El sistema islámico

14. La inferioridad de la mujer en el orden coránico

PEDRO GÓMEZ




- La pregunta por el estatuto de la mujer en el islam
- La inferioridad de la condición femenina según el Corán
- La mujer como creatura inferior al hombre teológicamente
- La condición femenina considerada inferior por naturaleza
- La condición femenina como inferior social y jurídicamente
- El velo islámico exhibe públicamente la sumisión femenina
- Las mujeres descritas como objeto sexual hasta en el paraíso
- Las mujeres no musulmanas están destinadas a la esclavitud
- La relación poco ejemplar de Mahoma con las mujeres
- Las consecuencias del estatuto de inferioridad de la mujer


La pregunta por el estatuto de la mujer en el islam


Me propongo disceptar aquí, de forma sucinta y con un método de apro­ximación lo más riguroso que me sea posible, sobre algunas de las refe­rencias básicas que nos permiten entender mejor cuál y cómo es el esta­tuto que el sistema islámico reserva a la condición femenina.


Al abordar este tema de la mujer en el islamismo, la investigación puede referirse a dos cosas distintas: a lo que la doctrina islámica consa­grada establece sobre la mujer, o bien a la situación real y concreta de las mujeres en los países islámicos a lo largo de la historia o en el presente. Desde el principio, quiero dejar claro que aquí me voy a centrar en la doctrina, tal como quedó por escrito en la versión vulgata del Corán que ha llegado hasta nosotros.


Esta me parece la vía más sólida para tratar sobre la cuestión de la mujer en el islam, porque, si no, cuando se ignora o tergiversa el libro sagrado, aparte de escamotear la situación real, como suelen hacer las que se dicen feministas islámicas, el discurso carece de fundamento. Es lo que ocurre cuando solo exponen las fantasías de un «feminismo islá­mico» que entra en contradicción frontal con la textualidad de las suras del Corán (cfr. Saleh 2022), y que está desmentido por la historia y por la situación de las mujeres en los países de mayoría musulmana.


Pues bien, hay una pregunta que sobrevuela el tema de la mujer en el islam: ¿es verdad, o no, que el Corán estipula la desigualdad y la infe­rioridad de la condición femenina, correlativa a la supremacía mas­culina? Lo primero que debemos señalar es que la interrogación se re­fiere pro­piamente a las mujeres musulmanas, puesto que no caben dudas respec­to a aquellas que no lo son: las mujeres no musulmanas per­tenecen a otra categoría, ínfima, la de seres privados de todo derecho y excluidos de la comunidad (umma). Están predestinadas al mercado de esclavos en esta vida y al fuego eterno en la otra. Y volviendo a la suerte de la mujer musulmana, veremos que la respuesta que da el Corán a la pregunta es compleja y con no pocas incoherencias, pero en conjunto es apodíctica: hay una desvalorización del ser femenino, presentado en posición de in­ferioridad. Y no me refiero a los abusos, que siempre pue­den acontecer en el terreno de los hechos concretos. Me refiero a la norma santificada por los textos sagrados.


Debo insistir en que este estudio, como he dicho, se centra en el Corán, como base incuestionable del sistema semiótico de la religión is­lámica. El presente capítulo tiene como objeto examinar la concepción coránica de la mujer y el estatuto que se le asigna en el protoislam. Cuan­do, en ciertas ocasiones, haga referencias a otros momentos históricos o a otros textos, han de considerarse solo como ilustraciones que reflejan la repercusión de los significados canónicos a larga distancia y en forma fractal. Lo expresó con perspicacia el antropólogo Lévi-Strauss en sus reflexiones, tras un viaje a Pakistán, reseñadas en Tristes trópicos:


«El islam se desarrolla según una orientación masculina. Al encerrar a las mujeres, bloquea el acceso al seno materno: el hombre ha hecho del mundo de las mujeres un mundo cerrado. Por este medio, sin duda, también espera obtener el sosiego; pero lo obtiene a base de exclusiones: la de las mujeres fuera de la vida social, y la de los infieles fuera de la comunidad espiritual» (Lévi-Strauss 1955: 411).


Hay que alejarse del discurso de tantos musulmanes y panegiristas del islam que parecen tener la necesidad compulsiva de estar constante­mente mintiendo acerca de todos y cada uno de los temas básicos de la religión islámica: el Corán, la yihad, la saría, la tolerancia, la paz y también la mujer. No he encontrado en Internet ningún portal musulmán de los que exponen la religión islámica que dé muestras de suficiente altura intelectual como para exponer sin camuflaje lo que realmente dice el Corán y su sistema semiótico y jurídico. Sin el menor sentido crítico, suelen construir y difundir un detestable discurso, de signo oscurantista, basado en exégesis engañosas y falsedades históricas, casi siempre con un lenguaje no exento de santurronería.



La inferioridad de la condición femenina según el Corán


Lo primero será despejar malentendidos que se basan en una interpre­tación capciosa del uso, en varias ocasiones, de esa forma de designación que desdobla el género en masculino y femenino, como si esto supusiera, en aquella oscura época, un avance en la consideración de la mujer. La distinción gramatical siempre ha existido. En el Corán, su empleo solo posee un valor enfático y, en modo alguno, significa una reivindicación feminista, que sería absolutamente anacrónica.


Examinemos ese tipo de incidencias que encontramos en unas cuan­tas aleyas que, por ejemplo, utilizan la expresión «los creyentes y las cre­yentes». En singular, se dice una sola vez, con el objeto de dictaminar, por si hubiera dudas, que nadie, ya sea hombre o mujer, tiene nada que hacer cuando Dios o Mahoma deciden algo:


«No corresponde a un creyente o a una creyente, cuando Dios y su enviado han decidido sobre un asunto, tener opción en ese asunto» (Co­rán 90/33,36).


En plural, aparece una docena de veces en estos versículos, que cito textualmente en orden cronológico, a continuación:


«Los que han puesto a prueba a los creyentes y a las creyentes, y luego no se han arrepentido, tendrán un castigo en la gehena» (Corán 27/85,10).


«¡Señor! Perdóname a mí, a mis dos progenitores y a quien entre en mi casa como creyente, así como a los creyentes y las creyentes. No hagas que los opresores crezcan sino en destrucción» (Corán 71/71,28).


«A los sumisos y las sumisas, los creyentes y las creyentes, los de­votos y las devotas, los sinceros hombres y mujeres, los resistentes y las resistentes, los postrados y las postradas, los donantes y las donantes de limosnas, los ayunantes y las ayunantes, los guardianes y las guar­dianas de su sexo, aquellos y aquellas que se acuerdan mucho de Dios, Dios les ha preparado un perdón y una gran recompensa» (Corán 90/33,35).


«Los que hacen daño a los creyentes y a las creyentes, por lo que ellos no han hecho, cargan con una infamia y un pecado manifiesto» (Corán 90/33,58).


«A fin de que Dios castigue a los hipócritas, hombres y mujeres, así como a los asociadores, hombres y mujeres, y que Dios se vuelva hacia los creyentes y las creyentes» (Corán 90/33,73). También: 111/48,6. Y a la inversa en 113/9,67.


«El día en que verás a los creyentes y las creyentes, su luz corriendo delante de ellos y a su derecha. [Se les dirá:] El anuncio para vosotros ese día [es la entrada en] jardines bajo los cuales correrán los arroyos, donde estaréis eternamente» (Corán 94/57,12).


«Sabe que no hay más dios que Dios, y pide perdón por tu falta, y por las de los creyentes y las creyentes» (Corán 95/49,19).


«Si, cuando lo habéis escuchado, los creyentes y las creyentes, al me­nos hubieran pensado bien de ellos mismos, y hubieran dicho: ‘Es una perversión manifiesta’» (Corán 102/24,12).


«[Ha prescrito el combate] a fin de hacer entrar a los creyentes y las creyentes en jardines bajo los cuales correrán los arroyos, donde estarán eternamente, y borrarles sus fechorías» (Corán 111/48,5).


«Si no fuera por hombres creyentes y mujeres creyentes que no co­nocíais. Pero él no permitió que los pisotearais, y así os cayera una falta a causa de ellos, sin saberlo» (Corán 111/48,25).


«Los creyentes y las creyentes son aliados unos de otros. Ordenan lo correcto, prohíben lo reprobable, elevan el rezo, pagan el tributo, y obe­decen a Dios y a su enviado» (Corán 113/9,71).


