o ha sido revelado, no es más que una con­firmación, una exposición en lengua árabe, de lo que se había revelado, con anterioridad, sobre todo a Moisés.


«Lo que te hemos revelado del libro es la verdad, confirmando lo que estaba antes de él» (Corán 43/35,31).


«Este Corán no podría ser inventado fuera de Dios. Pero es una confirmación de lo que estaba antes de él, y una exposición del Libro, no hay ninguna duda» (Corán 51/10,37).


«No es un relato inventado, sino una confirmación de lo que había antes de él» (Corán 53/12,111). También: 55/6,92.


«Antes de él, el Libro de Moisés era guía y misericordia. Este es un libro que confirma, en lengua árabe, para advertir a los injustos, y un anuncio para los que obran bien» (Corán 66/46,12).


«[A los hijos de Israel] Creed en lo que he hecho descender, confir­mando lo que estaba con vosotros» (Corán 87/2,41). La misma idea en: 87/2,89, 91, 97, 101.


«Ha hecho descender sobre ti el libro con la verdad, confirmando lo que está antes de él. Y ha hecho descender la Torá y el Evangelio, antes, como dirección para los humanos» (Corán 89/3,3-4).


Así, conforme a numerosos pasajes del Corán, resulta indiscutible que la religión de la sumisión a Dios es la de la Biblia, la del pueblo de Israel, la revelada a los patriarcas, a los profetas, a Moisés y a Jesús. No es otro el «islam» (sumisión) del que se habla en Corán 89/3,84, salvo que se dé un sesgo anacrónico a la traducción.


Sin embargo, aunque el propio Corán reconoce abiertamente que el pueblo israelita había recibido «el Libro, la sabiduría y la profecía», hay versículos que empiezan a plantear una especie de ataque, primero a la gente del libro y después al libro mismo. Argumentan que muchos no creen en lo revelado
(Corán 55/6,89). En otro versículo, que, según los especialistas, es una interpolación posterior, de la época de Medina, se insiste en la acusación, diciendo que los judíos entienden a su antojo el libro de Moisés, y que ocultan una gran parte:


«Di: ‘¿Quién hizo descender el libro con el que vino Moisés como luz y dirección para los humanos? Lo registráis en hojas [de las que] mostráis [lo que queréis], y ocultáis mucho, mientras se os enseñó lo que no sabíais, ni vosotros ni vuestros padres’. Di: ‘Es Dios’. Luego, déjalos seguir en sus divagaciones» (Corán 55/6,91, considerado pos­hegírico).


A pesar de todo, durante un tiempo, parece que se trató de evitar la ruptura, quizá con la esperanza de atraer a los judíos para la propia causa:


«No discutáis con el pueblo del Libro sino con buenos modales, sal­vo con los que hayan sido injustos. Decid: ‘Hemos creído en lo que ha descendido sobre nosotros y en lo que ha descendido sobre vosotros. Nuestro Dios y vuestro Dios son uno solo. Y es a él a quien somos sumisos’» (Corán 85/29,46).


Pero semejante irenismo no perduró, de tal modo que el enfren­ta­miento con los judíos se fue enconando cada vez más, no solo con la imputación de malinterpretar y ocultar la verdad del Libro de Moisés, sino llegando a decir que habían alterado el texto del libro (que antes presentaban como digno de ser recordado, recitado y obedecido). Pode­mos ver que esta acusación va en un fuerte crescendo a partir de los capí­tulos 87 y 89, posteriores a la hégira:


«¡Hijos de Israel! … No disfracéis la verdad de falsedad, y no ocultéis la verdad, que conocéis» (Corán 87/2:42).


«¿Pretendéis entonces que os crean, aunque un grupo de ellos es­cuchaba las palabras de Dios y luego las desplazaba, después de que él se las razonó, a sabiendas?» (Corán 87/2,75).


«¡Ay de aquéllos que escriben el Libro con sus propias manos y luego dicen: ‘Esto es de parte de Dios’, a fin de venderlo a bajo precio! ¡Ay de ellos por lo que sus manos han escrito! ¡Y ay de ellos por lo que realizan!» (Corán 87/2,79).


«¿Creéis, entonces, en parte del Libro, y no creéis en otra parte?» (Corán 87/2,85).


