El sistema
islámico
15. La
hostilidad hacia los judíos y los cristianos
PEDRO GÓMEZ
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- Los hijos de Israel
en el Corán
- Las gentes del
libro son únicamente los judíos
- Los judíos han incurrido en
la ira de Dios, según el Corán
- Los cristianos se hallan
extraviados, según el Corán
- Los libros que descienden del
cielo: Torá, Evangelio, Corán
- El régimen de ‘dimmitud’
fundamentado en el Corán
- La superposición de
capas semánticas en el corpus coránico
- Despertemos
de la ingenuidad
Los hijos
de Israel
en el Corán
Si leemos el Corán, es
obvio que las alusiones, las invectivas y los apóstrofes referidos a
los
judíos y los cristianos afloran en muchos pasajes, con mayor extensión
que los
versículos donde se los nombra explícitamente. El método que seguiré
para
estudiar las designaciones explícitas en su contexto inmediato, tendrá
en cuenta
la posición cronológica, a la vez que empleará tácticas de indagación
que
permitan conocer, con suficiente precisión, cuál es el pensamiento y
la
doctrina del Corán, así como la evolución que en él se detecta, aunque
sin
pretender agotar aquí un análisis monográfico y exhaustivo.
La
designación «hijos de Israel» la
emplea el Corán 40 veces, en total, y se encuentra repartida a lo largo
de los
capítulos: 24 incidencias antes de la hégira; y 16, después. Pero su
sentido no
es homogéneo, sino que cambia drásticamente al pasar del período mequí
al
mediní. Las menciones antehegíricas se producen en narraciones de la
historia
de Moisés en relación con Faraón, los signos, el éxodo, el paso del
mar, la
travesía del desierto y la llegada a la tierra prometida.
«Hicimos
atravesar el mar a los hijos de
Israel. Faraón y sus soldados los siguieron entonces, con furia y
hostilidad.
Cuando estaba a punto de ahogarse, dijo: ‘Creo que no hay más dios que
aquel en
el que creen los hijos de Israel’» (Corán 51/10,90).
La
expresión «hijos de Israel» posee un
significado al mismo tiempo poblacional y religioso. Es el pueblo
hebreo, en
sentido genérico, heredero de las promesas de Dios, cuya historia
bíblica es
evocada como paradigma de la revelación y el favor divino en numerosas
suras.
En seis
ocasiones, todas ellas anteriores
a la hégira, destaca la historia de que Dios entregó a Moisés y a los
israelitas el Libro, es decir, la Torá (Corán 48/27,76; 50/17,2;
50/17,4;
60/40,53; 65/45,16; 75/32,23). Por ejemplo:
«Dimos
a los hijos de Israel el libro, la
sabiduría y la profecía, les proporcionamos cosas buenas y los
favorecimos con
respecto a todo el mundo» (Corán 65/45,16)
El
«libro» por excelencia, la mayor parte
de las veces que se menciona,
es la Torá. Y equivale, como dijimos en
el capítulo sobre el Corán, a la «madre del libro», de la que se hizo
una
traducción al árabe (Corán 63/43,4; 89/3,7; 96/13,39; 96/13,43).
Sin
embargo, en las suras coránicas
posteriores a la hégira (la 87 en adelante en orden cronológico), la
expresión
«hijos de Israel» se refiere, la mayoría de las veces, no a los de los
tiempos
bíblicos, sino a los coetáneos a quienes el predicador árabe se
dirige, con
diferente tono. En el referido capítulo 87 (el 2 de la vulgata), les
recuerda
su historia pasada y los exhorta a unirse al movimiento mahomético, si
bien ya
entonces los acusa de negar los signos de Dios (Corán 87/2,83).
Mientras que,
en el capítulo 112 (5 de la vulgata), arremete contra ellos,
acusándolos por
sus maldades propias y las de sus antepasados, por violar la alianza
con Dios y
tergiversar la Torá (Corán 112/5,13), por extraviarse y cometer excesos
(Corán
112/5,32), por desmentir y matar a los profetas (Corán 112/ 5,70), por
ser unos
descreídos y unos malditos (Corán 112/5,78).