«Dios ha prometido a los creyentes y a las creyentes jardines bajo los cuales correrán los arroyos, donde estarán eternamente, y con buenas mansiones en los jardines del Edén» (Corán 113/9,72). A la inversa en: 113/9,68.


Si nos fijamos detenidamente en estas citas, observaremos que, en efecto, se incluye a varones y hembras creyentes. Pero, por mucho énfasis retórico que se ponga (sobre todo en el redundante versículo 90/33,35), el contenido en común entre ellos y ellas es bastante restringido: ambos asumen difi­cultades, tienen las obligaciones genéricas de todo musul­mán, reciben de Dios el perdón y el premio, y entran en los jardines del Edén. También se reprende que algunos y algunas sean malpensados o hipócritas. En estos aspectos no se los discrimina. Pero ahí no se esta­blece, ni se im­plica, ninguna doctrina de la igualdad, por lo demás inve­rosímil en aque­llas coordenadas históricas.


En un pasaje conocido, se plantea a las mujeres, como condición para ser musulmanas, que acepten expresamente una serie de com­pro­misos que no se exigen del mismo modo a los varones:


«¡Profeta! Cuando las creyentes vengan a ti jurándote que no asociarán nada a Dios, que no robarán, que no fornicarán, que no matarán a sus hijos, que no cometerán la infamia perpetrada entre sus manos y pies [atribuyendo a sus maridos hijos que no son suyos], que no te deso­be­decerán en lo que es conveniente, entonces acepta su juramento de fide­lidad y pide perdón a Dios por ellas» (Corán 91/60,12).


Con todo, los especialistas dicen que este último versículo está abro­gado por el consenso, de modo que el imán no tiene derecho a exigir tal juramento expreso.


¿Y qué pasa en todos los demás aspectos que afectan a la mujer? Lo que descubrimos es la desvalorización y discriminación negativa de las mujeres en facetas de la mayor importancia, que abarcan desde la catego­rización teológica a la antropológica, a la jurídica y a la práctica cotidiana.


No iguala mucho enunciar que unos y otros creyentes irán al paraíso, si cumplen lo que Dios y su enviado les manda, cuando lo que se les manda a unos y a otras es muy diferente. Pues está claro que lo que se les manda a ellos no es lo mismo que lo que se les manda a ellas, como demuestran otros múltiples pasajes coránicos que exponemos más abajo. No son los mismos los derechos y los deberes específicos que se im­po­nen a los varones y a las hembras. Por tanto, no hay que llamarse a en­gaño: el Corán no establece una igualdad entre hombre y mujer, sino que estipula diferencias sustanciales, sobre las que edifica y consolida la desigualdad, en esta vida y en la otra.


Tanto las suras del Corán como la Ley muslímica establecen una jerarquía entre los sexos, donde a la mujer se le asigna un taxativo estatu­to de in­fe­rioridad en los planos natural, sexual, social, económico, polí­tico, jurí­dico y teológico. El Corán instaura y consagra abiertamente la supre­macía masculina y la subordinación femenina, es decir, un régimen de discriminación negativa para las mujeres. Esta desigualdad afecta a su ser ontológico, a su lugar antroposocial respaldado legalmente y fun­da­men­tado teológicamente en última instancia. Muy en particular, la rela­ción se­xual se presenta siempre desde el punto de vista unilateral mas­culino. En cierto modo, a las esposas musulmanas se les aplica, hacia dentro, un esquema de dominación análogo al establecido, hacia fuera, para los no musulmanes: son descritas como un terreno del que toma posesión el varón (Corán 87/2,223).


Además de la locución que desdobla «los creyentes y las creyentes», encontramos en el texto otras dos más genéricas. La primera expresión es la que menciona «el macho» y «la hembra» en una misma aleya (lo cual ocurre 10 veces). Lo que afirma su contenido es:


– Que Dios creó el macho y la hembra (Corán 9/92,3; 23/53,45; 31/75,39; 106/49,13).

– Que a unos y a otras Dios los premiará por sus buenas obras (Co­rán 60/40,40; 70/16,97; 89/3,195; 92/4,124).

– Y que el nacimiento de un macho vale más que el de una hembra (Corán 70/16,58; 89/3,36).


«¡Señor mío! He dado a luz una hembra. Bien sabe Dios lo que ella ha dado a luz, y el macho no es como la hembra» (Corán 89/3,36).


La segunda expresión habla de «hombres» y de «mujeres» en el mis­mo versículo (unas 20 veces). En su significación, hallamos que en nin­guno de los casos se les atribuye a ellas un valor positivo concreto igual o superior a ellos:


– El sentido es neutro en 2 versículos (Corán 39/7,81; 48/27,55).

– Las mujeres se equiparan con los hombres, pero de manera pu­ramente formal, en 5 ocasiones (Corán 90/33,35; 92/4,1; 92/4,7; 102/ 24,26; 111/48,25).

– Las mujeres se engloban peyorativamente junto con los hombres, 6 veces (Corán 90/33,73; 94/57,13; 102/24,26; 111/48,6; 113/9,67; 113/9,68).

– Las mujeres se discriminan desfavorablemente respecto a los hom­bres, en contenidos valorativos y prácticos, 7 veces (Corán 87/2,236; 92/4,32; 92/4,34; 92/4,75; 92/4,98; 92/4,176; 102/24,31).


«No anheléis aquello con lo que Dios ha favorecido a unos de vo­sotros más que a otros. Los hombres tendrán una parte por lo que ellos han hecho. Y las mujeres tendrán una parte por lo que ellas han hecho» (Corán 92/4,32).


Pero la «parte» que corresponde a ellas no es igual, porque Dios ha decidido favorecerlos más a ellos. Es un hecho destacable que alrededor del 80% de las veces en que se reitera el desdoblamiento de género se encuentra en capítulos posteriores a la hégira. Y, si ampliamos el balance al conjunto del vocabulario coránico de términos que designan distinti­vamente a las mujeres, contabilizamos por lo menos 200 incidencias, de las cuales 150 concurren asimismo en capítulos posteriores a la hégira. Esto requiere una explicación plausible, que probablemente sea la que sigue. Por una parte, responde a la instauración de normas legales que recortaban los derechos de las mujeres, en asuntos de matrimonio, he­rencia, etc., poniéndolas bajo la primacía y potestad del marido, así como al servicio del nuevo Estado. Por otra parte, sin duda, la insistencia refleja la necesidad apremiante de contrarrestar la reticencia de las mujeres fren­te a las guerras emprendidas por Mahoma; unas guerras que las amena­zaban con grandes probabilidades de dejarlas viudas o huérfanas. Al mis­mo tiempo, había que levantar la moral de aquellas creyentes obligadas a acompañar a las tropas yihadíes, en tareas de intendencia, como parece entreverse en el versículo siguiente:


«Su Señor ha respondido a su invocación: ‘Yo no dejo que se pierda la buena obra de ninguno de vosotros, sea macho o hembra. Vosotros procedéis unos de otros. Así pues, a quienes han emigrado, han salido de sus hogares, han sufrido daño en mi camino, han combatido, y han sido matados, yo les borraré sus faltas, y los haré entrar en jardines bajo los cuales correrán arroyos, como retribución de parte de Dios’» (Corán 89/3,195).


También se alude a las mujeres creyentes como «emigradas», en el contexto de la invasión, en Corán 90/33,50 y 91/60,10.


En suma, el Corán contiene una visión de la mujer caracterizada por una tendencia misógina fuertemente marcada e inscrita dentro de un sis­tema semiótico que consagra la supremacía masculina, la cual que fue radi­calizándose cada vez más en el contexto posterior a la hégira, dominado por una situación de guerra. Así quedó registrado de forma neta y con­tundente en afirmaciones lapidarias como estas:


«Los hombres están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228).


«Los hombres tienen preeminencia sobre las mujeres, porque Dios ha favorecido a ellos más que a ellas» (Corán 92/4,34).


Se pueden consultar algunos estudios sobre el tema, para explorar, en el Corán y más allá, el desequilibrado trato dado a la condición feme­nina en la tradición islámica:


– Ghassan Ascha, Du statut inferieur de la femme en islam. París, L’Har­mattan, 1987. Mariage, polygamie et répudiation en islam. París, L’Harmattan, 1998.

