El sistema
islámico
10. Los
sacrificios animales y humanos
PEDRO GÓMEZ
|
- La religión y el culto
sacrificial
- Los sacrificios animales
en el sistema islámico
- El sentido sacrificial de
matar a los enemigos del islam
- El sacrificio de agresión
y la teología de la sustitución
La
religión
y el culto sacrificial
Desde los ensayos antropológicos
pioneros debidos al ingenio
de Marcel
Mauss (1899), se han ido proponiendo muy diferentes interpretaciones
del sentido
religioso del sacrificio. Sin embargo, no contamos con una teoría
general del
sacrificio bien consolidada, aunque sí con múltiples elementos
teóricos para
ir avanzando en el análisis. En principio, todo concepto de
sacrificio tiene
como contexto la lucha por la vida, y afrontar este conflicto implica
la
adopción de un marco de creencias acerca de cómo potenciar la propia
vida.
«La
práctica sacrificial
expresa simbólicamente que una vida vive a costa de otra vida y es, a
la vez,
un intento de utilizar esta relación en provecho propio: entregando o
incluso
destruyendo otra vida, se asegura e incrementa la propia» (Theissen
2000: 155).
En
medio de la competición por
los mismos bienes, materiales y espirituales, el desprendimiento
ritual de una
parte (que se inmola u ofrece en sacrificio), a veces con el sentido
de
expiación para congraciarse con la divinidad, tiene como finalidad
garantizar
la conservación de la mayor parte, o lograr un incremento importante,
sea real
o imaginario. Según este enfoque, en una situación donde las
posibilidades son
limitadas, el objetivo es siempre buscar una ganancia de vida, pagando
un
coste, sacrificando otras vidas. O bien, en un sentido radicalmente
distinto,
podría ser también entregando la propia vida por otros.
Gerd Theissen agrupa las
teorías del
sacrificio en tres categorías. La
primera es la teoría de la oblación, según la cual, con la
ofrenda o los
dones ofrecidos, sacrificados, el grupo pretende conseguir el favor de
los dioses.
La mediación entre lo profano y lo sagrado se produce con la
destrucción de
la ofrenda, que simboliza una entrega de los propios oferentes, de la
que se
espera una compensación por parte del poder divino.
La
segunda es la teoría de
la comunión, según la cual, al participar en la consumición del
animal
sacrificado, se produce una íntima unión con él. Ese animal es, a
veces, el
tótem representativo de los antepasados y de los dioses, y, en virtud
de la
comunión festiva, los oferentes se apropian de su fuerza.
En
tercer lugar, la teoría
de la agresión afirma que los ritos sacrificiales intentan dar
salida de
alguna manera al malestar y la agresividad experimentada en la vida.
René
Girard formula una versión de esta teoría, según la cual todo objeto
deseable
conduce a la rivalidad y al conflicto por la posesión de ese objeto,
porque el
deseo tiende a imitar el deseo del otro. Los sacrificios tienden a
encauzar el
conflicto suscitado, desviando la agresión hacia un chivo expiatorio
(cfr.
Girard 1972 Y 2003). Entonces, el sacrificio comporta una destrucción
del
animal como víctima, un modo de simbolizar que los oferentes se
desprenden de
la parte peligrosa de sí mismos y la alejan de su vida descargando la
violencia
sobre otro (cfr. Theissen 2000: 87-90).
Los
diferentes tipos de ritos
sacrificiales cumplen, según el caso, funciones de oblación, de
comunión, o de
agresión, que conservan el esquema básico de su significado, aunque
varíen las
formas concretas y aun cuando las distintas funciones se combinen entre
sí:
«Muchos
tipos de sacrificio
reunían elementos de las tres funciones. Los oferentes eligen entre
tres
posibilidades de incrementar las propias oportunidades de vida dentro
de la
escasez: bien activan el poder de alguien más fuerte en beneficio
propio, y
entonces el sacrificio es un don que se hace al más fuerte; bien cargan
el daño
en el más débil, al que de otro modo habría que soportar, y entonces se
trata
de un sacrificio de agresión a un indefenso: bien comparten las
oportunidades
de vida, de acuerdo con unas normas sociales, entre las personas en
competencia, y entonces el sacrificio pasa a ser sacrificio de
comunión»
(Theissen 2000: 189-190).
