El sistema islámico

15. La hostilidad hacia los judíos y los cristianos

PEDRO GÓMEZ




- Los hijos de Israel en el Corán
- Las gentes del libro son únicamente los judíos
- Los judíos han incurrido en la ira de Dios, según el Corán
- Los cristianos se hallan extraviados, según el Corán
- Los libros que descienden del cielo: Torá, Evangelio, Corán
- El régimen de ‘dimmitud’ fundamentado en el Corán
- La superposición de capas semánticas en el corpus coránico
- Despertemos de la ingenuidad


Los hijos de Israel en el Corán


Si leemos el Corán, es obvio que las alusiones, las invectivas y los após­trofes referidos a los judíos y los cristianos afloran en muchos pasajes, con mayor extensión que los versículos donde se los nombra explícita­mente. El método que seguiré para estudiar las designaciones explícitas en su contexto inmediato, tendrá en cuenta la posición cronológica, a la vez que empleará tácticas de indagación que permitan conocer, con sufi­ciente precisión, cuál es el pensamiento y la doctrina del Corán, así como la evolución que en él se detecta, aunque sin pretender agotar aquí un análisis monográfico y exhaustivo.


La designación «hijos de Israel» la emplea el Corán 40 veces, en total, y se encuentra repartida a lo largo de los capítulos: 24 incidencias antes de la hégira; y 16, después. Pero su sentido no es homogéneo, sino que cambia drásticamente al pasar del período mequí al mediní. Las men­ciones antehegíricas se producen en narraciones de la historia de Moisés en relación con Faraón, los signos, el éxodo, el paso del mar, la travesía del desierto y la llegada a la tierra prometida.


«Hicimos atravesar el mar a los hijos de Israel. Faraón y sus soldados los siguieron entonces, con furia y hostilidad. Cuando estaba a punto de ahogarse, dijo: ‘Creo que no hay más dios que aquel en el que creen los hijos de Israel’» (Corán 51/10,90).


La expresión «hijos de Israel» posee un significado al mismo tiempo poblacional y religioso. Es el pueblo hebreo, en sentido genérico, here­dero de las promesas de Dios, cuya historia bíblica es evocada como paradigma de la revelación y el favor divino en numerosas suras.


En seis ocasiones, todas ellas anteriores a la hégira, destaca la historia de que Dios entregó a Moisés y a los israelitas el Libro, es decir, la Torá (Corán 48/27,76; 50/17,2; 50/17,4; 60/40,53; 65/45,16; 75/32,23). Por ejemplo:


«Dimos a los hijos de Israel el libro, la sabiduría y la profecía, les proporcionamos cosas buenas y los favorecimos con respecto a todo el mundo» (Corán 65/45,16)


El «libro» por excelencia, la mayor parte de las veces que se mencio
­na, es la Torá. Y equivale, como dijimos en el capítulo sobre el Corán, a la «madre del libro», de la que se hizo una traducción al árabe (Corán 63/43,4; 89/3,7; 96/13,39; 96/13,43).


Sin embargo, en las suras coránicas posteriores a la hégira (la 87 en adelante en orden cronológico), la expresión «hijos de Israel» se refiere, la mayoría de las veces, no a los de los tiempos bíblicos, sino a los coe­táneos a quienes el predicador árabe se dirige, con diferente tono. En el referido capítulo 87 (el 2 de la vulgata), les recuerda su historia pasada y los exhorta a unirse al movimiento mahomético, si bien ya entonces los acusa de negar los signos de Dios (Corán 87/2,83). Mientras que, en el capítulo 112 (5 de la vulgata), arremete contra ellos, acusándolos por sus maldades propias y las de sus antepasados, por violar la alianza con Dios y tergiversar la Torá (Corán 112/5,13), por extraviarse y cometer excesos (Corán 112/5,32), por desmentir y matar a los profetas (Corán 112/ 5,70), por ser unos descreídos y unos malditos (Corán 112/5,78).


También, en ciertos versículos, se trae a colación la figura de Jesús en relación con los hijos de Israel:


– Dios puso a Jesús como ejemplo para los hijos de Israel (Corán 63/43,59).

– Fue enviado a los hijos de Israel como signo de su Señor (Corán 89/3,49; 109/61,6).

– Un grupo de los hijos de Israel, los apóstoles de Jesús, creyeron (Corán 109/61,14).

– Jesús maldijo a los hijos de Israel que no creen (Corán 112/5,78).

– A pesar de los milagros realizados por Jesús, ellos no creyeron, sino que lo imputaron de magia (Corán 112/5,110).


Las referencias a los hijos de Israel, por distintas vías, van evolucio­nando hasta terminar, indefectiblemente, reuniendo elementos para una descripción negativa que los descalifica. Diríamos que, conforme al ses­go ideológico de la versión final del Corán, se trata de armar una justi­ficación para que los hijos de Israel (= Jacob) sean sustituidos por los hijos de Ismael (supuestamente los árabes), apro­piándose estos de la herencia de aquellos. Y así lo observamos nítidamente claro en otros pasajes.


Otra denominación parecida, pero no coextensiva, es la de «gentes de Moisés», utilizada en cuatro ocasiones, todas ellas antes de la hégira. Excepto en una, que es elogiosa (Corán 39/7,159), tienen un cariz ne­gativo hacia esas gentes, por haber actuado mal ante Dios. Y lo mismo ocurre con otras construcciones del mismo tipo, que aparecen espo­rádicamen­te: gentes de Noé, gentes de Hud, gentes de Abrahán, gentes de Lot, gentes de Faraón, gentes de Madián, gentes de Tuba, gentes de Salih, gentes de Al-Rass. Llama la atención que, en todos los casos, esas «gen­tes» o «pueblos» se dibujan con connotaciones peyorativas: des­mienten, descreen, desobedecen. Todos son ejemplos retóricos que tie­nen como fin ilustrar la idea coránica de que muchos pueblos rechazaron a los en­viados de Dios y que por eso fueron severamente castigados. El relato se presenta como escarmiento y advertencia a los oyentes, a la par que va preparando el terreno para uncirlos finalmente a la causa de la yihad, cuya misión básica será agredir, cual brazo castigador de Alá, a todos aquellos que no acepten al profeta del islam.



Las ‘gentes del libro’ son únicamente los judíos


No es tan obvio el significado de la expresión tan tópica de «las gentes del libro», de donde se ha derivado la expresión tópica de «las religiones del libro». Este último calificativo, en una acepción general, podría desig­nar aquellas religiones que tienen un libro sagrado, cosa que ocurre con todas las grandes religiones de India, China, Egipto, Persia y Oriente Medio. Pero, en el texto coránico, esta acepción carece de sentido.


También podría referirse a las tradiciones religiosas monoteístas, in­cluyendo a judíos, cristianos y muslimes, por cuanto poseen un libro canónico, cada cual el suyo, en el que supuestamente se registra la «reve­lación» del único Dios. Pero, si lo pensamos con rigor, en cierto modo, la ex­pre­sión solamente encajaría con el islamismo, pues solo él posee un libro en singular, el Corán. En cambio, la Biblia hebrea no es un único libro, sino una pequeña biblioteca compuesta de cuarenta y tantos li­bros. Y el Nuevo testamento cristiano consta de veintisiete escritos de dife­rentes auto
­res. No les cuadra la designación de «el libro» en singular.


Sin embargo, la exégesis más convincente es otra, la de Sami Albeeb, quien demuestra que la expresión «las gentes del libro» se refiere en exclusiva al pueblo judío, que recibió la escritura, o libro, de Moisés. Ahí, el «libro» designa la Torá. Por tanto, tenemos que descartar como una equivocación el tópico de llamar «gentes del libro» a los cristianos y a los mahometanos. En consecuencia, también es un completo error hablar de las tres «religiones del libro».


Pero pasemos a analizar lo que dice el Corán concretamente. En él, la denominación que destaca sobre todas las demás es precisamente la de «gentes del libro», que se reitera hasta 31 veces. De estas, solo aparece una en los capítulos antehegíricos, de signo tolerante por las circunstan­cias, pidiendo que no se discuta con ellos:


«No disputéis con las gentes del libro, sino de la mejor manera, salvo con aquellos que han oprimido. Decid: ‘Creemos en lo que descendió hacia vosotros y en lo que descendió hacia vosotros. Nuestro Dios y vuestro Dios son uno solo. Y somos sumisos a él’» (Corán 85/29,46).