– Ibn Warraq, «Las mujeres y el islamismo», en Por qué no soy musulmán (1995: 265-317).

– Anne-Marie Delcambre, Las prohibiciones del islam (2006: 35-38).

Documents musulmans originaux: Le dernier sexe, le sexe affaibli.

https://religion.antropo.es/islamismo/seminario/materiales/Documents-26.Le-dernier-sexe.Le-sexe-affaibli.pdf



La mujer como creatura inferior al hombre teológicamente


El Corán toma y adapta el relato bíblico de la creación de Adán y Eva. Como en la Biblia, Dios creó a la pareja primigenia, el macho y la hem­bra. Se repite escuetamente en cuatro ocasiones dispersas: Corán 9/92,3; 23/53,45; 31/75,39; 106/49,3. Pero esto no supone que gocen de igual consideración: el Corán menciona por su nombre a Adán en 25 oca­sio­nes, mientras que el nombre de Eva no aparece nunca, ni una sola vez en todo el libro. Este desequilibrio es muy significativo ya desde la pareja arquetípica. Desde el origen, ella es solo «su esposa» innominada:


«¡Adán! Habita en el jardín, tú y tu esposa, y comed lo que queráis» (Corán 39/7,19).


El hecho de proceder del mismo origen divino y provenir de una sola alma no implica en absoluto un estatus de igualdad. En efecto, se dice que la mujer ha sido creada para el hombre, más específicamente, para su solaz, y no a la inversa.


«Es él quien os ha creado de una sola alma, y de ella ha hecho a su esposa para que él halle reposo en ella» (Corán 39/7,189).


Así, pues, la hembra existe en función del varón, porque así lo ha instituido el creador. En consecuencia, el estatuto de subordinación de la mujer está fundado teológicamente, puesto que fue el mismo Dios quien se lo confirió así desde el principio.


«Los hombres tienen preeminencia sobre las mujeres, porque Dios ha favorecido a ellos con respecto a ellas y por lo que ellos gastan de sus fortunas» (Corán 92/4,34).


Esta inferioridad determinada sobrenaturalmente, que no está en manos de ningún humano alterar, será la que legitime, en última ins­tan­cia, el conjunto de disposiciones coránicas de carácter discri­minatorio hacia la mujer, sin olvidar que tales dis­posiciones concretas son también de origen divino. Este último ver­sículo apun­ta una razón complemen­taria, al esbozar una justificación socio­económica: el hecho de que los hombres tengan que gastar parte de sus bienes para el mantenimiento de sus esposas es lo que les otor­garía superioridad sobre ellas. Aunque, en puridad, esta clase de justi­ficación está de sobra en una sociedad que se concibe a sí misma como fundada en una estructura teocrática.


La desigualdad marcada desde el origen persiste hasta el final. La afirmación de que a unos y a otras los retribuirá Dios puede engañar:


«El que, macho o hembra, hace una buena obra, siendo creyente, entonces estos entrarán en el jardín, recibiendo allí una retribución sin medida» (Corán 60/40,40). También en: 92/4,124.


«El que, macho o hembra, hace una buena obra, siendo creyente, lo haremos vivir una buena vida. Les retribuiremos su recompensa por lo mejor que hayan hecho» (Corán 70/16,97).


Sin embargo, la promesa de retribuir a uno y a otra no implica que se los retribuya de igual manera, según se infiere claramente de las des­cripciones coránicas del paraíso, donde las mujeres apenas se men­cionan salvo como huríes destinadas a la satisfacción de los varones.


Hay que retener, pues, el carácter teológicamente fundado de la desi­gual­dad, fundado en la creencia de que ha sido el mismo Dios quien «ha favorecido a unos más que a otras», a los hombres más que a las mujeres (cfr. Corán 92/4,32; 92/4,34).



La condición femenina considerada inferior por naturaleza


La visión islámica que entraña un juicio de inferioridad sobre las mujeres, tácito o expreso, no se atribuye solamente a una determinación divina, sino que pretende ser algo fundado en la misma naturaleza humana. No se valora igual el nacimiento de un hijo que el de una hija; el primero se celebra con júbilo, mientras que el nacimiento de una niña se vive como una desgracia que causa pesadumbre a sus progenitores:


«Cuando se anuncia a uno de ellos lo que se atribuye al compasivo [una hija], su cara se vuelve sombría, sofocada de angustia» (Corán 63/ 43,17).


«Atribuyen hijas a Dios. ¡Sea exaltado! Y a sí mismos lo que desean. Cuando se anuncia a uno de ellos una hembra, su cara se vuelve sombría, sofocada de angustia. Se esconde de la gente, a causa de la desgracia que se le ha anunciado» (Corán 70/16,57-59).


En cuanto a la posición del Corán, aunque por su parte también con­sidera que es una desgracia tener una hija, rechaza que por ello haya que tener un sentimiento de ver­güenza, a la vez que recrimina la tentación de deshacerse de ella ente­rrán­dola (Corán 70/16,19), si bien lo más pro­bable es que semejante práctica arcaica ya no se daba en Arabia en aque­lla época. En cualquier caso, la desigualdad persiste.


Esta idea de la infravaloración de la mujer se expresa como algo evi­dente y con­sabido, a propósito de la narración del nacimiento de María, la madre de Jesús, porque, «el varón no es igual que la hembra» (Corán 89/3,36). El texto sagrado da por sentado que no supone lo mismo dar a luz una hembra que un macho. Y una vez establecido que la condición femenina está determinada desfavorablemente por la propia naturaleza, la consecuencia más obvia será que parezca normal darle socialmente un trato discriminatorio.


El menoscabo en el concepto natural de la mujer, inscrito en las su­ras coránicas, se traduce asimismo en el juicio negativo acerca de sus capacidades humanas. La mujer es juzgada como deficiente en el plano intelec­tual y moral, como si ella permaneciera de por vida en un estadio infantil, por lo que es desvalorizada para intervenir en los asuntos importantes:


«Ese ser criado en medio de acicalamientos, que luego en la discusión no es capaz de expresarse» (Corán 63/43,18).


La inteligencia femenina, según el Corán, únicamente destacaría en la malicia y el engaño de que hacen gala algunas mujeres. Su actitud moral es deleznable, como demuestra la historia que cuenta el intento de seduc­ción de que fue objeto el apuesto José por parte de la esposa del amo egipcio que lo había comprado (cfr. Corán 53/12,22-34).


Si hiciéramos una exploración por las colecciones de relatos del pro­feta, por ejem­plo, en Al-Bujari, comprobaríamos que la ginofobia fun­ciona constantemente como un dogma revelado:


«Narrado por Abu Said Al-Judry. Un día, durante la fiesta del fin de ramadán, el enviado de Dios, al pasar delante de las mujeres, dijo:

–¡Mujeres! Pagad el tributo, porque he visto que sois la mayoría de los que arden en el fuego del infierno.

Ellas preguntaron:

– Enviado de Dios, ¿por qué razón?

Él respondió:

– Porque no paráis de maldecir y no sois justas con vuestro marido. Aparte de vosotras, nunca he visto a nadie tan deficiente en inteligencia y en religión, y que pueda hacer que se descarríe un hombre sensato.

Las mujeres preguntaron:

– ¡Enviado de Dios! ¿En qué está nuestra deficiencia en religión y en inteligencia?

Él dijo:

–El testimonio de la mujer ¿no es equivalente a la mitad del de un solo hombre?

Ellas contestaron:

– Sí, ciertamente.

Él dijo:

– Pues bien, ahí está la falta de inteligencia. Además, cuando la mujer tiene la regla, ¿no queda inhabilitada para el rezo y el ayuno?

Las mujeres contestaron:

– Sí, ciertamente.

Él dijo:

– Pues ahí está la deficiencia en materia de religión» (Al-Bujari, Sahih, tomo 1, libro 6, capítulo 2, número 304).


Otro de los fundamentos coránicos para la postergación de la mujer reside en la visión que la contempla como un ser impuro y como fuente de impureza. La impureza se concibe a la vez como un rasgo de su naturaleza y como un estado legal en el que uno puede incurrir por diversos mo­tivos, entre ellos por tocar a alguien impuro. En tales casos, el que cae en estado de impureza queda incapacitado para ciertas actividades, por lo que tiene la obligación de cumplir con ciertas prescripciones mediante las cuales obtiene la purificación. Se considera que el cuerpo de la mujer, sobre todo durante los días del período menstrual, es sumamente impuro y puede contagiar impureza.