En
suma, quienes ofrecen el
sacrificio pretenden aumentar sus posibilidades en la vida mediante
esas tres
estrategias, que pueden ser complementarias, según el contexto o según
las
relaciones sociales o interhumanas concretas. El incremento de poder
se busca
por medio del rito de entrega a alguien más fuerte (sacrificio de
oblación); o
por medio del rito que descarga el peso sobre una víctima vicaria más
débil
(sacrificio de agresión); o por medio del rito de identificación con
otros
reconocidos como igualmente fuertes (sacrificio de comunión). Además de
la
función simbólica, estas prácticas rituales proporcionan modelos de
comportamiento
para situaciones reales de la vida.
Visto
desde otro ángulo, las
acciones sacrificiales aplican mecanismos simbólicos que comportan
aspectos
opuestos y complementarios, tendentes a rechazar o conseguir, alejar o
acercar,
negar o afirmar. Unos elementos rituales se orientan preferentemente a
la liberación del mal, la execración de
todo lo negativo: expían el pecado, alejan la enfermedad y la muerte,
expulsan
los demonios, envían lejos el chivo expiatorio, matan al diablo, hacen
penitencia, imponen castigos, o asesinan a los enemigos (por ejemplo,
la yihad).
Otros elementos rituales, en cambio, se dirigen al aumento
del bien, propician el favor y el auxilio: entregan la
ofrenda y el don para recibir la gracia u obtener la recompensa, ponen
en común
los bienes en favor de todos, se unen para ser más fuertes en la
conquista y
para el reparto del botín.
Los
mecanismos implicados, en
cuanto tales, aparecen como esquemas formales y vacíos, cuyo
significado
dependerá de los contenidos particulares que se les hayan asignado en
la
mitología específica de cada sistema religioso concreto.
Los
sacrificios
animales en el sistema islámico
El islam no solo promueve la
veneración de una
piedra negra, en la caaba, sino que su culto incluye la práctica
ritual de
sacrificios cruentos. El Corán los denomina
«rituales de
Dios» y, aunque en un versículo critica o relativiza los sacrificios de
carne y
sangre (cfr. Corán 103/22,36-37), deja también clara constancia de la
práctica
establecida de los sacrificios de animales, de procedencia hebrea y
beduina:
vacas, camellos y ovejas. La tradición sacrificial más conocida del
islam es la que manda inmolar
un cordero en la fiesta conmemorativa del sacrificio
de Abrahán, que, según el relato coránico, ofrece como víctima a
Ismael, en
lugar de Isaac (Corán 56/37,102). Pero, en el Corán, hay otras
indicaciones sobre
la práctica de la inmolación de animales como sacrificio ofrendado a
Alá.
«Reza
a tu Señor y ofrece sacrificios» (Corán 15/108,2).
«Cumplid
la peregrinación y la visita por
Dios. Si estáis impedidos, ofreced una víctima que os sea asequible. No
os
rapéis la cabeza hasta que la ofrenda llegue al lugar [de inmolación]»
(Corán
87/2,196).
«¡Vosotros
que habéis creído!
No matéis al animal de caza mientras estéis en estado de consagración.
Cualquiera de vosotros que lo mate deliberadamente, su pago es uno de
su rebaño
semejante al que ha matado, según el juicio de dos justos de entre
vosotros,
una ofrenda que hará llegar a la caaba» (Corán 112/5,95).
Los
sacrificios de animales
están estrictamente regulados, y en ellos hay que atenerse a las formas
prescritas, evitando todo aquello que está prohibido (Corán 112/5,2).
Los
hadices de Muslim contienen un Libro de los sacrificios, donde
estos se
regulan con toda minuciosidad (Muslim Ibn al-Hayyay, 2006: 583-589). En
conclusión, los sacrificios cruentos están encuadrados entre los
componentes
rituales del sistema islámico.