A diferencia de la expresión «hijos de Israel», distribuida por las suras de La Meca y las de Medina, la locución «gentes del libro» se concentra en capítulos posteriores a la hégira. Esto quiere decir que a esta última identificación se le confirió, entonces, un significado específico que, ade­más, distaba mucho de respetar las buenas maneras. Porque la cons­tante estriba en juzgar negativamente a las gentes del libro, no las de cualquier libro sagrado, sino las del libro por antonomasia: el de la Ley de Moisés. Si repasamos los treinta versículos concernidos, solo encontramos cua­tro en los que parece que se valora en sentido favorable a un grupo de esa gente. Por ejemplo:


«Entre las gentes del libro, hay quienes creen en Dios, en lo que ha descendido sobre vosotros, y en lo que ha descendido sobre ellos. Pos­trados ante Dios, no cambian las aleyas de Dios por un bajo precio. Esos tendrán su recompensa junto a su Señor» (Corán 89/3,199).


Al seguir examinando el texto en su estado redaccional final, com­probamos, en efecto, que, en el conjunto de los versículos donde aparece la denominación «gentes del libro», el significado de la expresión no es meramente descriptivo, sino que está marcado con un sesgo peyorativo: todo son acusaciones, reproches, insultos, imprecaciones y amenazas por parte de los autores del Corán.


«Muchos de las gentes del libro hubieran querido, después de que creísteis, haceros abjurar, por envidia de su parte, después de que la ver­dad se les había manifestado» (Corán 87/2,109).


«Los que descreen entre las gentes del libro, así como los asociado­res, irán al fuego de la gehena, donde estarán eternamente. Esos son lo peor de la creación» (Corán 100/98,6).


No obstante, ahí sigue siendo una incógnita por despejar quiénes son esas gentes del libro, algo no tan evidente a primera vista. Como hemos dicho, hay una interpretación usual que imagina que son conjuntamente los judíos, los cristianos y los mahometanos, pero esta afirmación resulta precipitada. En primer lugar, no puede referirse a los musulmanes, por­que son ellos quienes están señalando a esas gentes del libro como ad­versarios. Tampoco puede referirse al conjunto de los judíos y los cris­tianos, por más que muchos traductores lo hayan entendido así errónea­mente. Porque, en el texto coránico, la designación de «el libro» (o la escritura) indica primordialmente la Torá mosaica, y, en consecuencia, sus «gentes» son solamente los seguidores de la religión judía.


Por lo tanto, hay que desterrar la inercia ordinaria de hablar de las «gentes del libro» sobreentendiendo que abarca a judíos, cristianos y mu­sulmanes. Más aún, es necesario rechazar la frase hecha de las «religiones del libro», que pretende conglobar el judaísmo, el cristianismo y el is­lamismo. Esta interpretación no tiene base ninguna, aparte el hecho de que la frase «religiones del libro» ni siquiera figura en el Corán.


En suma, queda absolutamente claro que el Corán jamás aplica el calificativo «gentes del libro» a los seguidores de Mahoma. Esta desig­nación está referida en exclusiva a los judíos de religión, cuyo libro es la Torá. Aunque sí es verdad que, excepcionalmente, entre la treintena de incidencias de esa expresión, encontramos dos versículos en los que es verosímil que se refiera a los cristianos y, en concreto, a tenor de lo que se dice, más bien a miembros de las iglesias fieles al credo de Nicea:


«No son todos iguales. Entre las gentes del libro, hay una comunidad que, de pie, recita las aleyas de Dios durante la noche, y se prosterna» (Corán 89/3,113).


«¡Gentes del libro! No exageréis en vuestra religión, y no digáis sobre Dios más que la verdad. El Mesías Jesús, hijo de María, no es más que un enviado de Dios, su palabra que él envió a María, y un espíritu de él. Creed, pues, en Dios y en sus enviados» (Corán 92/4,171).


Menos transparente resulta la interpretación de otra aleya que em­pieza: «Di: ‘¡Gentes del libro! No exageréis en vuestra religión’» (Corán 112/5,77). Se trata de las únicas dos ocasiones en que se dice eso de «no exageréis». Y es muy posible que se trate de un añadido tardío al texto. En la mayoría de los casos, queda claro que las «gentes del libro» son únicamente los judíos de religión, incluyendo tanto a los de tiempos pre­téritos y los coetáneos de Mahoma (cfr. Corán 92/4,153-157). En defi­nitiva, para el Corán, las denostadas gentes del libro son los judíos rabí­nicos, aunque existe cierta confusión en unos pocos versículos.


Otra pregunta que suscita el texto es acerca de cuál era el auditorio concreto al que se dirigía la predicación de esos versículos que increpan a los judíos, llamándolos gentes del libro. La respuesta más probable y sorprendente es que los escuchantes directos no son nunca esas «gentes del libro» nombradas. Pues, de los treinta y un versículos de referencia, en diecinueve se habla gramaticalmente en tercera persona, de modo que se habla de ellos, pero no con ellos. Otros seis comienzan anteponiendo un «Di:», lo cual indica una orden de que se les diga algo, y esto supone igualmente que se está hablando de ellos, pero no con ellos:


«Di: ¡Gentes del libro! ¿Por qué no creéis en las aleyas de Dios?» (Corán 89/3,98).


Los seis restantes versículos empiezan directamente con el vocativo «¡Gentes del libro!», pero, a veces, es a continuación de un versículo introducido también por el imperativo «Di:», lo que hace sospechar que en todos los casos, sin excepción, se está tratando de ellos en su ausencia, y que la interjección utilizada no es más que una ficción oratoria. La conclusión sugiere que el texto considera a las gentes del libro, los judíos, suficientemente distanciados ya, y convertidos en objeto de una soste­nida diatriba contra ellos. Y no solo en el plano de la dialéctica verbal o la polémica, sino en el de la explícita confrontación armada, conducente a la conquista de las tierras y la captura del botín de guerra. La moraleja es que, por no creer, o lo que es lo mismo, por resistirse a Mahoma, no solo irán al infierno, sino que ya sufren aquí el terror de la yihad:


«Hizo descender de sus fortificaciones a aquellos de las gentes del libro que los habían apoyado, e infundió el terror en sus corazones. A unos los matasteis, y a otros los hicisteis prisioneros. Él os ha dado en herencia sus campos, sus viviendas, sus bienes y una tierra que nunca habíais pisado. Dios es omnipotente» (Corán 90/33,26-27).


«Es él [Dios] quien desterró de sus viviendas a los que descreyeron entre las gentes del libro, cuando el primer enfrentamiento. No creísteis que serían expulsados, y ellos creyeron que sus fortificaciones los pro­tegerían de Dios. Pero Dios llegó sobre ellos por donde no espe­raban, e infundió el terror en sus corazones. Demolieron sus casas con sus pro­pias manos y con las manos de los creyentes» (Corán 101/59,2).



Los judíos han incurrido en la ira de Dios, según el Corán


El término «judíos» se cuenta 21 veces en el corpus coránico. De ellas solamente dos aparecen en capítulos anteriores a la hégira, en los cuales hay alusiones históricas, pero ninguna referencia a los judíos contempo­ráneos del predicador árabe. Sin embargo, a partir del capítulo 87 en orden cronológico (sura 2 de la vulgata), lo mismo que ocurre con «las gentes del libro», se hace muy presente la mención de los «judíos» y una constante polémica contra ellos.


En el Corán, el término los judíos designa a veces a los judíos en ge­neral, pero más específicamente a los judíos de religión, o sea, los judíos rabínicos, en el mismo sentido que se dice «las gentes del libro» y «las gentes de Moisés». En cambio, la designación «hijos de Israel», como hemos visto, es más amplia y abarca a todos los judíos étnicos, tanto los ortodoxos, como los nazarenos, o incluso los judíos cristianos.


El Corán alecciona a sus creyentes para estar prevenidos frente a los judíos que han descreído a Mahoma, que también  intentarán atraerlos a su religión (Corán 87/2,120; 87/2,135). Redarguye con la tesis de que Abrahán no era judío ni cristiano (Corán 87/2,140; 89/3,67). Específi­camente culpa a los judíos de haber rechazado y asesinado a los profetas enviados por Dios (Corán 87/2,87; 89/3,183-184).


Pero el ataque teológico más radical consiste en culpar a los judíos de religión (rabínicos) de tergiversar las palabras de la Biblia (Corán 39/ 7,162). El Corán los acusa de «cubrir» (raíz kfr) el mensaje de Dios y les aplica el calificativo de kufar (Corán 55/6,91), en sentido condenatorio. El término árabe kufar, que es plural de kafir (étimo del vocablo español «cafre»), se suele traducir por «infieles» o incrédulos, pero literalmente significa «los que cubren». En el Corán, se aplicaba inicialmente solo a los judíos rabínicos, por cuanto se les incriminaba de «cubrir» y ocultar buena parte del verdadero mensaje de la Biblia (Corán 55/6,91). Proba­blemente la acusación se refiera a los textos del Talmud, en sus versiones jero­solimitana y babilónica, que se habían superpuesto a la Torá de Moi­sés (cfr. Gallez 2020: 10-11). Sin embargo, esto no es todo, pues más ade­lante el Corán los acusa, además, de no creer en los signos de Dios, de falsear o callar la verdad (Corán 89/3,70-71), de haber desplazado las palabras mismas de la revelación (Corán 92/4,46; 112/5,13). De ahí que el islam acabara rechazando por completo la Biblia hebrea.