«Pero algunos de ellos ocultan la verdad a sabiendas» (Corán 87/ 2,146).


«Quienes ocultan lo que hemos hecho descender como pruebas y dirección, después de que lo manifestamos a los humanos en el Libro, esos incurren en la maldición de Dios y de los humanos» (Corán 87/ 2,159).


«Quienes ocultan lo que Dios ha hecho descender del Libro y lo venden por un bajo precio, esos solo ingerirán fuego en su vientre» (Corán 87/2,174).


«¡Pueblo del Libro! ¿Por qué disfrazáis la verdad de falsedad, y ocul­táis la verdad que conocéis?» (Corán 89/3,71).


«Entre ellos hay algunos que tergiversan con sus lenguas el Libro para que creáis que eso está en el Libro, cuando no está en el Libro en absoluto. Dicen: ‘Esto es de parte de Dios’, cuando no es de parte de Dios. Dicen mentiras sobre Dios, a sabiendas» (Corán 89/3,78).


«Cuando Dios hizo un pacto con aquellos a los que dio el Libro: ‘Manifestadlo a los humanos, no lo ocultéis’. Pero ellos se lo echaron a la espalda y lo malbarataron.» (Corán 89/3,187).


«Entre los judíos están aquellos [que] desplazan las palabras de sus posiciones» (Corán 92/4,46).


En la última fase de la elaboración coránica, el Libro de Moisés, su­puestamente ocultado y hasta falsificado por los judíos, termina pos­tergado y rechazado del todo. Lo sustituye el Corán, encumbrado enton­ces como la nueva luz y el nuevo libro, que señala claramente el camino recto (aunque, en realidad, este Corán no se acabaría de perfilar hasta dos siglos después de Mahoma).


«Pero, como rompieron su compromiso, los hemos maldecido y he­mos endurecido sus corazones. Desplazan las palabras de sus po­si­ciones, y han olvidado una parte de lo que se les recordó. Tú no dejarás de ver una traición por su parte, excepto unos pocos» (Corán 112/ 5,13).


«¡Pueblo del Libro! Nuestro enviado ha venido a vosotros, mani­fes­tándoos mucho de lo que escondéis del Libro, y agraciando mucho. Una luz y un Libro manifiesto os han venido de Dios. Por medio de él, Dios dirige a quienes buscan su aprobación (…) por un camino recto» (Corán 112/5,15-16).


«¡Oh enviado! Que no te entristezcan los que se apresuran al des­creimiento entre los que dijeron: ‘Hemos creído’ con sus bocas, mientras que sus corazones no han creído. Hay entre los judíos [un grupo] que escucha la mentira, [te] escucha [para decir mentiras sobre ti a] otras gentes que nunca han venido a ti, y desplaza las palabras de sus posi­ciones» (Corán 112/5,41).


En cuanto al término Torá. ¿Por qué su uso se concentra en el pe­ríodo poshegírico, al mismo tiempo que se increpa al «pueblo del Libro» (30 veces) y aumenta la diatriba contra los hijos de Israel, acusados de haber corrompido y tergiversado el Libro? Parece como si no fuera lo mismo el Libro de Moisés y la Torá, puesto que se disocian, polemizando con el Libro de los judíos, mientras que se encomia la Torá.


Una hipótesis que puede inferirse es que ahí la Torá (igual que el Evangelio en los mismos pasajes) representa una idealización concebida desde la visión musulmana como el mensaje originario y auténtico. De este modo, se lleva a cabo la apropiación de la Torá (igual que del Evan­gelio), y por este medio se consigue prestigiar el Corán, equi­parándolo a la categoría de las revelaciones precedentes, según se da a entender en un versículo de la penúltima sura, que habla de «la verdad contenida en la Torá, en el Evangelio y en el Corán» (113/9,111), un versículo que, a la vez, está urgiendo a entregarse al combate a muerte en la yihad. Por último, el Corán es exaltado por encima de todos, mediante el proce­dimiento de achacar a los otros libros haber sido falsificados por judíos y cristianos respectivamente. También sobre este tema de la Torá sería necesario un estudio más a fondo.