El
sentido
sacrificial
de matar a los enemigos del islam
En principio, la ofrenda de
sacrificios humanos no se da en
el contexto
inmediato de la liturgia islámica. Encontramos, incluso, una condena de
los
sacrificios de niños (Corán 55/6,137). No obstante, hay ciertas
aplicaciones
de la muerte sobre humanos que comportan un inequívoco sentido
religioso y
sacrificial. No se trata de una metáfora o una hipérbole. Aparte del
sacrificio del cordero en la fiesta que recuerda a Abrahán y del rito
halal en
el sacrificio de animales, se confiere un significado manifiestamente
cultual
y ritual a los castigos de pena capital regulados por el derecho
islámico (la saría), y de manera eminente a las
masacres ejecutadas por la espada de la yihad.
En el
seno de la sociedad
islámica, la pena de muerte está ordenada para los transgresores de la
Ley,
apóstatas, adúlteras, idólatras, así como para determinados cautivos, y
la
ejecución adopta el protocolo de un ritual cruento. Tales muertes se
infligen
como obra de religión y en nombre de Alá. Los hadices relatan el caso
ejemplar
de la masiva ejecución, presidida por Mahoma, en la plaza situada
delante de
la mezquita de Medina, donde el profeta hizo decapitar a novecientos
hombres
de la tribu judía de los Banú Quraiza, en abril de 627, según la
tradición.
Narran también, entre otros, el caso de una mujer adúltera a la que
Mahoma
sentenció a muerte, mandó que la ataran envuelta en sus vestidos y que
la
apedrearan, hasta que murió, y entonces él mismo pronunció la oración
fúnebre
(cfr. Muslim, Sahih, libro 17, hadiz 4207).
El
islam sustenta la doctrina
de «la lealtad y la enemistad» (al-wala’ wa-l-bara’), que manda
amar a
unos y odiar a otros por la religión de Alá. El Corán prohíbe tomar
como
aliados a gente no musulmana (Corán 91/60,1; 92/4,89 y 144; 112/5,51 y
54).
Citando el ejemplo de Abrahán, da una fórmula muy expresiva con
respecto a los
allegados descreídos: «la enemistad y el odio han aparecido entre
nosotros y
vosotros para siempre» (Corán 91 /60,4). Exige a los musulmanes que
renuncien y
repudien a sus parientes que no se hagan musulmanes y crean solo en
Alá,
«aunque sean sus padres, sus hijos, sus hermanos, o de su tribu» (Corán
105/58,22;
también 113/9,23). La tradición protoislámica habla de varios
compañeros de
Mahoma que rechazaron y hasta asesinaron a sus propios parientes no
musulmanes
como manifestación de lealtad a Dios y su enviado: hubo quien mató a su
padre,
o a su hermano; el primer califa, Abu Bakr, intentó matar a su hijo; y
el segundo
califa, Omar, asesinó a varios parientes opuestos al islam.
Esa
cosmovisión escinde el
mundo en dos partes inconciliables: los seguidores de Mahoma, que
integran la umma
islámica (Dar al-islam, la «casa del islam»), frente a las
restantes
personas, tribus y pueblos (Dar al-kufr, la «casa de los
infieles»), que
se conciben como deshumanizados. La Ley islámica ordena a los
musulmanes luchar
contra ellos permanentemente y subyugarlos, con el fin de engrosar la
suprema
supertribu de la umma. Esta comunidad se constituye haciendo
prevalecer
los vínculos religiosos, islámicos, por encima de los vínculos de
sangre
tribales. De este empeño nace imperativamente la yihad.
Si
tenemos en cuenta el marcado
carácter sagrado inherente a la yihad, la visión del tema cambia
radicalmente.
El Corán manda declarar la guerra/yihad en nombre de Dios contra todo
el que se
resista al dominio musulmán. Los combatientes y los terroristas
islámicos
realizan sus ataques al grito de «¡Alá es grande!», al tiempo que
exhiben una
fe ciega en que tales matanzas de humanos forman parte de su deber
religioso.
El combate en el camino de Dios, que es la yihad, asume un indudable
carácter
sacrificial, y lo hace en un doble sentido: por un lado, con el
sacrificio de
la propia vida de los yihadistas por la causa de Dios y, por otro, con
la
matanza de los enemigos en aras de la misma causa y por mandato divino.
Respecto
al primer sentido, el
Corán define con precisión la actitud de entrega del musulmán a la
yihad como
parte de un contrato que Dios hace con los que luchan dispuestos a dar
su vida.
