El sistema islámico

10. Los sacrificios animales y humanos

PEDRO GÓMEZ




- La religión y el culto sacrificial
- Los sacrificios animales en el sistema islámico
- El sentido sacrificial de matar a los enemigos del islam
- El sacrificio de agresión y la teología de la sustitución


La religión y el culto sacrificial


Desde los ensayos antropológicos pioneros debidos al ingenio de Marcel Mauss (1899), se han ido proponiendo muy diferentes interpretaciones del sen­tido religioso del sacrificio. Sin embargo, no contamos con una teoría general del sacrificio bien consolidada, aunque sí con múltiples ele­mentos teóricos para ir avan­zan­do en el análisis. En principio, todo con­cepto de sacrificio tiene como contexto la lucha por la vida, y afron­tar este conflicto implica la adopción de un marco de creencias acerca de cómo potenciar la propia vida.


«La práctica sacrificial expresa simbólicamente que una vida vive a costa de otra vida y es, a la vez, un intento de utilizar esta relación en provecho propio: entregando o incluso destruyendo otra vida, se asegura e incrementa la propia» (Theissen 2000: 155).


En medio de la competición por los mismos bienes, materiales y es­pirituales, el desprendimiento ritual de una parte (que se inmola u ofre­ce en sacrificio), a veces con el sentido de expiación para con­gra­ciarse con la divinidad, tiene como finalidad garantizar la conservación de la mayor parte, o lograr un incremento importante, sea real o ima­ginario. Según este enfoque, en una situación donde las posibilidades son li­mitadas, el objetivo es siempre buscar una ganancia de vida, pagando un coste, sa­crificando otras vidas. O bien, en un sentido radicalmente dis­­tinto, po­dría ser tam­bién entre­gando la propia vida por otros.

 
Gerd Theissen agrupa las teorías del sacrificio en tres categorías. La primera es la teoría de la oblación, según la cual, con la ofrenda o los dones ofrecidos, sacrificados, el grupo pretende conseguir el favor de los dio­ses. La mediación entre lo profano y lo sagrado se produce con la des­truc­ción de la ofrenda, que simboliza una entrega de los propios oferen­tes, de la que se espera una compensación por parte del poder divino.


La segunda es la teoría de la comunión, según la cual, al participar en la consumición del animal sacrificado, se produce una íntima unión con él. Ese animal es, a veces, el tótem representativo de los antepasados y de los dioses, y, en virtud de la comunión festiva, los oferentes se apropian de su fuerza.


En tercer lugar, la teoría de la agresión afirma que los ritos sacrificiales intentan dar salida de alguna manera al malestar y la agresividad experi­mentada en la vida. René Girard formula una versión de esta teoría, se­gún la cual todo objeto deseable conduce a la rivalidad y al conflicto por la posesión de ese objeto, porque el deseo tiende a imitar el deseo del otro. Los sacrificios tienden a encauzar el conflicto suscitado, desviando la agresión hacia un chivo expiatorio (cfr. Girard 1972 Y 2003). Enton­ces, el sacrificio com­porta una destrucción del animal como víctima, un modo de simbolizar que los oferentes se desprenden de la parte peligrosa de sí mismos y la alejan de su vida descargando la violencia sobre otro (cfr. Theissen 2000: 87-90).


Los diferentes tipos de ritos sacrificiales cumplen, según el caso, fun­ciones de oblación, de comunión, o de agresión, que conservan el esque­ma básico de su significado, aunque varíen las formas concretas y aun cuando las distintas funciones se combinen entre sí:


«Muchos tipos de sacrificio reunían elementos de las tres funciones. Los oferentes eligen entre tres posibilidades de incrementar las propias oportunidades de vida dentro de la escasez: bien activan el poder de al­guien más fuerte en beneficio propio, y entonces el sacrificio es un don que se hace al más fuerte; bien cargan el daño en el más débil, al que de otro modo habría que soportar, y entonces se trata de un sacrificio de agresión a un indefenso: bien comparten las oportunidades de vida, de acuerdo con unas normas sociales, entre las personas en competencia, y entonces el sacrificio pasa a ser sacrificio de comunión» (Theissen 2000: 189-190).