La superposición de capas semánticas y cambios en el texto


Cuando los investigadores reconstruyen la historia de la composición del Corán, descubren muchos cambios acumulados a lo largo del tiempo, como capas que se fueron sedimentando una encima de otra. A veces, pueden reflejar una evolución acaecida al compás de los hechos durante los años de actividad de Mahoma, pero con frecuencia se trata de modifi­caciones añadidas, de solapamientos, superposiciones o reinterpretacio­nes que alteraron ya sea el texto o ya la comprensión de su significado. Esto se consiguió manipulando la escritura o la lectura anterior, todo ello facilitado por la falta de especificación del contexto real, que casi nunca se indica. Solamente en líneas muy generales y para aspectos particulares, resulta significativa la sucesión en el curso del tiempo real, que grosso modo vendría a corres­ponderse con el orden cronológico hipotético asignado a los capítulos del Corán.


En ciertas ocasiones, basta dar unas pinceladas sobre el lienzo para cambiar el color de la escena descrita o matizar la fisonomía del perso­naje. Una frase o una pala­bra hábilmente insertada puede resultar sufi­ciente para modificar el sentido del texto.


Vamos a exponer, a continuación, algunos ejemplos que se relacio­nan con los temas de Moisés, su pueblo y su Libro, a través de los cuales comprobaremos cómo finalmente cada uno de ellos es subsumido y sus­ti­tuido desde la perspectiva del Corán.

 

La sustitución del profeta, del pueblo y del libro

 

Como ya henos analizado, estos tres temas interrelacionados, la mi­sión de Moisés, la elección del pueblo israelita y la revelación del Libro, son objeto en el Corán de una sucesión de modificaciones textuales y her­menéuticas.


En primer lugar, la figura central de Moisés va siendo sustituida por la referencia Abrahán y, finalmente, por el propio Mahoma:


Capa A. Inicialmente, el Moisés coránico, elegido por Dios, enviado con la Ley y caudillo de Israel se corresponde con el relato bíblico.


Capa B. Pero, luego, se nota un intento de superar la religión de Moisés, especulando acerca de una «religión de Abrahán» más originaria, con la cual entroncaría Mahoma.


Capa C. Mahoma, pese a emplear la etiqueta de religión de Abrahán, solo consigue ocupar el lugar de Moisés para las tribus árabes, adaptar a estas la Ley mosaica y el culto mosaico.


Capa D. Como nuevo Moisés, Mahoma se pone a la cabeza de las tropas sarracenas que emprenden la conquista de la tierra prometida.


El episodio del «viaje nocturno» (véase un poco más adelante) aporta una prueba clara de esta sustitución de Moisés por Mahoma. La imita­ción llega hasta el extremo de que, más tarde, se representará pictórica­mente a Mahoma con un velo cubriéndole la cara, lo mismo que se cuenta de Moisés en la Biblia.


En segundo lugar, lo que concierne a los judíos como el «pueblo de Moisés», el «pueblo del Libro», o los «hijos de Israel», presenta una evo­lución análoga en el Corán:


Capa A. Aparecen, extensamente, como los destinatarios privile­giados de la elección divina y de la alianza, portadores del Libro revelado, con la sabiduría, la luz, la buena dirección, la misericordia y la sumisión.


Capa B. Las historias de sus profetas y, en grado eminente, Moisés y Jesús, son los paradigmas de lo que Dios ha hecho descender, si bien se los mira desde una mirada mahomética, al mismo tiempo que se amplía el relato con la inserción de Ismael.


Capa C. Luego, se acusa a los judíos de no creer en Dios y de des­mentir y matar a sus profetas.


Capa D. Finalmente, el pueblo hebreo es reemplazado por un nuevo pueblo de creyentes, que no son otros que los seguidores de Mahoma.


En tercer lugar, respecto al «Libro de Moisés», la Torá, comproba­mos que el Corán va elaborando posiciones más complejas, que nunca se aclaran del todo. Las podemos esquematizar así:


Capa A. Lo que Dios ha revelado a Moisés contiene la verdad y es la guía para la comunidad de Mahoma.


Capa B. Lo que se revela al profeta árabe no es sino una confirma­ción de lo que había descendido antes sobre Moisés.


Capa C. Empieza a haber disonancias con la interpretación del Libro que hacen los judíos, hasta llegar a acusarlos de ocultar partes del libro y de haber falsificado su mensaje.


