El sistema islámico

11. Los componentes éticos del sistema islámico

PEDRO GÓMEZ




- La ética es cumplir la Ley islámica como Ley de Dios
- Las fuentes y la finalidad de la Ley islámica
- Las categorías jurídicas de lo legal y lo ilegal
- Una justicia que invoca el principio del talión
- La doctrina de la abrogación de unos preceptos por otros
- Las escuelas de jurisprudencia en el islam
- Los preceptos de la Ley islámica son inalterables
- La Ley de Dios impone un régimen de castigos terribles
- La Ley islámica no admite verdadera reforma
- El contraste con la ética del cristianismo


La ética es cumplir la Ley islámica como Ley de Dios


La Ley islámica se designa con el término saría, que se puede traducir co­mo «senda», camino, en el sentido de norma a seguir; también como legislación. Esta palabra aparece solamente tres veces en el Corán:


«Él os ha dado como senda [saría] de la religión lo que había ordena­do a Noé, lo que te hemos revelado, lo que habíamos ordenado a Abra­hán, a Moisés y a Jesús: ‘Estableced la religión, y no os separéis a causa de ella’» (Corán 62/42,13).


«Luego te pusimos en una senda [saría] del orden. Síguela, pues, y no sigas los deseos de quienes no saben» (Corán 65/45,18).


«A cada uno de vosotros os hemos dado una senda [saría] y una con­ducta. Si Dios hubiera querido, hubiera hecho de vosotros una sola na­ción. Pero quería probaros en lo que os dio. Competid en buenas obras» (Corán 112/5,48).


A partir de estas citas, no se saca mucho en claro. Su sentido apunta a la idea de una voluntad de Dios que hay que obedecer. Pero, a lo largo de la historia musulmana, su concepto conoció un enorme desarrollo, de modo que llegó a ocupar un lugar central y fundamental en el sistema islámico y en sus escuelas de jurisprudencia. Hasta el punto de que lo más acertado es afirmar que el islam, más que una fe, es una ley que debe cumplirse, una ley entendida como voluntad divina. Los musulmanes tienen el de­ber de atenerse estrictamente a la norma especificada:

prescripciones, prohibiciones y sanciones. No se trata de unos principios éticos. El énfasis se pone en la norma concreta, que, aunque se originara en circunstancias particulares, se convirtió en obligatoria con alcance universal, al creerse producto de una revelación de Dios. Más tarde, los jurisconsultos codificaron minuciosamente los comportamientos san­cionados como correctos en cada situación. Establecieron las normas precisas de lo permitido y lo prohibido, mientras los detentadores del poder exigieron su cum­plimiento en virtud del carácter divino del man­dato y de su propio papel como guardianes.


Lo más exacto es decir que, en el islam, el derecho, todo él considerado divino, puesto que solo Dios es fuente de derecho, constituye y sustituye a la ética. Lo esencial es ceñirse a lo mandado: una ética de sumisión, que no requiere el ejercicio de la razón y la libertad, porque es absolutamente heterónoma. La aceptación de la voluntad divina revelada en sus más particulares preceptos exige la renuncia a la propia racionalidad humana y conlleva la negación de toda autonomía moral de las personas. La es­cuela filosófica de los mutazilíes, que defendieron el valor de la razón, fue reprimida y suprimida.


Recordemos, además, que, en coherencia con ese enfoque teológico, se da una identificación o completa fusión entre lo que en Occidente enten­demos por política y lo que entendemos por religión. En efecto, el derecho islámico, o saría, no distingue entre religión y política, como tampoco entre lo público y lo privado. Todo se articula dentro de un único orden teocrático, claramente comparable a una modalidad sacrali­zada de sistema social totalitario.


Después de haber analizado los componentes míticos y los rituales del sistema islámico, abordamos ahora los componentes éticos, es decir, la forma expresiva del ethos, la que trata de la acción, las decisiones, los modelos de comportamiento práctico y los fines concretos que uno debe alcanzar. El modo de actuar se orienta, en la práctica, en función de las normas particulares estatuidas, desde las que se juzga acerca de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo puro y lo impuro, lo lícito y lo ilícito. Esto significa que no cabe entender la ética islámica como una moral de principios de discernimiento desde los que se evalúa la acción, sino, a la inversa, como una moral de casos y preceptos particulares válidos por sí mismos, es decir, por cuanto tales preceptos específicos han sido dic­tados por la divinidad, según se cree (cfr. Aldeeb 2012c y 2014). No es­tamos solo ante una moral heterónoma, sino ante una moral teónoma.


«¿Quién administra el orden? Dirán: ‘Dios’» (Corán 51/10,31).


«Él administra el orden desde el cielo hasta la tierra» (Corán 75/32,5; también 96/13,2).


«La orden de Dios es una predeterminación predeterminada» (Corán 90/33,38).


«Esta es la orden de Dios, que él ha hecho descender a vosotros» (Corán 99/65,5).


Los musulmanes creen que ese Dios ordenante dictó su Ley, y cuen­tan la historia de que la hizo descender primero a Moisés, después a los profetas y finalmente a Mahoma. También creen que esa Ley divina es la escrita en todos los textos sagrados, pero sostienen que los judíos y los cristianos la han falsificado, por lo que, al final, solo son válidas las disposiciones del Corán, luego amplificadas en la venerada tradición ma­homética, sis­te­matizadas y codificadas definitivamente en la legislación islámica. En el fondo, sin embargo, como ya sabemos, la Ley islámica no es más que la Ley judaica adaptada a los árabes de los siglos VII y VIII, y codificada por los persas en el siglo IX.


Según hemos señalado ya, un rasgo característico de la concepción del derecho en el Corán y en el sistema islámico es que apenas hacen referencia a valores universales o principios éticos y jurídicos. Así, en realidad, no se invoca una concepción de la paz, la justicia, o la equidad, para contrastar si los preceptos concretos se adecuan a ella, sino que se recopilan reglas y preceptos de origen coyuntural, a partir de los cuales se compendian re­glamentaciones muy pormenorizadas que invaden to­dos los aspectos prácticos de la vida social y personal, familiar y eco­nómica, política y reli­giosa, como disposiciones obligatorias en virtud del presunto imperativo divino. Y entonces, al cumplimiento fáctico de tales normas es a lo que se designa como equidad, justicia, o paz. Del mismo modo que tampoco se plantea una búsqueda independiente de la verdad, sino que al conjunto de los enun­ciados dogmáticos dados es a lo que llaman la verdad.


La ética del islam, por tanto, no se funda en la libre opción personal, a la luz de principios éticos, sino que radica en la sumisión incuestionable a un orden político-religioso basado en el Corán y la zuna del profeta.


El resultado es que, en el sistema islámico, la ética está completa­mente supeditada a la política, y la política viene a restringirse al cumpli­miento de la ley religiosa, una legislación sacralizada que propende a go­bernarlo todo en todos los ámbitos de la vida. Así, el orden ético acaba sustituido por un orden jurídico cerrado: el ideal es atenerse, sin objetar, a lo que está mandado. El islam exige a sus súbditos no tanto que tengan fe, cuanto que se atengan al cumplimiento de la Ley, pretendidamente revelada. Y esto es un deber ineludible, so pena de «terribles castigos».


Vista en la perspectiva de la evolución interna del islam primitivo, el triunfo de Mahoma y su ley no solamente significaba la suplantación de­finitiva de Moisés (la alianza y la Torá), sino que implicaba asimismo la postergación definitiva de Abrahán, por más que se exalte retóricamente la «religión de Abrahán», ya que este fue acreedor de la promesa por su fe en Dios, y fue justificado antes de la circuncisión y antes de que existiera la Ley; por tanto, con independencia de ellas.


En el plano de los hechos, el valor supremo del ethos islámico se cifra en un doble sometimiento: la implantación del poder musulmán (funda­do fácticamente en la yihad), como medio para la imposición de la Ley de Dios (dictada míticamente en la saría). Esta es la autoasignada misión con la que pretenden justificarse los seguidores de Mahoma. Es la obli­gación primordial de todo musulmán en cuanto miembro de la umma. Así, la violencia se yergue como deber ineludible, si bien adaptable en función de las circunstancias, en el proceso de universalización de la Ley islámica. En la práctica, se despliega históricamente como un ethos de militarización mesiánica, de conquista y dominación, que desemboca en una obediencia ciega a la clase aristocrática militar, configurada luego como dinastía mahomética, a la que han pretendido estar vinculados ge­nealógicamente todos los detentadores del poder musulmán.