En suma, quienes ofrecen el sacrificio pretenden aumentar sus po­sibilidades en la vida mediante esas tres estrategias, que pueden ser com­plementarias, según el contexto o según las relaciones sociales o interhu­manas concretas. El incremento de poder se busca por medio del rito de entrega a alguien más fuerte (sacrificio de oblación); o por medio del rito que descarga el peso sobre una víctima vicaria más débil (sacrificio de agresión); o por medio del rito de identificación con otros reconocidos como igualmente fuertes (sacrificio de comunión). Además de la función simbólica, estas prácticas rituales proporcionan modelos de comporta­miento para situaciones reales de la vida.


Visto desde otro ángulo, las acciones sacrificiales aplican mecanis­mos simbólicos que comportan aspectos opuestos y complementarios, tendentes a rechazar o conseguir, alejar o acercar, negar o afirmar. Unos elementos rituales se orientan preferentemente a la liberación del mal, la execración de todo lo negativo: expían el pecado, alejan la enfermedad y la muerte, expulsan los demonios, envían lejos el chivo expiatorio, matan al diablo, hacen penitencia, imponen castigos, o asesinan a los enemigos (por ejemplo, la yihad). Otros elementos rituales, en cambio, se dirigen al aumento del bien, propician el favor y el auxilio: entregan la ofrenda y el don para recibir la gracia u obtener la recompensa, ponen en común los bienes en favor de todos, se unen para ser más fuertes en la conquista y para el reparto del botín.


Los mecanismos implicados, en cuanto tales, aparecen como esque­mas formales y vacíos, cuyo significado dependerá de los contenidos particulares que se les hayan asignado en la mitología específica de cada sistema religioso concreto.



Los sacrificios animales en el sistema islámico


El islam no solo promueve la veneración de una piedra negra, en la ca­aba, sino que su culto incluye la práctica ritual de sacrificios cruentos. El Corán los denomina «rituales de Dios» y, aunque en un versículo critica o relativiza los sacrificios de carne y sangre (cfr. Corán 103/22,36-37), deja también clara constancia de la práctica establecida de los sacrificios de animales, de procedencia hebrea y beduina: vacas, camellos y ovejas. La tradición sacrificial más conocida del islam es la que manda inmolar un cordero en la fiesta conmemorativa del sacrificio de Abrahán, que, se­gún el relato coránico, ofrece como víctima a Ismael, en lugar de Isaac (Corán 56/37,102). Pero, en el Corán, hay otras indicaciones so­bre la práctica de la inmolación de animales como sacrificio ofrendado a Alá.


«Reza a tu Señor y ofrece sacrificios» (Corán 15/108,2).


«Cumplid la peregrinación y la visita por Dios. Si estáis impedidos, ofreced una víctima que os sea asequible. No os rapéis la cabeza hasta que la ofrenda llegue al lugar [de inmolación]» (Corán 87/2,196).


«¡Vosotros que habéis creído! No matéis al animal de caza mientras estéis en estado de consagración. Cualquiera de vosotros que lo mate deliberadamente, su pago es uno de su rebaño semejante al que ha ma­tado, según el juicio de dos justos de entre vosotros, una ofrenda que hará llegar a la caaba» (Corán 112/5,95).


Los sacrificios de animales están estrictamente regulados, y en ellos hay que atenerse a las formas prescritas, evitando todo aquello que está prohibido (Corán 112/5,2). Los hadices de Muslim contienen un Libro de los sacrificios, donde estos se regulan con toda minuciosidad (Muslim Ibn al-Hayyay, 2006: 583-589). En conclusión, los sacrificios cruentos están encuadrados entre los componentes rituales del sistema islámico.