Recordemos la teoría del sacrificio como oblación.
«Que
combatan, pues, en el
camino de Dios quienes cambian la vida de aquí por la vida venidera.
Quien
combata en el camino de Dios, ya sea muerto o ya venza, le daremos una
gran
recompensa» (Corán 92/ 4,74).
«Dios
ha intercambiado las
vidas y las fortunas de los creyentes [por la promesa de] que irán al
paraíso.
Ellos combaten en el camino de Dios, matan y se hacen matar. Es una
verdadera
promesa suya…» (Corán 113/9,111).
Y la
aleya que sigue
inmediatamente después explicita, con toda nitidez, que esos que
combaten «en
el camino de Dios», los que matan y se hacen matar, son los mejores
musulmanes,
los que verdaderamente cumplen con los pilares del islam:
«Estos
son los que se
arrepienten, adoran, alaban, ayunan, se arrodillan, se prosternan,
ordenan lo
lícito y prohíben lo ilícito, y observan las normas de Dios» (Corán
113/9,112).
Pero
semejante sacrificio de
oblación de los yihadistas supone una ofrenda perversa, puesto que
enmascara la
agresión. Lo principal que se persigue no es inmolarse, sino arrebatar
a los
otros el objeto deseado por la umma; mientras que la inmolación
propia
es solo un efecto secundario inevitable, al que se promete una
compensación.
En
efecto, en el segundo
sentido, el combate de la yihad aparece como
sacrificio de agresión. La conexión entre acción ritual y acción
armada es
intrínseca a la concepción coránica, por cuanto la yihad es descrita
como la forma
eminente de dar culto a Dios y luchar por la implantación de la fe y
la Ley
islámicas. En cuanto religión política, el
islamismo convierte la acción política y
militar en sacramento religioso, dado que la actuación pragmática del
combate
comporta necesariamente una sobrecarga simbólica, sin la que no se
sustentaría. Los países no musulmanes que sufren el ataque yihadista
no solo son
considerados como enemigos, sino que son convertidos en ofrendas
inmoladas,
exigidas por Dios y su profeta.
«Combatid
en el camino de Dios
contra los que combaten contra vosotros (…) Matadlos allí donde os
enfrentéis
con ellos, y expulsadlos de donde os hayan expulsado. La subversión es
peor que
matar. (…) Combatid contra ellos hasta que no haya más subversión y la
religión
pertenezca a Dios » (Corán 87/2,190-193).
«Malditos.
Donde se los
encuentre serán capturados y matados sin piedad» (Corán 90/33,61).
«Capturadlos
y matadlos allí
donde os enfrentéis con ellos. Os hemos dado plena autoridad sobre
ellos»
(Corán 92/4,91).
Las
citas pueden ser muchas
más, y lo veremos en el capítulo de este libro dedicado a la yihad.
Este tipo
de mandatos coránicos son a la vez órdenes de batalla y reglas
rituales. El
significado es que el islam ritualiza la guerra. La ha convertido en un
sacrificio cruento con la finalidad sagrada de propiciar, mediante la
acción
violenta y el derramamiento de sangre, el advenimiento del reino de
Dios en
versión zelota.
A los
que rehúsan unirse a la causa se los considera enemigos, y a los
enemigos,
acusados de descreimiento, se los categoriza como enemigos de Dios; y
en cuanto
tales son merecedores del fuego del infierno y pasan a ser víctimas
cuya
destrucción y muerte (sacrificio de agresión) complacerá a la
divinidad. Los
enemigos matados en la yihad no son simples muertos, son vistos como víctimas propiciatorias, cuya
matanza se entiende como ofrenda de
sacrificios humanos conforme a lo que el Dios coránico manda, con el
fin de
implantar su Ley a mayor escala y obtener su bendición. La idea subyacente
implica el principio de que la mejora de la propia vida solo se obtiene
arrebatándosela a los demás.