Capa D. Al final, se postula el abandono de la Biblia, para sustituirla por el Corán árabe, en ruptura definitiva con los judíos y los cristianos.


A través de estas alteraciones semánticas, el último Corán rechaza al pueblo elegido hebreo, arrogándose la elección, y a fortiori estigmatiza a todos los demás pueblos tachándolos de asociadores o ateos. La conse­cuencia es que consagra el modelo islámico de exclusión, de división ba­sada en la fe, de predisposición al odio, no solo hacia los enemigos real­mente existentes, sino hacia los constituidos como tales enemigos por el propio discurso, por cuanto convoca a imponer el dominio
absoluto de la religión de Alá (Corán 88/8,39).


Los creyentes en ese modelo, que contempla y justifica la expropia­ción de los derechos inherentes al otro, no musulmán, así como la apro­piación de sus bienes y personas, encuentran, en la teología teocrática (más que monoteísta) del Corán, la coartada perfecta para lanzarse sin escrúpulos al sometimiento por la fuerza y a la dominación, de tal mane­ra que estos terminan constituyendo un fin en sí mismo.

 

El cambio de la alquibla en el rezo

 

La quibla o dirección adonde mirar cuando se reza se adoptó, muy pro­ba­blemente, de los nazarenos que, como los judíos (1 Reyes 8,44; Daniel 6,11), rezaban orientándose hacia la ciudad santa de Jerusalén. Pero hay versículos donde se afirma que el rostro de Dios se halla presente por todas partes, según lo cual se podría rezar en cualquier dirección:


«De Dios es el oriente y el occidente. Adondequiera que os volváis, ahí está el rostro de Dios» (Corán 87/2,115; 87/2,142 y 87/2,177).


No obstante, el mismo Corán supone que, al principio, Mahoma rezaba en di­rección a Jerusalén, y solo con posterioridad decidió volverse hacia el «san­tuario prohibido» o sagrado, supuestamente el de La Meca, dado que no se menciona el nombre de la ciudad.


«Vuelve, pues, tu rostro hacia el lado del santuario prohibido. Don­dequiera que estéis, volved vuestros rostros hacia ese lado» (Corán 87/ 2,144; lo mismo en 87/2,149 y 87/2,150).


La interpretación de este cambio es que el versículo 87/2,115 fue abrogado por el 87/2,144. Pero Dan Gibson demuestra en sus investi­gaciones que los versículos 87/2,143-145, así como el 111/48,24 (que nombra La Meca) no están en los manuscritos más antiguos, sino que debieron ser añadidos durante el califato abasí (Gibson, Qur’anic Geogra­phy, 2011: 435-436).


Por consiguiente, se han ido superponiendo hasta tres capas, para, al final, dar vigencia solo a la última, la que manda orientar la alquibla hacia la caaba de La Meca, que acabó de imponerse de manera general a me­diados del siglo VIII.

 

La invención del viaje nocturno de Mahoma

 

En este caso, un relato que originalmente narraba de la subida de Moisés al monte Sinaí está sobrescrito con el «viaje nocturno» de Mahoma al santuario lejano de Jerusalén y su subida el cielo para hablar con Dios y recibir el Corán. Literalmente, Mahoma ocupa el lugar de Moisés.


La sura 17 se titula El viaje nocturno, atribuido a Mahoma. El primer versículo cuenta que, una noche del año 622, el profeta viajó «desde el santuario prohibido hasta el santuario lejano», que se interpreta desde La Meca hasta Jerusalén.


«Exaltado sea el que hizo viajar a su siervo, de noche, desde el san­tuario prohibido al santuario lejano, cuyos alrededores hemos ben­de­cido, a fin de hacerle ver algunos de nuestros signos. Él es el que todo lo oye, el que todo lo ve» (Corán 50/17,1).


Si se elimina lo que no sería sino un añadido posterior («del santuario prohibido al santuario lejano, cuyos alrededores bendijimos, a fin de ha­cerle ver algunos de nuestros signos. Él es el que todo lo oye, el que todo lo ve»), el texto queda diáfano y enlaza a la perfección con el ver­sículo siguiente:


«Gloria a aquel que hizo viajar una noche a su siervo. […] Dimos a Moisés el libro, del que hicimos una dirección para los hijos de Israel» (Corán 50/17,1-2).


