El sistema
islámico
12. La
política islámica como régimen de teocracia
PEDRO GÓMEZ
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- Una religión política que
instaura una teocracia
- La teocracia islámica es
incompatible con la democracia
- El cuestionamiento de
la teocracia como forma de idolatría
- El verdadero significado de
‘ninguna coacción en religión’
Una
religión política que instaura una teocracia
El sistema islámico no distingue
entre
religión y política. El concepto de política se autodefine como una
política que
es la puesta en práctica de la religión fundada en el Corán. La clave
reside en
el sometimiento obediencial a Mahoma, porque:
«El que obedece al enviado, ha obedecido a
Dios» (Corán 92/4,80).
De modo
que la obediencia a
Dios se traduce en términos de obediencia al profeta; y esta se
transfiere a
la obediencia a quienes administran política y religiosamente la
herencia
mahomética:
«Obedeced a Dios, obedeced al enviado y a
aquéllos de vosotros que tienen autoridad. Y, si discutís por algo,
referidlo a
Dios y al enviado, si es que creéis en Dios y en el último día» (Corán
92/4,59).
Se
establece una continuidad
entre Dios y el profeta y quien ostenta la autoridad. El poder
procedente de
Dios, mediante el profeta, asumido luego por la autoridad del califa,
está
regulado por la Ley impuesta por el gobernante, que rige la sociedad
musulmana.
Lo concreto es el sometimiento al gobernante y a la Ley. Si hay
discusión,
habrá que escrutar la tradición del profeta, de modo que la adhesión a
este se
entiende finalmente como sumisión a Dios.
El
islam es, ante todo, un
sistema jurídico, del que forma parte la religión y la política, como
conjunto
de obligaciones impuestas a los individuos, sometidos a la
colectividad por el
poder que dice actuar en nombre de Dios y por mandato divino. El
mecanismo
básico del sistema islámico estriba en la entronización de la Ley
islámica en
el aparato del Estado y en la sociedad. Al mismo tiempo, comporta
aspiraciones
a universalizarse, a expandirse imperialmente conforme a la utopía de
un
califato mundial.
Entre
los rasgos definitorios
de este sistema político islámico, que ha configurado durante siglos la
mentalidad y la sociedad musulmana, cabe destacar:
– La
identificación completa o
indistinción entre religión y política: las leyes que rigen la sociedad
poseen
un carácter religioso, pues articulan la Ley de Dios, que se supone
revelada,
por lo que constituyen un orden heterónomo, de normas absolutamente
imperativas
e intocables.
– La
atribución de carácter
sagrado a todos los preceptos de la Ley se apoya en que remiten su
fuente al
Corán y la tradición del profeta, aunque históricamente fueran fijados
por las
escuelas de jurisprudencia bajo supervisión califal.
– El
rechazo de todo orden
jurídico que no sea a la vez orden religioso, y viceversa, de modo que
no se
puede reconocer más poder que el de Dios, administrado de hecho por
quienes
dicen ser sus representantes: en esto consiste la teocracia.
– La
sumisión irrestricta que
el ethos islámico exige a los musulmanes con respecto al
sistema
teocrático se objetiva en el derecho islámico y en una oligarquía
religioso-política.
– La
polivalencia de la Ley
islámica, que regula sin excepción todos los aspectos de la vida social
y
personal, hace depender de ella la economía, la política, la familia,
los
saberes, el comportamiento, el sentimiento y el pensamiento.
Dado
que no entra fácilmente en
los esquemas occidentales, es necesario insistir en la inseparabilidad
de
religión y política: para la visión mahometana se trata de conceptos
equivalentes e intercambiables, como dos aspectos de la misma realidad.
De ahí
que el islamismo sea, a la vez, ideología política y creencia
religiosa. Y esta
religión política, como despotismo revelado, totaliza la existencia
entera de
sus seguidores. La fusión del poder religioso y político adopta la
figura
histórica del califato. Formalmente,
el califato fue abolido por Kemal Atatürk, en 1924, pero su
restauración
continúa siendo la gran añoranza del islamismo.