Las
víctimas pueden ignorar por completo lo que se les viene encima, pero
los
victimarios, en su afán de culpar a otros del propio infortunio, siguen
puntualmente las pautas de un sacrificio de agresión: 1) se autoerigen
a sí
mismos como justos; 2) se autoconvencen de que Dios está de su parte
exclusivamente; 3) designan a otros como culpables y pecadores y los
declaran
enemigos; 4) descargan la violencia contra esos otros, que, en
realidad,
representan chivos expiatorios sobre los que se proyecta la propia
maldad (a la
vez que se codician sus apetecibles bienes); 5) al destruir o derrotar
a las
víctimas de la agresión, liberan los bienes de los vencidos para los
vencedores, que entonces se apoderan de ellos como botín al que creen
tener
derecho; y 6) interpretan todo este proceso como cumplimiento de la
promesa y
bendición de Dios, a cambio de los sacrificios humanos inmolados.
Está
claro que la yihad encaja como sacrificio de agresión, en el que los no
musulmanes cargan con la culpa que la umma musulmana les
achaca, al
declararlos enemigos, antes de descargar sobre ellos toda la violencia
destructiva y letal. Conforme a la lógica sacrificial típica del chivo
expiatorio, vemos que es siempre el inocente quien de hecho paga por el
culpable (cfr. Girard 2003).
Por
tanto, el Corán y el islamismo preservaron o
restauraron el culto sacrificial de
los antiguos, y consagraron una nueva modalidad de sacrificios en el
campo de
batalla: la inmolación del enemigo y de uno mismo, combinando agresión
y
oblación. Al oficiante perfecto de ambas lo denominan «mártir», que
aquí es el
que mata y se hace matar en palabras del Corán (113/9,111) y así Dios lo perdona y lo hace entrar al paraíso (Corán
95/47,4-6). Porque el Dios coránico ama a los
que
combaten y matan por su causa (Corán 109/61,4) y está con ellos (Corán
113/9,123), y hasta él mismo mata por mano de ellos (Corán 88/8,17).
Estamos
ante una lógica perversa, que llama «mártir» al que muere matando, es
decir,
ejerciendo la violencia, cuando él solo la sufre porque previamente
decidió
ejercerla y porque la ejerce sobre otros, de por sí víctimas inocentes
de la
culpa que se les achaca. Nadie podrá negar el
carácter ritual y sagrado de la guerra
yihadí, y de esas extensiones suyas que son los atentados actuales del
terror
islámico.
Estamos,
al mismo tiempo, ante una teología deleznable, que avala esos ritos
cruentos,
supuestamente necesarios para aplacar la cólera divina. El Corán
dibuja una
imagen de Alá como un Dios sádico, sediento de sangre, un tirano
ansioso por
la sumisión total del hombre. Y funda un poder político a semejanza de
ese
Dios, y viceversa. Es clemente y misericordioso exclusivamente con los
que se
han sometido al islam. Pero una imagen de Dios
que exige sacrificios humanos sin fin, y no el fin de los
sacrificios humanos, no es más que un avatar de Moloc, el baal cananeo,
en cuyo
culto se inmolaban seres humanos inocentes.
En
síntesis, el Corán sustenta una interpretación sacrificial de la
guerra, de la
violencia sobre los oponentes, justificada por el supuesto fin
sacrosanto de
traer la salvación al mundo. Su idea es la de un Dios que da órdenes
para matar
a los «enemigos de Dios», que exige sacrificios cruentos. Se trata de
una
visión arcaica que tendría históricamente un ominoso futuro en las
ideologías
revolucionarias modernas, cuando legitiman y practican el asesinato de
los
«enemigos del Pueblo», actuando como religiones políticas guiadas por
una ética
primitiva y mortífera.
Es el
lado oscuro de toda utopía, obnubilada por la fantasía de que la
destrucción de
los disidentes propiciará la llegada del reino, sea burgués,
anarquista,
comunista, nazi, o de cualquier otro signo. Porque el terror está
inscrito en
el núcleo esencial de las utopías, cuya promesa resulta siempre falsa.
Pero no
existe ninguna relación causa-efecto entre la hecatombe y el paraíso,
salvo como
ruda ensoñación de una dialéctica irracional, desmentida una y otra vez
por los
hechos históricos. Sin embargo, insisto en que ese
mismo pensamiento patológico es el que,
lamentablemente,
persiste en los mitos y la mística que avalan la
violencia revolucionaria, con
fe ciega en que la sangre de los enemigos propiciará la salvación. La
historia
pone de manifiesto cómo sus organizaciones están siempre dispuestas a
decretar el asesinato en masa al
objeto de implantar por la fuerza su infernal paraíso.
