El sistema
islámico
11. Los
componentes éticos del sistema islámico
PEDRO GÓMEZ
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- La ética es cumplir la Ley
islámica como Ley de Dios
- Las fuentes y la finalidad
de la Ley islámica
- Las categorías jurídicas
de lo legal y lo ilegal
- Una justicia que invoca el
principio del talión
- La doctrina de la abrogación
de unos preceptos por otros
- Las escuelas de
jurisprudencia en el islam
- Los preceptos de la Ley
islámica son inalterables
- La Ley de Dios impone un régimen
de castigos terribles
- La Ley islámica no
admite verdadera reforma
- El contraste con la ética
del cristianismo
La ética es
cumplir la Ley islámica como Ley de Dios
La Ley islámica se designa con el
término saría, que
se puede
traducir como «senda», camino, en el sentido de norma a seguir;
también como
legislación. Esta palabra aparece solamente tres veces en el Corán:
«Él
os
ha dado como senda [saría]
de la religión lo que había ordenado a Noé, lo que te hemos revelado,
lo que
habíamos ordenado a Abrahán, a Moisés y a Jesús: ‘Estableced la
religión, y no
os separéis a causa de ella’» (Corán 62/42,13).
«Luego
te pusimos en una senda
[saría] del orden. Síguela, pues, y no sigas los deseos de
quienes no
saben» (Corán 65/45,18).
«A cada
uno de vosotros os
hemos dado una senda [saría] y una conducta. Si Dios hubiera
querido,
hubiera hecho de vosotros una sola nación. Pero quería probaros en lo
que os
dio. Competid en buenas obras» (Corán 112/5,48).
A
partir de estas citas, no se
saca mucho en claro. Su sentido apunta a la idea de una voluntad de
Dios que
hay que obedecer. Pero, a lo largo de la historia musulmana, su
concepto
conoció un enorme desarrollo, de modo que llegó a ocupar un lugar
central y
fundamental en el sistema islámico y en sus escuelas de jurisprudencia.
Hasta
el punto de que lo más acertado es afirmar que el islam, más que una
fe, es una ley que debe cumplirse, una ley
entendida como voluntad divina. Los musulmanes tienen el deber de
atenerse
estrictamente a la norma especificada:
prescripciones, prohibiciones y
sanciones. No se trata de
unos principios
éticos. El énfasis se pone en la norma concreta, que, aunque se
originara en
circunstancias particulares, se convirtió en obligatoria con alcance
universal,
al creerse producto de una revelación de Dios. Más tarde, los
jurisconsultos
codificaron minuciosamente los comportamientos sancionados como
correctos en
cada situación. Establecieron las normas precisas de lo permitido y lo
prohibido, mientras los detentadores del poder exigieron su
cumplimiento en
virtud del carácter divino del mandato y de su propio papel como
guardianes.
Lo más
exacto es decir que, en el islam, el derecho, todo él
considerado
divino, puesto que solo Dios es fuente de derecho, constituye y
sustituye a la
ética. Lo esencial es ceñirse a lo mandado: una ética de sumisión, que
no
requiere el ejercicio de la razón y la libertad, porque es
absolutamente
heterónoma. La aceptación de la voluntad divina revelada en sus más
particulares
preceptos exige la renuncia a la propia racionalidad humana y conlleva
la
negación de toda autonomía moral de las personas. La escuela
filosófica de los
mutazilíes, que defendieron el valor de la razón, fue reprimida y
suprimida.
Recordemos,
además, que, en
coherencia con ese enfoque teológico, se da una identificación o
completa
fusión entre lo que en Occidente entendemos por política y lo que
entendemos
por religión. En efecto, el derecho islámico, o saría, no
distingue
entre religión y política, como tampoco entre lo público y lo privado.
Todo se
articula dentro de un único orden teocrático, claramente comparable a
una
modalidad sacralizada de sistema social totalitario.
Después
de haber analizado los
componentes míticos y los rituales del sistema islámico, abordamos
ahora los
componentes éticos, es decir, la forma expresiva del ethos, la
que trata
de la acción, las decisiones, los modelos de comportamiento práctico y
los
fines concretos que uno debe alcanzar. El modo de actuar se orienta, en
la
práctica, en función de las normas particulares estatuidas, desde las
que se
juzga acerca de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo puro y lo
impuro,
lo lícito y lo ilícito. Esto significa que no cabe entender la ética
islámica
como una moral de principios de discernimiento desde los que se evalúa
la
acción, sino, a la inversa, como una moral de casos y preceptos
particulares
válidos por sí mismos, es decir, por cuanto tales preceptos específicos
han
sido dictados por la divinidad, según se cree (cfr. Aldeeb 2012c y
2014). No
estamos solo ante una moral heterónoma, sino ante una moral teónoma.
«¿Quién
administra el orden?
Dirán: ‘Dios’» (Corán 51/10,31).
«Él
administra el orden desde
el cielo hasta la tierra» (Corán 75/32,5; también 96/13,2).
«La
orden de Dios es una
predeterminación predeterminada» (Corán 90/33,38).
«Esta
es la orden de Dios, que
él ha hecho descender a vosotros» (Corán 99/65,5).
Los
musulmanes creen que ese
Dios ordenante dictó su Ley, y cuentan la historia de que la hizo
descender
primero a Moisés, después a los profetas y finalmente a Mahoma. También
creen
que esa Ley divina es la escrita en todos los textos sagrados, pero
sostienen
que los judíos y los cristianos la han falsificado, por lo que, al
final, solo
son válidas las disposiciones del Corán, luego amplificadas en la
venerada
tradición mahomética, sistematizadas y codificadas definitivamente
en la
legislación islámica. En el fondo, sin embargo, como ya sabemos, la Ley
islámica no es más que la Ley judaica adaptada a los árabes de los
siglos VII y
VIII, y codificada por los persas en el siglo IX.
Según
hemos señalado ya, un
rasgo característico de la concepción del derecho en el Corán y en el
sistema
islámico es que apenas hacen referencia a valores universales o
principios
éticos y jurídicos. Así, en realidad, no se invoca una concepción de la
paz, la
justicia, o la equidad, para contrastar si los preceptos concretos se
adecuan a
ella, sino que se recopilan reglas y preceptos de origen coyuntural, a
partir
de los cuales se compendian reglamentaciones muy pormenorizadas que
invaden todos
los aspectos prácticos de la vida social y personal, familiar y
económica,
política y religiosa, como disposiciones obligatorias en virtud del
presunto
imperativo divino. Y entonces, al cumplimiento fáctico de tales normas
es a lo
que se designa como equidad, justicia, o paz. Del mismo modo que
tampoco se
plantea una búsqueda independiente de la verdad, sino que al conjunto
de los
enunciados dogmáticos dados es a lo que llaman la verdad.
La
ética del islam, por tanto,
no se funda en la libre opción personal, a la luz de principios éticos,
sino
que radica en la sumisión incuestionable a un orden político-religioso
basado
en el Corán y la zuna del profeta.
El
resultado es que, en el sistema islámico, la ética está completamente
supeditada a la política, y la política viene a restringirse al
cumplimiento
de la ley religiosa, una legislación sacralizada que propende a
gobernarlo
todo en todos los ámbitos de la vida. Así, el orden ético acaba
sustituido por
un orden jurídico cerrado: el ideal es atenerse, sin objetar, a lo que
está
mandado. El islam exige a sus súbditos no tanto que tengan fe, cuanto
que se
atengan al cumplimiento de la Ley, pretendidamente revelada. Y esto es
un deber
ineludible, so pena de «terribles castigos».
Vista
en la perspectiva de la evolución interna del islam primitivo, el
triunfo de
Mahoma y su ley no solamente significaba la suplantación definitiva de
Moisés
(la alianza y la Torá), sino que implicaba asimismo la postergación
definitiva
de Abrahán, por más que se exalte retóricamente la «religión de
Abrahán», ya
que este fue acreedor de la promesa por su fe en Dios, y fue
justificado antes
de la circuncisión y antes de que existiera la Ley; por tanto,
con
independencia de ellas.
En
el plano de los hechos, el valor supremo del ethos islámico se
cifra en
un doble sometimiento: la implantación del poder musulmán (fundado
fácticamente en la yihad), como medio para la imposición de la
Ley de
Dios (dictada míticamente en la saría). Esta es la autoasignada
misión
con la que pretenden justificarse los seguidores de Mahoma. Es la
obligación
primordial de todo musulmán en cuanto miembro de la umma. Así,
la
violencia se yergue como deber ineludible, si bien adaptable en función
de las
circunstancias, en el proceso de universalización de la Ley islámica.
En la
práctica, se despliega históricamente como un ethos de
militarización
mesiánica, de conquista y dominación, que desemboca en una obediencia
ciega a
la clase aristocrática militar, configurada luego como dinastía
mahomética, a
la que han pretendido estar vinculados genealógicamente todos los
detentadores
del poder musulmán.