La
necedad, o la astucia, hace
que algunos se empeñen en negar la existencia de una autoridad
propiamente
religiosa en el sistema islámico, por el simple hecho de que sus
jerarquías no
coincidan con el modelo de otras organizaciones religiosas. La
autoridad
religiosa y su férreo poder sobre la sociedad musulmana resulta
indiscutible en
todo el mundo islámico. En efecto, aparte de la suprema figura del
califa, se
hallan estatuidas las funciones específicas de los imanes, los ulemas
o alfaquíes,
y los muftíes. La mezquita-universidad de Al-Azhar y su gran imán
ostentan el
máximo rango en el mundo suní. En el chiismo, hay una jerarquía de
clérigos
ayatolás, además de mulás y de imanes. Existen centros, instituciones
y
personajes investidos de autoridad para pronunciarse doctrinalmente, o
para
emitir fetuas. En nuestros días, vemos jefes supremos de la revolución
islamista. Y a nivel mundial, operan grandes instituciones como la
Organización
para la Cooperación Islámica, la Conferencia Islámica, la Liga Islámica
Mundial, el Congreso Islámico Mundial, entre las organizaciones
islámicas
internacionales que pugnan por organizar, dirigir y controlar el
funcionamiento
global del sistema. Lo que ciertamente no cabe en el islam, ni hubo
nunca, es
una institución religiosa independiente del Estado, ni un Estado
independiente
de la religión.
En
resumen, la sacralización
del poder político y la politización del poder religioso, es decir, su
identificación en uno solo constituye un rasgo esencial del islam. Por
eso, es
exacto catalogarlo como sistema teocrático. Es una forma específica de
totalitarismo, que se ejerce, no invocando al mítico Pueblo, sino en
nombre de
Dios y de su inapelable voluntad, pretendidamente revelada y codificada
en unas
leyes y disposiciones medievales, tal como las analizamos en el
capítulo
anterior. La sociedad entera, y en ella las personas, queda convertida
en un
acantonamiento de cuerpos y espíritus bajo un régimen de sumisión,
bajo el
dictado de la Ley de Dios, la saría. No tiene mucho sentido
hablar de
«islam político», como si pudiera haber otro. El islam es político, o
no es
islam. Es teocrático, o no es islam.
En el
plano de los hechos
históricos, funciona como dictadura teocrática, gestionada por una
oligarquía
que se postula descendiente de Mahoma, y sin duda lo es simbólica y
operativamente, puesto que descansa en los dogmas del Corán y en los
ejemplos
de la actuación del profeta en Medina, convertido en jefe de Estado con
todos
los resortes de opresión y coacción en sus manos. Desde un punto de
vista
histórico, sin duda, representa un insigne precedente de cuantos
sistemas totalitarios
han surgido con posterioridad, hasta nuestros días. Lo expresa en
escuetas
palabras Stefan Zweig, a propósito de la tiranía de Calvino en Ginebra:
«Una
dictadura que no haga uso
de la violencia resulta impensable e insostenible. Quien quiere
conservar el
poder necesita tener en sus manos los medios del poder. Quien quiere
imponerse
debe tener también el derecho a castigar» (Zweig 2001: 35-36).
La
teocracia islámica instauró,
en cuanto dictadura de derecho divino, la desigualdad de derechos en
el propio
seno de la umma. Y privó radicalmente de toda igualdad legal a
los no
musulmanes, incluidos en la sociedad, pero excluidos de la umma
político-religiosa.
Ya
sabemos que la Ley coránica
legitima y manda hacer la guerra a los «infieles» y los ateos (Corán
109/61,9;
113/9,33). Establece que, una vez vencidos, se los conmine a
convertirse al
islam y, si se niegan, que los varones sean decapitados, sus riquezas
confiscadas y sus familiares vendidos como esclavos. A quienes forman
parte de
otra religión que cree en un solo Dios, también es un deber atacarlos
y, una
vez derrotados, si se someten, se les impone un estatuto legal (Corán
113/ 9,29),
que los confina socialmente como gente de rango inferior, denominados dimmíes.
El
destino último de los
transgresores, en consonancia con el orden teocrático, es la condena al
infierno, especie de mazmorra de fuego que sirve de cárcel política
eterna. El
Corán se refiere al infierno en unas 150 ocasiones, de las cuales muy
pocas se
relacionan con faltas morales o delitos comunes. El 94% de las veces
se envía
al infierno por manifestarse en desacuerdo con Mahoma, un acto
catalogado
como grave delito político. Así, todo aquel que critique al islam o se
oponga a
su hegemonía no solo se expone a las agresiones de la yihad, sino
también a las
penas eternas con las que la teocracia islámica se cierra sobre sí
misma.