«La menstruación… es un mal. Apartaos, pues, de las mujeres du­rante la menstruación y no os acerquéis a ellas hasta que se hayan puri­ficado. Cuando se hayan purificado, id a ellas como Dios os ha ordena­do» (Corán 87/2,222).


Hacer las necesidades o tener contacto sexual con mujeres es sufi­ciente motivo para caer en un estado de impureza ritual y legal, lo que constituye un impedimento para acudir al rezo, salvo que se efectúe antes el correspondiente rito de purificación:


«¡Vosotros que habéis creído! No os acerquéis al rezo borrachos… ni impuros … hasta que os lavéis. (…) Si estáis enfermos o de viaje, o si uno de vosotros viene de hacer sus necesidades, o si habéis tenido con­tacto con las mujeres, y no encontráis agua, buscad entonces tierra buena y frotad con ella vuestra cara y vuestras manos» (Corán 92/4,43).


«¡Vosotros que habéis creído! Cuando os levantéis para el rezo, lavad vuestra cara y vuestros brazos hasta el codo. Pasad las manos por vuestra cabeza y lavad vuestros pies hasta el tobillo. Si estáis impuros, entonces purificaos. (…) Si habéis tocado a las mujeres y no encontráis agua, bus­cad entonces tierra buena y frotad con ella vuestra cara y vuestras ma­nos» (Corán 112/5,6).



La condición femenina como inferior social y jurídicamente


Dada la argüida deficiencia natural, intelectual y moral que se adjudica a las mujeres, no es de extrañar que quienes piensan así vean como lo más lógico que el orden social las coloque en una posición subalterna y que así esté codificado jurídicamente. Porque, como ya he señalado, el siste­ma islámico lo afirma taxativamente: «Los hombres están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228). «Los hombres tienen preeminencia sobre las mujeres» (Corán 92/4,34).


Entre las múltiples consecuencias, está el apartar a las mujeres de los asuntos económicos. Aunque se procura cierta equidad en la satisfacción de las necesidades de la vida, para lo que está estipulado que la esposa tiene derecho a recibir del marido alimento y ropa, sin embargo, al mis­mo tiempo, se lanza la advertencia de que ella no es fiable como admi­nistradora de la hacienda familiar, y se invoca su incapacidad legal:


«Dad a las mujeres su dote graciosamente. Si ellas os ceden con gene­rosidad una parte, disfrutadla tranquilamente. No confiéis a los incapa­ces vuestra fortuna que Dios os ha dado para subsistir. Pero sustentadlos de ella y vestidlos. Y habladles con educación» (Corán 92/4,5).


La postergación social, ratificada jurídicamente, repercute en múlti­ples dimensiones de la vida privada y pública, como se comprueba feha­cientemente en los apartados que se exponen a continuación.

 

En el matrimonio, la esposa tiene menos derechos

 

El musulmán varón puede casarse con una mujer no musulmana, aunque debe exigirle a ella que se convierta al islam: «No os caséis con mujeres asociadoras hasta que crean» (Corán 87/2,221). En cuanto a la mujer musulmana, tiene completamente prohibido casarse con un hom­bre que no sea musulmán. La musulmana virgen carece de libertad para contraer matrimonio: lo normal es que el sistema islámico le imponga el matri­monio con­cer­tado por un tutor.


«Cuando las creyentes vengan a vosotros como emigradas, exa­mi­nadlas. Dios conoce bien su fe. Si conocéis que son creyentes, no las devolváis a los descreídos. Ellas no están permitidas para ellos, y ellos no están permitidos para ellas. (…) Pero no tengáis relaciones con las descreídas» (Corán 91/60,10).


En del matrimonio islámico, la esposa no adquiere derechos sexuales y, en cambio, ha de estar siempre disponible para su marido. La obliga­ción del marido hacia ella se limita a correr con los gastos del alojamien­to, el alimento y el vestido, dado que a ella se le impide buscarse la vida por sí misma. Se trata de una relación asimétrica en todos los aspectos. La mujer debe al marido tanta obediencia como a Dios.


Por eso, cuando el marido teme que la esposa lo desobedezca, tiene derecho a castigarla físicamente (cfr. Corán 92/4,34). También está auto­rizado a repudiarla en cualquier momento.


En cuanto al modelo de matrimonio y familia, el Corán consagra la poligamia masculina. La mujer musulmana ha de estar dispuesta a casarse con un hombre que ya está casado, es decir, para el matrimonio poligí­nico, accesible solo a hombres pu­dientes. En este caso, la mujer debe compartir con otras mujeres al marido que, normalmente, se le impone, y tiene totalmente vetado el contacto con cualquier otro hombre. El hombre, en cambio, puede elegir y poseer a numerosas mujeres: hasta cuatro esposas legítimas, y además las es­clavas que posea, que legalmente pueden ser tratadas como con­cu­binas. El que decide en estos asuntos es exclusivamente el marido.


«Casaos con las mujeres que os gusten: dos, tres y cuatro. Pero, si teméis no ser justos, entonces una sola, o lo que vuestras manos derechas posean» (Corán 92/4,3).


La frase «lo que la mano derecha posee» es una expresión técnica que designa a las esclavas de la casa. Se repite 15 veces en el Corán. Por esta vía, el destino de las no musulmanas capturadas suele estar en los harenes de la aristocracia y del sultán. Alá se lo declaró lícito al propio Mahoma (Corán 90/33,50). Véase, un poco más adelante, el apartado sobre las mujeres no musulmanas.


La aleya 92/4,3 precisa que si uno teme que no será justo, entonces que contraiga matrimonio con una sola mujer. Pero, ¿quién juzgará esto? El propio Corán, en la misma sura y sin más consecuencias, afirma la imposibilidad de tratar equi­tativamente a las mujeres:


«No podréis nunca ser justos con vuestras mujeres, aunque lo pro­curéis» (Corán 92/4,129).


La subordinación de la mujer al marido, a veces enmascarada como «protección», como si ella fuera permanentemente una menor, cuenta, según el Corán, con la sanción divina y con cierta racionalización eco­nómica. En función de esto, se le exige obedecer sin rechistar y guardar silencio sobre lo que ocurre en la intimidad del matrimonio, al mismo tiempo que se confiere al marido el derecho a penalizar él a su esposa, de varias maneras (cfr. Sami Aldeeb, Frappez les femmes. Interprétation du verset coranique 92/4:34 à travers les siècles, 2016b), por el simple hecho de que él sospeche que ella va a ser desobediente:


«Los hombres tienen preeminencia sobre las mujeres, porque Dios ha favorecido a unos con respecto a otras y por lo que ellos gastan de sus fortunas. Las mujeres virtuosas son obedientes y guardan el secreto que Dios manda guardar. A aquellas de las que temáis la disensión amo­nestadlas, abandonadlas en el lecho, y pegadles. Si os obedecen, no bus­quéis más medidas contra ellas» (Corán 92/4,34).


En resumen, ellos mandan y ellas tienen la obligación de obedecer. Según la ley islámica, el marido, polígamo o no, está autorizado para cas­tigar a su mujeres, hasta que sean dóciles. Y se establecen tres grados de severidad en el castigo: primero se las reprende, segundo se las deja solas en el lecho, y tercero se las golpea.


Otro aspecto singular del mundo islámico es el matrimonio con niñas menores, que no está contemplado en el Corán y, sin embargo, sí está permitido en el derecho islámico y es frecuente en no pocos países mu­sulmanes. La principal justificación la extraen de los hadices, es decir, del ejemplo paradigmático de Mahoma con Aisha, la hija de Abu Bakr: firmó el compromiso nupcial cuando la niña tenía seis años, y, tan pronto como cumplió los nueve, fue conducida por su madre a la casa del predicador para que comenzara la vida marital.

 

En la relación sexual, la mujer está supeditada al varón

 

No afecta solo a las esclavas, sobre las que el amo tiene privilegios sexua­les sin restricción, en un sistema que admite y promueve la esclavitud y el mercado esclavista. Las esposas legítimas se deben a la satisfacción del deseo masculino. De tal manera que, legal y pragmáticamente, se concibe que, por medio del contrato matrimonial, el marido adquiere en exclusi­va la vagina de su esposa. En consecuencia, la esposa debe estar en todo momento disponible para complacer los deseos de su marido. Y él tiene todo el derecho a exigírselo.