La acusación de kafir constituye un tema coránico recurrente, que llegó a convertirse en la categoría clave para estigmatizar a todos aquellos que se consideran enemigos del islam. La descalificación como «infieles» (kufar) no solo se aplicó a los cristianos, sino también a los politeístas, y luego se ge­neralizó a todos los no musulmanes. Incluso sirvió, y aún se utiliza, co­mo una grave imputación dirigida contra aquellos musulmanes que se juzgan desviados de la ortodoxia.


Por un momento, sin duda poseído de su propia superioridad, el Corán dice que Dios juzgará quién lleva razón entre las religiones enfren­tadas (Corán 103,22/17). Pero, en seguida, arremete aseverando que los judíos ya no mantienen la alianza con Dios (Corán 110/62,6), ni son sus hijos bienamados (Corán 112/5,18). De manera parecida, después de haber afirmado genéricamente que a cada comunidad se le dio un libro y una legislación (Corán 112/5,43-50), se desdice y anatematiza a todos los que no reconocen la revelación coránica. En última instancia, lo que postula el islam es la descalificación y el rechazo total de los otros, en pro de la autoafirmación exclusiva de los seguidores de Mahoma cons­tituidos en pueblo elegido sustituto:


«¡Vosotros que habéis creído! No toméis a los judíos y a los nazare­nos por aliados. Son aliados unos de otros. Quien de vosotros se alíe con ellos es de los suyos» (Corán 112/5,51).


«Encontrarás que los más fuertes de los humanos en enemistad hacia los que han creído son los judíos y los asociadores» (Corán 112/5,82).


«Los judíos dijeron: ‘Esdras es hijo de Dios’ (…) Esta es la palabra de sus bocas. Imitan la palabra de los que ya antes descreyeron. ¡Que Dios los destruya! ¿Cómo son tan perversos?» (Corán 113/9,30).


Otra argucia del Corán estriba en desacreditar el judaísmo y el cris­tianismo postulando como si fuera anterior y superior, una «religión de Abrahán», de cuyo contenido específico no se dice absolutamente nada, porque lo que se predica en realidad no es más que una variedad ju­deo­cristiana; pues no otra cosa era el primitivo islam. Se dice de Abrahán que no era ni judío, ni nazareno (Corán 89/3,67), pero sobre todo que constituye un «buen modelo» para los musulmanes. Y esto lo leemos precisamente en un contexto donde se lo retrata actuando con una into­lerancia brutal y llamando al odio frente a los que no creen. Esta actitud ejemplar de odio es extensible hacia todos los que descreen del islam:


«Tenéis un buen modelo en Abrahán y en los que estaban con él, cuando dijeron a sus gentes: ‘Nos desentendemos de vosotros y de lo que adoráis fuera de Dios. Renegamos de vosotros, y la enemistad y el odio han aparecido entre nosotros y vosotros para siempre, hasta que creáis solo en Dios’» (Corán 91/60,4).


La doctrina coránica con relación a los judíos fue evolucionando desde una inicial exaltación épica de la historia sagrada hebrea, hasta la abierta difamación de los judíos de entonces, para desembocar en la declaración de guerra y el proyecto de avasallamiento, que inspirará el comporta­miento musulmán hacia ellos en el futuro:


«Salvamos a los hijos de Israel del castigo humillante, de Faraón. Era soberbio y desmesurado. Los favorecimos, en conocimiento, respecto a los pueblos del mundo y les aportamos signos en los que hay una prueba manifiesta» (Corán 64/44,30-33).


«Esos a los que se encargó la Torá, pero que no se han hecho cargo de ella, se parecen al asno cargado de libros. Qué detestable parecido el de esas gentes que desmienten las aleyas de Dios. Dios no dirige a las gentes injustas» (Corán 110/62,5).


«Combatid contra aquellos a los que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el último día, no prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no profesan la religión de la verdad» (Corán 113/9,29).


Este decreto de sojuzgamiento quedó acuñado como la última pala­bra de Mahoma sobre el asunto. Será la piedra angular del régimen de dimmitud, de «enemistad y odio», y segregación social para la población judaica en todos los Estados del sistema islámico.


El islamismo, aunque reconoce que los judíos, los cristianos y los zoroastras adoran de alguna manera al único Dios, los clasifica de ordi­nario en la categoría de descreídos, por cuanto no son musulmanes. De ahí que, en la sociedad islámica, solo consigan escapar de la muerte, si se avienen a una de dos salidas que les ofrecen: o la islamización, o la acep­tación del régimen de dimmitud, que equivale a vivir en apartheid, sojuz­gados y avasallados. Jurídicamente la dimma se concibe como un sistema de «protectorado» impuesto, o de «pacto» otorgado; en cualquier caso, fundado en un acto de poder y consistente en una estructura de opresión permanente, por la que esos sectores de la so­ciedad permanecen exclui­dos, confinados y explotados. Así lo predica la doctrina, lo estipula la ley islámica y lo lleva a cabo el comportamiento político, que suele aplicar la intolerancia en diferentes grados, en la medida en que no puede, o no le interesa, exterminarlos del todo; algo que, por des­gracia, tampoco deja de ocurrir en determinados casos.


La razón última justificativa de tanta hostilidad contra los judíos, co­mo todo en el Corán, es de orden teológico: se les culpa e incrimina por haber incurrido en la ira de Dios. No se trata de una expresión incidental, sino de una de las maneras canónicas de referirse a los judíos sin men­cionar su epónimo gentilicio. La acusación es de tal importancia que esa expresión (sea una inter­po­lación, o no) aparece como versículo séptimo de la prime­ra sura coránica, una oración utilizada en el rezo cotidiano y repetida incesante­mente por los musulmanes de todo el orbe:


«Dirígenos por el camino recto, el camino de quienes tú has agra­ciado, no el de los que han incurrido en tu ira, ni el de los extraviados» (Corán 5/1,6-7).


Aunque no sean los únicos que concitan la ira divina, está fuera de duda que, en ese versículo, las imputaciones se refieren respectivamente a los judíos y a los cristianos. Con respecto a los judíos, la expresión «han incurrido en la ira de Dios» se reitera en otros versículos (Corán 87/2,90; 89/3,112; 91/60,13; 105/58,14; 112/5,80). También se los degra­da ase­mejándolos a animales grotescos e impuros. Ya vimos cómo se los com­para metafóricamente con asnos (Corán 110/62,5).


«Cuando transgredieron lo que se les había prohibi­do, les dijimos: ‘Convertíos en monos despreciables’» (Corán 39/7,166).


«Habéis conocido a aquellos de los vuestros que profanaron el sá­bado. Entonces, les dijimos: ‘Convertíos en monos despreciables’» (Co­rán 87/2,65).


«Di: ¡Gente del libro! (…) ¿Os informo de algo peor que eso como retribución ante Dios? Los que Dios ha maldecido, contra los que está en cólera, que él ha convertido en monos y en cerdos, y los que adoran a los ídolos, esos tienen la peor situación, y son los más extraviados del camino recto» (Corán 112/5,60).


Al respecto, no faltan quienes afinan, precisando que los «monos» son los judíos, y los «cerdos» son los cristianos (cfr. Spencer 2006).


La interpretación de que la frase «contra los que está en cólera» o «los que incurren en la ira» de Dios alude a los judíos, y que la expresión «los extraviados» alude a los cristianos (también Corán 5/1,7) es el sig­nificado mantenido por los comentadores y exegetas musulmanes a lo largo de toda la historia (cfr. Aldeeb 2014a y 2014b).


En las compilaciones de leyendas de Mahoma, se ilustra literariamen­te la hosti­lidad obsesiva hacia los judíos, con fantasías en las que la mis­ma naturaleza se confabula contra ellos:


«Abd Allah Ibn Umar narra que el enviado de Dios dijo: ‘Comba­tiréis contra los judíos, y si uno de ellos se esconde detrás de una roca, la roca dirá: –Siervo de Dios, aquí hay un judío detrás de mí, mátalo’» (Al-Bujari, Sahih, tomo 4, libro 16, hadiz 2925).


La misma historieta se cuenta, puesta en boca de Abu Huraira, en Al-Bujari, Sahih, tomo 4, libro 16, hadiz 2926. Debía ser muy popular, porque, en los hadices de Muslim, se repite por triplicado: Sahih, volu­men 7, libro 52, capítulo 18, hadices 7337, 7338 y 7339.

