El sistema islámico

12. La política islámica como régimen de teocracia

PEDRO GÓMEZ




- Una religión política que instaura una teocracia
- La teocracia islámica es incompatible con la democracia
- El cuestionamiento de la teocracia como forma de idolatría
- El verdadero significado de ‘ninguna coacción en religión’


Una religión política que instaura una teocracia


El sistema islámico no distingue entre religión y política. El concepto de política se autodefine como una polí­tica que es la puesta en práctica de la religión fundada en el Corán. La clave reside en el sometimiento obe­diencial a Mahoma, porque: «El que obedece al enviado, ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80).


De modo que la obediencia a Dios se traduce en términos de obe­diencia al profeta; y esta se transfiere a la obediencia a quienes ad­mi­nistran política y religiosamente la herencia mahomética:


«Obedeced a Dios, obedeced al enviado y a aquéllos de vosotros que tienen autoridad. Y, si discutís por algo, referidlo a Dios y al enviado, si es que creéis en Dios y en el último día» (Corán 92/4,59).


Se establece una continuidad entre Dios y el profeta y quien ostenta la autoridad. El poder procedente de Dios, mediante el profeta, asumido luego por la autoridad del califa, está regulado por la Ley impuesta por el gobernante, que rige la sociedad musulmana. Lo concreto es el so­metimiento al gobernante y a la Ley. Si hay discusión, habrá que escrutar la tradición del profeta, de modo que la adhesión a este se en­tiende finalmente como sumisión a Dios.


El islam es, ante todo, un sistema jurídico, del que forma parte la religión y la política, como conjunto de obligaciones impuestas a los in­dividuos, sometidos a la colectividad por el poder que dice actuar en nombre de Dios y por mandato divino. El mecanismo básico del sistema islámico estriba en la entronización de la Ley islámica en el aparato del Estado y en la sociedad. Al mismo tiempo, comporta aspiraciones a univer­salizarse, a expandirse imperialmente conforme a la utopía de un califato mundial.


Entre los rasgos definitorios de este sistema político islámico, que ha configurado durante siglos la mentalidad y la sociedad musulmana, cabe destacar:


– La identificación completa o indistinción entre religión y política: las leyes que rigen la sociedad poseen un carácter religioso, pues articulan la Ley de Dios, que se supone revelada, por lo que constituyen un orden heterónomo, de normas absolutamente imperativas e intocables.


– La atribución de carácter sagrado a todos los preceptos de la Ley se apoya en que remiten su fuente al Corán y la tradición del profeta, aunque históricamente fueran fijados por las escuelas de jurisprudencia bajo supervisión califal.


– El rechazo de todo orden jurídico que no sea a la vez orden re­ligioso, y viceversa, de modo que no se puede reconocer más poder que el de Dios, administrado de hecho por quienes dicen ser sus repre­sen­tantes: en esto consiste la teocracia.


– La sumisión irrestricta que el ethos islámico exige a los musulmanes con respecto al sistema teocrático se objetiva en el derecho islámico y en una oligarquía religioso-política.


– La polivalencia de la Ley islámica, que regula sin excepción todos los aspectos de la vida social y personal, hace depender de ella la eco­no­mía, la política, la familia, los saberes, el comportamiento, el senti­miento y el pensamiento.


Dado que no entra fácilmente en los esquemas occidentales, es ne­cesario insistir en la inseparabilidad de religión y política: para la visión mahometana se trata de conceptos equivalentes e intercambiables, como dos aspectos de la misma realidad. De ahí que el islamismo sea, a la vez, ideología política y creencia religiosa. Y esta religión política, como des­potismo revelado, totaliza la existencia entera de sus segui­dores. La fu­sión del poder re­li­gioso y político adopta la figura histórica del califato. Formalmente, el califato fue abolido por Kemal Atatürk, en 1924, pero su restauración continúa siendo la gran añoranza del islamismo.