El sentido sacrificial de matar a los enemigos del islam


En principio, la ofrenda de sacrificios humanos no se da en el contexto inmediato de la liturgia islámica. Encontramos, incluso, una condena de los sacrificios de niños (Corán 55/6,137). No obstante, hay ciertas apli­caciones de la muerte sobre humanos que comportan un inequívoco sentido religioso y sacrificial. No se trata de una metáfora o una hipér­bole. Aparte del sacrificio del cordero en la fiesta que recuerda a Abrahán y del rito halal en el sacrificio de animales, se confiere un significado mani­fies­tamente cultual y ritual a los castigos de pena capital regulados por el derecho islámico (la saría), y de manera eminente a las masacres eje­cu­tadas por la espada de la yihad.


En el seno de la sociedad islámica, la pena de muerte está ordenada para los transgresores de la Ley, apóstatas, adúlteras, idólatras, así como para determinados cautivos, y la ejecución adopta el protocolo de un ritual cruento. Tales muertes se infligen como obra de religión y en nom­bre de Alá. Los hadices relatan el caso ejemplar de la masiva ejecu­ción, presidida por Mahoma, en la plaza situada delante de la mezquita de Me­dina, donde el profeta hizo decapitar a novecientos hombres de la tribu judía de los Banú Quraiza, en abril de 627, según la tradición. Narran también, entre otros, el caso de una mujer adúltera a la que Mahoma sentenció a muerte, mandó que la ataran envuelta en sus vestidos y que la apedrearan, hasta que murió, y entonces él mismo pronunció la oración fúnebre (cfr. Muslim, Sahih, libro 17, hadiz 4207).


El islam sustenta la doctrina de «la lealtad y la enemistad» (al-wala’ wa-l-bara’), que manda amar a unos y odiar a otros por la religión de Alá. El Corán prohíbe tomar como aliados a gente no musulmana (Corán 91/60,1; 92/4,89 y 144; 112/5,51 y 54). Citando el ejemplo de Abrahán, da una fórmula muy expresiva con respecto a los allegados descreídos: «la enemistad y el odio han aparecido entre nosotros y vosotros para siempre» (Corán 91 /60,4). Exige a los musulmanes que renuncien y re­pudien a sus parientes que no se hagan musulmanes y crean solo en Alá, «aunque sean sus padres, sus hijos, sus hermanos, o de su tribu» (Corán 105/58,22; también 113/9,23). La tradición protoislámica habla de va­rios compañeros de Mahoma que rechazaron y hasta asesinaron a sus propios parientes no musulmanes como manifestación de lealtad a Dios y su enviado: hubo quien mató a su padre, o a su hermano; el primer califa, Abu Bakr, intentó matar a su hijo; y el segundo califa, Omar, ase­sinó a varios parientes opuestos al islam.


Esa cosmovisión escinde el mundo en dos partes inconciliables: los seguidores de Mahoma, que integran la umma islámica (Dar al-islam, la «casa del islam»), frente a las restantes personas, tribus y pueblos (Dar al-kufr, la «casa de los infieles»), que se conciben como deshumanizados. La Ley islámica ordena a los musulmanes luchar contra ellos permanen­temente y subyugarlos, con el fin de engrosar la suprema supertribu de la umma. Esta comunidad se constituye haciendo prevalecer los vínculos religiosos, islámicos, por encima de los vínculos de sangre tribales. De este empeño nace imperativamente la yihad.


Si tenemos en cuenta el marcado carácter sagrado inherente a la yihad, la visión del tema cambia radicalmente. El Corán manda declarar la guerra/yihad en nombre de Dios contra todo el que se resista al do­minio musulmán. Los combatientes y los terroristas islámicos realizan sus ataques al grito de «¡Alá es grande!», al tiempo que exhiben una fe ciega en que tales matanzas de humanos forman parte de su deber reli­gioso. El combate en el camino de Dios, que es la yihad, asume un indu­dable carácter sacrificial, y lo hace en un doble sentido: por un lado, con el sacrificio de la propia vida de los yihadistas por la causa de Dios y, por otro, con la matanza de los enemigos en aras de la misma causa y por mandato divino.


Respecto al primer sentido, el Corán define con precisión la actitud de entrega del musulmán a la yihad como parte de un contrato que Dios hace con los que luchan dispuestos a dar su vida. Recordemos la teoría del sacrificio como oblación.