El
sistema sustentado por los
califas construyó históricamente un imperio como una variante de
totalitarismo
doctrinalmente respaldado por la Ley divina. No es totalitario solo en
cuanto
sistema político estrictamente tal, sino que, en su concepción y su
funcionamiento práctico, como ya hemos repetido, invade todos los
aspectos de
la vida social y personal, mediante infinidad de disposiciones y
prohibiciones
derivadas del Corán, los hadices y la vida de Mahoma, interpretados
como voluntad
divina, sistematizada en la Ley islámica. Opera como una ideología en
extremo
totalista, que lo controla todo, lo político y lo religioso, lo social
y lo
individual, lo público y lo privado, suprimiendo la autonomía en
todos los
aspectos de la vida humana.
Para
allanar el camino a la
implantación de este sistema de dominación, desde el principio se
empleó y
justificó la fuerza armada. Lo observamos ya en la actuación de Mahoma
y sus
compañeros, y luego en el proceder de los califas. El libro sagrado
santificaba
el proyecto de destrucción de los oponentes, tachados de infieles, y
señalaba
como objetivo inmediato abatir las sociedades y las iglesias
cristianas de
Palestina, Siria y Egipto. Luego, se amplió hacia el oeste y hacia el
este,
hasta territorios de gentes que no adoraban al Dios único. Los hechos
históricos
dan testimonio de las incesantes agresiones de los musulmanes a lo
largo de
los siglos. Y en nuestros días, la historia de la yihad prosigue en la
efervescencia del islamismo.
El
delirante y deletéreo
proyecto de islamización del mundo, que aspira a la globalización del
totalitarismo teocrático codificado en el Corán, desarrollado en la
tradición
califal y la Ley islámica, amenaza con la medievalización de las
sociedades, la
demolición de los logros de la civilización moderna, la persecución de
las
libertades individuales y políticas, la abolición de los derechos
humanos, la
postergación de las mujeres, la descomposición de la racionalidad
humana, la
corrupción ética de la convivencia. Para ello, parecen contar con la
estolidez,
la ceguera, la desidia y la connivencia de una generación de ilusos
académicos,
periodistas, políticos y clérigos occidentales.
La
teocracia islámica
es incompatible con la democracia
El sistema político islámico, a
partir del Corán y el
califato, se
constituyó como una teocracia, al adoptar como estructura fundamental
una ley supuestamente
divina, que no era sino una traslación de la Ley judía adaptada a los
árabes.
En sus formas visibles, adquirió la configuración típica de un
despotismo
oriental, que incorporaba elementos mesopotámicos. La consecuencia es
que no se
trata solo de una organización política más o menos autoritaria, sino
que
comporta unos fundamentos institucionales esencialmente
antidemocráticos,
contenidos en el Corán.
Es vana
la tentativa de esos
apologetas del islam que pretenden que, en su religión, hay ciertos
elementos
prefiguradores de la democracia. Para ello, aducen dos conceptos que
contendrían un sentido «democrático», cuando en realidad, si los
analizamos,
implican su palmaria negación. El primero es la idea del «consenso» (iŷma),
es decir, el acuerdo entre los doctores de la ley, ulemas o mulás, que
alude a
un procedimiento de interpretación de la Ley islámica, que en sí misma
es
incuestionable; pero los jurisconsultos clásicos ya fijaron
históricamente la
correcta interpretación de la Ley, de manera que hoy solo cabe
cumplirla y
hacerla cumplir, pero nunca promulgar nuevas leyes que enmienden las ya
establecidas.
El
segundo concepto es el de la
institución de la llamada «consulta» (shura,
majlis-ash-shura), que se refiere al consejo de asesores del
califa, que
son nombrados por él y que, de hecho, se hallan enteramente
subordinados a su
poder absoluto. El califa actúa como vicario del profeta y en nombre de
Dios.
El consejo que lo asiste está compuesto en exclusiva por la alta
aristocracia
y, a veces, incorpora a algunos gobernadores de provincias. En
cualquier caso,
no vemos ahí el menor asomo de representación popular, ni nada que
cumpla las
mínimas condiciones para ser una institución de índole democrática.
Además,
conviene no olvidar que
los judíos y los cristianos, la población dimmí,
se encuentran estructuralmente marginados en el seno de la sociedad
musulmana,
subyugados para siempre a un estatuto de subordinación, que restringe
gravemente sus derechos en todos los órdenes. Ni atisbo de igualdad
ante la
ley.