La necedad, o la astucia, hace que algunos se empeñen en negar la existencia de una autoridad propiamente religiosa en el sistema islámico, por el simple hecho de que sus jerarquías no coincidan con el modelo de otras organizaciones religiosas. La autoridad religiosa y su férreo poder sobre la sociedad musulmana resulta indiscutible en todo el mundo is­lámico. En efecto, aparte de la suprema figura del califa, se hallan es­tatuidas las funciones específicas de los imanes, los ulemas o alfaquíes, y los muftíes. La mezquita-universidad de Al-Azhar y su gran imán os­tentan el máximo rango en el mundo suní. En el chiismo, hay una je­rarquía de clérigos ayatolás, además de mulás y de imanes. Existen cen­tros, instituciones y personajes investidos de autoridad para pronun­ciarse doctrinalmente, o para emitir fetuas. En nuestros días, vemos jefes supremos de la revolución islamista. Y a nivel mundial, operan grandes instituciones como la Organización para la Cooperación Islámica, la Conferencia Islámica, la Liga Islámica Mundial, el Congreso Islámico Mundial, entre las organizaciones islámicas internacionales que pugnan por organizar, dirigir y controlar el funcionamiento global del sistema. Lo que ciertamente no cabe en el islam, ni hubo nunca, es una institución religiosa independiente del Estado, ni un Estado indepen­diente de la religión.


En resumen, la sacralización del poder político y la politización del poder religioso, es decir, su identificación en uno solo constituye un ras­go esencial del islam. Por eso, es exacto catalogarlo como sistema teo­crático. Es una forma específica de totalitarismo, que se ejerce, no in­vocando al mítico Pueblo, sino en nombre de Dios y de su inapelable voluntad, pretendidamente revelada y codificada en unas leyes y dis­po­siciones medievales, tal como las analizamos en el capítulo anterior. La sociedad entera, y en ella las personas, queda convertida en un acan­to­namiento de cuerpos y espíritus bajo un régimen de sumisión, bajo el dictado de la Ley de Dios, la saría. No tiene mucho sentido hablar de «islam político», como si pudiera haber otro. El islam es político, o no es islam. Es teocrático, o no es islam.


En el plano de los hechos históricos, funciona como dictadura teo­crática, gestionada por una oligarquía que se postula descendiente de Mahoma, y sin duda lo es simbólica y operativamente, puesto que des­cansa en los dogmas del Corán y en los ejemplos de la actuación del profeta en Medina, convertido en jefe de Estado con todos los resortes de opresión y coacción en sus manos. Desde un punto de vista histórico, sin duda, representa un insigne precedente de cuantos sistemas to­ta­litarios han surgido con posterioridad, hasta nuestros días. Lo expresa en escuetas palabras Stefan Zweig, a propósito de la tiranía de Calvino en Ginebra:


«Una dictadura que no haga uso de la violencia resulta impensable e insostenible. Quien quiere conservar el poder necesita tener en sus ma­nos los medios del poder. Quien quiere imponerse debe tener también el derecho a castigar» (Zweig 2001: 35-36).


La teocracia islámica instauró, en cuanto dictadura de derecho di­vino, la desigualdad de derechos en el propio seno de la umma. Y privó radicalmente de toda igualdad legal a los no musulmanes, incluidos en la sociedad, pero excluidos de la umma político-religiosa.


Ya sabemos que la Ley coránica legitima y manda hacer la guerra a los «infieles» y los ateos (Corán 109/61,9; 113/9,33). Establece que, una vez vencidos, se los conmine a convertirse al islam y, si se niegan, que los varones sean decapitados, sus riquezas confiscadas y sus familiares vendidos como esclavos. A quienes forman parte de otra religión que cree en un solo Dios, también es un deber atacarlos y, una vez de­rrotados, si se someten, se les impone un estatuto legal (Corán 113/ 9,29), que los confina socialmente como gente de rango inferior, denominados dimmíes.


El destino último de los transgresores, en consonancia con el orden teocrático, es la condena al infierno, especie de mazmorra de fuego que sirve de cárcel política eterna. El Corán se refiere al infierno en unas 150 ocasiones, de las cuales muy pocas se relacionan con faltas morales o de­litos comunes. El 94% de las veces se envía al infierno por mani­fes­tarse en desacuerdo con Mahoma, un acto catalogado como grave delito político. Así, todo aquel que critique al islam o se oponga a su hegemonía no solo se expone a las agresiones de la yihad, sino también a las penas eternas con las que la teocracia islámica se cierra sobre sí misma.