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La inquina de Mahoma hacia los judíos y los cristianos fue en au­mento hasta el fin de sus días. Así lo comprobamos en el relato de su muerte recogido en la célebre biografía de Ibn Sad: «Cuando se acer­caba el postrer momento del profeta, este se tapaba el rostro con una sábana; pero cuando se sintió peor, se la quitó de su rostro y gritó: ‘La condena­ción de Alá caiga sobre los judíos y los cristianos que convirtieron las tumbas de sus profetas en objetos de culto’» (Ibn Sad, Kitab al-tabaqat al-kabir, vol. 1). Y con tales palabras exhaló su último aliento.



Los cristianos se hallan extraviados, según el Corán


En el Corán conocido, el término «nazarenos» aparece en catorce versí­culos, dos veces en uno de ellos. Se suele traducir de forma inexacta por cristianos, con lo cual se ha evitado incluso plantear el pro­blema de los genuinos nazarenos, que deben distinguirse de los cristianos. Solo en los últimos decenios, los islamólogos han descubierto el papel relevante de la secta nazarena. Esta difuminación de los judíos nazarenos sugiere cuán tardía fue la época en la que fraguó el texto final del Corán, cuando, en aquel medio persa de la corte de Bagdad, ni se recordaba ya su existencia, tan determinante en el nacimiento del protoislam. En ára­be, cristianos se dice propiamente masihi (de Mesías), pero, probable­mente por un uso que se normalizó, se les acabó denominando nazara (nazarenos).


Ahora bien, el hecho es que no se ha borrado del todo el rastro de los nazarenos, que fueron mentores del profetismo de Mahoma (cfr. Co­rán 42/25,5; 70/16,103) y aliados suyos en las primeras batallas (cfr. Corán 113/9,100) que pretendían abrir camino hacia la conquista de Jerusalén. De ahí que sea preciso dilucidar cuáles son las menciones que se refieren efectivamente a los cristianos y cuáles conservan una alusión no borrada del todo a los judíos nazarenos. Puede consultarse «Clave de lectura del Corán. Los nazarenos, los asociadores, los judíos, la gente del libro, los kufar y los musulmanes»:

https://religion.antropo.es/_textos/Clave-de-lectura-del-Coran.html


El término nazareno aparece ya en el Nuevo testamento (Mateo 2,23 y Hechos 2,22), y la voz cristiano surgió por primera vez en Antioquía de Siria (Hechos 11,26). De las veces en que el Corán emplea el calificativo «nazarenos», ¿cuándo se debe traducir correctamente por «cristianos» y cuándo por «nazarenos»? Sami Aldeeb, en su Corán en francés, optó por dejar siempre la traducción literal, nazarenos, advirtiendo de la confusión y, en algún caso, de la interpolación existente (en Corán 87/2,62).


Históricamente, la denominación nazarenos alude a la secta judeocris­tiana de la que derivó el primer islam. En cambio, los cristianos son los de las grandes iglesias, imperial, nestoriana y jacobina. Estos cristianos, en ciertos pasajes del Corán, parecen asimilarse a los que allí se llaman «asociadores», es decir, los que ponen otros dioses además de Dios; pero esto no está del todo claro, porque a veces se enumeran a unos y a otros como distintos en la misma aleya (cfr. Corán 103/22,17). Según el aná­lisis codicológico de Jean-Jacques Walter (2014), fue la mano de un autor en particular, distinto de otros redactores del Corán, la que introdujo a un tiempo el monoteísmo y la condena de los «asociadores», entendien­do por tales a los cristianos, con apoyo en la distorsión coránica que insidiosamente confunde la Trinidad con un triteísmo. De ahí el calificar a los cristianos como descreídos o «infieles».


«No digas tres. (…) Dios no es más que un solo Dios. ¡Exaltado sea! ¿Cómo puede tener un hijo?» (Corán 92/4,171).


«Han descreído quienes dijeron: ‘Dios es el Mesías, hijo de María’». (Corán 112/5,17).


«Han descreído quienes dijeron: ‘Dios es el tercero de tres’. Porque no hay más dios que un solo Dios» (Corán 112/5,73).


Lo más probable es que la consideración condenatoria hacia los cris­tianos como «asociadores» no se les adjudicaba en el estrato primitivo del corpus coránico, pero sí se les echaba en cara ya a mediados del siglo VIII. En efecto, Juan Damasceno, en su Libro sobre las herejías (hacia el año 746), lo atestigua:


«Nos llaman asociadores (
ταιριστάς), porque afirman que hemos in­troducido un asociado con Dios, diciendo que Cristo es el Hijo de Dios, y Dios. A estos les respondemos que esto nos lo han transmitido los profetas y la escritura. ¡Y vosotros aseveráis haber aceptado a los pro­fetas! Pues, si decimos equivocadamente que Cristo es Hijo de Dios, es­taban equivocados quienes nos lo enseñaron y nos lo transmitieron» (Juan Damasceno 1864a, columna 767).


Por un lado, los nazarenos (nazara) son citados como amigos y alia­dos de los protomusulmanes, cuando se dice de aquellos que eran una «comuni­dad en el buen ca­mino» (Corán 112/5,66). Y apreciaciones fa­vorables con un sentido parecido se reflejan en otros versículos:


«Los que han creído, los judíos, los sabeos y los nazarenos, los que de ellos han creído en Dios y en el último día y han hecho buenas obras, no tienen nada que temer y no estarán tristes» (Corán 112/5,69).


«Encontrarás que los más cercanos en aprecio hacia los que han creí­do son los que dicen ‘somos nazarenos’. Esto, porque entre ellos hay sacerdotes y monjes, y no son arrogantes» (Corán 112/5,82).


Por el contrario, hay otros pasajes donde se rechaza la fe cristiana, la fi­liación divina de Jesús y la doctrina de la Trinidad: los llamados «naza­renos», en estos casos, solo pueden ser los cristianos de las iglesias de la Antigüedad tardía, contra los que el Corán arremete polémicamente:


«Abrahán no era ni judío ni nazareno, sino que era recto, sumiso. No era de los asociadores» (Corán 89/3,67).


«Los judíos dijeron: ‘Esdras es hijo de Dios’. Y los nazarenos dijeron: ‘El Mesías es hijo de Dios’ (…) Han tomado a sus doctores y sus monjes como señores, fuera de Dios, así como al Mesías, hijo de María, cuando se les ordenó no adorar más que a un solo Dios. No hay más dios que él. ¡Exaltado sea por encima de lo que le asocian» (Corán 113/9,30-31).


En otros casos, «los nazarenos» constituyen una inserción anticris­tiana ulterior. Antoine Moussali, en sus estudios histórico-críticos del Corán, explica por qué en una misma sura, la 5 de la vulgata, se exhorta a los creyentes: «no toméis a los judíos y a los nazarenos como aliados» (Corán 112/5,51); y poco después se contradice afirmando que los más amigos de los creyentes son los que se denominan «nazarenos» (Corán 112/5,82). Pues bien, al salmodiar el versículo 51, se nota que la expre­sión «y los nazarenos» rompe el ritmo de la frase, por lo que se trata visiblemente de un añadido al texto primitivo (cfr. Moussali 1996).


Hay que destacar que se habla de los «judíos» y los «nazarenos» so­lamente en capítulos posteriores a la hégira, lo cual significa que antes no se habían suscitado las polémicas con ellos. Fue sin duda el contexto de la invasión y la guerra lo que dio ocasión a la enemistad. Y es posible, incluso, que ese enfrentamiento fuera posterior a la muerte de Mahoma, de tal modo que los hadices y la biografía contendrían leyendas ficticias, elaboradas a posteriori, con el fin de legitimar la política de los califas.


Llama igualmente la atención que, en los 14 versículos donde aparece la palabra «nazarenos», se hable a la par de los judíos y los nazarenos en todos los casos excepto uno, que solo menciona a los nazarenos (Corán 112/5,14), pero que, no obstante, tiene su paralelo con la misma acusa­ción dirigida a los judíos (Corán 92/4,46). Da la impresión de que, al dar la última mano al texto, se empaquetaron juntos a unos y otros, para descalificarlos, sin la menor sensibilidad para distinguir a los auténticos nazarenos, aquellos híbridos judeocristianos, que tan decisivos habían si­do en los orígenes del islam primitivo. Así, aquellos
nazarenos, mentores y aliados, fueron literalmente raspados del texto coránico.


Al final, el destino dictaminado para los cristianos es el mismo que el de los judíos. Descalificados por herejes, descreídos y asociadores, no se debe pactar ninguna alianza con ellos, porque son enemigos a los que hay que ate­rrorizar con la amenaza del infierno:


«Infundiremos el terror en los corazones de los que han descreído, por haber asociado a Dios algo de lo que él no ha hecho descender nin­gún argumento de autoridad. El fuego será su albergue. ¡Qué de­testable morada para los opresores!» (Corán 89/3,151).