Las fuentes y
la
finalidad de la Ley islámica
Las fuentes primarias de la Ley
islámica son, según sostienen
los musulmanes,
el Corán y los relatos de la tradición de Mahoma, o zuna, es decir, los
hadices llamados auténticos, sobre
todo
los de Al-Bujari y los de Muslim. En menor medida, se tiene en cuenta
también
a la vida (o sira) del enviado
de Dios, escrita por
Ibn Hisham, y también los comentarios sobre el Corán, como el de
Al-Tabari.
Sobre estos fundamentos incuestionables, se habrían formulado los
códigos de
derecho islámico. Y en ellos siguen buscando su legitimidad los
decretos o
fetuas emitidos por los ulemas suníes, o los mulás chiíes, en cuanto
reputados
doctores de la ley. No obstante, como ya indicamos en el capítulo sobre
las
fuentes y la historia califal de los orígenes, en ese planteamiento hay
algo
que no cuadra, y es que los códigos que registran la Ley islámica son
cronológicamente
anteriores a los hadices, sus supuestas fuentes. Pues las escuelas de
jurisprudencia datan sobre todo del siglo VIII, en tanto que las
biografías del
profeta son de finales del siglo VIII y del IX, y los hadices se
redactaron en
los siglos IX, X y XI. Resulta imposible que los fundadores de los
códigos
jurídicos del islam consultaran unas obras que aún no existían. Más
bien sería
al revés.
En
cualquier caso, desde el
punto de vista del dogma islámico, lo incuestionable es que Dios, en
cuanto
creador, posee en exclusiva todo el derecho y que, propiamente, solo él
tiene
derechos, por lo que Dios representa la única fuente de derecho
para la
sociedad humana. Solamente Dios ordena y dicta la ley, por medio de sus
enviados y, definitivamente, por medio del profeta árabe Mahoma. Se
pretende,
igualmente, que sus mandatos revelados están escritos en el Corán y en
las
recopilaciones de hadices, y que a partir de ahí se sistematizaron en
el
derecho islámico. Con esta mentalidad, el islam solo acepta el poder
político
basado en la religión, que se ejerce en nombre de Dios y aplicando su
Ley: en
esto consiste estrictamente la teocracia.
Esta
visión pertenece al relato
mítico, que incluye a Dios y a su profeta en el núcleo de los axiomas
fundamentales de la religión islámica, como objeto y contenido de la
profesión
de fe. De ahí se sigue, en el ámbito de la ética y la política, la
orden de
someterse a la Ley de Dios y la obediencia efectiva a Mahoma. Porque
resulta
innegable que, en la realidad histórica, tanto en el plano del discurso
como en
el plano pragmático, el único que comparece es el personaje de Mahoma.
Solo él
se halla al alcance del historiador. A fin de cuentas, lo que se dice
de Dios
es Mahoma quien lo dice. Lo que se dice que Dios manda es Mahoma quien
lo dice
y lo manda. Por consiguiente, a todos los efectos, a contrapelo del
mito, la
única fuente de derecho constatable radica en el libro del Corán y en
los
dichos que la tradición atribuye al profeta. En el islam, aunque no se
diviniza
formalmente la persona de Mahoma, sí resulta divinizada su palabra, o
lo que es
lo mismo, el texto coránico que él habría dictado y los relatos de la
tradición que recompilan sus dichos.
En el
Corán, se contabilizan
unos 800 versículos en los que se decretan normas de comportamiento
práctico a
las que se confiere carácter jurídico. Está claro que no se trata solo
de
religión, ni solo de ética en un sentido convencional. El Corán asume
las
características de un código civil y penal, si bien decretado por Dios.
Y esta
imagen jurídica de Dios se define sobre todo como una voluntad
omnímoda, no
tanto una racionalidad que permita discernir y esperar una coherencia
conforme
a ella. No se concibe como logos, ni como espíritu, sino como voluntad
fundada
en sí misma y en su determinación, ante la que no cabe ya indagar nada,
sino
tan solo el acatamiento.
La
clave de la conducta para
los musulmanes está en la obediencia a la Ley, una ley
justificada
exclusivamente por su supuesta procedencia. De ahí el insistente
reclamo de
obediencia en el Corán, que se vuelve cada vez más apremiante, sobre
todo en
los capítulos posteriores a la hégira, donde exige obediencia 38 veces
y
amenaza en 19 ocasiones a los que desobedecen al enviado.
«Al que
obedece a Dios y a su enviado, él
lo hará entrar en jardines bajo los cuales correrán arroyos, donde
estarán
eternamente. (…) Al que desobedece a Dios y a su enviado, y transgrede
sus
normas, él lo hará entrar al fuego, donde estará eternamente» (Corán
92/4,13-14; paralelo en 111/48,17).
«Los
creyentes y las creyentes son
aliados unos de otros. Ordenan lo conveniente, prohíben lo reprobable,
elevan
el rezo, pagan el tributo, y obedecen a Dios y a su enviado» (Corán
113/9,71).
Porque,
con toda claridad: «El
que obedece al enviado, ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80). En la
práctica, por
tanto, el islam se resuelve en acatar y cumplir los mandatos de Mahoma,
y no
solo cumplirlos: se exige además el hacerlos cumplir a los demás.
Otro
concepto clave en el que
insiste el Corán y que recalca la idea de obediencia es el de ser
«sumiso» (52
veces), «someterse» a Dios (21 veces) y aceptar la «sumisión» (8
veces). Es lo
que más adelante daría lugar a los términos «musulmán» (sumiso) e
«islam»
(sumisión).
«¡Señor
nuestro! Haz de
nosotros unos sumisos a ti, y de nuestra descendencia una nación
sumisa a ti»
(Corán 87/2,128).
La
exigencia de sumisión no
termina en la obediencia a los mandatos de Mahoma, sino que incluye
también el
someterse al juicio de Mahoma (Corán 92/4:65; 101/59:7; 102/24:51),
quien
acumulaba así el poder judicial además del legislativo el ejecutivo, el
militar
y el religioso.
Por
otra parte, una vez
desarrollado el sistema legal islámico, este comporta la exigencia de
expandir
la instauración de sí mismo. Es sabido que sus preceptos requieren y
legitiman
la liquidación de cualquier religión concurrente, con el fin de
hacerse
hegemónico. A pesar de que, en cierto versículo, se dice que Dios había
dado
distintas «sendas» a unos y otros (Corán 112/5,48), la jurisprudencia
interpreta que está abrogado por los versículos que reclaman combatir
hasta que
solo quede la religión de Dios, o sea, solo el islam (Corán 88/8,39;
113/9,5;
114/110,2).
Como ya
hemos señalado varias
veces, la mirada musulmana contempla el mundo dividido en dos: la casa
o tierra
del islam, donde impera la Ley islámica, y la tierra de la
guerra, o
conjunto de las gentes «infieles» o países no musulmanes. La expansión
del
imperio de esa ley tropieza con un foso de separación, que debe ser
allanado.
El
argumento por el que este
sistema islámico, organizado conforme a la ley de Mahoma, se arroga
estar
legitimado para extender la jurisdicción de esa ley al mundo entero
estriba en
su autodefinición como sistema perfecto, debido a su procedencia
divina. De
ahí que el objetivo estratégico de la yihad
se defina como «combate en el camino de Dios», que debe librarse en
todos los
ámbitos, por todos los medios al alcance y sin límite de tiempo. Así,
la saría
y la yihad constituyen el núcleo duro del sistema islámico, su
genoma de
actuación ética, política y religiosa, con un significado pragmático
eminentemente militar, de guerra por la conquista del mundo para
someterlo a la
Ley de Alá. El proyecto radica en instaurar el presunto reino de Dios
en la
tierra, en forma de teocracia islámica, como un califato mundial, o
Estado
islámico terrestre, basado en un imperialismo musulmán que domine y
subyugue a
todos los pueblos y culturas. Si lo pensamos, no es un proyecto muy
distinto
del que hallamos en las restantes utopías totalitarias, surgidas en la
historia.
En
resumen, la concepción
coránica de la actuación ética/política articula dos temas centrales,
inseparables, que se complementan como el fin y los medios. Primero,
como
finalidad, la sumisión a la Ley
islámica, predestinada a regular toda la organización social. Y
segundo,
la obligación del combate omnímodo contra los que se resistan, como
medio
imperativo, ordenado por Dios para imponerles dicha ley.
Las categorías
jurídicas de lo legal y lo
ilegal
Al comienzo del capítulo 9 de este
libro, concerniente a las
prohibiciones
y las prescripciones rituales, ya hemos analizado la oposición halal/haram
en su compleja significación de sagrado/profano, puro/impuro,
permitido/prohibido,
lícito/ilícito. Ahora pasamos a explicitar otro aspecto práctico, que
vincula
esta oposición con su fundamento, que es la ley. El orden jurídico
dictamina
todos los comportamientos, su carácter legal, o ilegal, y sus modos
particulares. Así controla el funcionamiento global de la sociedad
islamizada.
Las
determinaciones normativas
categorizan las actuaciones y los objetos con una etiqueta que marca su
valor
positivo o negativo: como halal, o como haram. Los
matices de
significado hacen que el concepto halal
se refiera a lo que es preceptivo frente a lo prohibido, aunque existe
también
una escala de grados. En términos éticos, establece lo que se considera
bueno.