La sura 23 exalta como virtuosos a los hombres que satisfacen su apetito sexual solamente con sus esposas y sus esclavas. Nada semejante se menciona sobre la satisfacción de las mujeres.


«Bienaventurados los creyentes que se prosternan en su azalá (…) que guardan su sexo, salvo con sus esposas o con lo que sus manos de­rechas posean [las esclavas]» (Corán 74/23,1-6)


«Os está permitido, en las noches del ayuno, tener relaciones se­xua­les con vuestras mujeres. Ellas son un vestido para vosotros y vosotros sois un vestido para ellas. (…) Ahora, acercaos a ellas y buscad lo que Dios prescribió para vosotros» (Corán 87/2,187).


Se compara al varón con el propietario que acude a su campo: «Vues­tras mujeres son un campo de labor para vosotros. Id a vuestro campo como queráis» (Corán 87/2,223). El significado de esta última frase no parece claro, pues algunos comentadores interpretaron que esta aleya responde al hecho de que algunos compañeros de Mahoma eran aficio­nados a la penetración anal, de modo que, al decir «como queráis», se sobreentendería por delante o por detrás, con tal de que se eyacule siem­pre dentro de la vagina.


La voluntad del hombre es la que impera en las relaciones con sus mujeres, a ejemplo de lo que Alá ordenó a Mahoma, dado que este es propuesto como modelo, de manera que ellas deben darse por satisfe­chas con lo que el hombre decida:


«Puedes hacer esperar a la que tú quieras de ellas, y llevarte contigo a la que quieras. Y la que tú desees de las que has apartado, sin ningún inconveniente para ti. Esto es suficiente para que estén contentas, no se entristezcan y todas se conformen con lo que tú les das » (Corán 90/ 33,51).


En fin, para los casos de violación, es necesario presentar cuatro tes­tigos masculinos (Corán 102/24,13). No tiene validez el testimonio de la mu­jer agredida, ni el de otras mujeres.

 

En el divorcio, la esposa queda en desventaja

 

La disolución del matrimonio mediante repudio y divorcio resulta muy fácil para el marido y muy difícil para la esposa, como puede constatarse sobre todo en la sura 65 y en otros pasajes que regulan las condiciones del repudio, por ejemplo, en Corán 87/2,226-232 y 236-237. En estos versículos es donde se estatuye que:


«Ellas tienen derechos sobre ellos como ellos sobre ellas, según la costumbre. Sin embargo, los hombres están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228).


«No hay inconveniente para vosotros, si repudiáis a las mujeres que no habéis tocado y a las que aún no habéis asignado la dote. Y dadles alguna gratificación» (Corán 87/2,236).


La iniciativa del repudio se presenta como una prerrogativa del ma­rido, quien puede despedir a una esposa prácticamente a voluntad. Co­mo requisito legal, basta que el marido le repita tres veces que la repudia, sin que en esto haya reciprocidad para ella (véase la sura 65, titulada pre­cisamente El repudio).


En caso de que la repudiada vuelva a casarse, pierde la custodia sobre sus hijos del anterior matrimonio. En cambio, si el hombre contrae nue­vas nupcias, no pierde la custodia de sus hijos.

 

En la herencia, la mujer heredera obtiene menor parte

 

En materia de herencia, se plantean unas reglas complejas, pero, aunque tanto el hombre como la mujer reciban una parte, también queda meri­dianamente clara la discriminación. Si heredan los hijos, la hija re­cibirá la mitad que el hijo. Si no hay hijos y heredan los padres, el padre recibirá dos tercios y la madre un tercio.


«Corresponde a los hombres una parte de lo que han dejado los dos progenitores y los parientes cercanos, y a las mujeres una parte de lo que han dejado los dos progenitores y los parientes cercanos, sea poco o mu­cho. Una parte determinada» (Corán 92/4,7).


«Dios os ordena con respecto a [la herencia de] vuestros hijos: al varón una parte equivalente a la de dos hembras (…) Si no tiene hijos y solo sus dos progenitores son herederos: para la madre un tercio» (Corán 92/4,11-12).


«Si el difunto (…) tiene hermanos, hombres y mujeres, al varón una parte equivalente a la de dos hembras» (Corán 92/4,176).

 

En el testimonio, el de la mujer vale la mitad

 

La mujer tampoco se estima muy fiable como testigo en los negocios o en los juicios, por lo que el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre. Y en ningún caso se admite como válido el testimonio únicamente de mujeres, por muchas que sean. La excusa que se aduce es que la mujer sería más proclive a equivocarse.


«Haced que testifiquen dos testigos de entre vuestros hombres. A falta de dos hombres, tomad a un hombre y dos mujeres entre quienes aceptéis como testigos, de modo que si una de ellas yerra, la otra pueda corregirla» (Corán 87/2,282).


A todo esto habrá que añadir que el testimonio de los no musul­ma­nes carece de valor, al haber quedado prohibido en Corán 99/62,2.


La tradición recogida en los hadices mahométicos refrendó el juicio des­pec­tivo antifemenino:


«Narrado por Abu Said Al-Judry. El profeta dijo: ‘¿No vale el testi­monio de una mujer la mitad que el testimonio de un hombre?’ Si, respondieron las mujeres. ‘Pues bien, replicó él, esto se debe a la falta de inteligencia de la mujer’» (Al-Bujari, Sahih, tomo 4, libro 52, capítulo 12, número 2658).

 

En caso de adulterio, la mujer recibe trato igualitario, pero inhumano

 

El derecho penal islámico establece normalmente castigos dispares se­gún el sexo, con pocas excepciones, como cuando se iguala la mujer con el hombre en la pena por delitos de adulterio (Corán 102/24,2) y de robo (Corán 112/5,38). Pero incluso esta igualdad acaba resultando más bien aparente, al quedar desequilibrada por el sistema de testigos exi­gidos, a todas luces más exigente para la mujer.


Para el hombre, las relaciones sexuales con las esclavas son legítimas, mientras que se les impone una absoluta prohibición de la fornicación (Corán 50/17,32) y del concubinato, sea con mujeres solteras o casadas, que se consideran «preservadas» (Corán 92/4,24-25; también 112/5,5).


Tanto el marido como la mujer tienen tajantemente prohibido el adulterio, si bien parten de situaciones muy desiguales en cuanto al sexo. El Corán tipifica los delitos de adulterio y de fornicación, para los cuales, en principio, prescribe que ambos cómplices reciban el mismo castigo:


«A la fornicadora y al fornicador flageladlos a cada uno de ellos con cien latigazos. No tengáis ninguna compasión hacia ellos en la religión de Dios, si creéis en Dios y en el último día. Que un grupo de creyentes sea testigo de su castigo» (Corán 102/24,2).


A pesar de que, en este pasaje, la pena por adulterio estipulada son cien latigazos, la tradición sostiene que ese versículo que ordena la flage­lación estaría abrogado por otro versículo desaparecido del Corán, pero transmitido por el califa Omar, que establecía castigar el adulterio con la lapidación a muerte (Aldeeb 2019: pág. 13 y la nota a 102/24,2 en pág. 388). De hecho, es esta pena capital la que se aplica en varios países musulmanes, de conformidad con la ley islámica. Por ejemplo, bajo el régi­men islamista de la República de Irán, fueron lapidadas más de dos mil mujeres, desde 1979 hasta 2019.


Otro aspecto afecta a la denuncia por adulterio. El varón que pre­sente acusación de adulterio contra una mujer preservada y no traiga los cuatro testigos masculinos requeridos será castigado con 80 latigazos, salvo que se arrepienta y haga una buena obra (Corán 102/24,4-5). Al parecer, no se estima tan grave esta denuncia en falso.


Un supuesto distinto, que llama la atención, es cuando es el marido quien acusa de adulterio a su esposa, sin tener testigos:


«Los que acusen [de adulterio] a sus propias esposas y no tengan más testigos que a sí mismos, cada uno testificará jurando por Dios cuatro veces que dice la verdad, y la quinta, que la maldición de Dios caiga sobre él, si miente» (Corán 102/24,6-7).