«Que combatan, pues, en el camino de Dios quienes cambian la vida de aquí por la vida venidera. Quien combata en el camino de Dios, ya sea muerto o ya venza, le daremos una gran recompensa» (Corán 92/ 4,74).


«Dios ha intercambiado las vidas y las fortunas de los creyentes [por la promesa de] que irán al paraíso. Ellos combaten en el camino de Dios, matan y se hacen matar. Es una verdadera promesa suya…» (Corán 113/9,111).


Y la aleya que sigue inmediatamente después explicita, con toda ni­tidez, que esos que combaten «en el camino de Dios», los que matan y se hacen matar, son los mejores musulmanes, los que verdaderamente cumplen con los pilares del islam:


«Estos son los que se arrepienten, adoran, alaban, ayunan, se arro­dillan, se prosternan, ordenan lo lícito y prohíben lo ilícito, y observan las normas de Dios» (Corán 113/9,112).


Pero semejante sacrificio de oblación de los yihadistas supone una ofrenda perversa, puesto que enmascara la agresión. Lo principal que se persigue no es inmolarse, sino arrebatar a los otros el objeto deseado por la umma; mientras que la inmolación propia es solo un efecto secundario inevitable, al que se promete una compensación.

 
En efecto, en el segundo sentido, el combate de la yihad aparece como sacrificio de agresión. La conexión entre acción ritual y acción ar­mada es intrínseca a la concepción coránica, por cuanto la yihad es des­crita como la forma eminente de dar culto a Dios y luchar por la im­plantación de la fe y la Ley islámicas. En cuanto religión política, el isla­mismo convierte la acción política y militar en sacramento religioso, dado que la actuación pragmática del combate comporta necesa­riamente una sobrecarga simbólica, sin la que no se sustentaría. Los países no mu­sulmanes que sufren el ataque yihadista no solo son considerados como enemigos, sino que son convertidos en ofrendas inmoladas, exigidas por Dios y su profeta.


«Combatid en el camino de Dios contra los que combaten contra vosotros (…) Matadlos allí donde os enfrentéis con ellos, y expulsadlos de donde os hayan expulsado. La subversión es peor que matar. (…) Combatid contra ellos hasta que no haya más subversión y la religión pertenezca a Dios » (Corán 87/2,190-193).


«Malditos. Donde se los encuentre serán capturados y matados sin piedad» (Corán 90/33,61).


«Capturadlos y matadlos allí donde os enfrentéis con ellos. Os he­mos dado plena autoridad sobre ellos» (Corán 92/4,91).


Las citas pueden ser muchas más, y lo veremos en el capítulo de este libro de­dicado a la yihad. Este tipo de mandatos coránicos son a la vez órdenes de batalla y reglas rituales. El significado es que el islam ritualiza la guerra. La ha convertido en un sacrificio cruento con la finalidad sagra­da de propiciar, mediante la acción violenta y el derramamiento de san­gre, el advenimiento del reino de Dios en versión zelota.


A los que rehúsan unirse a la causa se los considera enemigos, y a los enemigos, acusados de descreimiento, se los categoriza como enemigos de Dios; y en cuanto tales son merecedores del fuego del infierno y pasan a ser víctimas cuya destrucción y muerte (sacrificio de agresión) com­placerá a la divinidad. Los enemigos matados en la yihad no son simples muertos,
son vistos como víctimas propiciatorias, cuya matanza se en­tiende como ofrenda de sacrificios humanos conforme a lo que el Dios coránico manda, con el fin de implantar su Ley a mayor escala y obtener su bendición. La idea subyacente implica el principio de que la mejora de la propia vida solo se obtiene arrebatándosela a los demás.