También,
en ciertos versículos, se trae a
colación la figura de Jesús en relación con los hijos de Israel:
– Dios
puso a Jesús como ejemplo para los
hijos de Israel (Corán 63/43,59).
– Fue
enviado a los hijos de Israel como
signo de su Señor (Corán 89/3,49; 109/61,6).
– Un
grupo de los hijos de Israel, los
apóstoles de Jesús, creyeron (Corán 109/61,14).
– Jesús
maldijo a los hijos de Israel que
no creen (Corán 112/5,78).
– A
pesar de los milagros realizados por
Jesús, ellos no creyeron, sino que lo imputaron de magia (Corán
112/5,110).
Las
referencias a los hijos de Israel,
por distintas vías, van evolucionando hasta terminar,
indefectiblemente,
reuniendo elementos para una descripción negativa que los descalifica.
Diríamos
que, conforme al sesgo ideológico de la versión final del Corán, se
trata de
armar una justificación para que los hijos de Israel (= Jacob)
sean
sustituidos por los hijos de Ismael (supuestamente los árabes),
apropiándose
estos de la herencia de aquellos. Y así lo observamos nítidamente claro
en
otros pasajes.
Otra
denominación parecida, pero no
coextensiva, es la de «gentes de Moisés», utilizada en cuatro
ocasiones, todas ellas
antes de la hégira. Excepto en una, que es elogiosa (Corán 39/7,159),
tienen un
cariz negativo hacia esas gentes, por haber actuado mal ante Dios. Y
lo mismo
ocurre con otras construcciones del mismo tipo, que aparecen
esporádicamente:
gentes de Noé, gentes de Hud, gentes de Abrahán, gentes de Lot, gentes
de
Faraón, gentes de Madián, gentes de Tuba, gentes de Salih, gentes de
Al-Rass.
Llama la atención que, en todos los casos, esas «gentes» o «pueblos»
se
dibujan con connotaciones peyorativas: desmienten, descreen,
desobedecen.
Todos son ejemplos retóricos que tienen como fin ilustrar la idea
coránica de
que muchos pueblos rechazaron a los enviados de Dios y que por eso
fueron severamente
castigados. El relato se presenta como escarmiento y advertencia a los
oyentes,
a la par que va preparando el terreno para uncirlos finalmente a la
causa de la
yihad, cuya misión básica será agredir, cual brazo castigador de Alá, a
todos aquellos
que no acepten al profeta del islam.
Las
‘gentes del libro’ son únicamente los judíos
No es tan obvio el significado de
la expresión tan tópica de
«las gentes
del libro», de donde se ha derivado la expresión tópica de «las
religiones del
libro». Este último calificativo, en una acepción general, podría
designar
aquellas religiones que tienen un libro sagrado, cosa que ocurre con
todas las
grandes religiones de India, China, Egipto, Persia y Oriente Medio.
Pero, en el
texto coránico, esta acepción carece de sentido.
También
podría referirse a las
tradiciones religiosas monoteístas, incluyendo a judíos, cristianos y
muslimes, por cuanto poseen un libro canónico, cada cual el suyo, en el
que
supuestamente se registra la «revelación» del único Dios. Pero, si lo
pensamos
con rigor, en cierto modo, la expresión solamente encajaría con el
islamismo,
pues solo él posee un libro en singular, el Corán. En cambio,
la Biblia
hebrea no es un único libro, sino una pequeña biblioteca compuesta de
cuarenta
y tantos libros. Y el Nuevo testamento cristiano consta de
veintisiete
escritos de diferentes autores.
No les cuadra la designación de «el libro»
en singular.
Sin
embargo, la exégesis más
convincente es otra, la de Sami Albeeb, quien demuestra que la
expresión «las
gentes del libro» se refiere en exclusiva al pueblo judío, que recibió
la
escritura, o libro, de Moisés. Ahí, el «libro» designa la Torá. Por
tanto,
tenemos que descartar como una equivocación el tópico de llamar «gentes
del
libro» a los cristianos y a los mahometanos. En consecuencia, también
es un
completo error hablar de las tres «religiones del libro».