De manera que el «siervo» mencionado en el primer versículo no es otro que Moisés, de quien el relato bíblico cuenta que subió al monte Sinaí para recibir la Ley.


Si hubiera sido un relato referido a Mahoma, de tanta importancia, es muy extraño que, entre las numerosas inscripciones existentes en el Do
­mo de la Roca, allí en el monte del templo, lugar privilegiado donde se supone que el profeta árabe aterrizó y desde donde habría subido al cielo, no se encuentra ninguna alusión a ese viaje nocturno. Esto prueba que la leyenda de ese viaje simplemente no existía a finales del siglo VII, cuando se edificó el Domo, por lo que tampoco podía estar en el Corán. Y, en efecto, así se comprueba en los manuscritos más antiguos.



La apropiación del profetismo bíblico por parte del Corán


A primera vista, resulta evidente que casi todos los «profetas» que cita el Corán están tomados de la Biblia, y los enumera con total claridad: Isaac, Jacob, Noé, Abrahán, David y Salomón, Job y José, Moisés y Aarón, Zacarías, Juan, Jesús y Elías, Ismael y Eliseo, Jonás y Lot (cfr. Corán 55/6,83-87).


El Corán se apropia tan abiertamente de los «profetas» bíblicos que solo cabe deducir que el islam consiste en una adopción y adaptación de la religión judía, siguiendo la enseñanza de sus profetas:


«Estos son aquellos que Dios ha dirigido. Confórmate, pues, a su dirección» (Corán 55/6,90).


Solo en un momento posterior, en los años de Medina, sería cuando se atribuyó a Ma­homa la categoría de profeta, también reforzada con la pretensión de ser el último y definitivo.


Si llevamos a cabo un estudio de los «profetas» reseñados en el Corán en comparación con sus homónimos de la Biblia, de donde habían sido tomados, se comprueba cuán ambiguo es, en cada caso, el parecido entre el personaje que aparece en un texto y el descrito en otro. Por mucho que coincidan el nombre y ciertos aspectos del relato, es razonable dudar de que se trate de la misma figura, debido a lo esquematizada, y a veces des­fi­gu­rada, que está. Esto tiene como resultado que, en lo concreto, el personaje no significa exactamente lo mismo, no es ya el mismo, sino al modo de una caricatura. Lo que presenta el Corán es el resultado de un proceso de incautación. La figura de Mahoma, al principio émulo de los profetas bíblicos, se transformó en un operador mediante el cual se pro­dujo una asimilación del judaísmo a los árabes y una asimilación de los árabes a un judaísmo arabizado.


De manera análoga, los «profetas» y el mismo Jesús mencionados en el Co­rán aparecen desnaturalizados y confiscados por Mahoma, puesto que son presentados como si fueran profetas musulmanes (en el sentido del islamismo), cosa del todo anacrónica y que evidentemente jamás fue­ron. Entre los propósitos de esa metamorfosis, hay uno que parece diá­fano: justificar la figura mahomética de profeta armado, convertido en jefe militar y prín­cipe de las tribus del Hiyaz.


Entre los personajes bíblicos mahometizados, Moisés es el único que reúne en sí mismo las atribuciones de enviado por Dios y de suprema autoridad religiosa y política del pueblo hebreo (Éxodo 2 y siguientes).


David fue rey, pero no profeta, que en aquel entonces lo era Samuel, precisamente en relación crítica respecto al rey, lo que, a contrapelo de Mahoma, manifiesta más bien un modelo que distingue de forma insti­tucional entre la función regia y la función profética. Quizá sea para des­dibujar este carácter de la profecía bíblica enfrentada al poder, por lo que el Corán no dice una palabra sobre pro­fetas tan importantes como son Oseas, Amós, Isaías, Jeremías, o Ezequiel.


En cuanto a Jesús, podemos admitir que se lo considere «profeta», pero desde luego no cabe llamarlo «rey» o mesías político, salvo en el sarcástico sentido del letrero mandado colocar sobre la cruz por Pilato.


Los personajes bíblicos, tal como son mencionados en el Corán, no responden al perfil que tienen en los relatos de la Biblia y el Evangelio, ni en su fun­ción, ni en sus hechos y palabras. Ahí están los textos para comprobarlo, si es que uno está dispuesto a superar el desconocimiento, la miopía o el gusto por el autoengaño.