La animadversión conduce a tachar a los cristianos como inmundos «cerdos» (Corán 112/5,60). Se les declara la guerra, que no cesará hasta que se sometan a la hegemonía musulmana. Y también se les aplicará, quizá impropiamente, el decreto de reducción al estado de dimmíes (cfr. Corán 113/9,29):


«Una vez transcurridos los meses prohibidos, matad a los asociado­res allí donde los encontréis, capturadlos, asediadlos, ten­dedles embos­cadas por todas partes. Pero si se arrepienten, hacen el rezo y pa­gan el tributo, entonces dejadlos en paz. Dios es indulgente, mise­ricordioso» (Corán 113/9,5).


«¡Vosotros que habéis creído! Los asociadores no son más que im­pureza. Que no se acerquen al santuario prohibido» (Corán 113/9,28).


«Es él quien ha mandado a su enviado con la dirección y la religión de la verdad, a fin de que la haga prevalecer sobre toda otra religión. Aunque repugne a los asociadores» (Corán 113/9,33).


«Combatid contra todos los asociadores, como todos ellos os com­baten» (Corán 113/9,36).


Tras las escaramuzas dialécticas, en la encrucijada oportuna se pasa a la batalla militar a lomos de caballo y blandiendo las cimitarras. Como es normativo, esta actitud tan violenta contra los cristianos busca una fundamentación teológica en la palabra divina, presuntamente revelada en el Corán. El pecado imperdonable es que andan «extraviados». ¿Por qué? En el plano mítico, por considerar a Jesús como hijo de Dios y no adherirse a la predicación del mesianismo mahomético. En el plano prác­tico, por no obedecer a Mahoma, por oponérsele y resistir al avance de la yihad que Dios manda. Como ya hemos puesto de relieve, la hostilidad se consagra y se inserta simbólicamente en el rezo islámico diario, y así el culto va modelando una predisposición anticristiana:


«Dirígenos por el camino recto, (…) no el de los extraviados» (Corán 5/1,6-7).


Estos categorizados como «extraviados» son, por antonomasia, los cristianos. La idea de extraviarse del camino de Dios, contrapuesta a es­tar en la buena di­rección, es muy frecuente por todo el texto del Corán: la palabra y sus derivados se repite unas 190 veces. Se llega a decir lite­ralmente que «Dios extravía a quien él quiere y dirige a quien él quiere» (Corán 43/35,8; también: 55/6,39; 59/39,36; 60/40,33; 70/16,93; etc.). Pero, sobre todo, «Dios extravía a los descreídos» (Corán, 60/40,74).


«Aquel que desobedece a Dios y a su enviado, se ha extraviado con un extravío manifiesto» (Corán 90/33,36).


Pero hay cierto número versículos en los que parece verosímil que se esté llamando extraviados a los cristianos en particular, aunque no es del todo con­cluyente:


«¿No has visto a aquellos a los que se les dio una parte del libro? Lo cambian por el extravío, y quieren que os extraviéis del camino» (Corán 92/4,44).


«Quienes han descreído y han rechazado el camino de Dios, se hallan extraviados con un extravío lejano» (Corán 92/4,167).


No obstante, los exegetas y comentadores de la tradición musulmana son prácticamente unánimes en la interpretación de que los «extravia­dos» aludidos en la primera sura representan a los cristianos.


Por otro lado, hay pasajes donde encontramos una proclama pare­nética para seguir «la religión de Abrahán» (Corán 87/2,135 y otras cinco iteraciones), invocada en contraposición a la religión de los judíos, los nazarenos y los asociadores. Pero, si ese argumento fuera consecuente, exigiría también abandonar la religión de Mahoma, a todas luces mucho más próxima a la ley del judaísmo que a la mítica fe de Abrahán, de quien apenas se nos dice que fue un hombre recto, o un gentil.


En fin, citemos un estudio que analiza las cambiantes actitudes del Corán con relación al cristianismo: el autor argumenta a favor de una inte­resante hipótesis según la cual, durante el surgimiento gradual del islam, entre 610 y 710, la figura de Jesús fue siendo sustituida en parte por la figura del profeta Mahoma, que viene a ocupar el puesto de nuevo mesías (cfr. Segovia 2015).



Los libros que descienden del cielo: Torá, Evangelio, Corán


En la visión simplista, que quizá solo sea proyección de la propia imagen sobre los demás, el libro atribuido a Mahoma, el Corán, se llama «libro» a sí mismo, pero en él también se designa como «libro» (en singular e impropiamente porque no son un libro) a la Torá, y al Evangelio.


De hecho, las palabras «libro» (o escritura) y «corán» (leccionario) utilizadas en el Corán no se refieren, la mayoría de las veces, a lo que históricamente llamamos el Corán, sino a la Biblia hebrea, en especial la Torá, que se leía o recitaba en las reuniones litúrgicas de los protomu­sulmanes, unidos con los judeonazarenos en los primeros tiempos, si bien no podemos precisar hasta cuándo.


El término «Torá» aparece 17 veces en el corpus coránico: de ellas, 16 en suras posteriores a la hégira, lo que significa toda una reivindi­cación de la Biblia potenciada en los tiempos más borrascosos. El movimiento que más tarde daría lugar al islamismo no se concebía a sí mismo, todavía, como una religión autónoma, ni nueva.


Por su parte, el término «Evangelio» se utiliza 12 veces: once de ellas en capítulos posteriores a la hégira. Y llama la atención que, en diez oca­siones, se asocie en el mismo versículo la Torá y el Evangelio, de modo que habitualmente se vinculan las menciones de una y otro. Esto puede ser un claro indicio que desvela la pertenencia al nazarenismo (dado que los nazarenos tenían como libros sagrados el Pentateuco y una versión peculiar del Evangelio según Mateo).


Una única vez se dice «gentes del Evangelio» (Corán 112/5,47), sin que nunca se emplee la expresión paralela «gentes de la Torá», inexis­tente, porque evidentemente se los denomina «gentes del libro», como hemos concluido más arriba.


Mahoma y los premusulmanes se habían adherido a la religión del nazarenismo, que combinaba las tradiciones de Moisés y de Jesús. Y tal es lo que Mahoma predicó y lo que guio sus andanzas toda su vida.


Así, en el Corán, cuando se plantean dudas acerca de la enseñanza de Ma­ho­ma, se remite a los oyentes a que pregunten a los que ya antes tenían el libro (Corán 51/10,94). Es una declaración de cuáles son sus fuentes. La remisión al libro de los judíos constituye la mayor prueba aducida para defender la autenticidad de lo que descendía, es decir, lo que se revelaba por boca de Mahoma, una predicación que simplemente era un «recordatorio» y una «con­firmación» de lo que Dios ya había revelado antes, por medio de Moisés y por medio de Jesús.


«Ha hecho descender sobre ti el libro con la verdad, que confirma lo que está antes de él. Él hizo descender la Torá y el Evangelio, ante­rior­mente, como dirección para los humanos» (Corán 89/3,3-4).


Al principio, a los protomusulmanes se les requería creer, no solo en el libro de su enviado, sino en los libros revelados anteriores:


«¡Vosotros que habéis creído! Creed en Dios, en su enviado, en el libro que ha hecho descender sobre su enviado, y en el libro que había hecho descender antes. Quien no cree en Dios, en sus ángeles, en sus libros, en sus enviados y en el último día, se ha extraviado con un ex­travío lejano» (Corán 92/4,136).


El Corán sostiene que el mesías Jesús vino precisamente a confirmar la Torá (Corán 89/3,50), y afirma una continuidad hasta el punto de pre­tender que, en el Evangelio, Jesús habría anunciado la futura llegada de Mahoma (Corán 109/61,6). Y el personaje de Jesús se alza por encima del mismo profeta, gracias a los milagros que hizo, con la autoridad de Dios (Corán 112/5,110).


Mahoma buscó apoyo en la autoridad reconocida de la Torá y el Evangelio para legitimarse (Corán 111/48,29). E insistía en que tanto la Torá como el Evangelio contienen verdadera «dirección y luz» para los humanos (Co­rán 112/5,44 y 46).


A pesar de todo, los redactores del Corán giran hacia una posición cada vez más ambivalente y, finalmente, de crítica radical hacia los libros bíblicos y hostil respecto a las comunidades que los poseían. Aparte de introducir una cuña sobre Abrahán, para relativizarlos en un juicio re­trospectivo (Corán 89/3,65), amagan con descalificaciones: tenían la Torá, pero no la observaban (Corán 110/62,5), le volvieron la espalda (Corán 112/5,43), la alteraron por un bajo precio (Corán 112/4,44). Y sentencian que su comportamiento no se adecuaba a lo prescrito por los libros revelados:


«Si se hubieran conformado a la Torá, al Evangelio y a lo que ha descendido hacia ellos de su Señor, habrían recibido sustento de lo que hay en el cielo y en la tierra» (Corán 112/5,66).