Pero
pasemos a analizar lo que dice el
Corán concretamente. En él, la denominación que destaca sobre todas las
demás
es precisamente la de «gentes del libro», que se reitera hasta 31
veces. De
estas, solo aparece una en los capítulos antehegíricos, de signo
tolerante por
las circunstancias, pidiendo que no se discuta con ellos:
«No
disputéis con las gentes del libro,
sino de la mejor manera, salvo con aquellos que han oprimido. Decid:
‘Creemos
en lo que descendió hacia vosotros y en lo que descendió hacia
vosotros.
Nuestro Dios y vuestro Dios son uno solo. Y somos sumisos a él’» (Corán
85/29,46).
A
diferencia de la expresión
«hijos de Israel», distribuida por las suras de La Meca y las de
Medina, la
locución «gentes del libro» se concentra en capítulos posteriores a la
hégira.
Esto quiere decir que a esta última identificación se le confirió,
entonces, un
significado específico que, además, distaba mucho de respetar las
buenas
maneras. Porque la constante estriba en juzgar negativamente a las
gentes del
libro, no las de cualquier libro sagrado, sino las del libro por
antonomasia:
el de la Ley de Moisés. Si repasamos los treinta versículos
concernidos, solo
encontramos cuatro en los que parece que se valora en sentido
favorable a un
grupo de esa gente. Por ejemplo:
«Entre
las gentes del libro, hay quienes
creen en Dios, en lo que ha descendido sobre vosotros, y en lo que ha
descendido sobre ellos. Postrados ante Dios, no cambian las aleyas de
Dios por
un bajo precio. Esos tendrán su recompensa junto a su Señor» (Corán
89/3,199).
Al
seguir examinando el texto en su
estado redaccional final, comprobamos, en efecto, que, en el conjunto
de los
versículos donde aparece la denominación «gentes del libro», el
significado de
la expresión no es meramente descriptivo, sino que está marcado con un
sesgo
peyorativo: todo son acusaciones, reproches, insultos, imprecaciones y
amenazas
por parte de los autores del Corán.
«Muchos
de las gentes del libro hubieran
querido, después de que creísteis, haceros abjurar, por envidia de su
parte,
después de que la verdad se les había manifestado» (Corán 87/2,109).
«Los
que descreen entre las gentes del
libro, así como los asociadores, irán al fuego de la gehena, donde
estarán
eternamente. Esos son lo peor de la creación» (Corán 100/98,6).
No
obstante, ahí sigue siendo una
incógnita por despejar quiénes son esas gentes del libro, algo
no tan
evidente a primera vista. Como hemos dicho, hay una interpretación
usual que
imagina que son conjuntamente los judíos, los cristianos y los
mahometanos,
pero esta afirmación resulta precipitada. En primer lugar, no puede
referirse a
los musulmanes, porque son ellos quienes están señalando a esas gentes
del
libro como adversarios. Tampoco puede referirse al conjunto de los
judíos y
los cristianos, por más que muchos traductores lo hayan entendido así
erróneamente.
Porque, en el texto coránico, la designación de «el libro» (o la
escritura)
indica primordialmente la Torá mosaica, y, en consecuencia, sus
«gentes» son solamente
los seguidores de la religión judía.
Por lo
tanto, hay que desterrar la
inercia ordinaria de hablar de las «gentes del libro» sobreentendiendo
que
abarca a judíos, cristianos y musulmanes. Más aún, es necesario
rechazar la
frase hecha de las «religiones del libro», que pretende conglobar el
judaísmo,
el cristianismo y el islamismo. Esta interpretación no tiene base
ninguna,
aparte el hecho de que la frase «religiones del libro» ni siquiera
figura en el
Corán.
En suma, queda absolutamente
claro que el Corán jamás aplica el calificativo «gentes del libro» a
los
seguidores de Mahoma. Esta designación está referida en exclusiva a
los judíos
de religión, cuyo libro es la Torá. Aunque sí es verdad que,
excepcionalmente, entre
la treintena de incidencias de esa expresión, encontramos dos
versículos en los
que es verosímil que se refiera a los cristianos y, en concreto, a
tenor de lo que
se dice, más bien a miembros de las iglesias fieles al credo de Nicea:
«No son
todos iguales. Entre las gentes
del libro, hay una comunidad que, de pie, recita las aleyas de Dios
durante la
noche, y se prosterna» (Corán 89/3,113).