Y su concreción está determinada por la Ley islámica, de modo que esta
tiene a
la vez un carácter jurídico, político y religioso. Su jurisdicción
abarca tanto
la acción ritual como la práctica en la vida real. La categoría halal delimita un sistema de
prescripciones y proscripciones que afecta a los alimentos y las
bebidas, las
relaciones sexuales, las operaciones financieras, en suma, todos los
aspectos
de la vida. Lo halal es lo legal,
todo lo que está ordenado, predeterminado o autorizado por la Ley
islámica, en
su particular contenido, y también lo que se considera compatible con
ella.
De ahí
que todo lo que no se
atenga fielmente a esa codificación legal tradicional sea visto como haram:
algo malo, ilegal, impuro, reprensible. La noción de haram
funde en una sola la idea de «pecado» y la de «delito», por
lo que cualquier transgresión de un mandato se remite no solo a la
sanción de Dios
(que castiga al pecador con las desgracias en esta vida y el infierno
eterno),
sino que, según los casos, aparece tipificada penalmente y es objeto
del
castigo inmediato por parte de los poderes públicos: privación de
derechos,
humillación pública, esclavitud, vejaciones corporales,
amputaciones,
prisión, o pena de muerte. Viceversa, el menor incumplimiento de las
normas o
convenciones se vive con fuerte sentimiento de culpa como una ofensa a
Dios.
Los
eruditos musulmanes
establecen una escala, que va desde lo estrictamente prohibido a lo
estrictamente obligatorio, con varios grados intermedios de permisión
que van
hasta lo simplemente desaconsejado. El sentido ético-legal de lo halal como bueno, puro, justo y
necesario se extiende, de manera relevante, al deber de ejercer la
violencia
con el fin de imponer la religión y la Ley islámica. Por eso, con
respecto a
los no musulmanes, incluidos judíos, cristianos y zoroástricos que
resistan al
islam, se considera halal y meritorio
atacarlos y asesinarlos, requisar sus propiedades, esclavizar a sus
mujeres e
hijos. Incluso, desde el punto de vista de los suníes, es halal,
un deber, practicar todas las coerciones contra los
musulmanes disidentes: chiíes, ismaelíes, alauíes, drusos, y contra
todos
aquellos que, llegado el momento, sean declarados herejes, o
apóstatas. Así lo
requiere el imperio de la Ley islámica.
Desde
un punto de vista
filosófico, observamos cómo esta ideología ha sustituido los conceptos
éticos
de bien y mal, de bueno y malo, por las nociones de halal
y haram, que ante
todo son conceptos jurídicos, que solo exigen el cumplimiento efectivo,
sin
necesidad de una actitud interior, ni de un juicio de valor. El ethos
musulmán, al identificar la ética con el comportamiento halal
de
sumisión plena a la Ley, exige un abandono completo de la propia
libertad en
aras de la devota adecuación a las reglamentaciones de una
jurisprudencia
sacralizada.
Una justicia que
invoca el principio del
talión
En coherencia coránica,
propiamente no sería necesario
invocar el principio
del talión, ni ningún otro, puesto que el fundamento de toda norma
radica únicamente
en la voluntad de Dios revelada en preceptos concretos, que no pueden
deducirse a partir de principio alguno. Pero, de hecho, lo que
encontramos es
el talión ya aplicado en ordenanzas particulares con un contenido
específico.
La ley del talión representa
uno de los muchos elementos que
el islamismo
adoptó de la tradición judía, donde funciona como principio jurídico
de
retribución, como forma primitiva de reciprocidad: «Ojo por ojo, diente
por
diente» (Éxodo 21,23-25; Levítico 24,19-21; Deuteronomio 19,21). El
Corán lo
recoge siempre en suras posteriores a la hégira, cuando, con el poder
político, surgió la necesidad de legislar:
«¡Vosotros
que habéis creído!
Se os ha prescrito el talión en casos de homicidio: hombre libre por
hombre
libre, esclavo por esclavo, mujer por mujer. Pero, si alguien es
perdonado en
algo por su hermano, que la compensación se haga según se convenga y la
indemnización proporcionada. Esto es un alivio por parte de vuestro
Señor y
una misericordia. Después de esto, quien viole la ley tendrá un castigo
doloroso. En la ley del talión tenéis vida» (Corán 87/2,178-179).
«El mes
sagrado por el mes
sagrado. Las cosas sagradas caen bajo la ley del talión. Si alguien
transgrede
contra vosotros, transgredid contra él en la medida que transgredió
contra
vosotros. Temed a Dios. Y sabed que Dios está con los que temen» (Corán
87/2,194).
«En
ella, les hemos prescrito:
‘Vida por vida, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja por oreja, diente
por
diente y por las heridas el talión’. Quien renuncie a ello, será una
expiación
para él. Quienes no juzguen según lo que Dios ha hecho descender, esos
son los
opresores» (Corán 112/5,45).
Esta
última aleya alude
literalmente a la Ley mosaica, aunque añade de su cosecha lo de «nariz
por
nariz, oreja por oreja», que no aparecen en la Biblia.
La
ética y el derecho islámicos
piden a los musulmanes, más que servirse de la razón y la libertad que
Dios les
concediera, someterse y obedecer servilmente las incontables
prohibiciones y
prescripciones atribuidas a Mahoma y, en su mayor parte, dictaminadas
por una
pléyade de jurisconsultos medievales.
La doctrina
de la abrogación de unos preceptos por otros
El tema de las contradicciones
normativas y su tratamiento
mediante una
teoría de la abrogación adquiere una enorme importancia para
afrontar el
problema de las incoherencias y discordancias que presenta el Corán y
tratar de
darles un sentido. El hecho de que unos preceptos coránicos manden una
cosa y
otros lo contrario planteó históricamente la necesidad de elaborar la
doctrina de la abrogación (la expusimos más ampliamente al tratar del
Corán en La genealogía del islam, 2021a). Aunque, en
cierto modo, esa necesidad
pone en entredicho la creencia en que las normas islámicas son
inmutables. Pues
no lo son ni siquiera dentro del Corán. Este fenómeno, por lo demás
comprensible en unos textos que tardaron muchos años en componerse,
prueba que realmente
hubo una evolución desde el protoislam y una sedimentación de
sucesivos
estratos redaccionales, como desvela el análisis.
Un
ejemplo emblemático lo
tenemos en el caso del vino: primero se considera «un buen sustento»
(Corán
70/16,67), luego se afirma que «hay pecado y provecho» (Corán
87/2,219), y
finalmente queda prohibido por ser «abominación y obra del demonio»
(Corán
112/5,90).
Otro
caso es la orientación de la
alquibla del rezo: una aleya dice que «de Dios es el oriente y el
occidente.
Dondequiera que os volváis, allí está el rostro de Dios» (Corán
87/2,115), pero
primero se rezaba mirando a Jerusalén, y luego otra aleya ordena
mirar hacia el
santuario prohibido, supuestamente la caaba de La Meca (Corán 87/2,144
y
149-150).
Lo innegable es que,
en el corpus coránico, se advierten numerosas incoherencias y hasta
contradicciones entre distintos versículos (cfr. Lisan 2018a), dando
lugar a
dudas acerca de lo que en realidad manda el Corán. Para resolver este
conflicto
y determinar el valor de un precepto, es para lo que los juristas
musulmanes
elaboraron una compleja doctrina de la
abrogación (نسخ, nasj).
En el
derecho musulmán, la noción de
abrogación se define como «la anulación parcial o total de la
aplicación de una
prescripción de la saría, sobre la base de una indicación
posterior que
anuncia explícita o implícitamente esa anulación» (Aldeeb 2019, 13). Es
un
recurso imprescindible para entender el Corán y para ejercer la
función de
jurista. Sin embargo, no ha dejado de plantear polémicas desde tiempos
del
profeta. No hay acuerdo entre
los autores musulmanes clásicos acerca de cuáles y cuántos son los
versículos
abrogados, que podrían ser cerca de 300, dispersos por 71 capítulos. El
fenómeno de la abrogación no es tan simple como se podría creer. Se han llegado a identificar hasta ocho tipos
diferentes de abrogación que operan de manera diferente: un versículo
abroga a
otro, pero ambos permanecen en el Corán; unos versículos normativos
revelados
a Mahoma son luego reemplazados por otros con diferente contenido; un
versículo revelado que se encuentra en el Corán es abrogado por un
versículo
que ha desaparecido del Corán; unos versículos revelados a Mahoma los
hace
olvidar Dios; unos versículos fueron revelados por satanás, pero luego
son
abrogados por Dios; unos versículos del Corán son abrogados por la
tradición de
Mahoma; una palabra de Mahoma es abrogada por un versículo coránico; y
hay
abrogaciones múltiples de versículos que se anulan uno a otro en
cadena (cfr.
Albeeb 2019, 13-15). Tenemos un estudio completo sobre este tema, en L’abrogation
dans le Coran (Aldeeb 2021b).