Es verdad que, en tal caso, la mujer puede defenderse y evitar el cas­tigo jurando por su parte que la acusación no es cierta, en los mismos términos (Corán 102/ 24,8-9). Pero, incluso en este punto, la acusación de adulterio se regula jurídicamente de manera no equitativa, puesto que, mientras el marido tiene derecho a acusar de adulterio a su mujer, sin presentar testigos, nunca se plantea el supuesto paralelo de que la esposa denuncie al marido. Parece evi­dente que a ella no se le permite.

 

En caso de homosexualidad, las mujeres reciben peor castigo

 

Para el Corán, la relación homosexual, tanto masculina como femenina, es objeto de condena y severos castigos, según ya expusimos en el capí­tulo anterior al tratar del matrimonio. Pero por esta «deshonestidad» se sanciona a las mujeres con mucha mayor la dureza que a los varones.


En las aleyas coránicas, aparece el término «deshonestidad» unas 25 veces. La palabra tiene un sentido amplio como relación sexual ilícita, y es la que se emplea también para designar específicamente las relaciones lascivas entre personas del mismo sexo, por lo menos en cuatro oca­siones. La homosexualidad es considerada un pecado grave y un delito merecedor de castigo.


«Acuérdate de Lot cuando dijo a su gente: ‘¿Practicáis la deshones­tidad que nadie en el mundo ha practicado antes? Satisfacéis vuestra con­cupiscencia con los hombres, en lugar de con las mujeres. Ciertamente sois gente inmoral’» (Corán 39/7,80-81). Repetido en términos casi idén­ticos en 48/27,54-55.


«Lo practicáis con hombres, asaltáis en el camino, y practicáis lo re­pugnante en vuestras reuniones» (Corán 85/29,29).


«Aquellas de vuestras mujeres que practican la deshonestidad, pre­sentad en su contra a cuatro testigos de entre vosotros. Si testifican, re­cluidlas en las casas hasta que la muerte las llame, o hasta que Dios les dé una salida» (Corán 92/4,15).


El versículo alude a la homosexualidad, según nota de Sami Aldeeb. Pero ese castigo, que algunos interpretan como emparedar a la homo­sexual convicta, estaría abrogado por un hadiz que ofrece una alternativa diferente: «Dios ha dado a las mujeres una salida, según el caso. Virgen con virgen: cien latigazos y el destierro durante un año. No virgen con no virgen: la lapidación». Por su parte, a los varones que incurren en el mismo nefando delito, se les impone un castigo un tanto indeterminado y mucho menos drástico, como queda indicado en el ver­sículo inmedia­tamente posterior:


«Cuando dos de entre vosotros la practiquen, castigadlos. Pero si se arrepienten y hacen una buena obra, dejadlos. Dios es indulgente, mise­ricordioso» (Corán 92/4,16).


No obstante, pudiera ser que este versículo 92/4,16 estuviera abro­gado, si incluye el delito, por otro posterior que prescribe flagelación:


«A la fornicadora y al fornicador flageladlos a cada uno de ellos con cien latigazos. No tengáis ninguna compasión hacia ellos en la religión de Dios» (Corán 102/24,2).


A su vez, este último versículo habría sido abrogado por otro versí­culo que no fi­gura en el libro del Corán, pero que, según sostiene la tra­di­ción islámica, fue transmitido autoritativamente por Omar, como ya señalé en el apartado anterior.

 

En caso de homicidio, la vida de la mujer vale menos que la del hombre

 

El Corán establece el derecho a la venganza de sangre, mediante la apli­cación de la ley del talión, pero de tal modo que, ahí también, asigna un valor inferior a la vida de la mujer, puesto que legalmente no se puede compensar la vida de un hombre con la vida de una mujer, sino solo con la de otro hombre.


«Se os ha prescrito el talión en caso de homicidio: hombre libre por hom­bre libre, sirviente por sirviente, hembra por hembra» (Corán 87/ 2,178).


Como se observa, por la vida de un hombre matado se cobra la vida de un hombre; y por la vida de una hembra, la de una hembra. Pero también se establece que esta pena de muerte se puede sustituir con una in­dem­nización económica acordada «conforme a la costumbre», y la costumbre dicta que por la muerte de una mujer se pagará la mitad de lo que se paga por la muerte de un hombre.



El velo islámico exhibe públicamente la sumisión femenina


El velo y el cubrimiento de la mujer muslime expresa de forma visible y simbólica el puesto que asigna el sistema islámico a la condición fe­me­nina, que no es otro que el estar supeditada a la supremacía masculina. Refrenda la inferioridad atribuida a la mujer en todos los planos: teo­lógico y natural, intelectual y moral, psicológico y social. Así lo recoge el ordenamiento jurídico islámico (cfr. Sami Aldeeb, Le voile dans l’islam. Interprétation des versets relatifs au voile à travers les siècles, 2016c).


La obligatoriedad del velo femenino, en alguno de sus múltiples di­seños, no aparece del todo clara en el Corán, pero hay en él suficientes indicaciones, donde se apoyan quienes sancionan esta costumbre y la convierten en inexcusable. Este tema ya fue analizado en el capítulo ante­rior dedicado a las prohibiciones y las prescripciones rituales, entre las que se en­cuentran las reglas indumentarias.


El uso del velo, aparte la excusa de que busca proteger a las mujeres, conlleva otra razón de fondo, que es una consecuencia de la concepción islámica del cuerpo humano. Se piensa que hay ciertas partes del cuerpo que constituyen de por sí objeto de vergüenza o tentación (awra). De ahí que esté tajantemente prohibido mostrarlas (pues son haram). En el hom­bre, van desde la cintura hasta la rodilla, y son partes que deben cubrirse siempre. En la mujer, en cambio, el cuerpo entero se considera awra, por lo que cualquiera de sus partes incita a la tentación.


El uso del velo es signo del ideal religioso coránico para las mujeres, tanto vírgenes como casadas, un ideal que se compendia en el someti­miento dócil a Dios y al varón: han de ser «sumisas, creyentes, devotas, arrepentidas, adora­do­ras, ayunantes» (Corán 107/66,5).


En clave simbólica, existe una relación entre el significado del velo y el de la circuncisión femenina, que, cada año, somete a millones de niñas musulmanas a una mutilación traumática. Aunque no se menciona en el Corán, concuerda con su visión de la mujer. Y muchos jurisconsultos defienden que se trata de un mandato divino. Para ampliar este tema, remito a lo explicado en el capítulo sobre los componentes rituales del sistema is­lámico. Se pueden consultar, además, dos documentados libros de Sami Aldeeb sobre la circuncisión masculina y femenina (cfr. Aldeeb 2012a y 2012b).


Por último, desde un punto de vista semiótico y pragmático, el hecho de la persistencia de esa costumbre del velo en musulmanas que viven en los países occidentales se ha convertido en una bandera visible de la yihad, un significante indumentario del que se sirve la umma islámica para territorializar el derecho islámico y proclamar públicamente que no están dispuestos a integrarse en las normas del país hospedador.



Las mujeres descritas como objeto sexual hasta en el paraíso


La desigualdad entre los sexos llega a su culmen en las descripciones co­ránicas de los jardines del paraíso, que parece concebido exclu­si­va­mente en función del placer de los varones, a quienes se les prometen hermosas vírgenes y apuestos efebos. Según la descripción, el paraíso de Alá semeja una especie de burdel eterno para machos.


«Y es a los temerosos [de Dios] a quienes pertenece el mejor retorno. Las puertas de los jardines del Edén estarán abiertas para ellos. Allí es­tarán recostados, pidiendo muchas frutas y bebida. Junto a ellos, las de mirada baja, de la misma edad. Esto es lo que se os promete para el día de la cuenta» (Corán 38/38,49-53).


«Estos son los más cercanos [a Dios] en los jardines de la felicidad (…) sobre divanes decorados, y recostados, unos enfrente de otros. En­tre ellos deambulan jovencitos eternos, con copas, jarras y un cáliz como una fuente, que no les producirán jaqueca ni embriaguez (…) Y habrá huríes de grandes ojos negros, semejantes a perlas preservadas, en retri­bución por lo que ellos hicieron» (Corán 46/56,10-22).