Con
toda razón, el sistema
islámico, fundado en Mahoma y el Corán, ha sido clasificado como una
variante
de despotismo oriental. Los análisis comparativos de Karl
Wittfogel
(1957), que citan repetidamente el caso de la organización
sociopolítica
islámica, aportan las razones y las evidencias necesarias para
justificar esta
conceptualización. El fenómeno del totalitarismo es muy antiguo. Y el
totalitarismo islámico ofrece una de sus cristalizaciones históricas
más
persistentes.
El
rasgo diferencial del
sistema sociopolítico islámico se lo confiere la teología coránica, al
estatuir
que únicamente Dios tiene derechos y solo él puede ser sujeto de la
soberanía.
No se concibe otra fuente de poder y no se espera nada nuevo del
futuro. De ahí
se deduce que a las autoridades islámicas solo les compete la misión de
hacer
cumplir los preceptos divinos, revelados de una vez para siempre. Los
súbditos
musulmanes están, expresa y absolutamente, excluidos del poder
político. Y la
oligarquía que ejerce de hecho el poder no obra en nombre propio, ni en
nombre
del pueblo, de la umma, sino en nombre de Dios, que dictó la
Ley y exige
su cumplimiento. Todo esto da pie, a pesar de la opinión en contra de
Wittfogel
(1957: 119 y 122), a considerar el despotismo islámico como un régimen
teocrático, si la teocracia se define como «forma de gobierno en que la
autoridad política se considera emanada de Dios, y es ejercida directa
o
indirectamente por un poder religioso, como una casta sacerdotal o un
monarca».
Es
cierto que no se diviniza
expresamente al profeta Mahoma, ni al califa, heredero de su autoridad,
pero
ellos jamás actúan sino en representación del orden divino y
legitimados por
él. El mismo perfil teocrático es lo que vuelve imperativa la política
militar
de la yihad, caracterizada como guerra determinada teológicamente,
querida por
Dios y llevada a cabo como «combate en el camino de Dios»:
«La
tendencia organizadora de
la guerra islámica está destacada de un modo significativo en el pasaje
del
Corán, que asegura el amor de Alá a los que luchaban por él ‘en filas
que
parecen un edificio compacto’ (Corán 61,4). Más tarde muchos escritores
musulmanes
discutieron cuestiones militares» (Wittfogel 1957: 85).
El
gobierno islámico comporta
ineluctablemente la dimensión religiosa, teológica, y no puede
despegarse de
ella, so pena de quedar desprovisto de toda legitimidad. De hecho, el
califa
no solo administraba siempre los asuntos religiosos, sino que dirigía
el culto
y gobernaba en representación vicaria de Dios y su profeta.
«Bajo
el Islam, el liderazgo
político y religioso era único en origen, y huellas de este acuerdo
sobreviven
a través de toda la historia de esta creencia. La posición del soberano
islámico (califas y sultanes) sufrió muchas transformaciones, pero
nunca perdió
su cualidad religiosa. Originariamente los califas dirigían la gran
oración
comunal. Dentro de sus jurisdicciones los gobernadores provinciales
dirigían la
plegaria ritual, particularmente los viernes, y también pronunciaban el
sermón,
la jutba. Los califas nombraban el intérprete oficial del
derecho
sagrado, el muftí. Los centros de culto musulmanes, las mezquitas, eran
esencialmente administradas por personas directamente dependientes del
soberano, como los cadíes; y las donaciones religiosas, los wakf,
que
daban el principal sostén a las mezquitas, a menudo, aunque no siempre,
eran administradas
por el gobierno. A través de toda la historia del islam el caudillo
siguió
siendo la autoridad suprema en los negocios de la mezquita; ‘interfería
en la
administración y la transformaba según su voluntad’, y ‘también podía
intervenir en los negocios internos de las mezquitas, quizá por medio
de sus
agentes regulares’» (Wittfogel 1957: 122).
El
califa estaba obligado a
someterse a la sagrada Ley islámica, de la que emanaban sus amplias
prerrogativas
y competencias: «El califato... era un despotismo que ponía un poder
sin
límites en manos del gobernante»
(Wittfogel 1957: 128). Pero esto no
alteraba «la sustancia del absolutismo islámico», un poder que remitía
a
Mahoma, a la vez profeta y jefe de Estado, constituido en el prototipo
de
déspota teocrático, como ideal del califa, con la única diferencia de
que este
último ya no ejerce la profecía, sino que administra la legada por
Mahoma. Más
allá aún, en el trasfondo mítico, el arquetipo de ese poder omnímodo no
es otro
que el de un Dios todopoderoso, que actúa a través de las mediaciones
del poder
supuestamente legitimadas por él.