El sistema sustentado por los califas construyó históricamente un imperio como una variante de totalitarismo doctrinalmente respaldado por la Ley divina. No es totalitario solo en cuanto sistema político es­trictamente tal, sino que, en su concepción y su funcionamiento práctico, como ya hemos repetido, invade todos los aspectos de la vida social y personal, mediante infinidad de disposiciones y prohibiciones derivadas del Corán, los hadices y la vida de Mahoma, interpretados como vo­luntad divina, sistematizada en la Ley islámica. Opera como una ideo­logía en extremo totalista, que lo controla todo, lo político y lo religioso, lo social y lo individual, lo público y lo privado, suprimiendo la au­to­nomía en todos los aspectos de la vida humana.


Para allanar el camino a la implantación de este sistema de domi­nación, desde el principio se empleó y justificó la fuerza armada. Lo ob­servamos ya en la actuación de Mahoma y sus compañeros, y luego en el proceder de los califas. El libro sagrado santificaba el proyecto de des­trucción de los oponentes, tachados de infieles, y señalaba como ob­jetivo inmediato abatir las sociedades y las iglesias cristianas de Pales­tina, Siria y Egipto. Luego, se amplió hacia el oeste y hacia el este, hasta te­rritorios de gentes que no adoraban al Dios único. Los hechos his­tóricos dan testimonio de las incesantes agresiones de los musul­manes a lo largo de los siglos. Y en nuestros días, la historia de la yihad prosigue en la efervescencia del islamismo.


El delirante y deletéreo proyecto de islamización del mundo, que aspira a la globalización del totalitarismo teocrático codificado en el Co­rán, desarrollado en la tradición califal y la Ley islámica, amenaza con la medievalización de las sociedades, la demolición de los logros de la civilización moderna, la persecución de las libertades individuales y po­líticas, la abolición de los derechos humanos, la postergación de las mu­jeres, la descomposición de la racionalidad humana, la corrupción ética de la convivencia. Para ello, parecen contar con la estolidez, la ceguera, la desidia y la connivencia de una generación de ilusos acadé­micos, periodistas, políticos y clérigos occidentales.



La teocracia islámica es incompatible con la democracia


El sistema político islámico, a partir del Corán y el califato, se constituyó como una teocracia, al adoptar como estructura fundamental una ley su­puestamente divina, que no era sino una traslación de la Ley judía adap­tada a los árabes. En sus formas visibles, adquirió la configuración típica de un despotismo oriental, que incorporaba elementos mesopotámicos. La consecuencia es que no se trata solo de una organización política más o menos autoritaria, sino que comporta unos fundamentos institucio­nales esencialmente antidemocráticos, contenidos en el Corán.


Es vana la tentativa de esos apologetas del islam que pretenden que, en su religión, hay ciertos elementos prefiguradores de la democracia. Para ello, aducen dos conceptos que contendrían un sentido «democrá­tico», cuando en realidad, si los analizamos, implican su palmaria nega­ción. El primero es la idea del «consenso» (iŷma), es decir, el acuerdo entre los doctores de la ley, ulemas o mulás, que alude a un procedi­miento de interpretación de la Ley islámica, que en sí misma es incuestio­nable; pero los jurisconsultos clásicos ya fijaron históricamente la co­rrecta interpretación de la Ley, de manera que hoy solo cabe cumplirla y hacerla cumplir, pero nunca promulgar nuevas leyes que enmienden las ya es­tablecidas.


El segundo concepto es el de la institución de la llamada «consulta» (shura, majlis-ash-shura), que se refiere al consejo de asesores del califa, que son nombrados por él y que, de hecho, se hallan enteramente subordi­nados a su poder absoluto. El califa actúa como vicario del profeta y en nombre de Dios. El consejo que lo asiste está compuesto en exclusiva por la alta aristocracia y, a veces, incorpora a algunos gobernadores de pro­vincias. En cualquier caso, no vemos ahí el menor asomo de re­pre­sentación popular, ni nada que cumpla las mínimas condiciones para ser una institución de índole demo­crática.


Además, conviene no olvidar que los judíos y los cristianos, la po­blación dimmí, se encuentran estructuralmente marginados en el seno de la sociedad musulmana, subyugados para siempre a un estatuto de su­bordinación, que restringe gravemente sus derechos en todos los ór­de­nes. Ni atisbo de igualdad ante la ley.