Descripciones del mismo tenor se reiteran, a veces con nuevos deta­lles sensuales, en compañía de atractivas huríes: «estarán entre azufaifos sin espinas, plátanos de racimos apiñados, extensa sombra, agua fluyente y abundante fruta, inagotable y disponible, sobre lechos elevados. Las he­mos formado con cuidado, las hemos hecho vírgenes, agradables, de una misma edad» (Corán 46/56,28-37); se casarán con vírgenes recata­das, de grandes ojos negros (Corán 56/37,48-49; 64/44,51-55; 76/52,19-20); doncellas de senos redondeados (Corán 80/78,31-33); como espo­sas purificadas (Corán 87/2,25); que nadie habrá desflorado antes (Co­rán 97/55,54-58); huríes recluidas en mansiones, intactas, re­costadas en almohadones verdes sobre bellas alfombras (Corán 97/ 55,70-74).


Al reconsiderar estas ensoñaciones del voluptuoso paraíso prepara­do para los varones, siempre que sean obedientes a lo que manda el profeta árabe, quizá lo más significativo estriba en que nada análogo se dice, ni por asomo, ni una sola vez, con respecto a las mujeres, por mucho que se asegure que para ellas también están abiertas las puertas de los jardines edénicos (Co­rán 94/57,12; 111/48,5; 113/9,72), por donde fluirán eter­namente los riachuelos.


En resumen, la descripción coránica del paraíso supone la consagra­ción de las desigualdades y las jerarquías de este mundo también en el otro. Se men­ciona a las mujeres solamente para ponerlas al servicio in­condicional de los hombres. A estos se les ofrecen, además, esbeltos efe­bos, refrendando así el esquema de dominación entre los machos. Por lo demás, el mito proyecta una superación imaginaria de las restricciones impuestas en la realidad social, al idealizar en el otro mundo una vida de desenfreno, que admite la homosexualidad, donde abundan los manjares y corre el vino. Todo, al parecer, en exclusivo favor de los varones, sin que en ningún momento se mencione a las mujeres como sujetos bene­ficiarios de las maravillas del paraíso.



Las mujeres no musulmanas están destinadas a la esclavitud


Ya he mencionado que el sintagma «lo que vuestras manos derechas po­seen» es una expresión técnica para referirse a las esclavas que hay en una casa, compradas en el mercado y capturadas como botín en la guerra contra los no musulmanes.


Conforme al derecho islámico, los «descreídos» o «infieles» carecen de derechos. Totalmente, si son supuestamente politeístas o ateos. Par­cialmente y en precario, en cuanto dimmíes, si se trata de judíos o cris­tianos. De ahí se desprende que, cuando triunfa la yihad, las mujeres y las hijas de los vencidos vayan camino de la esclavitud o, en el mejor de los casos, sean confinados en el régimen de incierta dimmitud.


El mercado de esclavos y esclavas creció en importancia en el curso de la historia del islam, pero desde el principio estuvo ya presente en el sagrado Co­rán, aceptado y regulado.


– Igual que Mahoma (Corán 90/33,50), el musulmán tiene a gala ser amo de esclavos (Corán 92/4,3).


– Se exhorta, eso sí, a portarse bien con los esclavos (Corán 92/4,36). E incluso está permitido emanciparlos (Corán 102/24,33).


– Sin embargo, nunca se debe tratar a los esclavos como iguales (Co­rán 70/16,71; 84/30,28).


– Al amo musulmán, además de con su esposa, le es lícito tener rela­ciones sexuales con sus esclavas (Corán 74/23,5-6; 79/70,29-30), aun cuando estas esclavas estén casadas (Corán 92/4,24).


– Si lo desea, el musulmán puede casarse con una esclava, pero a condición de que ella se convierta al islam (Corán 92/4,25).


En un momento, parece que surge un rasgo de conmiseración, acon­sejando que no se obligue a las esclavas a prostituirse con el objeto de conseguir pro­vecho económico de ellas, pero la misma aleya continúa diciendo que «si alguien las obliga, Dios se mostrará indulgente, mise­ricordioso» (Corán 102/24,33).


En el islam, la dicotomía entre creyentes y descreídos hace que no haya lugar para la integración de las mujeres como seres humanos sin más. A la sociedad islámica solo pertenecen las creyentes y sumisas, es decir, las musulmanas. No se concibe nada común a todas las mujeres, pues las que no son musulmanas no cuentan como personas, ni se las con­sidera sujetos de derecho.


El punto de vista islámico sobre las mujeres no musulmanas se sus­tenta en estas ideas: Dios manda a los musulmanes llevar la yihad a los países no islámicos hasta conquistar el mundo entero. Conforme a este mandato divino, creen que el mundo les pertenece por derecho. Por el mismo argumento, se sienten autorizados a capturar a las mujeres no musul­manas, sobre todo si no se les someten o se islamizan, porque consideran que, al no querer convertirse, carecen de derechos y forman parte del legitimo botín. A estas alturas, si las mismas mujeres musul­manas libres tienen restringidos sus derechos, no debe extrañar que en el sis­tema jurídico islámico la norma decrete que las no musulmanas sean despojadas por completo de cualquier derecho y que estén destinadas, co­mo parte del botín, al reparto y al mercado de esclavos.


En resumidas cuentas, la doctrina coránica instaura la esclavitud co­mo una institución fundamental del islam, y así lo fue, durante siglos, tanto en la economía doméstica como en el mercado internacional de esclavos típico de las sociedades musulmanas. El pingüe aprovisiona­miento de esclavas procedía invariablemente de la guerra y la depreda­ción ejercida contra tierras no musulmanas.



La relación poco ejemplar de Mahoma con las mujeres


La relación de Mahoma con las mujeres representa el paradigma de su­premacía masculina, elevado a un grado superlativo, dado que la tradi­ción le atribuye buen número de esposas. La biografía de Ibn Hisham cuenta que, al morir, dejó un harén de nueve viudas, en su palacio de Medina. El Corán, aunque no da el nombre de ninguna de ellas, sí recoge cómo Dios le concedió derechos y privilegios sobre las mujeres. Hasta el punto de que Dios le declaró lícito, aparte de sus esposas y las esclavas que poseía, tomar a cualquier mujer creyente que se le ofreciera, si él quería casarse con ella.


«¡Profeta! Te hemos permitido a tus esposas, a las que has dado su dote, a las esclavas que posees de lo que Dios te ha dado como botín, a las hijas de tu tío paterno, a las hijas de tus tías paternas, a las hijas de tu tío materno y a las hijas de tus tías maternas que habían emigrado con­tigo. Y a toda mujer creyente, si ella se ofrece al profeta, si el profeta quiere casarse con ella, un privilegio concedido a ti, no a los creyentes» (Corán 90/33,50).


En este aspecto, sin embargo, el «buen modelo» (Corán 90/33,21), que según el libro sagrado del islam constituye Mahoma, tampoco podría ser imitado, pues para el creyente musulmán está prescrito que no puede aspirar a más de cuatro esposas simultáneas (Corán 91/4,3).


Resultan muy reveladoras de la concepción musulmana de la mujer las historias que narra la tradición de Mahoma, donde queda retratado, por ejemplo, a propósito de su matrimonio con Aisha, o en su com­por­tamiento con las adúlteras. Los textos correspondientes de los hadices están publicados como «Mahoma y su matrimonio con la niña Aisha» y «Mahoma y las mujeres adúlteras» en el capítulo dedicado a Mahoma en mi libro La genealogía del islam (2021a; nueva edición 2024).



Las consecuencias del estatuto de inferioridad de la mujer


Al final del recorrido, cae por su peso la conclusión de que, en la religión coránica, el concepto de la mujer musulmana, con respecto al hombre musulmán, presenta un perfil negativo, el de la incontestable inferioridad de la mujer. Está estigmatizada como inferior teológicamente. Es con­si­derada inferior por naturaleza. Es vista como fuente de impureza. Es juzgada como deficiente intelectual y moralmente. Es tratada como in­ferior social y jurídicamente. Tiene menos valor en la venganza de san­gre. Tiene menos derechos en la herencia. Tiene menos derechos en el matrimonio. Está supeditada en la relación sexual. Queda en des­ventaja en el divorcio. Está más indefensa en caso de adulterio. Recibe peor cas­tigo por la homosexualidad. Sufre la mutilación genital. Es descrita como objeto sexual en el paraíso. El velo islámico simboliza la sumisión feme­nina y la supremacía masculina. Esta, y no otra, es la caracterización que queda de manifiesto al indagar en los textos sagrados del islamismo.