En
definitiva, la lógica del
poder político islámico deriva de su fundamento teológico, de un Corán
que
describe la imagen de un Dios amo absoluto del universo, muy en
coherencia con
la estructura totalitaria asiática. El sistema islámico constituye,
pues, una
variante típica de despotismo oriental, que asumió la forma específica
de
teocracia esbozada en el Corán. Todo musulmán ortodoxo considera que el
gobierno es de Dios, que dicta su voluntad, una voluntad revelada en el
Corán y
en la tradición, codificada en la Ley islámica, e impuesta, si es
preciso, por
la fuerza y mediante el terror (Corán 88/8,12;
89/3,151).
Este
paradigma político, de
matriz teocrática, es por el que suspiran y por el que luchan hoy todas
las
organizaciones islámicas del mundo, legales e ilegales, también en los
países
occidentales. La mayoría de ellas, abiertamente o no, están asociadas
con el
movimiento internacional de la Hermandad Musulmana. Comparten con
Al-Qaeda, el
Estado Islámico y los Morabitun el mismo objetivo, que es la creación
de un
califato mundial (cfr. Dallas 2008). En los países democráticos,
construyen
una sociedad paralela y buscan infiltrarse en las instituciones (cfr.
Caldwell
2009). Respecto a la democracia, la usan tácticamente con la finalidad
de
destruirla. En sus proclamas, proclaman que el islam volverá a Europa
como
conquistador y vencedor, Yusuf Al-Qaradawi dixit.
El
cuestionamiento de la teocracia
como forma de idolatría
Los sistemas teocráticos, en
particular el islámico, se
caracterizan por
atribuir a la divinidad la formulación de las leyes y normas estatuidas
en la
historia de la sociedad. Esta atribución resulta teológicamente confusa
y acaba
desvelando una contradicción. Para un creyente, puede parecer
consistente la
idea de que Dios se asocie con el plano de los valores éticos, por
ejemplo, con
la santidad, la justicia, la misericordia, la igualdad, etc., en
cuanto forman
parte de los postulados sagrados últimos (cfr. Rappaport 1999), unos
axiomas que
regulan en última instancia la legitimidad de un orden sociocultural.
Ahora
bien, desde un enfoque
racional, hay que precaverse de los riesgos de vincular a la divinidad
con
sistemas históricos concretos, con leyes particulares, hasta el punto
de acabar
considerando inmutables unas normas y leyes debidas a circunstancias
pasajeras.
Pues efectuar esta asociación equivale a divinizar, indebidamente, unos
sistemas y códigos legales que por fuerza son de este mundo y están
sujetos a
las mutaciones del tiempo histórico.
Por
consiguiente, categorizar
como «Ley divina» lo que no es más que legislación humana, surgida de
una
sociedad y en una época, cae en el error de atribuir a tal normativa un
carácter divino y absoluto, o lo que es lo mismo, incurre en el
contrasentido de
divinizar realidades relativas de este mundo. Y se podría argüir que
eso
significa una tácita blasfemia contra Dios, e incluso una forma sutil
de
idolatría, por cuanto se toma como divino algo meramente humano,
producto de la
historia, contingente, obsolescente y cambiante. La sacralización y la
adoración con fe ciega de una jurisprudencia humana no solo incurre en
idolatría, sino que incide inevitablemente en detrimento de los
valores, o los
principios, a los que los preceptos legales dicen servir: la justicia,
la
misericordia, la santidad, la libertad, la racionalidad y el amor a
Dios y al
prójimo, que quizá un día pudieron inspirar las normas, pero que nunca
deberían
confundirse con ellas.
El
verdadero
significado de ‘ninguna coacción en
religión’
De vez en cuando, tropezamos con
autores o conferenciantes
que se empeñan
en hacernos creer que el Corán admite la libertad religiosa, para lo
que citan
una aleya que supuestamente afirma que no se puede coaccionar a nadie
en
materia de religión. Para admitir semejante afirmación, tendríamos que
olvidarnos de pronto de todo lo que sabemos acerca del islam y
volvernos
crédulos ante el discurso de una apologética mendaz, porque esa
interpretación
es contraria a toda evidencia. Analicemos el texto del versículo (Corán
87/2,256), porque aquí está la piedra de toque para calibrar la
verdadera
naturaleza del sistema islámico.