Con toda razón, el sistema islámico, fundado en Mahoma y el Corán, ha sido clasificado como una variante de despotismo oriental. Los análisis comparativos de Karl Wittfogel (1957), que citan repetidamente el caso de la organización sociopolítica islámica, aportan las razones y las evi­dencias necesarias para justificar esta conceptualización. El fenómeno del totalitarismo es muy antiguo. Y el totalitarismo islámico ofrece una de sus cristalizaciones históricas más persistentes.


El rasgo diferencial del sistema sociopolítico islámico se lo confiere la teología coránica, al estatuir que únicamente Dios tiene derechos y solo él puede ser sujeto de la soberanía. No se concibe otra fuente de poder y no se espera nada nuevo del futuro. De ahí se deduce que a las autoridades islámicas solo les compete la misión de hacer cumplir los preceptos divinos, revelados de una vez para siempre. Los súbditos mu­sulmanes están, expresa y absolutamente, excluidos del poder político. Y la oligarquía que ejerce de hecho el poder no obra en nombre propio, ni en nombre del pueblo, de la umma, sino en nombre de Dios, que dictó la Ley y exige su cumplimiento. Todo esto da pie, a pesar de la opinión en contra de Wittfogel (1957: 119 y 122), a considerar el despotismo islámico como un régimen teocrático, si la teocracia se define como «forma de gobierno en que la autoridad política se considera emanada de Dios, y es ejercida directa o indirectamente por un poder religioso, como una casta sa­cer­dotal o un monarca».


Es cierto que no se diviniza expresamente al profeta Mahoma, ni al califa, heredero de su autoridad, pero ellos jamás actúan sino en repre­sentación del orden divino y legitimados por él. El mismo perfil teocrá­tico es lo que vuelve imperativa la política militar de la yihad, carac­terizada como guerra determinada teológicamente, querida por Dios y llevada a cabo como «combate en el camino de Dios»:


«La tendencia organizadora de la guerra islámica está destacada de un modo significativo en el pasaje del Corán, que asegura el amor de Alá a los que luchaban por él ‘en filas que parecen un edificio compacto’ (Corán 61,4). Más tarde muchos escritores musulmanes discutieron cuestiones militares» (Wittfogel 1957: 85).


El gobierno islámico comporta ineluctablemente la dimensión reli­giosa, teológica, y no puede despegarse de ella, so pena de quedar des­provisto de toda legitimidad. De hecho, el califa no solo administraba siempre los asuntos religiosos, sino que dirigía el culto y gobernaba en representación vicaria de Dios y su profeta.


«Bajo el Islam, el liderazgo político y religioso era único en origen, y huellas de este acuerdo sobreviven a través de toda la historia de esta creencia. La posición del soberano islámico (califas y sultanes) sufrió muchas transformaciones, pero nunca perdió su cualidad religiosa. Ori­ginariamente los califas dirigían la gran oración comunal. Dentro de sus jurisdicciones los gobernadores provinciales dirigían la plegaria ritual, particularmente los viernes, y también pronunciaban el sermón, la jutba. Los califas nombraban el intérprete oficial del derecho sagrado, el muftí. Los centros de culto musulmanes, las mezquitas, eran esencialmente ad­ministradas por personas directamente dependientes del soberano, co­mo los cadíes; y las donaciones religiosas, los wakf, que daban el principal sostén a las mezquitas, a menudo, aunque no siempre, eran administra­das por el gobierno. A través de toda la historia del islam el caudillo siguió siendo la autoridad suprema en los negocios de la mezquita; ‘interfería en la administración y la transformaba según su voluntad’, y ‘también podía intervenir en los negocios internos de las mezquitas, quizá por medio de sus agentes regulares’» (Wittfogel 1957: 122).


El califa estaba obligado a someterse a la sagrada Ley islámica, de la que emanaban sus amplias prerrogativas y competencias: «El califato... era un des­potismo que ponía un poder sin límites en manos del gober
­nante» (Wittfogel 1957: 128). Pero esto no alteraba «la sustancia del ab­solutismo islámico», un poder que remitía a Mahoma, a la vez profeta y jefe de Estado, constituido en el prototipo de déspota teocrático, como ideal del califa, con la única diferencia de que este último ya no ejerce la profecía, sino que administra la legada por Mahoma. Más allá aún, en el trasfondo mítico, el arquetipo de ese poder omnímodo no es otro que el de un Dios todopoderoso, que actúa a través de las mediaciones del po­der supuestamente legitimadas por él.