Las fuentes y la finalidad de la Ley islámica


Las fuentes primarias de la Ley islámica son, según sostienen los mu­sul­manes, el Corán y los relatos de la tradición de Mahoma, o zuna, es decir, los hadices llamados auténticos, sobre todo los de Al-Bujari y los de Mus­lim. En menor medida, se tiene en cuenta también a la vida (o sira) del enviado de Dios, escrita por Ibn Hisham, y también los comentarios so­bre el Corán, como el de Al-Tabari. Sobre estos fundamentos incuestio­nables, se habrían formulado los códigos de derecho islámico. Y en ellos siguen buscando su legitimidad los decretos o fetuas emitidos por los ulemas suníes, o los mulás chiíes, en cuanto reputados doctores de la ley. No obstante, como ya indicamos en el capítulo sobre las fuentes y la historia califal de los orígenes, en ese planteamiento hay algo que no cuadra, y es que los códigos que registran la Ley islámica son cronoló­gicamente anteriores a los hadices, sus supuestas fuentes. Pues las escue­las de jurisprudencia datan sobre todo del siglo VIII, en tanto que las biografías del profeta son de finales del siglo VIII y del IX, y los hadices se re­dactaron en los siglos IX, X y XI. Resulta imposible que los fun­da­dores de los códigos jurídicos del islam consultaran unas obras que aún no existían. Más bien sería al revés.


En cualquier caso, desde el punto de vista del dogma islámico, lo incuestionable es que Dios, en cuanto creador, posee en exclusiva todo el derecho y que, propiamente, solo él tiene derechos, por lo que Dios representa la única fuente de derecho para la sociedad humana. Solamente Dios ordena y dicta la ley, por medio de sus enviados y, definitivamente, por medio del profeta árabe Mahoma. Se pretende, igualmente, que sus mandatos revelados están escritos en el Corán y en las recopilaciones de hadices, y que a partir de ahí se sistematizaron en el derecho islámico. Con esta mentalidad, el islam solo acepta el poder político basado en la religión, que se ejerce en nombre de Dios y aplicando su Ley: en esto consiste estrictamente la teocracia.


Esta visión pertenece al relato mítico, que incluye a Dios y a su pro­feta en el núcleo de los axiomas fundamentales de la religión islámica, como objeto y contenido de la profesión de fe. De ahí se sigue, en el ámbito de la ética y la política, la orden de someterse a la Ley de Dios y la obediencia efectiva a Mahoma. Porque resulta innegable que, en la realidad histórica, tanto en el plano del discurso como en el plano prag­mático, el único que comparece es el personaje de Mahoma. Solo él se halla al alcance del historiador. A fin de cuentas, lo que se dice de Dios es Mahoma quien lo dice. Lo que se dice que Dios manda es Mahoma quien lo dice y lo manda. Por consiguiente, a todos los efectos, a contra­pelo del mito, la única fuente de derecho constatable radica en el libro del Corán y en los dichos que la tradición atribuye al profeta. En el islam, aunque no se diviniza formalmente la persona de Mahoma, sí resulta divinizada su palabra, o lo que es lo mismo, el texto coránico que él ha­bría dictado y los relatos de la tradición que recompilan sus dichos.


En el Corán, se contabilizan unos 800 versículos en los que se de­cretan normas de comportamiento práctico a las que se confiere carácter jurídico. Está claro que no se trata solo de religión, ni solo de ética en un sentido con­vencional. El Corán asume las características de un código civil y penal, si bien decretado por Dios. Y esta imagen jurídica de Dios se define sobre todo como una voluntad omnímoda, no tanto una racio­nalidad que permita discernir y esperar una coherencia conforme a ella. No se concibe como logos, ni como espíritu, sino como voluntad fun­dada en sí misma y en su determinación, ante la que no cabe ya indagar nada, sino tan solo el acatamiento.


La clave de la conducta para los musulmanes está en la obediencia a la Ley, una ley justificada exclusivamente por su supuesta procedencia. De ahí el insistente reclamo de obediencia en el Corán, que se vuelve cada vez más apremiante, sobre todo en los capítulos posteriores a la hégira, donde exige obediencia 38 veces y amenaza en 19 ocasiones a los que des­obe­decen al enviado.


«Al que obedece a Dios y a su enviado, él lo hará entrar en jardines bajo los cuales correrán arroyos, donde estarán eternamente. (…) Al que desobedece a Dios y a su enviado, y transgrede sus normas, él lo hará entrar al fuego, donde estará eternamente» (Corán 92/4,13-14; paralelo en 111/48,17).


«Los creyentes y las creyentes son aliados unos de otros. Ordenan lo conveniente, prohíben lo reprobable, elevan el rezo, pagan el tributo, y obedecen a Dios y a su enviado» (Corán 113/9,71).


Porque, con toda claridad: «El que obedece al enviado, ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80). En la práctica, por tanto, el islam se resuelve en acatar y cumplir los mandatos de Mahoma, y no solo cumplirlos: se exige además el hacerlos cumplir a los demás.


Otro concepto clave en el que insiste el Corán y que recalca la idea de obediencia es el de ser «sumiso» (52 veces), «someterse» a Dios (21 veces) y aceptar la «sumisión» (8 veces). Es lo que más adelante daría lugar a los términos «musulmán» (sumiso) e «islam» (sumisión).


«¡Señor nuestro! Haz de nosotros unos sumisos a ti, y de nuestra des­cendencia una nación sumisa a ti» (Corán 87/2,128).


La exigencia de sumisión no termina en la obediencia a los mandatos de Mahoma, sino que incluye también el someterse al juicio de Mahoma (Corán 92/4:65; 101/59:7; 102/24:51), quien acumulaba así el poder judicial además del legislativo el ejecutivo, el militar y el religioso.


Por otra parte, una vez desarrollado el sistema legal islámico, este comporta la exigencia de expandir la instauración de sí mismo. Es sabido que sus preceptos requieren y legitiman la liquidación de cualquier re­ligión concurrente, con el fin de hacerse hegemónico. A pesar de que, en cierto versículo, se dice que Dios había dado distintas «sendas» a unos y otros (Corán 112/5,48), la jurisprudencia interpreta que está abrogado por los versículos que reclaman combatir hasta que solo quede la religión de Dios, o sea, solo el islam (Corán 88/8,39; 113/9,5; 114/110,2).


Como ya hemos señalado varias veces, la mirada musulmana con­templa el mundo dividido en dos: la casa o tierra del islam, donde impera la Ley islámica, y la tierra de la guerra, o conjunto de las gentes «infieles» o países no musulmanes. La expansión del imperio de esa ley tropieza con un foso de separación, que debe ser allanado.


El argumento por el que este sistema islámico, organizado conforme a la ley de Mahoma, se arroga estar legitimado para extender la jurisdic­ción de esa ley al mundo entero estriba en su autodefinición como sis­tema perfecto, debido a su procedencia divina. De ahí que el objetivo estratégico de la yihad se defina como «combate en el camino de Dios», que debe librarse en todos los ámbitos, por todos los medios al alcance y sin límite de tiempo. Así, la saría y la yihad constituyen el núcleo duro del sistema islámico, su genoma de actuación ética, política y religiosa, con un significado pragmático eminentemente militar, de guerra por la conquista del mundo para someterlo a la Ley de Alá. El proyecto radica en instaurar el presunto reino de Dios en la tierra, en forma de teocracia islámica, como un califato mundial, o Estado islámico terrestre, basado en un imperialismo musulmán que domine y subyugue a todos los pue­blos y culturas. Si lo pensamos, no es un proyecto muy distinto del que hallamos en las restantes utopías totalitarias, surgidas en la historia.


En resumen, la concepción coránica de la actuación ética/política articula dos temas centrales, inseparables, que se complementan como el fin y los medios. Primero, como finalidad, la sumisión a la Ley islámica, predestinada a regular toda la organización social. Y segundo, la obli­ga­ción del combate omnímodo contra los que se resistan, como medio imperativo, ordenado por Dios para imponerles dicha ley.



Las categorías jurídicas de lo legal y lo ilegal


Al comienzo del capítulo 9 de este libro, concerniente a las prohi­biciones y las prescripciones rituales, ya hemos analizado la oposición halal/haram en su compleja significación de sagrado/profano, puro/impuro, permi­tido/prohibido, lícito/ilícito. Ahora pasamos a explicitar otro aspec­to práctico, que vincula esta oposición con su fundamento, que es la ley. El orden jurídico dictamina todos los comportamientos, su carácter legal, o ilegal, y sus modos particulares. Así controla el funcionamiento global de la sociedad islamizada.


Las determinaciones normativas categorizan las actuaciones y los objetos con una etiqueta que marca su valor positivo o negativo: como halal, o como haram. Los matices de significado hacen que el concepto halal se refiera a lo que es preceptivo frente a lo prohibido, aunque existe también una escala de grados. En términos éticos, establece lo que se considera bueno. Y su concreción está determinada por la Ley islámica, de modo que esta tiene a la vez un carácter jurídico, político y religioso. Su jurisdicción abarca tanto la acción ritual como la práctica en la vida real. La categoría halal delimita un sistema de prescripciones y pros­crip­ciones que afecta a los alimentos y las bebidas, las relaciones se­xuales, las operaciones financieras, en suma, todos los aspectos de la vida. Lo halal es lo legal, todo lo que está ordenado, predeterminado o autorizado por la Ley islámica, en su particular contenido, y también lo que se con­sidera compatible con ella.