«¡Gentes
del libro! No exageréis en
vuestra religión, y no digáis sobre Dios más que la verdad. El Mesías
Jesús,
hijo de María, no es más que un enviado de Dios, su palabra que él
envió a
María, y un espíritu de él. Creed, pues, en Dios y en sus enviados»
(Corán
92/4,171).
Menos
transparente resulta la
interpretación de otra aleya que empieza: «Di: ‘¡Gentes del libro! No
exageréis en vuestra religión’» (Corán 112/5,77). Se trata de las
únicas dos
ocasiones en que se dice eso de «no exageréis». Y es muy posible que se
trate
de un añadido tardío al texto. En la mayoría de los casos, queda claro
que las
«gentes del libro» son únicamente los judíos de religión, incluyendo
tanto a los
de tiempos pretéritos y los coetáneos de Mahoma (cfr. Corán
92/4,153-157). En definitiva,
para el Corán, las denostadas gentes del libro son los judíos
rabínicos,
aunque existe cierta confusión en unos pocos versículos.
Otra
pregunta que suscita el texto es
acerca de cuál era el auditorio concreto al que se dirigía la
predicación de
esos versículos que increpan a los judíos, llamándolos gentes del
libro. La
respuesta más probable y sorprendente es que los escuchantes directos
no son
nunca esas «gentes del libro» nombradas. Pues, de los treinta y un
versículos
de referencia, en diecinueve se habla gramaticalmente en tercera
persona, de
modo que se habla de ellos, pero no con ellos. Otros seis comienzan
anteponiendo un «Di:», lo cual indica una orden de que se les diga
algo, y esto
supone igualmente que se está hablando de ellos, pero no con ellos:
«Di:
¡Gentes del libro! ¿Por qué no
creéis en las aleyas de Dios?» (Corán 89/3,98).
Los
seis restantes versículos empiezan
directamente con el vocativo «¡Gentes del libro!», pero, a veces, es a
continuación de un versículo introducido también por el imperativo
«Di:», lo
que hace sospechar que en todos los casos, sin excepción, se está
tratando de
ellos en su ausencia, y que la interjección utilizada no es más que una
ficción
oratoria. La conclusión sugiere que el texto considera a las gentes del
libro,
los judíos, suficientemente distanciados ya, y convertidos en objeto de
una
sostenida diatriba contra ellos. Y no solo en el plano de la
dialéctica verbal
o la polémica, sino en el de la explícita confrontación armada,
conducente a la
conquista de las tierras y la captura del botín de guerra. La moraleja
es que, por
no creer, o lo que es lo mismo, por resistirse a Mahoma, no solo irán
al
infierno, sino que ya sufren aquí el terror de la yihad:
«Hizo
descender de sus fortificaciones a
aquellos de las gentes del libro que los habían apoyado, e infundió el
terror
en sus corazones. A unos los matasteis, y a otros los hicisteis
prisioneros. Él
os ha dado en herencia sus campos, sus viviendas, sus bienes y una
tierra que
nunca habíais pisado. Dios es omnipotente» (Corán 90/33,26-27).
«Es él
[Dios] quien desterró de sus
viviendas a los que descreyeron entre las gentes del libro, cuando el
primer
enfrentamiento. No creísteis que serían expulsados, y ellos creyeron
que sus
fortificaciones los protegerían de Dios. Pero Dios llegó sobre ellos
por donde
no esperaban, e infundió el terror en sus corazones. Demolieron sus
casas con
sus propias manos y con las manos de los creyentes» (Corán 101/59,2).
Los
judíos han incurrido en la ira de Dios, según el
Corán
El término «judíos» se
cuenta 21 veces en el corpus coránico. De ellas solamente dos aparecen
en
capítulos anteriores a la hégira, en los cuales hay alusiones
históricas, pero
ninguna referencia a los judíos contemporáneos del predicador árabe.
Sin
embargo, a partir del capítulo 87 en orden cronológico (sura 2 de la
vulgata), lo
mismo que ocurre con «las gentes del libro», se hace muy presente la
mención de
los «judíos» y una constante polémica contra ellos.