El
criterio general establece
que un versículo puede ser modificado o anulado por otro revelado con
posterioridad, de modo que las prescripciones más recientes prevalecen
sobre
las más antiguas. En consecuencia, existen preceptos legales abrogantes
y preceptos legales abrogados. En ciertos casos, esto entraña
una gran
trascendencia. Por ejemplo, según sostienen los autores musulmanes
clásicos,
un solo versículo de los que se califican como «versículo de la
espada», que
manda combatir contra los no musulmanes (Corán 113/9,5), habría
abrogado 124,
o incluso 140, versículos de signo tolerante. Así, el resultado es que
los
mandatos más intolerantes son los únicos que permanecen en vigor, al
haber derogado
a todos los que se les oponen. Se estima que, en total, los versículos
abrogados puede ascender a unos trescientos.
En
apoyo de la doctrina de la
abrogación, denominada a veces «ciencia del abrogante y el abrogado» (nasij/masuj),
los musulmanes se remiten a varias afirmaciones del Corán, alusivas a
la
omnipotencia divina:
«Cuando
sustituimos una aleya
por otra, y Dios es quien mejor sabe lo que hace descender, dicen: ‘No
eres más
que un fabulador’. Pero la mayoría de ellos no saben» (Corán 70/16,101).
«Por
toda aleya que abrogamos o
hacemos olvidar, aportamos una mejor que ella, o semejante a ella. ¿No
sabes
que Dios es todopoderoso?» (Corán 87/2,106).
«Dios
borra o confirma lo que
él quiere. La madre del libro está junto a él» (Corán 96/13,39).
Hay
exegetas que buscan apoyo
en otros versículos, pero no está tan claro su significado con
respecto a la
abrogación en sentido estricto:
«Te
haremos leer y no
olvidarás, salvo lo que Dios quiera. Él sabe lo
que se
manifiesta y lo que se oculta» (Corán 8/87,6-7).
«Si
quisiéramos, haríamos
desaparecer lo que te hemos revelado. Y no encontrarías ningún
protector contra
nosotros» (Corán 50/17,86).
«Hoy os
he completado para
vosotros vuestra religión, he cumplido mi gracia hacia vosotros y he
aceptado
el islam como religión para vosotros» (Corán 112/5,3).
Tampoco
faltan quienes niegan
esta doctrina de la abrogación, pero el hecho obvio es que la Ley
islámica
fijada históricamente supone, sin lugar a duda, una aplicación tácita o
expresa
de la abrogación. Y esta es una doctrina sustentada durante siglos por
los
autores clásicos musulmanes, como demuestra Sami Aldeeb en su
investigación
sobre el tema (cfr. Aldeeb 2021b).
Para la
fe islámica, dado que
Dios es omnipotente, podía hacer cambios en el Corán y los hizo. Ahora
bien,
como la revelación quedó completa y clausurada con Mahoma, y
codificada para
siempre en la ley islámica, entonces ya no cabe introducir ninguna
innovación.
En lo revelado y escrito en el Corán, existe una direccionalidad
irreversible,
subyacente en el tiempo de la secuencia cronológica de las suras. Lo
que pasa
es que esta secuencia se encuentra oscurecida e invisibilizada por el
caótico
orden en que aparecen los capítulos en la vulgata coránica.
De ahí
la importancia de
reconstruir el orden temporal de los capítulos coránicos para saber
cuáles son
las últimas modificaciones reveladas, pues normalmente estas serían
las
abrogantes. Se suele dar por sentado que los preceptos abrogantes son
los que
fueron codificados más tardíamente en la legislación islámica. Todo el
proceso
de la tradición que llevó a fijar el derecho islámico implica reconocer
que
hubo múltiples abrogaciones en el corpus coránico; sin embargo,
paradójicamente, se rechaza esta misma posibilidad de cambio o
abrogación para los
preceptos del orden jurídico establecidos en un momento determinado.
En
efecto, la Ley islámica fijada por las escuelas clásicas de
jurisprudencia se
considera como un sistema no abrogable, inalterable e imprescriptible.
Aquí
tropezamos con el insondable contrasentido de que la Ley islámica
pretende ser
más inmutable que el propio Corán.
En
suma, las ostensibles contradicciones
existentes entre unas aleyas y otras, entre unas normas y otras, se
resuelven,
internamente, mediante el mecanismo de la abrogación. Pero las aleyas
supuestamente abrogadas no se han borrado del Corán, de manera que
siguen
estando ahí y de hecho son utilizadas, cuando conviene, a veces como
señuelo
para desorientar o desarmar al enemigo. Es un caso concreto donde se
cumple la
regla del disimulo y el engaño.
En efecto, cabría
considerar como un caso particular de abrogación la doctrina islámica
del
disimulo, una táctica que recibe distintos nombres (taquiya, tawriya,
kitman, murana, etc.). Se trata de una
forma de camuflaje de la
identidad musulmana. Aunque el islam prohíbe taxativamente a los
musulmanes
renunciar a su religión bajo pena de castigos eternos (Corán 70/16,106;
87/2,217; 89/3,86-87; 92/4,115), sin embargo, les permite ocultar la
verdad,
mentir e incluso renegar de la propia fe ante los no musulmanes, con la
finalidad de protegerse en situaciones de riesgo, y también como medio
para
promover la defensa del islam y la propagación de la fe. Esta práctica
se
apoya en la interpretación de unos versículos coránicos (Corán
89/3,28-29).
Sami Aldeeb ha publicado un exhaustivo estudio sobre la exégesis de
estos
versículos, realizada por eruditos islámicos a lo largo de la historia
(Aldeeb
2015b).
De manera análoga, el
islam prohíbe a los musulmanes mantener relaciones de alianza o amistad
con
quienes no son musulmanes, expresamente con judíos y cristianos, y así
lo
reitera el Corán (Corán 89/3,118; 91/60,13; 112/5,51; 113/9,23). Sin
embargo,
los autoriza a pasar por alto esa prohibición, si obedecerla puede
ponerlos en
peligro, o si tienen necesidad de hacerse aceptar.
Así, pues, en
determinadas circunstancias, el disimulo y el engaño se elevan a la
categoría
de comportamiento ético. Por mucho que la doctrina islámica mande
decir la
verdad (Corán 87/2,42), lo cierto es que, ante la opinión pública
occidental, los
musulmanes y los islamófilos acostumbran a decir, con todo aplomo,
frases como
estas: «El islam significa paz», «Nosotros respetamos la igualdad de
las
mujeres», «El verdadero islam es tolerante», «Estamos orgullosos de ser
españoles, o franceses», «Rechazamos el terrorismo», «El Corán nunca
incita a
la violencia», etc. Astuta retórica de propaganda, que falsea la
historia, que
encubre los textos y los hechos, a la que, lamentablemente,
acostumbran a
adherirse los principales medios de comunicación occidentales,
empeñados en que
no se conozca la realidad de lo que ocurre (cfr. Lisan 2018).
El musulmán está
autorizado a disimular y mentir sobre su fe, ya sea para salvar la
vida, ya
como acción astuta por el bien de la umma, en ejercicio de la
yihad, en
el marco de una mentalidad que entiende que hacer daño a los «infieles»
constituye una acción moral, un derecho y un deber. A fin de cuentas,
el propio
Alá es quien mejor obra con astucia (Corán 89/3,54) y quien convoca a
la guerra
para imponer su ley.
Recapitulemos: el
islamismo como sistema propende a la supresión del pensamiento
racional. No es
capaz de concebir que en Dios haya un logos. En vez de alentar
a la
búsqueda de la verdad, declara verdad la facticidad de su dogma y
prohíbe
repensarlo. Como, además, el Corán hace lícito el dolo ante el infiel,
no es de
extrañar que de ahí se siga el uso ordinario de sofismas sin perder la
buena
conciencia. Y si el interlocutor muslime es sorprendido en flagrante
falsedad,
sin duda recurrirá a apuntalar la mentira manifiesta con otras todavía
por
descubrir.
Las
escuelas
de
jurisprudencia en el islam
El derecho islámico se encuentra
desarrollado históricamente
por varias
escuelas jurídicas que se consolidaron a partir del califato abasí,
entre el
siglo VIII y primera parte del IX. Existen cuatro escuelas de
jurisprudencia
suníes reconocidas: la hanafí, la malikí, la chafií, la hanbalí. Y dos
escuelas
de los musulmanes chiíes: la zaydí y la yafarí.
La mera
existencia de varias
escuelas (madahib) sugiere que, en cierta medida al menos, hay
algunos
aspectos discutibles y que se admite cierta disensión. Pero las
divergencias
son todas menores o ínfimas, incluso entre el sunismo mayoritario y el
chiismo.
Porque no cabe duda de que, para todos, el fundamento sigue siendo el
mismo, el
Corán y las tradiciones del profeta. Por muchas variantes y matices
debatidos
que haya, nunca afectan al núcleo del sistema islámico, que, como tal,
se sitúa
al margen de cualquier cuestionamiento y nunca puede ser objeto de un
examen
crítico racional.