De ahí que todo lo que no se atenga fielmente a esa codificación legal tradicional sea visto como haram: algo malo, ilegal, impuro, reprensible. La noción de haram funde en una sola la idea de «pecado» y la de «delito», por lo que cualquier transgresión de un mandato se remite no solo a la sanción de Dios (que castiga al pecador con las desgracias en esta vida y el infierno eterno), sino que, según los casos, aparece tipificada penal­mente y es objeto del castigo inmediato por parte de los poderes públi­cos: privación de derechos, humillación pública, esclavitud, vejaciones corporales, am­pu­­taciones, prisión, o pena de muerte. Viceversa, el me­nor incumplimiento de las normas o convenciones se vive con fuerte sentimiento de culpa como una ofensa a Dios.


Los eruditos musulmanes establecen una escala, que va desde lo es­trictamente prohibido a lo estrictamente obligatorio, con varios grados intermedios de permisión que van hasta lo simplemente desaconsejado. El sentido ético-legal de lo halal como bueno, puro, justo y necesario se extiende, de manera relevante, al deber de ejercer la violencia con el fin de imponer la religión y la Ley islámica. Por eso, con respecto a los no musulmanes, incluidos judíos, cristianos y zoroástricos que resistan al islam, se considera halal y meritorio atacarlos y asesinarlos, requisar sus propiedades, esclavizar a sus mujeres e hijos. Incluso, desde el punto de vista de los suníes, es halal, un deber, practicar todas las coerciones con­tra los musulmanes disidentes: chiíes, ismaelíes, alauíes, drusos, y contra todos aquellos que, llegado el momento, sean declarados herejes, o após­tatas. Así lo requiere el imperio de la Ley islámica.


Desde un punto de vista filosófico, observamos cómo esta ideología ha sustituido los conceptos éticos de bien y mal, de bueno y malo, por las nociones de halal y haram, que ante todo son conceptos jurídicos, que solo exigen el cumplimiento efectivo, sin necesidad de una actitud in­terior, ni de un juicio de valor. El ethos musulmán, al identificar la ética con el comportamiento halal de sumisión plena a la Ley, exige un aban­dono completo de la propia libertad en aras de la devota adecuación a las reglamentaciones de una jurisprudencia sacralizada.



Una justicia que invoca el principio del talión


En coherencia coránica, propiamente no sería necesario invocar el prin­cipio del talión, ni ningún otro, puesto que el fundamento de toda norma radica úni­camente en la voluntad de Dios revelada en preceptos con­cretos, que no pueden deducirse a partir de principio alguno. Pero, de hecho, lo que encontramos es el talión ya aplicado en ordenanzas parti­culares con un contenido específico.


La ley del talión representa uno de los muchos elementos que el isla­mismo adoptó de la tradición judía, donde funciona como principio jurí­dico de retribución, como forma primitiva de reciprocidad: «Ojo por ojo, diente por diente» (Éxodo 21,23-25; Levítico 24,19-21; Deuteronomio 19,21). El Corán lo recoge siempre en suras posteriores a la hégira, cuan­do, con el poder político, surgió la necesidad de legislar:


«¡Vosotros que habéis creído! Se os ha prescrito el talión en casos de homicidio: hombre libre por hombre libre, esclavo por esclavo, mujer por mujer. Pero, si alguien es perdonado en algo por su hermano, que la compensación se haga según se convenga y la indemnización propor­cionada. Esto es un alivio por parte de vuestro Señor y una misericordia. Después de esto, quien viole la ley tendrá un castigo doloroso. En la ley del talión tenéis vida» (Corán 87/2,178-179).


«El mes sagrado por el mes sagrado. Las cosas sagradas caen bajo la ley del talión. Si alguien transgrede contra vosotros, transgredid contra él en la medida que transgredió contra vosotros. Temed a Dios. Y sabed que Dios está con los que temen» (Corán 87/2,194).


«En ella, les hemos prescrito: ‘Vida por vida, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja por oreja, diente por diente y por las heridas el talión’. Quien renuncie a ello, será una expiación para él. Quienes no juzguen según lo que Dios ha hecho descender, esos son los opresores» (Corán 112/5,45).


Esta última aleya alude literalmente a la Ley mosaica, aunque añade de su cosecha lo de «nariz por nariz, oreja por oreja», que no aparecen en la Biblia.


La ética y el derecho islámicos piden a los musulmanes, más que servirse de la razón y la libertad que Dios les concediera, someterse y obedecer ser­vilmente las incontables prohibiciones y prescripciones atri­buidas a Ma­homa y, en su mayor parte, dictaminadas por una pléyade de juris­con­sultos medievales.



La doctrina de la abrogación de unos preceptos por otros


El tema de las contradicciones normativas y su tratamiento mediante una teoría de la abrogación adquiere una enorme importancia para afrontar el problema de las incoherencias y discordancias que presenta el Corán y tratar de darles un sentido. El hecho de que unos preceptos coránicos manden una cosa y otros lo contrario planteó históricamente la ne­ce­sidad de elaborar la doctrina de la abrogación (la expusimos más amplia­mente al tratar del Corán en La genealogía del islam, 2021a). Aunque, en cierto modo, esa necesidad pone en entredicho la creencia en que las normas islámicas son inmutables. Pues no lo son ni siquiera dentro del Corán. Este fenómeno, por lo demás comprensible en unos textos que tardaron muchos años en componerse, prueba que realmente hubo una evo­lución desde el protoislam y una sedimentación de sucesivos estratos redaccionales, como desvela el análisis.


Un ejemplo emblemático lo tenemos en el caso del vino: primero se considera «un buen sustento» (Corán 70/16,67), luego se afirma que «hay pecado y provecho» (Corán 87/2,219), y finalmente queda prohibido por ser «abominación y obra del demonio» (Corán 112/5,90).


Otro caso es la orientación de la alquibla del rezo: una aleya dice que «de Dios es el oriente y el occidente. Dondequiera que os volváis, allí está el rostro de Dios» (Corán 87/2,115), pero primero se rezaba mi­ran­do a Jerusalén, y luego otra aleya ordena mirar hacia el santuario prohibi­do, supuestamente la caaba de La Meca (Corán 87/2,144 y 149-150).


Lo innegable es que, en el corpus coránico, se advierten numerosas incoherencias y hasta contradicciones entre distintos versículos (cfr. Li­san 2018a), dando lugar a dudas acerca de lo que en realidad manda el Corán. Para resolver este conflicto y determinar el valor de un precepto, es para lo que los juristas musulmanes elaboraron una compleja doctrina de la abrogación (نسخ, nasj).


En el derecho musulmán, la noción de abrogación se define como «la anulación parcial o total de la aplicación de una prescripción de la saría, sobre la base de una indicación posterior que anuncia explícita o implícitamente esa anulación» (Aldeeb 2019, 13). Es un recurso impres­cindible para entender el Corán y para ejercer la función de jurista. Sin embargo, no ha dejado de plantear polémicas desde tiempos del profeta. No hay acuerdo entre los autores musulmanes clásicos acerca de cuáles y cuántos son los versículos abrogados, que podrían ser cerca de 300, dispersos por 71 capítulos. El fenómeno de la abrogación no es tan sim­ple como se podría creer. Se han llegado a identificar hasta ocho tipos diferentes de abrogación que operan de manera diferente: un versículo abroga a otro, pero ambos permanecen en el Corán; unos versículos nor­mativos revelados a Mahoma son luego reemplazados por otros con di­ferente contenido; un versículo revelado que se encuentra en el Corán es abrogado por un versículo que ha desaparecido del Corán; unos ver­sículos revelados a Mahoma los hace olvidar Dios; unos versículos fue­ron revelados por satanás, pero luego son abrogados por Dios; unos versículos del Corán son abrogados por la tradición de Mahoma; una palabra de Mahoma es abrogada por un versículo coránico; y hay abroga­ciones múltiples de versículos que se anulan uno a otro en cadena (cfr. Albeeb 2019, 13-15). Tenemos un estudio completo sobre este tema, en L’abro­gation dans le Coran (Aldeeb 2021b).