En el
islamismo, encontramos una fuerte regresión en la historia de las
religiones.
El budismo había dado un paso hacia la desacralización de la violencia,
al
suspender los sacrificios tradicionales instaurados por los Vedas. En
la
religión del antiguo Israel, distintos profetas proclamaron que Dios
quiere
justicia y no sacrificios; y, más tarde, el judaísmo sinagogal
abandonó por
completo los sacrificios animales.
En
cuanto al cristianismo, Dios Padre quiere que todos los hombres se
salven y, en
su sistema simbólico, no solo no reclama sacrificios de los humanos,
sino todo
lo contrario. En Jesús, es Dios mismo quien se «sacrifica» por la
humanidad. La
entrega de Jesús revela un atípico Mesías, víctima inocente que
desenmascara
el mecanismo de la violencia y rompe con la lógica inhumana que
conlleva. Según
afirma la carta a los Hebreos, el sacrificio único de Cristo abrió a
los
humanos todas las riquezas de Dios, demostró la ineficacia de todos los
demás
sacrificios, inútilmente repetidos (Hebreos 10,3
y 10-12), y condenó la maldad de la violencia
sagrada,
que recae indefectiblemente sobre inocentes. Es un nuevo tipo de
sacrificio,
que destierra para siempre el simbolismo del chivo expiatorio, quita a
la violencia
todo carácter sagrado, la desacraliza y la deslegitima. Expulsa los
rituales
sangrientos de la religión y, consiguientemente, postula la repulsa de
la
violencia en la vida social y política. De ahí que el buen cristiano
tome conciencia
del cambio de significado introducido por la muerte de Cristo y esté
dispuesto
a asumir la propia culpa, e incluso la culpa ajena, en un esfuerzo
paciente
para procurar el bien de los otros, de todos.
La
posición sacrificial del Corán y su exaltación de la violencia resulta
plenamente coherente con el hecho de que niegue la crucifixión de Jesús
y, por
tanto, no reconozca el valor salvífico de su muerte y su renuncia a
ejercer
violencia. En cambio, el cristianismo primitivo encontró, en la
interpretación
sacrificial de la entrega de Jesús, un significado soteriológico, que
se
extiende de la muerte a la resurrección, porque, según argumentaba el
apóstol
Pablo: «Dios no genera la salvación matando, sino a través de la muerte
y
la resurrección, es decir, mediante la superación de la muerte»
(Theissen 2000:
182).
El
sacrificio de agresión y la teología de la sustitución
El ritual islámico establece una
continuidad
entre la representación simbólica y la realización práctica del
proyecto
mahomético de dominación, disfrazado de lucha por el reino
escatológico. Los
ritos sacrificiales se basan en una ecuación mediante la cual, una vez
resuelta, se espera obtener un balance favorable. Como hemos visto, en
los
sacrificios de agresión de carácter social, los oficiantes cargan sus
propios
males sobre las víctimas, convertidas en chivos expiatorios, y se
afanan en
destruirlas en cuanto sujetos libres. Desde este punto de vista, la
yihad es,
por antonomasia, un sacrificio de agresión, que Alá manda repetir
hasta que
toda otra religión y civilización sea sustituida por el islam.
Ese
tipo de sacrificio entraña una política y una teología de
sustitución,
que ya mencionamos en capítulos anteriores dedicados a Abrahán,
Moisés, María
y Jesús. Al lanzar la violencia sagrada contra otros, en realidad,
aparte de
subyugarlos, se busca apoderarse de sus bienes materiales y
espirituales. Es el
sacrosanto botín que Alá concede al pueblo musulmán. En concreto,
históricamente, constatamos el frenesí del poder islámico, desde el
principio,
por ocupar el lugar de los romanos (bizantinos) y por conquistar
Constantinopla. Lo advertimos todavía hoy, en las proclamas y las
estrategias
islamistas dirigidas a hacerse con Europa.
En
efecto, podemos enumerar, como muestra tomada del Corán, un elenco de
sustituciones muy significativas, consumadas siempre a costa de
«sacrificar» a
otros.