Las víctimas pueden ignorar por completo lo que se les viene encima, pero los victimarios, en su afán de culpar a otros del propio infortunio, siguen puntualmente las pautas de un sacrificio de agresión: 1) se auto­erigen a sí mismos como justos; 2) se autoconvencen de que Dios está de su parte exclusivamente; 3) designan a otros como culpables y pe­ca­dores y los declaran enemigos; 4) descargan la violencia contra esos otros, que, en realidad, representan chivos expiatorios sobre los que se proyecta la propia maldad (a la vez que se codician sus apetecibles bie­nes); 5) al destruir o derrotar a las víctimas de la agresión, liberan los bienes de los vencidos para los vencedores, que entonces se apoderan de ellos como botín al que creen tener derecho; y 6) interpretan todo este proceso como cumplimiento de la promesa y bendición de Dios, a cambio de los sacrificios humanos inmolados.


Está claro que la yihad encaja como sacrificio de agresión, en el que los no musulmanes cargan con la culpa que la umma musulmana les acha­ca, al declararlos enemigos, antes de descargar sobre ellos toda la violen­cia destructiva y letal. Conforme a la lógica sacrificial típica del chivo expiatorio, vemos que es siempre el inocente quien de hecho paga por el culpable (cfr. Girard 2003).


Por tanto, e
l Corán y el islamismo preservaron o restauraron el culto sacrificial de los antiguos, y consagraron una nueva modalidad de sacri­ficios en el campo de batalla: la inmolación del enemigo y de uno mismo, combinando agresión y oblación. Al oficiante perfecto de ambas lo de­nominan «mártir», que aquí es el que mata y se hace matar en palabras del Corán (113/9,111) y así Dios lo perdona y lo hace entrar al paraíso (Corán 95/47,4-6). Porque el Dios coránico ama a los que combaten y matan por su causa (Corán 109/61,4) y está con ellos (Corán 113/9,123), y hasta él mismo mata por mano de ellos (Corán 88/8,17). Estamos ante una lógica perversa, que llama «mártir» al que muere matando, es decir, ejerciendo la violencia, cuando él solo la sufre porque previamente de­cidió ejercerla y porque la ejerce sobre otros, de por sí víctimas inocentes de la culpa que se les achaca. Nadie podrá negar el carácter ritual y sagra­do de la guerra yihadí, y de esas extensiones suyas que son los atentados actuales del terror islámico.


Estamos, al mismo tiempo, ante una teología deleznable, que avala esos ritos cruentos, supuestamente necesarios para aplacar la cólera di­vina. El Corán dibuja una imagen de Alá como un Dios sádico, se­diento de sangre, un tirano ansioso por la sumisión total del hombre. Y funda un poder político a semejanza de ese Dios, y viceversa. Es cle­mente y misericordioso exclusivamente con los que se han sometido al islam. Pe­ro u
na imagen de Dios que exige sacrificios humanos sin fin, y no el fin de los sacrificios humanos, no es más que un avatar de Moloc, el baal cananeo, en cuyo culto se inmolaban seres humanos ino­centes.


En síntesis, el Corán sustenta una interpretación sacrificial de la gue­rra, de la violencia sobre los oponentes, justificada por el supuesto fin sacrosanto de traer la salvación al mundo. Su idea es la de un Dios que da órdenes para matar a los «enemigos de Dios», que exige sacrificios cruentos. Se trata de una visión arcaica que tendría históricamente un ominoso futuro en las ideologías revolucionarias modernas, cuando legi­timan y practican el asesinato de los «enemigos del Pueblo», actuando como religiones políticas guiadas por una ética primitiva y mortífera.


Es el lado oscuro de toda utopía, obnubilada por la fantasía de que la destrucción de los disidentes propiciará la llegada del reino, sea bur­gués, anarquista, comunista, nazi, o de cualquier otro signo. Porque el terror está inscrito en el núcleo esencial de las utopías, cuya promesa resulta siempre falsa. Pero no existe ninguna relación causa-efecto entre la hecatombe y el paraíso, salvo como ruda ensoñación de una dialéctica irracional, desmentida una y otra vez por los hechos históricos. Sin em­bargo, insisto en que
ese mismo pensamiento patoló­gico es el que, la­mentablemente, persiste en los mitos y la mística que avalan la violencia revolucio­naria, con fe ciega en que la sangre de los enemigos propiciará la salvación. La historia pone de manifiesto cómo sus organizaciones están siempre dispuestas a decre­tar el asesinato en masa al objeto de im­plantar por la fuerza su infernal paraíso.