El criterio general establece que un versículo puede ser modificado o anulado por otro revelado con posterioridad, de modo que las pres­cripciones más recientes prevalecen sobre las más antiguas. En conse­cuencia, existen preceptos legales abrogantes y preceptos legales abrogados. En ciertos casos, esto entraña una gran trascendencia. Por ejemplo, se­gún sostienen los autores musulmanes clásicos, un solo versículo de los que se califican como «versículo de la espada», que manda combatir con­tra los no musulmanes (Corán 113/9,5), habría abrogado 124, o incluso 140, versículos de signo tolerante. Así, el resultado es que los mandatos más intolerantes son los únicos que permanecen en vigor, al haber dero­gado a todos los que se les oponen. Se estima que, en total, los versículos abrogados puede ascender a unos trescientos.


En apoyo de la doctrina de la abrogación, denominada a veces «cien­cia del abrogante y el abrogado» (nasij/masuj), los musulmanes se remi­ten a varias afirmaciones del Corán, alusivas a la omnipotencia divina:


«Cuando sustituimos una aleya por otra, y Dios es quien mejor sabe lo que hace descender, dicen: ‘No eres más que un fabulador’. Pero la mayoría de ellos no saben» (Corán 70/16,101).


«Por toda aleya que abrogamos o hacemos olvidar, aportamos una mejor que ella, o semejante a ella. ¿No sabes que Dios es todopoderoso?» (Corán 87/2,106).


«Dios borra o confirma lo que él quiere. La madre del libro está junto a él» (Corán 96/13,39).


Hay exegetas que buscan apoyo en otros versículos, pero no está tan claro su signi­fi­cado con respecto a la abrogación en sentido estricto:


«Te haremos leer y no olvidarás, salvo lo que Dios quiera. Él sabe lo que se manifiesta y lo que se oculta» (Corán 8/87,6-7).


«Si quisiéramos, haríamos desaparecer lo que te hemos revelado. Y no encontrarías ningún protector contra nosotros» (Corán 50/17,86).


«Hoy os he completado para vosotros vuestra religión, he cumplido mi gracia hacia vosotros y he aceptado el islam como religión para vo­sotros» (Corán 112/5,3).


Tampoco faltan quienes niegan esta doctrina de la abrogación, pero el hecho obvio es que la Ley islámica fijada históricamente supone, sin lugar a duda, una aplicación tácita o expresa de la abrogación. Y esta es una doctrina sustentada durante siglos por los autores clásicos musul­manes, como demuestra Sami Aldeeb en su investigación sobre el tema (cfr. Aldeeb 2021b).


Para la fe islámica, dado que Dios es omnipotente, podía hacer cam­bios en el Corán y los hizo. Ahora bien, como la revelación quedó com­pleta y clausurada con Mahoma, y codificada para siempre en la ley islá­mica, entonces ya no cabe introducir ninguna innovación. En lo revelado y escrito en el Corán, existe una direccionalidad irreversible, subyacente en el tiempo de la secuencia cronológica de las suras. Lo que pasa es que esta secuencia se encuentra oscurecida e invisibilizada por el caótico orden en que aparecen los capítulos en la vulgata coránica.


De ahí la importancia de reconstruir el orden temporal de los capí­tulos coránicos para saber cuáles son las últimas modificaciones revela­das, pues normalmente estas serían las abrogantes. Se suele dar por sen­tado que los preceptos abrogantes son los que fueron codificados más tardíamente en la legislación islámica. Todo el proceso de la tradición que llevó a fijar el derecho islámico implica reconocer que hubo múlti­ples abrogaciones en el corpus coránico; sin embargo, paradójicamente, se rechaza esta misma posibilidad de cambio o abrogación para los pre­ceptos del orden jurídico establecidos en un momento determinado. En efecto, la Ley islámica fijada por las escuelas clásicas de jurisprudencia se considera como un sistema no abrogable, inalterable e imprescriptible. Aquí tropezamos con el insondable contrasentido de que la Ley islámica pretende ser más in­mutable que el propio Corán.


En suma, las ostensibles contradicciones existentes entre unas aleyas y otras, entre unas normas y otras, se resuelven, internamente, mediante el mecanismo de la abrogación. Pero las aleyas supuestamente abrogadas no se han borrado del Corán, de manera que siguen estando ahí y de hecho son utilizadas, cuando conviene, a veces como señuelo para des­orientar o desarmar al enemigo. Es un caso concreto donde se cumple la regla del disimulo y el engaño.


En efecto, cabría considerar como un caso particular de abrogación la doc­trina islámica del disimulo, una táctica que recibe distintos nom­bres (taquiya, tawriya, kitman, murana, etc.). Se trata de una forma de camu­flaje de la iden­tidad musulmana. Aunque el islam prohíbe taxativamente a los musulmanes renunciar a su religión bajo pena de castigos eternos (Corán 70/16,106; 87/2,217; 89/3,86-87; 92/4,115), sin embargo, les permite ocultar la verdad, mentir e incluso renegar de la propia fe ante los no musulmanes, con la finalidad de protegerse en situaciones de riesgo, y también como medio para promover la defensa del islam y la pro­pagación de la fe. Esta práctica se apoya en la interpretación de unos versículos coránicos (Corán 89/3,28-29). Sami Aldeeb ha publicado un exhaustivo estudio sobre la exégesis de estos versículos, realizada por eruditos islámicos a lo largo de la historia (Aldeeb 2015b).


De manera análoga, el islam prohíbe a los musulmanes mantener relaciones de alianza o amistad con quienes no son musulmanes, expre­samente con judíos y cristianos, y así lo reitera el Corán (Corán 89/3,118; 91/60,13; 112/5,51; 113/9,23). Sin embargo, los autoriza a pasar por alto esa prohibición, si obede­cerla puede ponerlos en peligro, o si tienen necesidad de hacerse aceptar.


Así, pues, en determinadas circunstancias, el disimulo y el engaño se elevan a la categoría de comportamiento ético. Por mucho que la doctri­na islámica mande decir la verdad (Corán 87/2,42), lo cierto es que, ante la opinión pública occidental, los musulmanes y los islamófilos acostum­bran a decir, con todo aplomo, frases como estas: «El islam significa paz», «Nosotros respetamos la igualdad de las mujeres», «El verdadero islam es tolerante», «Estamos orgullosos de ser españoles, o franceses», «Rechazamos el terrorismo», «El Corán nunca incita a la violencia», etc. Astuta retórica de propaganda, que falsea la historia, que encubre los tex­tos y los hechos, a la que, lamentablemente, acostumbran a adherirse los principales medios de comunicación occidentales, empeñados en que no se conozca la realidad de lo que ocurre (cfr. Lisan 2018).


El musulmán está autorizado a disimular y mentir sobre su fe, ya sea para salvar la vida, ya como acción astuta por el bien de la umma, en ejercicio de la yihad, en el marco de una mentalidad que entiende que hacer daño a los «infieles» constituye una acción moral, un derecho y un deber. A fin de cuentas, el propio Alá es quien mejor obra con astucia (Corán 89/3,54) y quien convoca a la guerra para imponer su ley.


Recapitulemos: el islamismo como sistema propende a la supresión del pensamiento racional. No es capaz de concebir que en Dios haya un logos. En vez de alentar a la búsqueda de la verdad, declara verdad la facticidad de su dogma y prohíbe repensarlo. Como, además, el Corán hace lícito el dolo ante el infiel, no es de extrañar que de ahí se siga el uso ordinario de sofismas sin perder la buena conciencia. Y si el inter­locutor muslime es sor­prendido en flagrante falsedad, sin duda recurrirá a apuntalar la mentira manifiesta con otras todavía por descubrir.



Las escuelas de jurisprudencia en el islam


El derecho islámico se encuentra desarrollado históricamente por varias escuelas jurídicas que se consolidaron a partir del califato abasí, entre el siglo VIII y primera parte del IX. Existen cuatro escuelas de juris­pru­dencia suníes reconocidas: la hanafí, la malikí, la chafií, la hanbalí. Y dos escuelas de los musulmanes chiíes: la zaydí y la yafarí.


La mera existencia de varias escuelas (madahib) sugiere que, en cierta medida al menos, hay algunos aspectos discutibles y que se admite cierta disensión. Pero las divergencias son todas menores o ínfimas, incluso entre el sunismo mayoritario y el chiismo. Porque no cabe duda de que, para todos, el fundamento sigue siendo el mismo, el Corán y las tradi­ciones del profeta. Por muchas variantes y matices debatidos que haya, nunca afectan al núcleo del sistema islámico, que, como tal, se sitúa al margen de cualquier cuestionamiento y nunca puede ser objeto de un examen crítico racional.


Los códigos legales sistematizados por las escuelas de jurisprudencia se consideran como plasmación de la saría, la Ley. Abarcan no solo lo que en un país moderno se entiende por ley, aludiendo a la legislación del Es­tado, sino también, indistintamente, las obligaciones rituales, las nor­mas para el matrimonio, la economía y la política, las reglas de com­por­tamiento interpersonal, los buenos modales y la vida íntima, etc. La Ley somete a regulación estricta la existencia entera de los musul­manes en todos los aspectos, generando una casuística infinita, en la que el ra­zo­namiento personal solo se puede ejercer en el marco de lo que está mandado. Todo comportamiento debe someterse a lo decretado por la inescrutable y meticulosa voluntad de Alá. Y la función legitimadora del orden político-religioso estriba en hacer cumplir esos decretos divinos, reco­gidos en la Ley.