«Di: ‘¡Gentes de libro! No tenéis ningún fundamento hasta que apliquéis la Torá, el Evangelio y lo que ha descendido hacia vosotros de parte de vuestro Señor’» (Corán 112/5,68).


En estos dos versículos precedentes, la frase «lo que ha descendido hacia ellos de su Señor» (con referencia al Corán) seguramente constituye un añadido póstumo. Y lo mismo ocurriría en el versículo citado a con­tinuación, que postula nada menos que una legitimación de la yihad, de­nominada «combate en el camino de Dios», con base en los tres libros sagrados, alineando el Corán detrás de los otros dos:


«[Los creyentes] combaten en el camino de Dios, matan, y se hacen matar. Una verdadera promesa suya en la Torá, el Evangelio y el Corán» (Corán 113/9,111).


Pero el desarrollo del mensaje coránico no se detiene en esa equipa­ración. El paso siguiente fue desacreditar las escrituras bíblicas, acusando a judíos y cristianos de alterarlas, olvidarlas, tergiversarlas y falsificarlas:


«Hay judíos que desplazan de su lugar las palabras (…) Tergiversan con sus lenguas y atacan la religión» (Corán 92/4,46).


«[Los hijos de Israel] desplazan las palabras de su lugar, y han olvidado una parte de lo que se les había revelado. (…) Hicimos un pacto con los que decían ‘somos cristianos’, pero han olvidado una parte de lo que se les había revelado. Hemos suscitado entre ellos enemistad y odio hasta el día de la resurrección» (Corán 112/5,13-14).


«¡Gentes del libro! Nuestro enviado ha venido a vosotros, a mani­festaros mucho de lo que habíais ocultado del libro» (Corán 112/ 5,15).


Al final del trayecto, el islam acaba rechazando por completo las escrituras judías y cristianas, y podemos colegir que materialmente se destruyeron los ejemplares utilizados en la liturgia de los nazarenos. Por­que el islam no conservó ni el Antiguo testamento, ni el Nuevo testamento (a diferencia de la cristiandad, que asumió como propia la Biblia hebrea). De manera que el Corán, p
or un lado, extrajo la sustancia religiosa de la Torá y del Evangelio y, por otro, los anatematizó por presunta falsi­ficación, sin que, en realidad, haya la mínima prueba histórica de que los textos de la Torá y del Evangelio hayan sido manipulados (algo que sí está demostrado con respecto al Corán).


También es necesario aclarar que el término evangelio puede en­ten­derse de dos maneras: aludiendo al mensaje de Jesús, o bien en el sentido del Evangelio en cuanto libro. Pero, en esta última acepción, no es uno, sino que son cuatro los Evangelios canónicos. El Corán siempre habla del «Evan­gelio» en singular y como libro (equiparado a la Torá y al pro­pio Corán). Esto supone falsear la referencia al libro, en singular, puesto que en realidad son cuatro libros. Igualmente yerra al afirmar que Jesús recibió ese libro, una invención absurda, puesto que los libros de los Evangelios cristianos se escribieron varios decenios después de la cruci­fixión de Jesús. Y además, si nos preguntamos por el contenido que el Corán atribuye al Evangelio, no corresponde en absoluto al mensaje de Jesús; más aún, resulta frontalmente anticristiano, por cuanto el Corán niega puntos fundamentales, como la muerte y la resurrección de Jesús, o su filiación divina, que pertenecen al núcleo constitutivo del «mensaje» de los Evangelios canónicos cristianos.



El régimen de ‘dimmitud’ fundamentado en el Corán


Tras la conquista árabe musulmana de provincias pertenecientes al Im­perio Romano de Oriente, todos los habitantes que se mantuvieron cris­tianos pasaron a ser súbditos de segunda clase. Al principio, no se les forzaba a convertirse a la religión de los sarracenos, pero pronto se los privó de derechos básicos: no se les permitía ejercer cargos políticos, ni celebrar públicamente su culto, ni construir iglesias, ni exponer la cruz, etc.; soportaban onerosos impuestos y humillaciones. Con el tiempo, sufrieron toda clase de coacciones, extorsiones y arbitrariedades, que los hicieron disminuir de modo paulatino.


La organización concreta del régimen de la dimma no está desarrolla
­da en el Corán, pero hay un versículo, ya citado, que canaliza la actitud hostil hacia judíos, cristianos y zoroástricos, al tiempo que aporta a los musulmanes el funda­men­to último para esa institución de avasalla­mien­to imperativo que se les aplica:


«Combatid contra aquellos a los que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el último día, que no prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no profesan la religión de la verdad, hasta que paguen el tributo en mano, y en estado de humillación» (Corán 113/9,29).


Un estudio monográfico, rigurosamente documentado, sobre este versículo que sirve de fundamento al tributo impuesto a judíos y cris­tianos, la yizia, lo tenemos en Sami Aldeeb (2016e).


El islam justifica el origen de este sistema de sometimiento al domi­nio islámico, que dio en llamarse dimma, o régimen de dimmitud, y que los clasifica como dimmíes, con apoyo en dos referencias fundadoras, sobre cuya base legislaron luego los jurisconsultos musulmanes:


1. Mahoma, tras la toma del oasis judío de Jaibar, en 628, después de matar a los jefes y capturar esclavas, permitió que siguieran viviendo en el lugar y cultivando sus tierras, a cambio de que le entregaran como tributo la mitad de la producción. Y con la advertencia de que se reser­vaba el derecho a expulsarlos de allí en cualquier momento. Así lo relatan tanto los hadices de Al-Bujari como la biografía de Ibn Hisham.


2. El califa Omar, en 638, después de la rendición de Jerusalén nego­ciada con el patriarca Sofronio, otorgó a los cristianos un pacto de sumi­sión con estrictas condiciones. Existe un texto, conocido como Pacto de Omar, que conserva, según dicen, las estipulaciones concretas (en algunas pá­ginas de Internet se hallan versiones que omiten las condiciones más ominosas; otras ofrecen una traducción horrenda, o sin más han supri­mido el texto). Ahora bien, la historicidad de este documento resulta más que dudosa, lo mismo que ocurre con la de todo lo concerniente a los primeros tiempos del islamismo. El referido documento puede consul­tarse en Internet, mientras siga estando ahí:

https://laverdadofende.blog/2014/11/25/el-pacto-de-omar-islam/


Está claro que instaurar la dimmitud es uno de los instrumentos de la yihad, cuyo objetivo, tras la conquista, estriba en el confinamiento de los no musulmanes resignados, bajo un sistema de dominación, en el seno de la sociedad islámica, regida por la ley teocrática derivada del Corán. Es como una yihad consolidada estructuralmente en un régimen de se­gregación social para quienes pro­fesan, aunque sea imperfectamente, el monoteísmo, razón por la que son «tolerados». La dimmitud fue la fór­mula de sometimiento diseñada por los califas para mantener desar­madas e impotentes a las poblaciones que habían sido vencidas: «un sistema jurídico y religioso de discriminación hacia los no musulmanes, que los redujo (…) al estado de minorías fósiles, cuando no fueron completamente eliminadas», en palabras de la gran inves­tigadora de la dimmitud, Bat Ye’or (2005a: 15).


El sistema de la dimma constituye la imposición de un estatuto de privación de derechos para la población no musulmana, en particular judíos, cristianos y zoroástricos. En principio, tras haberse rendido, se les respeta la vida, por ser de alguna manera monoteístas, siempre que se avengan a someterse al «protectorado» por parte de la teocracia islá­mica, y no intenten salir de su régimen de confinamiento social. Ahí se los somete a depredación tributaria (la yizia) y, en cualquier circunstancia, sus derechos se hallan postergados frente a los de cualquier musulmán, y a merced de las arbi­tra­riedades de los gobernantes.