– La
sustitución de la genealogía de Abrahán, poniendo en el lugar de Isaac
a Ismael (Corán 56/37,101-107).
– La
sustitución del pueblo elegido, de los «hijos de Israel», por los
«hijos de
Ismael», es decir, por la umma árabe como nuevo pueblo
elegido,
verdaderamente sumiso (Corán 87/2,143; 89/3,110;
113/9,39).
– La
sustitución de los relatos de la Biblia hebrea y del Evangelio por la
versión
mahometizada del Corán, como nuevo libro sagrado (Corán
45/20,2; 45/20,113; 53/12,2; 98/76,23; 112/5,15-16;
113/9,111).
Los profetas bíblicos son presentados como si
fueran musulmanes y como si transmitieran el mismo mensaje que Mahoma (Corán 112/5,15-16)
– La
sustitución de la Ley de la Torá mosaica por una adaptación árabe, que
constituye
el derecho islámico como nueva Ley de Dios.
– La
sustitución de Moisés, en la sura 17, por Mahoma como nuevo profeta,
que acaba
reemplazando a todos los demás (Corán 90/33,40).
– La
sustitución de Jesús por un «hijo de María» islamizado, despojado de
su
filiación divina (Corán 63/43,59;
112/5,17). En este sentido, hay análisis que desvelan que el nombre de Jesús ha
sido suplantado en muchos pasajes del texto coránico. Asimismo, fue
cambiado
por el de Mahoma en las inscripciones del Domo de la Roca.
– La
sustitución de una idea de revelación como inspiración divina del
profeta o
del autor de un texto sagrado, por el dogma de que el contenido del
Corán es un
dictado literal de Dios.
– La
sustitución de Jerusalén por La Meca, como nueva ciudad santa y como
nueva
orientación de la alquibla en el culto (Corán
87/2,144; 87/2,149 y 150); sustitución del templo
y su sanctasantórum por
el nuevo santuario mequí y la caaba (Corán
87/2,127; 89/3,96-97).
– La
sustitución de las lenguas hebrea, aramea y griega por el árabe como
nueva
lengua sagrada (Corán 53/12,2; 61/41,3; 62/42,7;
63/43,3; 70/16,103).
– La
sustitución, en la práctica, de la fe en Dios por la obediencia a su
enviado
Mahoma (Corán 92/4,80).
– La
sustitución del emperador por el califa, de la basílica por la
mezquita, del
calendario solar por el lunar, de la cruz por la media luna…
La
agresión sacrificial se consuma en la derrota de las víctimas y en la
apropiación de sus tierras, riquezas y personas. El procedimiento
radica en la
sustitución sistemática de las religiones judía y cristiana por la religión de Alá
(Corán 88/8,39). No es solo una expropiación de
las riquezas materiales, sino que se
lleva a cabo un saqueo cultural metódico. En cierto modo, constituye un
proceso
de canibalismo religioso, al fagocitar la tradición bíblica; y a la
vez
político, al atacar y someter a los otros bajo las instituciones del
poder
islámico (Corán 113/9,29).
En numerosos
contextos, perpetra también una sustitución demográfica, ya sea por
absorción,
arabización e islamización de las poblaciones de los países
conquistados, ya
sea por medio de migraciones que alteran y minan la cohesión de la
sociedad
local o la nación que aspira a someter.
Semejante
imperativo de concebir la vida desde la necesidad estructural de que
haya chivos
expiatorios impide al islamismo y a sus adeptos integrarse en plano de
igualdad
con las demás naciones, puesto que las categorizan metafísica y
teológicamente
como objetivos de la yihad, que han de dominarse ya sea por la fuerza,
ya por su
sometimiento voluntario al orden islámico. En ambos casos el resultado
sería el
mismo: la inmolación de los no musulmanes como víctimas
propiciatorias,
exigidas por Alá en el Corán. Esta violencia de la yihad, disfrazada
de
sacralidad, encubre una gran mentira sobre la justificación de los
sacrificios
y la sangre como algo grato a Dios. En buena lógica, semejante
barbarie, por sí
sola, bastaría para impugnar definitivamente la santidad del Corán.
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