Los jurisconsultos se proponen atenerse, ante todo, a lo que está ex­plícito en el Corán y a la tradición de Mahoma. A partir de ahí, según cuál sea la escuela, utilizan con mayor o menor flexibilidad unos prin­cipios o criterios de discernimiento e interpretación legal elaborados his­tóricamente. Un procedimiento es el consenso (iŷma) de los doctores de la ley ortodoxos, ya sea a escala local o general, que, según algunos, exige la conformidad unánime de todos los ulemas. Este principio de inter­pretación es muy discutido: no todas las escuelas lo entienden de la mis­ma forma, y algunas rechazan sin más su validez. Entre los suníes, se suele considerar que este criterio ya no es admisible, porque todo estaría ya fijado desde mediados del siglo IX. Los chiíes, en cambio, pueden admitir nuevos desarrollos por parte de los imanes. Otro procedimiento es la analogía (qiyas) con relación a lo que está prescrito en el Corán y la tradición del profeta, de modo que se puede deducir por comparación una norma nueva adaptada a las circunstancias. Este criterio ha sido muy controvertido, y es rechazado por las escuelas más rigoristas.


El criterio de utilizar la razón humana y su lógica en la interpretación de los textos del Corán y la tradición fue defendido, durante un tiempo, en el siglo IX, por la escuela hanafí y, sobre todo, por la escuela teológica mutazilí; e incluso más tarde, de manera aislada, por algunos pensadores como Al-Farabi, o Ibn Rushd. Pero el destino de los mutazilíes, de­fen­sores de la razón, fue el ser perseguidos, hasta el punto de que su escuela desapareció. Desde el integrista Al-Ghazali (Algazel), las escuelas reco­nocidas rechazan uná­nimemente toda autonomía de la razón, en aras del valor abso­luto atribuido a la «reve­lación» y la estricta tradición.


La manera particular de aplicar los criterios jurídicos osciló a lo largo del tiempo, conforme a la metodología de cada escuela. Pero, en realidad, hubo contaminaciones históricas entre las escuelas, y una deriva común hacia el tradicionalismo y el legalismo, como una cosi­fi­cación de la saría. En la actualidad, con excepción de los Estados isla­mistas (Irán, Arabia Saudí, Sudán, etc.), los Estados musulmanes ha­cen coexistir la «Ley islámica» con una legislación o constitución de tipo occidental. No obs­tante, la obligatoriedad religiosa del derecho islámico permanece, tal co­mo fue estatuido por las escuelas jurídicas clásicas. Recordemos ahora su perfil sucintamente. En el sunismo son estas cuatro:


1. La escuela malikí recibió su nombre del ulema Malik Ibn Anas (711-795), quien sistematizó el primer código jurídico islámico en un manual de derecho. Buscó sus fundamentos, aparte del Corán, en las tradiciones atribuidas a Mahoma y en la praxis jurídica local de Medina. Es una escuela muy marcada por el conservadurismo. Su influjo es hoy predominante en el norte de África, Mauritania, Nigeria, el alto Egipto, Sudán y la costa oriental de Arabia.


2. La escuela hanafí la fundó Abu Hanifa (699-767), nacido en Kufa, actual Irak. Desarrolló una doctrina más abierta y flexible en la interpre­tación de la Ley, cuya meta sería buscar la mejor solución para el bien de la comunidad. Admitió la analogía y, si esta no era concluyente, dejó margen a la dialéctica jurídica y a la discreción y libre decisión del juez. Fue la escuela jurídica que la dinastía abasí adoptó oficialmente. Y volvió a ser oficial también en el Imperio otomano. Hoy día, esta escuela sigue teniendo fuerza en Turquía, Balcanes, Egipto, Siria, Irak, así como en parte de India, Pakistán y Asia central.


3. La escuela shafií debe su nombre a Muhammad Ibn Idris Al‑Shafií (767-820), natural de Gaza y eminente jurisconsulto en El Cairo. Se pro­puso unificar el derecho islámico, haciendo síntesis de las diferentes es­cuelas. Elaboró la teoría de los cuatro principios de la jurisprudencia: el Corán, la tradición del profeta, la inferencia por analogía y el consenso de los doctores. Concedió a la tradición el mismo valor que al Corán en cuanto fuente de la Ley. Teorizó sobre la doctrina de la abrogación, o re­vocación de una norma jurídica por otra posterior, en caso de haber contradicciones en las fuentes. Al-Shafií restringió el alcance de la ana­logía y rechazó cualquier ponderación del juicio personal, pues no ad­mitía ninguna divergencia de opinión. Construyó un sistema tan cerrado que bloqueó todo desarrollo ulterior de la doctrina y el derecho. Para él no vale apelar al espíritu del Corán, cuya interpretación debe atenerse estrictamente a las disposiciones de la tradición. Esta doctrina de la autoridad vinculante de la tradición se fue imponiendo también en las demás escuelas, hasta llevarlas a todas al anquilosamiento. En la actualidad, los seguidores de Al‑Shafií se encuentran en el bajo Egipto, Siria, la costa occidental de Arabia, África oriental y Sureste asiático.


4. La escuela hanbalí se remonta a Ahmad Ibn Hanbal (780-855), que nació y murió en Bagdad. Discípulo de Al-Shafií, empujó el tradi­cio­na­lismo de su maestro hasta una posición extrema, insistiendo en la obli­gación de atenerse al sentido literal del Corán y de los hadices (de los que él mismo recopiló más de ochenta mil). Solo acepta la interpretación estrictamente literal del Corán y de la zuna, únicas fuentes del derecho, cuyos preceptos han de observarse meticulosamente. En contrapartida, puede haber cierta libertad para las cuestiones que no están resueltas ex­presamente en los textos canónicos. Esta escuela es la predominante hoy en Arabia Saudí y Emiratos Árabes. En esta escuela hanbalí surgió, si­guiendo las doctrinas integristas de Ibn Taimiya (1263-1328), el movi­miento de renovación arcaizante o salafista denominado wahabí, iniciado en Arabia por Abd Al-Wahhab (1703-1792). Desde su funda­mentalismo literalista pretende que sean abolidas todas las demás escuelas, que juzga apartadas de la ortodoxia islámica.


El resultado del establecimiento de las cuatro escuelas clásicas fue que, desde el siglo IX, solo es lícito interpretar el Corán y la tradición dentro del marco constrictivo impuesto por ellas. Se ha vuelto imposible cualquier deliberación jurídica independiente. En general, se mantiene una prohibición absoluta de la «innovación» (bidah), de todo lo que se oponga a la tradición (sunna). Admitir cualquier innovación en el islam está anatematizado como herejía y perdición (Al-Bujari, Sahih Bukhari, volumen 3, libro 49, nº 861; Sahih Muslim, libro 18, nº 4266). Al menos en el ámbito del sunismo (en la actualidad el 83% de los musulmanes), la tesis mayoritaria sostiene que en el siglo cuarto de la hégira se instauró el «cierre de la puerta de la interpretación» independiente (iŷtihad). Por tanto, ya solo cabe atenerse a la observancia formal e indiscutible de las leyes y los ritos decretados de una vez y para siempre. Así, el islam con­sagra la clausura definitiva tanto de la revelación, con la profecía de Ma­homa, como de la interpretación teológica y jurídica, concluida con las escuelas de jurisprudencia clásicas.


Por otro lado, en el ámbito jurídico chií, destacan la escuela zaydí, fundada por Zayd Ibn Ali Al-Husayn (695-740) y la escuela yafarí, ini­ciada por Yafar Al-Sadiq (702-765), también denominada ismailí o duo­decimana, que es la mayoritaria. Concedieron un mayor papel al proce­dimiento de exégesis racional (aql), siempre que esta sea compatible con el Corán y la tradición de Mahoma. Sin embargo, ahí tampoco cabe mu­cha racionalidad, pues lo que llaman «ciencia del Corán», «ciencia del hadiz» o «ciencia islámica» no es sino un discurso de estilo enrevesado y estéril, basado en la presunción de que la verdad está ya precontenida ple­na­mente en el texto estudiado, por lo que resulta más bien un método refractario al verdadero análisis racional.