La precedente exposición está basada sobre todo en el texto del Co­rán, sin entrar en el estudio de los hadices de Mahoma, y sin tener en cuenta las exégesis musulmanas, ni las escuelas de jurisprudencia, donde las múltiples prescripciones que determi­nan la desigualdad y consagran la infe­rio­ridad de la mujer son aún más lacerantes.


En síntesis, la condición femenina se define en el Corán como taxa­tivamente inferior a la masculina. La inferioridad de la mujer tiene un carácter antropológico, pues su humanidad es menor que la del hombre; tiene un carácter jurídico, en asuntos de testimonio, herencia, matrimonio, repu­dio, violación, homosexualidad, etc.; y tiene un carácter teológico, puesto que la revelación asevera que Dios ha elevado a los varones sobre las féminas, y a ellos les ha conferido autoridad sobre ellas. No cabe ne­gar que aquí subyace una visión misógina, que es la que lógicamente se traduce en las discriminaciones del régimen jurídico.


Si el Corán desvaloriza a la mujer, este menosprecio contagia toda la tradición musulmana ortodoxa, comenzando por los hadices auténticos de Al-Bujari y de Muslim. Desde entonces, incorporado como estructura de pensamiento que orienta la vida, no ha cesado de provocar conse­cuen­cias perniciosas, no solo para las propias mujeres, sino para los hombres y para el con­junto de la humanidad.


Por desdicha, todo esto se escamotea habitualmente en los medios informativos y formativos de nuestra sociedad, en la que no son pocos los émulos del conde don Julián que pacen por la izquierda política, y los nostálgicos del obispo don Opas, entre el redil de los clérigos.

 

La situación de la mujer empeoró bajo el sistema islámico

 

No falta quien alardea de que las mujeres árabes mejoraron su situación y se emanciparon gracias al islam. Para disipar tan burdo espejismo, bas­tan unas sencillas consideraciones sobre lo que relata la propia tradición musulmana: antes de la victoria mahometana, había mujeres socialmente relevantes, que se dedicaban a actividades de carácter público y mercantil administrando su propia fortuna.


– Jadiya, la primera esposa de Mahoma, era una mujer notoria y rica, que dirigía su negocio en el comercio de caravanas, a escala inter­nacional, en el que empleó precisamente a quien luego sería su marido.


– Hind bint Utba, esposa de Abu Sufián, jefe de un clan importante de la tribu curaisí, mantenía negocios con Siria. Fue la madre de Mua­wi­ya, el que llegaría a ser el primer gobernante de la dinastía omeya.


– La madre de Abu Yahl, otro dirigente de la tribu curaisí, que era primo del padre de Mahoma, pero enemigo del islam, poseía y regentaba una tienda de perfumes.


Pues bien, esa clase de actividades, que suponían un grado de auto­nomía, resultaron impensables para las mujeres después de la instaura­ción del sistema político y religioso islámico. Ya no se permitía realizar actividades públicas de ese tipo a las mujeres, que acabaron estando re­cluidas cada vez más en el estricto ámbito doméstico.


El único avance podría haber sido, según resaltan algunos, la prohi­bición del infanticidio femenino. Pero esto tampoco parece seguro, dado que la historiografía actual sostiene que tal práctica no existía ya en la época de Mahoma.


Por otra parte, el islam marginó a las mujeres del espacio público. El uso del velo islámico, que representa simbólicamente el conjunto del sis­tema de restricciones impuesto a las mujeres musulmanas, implica la ne­gación de su mayoría de edad y su férrea exclusión de la vida social y política. Esta marginación de las mujeres, al estar fundada en el intangi­ble Corán, nunca fue cuestionada realmente por ninguno de los grandes pensadores musulmanes.


Un autor tan influyente como Algazel (muerto en 1111) describe a la perfección cuál es la ortodoxia acerca de la mujer musulmana:


«Ella debe quedarse en casa e hilar la lana. No debe salir con dema­siada frecuencia. Debe ser ignorante, no debe ser sociable con sus veci­nos y no debe visitarlos si no es absolutamente necesario. Debe cuidar de su marido y debe testimoniarle respeto, tanto en su presencia como en su ausencia. Debe tratar de satisfacerlo en todo. No debe tratar de engañarlo, ni de sisarle dinero. No debe salir de su casa sin el permiso de su marido y, si él se lo concede, debe hacerlo discretamente. Deberá vestirse con vestidos usados y pasar por las calles vacías. Deberá evitar los mercados públicos y asegurarse de que nadie pueda identificar su voz y reconocerla. No debe dirigir la palabra a un amigo de su marido, in­cluso si ella necesita su ayuda. Su única preocupación será la de preservar su virtud, su hogar, tanto como sus rezos y el ayuno. Si un amigo de su marido viene a visitarlo mientras él está fuera, ella no debe abrir la puerta ni responderle, a fin de salvaguardar su honra y la de su marido. En cual­quier ocasión, ella estará contenta con la satisfacción sexual que le pro­cure su marido. Y siempre estará solícita para poder satisfacer en todo momento las necesidades sexuales de su esposo» (Al-Ghazali, El resurgimiento de las ciencias religiosas. Véase también: «Duties of wife toward husband», en Revival of religious learnings, vol. II. Karachi, Darul-Ishaat, 1993: 43-44).


En el mismo sentido, es elocuente la opinión del filósofo Averroes (muerto en 1198), que estaba absolutamente convencido de la lamen­ta­ble inferioridad femenina: «Él habla de la condición de las mujeres en los países musulmanes para deplorarla. Constata, en efecto, que ellas no tienen otra función que la de ocuparse de los niños y, para obtener algún dinero, la de hilar y tejer. Así, dice que ellas están reducidas al estado de plantas. Pero, en realidad, Averroes no se lamenta por las mujeres. Lo que él deplora es su inutilidad y la carga que representan para su marido» (Delcambre, 2006).

 

La dura realidad de las mujeres en los países musulmanes

 

Los países de mayoría musulmana mantienen en vigor buena parte de las prescripciones coránicas, recogidas en el derecho islámico. En algu­nos de ellos, como Arabia Saudí e Irán, la ley islámica rige totalmente la sociedad y el Estado. En otros, de manera casi completa, como es el caso de Pakistán, Sudán, etc.


Cuanto más islámico se considera un país, tanto más plena y riguro­samente im­pone la ley islámica. De hecho, la gran mayoría de los países miembros de la Organización para la Cooperación Islámica, que son 56 Estados más la Auto­ridad Palestina, presentan en general un pa­norama desolador en este aspecto:


– La mayoría se encuentran estancados en el desarrollo económico, un hecho en el que sin duda influye la postergación social de la mujer.


– No hay ninguna democracia estable en esos países, y la mujer ape­nas tiene acceso a la vida política.


– Ninguno de esos países ha ratificado la Declaración universal de los derechos del hombre. Y en todos ellos, los derechos de las mujeres son ig­norados y sistemáti­camente con­culcados.


– En particular, rechazan la libertad religiosa. Dejar de ser musulmán puede ser perseguido y castigado con pena de muerte.


– Presentan, a nivel mundial, el mayor índice de analfabetismo, que, en áreas rurales, llega a ser masivo.


– En más de la mitad de los países musulmanes, persiste la práctica de la mu­tilación genital femenina (Aldeeb, 2012), y en algunos de ellos incluso el abandono de niñas recién nacidas.


– En esas sociedades regidas por el islamismo, se encuentra la mayor falta de libertad de la mujer (según un informe del Comité de Derechos Humanos de la ONU, en 2003).


Las pretensiones de que hay un liberalismo islámico resultan irriso­rias. Por ejemplo, en Arabia Saudí, en 2018, se introdujo un cambio legal por el que las mujeres pueden conducir, abrir un negocio, asistir a actos deportivos, acceder a la educación e ir al médico sin el permiso de un varón. Ahora bien, en la práctica, la policía religiosa sigue vigilándolas: las mujeres siguen sin poder viajar solas, no tienen autonomía para ca­sarse o divorciarse, ni para prestar declaración ante la policía sin el per­miso de un guardián masculino. Si hacen algo de esto, se exponen a ser amonestadas o condenadas.


Mientras presume de aperturismo, el gobierno saudí ha promovido una aplicación informática que permite a los hombres controlar a distan­cia a las mujeres que están bajo su tutela. Y esta aplicación se distribuye como novedad en las tiendas digitales de Apple Store y Google Play.

 

 

Capítulo 15. La hostilidad hacia los judíos y los cristianos