El
término «coacción» es muy
poco utilizado en el Corán, apenas una decena de veces. En cuatro de
ellas
forma parte de una frase hecha, «por obediencia o por coacción», que se
traduciría «de grado o a la fuerza». En otras, alude a otras
cuestiones que no
vienen al caso. Y quedan tres que sí interesan para este punto
concerniente a
la religión. Una parece recriminar el comportamiento del profeta en un
momento
temprano de su predicación: «¿Eres tú quien coacciona a los humanos
para que
sean creyentes?» (Corán 51/10,99). Pero esta aleya podemos dejarla de
lado, ya
que los especialistas concuerdan en que está abrogada por otros
versículos
posteriores que mandan al profeta ser intransigente.
Por
fortuna, encontramos otro
versículo que sí resulta aclaratorio: «El que no cree en Dios, después
de haber
creído, salvo el que ha sido coaccionado, mientras que su corazón se
tranquiliza por la fe» (Corán 70/16,106). Aquí se habla de alguien que
ha
creído, es decir, que se ha hecho musulmán, y luego sufre presiones por
parte
de otros para dejar de serlo. Pues bien, esta tesitura es la que mejor
nos
ayuda a entender correctamente el significado de la sentencia aducida:
«Ninguna
coacción en la religión» (Corán 87/2,256).
Si
tenemos en cuenta, además,
que, en el Corán y para los musulmanes, «la religión» es por
antonomasia el
islam, entonces, lo que la frase quiere decir es que no se permite que
nadie
coaccione a un musulmán para que deje su religión. Esta idea queda aún
más
clara cuando leemos completo ese mismo versículo 256 sin obviar lo que
continúa
diciendo:
«Ninguna
coacción en la
religión. La buena dirección se distingue del extravío. El que no cree
en los
ídolos y cree en Dios se agarra al asidero más seguro, que es
irrompible» (Corán
87/2,256).
Esto
refuerza la interpretación
que hemos dado de la célebre frase inicial del versículo con el
argumento de
que la «buena dirección» (el islam) no debe confundirse con el
«extravío» que
supone la religión de los otros, considerados idólatras. Mientras que
el que
cree en Alá se ha agarrado a lo seguro y no debe consentir ninguna
coacción, o
lo que es lo mismo, no se tolera que nadie trate de convencer al
musulmán para
que abandone el islam. Por consiguiente, en la sentencia aducida no se
dice
nada en absoluto sobre la libertad religiosa, como malinterpretan
algunos
ingenuos, o taimados, sino todo lo contrario. Porque:
«A
quien se separe del enviado,
después de haberse manifestado en él la dirección, y siga un camino
diferente
(...) lo quemaremos en la gehena» (Corán 92/4,115).
Pero es
que, incluso en el caso
de que fuera admisible la lectura «liberal» de la frase, carecería de
toda
vigencia, pues ese sentido del versículo estaría abrogado por el
mandato de
otros versículos posteriores, tan fundamentales como son los
«versículos de la
espada» (Corán 113/9,5). Por lo tanto, está perfectamente claro que,
una vez
que uno se hace mahometano, debe rechazar cualquier presión para
volver a su
religión anterior, o para abandonar el mahometismo, bajo pena de
severos
castigos (Corán 70/16,106; 87/2,217; 89/3,86-87; 92/4,115), porque
taxativamente
«la religión ante Dios es el islam» (Corán 89/3,19). Y «el que busque
una
religión distinta del islam, no se le tolerará» (Corán 89/3,85).
No
queda la menor duda acerca
de cuál es la coacción que el Corán rechaza de plano: la que se hace al
musulmán.
Lo cual se complementa con esa otra coacción que el Corán manda que los
musulmanes ejerzan, tantas veces cuantas incita a combatir a las demás
religiones, hasta que «toda la religión sea de Dios» (Corán 88/8,39;
114/110,2)
y finalmente el islam «prevalezca sobre toda otra religión» (Corán
109/61,9).
Este
tema puede ampliarse, si
se desea, consultando el minucioso y documentado estudio de Sami Aldeeb
sobre
la aleya de la coacción en la religión, donde examina a fondo la
pertinente referencia
del Corán, así como los pasajes correlacionados que se encuentran en
los
hadices de Mahoma, todo ello teniendo en cuenta las interpretaciones
realizadas por los principales exegetas musulmanes a lo largo de los
siglos
(cfr. Aldeeb 2015c y 2021c).
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