En el fondo, las diferencias entre las escuelas de jurisprudencia su­níes y chiíes apenas son significativas, puesto que no afectan a ningún punto fundamental de la fe. Todas ellas, tanto las suníes como las chiíes, concuerdan en que el Corán y la zuna de Mahoma conforman el núcleo duro, inalterable por ser de derecho divino. Según algunos eruditos, este núcleo sería lo estrictamente islámico, mientras que la jurisprudencia de las escuelas sería solo ley musulmana, no revelada. Sin embargo, esta ma­tización no parece afectar lo más mínimo al carácter obligatorio de los cánones tradi­cionales de la Ley y de las fetuas decretadas por los ayatolás, ulemas o muftíes.


Una vez que tenemos una noción de las escuelas de jurisprudencia, es necesario caer en la cuenta de que los métodos o recursos jurídicos tales como el consenso, la analogía, la exégesis racional... no constituyen, en realidad, procedimientos para la elaboración e instauración de la Ley, dado que se sostiene que tal potestad soberana es competencia exclusiva de Dios. Se trata solamente de modos subsidiarios de aclarar y aplicar en la práctica las normas que ya se dan por reveladas en el Corán y la zuna, y que ya están reco­piladas en los códigos jurídicos.


 

Los preceptos de la Ley islámica son inalterables


Hemos constatado ya cómo del Corán y la tradición mahomética, com­plementados por las codificaciones jurídicas, se ha extraído una prolife­ración de preceptos, tendentes a controlar de forma exhaustiva todos los comportamientos de la vida social, política y económica, religiosa y mi­litar, familiar y personal.


No tiene sentido, ni parece posible, resumir aquí la normativa básica de los códigos de derecho que plasman la Ley, pero sí cabe hacer refe­ren­cia a algunos preceptos más significativos, a fin de clarificar la na­tu­raleza de la Ley islámica y su relación con la conducta ética. Pode­mos comprender cómo ese sistema legal se sustenta en un totalitarismo teo­lógico, con sesgo teocrático. Este es el motivo por el cual los Estados musulmanes no pueden suscribir la declaración universal de los derechos humanos. Lejos de las campañas desplegadas en nuestros días, des­tina­das a camu­flar la verdadera signi­ficación de la saría y a engañar a los desprevenidos, pon­gamos en evidencia un breve epítome de las pres­cripciones básicas que estructuran ese sistema legal:


1. Obliga a creer en Alá y en el profetismo de Mahoma, como su­puesta revelación divina, literal e inmutable, fundamento incuestionable de todo saber y obrar para los humanos. Establece la obligatoriedad so­cial y pública de los ritos islámicos: la profesión de fe, el rezo cinco veces al día, el tributo obligado, el ayuno de ramadán y la peregrinación a La Meca. Prohíbe tajantemente abandonar el islam, un acto que incurre en apostasía (Corán 70/16,106; 89/3,90-91; 87/2,217; 89/3,167; 92/4,137; 112/5,54; 113/9,74). Prohíbe criticar al islam y a Mahoma, un acto que se considera blasfemia
(Corán 112/5,33).


2. Se instaura como Ley a la vez religiosa y política, sobre el fun­da­mento inamovible del Corán, que regula todos los comportamientos de la vida en sociedad y funciona como constitución suprema e inmutable del Estado. Úni­camente se acepta el poder basado en la religión (Corán 55/6,116; 62/42,15; 62/42,21; 65/45,18; 87/2,120; 90/33,36; 92/4,105; 102/24,51; 112/5,45; 112/5,48-49).


3. Estatuye por principio la inferioridad y desigualdad jurídica de la mujer respecto al hombre: «Ellas tienen derechos similares a ellos, según los usos. Sin embargo, los hombres están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228).


4. Impone un régimen de matrimonio y parentesco de tipo oriental, tribal, en el marco de un sistema jurídico discriminatorio según el sexo. Au­to­riza la poligamia para los hombres ricos (Corán 92/4,3; 92/4,129), y el repudio de la esposa (Corán 87/2,227-233). La mujer debe obedecer al marido (Corán 92/4,34). Para casarse con un musulmán, la mujer no musulmana está obligada a convertirse (Corán 87/2,221).


5. Considera delito grave el adulterio (Corán 74/23,5-7; 90/33,30; 92/4,25), y establece que la acusación contra los adúlteros debe aportar cuatro testigos masculinos (Corán 102/ 24,4-5).


6. Considera delito grave la fornicación o las relaciones sexuales en­tre los no casados, y también prohíbe la promiscuidad y las citas ilegales (Corán 42/25,68; 50/17,32; 102/24,2).


7. Considera delito grave la homosexualidad, tanto masculina como femenina (Corán 39/7,81; 47/26,165; 48/27,55; 85/29,29; 92/4,15-16; 102/24,19).


8. Prohíbe tajantemente la prostitución de las mujeres musulmanas (Corán 102/ 24,33).


9. Manda que los niños sean sometidos a la circun­ci­sión, aunque esta no figura expresamente en el Corán (91/60,4 y 6), tanto masculina como femenina, lo que conlleva una forma de mu­tilación genital.


10. Autoriza que las niñas, antes de llegar a la pubertad, puedan ser obligadas a contraer matrimonio, que es concertado por sus padres.


11. Impone un orden económico y financiero considerado halal, cuyo arquetipo es el reparto desigual del botín (Corán 88/8,1; 88/8,41; 90/33,50; 101/59,6-7; 111/48,19-20). Prohíbe el préstamo con interés (Corán 84/ 30,39; 87/2,275-276; 87/2,278-280; 89/3,130; 92/4,161), aunque esta prohibición se sortea mediante subterfugios. En la herencia, a la mujer le corresponde la mitad que al hombre (Corán 92/4,11-12).


12. Legaliza la esclavitud y el mercado de esclavos, abastecido es­pecialmente mediante la yihad. Los amos tienen libertad para tener rela­ciones sexuales con sus esclavas (Corán 70/16,71; 74/23,6; 79/70,30; 84/ 30,28; 90/33,50 y 55; 92/4,24-25; 92/4,36; 102/24,31). Los esclavos pueden ser manu­mitidos en determinadas condiciones (Corán 87/2,177; 92/4,92; 102/24,33; 105/58,3; 112/5,89).


13. Basa la justicia en el principio del talión (Corán 62/42,40-41; 70/16,126). En cuanto al testimonio ante un juez, el de la mujer vale la mitad que el del hombre (Corán 87/2,282).


14. Prescribe normas estrictas de vestimenta para las mujeres (Corán 90/33,32-33; 90/33,55; 90/33,59; 102/24,31; 102/24,60). Y también para el atuendo de los hombres (Corán 102/24,30; 102/24,58-59).


15. Establece reglas de impureza y pureza que rigen las relaciones con el propio cuerpo y con los demás, para lo cual exige abluciones y rituales de purificación (Corán 92/4,43; 112/5,6; 87/2,222; 88/8,11).


16. Fija prohibiciones alimentarias, entre ellas comer carne de cerdo (Corán 55/6,145; 70/16,115; 87/2,173; 112/5,3). Prohíbe igualmente la carne de otros animales impuros o no sacrificados según el rito halal, y también la sangre (Corán 43/35,12; 55/6,118-119 y 121; 55/6,138-146; 60/40,79; 70/16,114-115; 87/2,172-173; 103/22,36; 112/5,1-5).


17. Prohíbe el consumo de toda clase de bebidas alcohólicas (Corán 70/16,67; 87/2,219; 92/4,43; 112/5,90-91).


18. Prohíbe el asesinato, pero, en ciertos casos, establece las razones legales para poder matar, sí como el precio de la sangre, aplicando el talión (Corán 50/17,33; 87/2,178-179; 87/2,194; 92/4,92; 112/5,45).


19. El derecho solo ampara plenamente a los súbditos musulmanes, por lo que los judíos y los cristianos en las sociedades musulmanas son discriminados negativamente, sometidos al estatuto de dominación de la dimma, es­pecie de protectorado bajo la Ley islámica que conlleva onero­sos impuestos (Corán 113/9,29).


20. Los miembros de religiones no monoteístas y los no creyentes carecen de todo derecho y están amenazados de muerte o esclavitud, salvo que se conviertan. No cabe libertad de conciencia, ni de religión (Corán 89/3,85), y los musulmanes tienen la obligación de someterlos a todos al islam (Corán 109/61,9; 113/9,33). La actuación contra ellos constituye uno de los fines de la yihad.


En su núcleo, la jurisprudencia del sistema islámico consagra una jerarquía de poder teocrático, es decir, sancionado y santificado teoló­gicamente. Este teocratismo contribuye a reforzar las brechas estructu
­rales que dividen a la humanidad, al instaurar un sistema de supremacía del musulmán sobre el no musulmán, supremacía del árabe sobre el no árabe, supremacía del amo sobre el esclavo, supremacía del varón sobre la mujer. Todo esto con el agra­vante de creer que es Dios, el del Corán, quien dispone ese aparato legal y santifica sus desigualdades y tropelías.