Los
códigos legales
sistematizados por las escuelas de jurisprudencia se consideran como
plasmación
de la saría, la Ley. Abarcan no solo lo que en un país moderno
se
entiende por ley, aludiendo a la legislación del Estado, sino también,
indistintamente, las obligaciones rituales, las normas para el
matrimonio, la
economía y la política, las reglas de comportamiento interpersonal,
los
buenos modales y la vida íntima, etc. La Ley somete a regulación
estricta la
existencia entera de los musulmanes en todos los aspectos, generando
una
casuística infinita, en la que el razonamiento personal solo se puede
ejercer
en el marco de lo que está mandado. Todo comportamiento debe someterse
a lo
decretado por la inescrutable y meticulosa voluntad de Alá. Y la
función legitimadora
del orden político-religioso estriba en hacer cumplir esos decretos
divinos,
recogidos en la Ley.
Los
jurisconsultos se proponen
atenerse, ante todo, a lo que está explícito en el Corán y a la
tradición de
Mahoma. A partir de ahí, según cuál sea la escuela, utilizan con mayor
o menor
flexibilidad unos principios o criterios de discernimiento e
interpretación
legal elaborados históricamente. Un procedimiento es el consenso
(iŷma)
de los doctores de la ley ortodoxos, ya sea a escala local o general,
que,
según algunos, exige la conformidad unánime de todos los ulemas. Este
principio
de interpretación es muy discutido: no todas las escuelas lo entienden
de la
misma forma, y algunas rechazan sin más su validez. Entre los suníes,
se suele
considerar que este criterio ya no es admisible, porque todo estaría ya
fijado
desde mediados del siglo IX. Los chiíes, en cambio, pueden admitir
nuevos
desarrollos por parte de los imanes. Otro procedimiento es la analogía
(qiyas)
con relación a lo que está prescrito en el Corán y la tradición del
profeta, de
modo que se puede deducir por comparación una norma nueva adaptada a
las
circunstancias. Este criterio ha sido muy controvertido, y es rechazado
por las
escuelas más rigoristas.
El
criterio de utilizar la razón humana y su lógica en la
interpretación de los
textos del Corán y la
tradición fue defendido, durante un tiempo, en el siglo IX, por la
escuela
hanafí y, sobre todo, por la escuela teológica mutazilí; e incluso más
tarde,
de manera aislada, por algunos pensadores como Al-Farabi, o Ibn Rushd.
Pero el
destino de los mutazilíes, defensores de la razón, fue el ser
perseguidos, hasta
el punto de que su escuela desapareció. Desde el integrista Al-Ghazali
(Algazel), las escuelas reconocidas rechazan unánimemente toda
autonomía de
la razón, en aras del valor absoluto atribuido a la «revelación» y la
estricta tradición.
La
manera particular de aplicar
los criterios jurídicos osciló a lo largo del tiempo, conforme a la
metodología
de cada escuela. Pero, en realidad, hubo contaminaciones históricas
entre las
escuelas, y una deriva común hacia el tradicionalismo y el legalismo,
como una
cosificación de la saría. En la actualidad, con excepción de
los
Estados islamistas (Irán, Arabia Saudí, Sudán, etc.), los Estados
musulmanes
hacen coexistir la «Ley islámica» con una legislación o constitución
de tipo
occidental. No obstante, la obligatoriedad religiosa del derecho
islámico
permanece, tal como fue estatuido por las escuelas jurídicas clásicas.
Recordemos ahora su perfil sucintamente. En el sunismo son estas cuatro:
1. La
escuela malikí recibió
su nombre del ulema Malik Ibn Anas (711-795), quien sistematizó el
primer
código jurídico islámico en un manual de derecho. Buscó sus
fundamentos, aparte
del Corán, en las tradiciones atribuidas a Mahoma y en la praxis
jurídica local
de Medina. Es una escuela muy marcada por el conservadurismo. Su
influjo es hoy
predominante en el norte de África, Mauritania, Nigeria, el alto
Egipto, Sudán
y la costa oriental de Arabia.
2. La
escuela hanafí la
fundó Abu Hanifa (699-767), nacido en Kufa, actual Irak. Desarrolló una
doctrina más abierta y flexible en la interpretación de la Ley, cuya
meta
sería buscar la mejor solución para el bien de la comunidad. Admitió la
analogía y, si esta no era concluyente, dejó margen a la dialéctica
jurídica y
a la discreción y libre decisión del juez. Fue la escuela jurídica que
la dinastía
abasí adoptó oficialmente. Y volvió a ser oficial también en el Imperio
otomano. Hoy día, esta escuela sigue teniendo fuerza en Turquía,
Balcanes,
Egipto, Siria, Irak, así como en parte de India, Pakistán y Asia
central.
3.
La escuela shafií debe su nombre a Muhammad Ibn Idris Al‑Shafií
(767-820), natural de Gaza y eminente jurisconsulto en El Cairo. Se
propuso
unificar el derecho islámico, haciendo síntesis de las diferentes
escuelas.
Elaboró la teoría de los cuatro principios de la jurisprudencia: el
Corán, la
tradición del profeta, la inferencia por analogía y el consenso de los
doctores. Concedió a la tradición el mismo valor que al Corán en cuanto
fuente
de la Ley. Teorizó sobre la doctrina de la abrogación, o
revocación de
una norma jurídica por otra posterior, en caso de haber contradicciones
en las
fuentes. Al-Shafií restringió el alcance de la analogía y rechazó
cualquier
ponderación del juicio personal, pues no admitía ninguna divergencia
de
opinión. Construyó un sistema tan cerrado que bloqueó todo desarrollo
ulterior
de la doctrina y el derecho. Para él no vale apelar al espíritu del
Corán, cuya
interpretación debe atenerse estrictamente a las disposiciones de la
tradición.
Esta doctrina de la autoridad vinculante de la tradición se fue
imponiendo
también en las demás escuelas, hasta llevarlas a todas al
anquilosamiento. En
la actualidad, los seguidores de Al‑Shafií se encuentran en el bajo
Egipto,
Siria, la costa occidental de Arabia, África oriental y Sureste
asiático.
4.
La escuela hanbalí se remonta a Ahmad Ibn Hanbal (780-855),
que nació y
murió en Bagdad. Discípulo de Al-Shafií, empujó el tradicionalismo
de su
maestro hasta una posición extrema, insistiendo en la obligación de
atenerse
al sentido literal del Corán y de los hadices (de los que él mismo
recopiló más
de ochenta mil). Solo acepta la interpretación estrictamente literal
del Corán
y de la zuna, únicas fuentes del derecho, cuyos preceptos han de
observarse meticulosamente.
En contrapartida, puede haber cierta libertad para las cuestiones que
no están
resueltas expresamente en los textos canónicos. Esta escuela es la
predominante hoy en Arabia Saudí y Emiratos Árabes. En esta escuela
hanbalí
surgió, siguiendo las doctrinas integristas de Ibn Taimiya
(1263-1328), el movimiento
de renovación arcaizante o salafista denominado wahabí,
iniciado en
Arabia por Abd Al-Wahhab (1703-1792). Desde su fundamentalismo
literalista
pretende que sean abolidas todas las demás escuelas, que juzga
apartadas de la ortodoxia
islámica.
El
resultado del establecimiento de las cuatro escuelas clásicas fue que,
desde el
siglo IX, solo es lícito interpretar el Corán y la tradición dentro del
marco
constrictivo impuesto por ellas. Se ha vuelto imposible cualquier
deliberación
jurídica independiente. En general, se mantiene una prohibición
absoluta de la
«innovación» (bidah), de todo lo que se oponga a la tradición (sunna).
Admitir cualquier innovación en el islam está anatematizado como
herejía y
perdición (Al-Bujari, Sahih Bukhari, volumen 3, libro 49, nº
861; Sahih
Muslim, libro 18, nº 4266). Al menos en el ámbito del sunismo (en
la
actualidad el 83% de los musulmanes), la tesis mayoritaria sostiene que
en el
siglo cuarto de la hégira se instauró el «cierre de la puerta de la
interpretación» independiente (iŷtihad). Por tanto, ya solo cabe
atenerse a la observancia formal e indiscutible de las leyes y los
ritos
decretados de una vez y para siempre. Así, el islam consagra la
clausura
definitiva tanto de la revelación, con la profecía de Mahoma, como de
la
interpretación teológica y jurídica, concluida con las escuelas de
jurisprudencia clásicas.
Por
otro lado, en el ámbito jurídico chií, destacan la escuela zaydí,
fundada por Zayd Ibn Ali Al-Husayn (695-740) y la escuela yafarí,
iniciada
por Yafar Al-Sadiq (702-765), también denominada ismailí o
duodecimana, que es
la mayoritaria. Concedieron un mayor papel al procedimiento de
exégesis
racional (aql), siempre que esta sea compatible con el Corán y
la
tradición de Mahoma. Sin embargo, ahí tampoco cabe mucha racionalidad,
pues lo
que llaman «ciencia del Corán», «ciencia del hadiz» o «ciencia
islámica» no es sino
un discurso de estilo enrevesado y estéril, basado en la presunción de
que la
verdad está ya precontenida plenamente en el texto estudiado, por lo
que
resulta más bien un método refractario al verdadero análisis racional.