En el
Corán, el término los judíos designa a veces a los
judíos
en general, pero más específicamente a los judíos de religión, o sea,
los
judíos rabínicos, en el mismo sentido que se dice «las gentes del
libro» y «las
gentes de Moisés». En cambio, la designación «hijos de Israel», como
hemos
visto, es más amplia y abarca a todos los judíos étnicos, tanto los
ortodoxos,
como los nazarenos, o incluso los judíos cristianos.
El
Corán alecciona a sus
creyentes para estar prevenidos frente a los judíos que han descreído a
Mahoma,
que también intentarán atraerlos a su
religión (Corán 87/2,120; 87/2,135). Redarguye con la tesis de que
Abrahán no
era judío ni cristiano (Corán 87/2,140; 89/3,67). Específicamente
culpa a los
judíos de haber rechazado y asesinado a los profetas enviados por Dios
(Corán
87/2,87; 89/3,183-184).
Pero el ataque teológico
más radical consiste en culpar a los judíos de religión (rabínicos) de
tergiversar las palabras de la Biblia (Corán 39/ 7,162). El Corán los
acusa de «cubrir»
(raíz kfr) el mensaje de Dios y les aplica el calificativo de kufar
(Corán 55/6,91), en sentido condenatorio. El término árabe kufar,
que es
plural de kafir (étimo del vocablo español «cafre»), se suele traducir
por
«infieles» o incrédulos, pero literalmente significa «los que cubren».
En el
Corán, se aplicaba inicialmente solo a los judíos rabínicos, por cuanto
se les
incriminaba de «cubrir» y ocultar buena parte del verdadero mensaje de
la
Biblia (Corán 55/6,91). Probablemente la acusación se refiera a los
textos del
Talmud, en sus versiones jerosolimitana y babilónica, que se habían
superpuesto a la Torá de Moisés (cfr. Gallez 2020: 10-11). Sin
embargo, esto
no es todo, pues más adelante el Corán los acusa, además, de no creer
en los
signos de Dios, de falsear o callar la verdad (Corán 89/3,70-71), de
haber
desplazado las palabras mismas de la revelación (Corán 92/4,46;
112/5,13). De
ahí que el islam acabara rechazando por completo la Biblia hebrea.
La acusación de kafir
constituye un tema coránico recurrente, que llegó a convertirse en la
categoría
clave para estigmatizar a todos aquellos que se consideran enemigos del
islam.
La descalificación como «infieles» (kufar) no solo se aplicó a
los
cristianos, sino también a los politeístas, y luego se generalizó a
todos los
no musulmanes. Incluso sirvió, y aún se utiliza, como una grave
imputación dirigida
contra aquellos musulmanes que se juzgan desviados de la ortodoxia.
Por
un momento, sin duda poseído de
su propia superioridad, el Corán dice que Dios juzgará quién lleva
razón entre
las religiones enfrentadas (Corán 103,22/17). Pero, en seguida,
arremete
aseverando que los judíos ya no mantienen la alianza con Dios (Corán
110/62,6),
ni son sus hijos bienamados (Corán 112/5,18). De manera parecida,
después de haber
afirmado genéricamente que a cada comunidad se le dio un libro y una
legislación (Corán 112/5,43-50), se desdice y anatematiza a todos los
que no
reconocen la revelación coránica. En última instancia, lo que postula
el islam es
la descalificación y el rechazo total de los otros, en pro de la
autoafirmación
exclusiva de los seguidores de Mahoma constituidos en pueblo elegido
sustituto:
«¡Vosotros
que habéis creído!
No toméis a los judíos y a los nazarenos por aliados. Son aliados unos
de
otros. Quien de vosotros se alíe con ellos es de los suyos» (Corán
112/5,51).
«Encontrarás
que los más
fuertes de los humanos en enemistad hacia los que han creído son los
judíos y
los asociadores» (Corán 112/5,82).
«Los
judíos dijeron: ‘Esdras es
hijo de Dios’ (…) Esta es la palabra de sus bocas. Imitan la palabra de
los que
ya antes descreyeron. ¡Que Dios los destruya! ¿Cómo son tan perversos?»
(Corán
113/9,30).