A los politeístas o idólatras, lo mismo que a los ateos, se les niega todo derecho, absolutamente. El dilema al que se les conmina es: o bien la conversión al islam, o bien la desposesión total. Si se niegan a con­ver­tirse, los varones serán ejecutados, todos sus bienes expropiados, sus mujeres e hijos reducidos a esclavitud. Esta es la norma del sistema. Citemos al prestigioso islamólogo Joseph Schacht, cuando escribe sobre la po­sición legal de los no musulmanes:


«La base de la actitud islámica hacia los no creyentes es la ley de la guerra; estos tienen que convertirse, o ser subyugados, o matados (ex­cepto las mujeres, los niños y los esclavos); la tercera alternativa, en ge­neral, solo ocurre si se rechazan las dos primeras. Como excepción, a los árabes paganos solo se les da la opción entre conversión al islam o muer­te. Aparte de esto, los prisioneros de guerra pueden ser esclavizados, o matados, o dejados con vida como dimmíes libres, o canjeados por prisioneros de guerra musulmanes, a criterio del imán; también se firma un tratado de rendición que conforma la base legal para el trato a los no musulmanes a los que se aplica. A menudo se le llama dimma, ‘compro­miso’, ‘pacto’, ‘responsabilidad’, porque los musulmanes se compro­meten a salvaguardar la vida y la propiedad de los no musulmanes en cuestión, que son llamados dimmíes. Este tratado estipula para los no mu­sulmanes que se han rendido todos los deberes que derivan de ello, en particular el pago de tributo, es decir, el impuesto de capitación (yizia) y el impuesto sobre la tierra (jaraŷ), cuyo monto se determina en cada caso. Los no musulmanes tienen que vestir con ropa distintiva y tienen que marcar con signos distintivos sus casas, que no pueden edificarse más altas que las de los musulmanes; no pueden montar a caballo ni portar armas, y tienen que ceder el paso a los musulmanes; no pueden escan­dalizar a los musulmanes mostrando abiertamente su culto o sus costum­bres distintivas, como beber vino; no pueden edificar nuevas iglesias, sinagogas, o ermitas; tienen que pagar el impuesto de capitación en con­diciones de humillación» (Schacht 1964: 130-131).


Así, la historia de los mozárabes hispánicos, entre principios del siglo VIII y finales del XI, en Al-Ándalus, constituye un paradigma de la suer­te lacerante de los dimmíes bajo la dominación islámica. Léase Historia de los mozárabes de España, de Francisco Javier Simonet (1903); Al-Ándalus y la cruz, de Rafael Sánchez Saus (2016); Histoire et société en Occident musulmán au Moyen Âge, de Vincent Lagardère (2017).


En realidad, durante siglos, los dimmíes, avasallados, contribuyeron en mayor medida que los súbditos de primera clase al mantenimiento del sistema que los oprimía. Eran el sector no musulmán de la población sobre el que parasitaba el sector musulmán y, en particular, la oligarquía que detentaba el poder del califato.


En ciertos casos, la fórmula de la dimma se ha aplicado a otros grupos no musulmanes, además de a judíos y cristianos. Por ejemplo, histó­ri­ca­mente, durante la conquista de India, en zonas donde la población hindú y budista era demasiado numerosa para forzarlos a convertirse, y tam­poco podían de­ca­pitarlos a todos, se empleó de hecho una variante del régimen de dimmitud para someterlos.


En el seno de los sucesivos imperios islámicos y en los países mu­sulmanes, el hostigamiento contra judíos y cristianos no cesó nunca, aun­que variara su grado de opresión, y no se suavizó realmente hasta la lle­gada de la colonización europea.


En la historia y en la actualidad, cabe distinguir también otra variedad de dimma, hacia el exterior. Cuando no logran derrotar a un país de dar al-harb (territorio de guerra), las normas de la yihad prevén ofrecer una paz temporal, un armisticio, a cambio de humillarse ante el imperialismo musulmán y pa­gar un cuantioso tributo anual. De este modo, el país en esa situación pasa a considerarse como dar al-sulh (territorio de tregua). Tal sería hoy, según algunos eruditos, el caso de Europa en relación con los Estados árabes, en el marco del llamado Acuerdo Euro-Árabe fir­mado a mediados de los años 1970 (consúltese Bat Ye’or 2005a).


El totalismo islámico no es capaz de conformar su sociedad y sus relaciones con las demás naciones más que mediante la exclusión y la violencia. Como otras ideologías totalitarias, el germen del islamismo se muestra al­tamente contagioso, y sus efectos resultan fatalmente devas­tadores para la igualdad, la libertad y la racionalidad humanas.



La superposición de capas semánticas en el corpus coránico


Como en todos los temas analizados en el corpus coránico, también en este de las relaciones con los judíos y los cristianos, descubrimos una sucesión de estratos redaccionales que se fueron sedimentando con el paso del tiempo, unos probablemente ya en los materiales de los códices originales, otros por obra de censores y escribas que fueron perfilando el texto, y que han dejado en él las trazas de varias capas de significación superpuestas, que encontramos a veces yuxtapuestas, a veces erosio­na­das, a veces entremezcladas. La evolución es algo normal, porque cam­bian las situaciones y los puntos de vista, pero hallarla en un mismo libro, en un mismo capítulo y, a veces, en un mismo párrafo, vuelve el mensaje problemático, ambivalente y hasta contradictorio. Para salir del atolla­dero recurrieron a las doctrinas de la abrogación, lo cual quizá ayude en determinados casos, pero en muchos otros resultan oscuros sus criterios. Aunque desconocemos la cronología de los pasajes y las variantes, nos queda el análisis del texto final, para el que rastreamos el contexto ideo­lógico y el entorno histórico.


Según hemos podido comprobar a lo largo del tema, un análisis me­tódico nos puede desvelar con un grado aceptable de aproximación, y siempre susceptible de mejora, cuál ha sido la historia de los signi­ficados. Trataré de hacerla inteligible aplicando un modelo en cierto mo­do arque­ológico. Aunque el texto puede parecer una superficie plana, debemos concebir que en él afloran, o subyacen, distintos «estratos», que remiten a otros tantos momentos de la evolución doctrinal y política, y que cris­talizaron lingüísticamente en la redacción.


Todo demuestra que el contenido básico de la predicación de Ma­homa procedía de la Biblia hebrea, sobre todo de la Torá, las historias y los preceptos del Pentateuco, junto a breves extractos de los profetas, com­ple­men­tados con elementos del Evangelio. Solo tardíamente el pro­toislam co­menzó a distanciarse de los judíos y los cristianos, entrando en con­flicto creciente con ellos, pero sin dejar de apropiarse de las tra­diciones que de ellos había recibido, adaptándolas y remodelando aspec­tos específicos, hasta terminar por configurar el perfil propio de la nueva comunidad sarracena.


En primer lugar, la evolución de la relación con los judíos se puede sintetizar en cuatro pasos consecutivos:


A. Tomando pie en los relatos bíblicos, se habla de los hijos de Israel, como pueblo elegido por Dios, como herederos de la promesa que Dios hizo a Abrahán y Jacob, considerándolos prototipo de los creyentes. También se exalta a Moisés, que transmitió el libro de la Torá.


B. Se culpa a las gentes de Moisés, porque, a pesar de tener el libro con la ley de Dios, no la cumplieron. Más aún, cuando Dios les envió profetas, los desmintieron, los persiguieron y hasta los mataron.


C. Los judíos se negaron a creer en lo revelado a Mahoma, aunque este solo confirmaba lo que ya estaba escrito en la Torá. No creyeron ni obedecieron la verdad que había descendido sucesivamente en la Torá, el Evangelio y el Corán.


D. Los judíos son acusados de falsear las palabras de la Torá. Se dice que son perversos y que han suscitado la ira de Dios. Por ello, serán castigados. Con esta acusación se justifica atacarlos, matarlos y avasallar­los como un deber de los árabes mahometanos, los únicos que poseen la religión de la verdad y el libro que la contiene.


De manera paralela, observamos en el Corán la evolución con res­pecto a los cristianos (sin dilucidar ahora las diferencias, ya señaladas, entre cristianos y nazarenos). Las etapas se pueden resumir así:


A. Primero se describe a los cristianos como amigos, aliados y auxi­liares. Se dice que van por el buen camino, que creen en Dios y en el último día, y que obran bien. Al mismo tiempo, se exalta al mesías Jesús y se afirma que el Evangelio es un libro luminoso.


B. Se lanzan invectivas contra la creencia cristiana en la filiación di­vina de Jesús y contra el misterio de la Trinidad. También les acusa de servir a los monjes como señores.


C. Se prohíbe el trato con los cristianos y el tomarlos como aliados, a la vez que se los tacha de «asociadores», cada vez con mayor agresividad verbal.


D. Se decreta la agresión física, la guerra y el terror contra los cris­tianos. Jesús es sustituido por Mahoma. El Evangelio es desplazado por el Corán. Mediante una singular reinterpretación islamizada, se apropian del mesías y de la escatología, y pretenden la implantación del reino de Dios por medio de la violencia. Al final del trayecto, los musulmanes acaban creyendo que solo su profeta y su libro poseen toda la verdad.


En el Corán, pues, las relaciones tanto con los judíos como con los cristianos describen un mismo itinerario. Mahoma y los suyos parten desde una posición de neófitos que se entregan al proselitismo mesianis­ta y escatológico, de signo nazareno. Luego, buscan atraerse a los afines en religión, contemporizando con ellos como posibles aliados. Como no responden a lo esperado, polemizan con ellos y los recusan por descreí­dos, con una oratoria cada vez más agresiva. Finalmente, imbuidos por un radicalismo milenarista que cree llegada su hora, se lanzan a la guerra y la destrucción de todos aquellos que no se les rinden. Ahí está ya en ciernes la génesis del islam.