En
el fondo, las diferencias entre las escuelas de jurisprudencia suníes
y chiíes
apenas son significativas, puesto que no afectan a ningún punto
fundamental de
la fe. Todas ellas, tanto las suníes como las chiíes, concuerdan en que
el
Corán y la zuna de Mahoma conforman el núcleo duro, inalterable por ser
de
derecho divino. Según algunos eruditos, este núcleo sería lo
estrictamente islámico,
mientras que la jurisprudencia de las escuelas sería solo ley musulmana,
no revelada. Sin embargo, esta matización no parece afectar lo más
mínimo al
carácter obligatorio de los cánones tradicionales de la Ley y de las
fetuas
decretadas por los ayatolás, ulemas o muftíes.
Una vez
que tenemos una noción
de las escuelas de jurisprudencia, es necesario caer en la cuenta de
que los métodos
o recursos jurídicos tales como el consenso, la analogía, la exégesis
racional... no constituyen, en realidad, procedimientos para la
elaboración e
instauración de la Ley, dado que se sostiene que tal potestad soberana
es
competencia exclusiva de Dios. Se trata solamente de modos subsidiarios
de
aclarar y aplicar en la práctica las normas que ya se dan por reveladas
en el
Corán y la zuna, y que ya están recopiladas en los códigos jurídicos.
Los preceptos de
la
Ley islámica son inalterables
Hemos constatado ya cómo del Corán
y la
tradición mahomética, complementados por las codificaciones jurídicas,
se ha
extraído una proliferación de preceptos, tendentes a controlar de
forma
exhaustiva todos los comportamientos de la vida social, política y
económica,
religiosa y militar, familiar y personal.
No
tiene sentido, ni parece
posible, resumir aquí la normativa básica de los códigos de derecho que
plasman
la Ley, pero sí cabe hacer referencia a algunos preceptos más
significativos,
a fin de clarificar la naturaleza de la Ley islámica y su relación
con la
conducta ética. Podemos comprender cómo ese sistema legal se sustenta
en un
totalitarismo teológico, con sesgo teocrático. Este es el motivo por
el cual
los Estados musulmanes no pueden suscribir la declaración universal de
los
derechos humanos. Lejos de las campañas desplegadas en nuestros días,
destinadas
a camuflar la verdadera significación de la saría y a engañar
a los
desprevenidos, pongamos en evidencia un breve epítome de las
prescripciones
básicas que estructuran ese sistema legal:
1.
Obliga a creer en Alá y en
el profetismo de Mahoma, como supuesta revelación divina, literal e
inmutable,
fundamento incuestionable de todo saber y obrar para los humanos.
Establece la
obligatoriedad social y pública de los ritos islámicos: la profesión
de fe, el
rezo cinco veces al día, el tributo obligado, el ayuno de ramadán y la
peregrinación a La Meca. Prohíbe tajantemente abandonar el islam, un
acto que
incurre en apostasía (Corán 70/16,106; 89/3,90-91; 87/2,217; 89/3,167;
92/4,137; 112/5,54; 113/9,74). Prohíbe criticar al islam y a Mahoma, un
acto
que se considera blasfemia (Corán 112/5,33).
2. Se
instaura como Ley a la
vez religiosa y política, sobre el fundamento inamovible del Corán,
que
regula todos los comportamientos de la vida en sociedad y funciona como
constitución
suprema e inmutable del Estado. Únicamente se acepta el poder basado
en la
religión (Corán 55/6,116; 62/42,15; 62/42,21; 65/45,18; 87/2,120;
90/33,36;
92/4,105; 102/24,51; 112/5,45; 112/5,48-49).
3.
Estatuye por principio la
inferioridad y desigualdad jurídica de la mujer respecto al hombre:
«Ellas
tienen derechos similares a ellos, según los usos. Sin embargo, los
hombres
están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228).
4.
Impone un régimen de
matrimonio y parentesco de tipo oriental, tribal, en el marco de un
sistema
jurídico discriminatorio según el sexo. Autoriza la poligamia para
los
hombres ricos (Corán 92/4,3; 92/4,129), y el repudio de la esposa
(Corán
87/2,227-233). La mujer debe obedecer al marido (Corán 92/4,34). Para
casarse
con un musulmán, la mujer no musulmana está obligada a convertirse
(Corán
87/2,221).
5.
Considera delito grave el
adulterio (Corán 74/23,5-7; 90/33,30; 92/4,25), y establece que la
acusación contra
los adúlteros debe aportar cuatro testigos masculinos (Corán 102/
24,4-5).
6.
Considera delito grave la
fornicación o las relaciones sexuales entre los no casados, y también
prohíbe la
promiscuidad y las citas ilegales (Corán 42/25,68; 50/17,32; 102/24,2).
7.
Considera delito grave la
homosexualidad, tanto masculina como femenina (Corán 39/7,81;
47/26,165;
48/27,55; 85/29,29; 92/4,15-16; 102/24,19).
8.
Prohíbe tajantemente la
prostitución de las mujeres musulmanas (Corán 102/ 24,33).
9.
Manda que los niños sean
sometidos a la circuncisión, aunque esta no figura expresamente en el
Corán
(91/60,4 y 6), tanto masculina como femenina, lo que conlleva una forma
de mutilación
genital.
10.
Autoriza que las niñas,
antes de llegar a la pubertad, puedan ser obligadas a contraer
matrimonio, que
es concertado por sus padres.
11.
Impone un orden económico y
financiero considerado halal, cuyo arquetipo es el reparto
desigual del
botín (Corán 88/8,1; 88/8,41; 90/33,50; 101/59,6-7; 111/48,19-20).
Prohíbe el
préstamo con interés (Corán 84/ 30,39; 87/2,275-276; 87/2,278-280;
89/3,130;
92/4,161), aunque esta prohibición se sortea mediante subterfugios. En
la
herencia, a la mujer le corresponde la mitad que al hombre (Corán
92/4,11-12).
12.
Legaliza la esclavitud y el
mercado de esclavos, abastecido especialmente mediante la yihad. Los
amos
tienen libertad para tener relaciones sexuales con sus esclavas (Corán
70/16,71; 74/23,6; 79/70,30; 84/ 30,28; 90/33,50 y 55; 92/4,24-25;
92/4,36;
102/24,31). Los esclavos pueden ser manumitidos en determinadas
condiciones
(Corán 87/2,177; 92/4,92; 102/24,33; 105/58,3; 112/5,89).
13.
Basa la justicia en el
principio del talión (Corán 62/42,40-41; 70/16,126). En cuanto al
testimonio
ante un juez, el de la mujer vale la mitad que el del hombre (Corán
87/2,282).
14.
Prescribe normas estrictas
de vestimenta para las mujeres (Corán 90/33,32-33; 90/33,55; 90/33,59;
102/24,31; 102/24,60). Y también para el atuendo de los hombres (Corán
102/24,30; 102/24,58-59).
15.
Establece reglas de
impureza y pureza que rigen las relaciones con el propio cuerpo y con
los
demás, para lo cual exige abluciones y rituales de purificación (Corán
92/4,43;
112/5,6; 87/2,222; 88/8,11).
16.
Fija prohibiciones
alimentarias, entre ellas comer carne de cerdo (Corán 55/6,145;
70/16,115;
87/2,173; 112/5,3). Prohíbe igualmente la carne de otros animales
impuros o no
sacrificados según el rito halal, y también la sangre (Corán
43/35,12;
55/6,118-119 y 121; 55/6,138-146; 60/40,79; 70/16,114-115;
87/2,172-173;
103/22,36; 112/5,1-5).
17.
Prohíbe el consumo de toda
clase de bebidas alcohólicas (Corán 70/16,67; 87/2,219; 92/4,43;
112/5,90-91).
18.
Prohíbe el asesinato, pero,
en ciertos casos, establece las razones legales para poder matar, sí
como el
precio de la sangre, aplicando el talión (Corán 50/17,33; 87/2,178-179;
87/2,194; 92/4,92; 112/5,45).
19. El
derecho solo ampara
plenamente a los súbditos musulmanes, por lo que los judíos y los
cristianos en
las sociedades musulmanas son discriminados negativamente, sometidos al
estatuto de dominación de la dimma, especie de protectorado
bajo la Ley
islámica que conlleva onerosos impuestos (Corán 113/9,29).
20. Los
miembros de religiones
no monoteístas y los no creyentes carecen de todo derecho y están
amenazados de
muerte o esclavitud, salvo que se conviertan. No cabe libertad de
conciencia,
ni de religión (Corán 89/3,85), y los musulmanes tienen la obligación
de
someterlos a todos al islam (Corán 109/61,9; 113/9,33). La actuación
contra
ellos constituye uno de los fines de la yihad.
En su
núcleo, la jurisprudencia
del sistema islámico consagra una jerarquía de poder teocrático, es
decir,
sancionado y santificado teológicamente. Este teocratismo contribuye a
reforzar las brechas estructurales
que dividen a la humanidad, al
instaurar un sistema de supremacía del musulmán sobre el no musulmán,
supremacía del árabe sobre el no árabe, supremacía del amo sobre el
esclavo,
supremacía del varón sobre la mujer. Todo esto con el agravante de
creer que
es Dios, el del Corán, quien dispone ese aparato legal y santifica sus
desigualdades y tropelías.