Otra
argucia del Corán estriba
en desacreditar el judaísmo y el cristianismo postulando como si fuera
anterior
y superior, una «religión de Abrahán», de cuyo contenido específico no
se dice
absolutamente nada, porque lo que se predica en realidad no es más que
una
variedad judeocristiana; pues no otra cosa era el primitivo islam. Se
dice de Abrahán que no era ni judío,
ni nazareno (Corán 89/3,67),
pero sobre todo que constituye un «buen modelo» para los musulmanes. Y
esto lo
leemos precisamente en un contexto donde se lo retrata actuando con una
intolerancia
brutal y llamando al odio frente a los que no creen. Esta actitud
ejemplar de
odio es extensible hacia todos los que descreen del islam:
«Tenéis
un buen modelo en Abrahán y en los que estaban con él, cuando dijeron a
sus
gentes: ‘Nos desentendemos de vosotros y de lo que adoráis fuera de
Dios.
Renegamos de vosotros, y la enemistad y el odio han aparecido entre
nosotros y
vosotros para siempre, hasta que creáis solo en Dios’» (Corán 91/60,4).
La
doctrina coránica con relación
a los judíos fue evolucionando desde una inicial exaltación épica de la
historia sagrada hebrea, hasta la abierta difamación de los judíos de
entonces,
para desembocar en la declaración de guerra y el proyecto de
avasallamiento,
que inspirará el comportamiento musulmán hacia ellos en el futuro:
«Salvamos
a los hijos de Israel
del castigo humillante, de Faraón. Era soberbio y desmesurado. Los
favorecimos,
en conocimiento, respecto a los pueblos del mundo y les aportamos
signos en los
que hay una prueba manifiesta» (Corán 64/44,30-33).
«Esos a
los que se encargó la
Torá, pero que no se han hecho cargo de ella, se parecen al asno
cargado de
libros. Qué detestable parecido el de esas gentes que desmienten las
aleyas de
Dios. Dios no dirige a las gentes injustas» (Corán 110/62,5).
«Combatid
contra aquellos a los que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni
en el
último día, no prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no
profesan
la religión de la verdad» (Corán 113/9,29).
Este
decreto de sojuzgamiento quedó acuñado como la última palabra de
Mahoma sobre
el asunto. Será la piedra angular del régimen de dimmitud, de
«enemistad
y odio», y segregación social para la población judaica en todos los
Estados
del sistema islámico.
El
islamismo, aunque reconoce que los judíos, los cristianos y los
zoroastras
adoran de alguna manera al único Dios, los clasifica de ordinario en
la
categoría de descreídos, por cuanto no son musulmanes. De ahí
que, en la
sociedad islámica, solo consigan escapar de la muerte, si se avienen a
una de
dos salidas que les ofrecen: o la islamización, o la aceptación del
régimen de dimmitud, que equivale a vivir en apartheid,
sojuzgados y avasallados.
Jurídicamente la dimma se concibe como un sistema de
«protectorado»
impuesto, o de «pacto» otorgado; en cualquier caso, fundado en un acto
de poder
y consistente en una estructura de opresión permanente, por la que esos
sectores de la sociedad permanecen excluidos, confinados y
explotados. Así lo
predica la doctrina, lo estipula la ley islámica y lo lleva a cabo el
comportamiento político, que suele aplicar la intolerancia en
diferentes
grados, en la medida en que no puede, o no le interesa, exterminarlos
del todo;
algo que, por desgracia, tampoco deja de ocurrir en determinados casos.
La
razón última justificativa de tanta hostilidad contra los judíos, como
todo en
el Corán, es de orden teológico: se les culpa e incrimina por haber
incurrido en la ira de Dios. No se trata de una expresión
incidental, sino
de una de las maneras canónicas de referirse a los judíos sin
mencionar su
epónimo gentilicio. La acusación es de tal importancia que esa
expresión (sea
una interpolación, o no) aparece como versículo séptimo de la
primera sura
coránica, una oración utilizada en el rezo cotidiano y repetida
incesantemente
por los musulmanes de todo el orbe:
«Dirígenos
por el camino recto, el camino de quienes tú has agraciado, no el de
los que
han incurrido en tu ira, ni el de los extraviados» (Corán 5/1,6-7).