Una sociedad regida por el derecho islámico se parece mucho a una amalgama de cuartel, convento y gran zoco, cuya máxima utopía parece fantasear con el literario Bagdad de Harún Al-Rashid. Por su irremisible arcaísmo, un estudioso crítico del sistema islámico ha llegado a escribir taxativamente: «Los principios encerrados en el Corán son enemigos del progreso moral» (Ibn Warraq 1995: fin del capítulo 4).


Es importante no olvidar que las incontables disposiciones de la Ley sagrada islámica son esencialmente preceptos inmodificables, según su propia concepción, una vez que fueron fijadas autoritativamente por las escuelas de juris­prudencia desde hace siglos, y porque, en último térmi­no, están fun­dadas en el libro revelado del Corán. Cualquier intento de interpretarlo de otro modo incurriría en delito de apostasía.


No olvidemos que el proyecto constitutivo y permanente del islam no es otro que la instauración mundial de esa Ley islámica sacralizada, y a ello se ordenan las estrategias de la yihad. Esta finalidad de imponer la Ley de Dios es, desde el punto de vista del sistema islámico, lo que legi­tima la conquista mesiánica y la dominación imperial, al tiempo que sirve para cohonestar el recurso a la fuerza.


Como ya hemos señalado, la atribución a la Ley islámica de un carác­ter sagrado y divino se ha convertido en obstáculo insalvable para que los países de mayoría musulmana reconozcan la declaración universal de los derechos humanos, pues esta declaración resulta incompatible con dos dogmas: que solo el musulmán puede ser pleno sujeto de derechos, y que la fuente del derecho es únicamente Dios, que ha revelado su vo­luntad en el Corán. Por eso, un parlamento islámico no puede concebirse a sí mismo como sede de la soberanía nacional, sino como un órgano supeditado a la soberanía divina, de modo que solo es competente para legislar en el marco preestablecido por la saría.


Este sistema de ideas es el que todo buen musulmán lleva inscrito en sus esquemas de pensamiento, y, consciente o inconscientemente, opera en sus juicios prácticos. Más aún, es algo de lo que se siente orgulloso:


«Nuestro Corán es una enciclopedia completa que no ha dejado de lado ningún aspecto de la vida, el pensamiento, la política, la sociedad, los secretos cósmicos, los misterios del alma, las transacciones econó­micas, el derecho de familia, sin que dé una opinión. Y lo más pro­digioso y milagroso de la legislación coránica es que vale para todas las épocas» (presidente Sadat de Egipto, citado en Aldeeb 2019: 5).


En la realidad de los hechos, ese sistema ético rígidamente legalista incentiva una especie de pasión por desprenderse de la propia razón, por eliminar todo margen de libertad. Y, al consagrar un cuerpo normativo definitivo e inmutable, desvela una especie de obsesión metafísica por suprimir el tiempo, descartando toda posibilidad de cambio y congelan­do los preceptos en el inalterable modelo jurídico de la Ley islámica, pre­suntamente válida para todas las épocas. Pues, como ya hemos visto, la doctrina tradicional sentencia unánimemente que toda innovación cons­tituye una forma de apostasía que solo conduce a la perdición.


La estricta e inobjetable observancia de la Ley, sacralizada, no solo restringe la libre decisión individual en orden a la acción, sino que pros­cribe y persigue todo pensamiento crítico, toda libertad de con­ciencia y de religión, y toda posibilidad de democracia política. Así, la sumisión a la Ley teocráticamente fundada, consuma la renuncia a la propia libertad personal y a la autonomía de las instituciones estatales.


Por consiguiente, reafirmamos la conclusión de que la ética inhe­ren­te a la Ley islámica no deja espacio para la libertad personal, salvo para que esta se niegue a sí misma; no hay lugar para el discernimiento, salvo para averiguar qué está mandado; no cabe opción en conciencia. La ética propiamente dicha ha quedado abolida.



La Ley de Dios impone un régimen de castigos terribles


Aunque «Dios perdona a quien él quiere y castiga a quien él quiere» (Corán 87/2,284), predomina la idea del castigo, no la del perdón. Según el Corán, aunque Dios premia con el paraíso (aparece 139 veces) y con el botín (10 veces), sobre todo Dios castiga (415 veces). Y caracteriza ese castigo como un «castigo doloroso» (62 veces), un «castigo terrible» (12 veces), como «infierno» (121 veces), como «fuego» (182 veces).


Pero, a partir de la hégira, el castigo no se pospone al último día, ni se confía solo a Dios, sino que Mahoma establece un régimen penal se­veramente punitivo, que pretende estar fundado en la justicia divina re­velada. Así, todo incumplimiento o transgresión de la Ley, siempre reli­giosa a la vez que política, no solo se considera pecado, sino delito. Las transgresiones están sancionadas por un derecho penal que administra un férreo régimen de castigos crueles: flagelación, amputación, lapida­ción, decapitación, crucifixión, esclavización, etc.


Es coherente afirmar que la violencia está cristalizada ya en la le­gislación misma, como un aspecto de la yihad dirigida hacia el interior de la propia sociedad musulmana, con el agravante de que no se limita a formar parte de unos códigos medievales, puesto que los musulmanes reivindican su vigencia actual, en conflicto frontal con la modernidad. Baste una ojeada al moderno Código penal árabe unificado de la Liga Árabe, traducido y publicado por
Sami Aldeeb (2016).


Fijemos la atención sobre la índole de los delitos y de los castigos tipificados en ese «código penal», que recoge el espíritu y la letra del de­recho islámico. Bastará enumerar unos cuantos ejemplos ilustrativos pa­ra hacernos cargo del asunto:


– La transgresión de las prohibiciones alimentarias puede conllevar multa, cárcel y hasta flagelación.


– El consumo de bebidas alcohólicas o embriagantes puede acarrear multa, castigo de cuarenta latigazos, o cárcel.


– El incumplimiento de las normas de vestimenta, como el velo fe­menino, se penaliza con multa o cárcel.


– La desobediencia de la mujer puede ser castigada por el marido, quien tiene derecho a pegarle (Corán 92/4,34).


– La fornicación, la promiscuidad y las citas amorosas tienen pena de cárcel, o de flagelación.


«A la fornicadora y al fornicador flageladlos a cada uno con cien azo­tes. No tengáis compasión hacia ellos en la religión de Dios, si creéis en Dios y en el último día. Que un grupo de creyentes sea testigo de su castigo» (Corán 102/24,2).


– El adulterio conlleva pena de flagelación pública de cien latigazos, o lapidación a muerte.


– La homosexualidad se penaliza igual que el adulterio, según el ca­so: cien latigazos, o lapidación. Para las mujeres que cometen este de­lito, el Corán dictamina: «recluidlas en las casas hasta que la muerte las llame, o hasta que Dios les dé una salida» (Corán 92/4,15).


– El asesinato de un musulmán se castiga, según la ley del talión, con pena de muerte, o mediante una venganza de sangre equivalente (Corán 50/17,33; 87/2,178-179; 87/2,194; 92/4,92; 112/5,45), salvo que se acuerde una indemnización. El asesinato de un no musulmán se paga a lo sumo con una multa.


– El robo está penado con la amputación de la mano derecha; y la reincidencia, con la amputación del pie derecho, y la cárcel. El bandidaje conlleva la amputación de la mano derecha y el pie izquierdo, y puede suponer cadena perpetua.


«Al ladrón y la ladrona, a los dos cortadles las manos como re­tri­bución por lo que han cometido, como escarmiento por parte de Dios» (Corán 112/5,38).


– La apostasía o abandono de la religión islámica, la herejía y el ateís­mo se castigan con pena de muerte, y los bienes adquiridos por el após­tata van a las arcas del Estado. La blasfemia y la crítica al islam o a Maho­ma se castigan con flagelación o cárcel.


«Matadlos allí donde os enfrentéis con ellos (…) La subversión es más grave que matar. (…) Si combaten contra vosotros, entonces ma­tadlos. Esa es la retribución de los descreídos» (Corán 87/2,191-192).


– Los judíos y los cristianos residentes en la sociedad islámica están obligados a vivir bajo el régimen de dimmitud, es decir, una situación legal de sometimiento que conlleva una grave discrimi­na­ción jurídica,  política y económica permanente:


«Combatid contra aquellos a los que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el último día, no prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no profesan la religión de la verdad, hasta que paguen el tributo con su mano y en estado de humillación» (Corán 113/9,29).


– Los miembros de religiones no monoteístas y los ateos, si, una vez emplazados, rechazan convertirse al islam, se manda que sean atacados y derrotados. Luego, los hombres adultos serán ejecutados y sus mujeres e hijos vendidos como esclavos, y sus bienes incautados. Dios quiere «exterminar a los no creyentes» (Corán 88/8,7).


«¡Malditos!
Donde se los encuentre serán capturados y matados sin piedad» (Corán 90/33,61).