En definitiva, la lógica del poder político islámico deriva de su fun­damento teológico, de un Corán que describe la imagen de un Dios amo absoluto del universo, muy en coherencia con la estructura totalitaria asiática. El sistema islámico constituye, pues, una variante típica de des­potismo oriental, que asumió la forma específica de teocracia esbozada en el Corán. Todo musulmán ortodoxo considera que el gobierno es de Dios, que dicta su voluntad, una voluntad revelada en el Corán y en la tradición, codificada en la Ley islámica, e impuesta, si es preciso, por la fuerza y mediante el terror
(Corán 88/8,12; 89/3,151).


Este paradigma político, de matriz teocrática, es por el que suspiran y por el que luchan hoy todas las organizaciones islámicas del mundo, legales e ilegales, también en los países occidentales. La mayoría de ellas, abier­tamente o no, están asociadas con el movimiento internacional de la Hermandad Musulmana. Comparten con Al-Qaeda, el Estado Islá­mico y los Morabitun el mismo objetivo, que es la creación de un califato mundial (cfr. Dallas 2008). En los países democráticos, cons­truyen una sociedad paralela y buscan infiltrarse en las instituciones (cfr. Caldwell 2009). Respecto a la democracia, la usan tácticamente con la finalidad de destruirla. En sus proclamas, proclaman que el islam volverá a Europa como conquistador y vencedor, Yusuf Al-Qaradawi dixit.



El cuestionamiento de la teocracia como forma de idolatría


Los sistemas teocráticos, en particular el islámico, se caracterizan por atribuir a la divinidad la formulación de las leyes y normas estatuidas en la historia de la sociedad. Esta atribución resulta teológicamente confusa y acaba desvelando una contradicción. Para un creyente, puede parecer consistente la idea de que Dios se asocie con el plano de los valores éticos, por ejemplo, con la santidad, la justicia, la misericordia, la igual­dad, etc., en cuanto forman parte de los postulados sagrados últimos (cfr. Rappaport 1999), unos axiomas que regulan en última instancia la legitimidad de un orden sociocultural.


Ahora bien, desde un enfoque racional, hay que precaverse de los riesgos de vincular a la divinidad con sistemas históricos concretos, con leyes particulares, hasta el punto de acabar considerando inmutables unas normas y leyes debidas a circunstancias pasajeras. Pues efectuar esta asociación equivale a divinizar, indebidamente, unos sistemas y códigos legales que por fuerza son de este mundo y están sujetos a las mutaciones del tiempo histórico.


Por consiguiente, categorizar como «Ley divina» lo que no es más que legislación humana, surgida de una sociedad y en una época, cae en el error de atribuir a tal normativa un carácter divino y absoluto, o lo que es lo mismo, incurre en el contrasentido de divinizar realidades relativas de este mundo. Y se podría argüir que eso significa una tácita blasfemia contra Dios, e incluso una forma sutil de idolatría, por cuanto se toma como divino algo meramente humano, producto de la historia, con­tingente, obsolescente y cambiante. La sacralización y la adoración con fe ciega de una jurisprudencia humana no solo incurre en idolatría, sino que incide inevitablemente en detrimento de los valores, o los principios, a los que los preceptos legales dicen servir: la justicia, la misericordia, la santidad, la libertad, la racionalidad y el amor a Dios y al prójimo, que quizá un día pudieron inspirar las normas, pero que nunca deberían confundirse con ellas.



El verdadero significado de ‘ninguna coacción en religión’


De vez en cuando, tropezamos con autores o conferenciantes que se empeñan en hacernos creer que el Corán admite la libertad religiosa, para lo que citan una aleya que supuestamente afirma que no se puede coac­cionar a nadie en materia de religión. Para admitir semejante afirmación, tendríamos que olvidarnos de pronto de todo lo que sabemos acerca del islam y volvernos crédulos ante el discurso de una apologética mendaz, porque esa interpretación es contraria a toda evidencia. Analicemos el texto del versículo (Corán 87/2,256), porque aquí está la piedra de toque para calibrar la verdadera naturaleza del sistema islámico.