En el islamismo, encontramos una fuerte regresión en la historia de las religiones. El budismo había dado un paso hacia la desacralización de la violencia, al suspender los sacrificios tradicionales instaurados por los Vedas. En la religión del antiguo Israel, distintos profetas proclamaron que Dios quiere justicia y no sacrificios; y, más tarde, el judaísmo sina­gogal abandonó por completo los sacrificios animales.


En cuanto al cristianismo, Dios Padre quiere que todos los hombres se salven y, en su sistema simbólico, no solo no reclama sacrificios de los humanos, sino todo lo contrario. En Jesús, es Dios mismo quien se «sacrifica» por la humanidad. La entrega de Jesús revela un atípico Me­sías, víctima inocente que desenmascara el mecanismo de la violencia y rompe con la lógica inhumana que conlleva. Según afirma la carta a los Hebreos, el sacrificio único de Cristo abrió a los humanos todas las riquezas de Dios, demostró la ineficacia de todos los demás sacrificios, inútilmente repetidos
(Hebreos 10,3 y 10-12), y condenó la maldad de la violencia sagrada, que recae indefectiblemente sobre inocentes. Es un nuevo tipo de sacrificio, que destierra para siempre el simbolismo del chivo expiatorio, quita a la vio­lencia todo carácter sagrado, la desacraliza y la deslegitima. Expulsa los rituales sangrientos de la religión y, consi­guientemente, postula la repulsa de la violencia en la vida social y política. De ahí que el buen cristiano tome conciencia del cambio de significado introducido por la muerte de Cristo y esté dispuesto a asumir la propia culpa, e incluso la culpa ajena, en un esfuerzo paciente para procurar el bien de los otros, de todos.


La posición sacrificial del Corán y su exaltación de la violencia resulta plenamente coherente con el hecho de que niegue la crucifixión de Jesús y, por tanto, no reconozca el valor salvífico de su muerte y su renuncia a ejercer violencia. En cambio, el cristianismo primitivo encontró, en la interpretación sacrificial de la entrega de Jesús, un significado soterioló­gico, que se extiende de la muerte a la resurrección, porque, según argu­mentaba el apóstol Pablo: «Dios no genera la salvación matando, sino a través de la muerte y la resurrección, es decir, mediante la superación de la muerte» (Theissen 2000: 182).



El sacrificio de agresión y la teología de la sustitución


El ritual islámico establece una continuidad entre la representación sim­bólica y la realización práctica del proyecto mahomético de dominación, disfrazado de lucha por el reino escatológico. Los ritos sacrificiales se basan en una ecuación mediante la cual, una vez resuelta, se espera ob­tener un balance favorable. Como hemos visto, en los sacrificios de agre­sión de carácter social, los oficiantes cargan sus propios males sobre las víctimas, convertidas en chivos expiatorios, y se afanan en destruirlas en cuanto sujetos libres. Desde este punto de vista, la yihad es, por anto­nomasia, un sacrificio de agresión, que Alá manda repetir hasta que toda otra religión y civilización sea sustituida por el islam.


Ese tipo de sacrificio entraña una política y una teología de sustitución, que ya mencionamos en capítulos anteriores dedicados a Abrahán, Moi­sés, María y Jesús. Al lanzar la violencia sagrada contra otros, en realidad, aparte de subyugarlos, se busca apoderarse de sus bienes materiales y espirituales. Es el sacrosanto botín que Alá concede al pueblo musul­mán. En con­creto, históricamente, constatamos el frenesí del poder islá­mico, desde el principio, por ocupar el lugar de los romanos (bizantinos) y por conquistar Constantinopla. Lo advertimos todavía hoy, en las pro­clamas y las es­trategias islamistas dirigidas a hacerse con Europa.


En efecto, podemos enumerar, como muestra tomada del Corán, un elenco de sustituciones muy significativas, consumadas siempre a costa de «sacrificar» a otros.