Una
sociedad regida por el
derecho islámico se parece mucho a una amalgama de cuartel, convento y
gran
zoco, cuya máxima utopía parece fantasear con el literario Bagdad de
Harún
Al-Rashid. Por su irremisible arcaísmo, un estudioso crítico del
sistema
islámico ha llegado a escribir taxativamente: «Los principios
encerrados en el
Corán son enemigos del progreso moral» (Ibn Warraq 1995: fin del
capítulo 4).
Es
importante no olvidar que
las incontables disposiciones de la Ley sagrada islámica son
esencialmente preceptos
inmodificables, según su propia concepción, una vez que fueron fijadas
autoritativamente por las escuelas de jurisprudencia desde hace
siglos, y
porque, en último término, están fundadas en el libro revelado del
Corán. Cualquier
intento de interpretarlo de otro modo incurriría en delito de apostasía.
No
olvidemos que el proyecto
constitutivo y permanente del islam no es otro que la instauración
mundial de
esa Ley islámica sacralizada, y a ello se ordenan las estrategias de la
yihad.
Esta finalidad de imponer la Ley de Dios es, desde el punto de vista
del
sistema islámico, lo que legitima la conquista mesiánica y la
dominación
imperial, al tiempo que sirve para cohonestar el recurso a la fuerza.
Como ya
hemos señalado, la
atribución a la Ley islámica de un carácter sagrado y divino se ha
convertido
en obstáculo insalvable para que los países de mayoría musulmana
reconozcan la
declaración universal de los derechos humanos, pues esta declaración
resulta
incompatible con dos dogmas: que solo el musulmán puede ser pleno
sujeto de
derechos, y que la fuente del derecho es únicamente Dios, que ha
revelado su voluntad
en el Corán. Por eso, un parlamento islámico no puede concebirse a sí
mismo como
sede de la soberanía nacional, sino como un órgano supeditado a la
soberanía
divina, de modo que solo es competente para legislar en el marco
preestablecido
por la saría.
Este
sistema de ideas es el que
todo buen musulmán lleva inscrito en sus esquemas de pensamiento, y,
consciente
o inconscientemente, opera en sus juicios prácticos. Más aún, es algo
de lo que
se siente orgulloso:
«Nuestro
Corán es una
enciclopedia completa que no ha dejado de lado ningún aspecto de la
vida, el
pensamiento, la política, la sociedad, los secretos cósmicos, los
misterios del
alma, las transacciones económicas, el derecho de familia, sin que dé
una
opinión. Y lo más prodigioso y milagroso de la legislación coránica es
que
vale para todas las épocas» (presidente Sadat de Egipto, citado en
Aldeeb 2019:
5).
En la
realidad de los hechos,
ese sistema ético rígidamente legalista incentiva una especie de pasión
por
desprenderse de la propia razón, por eliminar todo margen de libertad.
Y, al
consagrar un cuerpo normativo definitivo e inmutable, desvela una
especie de
obsesión metafísica por suprimir el tiempo, descartando toda
posibilidad de
cambio y congelando los preceptos en el inalterable modelo jurídico de
la Ley
islámica, presuntamente válida para todas las épocas. Pues, como ya
hemos
visto, la doctrina tradicional sentencia unánimemente que toda
innovación constituye
una forma de apostasía que solo conduce a la perdición.
La
estricta e inobjetable
observancia de la Ley, sacralizada, no solo restringe la libre decisión
individual en orden a la acción, sino que proscribe y persigue todo
pensamiento crítico, toda libertad de conciencia y de religión, y toda
posibilidad de democracia política. Así, la sumisión a la Ley
teocráticamente
fundada, consuma la renuncia a la propia libertad personal y a la
autonomía de
las instituciones estatales.
Por
consiguiente, reafirmamos
la conclusión de que la ética inherente a la Ley islámica no deja
espacio
para la libertad personal, salvo para que esta se niegue a sí misma; no
hay
lugar para el discernimiento, salvo para averiguar qué está mandado; no
cabe
opción en conciencia. La ética propiamente dicha ha quedado abolida.
La Ley de
Dios
impone un régimen de castigos
terribles
Aunque «Dios perdona a quien él
quiere y castiga a quien él
quiere» (Corán
87/2,284), predomina la idea del castigo, no la del perdón. Según el
Corán,
aunque Dios premia con el paraíso (aparece 139 veces) y con el botín
(10
veces), sobre todo Dios castiga (415 veces). Y caracteriza ese castigo
como un
«castigo doloroso» (62 veces), un «castigo terrible» (12 veces), como
«infierno» (121 veces), como «fuego» (182 veces).
Pero, a
partir de la hégira, el
castigo no se pospone al último día, ni se confía solo a Dios, sino que
Mahoma
establece un régimen penal severamente punitivo, que pretende estar
fundado en
la justicia divina revelada. Así, todo incumplimiento o transgresión
de la
Ley, siempre religiosa a la vez que política, no solo se considera
pecado,
sino delito. Las transgresiones están sancionadas por un derecho penal
que administra
un férreo régimen de castigos crueles: flagelación, amputación,
lapidación,
decapitación, crucifixión, esclavización, etc.
Es
coherente afirmar que la
violencia está cristalizada ya en la legislación misma, como un
aspecto de la
yihad dirigida hacia el interior de la propia sociedad musulmana, con
el
agravante de que no se limita a formar parte de unos códigos
medievales, puesto
que los musulmanes reivindican su vigencia actual, en conflicto frontal
con la
modernidad. Baste una ojeada al moderno Código penal árabe
unificado de la
Liga Árabe, traducido y publicado por Sami
Aldeeb (2016).
Fijemos
la atención sobre la índole de los delitos y de los castigos
tipificados en ese
«código penal», que recoge el espíritu y la letra del derecho
islámico. Bastará
enumerar unos cuantos ejemplos ilustrativos para hacernos cargo del
asunto:
– La
transgresión de las
prohibiciones alimentarias puede conllevar multa, cárcel y hasta
flagelación.
– El
consumo de bebidas
alcohólicas o embriagantes puede acarrear multa, castigo de cuarenta
latigazos,
o cárcel.
– El
incumplimiento de las
normas de vestimenta, como el velo femenino, se penaliza con multa o
cárcel.
– La
desobediencia de la mujer
puede ser castigada por el marido, quien tiene derecho a pegarle (Corán
92/4,34).
– La
fornicación, la
promiscuidad y las citas amorosas tienen pena de cárcel, o de
flagelación.
«A la
fornicadora y al
fornicador flageladlos a cada uno con cien azotes. No tengáis
compasión hacia
ellos en la religión de Dios, si creéis en Dios y en el último día. Que
un
grupo de creyentes sea testigo de su castigo» (Corán 102/24,2).
– El
adulterio conlleva pena de
flagelación pública de cien latigazos, o lapidación a muerte.
– La
homosexualidad se penaliza
igual que el adulterio, según el caso: cien latigazos, o lapidación.
Para las
mujeres que cometen este delito, el Corán dictamina: «recluidlas en
las casas
hasta que la muerte las llame, o hasta que Dios les dé una salida»
(Corán
92/4,15).
– El
asesinato de un musulmán
se castiga, según la ley del talión, con pena de muerte, o mediante una
venganza de sangre equivalente (Corán 50/17,33; 87/2,178-179; 87/2,194;
92/4,92; 112/5,45), salvo que se acuerde una indemnización. El
asesinato de un
no musulmán se paga a lo sumo con una multa.
– El
robo está penado con la
amputación de la mano derecha; y la reincidencia, con la amputación del
pie
derecho, y la cárcel. El bandidaje conlleva la amputación de la mano
derecha y
el pie izquierdo, y puede suponer cadena perpetua.
«Al
ladrón y la ladrona, a los dos cortadles las manos como retribución
por lo
que han cometido, como escarmiento por parte de Dios» (Corán 112/5,38).
– La
apostasía o abandono de la
religión islámica, la herejía y el ateísmo se castigan con pena de
muerte, y
los bienes adquiridos por el apóstata van a las arcas del Estado. La
blasfemia
y la crítica al islam o a Mahoma se castigan con flagelación o cárcel.
«Matadlos
allí donde os
enfrentéis con ellos (…) La subversión es más grave que matar. (…) Si
combaten
contra vosotros, entonces matadlos. Esa es la retribución de los
descreídos»
(Corán 87/2,191-192).
– Los
judíos y los cristianos
residentes en la sociedad islámica están obligados a vivir bajo el
régimen de dimmitud,
es decir, una situación legal de sometimiento que conlleva una grave
discriminación
jurídica, política y económica
permanente:
«Combatid
contra aquellos a los
que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el último día, no
prohíben
lo que Dios y su enviado han prohibido, y no profesan la religión de la
verdad,
hasta que paguen el tributo con su mano y en estado de humillación»
(Corán
113/9,29).
– Los
miembros de religiones no
monoteístas y los ateos, si, una vez emplazados, rechazan convertirse
al islam,
se manda que sean atacados y derrotados. Luego, los hombres adultos
serán
ejecutados y sus mujeres e hijos vendidos como esclavos, y sus bienes
incautados. Dios quiere «exterminar a los no creyentes» (Corán 88/8,7).
«¡Malditos! Donde se
los encuentre
serán capturados y matados sin piedad» (Corán 90/33,61).