«La retribución de quienes guerrean contra Dios y su enviado, y se dedican a corromper en la tierra, es que sean matados, o crucificados, o que se les corten las manos y los pies opuestos, o que sean desterrados del país» (Corán 112/5,33).


En fin, de conformidad con el Corán, todo buen musulmán tiene el deber no solo de cumplir, sino de hacer cumplir lo que está mandado y de impedir lo que está prohibido (Corán 113/9,71): se le exige que actúe como guardián del régimen islámico. De ahí que, en general,
la instau­ración y el manteni­miento del orden jurídico islámico comporte la insti­tucionalización de un sistema inquisitorial permanente, coordinado con la labor represiva de una policía religiosa encargada de promover la virtud y reprimir el vicio, con el objetivo de hacer cumplir socialmente la Ley islámica y, en ciertos casos, aplicar directamente sus medidas represivas.



La Ley islámica no admite verdadera reforma


De cara al público occidental, los apologistas y proselitistas del isla­mis­mo lo presentan como una religión simple en la teología, fundada en la unicidad de Dios, y sencilla en la práctica, vinculada la observancia de los cinco pilares del islam. Nada más lejos de la realidad: sobre la vida de cada musulmán gravita la Ley, la norma y la costumbre, que constituyen como una pirámide aplastante de obligaciones, prescripciones, proscrip­ciones y san­ciones.


El peso de la Ley islámica resulta tan abrumador y la rigidez de las escuelas tradicionales tan evidente, que algunos musulmanes en Europa, en particular conversos o sedicentes reformistas, hablan de crear una escuela de jurisprudencia islámica europea, un fiqh europeo que pueda responder mejor a las necesidades de un contexto en el que el derecho islámico tradicional se ha vuelto tan problemático. Pero estas propuestas de actualización no son creíbles. No parecen más que una fantasía cris­tianesca, que no arreglaría nada, porque, en todo lo fundamental, resul­taría necesariamente un fiqh similar a los existentes, por la simple razón de que estarían obligados a incorporar lo establecido en el Corán y en la tradición de Mahoma. De lo contrario, si fueran consecuentes con la reforma, estarían postulando no solo la liquidación de la Ley islámica realmente existente, sino también una desautorización en toda regla del propio Corán. Incurrirían en apostasía y serían acusados por ello.


Esos bienintencionados reformistas suelen mimetizar el lenguaje moderno y posmoderno, pero, al final, siempre, indefectiblemente, aca­ban revalidando los dogmas y las normas del sistema islámico de siem­pre. Y es que, si acordaran eliminar alguna norma coránica, por resultar bárbara, estarían poniendo en cuestión también las normas restantes, porque todas se apoyan en el mismo fundamento. Si este se cuestiona en unas aleyas, ¿qué motivo aducir para dejar de cuestionarlo en todas las demás? Se hundiría todo el sistema islámico.


Un ejemplo paradigmático de hasta dónde llega el reformismo lo pu­dimos ver en enero de 2020, con ocasión de la Conferencia In­ter­nacional para la Renovación del Pensamiento Islámico, celebrada en la Univer­sidad de Al-Azhar, en El Cairo, con representantes de 46 países. En el discurso de clausura, el gran imán Ahmed Al-Tayeb, en nombre de todos los clérigos allí presentes, declaraba cuáles son los límites para la reforma: «La renovación no es posible de ninguna manera con respecto a aquellos textos que son irrefutables en su certeza y permanencia; en cuanto a aquellos textos que no son del todo fiables, están sujetos a interpre­tación». Esto quiere decir que los textos sagrados fundamentales, como el Corán, pero también los hadices, como los volúmenes del Sahih Bujari, no son susceptibles de ningún cambio. Y solo algunos textos secunda­rios estarían abiertos a la reinterpretación (cfr. Ibrahim 2020).


Hay, por consiguiente, algo fuera de duda: que todas las disposicio­nes legales recogidas en el Corán y los hadices auténticos se consideran «irre­fu­tables», «permanentes» y no susceptibles de cambio o inter­pretación. Ya conocemos cuáles son.


Históricamente, el islam se cerró cada vez más desde la derrota de los mutazilíes (a mediados del siglo IX), desde tiempos del filósofo Al-Ghazali (m. 1111), quien anatematizó todo examen racional de la re­ve­lación; desde la época del teólogo integrista suní Ibn Taimiya (m. 1328), quien argumentó que todo lo esencial del islam ya está decretado, y no hace falta más analogía, ni más consenso, ni más interpretación, por lo que toda innovación debe ser condenada. Lo único necesario para el musulmán es su aplicación implacable.


En conclusión, por su naturaleza, por sus fuentes y su fin auto­pro­clamado, la sacrosanta Ley islámica no admite una verdadera reforma, porque esta implicaría su destrucción y, con ella, el total hundimiento del sistema islámico. Cabe pensar que, cuando uno se encuentra en un calle­jón sin salida, quizá lo único lógico sería desandar el camino.



El contraste con la ética del cristianismo


Para entender mejor el significado de la ética islámica, resultará esclare­cedor contrastarla con la ética de los Evangelios cristianos, donde obser­vamos una orientación diametralmente opuesta. En el cristianismo, ob­servamos una ética que enuncia principios y valores, más que normas concretas: justicia, amor al prójimo, renuncia al estatus (igualdad), amor a los enemigos… El fundamento ético se concibe, más que como obe­diencia mecánica a unas disposiciones particulares, como una actuación motivada o inspirada por el Espíritu santo, cuyos dones pueden ser di­ferentes en cada persona.


No hay que pensar que el cristianismo desprecie la ley. Reconoce su importancia, pero la problematiza, no la absolutiza, ni diviniza jamás su literalidad. Da prioridad al Espíritu que inhabita en cada creyente, lo que remite a la conciencia individual. Por ende, relativiza toda ley concreta, deja abierto el camino a la revisión y la modificación de las leyes, pues afirma la preeminencia de unos principios que inspirarán las decisiones necesarias en el futuro. En otras palabras, la idea principal es que Dios, o lo que es lo mismo, su Espíritu, puede hacer oír su voz a través de todos los humanos y en todas las épocas, no solo en un momento his­tórico y en una revelación cosificada y definitiva, cuya consecuencia lógica es postular la clausura y hasta la inutilidad del tiempo histórico.


La historia sigue abierta, como plantea el Evangelio. Están de sobra numerosas prácticas concretas, como la circuncisión, las prohibiciones alimentarias y las reglas de pureza, que eran señas de identidad del ju­daísmo antiguo y que la Ley islámica adoptó como normas esenciales. Porque, en el núcleo del decálogo, los mandamientos son básicamente prescripciones nega­tivas: no matar, no robar, etc. El amor a Dios y al prójimo sobrepasan cualquier norma legal particular. Así, el campo de actuación queda abierto a la acción ética como ejercicio de la libertad personal y a la evolución social. Hay una ética fundamental de actitudes y una crítica frente al legalismo y la superstición.


Un ejemplo muy elocuente lo hallamos en el contraste entre el Corán y los Evangelios con respecto al talión. El evangelista Mateo escenifica cómo Jesús, en su discurso sobre la Ley de Moisés, rechaza abiertamente el principio del talión:


«Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pues yo os digo: no repliquéis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra: al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mateo 5,38-42).


Los apóstoles Pablo y Pedro son taxativos en esta recomendación: «No devolváis a nadie mal por mal» (Romanos 12,17; 1 Tesalonicenses 5,15; 1 Pedro 3,9).


En el marco de la ética islámica, resulta inconcebible una actitud de reconocimiento y aceptación hacia los no musulmanes. Al contrario, el Corán alienta al odio y llama al combate contra ellos, en las antípodas del «amor a los enemigos» del sermón de la montaña (Mateo 5,43-44).


El mensaje de Jesús, recogido en el Nuevo testamento, constituye una llamada que se dirige al individuo, que ha de responder libremente. Su­pone el re­conocimiento de la libertad de conciencia y de religión. La pertenencia a la comunidad de fe no se funda en la pertenencia a una familia, a una tribu, o a una nación. Lo común es un mismo Espíritu, no la demarcación ce­rrada de un pueblo, una cultura, una ley, un imperio. Aparte de esto, al trazar una distinción de alcance estructural entre el ámbito de la religión y el ámbito de la política, se posibilita la respectiva autonomía de una y otra.


En fin, cabe concluir que, en el contexto geográfico e histórico don­de irrumpió el islamismo, la imposición cada vez más estricta del orden jurídico islámico pro­vocó una brutal regresión con respecto a la lega­lidad romana orien­tal, vigente con anterioridad en Siria y Palestina, cuyo más preclaro exponente ha quedado consignado para la historia en el Código de Jus­tiniano, una obra jurídica monumental.




Capítulo 12. La política islámica como régimen de teocracia