– La sustitución de la genealogía de Abrahán, poniendo en el lugar de Isaac a Ismael
(Corán 56/37,101-107).


– La sustitución del pueblo elegido, de los «hijos de Israel», por los «hijos de Ismael», es decir, por la umma árabe como nuevo pueblo ele­gido, verdaderamente sumiso
(Corán 87/2,143; 89/3,110; 113/9,39).


– La sustitución de los relatos de la Biblia hebrea y del Evangelio por la versión mahometizada del Corán, como nuevo libro sagrado
(Corán 45/20,2; 45/20,113; 53/12,2; 98/76,23; 112/5,15-16; 113/9,111). Los profetas bíblicos son presentados como si fueran musulmanes y como si transmitieran el mismo mensaje que Mahoma (Corán 112/5,15-16)


– La sustitución de la Ley de la Torá mosaica por una adaptación árabe, que constituye el derecho islámico como nueva Ley de Dios.


– La sustitución de Moisés, en la sura 17, por Mahoma como nuevo profeta, que acaba reemplazando a todos los demás
(Corán 90/33,40).


– La sustitución de Jesús por un «hijo de María» islamizado, des­po­jado de su filiación divina
(Corán 63/43,59; 112/5,17). En este sen­tido, hay análisis que desvelan que el nombre de Jesús ha sido suplantado en muchos pasajes del texto co­ránico. Asimismo, fue cambiado por el de Mahoma en las inscripciones del Do­mo de la Roca.


– La sustitución de una idea de revelación como inspiración divina del pro­feta o del autor de un texto sagrado, por el dogma de que el contenido del Corán es un dictado literal de Dios.


– La sustitución de Jerusalén por La Meca, como nueva ciudad santa y como nueva orientación de la alquibla en el culto
(Corán 87/2,144; 87/2,149 y 150); sustitución del templo y su sanctasantórum por el nue­vo santuario mequí y la caaba (Corán 87/2,127; 89/3,96-97).


– La sustitución de las lenguas hebrea, aramea y griega por el árabe como nueva lengua sagrada
(Corán 53/12,2; 61/41,3; 62/42,7; 63/43,3; 70/16,103).


– La sustitución, en la práctica, de la fe en Dios por la obediencia a su enviado Mahoma (Corán 92/4,80).


– La sustitución del emperador por el califa, de la basílica por la mez­quita, del calendario solar por el lunar, de la cruz por la media luna…


La agresión sacrificial se consuma en la derrota de las víctimas y en la apropiación de sus tierras, riquezas y personas. El procedimiento radica en la sustitución sistemática de las religiones judía y cristiana por
la religión de Alá (Corán 88/8,39). No es solo una expropiación de las riquezas materiales, sino que se lleva a cabo un saqueo cultural metódico. En cierto modo, constituye un proceso de canibalismo religioso, al fago­citar la tradición bíblica; y a la vez político, al atacar y someter a los otros bajo las instituciones del poder islámico (Corán 113/9,29). En numero­sos contextos, perpetra también una sustitución demográfica, ya sea por absorción, arabización e islamización de las poblaciones de los países conquistados, ya sea por medio de migraciones que alteran y minan la cohesión de la sociedad local o la nación que aspira a someter.


Semejante imperativo de concebir la vida desde la necesidad estruc­tural de que haya chivos expiatorios impide al islamismo y a sus adeptos integrarse en plano de igualdad con las demás naciones, puesto que las catego­rizan metafísica y teo­lógicamente como objetivos de la yihad, que han de dominarse ya sea por la fuerza, ya por su sometimiento voluntario al orden islámico. En ambos casos el resultado sería el mismo: la inmo­lación de los no musulmanes como víctimas propiciatorias, exigidas por Alá en el Corán. Esta violen­cia de la yihad, disfrazada de sacralidad, en­cubre una gran mentira sobre la justificación de los sacrificios y la sangre como algo grato a Dios. En buena lógica, semejante barbarie, por sí sola, bastaría para impugnar definitivamente la santidad del Corán.




Capítulo 11. Los componentes éticos del sistema islámico