«La
retribución de quienes guerrean contra Dios y su enviado, y se dedican
a
corromper en la tierra, es que sean matados, o crucificados, o que se
les
corten las manos y los pies opuestos, o que sean desterrados del país»
(Corán
112/5,33).
En fin,
de conformidad con el
Corán, todo buen musulmán tiene el deber no solo de cumplir, sino de
hacer
cumplir lo que está mandado y de impedir lo que está prohibido (Corán
113/9,71):
se le exige que actúe como guardián del régimen islámico. De ahí que,
en
general, la instauración y el mantenimiento
del orden jurídico islámico comporte
la institucionalización de un sistema inquisitorial permanente,
coordinado con
la labor represiva de una policía religiosa encargada de
promover la
virtud y reprimir el vicio, con el objetivo de hacer cumplir
socialmente la Ley
islámica y, en ciertos casos, aplicar directamente sus medidas
represivas.
La Ley
islámica no
admite verdadera reforma
De cara al público occidental, los
apologistas y proselitistas del islamismo lo presentan como una
religión
simple en la teología, fundada en la unicidad de Dios, y sencilla en la
práctica, vinculada la observancia de los cinco pilares del islam. Nada
más
lejos de la realidad: sobre la vida de cada musulmán gravita la Ley, la
norma y
la costumbre, que constituyen como una pirámide aplastante de
obligaciones,
prescripciones, proscripciones y sanciones.
El peso
de la Ley islámica
resulta tan abrumador y la rigidez de las escuelas tradicionales tan
evidente,
que algunos musulmanes en Europa, en particular conversos o sedicentes
reformistas, hablan de crear una escuela de jurisprudencia islámica
europea, un fiqh europeo que pueda responder mejor a las
necesidades de un contexto
en el que el derecho islámico tradicional se ha vuelto tan
problemático. Pero
estas propuestas de actualización no son creíbles. No parecen más que
una
fantasía cristianesca, que no arreglaría nada, porque, en todo lo
fundamental,
resultaría necesariamente un fiqh similar a los existentes,
por la
simple razón de que estarían obligados a incorporar lo establecido en
el Corán
y en la tradición de Mahoma. De lo contrario, si fueran consecuentes
con la
reforma, estarían postulando no solo la liquidación de la Ley islámica
realmente existente, sino también una desautorización en toda regla del
propio
Corán. Incurrirían en apostasía y serían acusados por ello.
Esos
bienintencionados
reformistas suelen mimetizar el lenguaje moderno y posmoderno, pero, al
final,
siempre, indefectiblemente, acaban revalidando los dogmas y las normas
del
sistema islámico de siempre. Y es que, si acordaran eliminar alguna
norma
coránica, por resultar bárbara, estarían poniendo en cuestión también
las
normas restantes, porque todas se apoyan en el mismo fundamento. Si
este se
cuestiona en unas aleyas, ¿qué motivo aducir para dejar de cuestionarlo
en todas
las demás? Se hundiría todo el sistema islámico.
Un
ejemplo paradigmático de
hasta dónde llega el reformismo lo pudimos ver en enero de 2020, con
ocasión
de la Conferencia Internacional para la Renovación del Pensamiento
Islámico,
celebrada en la Universidad de Al-Azhar, en El Cairo, con
representantes de 46
países. En el discurso de clausura, el gran imán Ahmed Al-Tayeb, en
nombre de
todos los clérigos allí presentes, declaraba cuáles son los límites
para la
reforma: «La renovación no es posible de ninguna manera con respecto a
aquellos
textos que son irrefutables en su certeza y permanencia; en cuanto a
aquellos
textos que no son del todo fiables, están sujetos a interpretación».
Esto
quiere decir que los textos sagrados fundamentales, como el Corán, pero
también
los hadices, como los volúmenes del Sahih Bujari, no son
susceptibles de
ningún cambio. Y solo algunos textos secundarios estarían abiertos a
la
reinterpretación (cfr. Ibrahim 2020).
Hay,
por consiguiente, algo
fuera de duda: que todas las disposiciones legales recogidas en el
Corán y los
hadices auténticos se consideran «irrefutables», «permanentes» y no
susceptibles de cambio o interpretación. Ya conocemos cuáles son.
Históricamente,
el islam se
cerró cada vez más desde la derrota de los mutazilíes (a mediados del
siglo
IX), desde tiempos del filósofo Al-Ghazali (m. 1111), quien anatematizó
todo
examen racional de la revelación; desde la época del teólogo
integrista suní
Ibn Taimiya (m. 1328), quien argumentó que todo lo esencial del islam
ya está
decretado, y no hace falta más analogía, ni más consenso, ni más
interpretación, por lo que toda innovación debe ser condenada. Lo único
necesario para el musulmán es su aplicación implacable.
En
conclusión, por su
naturaleza, por sus fuentes y su fin autoproclamado, la sacrosanta
Ley
islámica no admite una verdadera reforma, porque esta implicaría su
destrucción
y, con ella, el total hundimiento del sistema islámico. Cabe pensar
que, cuando
uno se encuentra en un callejón sin salida, quizá lo único lógico
sería
desandar el camino.
El
contraste con la ética del cristianismo
Para entender mejor el significado
de la ética islámica,
resultará esclarecedor
contrastarla con la ética de los Evangelios cristianos, donde
observamos una
orientación diametralmente opuesta. En el cristianismo, observamos una
ética
que enuncia principios y valores, más que normas concretas: justicia,
amor al
prójimo, renuncia al estatus (igualdad), amor a los enemigos… El
fundamento
ético se concibe, más que como obediencia mecánica a unas
disposiciones
particulares, como una actuación motivada o inspirada por el Espíritu
santo,
cuyos dones pueden ser diferentes en cada persona.
No hay
que pensar que el
cristianismo desprecie la ley. Reconoce su importancia, pero la
problematiza,
no la absolutiza, ni diviniza jamás su literalidad. Da prioridad al
Espíritu
que inhabita en cada creyente, lo que remite a la conciencia
individual. Por
ende, relativiza toda ley concreta, deja abierto el camino a la
revisión y la
modificación de las leyes, pues afirma la preeminencia de unos
principios que
inspirarán las decisiones necesarias en el futuro. En otras palabras,
la idea principal
es que Dios, o lo que es lo mismo, su Espíritu, puede hacer oír su voz
a través
de todos los humanos y en todas las épocas, no solo en un momento
histórico y
en una revelación cosificada y definitiva, cuya consecuencia lógica es
postular
la clausura y hasta la inutilidad del tiempo histórico.
La
historia sigue abierta, como
plantea el Evangelio. Están de sobra numerosas prácticas concretas,
como la
circuncisión, las prohibiciones alimentarias y las reglas de pureza,
que eran
señas de identidad del judaísmo antiguo y que la Ley islámica adoptó
como
normas esenciales. Porque, en el núcleo del decálogo, los mandamientos
son
básicamente prescripciones negativas: no matar, no robar, etc. El amor
a Dios
y al prójimo sobrepasan cualquier norma legal particular. Así, el campo
de
actuación queda abierto a la acción ética como ejercicio de la libertad
personal y a la evolución social. Hay una ética fundamental de
actitudes y una
crítica frente al legalismo y la superstición.
Un
ejemplo muy elocuente lo
hallamos en el contraste entre el Corán y los Evangelios con respecto
al
talión. El evangelista Mateo escenifica cómo Jesús, en su discurso
sobre la Ley
de Moisés, rechaza abiertamente el principio
del talión:
«Habéis
oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pues yo os digo:
no
repliquéis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha
ofrécele también la otra: al que quiera pleitear contigo para quitarte
la
túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla
vete con
él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le
vuelvas la
espalda» (Mateo 5,38-42).
Los
apóstoles Pablo y Pedro son
taxativos en esta recomendación: «No devolváis a nadie mal por mal»
(Romanos
12,17; 1 Tesalonicenses 5,15; 1 Pedro 3,9).
En el
marco de la ética
islámica, resulta inconcebible una actitud de reconocimiento y
aceptación hacia
los no musulmanes. Al contrario, el Corán alienta al odio y llama al
combate
contra ellos, en las antípodas del «amor a los enemigos» del sermón de
la
montaña (Mateo 5,43-44).
El
mensaje de Jesús, recogido
en el Nuevo testamento, constituye una llamada que se dirige al
individuo, que ha de responder libremente. Supone el reconocimiento
de la
libertad de conciencia y de religión. La pertenencia a la comunidad de
fe no se
funda en la pertenencia a una familia, a una tribu, o a una nación. Lo
común es
un mismo Espíritu, no la demarcación cerrada de un pueblo, una
cultura, una
ley, un imperio. Aparte de esto, al trazar una distinción de alcance
estructural entre el ámbito de la religión y el ámbito de la política,
se
posibilita la respectiva autonomía de una y otra.
En fin,
cabe concluir que, en
el contexto geográfico e histórico donde irrumpió el islamismo, la
imposición cada
vez más estricta del orden jurídico islámico provocó una brutal
regresión con
respecto a la legalidad romana oriental, vigente con anterioridad en
Siria y
Palestina, cuyo más preclaro exponente ha quedado consignado para la
historia
en el Código de Justiniano, una obra jurídica monumental.
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