Aunque
no sean los únicos que
concitan la ira divina, está fuera de duda que, en ese versículo, las
imputaciones
se refieren respectivamente a los judíos y a los cristianos. Con
respecto a los
judíos, la expresión «han incurrido en la ira de Dios» se reitera en
otros
versículos (Corán 87/2,90; 89/3,112; 91/60,13; 105/58,14; 112/5,80).
También se
los degrada asemejándolos a animales grotescos e impuros. Ya vimos
cómo se
los compara metafóricamente con asnos (Corán 110/62,5).
«Cuando
transgredieron lo que
se les había prohibido, les dijimos: ‘Convertíos en monos
despreciables’»
(Corán 39/7,166).
«Habéis
conocido a aquellos de
los vuestros que profanaron el sábado. Entonces, les dijimos:
‘Convertíos en
monos despreciables’» (Corán 87/2,65).
«Di:
¡Gente del libro! (…) ¿Os
informo de algo peor que eso como retribución ante Dios? Los que Dios
ha
maldecido, contra los que está en cólera, que él ha convertido en monos
y en
cerdos, y los que adoran a los ídolos, esos tienen la peor situación, y
son los
más extraviados del camino recto» (Corán 112/5,60).
Al
respecto, no faltan quienes
afinan, precisando que los «monos» son los judíos, y los «cerdos» son
los
cristianos (cfr. Spencer 2006).
La
interpretación de que la
frase «contra los que está en cólera» o «los que incurren en la ira» de
Dios
alude a los judíos, y que la expresión «los extraviados» alude a los
cristianos
(también Corán 5/1,7) es el significado mantenido por los comentadores
y
exegetas musulmanes a lo largo de toda la historia (cfr. Aldeeb 2014a y
2014b).
En las
compilaciones de
leyendas de Mahoma, se ilustra literariamente la hostilidad obsesiva
hacia
los judíos, con fantasías en las que la misma naturaleza se confabula
contra
ellos:
«Abd
Allah Ibn Umar narra que
el enviado de Dios dijo: ‘Combatiréis contra los judíos, y si uno de
ellos se
esconde detrás de una roca, la roca dirá: –Siervo de Dios, aquí hay un
judío
detrás de mí, mátalo’» (Al-Bujari, Sahih, tomo 4, libro 16,
hadiz 2925).
La
misma historieta se cuenta,
puesta en boca de Abu Huraira, en Al-Bujari, Sahih, tomo 4,
libro 16,
hadiz 2926. Debía ser muy popular, porque, en los hadices de Muslim, se
repite
por triplicado: Sahih, volumen 7, libro 52, capítulo 18,
hadices 7337,
7338 y 7339.
La
inquina de Mahoma hacia los judíos y los cristianos fue en aumento
hasta el
fin de sus días. Así lo comprobamos en el relato de su muerte recogido
en la célebre
biografía de Ibn Sad: «Cuando se acercaba el postrer momento del
profeta, este
se tapaba el rostro con una sábana; pero cuando se sintió peor, se la
quitó de
su rostro y gritó: ‘La condenación de Alá caiga sobre los judíos y los
cristianos que convirtieron las tumbas de sus profetas en objetos de
culto’»
(Ibn Sad, Kitab al-tabaqat al-kabir,
vol. 1). Y con tales palabras exhaló su último aliento.
Los
cristianos se
hallan extraviados, según el Corán
En el Corán conocido, el
término «nazarenos» aparece en catorce versículos, dos veces en uno de
ellos.
Se suele traducir de forma inexacta por cristianos, con lo cual
se ha
evitado incluso plantear el problema de los genuinos nazarenos,
que
deben distinguirse de los cristianos. Solo en los últimos decenios, los
islamólogos han descubierto el papel relevante de la secta nazarena.
Esta
difuminación de los judíos nazarenos sugiere cuán tardía fue la época
en la que
fraguó el texto final del Corán, cuando, en aquel medio persa de la
corte de
Bagdad, ni se recordaba ya su existencia, tan determinante en el
nacimiento del
protoislam. En árabe, cristianos se dice propiamente masihi
(de
Mesías), pero, probablemente por un uso que se normalizó, se les acabó
denominando nazara (nazarenos).
Ahora bien, el hecho es que no se ha borrado
del todo el
rastro de los nazarenos, que fueron mentores del profetismo de Mahoma
(cfr. Corán
42/25,5; 70/16,103) y aliados suyos en las primeras batallas (cfr.