El término «coacción» es muy poco utilizado en el Corán, apenas una decena de veces. En cuatro de ellas forma parte de una frase hecha, «por obediencia o por coacción», que se traduciría «de grado o a la fuer­za». En otras, alude a otras cuestiones que no vienen al caso. Y quedan tres que sí interesan para este punto concerniente a la religión. Una pa­rece recriminar el comportamiento del profeta en un momento tempra­no de su predicación: «¿Eres tú quien coacciona a los humanos para que sean creyentes?» (Corán 51/10,99). Pero esta aleya podemos dejarla de lado, ya que los especialistas concuerdan en que está abrogada por otros versículos posteriores que mandan al profeta ser intransigente.


Por fortuna, encontramos otro versículo que sí resulta aclaratorio: «El que no cree en Dios, después de haber creído, salvo el que ha sido co­accionado, mientras que su corazón se tranquiliza por la fe» (Corán 70/16,106). Aquí se habla de alguien que ha creído, es decir, que se ha hecho musulmán, y luego sufre presiones por parte de otros para dejar de serlo. Pues bien, esta tesitura es la que mejor nos ayuda a entender correctamente el significado de la sentencia aducida: «Ninguna coacción en la religión» (Corán 87/2,256).


Si tenemos en cuenta, además, que, en el Corán y para los musul­manes, «la religión» es por antonomasia el islam, entonces, lo que la frase quiere decir es que no se permite que nadie coaccione a un musulmán para que deje su religión. Esta idea queda aún más clara cuando leemos completo ese mismo versículo 256 sin obviar lo que continúa diciendo:


«Ninguna coacción en la religión. La buena dirección se distingue del extravío. El que no cree en los ídolos y cree en Dios se agarra al asidero más seguro, que es irrompible» (Corán 87/2,256).


Esto refuerza la interpretación que hemos dado de la célebre frase inicial del versículo con el argumento de que la «buena dirección» (el islam) no debe confundirse con el «extravío» que supone la religión de los otros, considerados idólatras. Mientras que el que cree en Alá se ha agarrado a lo seguro y no debe consentir ninguna coacción, o lo que es lo mismo, no se tolera que nadie trate de convencer al musulmán para que abandone el islam. Por consiguiente, en la sentencia aducida no se dice nada en absoluto sobre la libertad religiosa, como malinterpretan algunos ingenuos, o taimados, sino todo lo contrario. Porque:


«A quien se separe del enviado, después de haberse manifestado en él la dirección, y siga un camino diferente (...) lo quemaremos en la ge­hena» (Corán 92/4,115).


Pero es que, incluso en el caso de que fuera admisible la lectura «li­beral» de la frase, carecería de toda vigencia, pues ese sentido del versí­culo estaría abrogado por el mandato de otros versículos posteriores, tan fundamentales como son los «versículos de la espada» (Corán 113/9,5). Por lo tanto, está perfectamente claro que, una vez que uno se hace ma­hometano, debe rechazar cualquier presión para volver a su religión an­terior, o para aban­donar el mahometismo, bajo pena de severos castigos (Corán 70/16,106; 87/2,217; 89/3,86-87; 92/4,115), porque taxativa­mente «la religión ante Dios es el islam» (Corán 89/3,19). Y «el que bus­que una religión distinta del islam, no se le tolerará» (Corán 89/3,85).


No queda la menor duda acerca de cuál es la coacción que el Corán rechaza de plano: la que se hace al musulmán. Lo cual se complementa con esa otra coacción que el Corán manda que los musulmanes ejerzan, tantas veces cuantas incita a combatir a las demás religiones, hasta que «toda la religión sea de Dios» (Corán 88/8,39; 114/110,2) y finalmente el islam «prevalezca sobre toda otra religión» (Corán 109/61,9).


Este tema puede ampliarse, si se desea, consultando el minucioso y documentado estudio de Sami Aldeeb sobre la aleya de la coacción en la religión, donde examina a fondo la pertinente referencia del Corán, así como los pasajes correlacionados que se encuentran en los hadices de Mahoma, todo ello te­niendo en cuenta las interpretaciones realizadas por los principales exegetas musulmanes a lo largo de los siglos (cfr. Aldeeb 2015c y 2021c).


 

Capítulo 13. El matrimonio coránico y el poder masculino