Los que recopilaron las hojas sueltas del primitivo Corán jamás pen­saron que venían a sustituir a la Biblia. Mahoma y sus inmediatos suce­sores jamás tuvieron la intención de fundar una nueva religión. Presen­tan a Mahoma y sus seguidores como aquellos que cumplen lo que esta­blecía la Torá y el Evangelio, como si fueran los verdaderos judíos y los ver­daderos cristianos (Corán 111/48,29). Sin em­bargo, los escribas cali­fales que revisaron la última versión coránica y fijaron el texto canónico invirtieron la significación inicial: mahometi­zaron a todos los demás profetas y mitificaron a Mahoma elevándolo junto a Dios en la confesión de fe. Al final, desterraron la Biblia y entronizaron el Corán.


A través de ese recorrido, se fue operando un proceso de sustitución completa: descalificado el pueblo judío, fue sustituido por el árabe; acu­sados de falseamiento, la Torá y el Evangelio fueron reemplazados por el Corán. Las figuras bíblicas de la Biblia hebrea y del Nuevo testamento se reconvirtieron en personajes propios del Corán, plenamente isla­mi­zados y al servicio de la causa, en historias remodeladas y narradas en lengua árabe. Así, se consumaba lo que cabe describir como un caso manifiesto de canibalismo cultural. El islam, finalmente, quedó con­solidado en un nue­vo sistema semiótico independiente.


La labor de los sucesivos escribas del Corán dejó su impronta en el texto, pero nadie se preocupó por expurgar a fondo los versículos obso­letos de las suras, con el fin de dar consistencia de conjunto al plantea­miento final. Por eso, quedaron muchos versículos incoherentes entre sí. Sin embargo, esto no impide que los musulmanes, más allá del Corán, cuenten con unas doctrinas ortodoxas muy estrictas, desarrolladas exten­samente, que hallamos en la tra­dición de los hadices, las biografías de Mahoma, los comentarios, las historias y las escuelas de jurisprudencia.


Como el saber de las abrogaciones es patrimonio de los especialistas, los musulmanes corrientes se las arreglan con el sermón de los viernes. No les preocupan lo más mínimo las incoherencias, si es que se percatan de ellas. Además, tienen su utilidad. El repertorio de variantes entre­mez­cladas será aprovechado, utilizando unas u otras aleyas como señuelo o camuflaje, en el combate dialéctico con los no musulmanes. Cualquier musulmán sagaz, cual­quier apologista del islam, puede extraer del libro la cita más oportuna con la cual de­fender la posición que más interese a sus fines, en tal o cual momento, haciendo caso omiso de su validez actual conforme a la doctrina de la abrogación.


La construcción del primer islam había sido un resultado imprevisto. Nadie lo hubiera pronosticado en vida del profeta, ni en La Meca, ni en Medina. Pero, al final, el islamismo es lo que llegó a ser de hecho, en medio de aquellos acontecimientos históricos contingentes y así quedó constituido y reflejado en las úl­timas fases del libro. Si nos remontamos hacia atrás en el tiempo de su composición, llegaremos hasta las comu­nidades mesiánicas de los nazarenos de principios del siglo VII. Y si re­trocediéramos aún más, hasta varios siglos antes, nos encontraríamos con unas sinagogas de judíos cristianos, disidentes de las iglesias apos­tólicas, fieles observantes de la ley de Moisés y entusiastas de los profetas hebreos que anunciaron el reino escatológico del Mesías; un reino que, como los movimientos milenaristas que les sucedieron, esperaban ins­taurar en la tierra, acaudillados por Jesús en su venida final.


Puede consultarse en Internet una presentación sistemática de lo que el Corán dice acerca de los judíos y los cristianos, que resume las investi­gaciones de Édouard-Marie Gallez (2017).



Despertemos de la ingenuidad


Esos bienintencionados que promueven caritativamente el acerca­mien­to, la hermandad, el diálogo cristiano-musulmán tienen, en general, poca idea de lo que dicen, por muy teólogos que sean algunos. Antes de nada, deberían conocer mejor lo que los musulmanes han dicho y hecho en la historia, lo que hacen y se proponen hoy. Deberían investigar cuál es la doctrina islámica consagrada por su tradición y, sobre todo, saber qué establece el Corán, de manera taxativa e inapelable. Solo quienes no co­nocen el islam y quienes leen sus textos sin entenderlos pueden alentar ilusiones tan vanas en relación con aquellos a quienes su Dios les ha prohibido discutir de religión (Corán 60/40,4) y les ha mandado mostrar «enemistad y odio» (Corán 91/60,4) hacia los que no se conviertan al islam, contra los cuales está mandado combatir hasta su entero some­timiento (Corán 113/9,29).


En realidad, nunca ha existido un verdadero debate teológico entre musulmanes y cristianos. El Corán solo ofrece simulacros retóricos para adoctrinamiento de sus adeptos, en los que no se da la voz al otro. En la larga historia de las confrontaciones, tenemos noticia histórica docu­mental de algunos esbozos de argumentación: Juan Damasceno en la Controversia entre un sarraceno y un cristiano (hacia 746); o Manuel II Paleólogo en Veintiséis diálogos con un persa (1391), que todavía suscitan alboroto en nuestros días. Francisco de Asís, en 1219, en medio de la quinta cruzada, viajó a Egipto con un compañero fraile, decidido a ver al sultán Al-Malik Al-Kamil; pero no fue a «dialogar», sino a tratar de con­vencer al sultán, para que abandonara la ley de Mahoma y re­co­no­ciera a Cristo, si quería salvarse. Raimundo Lulio escribió el Libro del gentil y los tres sabios (1276), en el que escenifica una docta disputa entre las tres religiones acerca de la verdad.


En nuestros días, Benedicto XVI abordó el tema, en un discurso que levantó polémica, Fe, razón y universidad, en Ratisbona, 2006. Pero, luego, el papa Francisco, con el Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común (2019), firmado junto al Gran Imán Ahmad Al-Tayeb, de la mezquita Al-Azhar, quizá solo haya contribuido a la con­fusión. Porque, salvo la tentativa de una dudosa política que más bien evoca una relación de dimmitud, no hay constancia de ningún acercamien­to real y recíproco de las posiciones de una y otra religión


Gabriel Théry, que conocía de primera mano la urdimbre del Corán y que llevó a cabo un profundo análisis de las relaciones entre islamismo y cristianismo, ya diagnosticaba y advertía:


«Mientras que el Corán no sea expurgado –y no puede serlo en abso­luto– de esos textos anticristianos que los musulmanes creen necia­mente que descendieron de Alá en línea recta, nuestros buenos apóstoles po­drán siempre exprimir ese Corán para hacerle exudar la mística del ¡acer­camiento cristiano-musulmán! De ahí no saldrá nada más que lo que contiene realmente: el odio al cristiano» (Théry 1964: 239).


Para escapar de la ingenuidad, es imprescindible un estudio serio, con el fin de aumentar nuestro conocimiento y ejercitar el pensamiento crítico. Si no, seremos como esos periodistas que, cuando se comete un atentado islamista, salen al quite inmediatamente, pontificando que eso no tiene nada que ver con el islam, ¡que es una religión de paz! Pero los insultos y las sistemáticas invectivas contra judíos, cristianos y asociado­res de­mues­tran cómo persiste una abierta incitación al odio, combustible de la guerra estructural contra ellos.


Cada historia tiene su propia lógica, cuyo rastro podemos seguir. En la formación del Corán, cada fase o estado del sistema comporta una lógica interna. También tiene su lógica la transición desde un estado del sistema a otro, cuando evoluciona. Y podemos analizar la estructura y ob­jetivar la significación. Lo que no tiene ninguna lógica es proceder con patente de corso para servirse una vez de unas aleyas y otra vez de otras que dicen lo contrario, según convenga tácticamente en cada momento. Esto lo llamaríamos piratería intelectual, o saqueo textual, o simplemente mani­pulación y engaño.


En fin, la posición antijudía y anticristiana del islam es intrínseca, y no coyuntural, no solo porque se encuentra inscrita en el sacrosanto Co­rán, sino porque la elaboración doctrinal que condujo a ella forzó la rup­tura, que representaba una condición esencial para marcar la indepen­dencia del islam como sistema religioso. No obstante, que esto siga te­niendo sentido en nuestro tiempo es una cuestión muy diferente.


Lo que no debería obviarse es que el islamismo se constituyó desde el principio como una religión y una ideología contradictoria con el cris­tianismo y, consiguientemente, enemiga del pensamiento racional. Por la misma condición estructural, el proyecto sociopolítico del islam pugna desde siempre por destruir y suplantar a la cristiandad, o bien a su legado actual, que es la civilización occidental


 

Capítulo 16. La yihad como combate en el camino de Dios