En efecto, vemos cómo se instaura una teología de la sustitución, que lleva a cabo la suplantación de las grandes figuras de Israel y del cristianismo. Los profetas coránicos con nombre bíblico no son, por su tratamiento, sino marionetas movidas por los hilos de Mahoma. Evi­den­te­mente, resulta una pretensión aberrante que Abrahán fuera un profeta musulmán, o que el islamismo existiera antes que el judaísmo y el cris­tianismo, o que estos dos fueran una desviación de aquel, que sería la única religión originaria y verdadera. Como escribe Bat Ye’or, para esa teología califal: «Jesús es musulmán y no judío; el cristianismo desciende del islam y no del judaísmo. La Biblia es un plagio falsificado del Corán; no solo le es inferior, sino que le es posterior» (2005a: 280). Por absurdo que nos pa­rezca, desde el punto de vista de las creencias coránicas:


«El cristianismo no se vincularía con el judaísmo, sino con el islam, pues todos los profetas de Israel, desde Adán y Eva, Abrahán, Moisés, David y Salomón, e incluso Jesús, son considerados como musulmanes. El islam se convierte en el primer monoteísmo, precediendo al judaísmo y al cristianismo» (Ye’or 2005a: 284).


El mismo diagnóstico lo encontramos también en la islamóloga fran­cesa Anne-Marie Delcambre, cuando analiza esa delirante reconversión en «El cambio de identidad de los personajes bíblicos en el Corán» (Del­cambre 2004: 44-48).


En realidad, lo que se constata es que los textos del Corán, atribuidos a Mahoma, datados con siglos de posterioridad respecto a los otros y sin ninguna fuente alternativa, distorsionan, manipulan y reelaboran a su con­ve­nien­cia elementos de las escrituras judías y cristianas, tanto canó­nicas como extracanónicas, con la pretensión añadida de desalojarlos y ocupar su lugar, como si la versión coránica fuera la verdadera y las otras fueran aberrantes. Ahora bien, desde el punto de vista histórico, es el relato coránico, muy posterior, el que falsea los textos originales y lleva a cabo maniobras para la islamización de la Biblia, del personaje de Moi­sés y de la figura de Jesús.


Antoine Moussali, acreditado islamólogo libanés, nos aporta un dic­tamen certero sobre quién llegó alterando el mensaje, cuando pregunta: «¿No se trata más bien, en lo que concierne al islam, de un fenómeno muy par­ticular, que es radicalmente diferente de la revelación bíblica, con la que no tiene gran cosa que ver?» (Moussali 1998: 41). Los judíos y los cristia­nos, que realmente com­parten la Biblia hebrea, no hallarán nada de sus propias enseñanzas en las páginas del Corán, mientras que este, apode­rándose de unas sumarias referencias a las tradiciones judía y cristiana, persigue el objetivo evidente de desacreditarlas y apropiarse de su prestigio, hasta suplantarlas por completo. Este mismo autor publicó un matizado y profundo estudio compa­rativo de las tres religiones (cfr. Moussali 2000).


En resumen, la realidad contrastada es que Mahoma, el Corán y el islamismo se apropiaron de las creencias, los ritos, los valores y las nor­mas judías, ini­cialmente en beneficio de las tribus árabes, al tiempo que asumían el proyecto mesiánico milenarista de combate y conquista por la espada, creyendo ser el nuevo pueblo elegido por Dios para someter a todas las naciones de la tierra e implantar el reino escatológico. La radicalización de las exigencias derivadas de este mito explican el odio a los enemigos, la fe ciega en la violencia y el ethos de dominación, que culmina en el establecimiento de un reparto desigual de las riquezas, de las mujeres y del poder, instaurando un sistema de total con­fusión entre religión y política.


Como la apropiación musulmana de la herencia bíblica no se hizo con espíritu de integración y continuidad, sino con propósitos de rup­tura, exclusión y sustitución, de ahí que fuera inevitable la ruptura, hasta clausurarse en la sacralización de un nuevo profeta, un nuevo libro y un nuevo pueblo, en discordia sin fin con el resto de la humanidad.


 

Capítulo 6. María islamizada en el Corán