Corán
113/9,100) que pretendían abrir camino hacia la conquista de Jerusalén.
De ahí
que sea preciso dilucidar cuáles son las menciones que se refieren
efectivamente a los cristianos y cuáles conservan una alusión no
borrada del
todo a los judíos nazarenos. Puede consultarse «Clave de lectura del
Corán. Los
nazarenos, los asociadores, los judíos, la gente del libro, los kufar
y
los musulmanes»:
El
término nazareno aparece
ya en el Nuevo testamento (Mateo 2,23 y Hechos 2,22), y la voz cristiano
surgió por primera vez en Antioquía de Siria (Hechos 11,26). De las
veces en
que el Corán emplea el calificativo «nazarenos», ¿cuándo se debe
traducir
correctamente por «cristianos» y cuándo por «nazarenos»? Sami Aldeeb,
en su
Corán en francés, optó por dejar siempre la traducción literal,
nazarenos,
advirtiendo de la confusión y, en algún caso, de la interpolación
existente (en
Corán 87/2,62).
Históricamente,
la denominación nazarenos alude a la secta judeocristiana de
la que derivó el primer
islam. En cambio, los cristianos son los de las grandes iglesias,
imperial,
nestoriana y jacobina. Estos cristianos, en ciertos pasajes del Corán,
parecen
asimilarse a los que allí se llaman «asociadores», es decir, los que
ponen
otros dioses además de Dios; pero esto no está del todo claro, porque a
veces
se enumeran a unos y a otros como distintos en la misma aleya (cfr.
Corán
103/22,17). Según el análisis codicológico de Jean-Jacques Walter
(2014), fue
la mano de un autor en particular, distinto de otros redactores del
Corán, la
que introdujo a un tiempo el monoteísmo y la condena de los
«asociadores»,
entendiendo por tales a los cristianos, con apoyo en la distorsión
coránica
que insidiosamente confunde la Trinidad con un triteísmo. De ahí el
calificar a
los cristianos como descreídos o «infieles».
«No
digas tres. (…) Dios no es más que un
solo Dios. ¡Exaltado sea! ¿Cómo puede tener un hijo?» (Corán 92/4,171).
«Han
descreído quienes dijeron: ‘Dios es
el Mesías, hijo de María’». (Corán 112/5,17).
«Han
descreído quienes dijeron: ‘Dios es
el tercero de tres’. Porque no hay más dios que un solo Dios» (Corán
112/5,73).
Lo más
probable es que la
consideración condenatoria hacia los cristianos como «asociadores» no
se les
adjudicaba en el estrato primitivo del corpus coránico, pero sí se les
echaba
en cara ya a mediados del siglo VIII. En efecto, Juan Damasceno, en su Libro
sobre las herejías (hacia el año 746), lo atestigua:
«Nos
llaman asociadores (ἑταιριστάς), porque afirman que hemos introducido un
asociado con Dios, diciendo que Cristo es el Hijo de Dios, y Dios. A
estos les
respondemos que esto nos lo han transmitido los profetas y la
escritura. ¡Y
vosotros aseveráis haber aceptado a los profetas! Pues, si decimos
equivocadamente que Cristo es Hijo de Dios, estaban equivocados
quienes nos lo
enseñaron y nos lo transmitieron» (Juan Damasceno 1864a, columna 767).
Por un
lado, los nazarenos (nazara)
son citados como amigos y aliados de los protomusulmanes, cuando se
dice de aquellos
que eran una «comunidad en el buen camino» (Corán 112/5,66). Y
apreciaciones
favorables con un sentido parecido se reflejan en otros versículos:
«Los
que han creído, los
judíos, los sabeos y los nazarenos, los que de ellos han creído en Dios
y en el
último día y han hecho buenas obras, no tienen nada que temer y no
estarán
tristes» (Corán 112/5,69).
«Encontrarás
que los más
cercanos en aprecio hacia los que han creído son los que dicen ‘somos
nazarenos’. Esto, porque entre ellos hay sacerdotes y monjes, y no son
arrogantes» (Corán 112/5,82).
Por el
contrario, hay otros pasajes
donde se rechaza la fe cristiana, la filiación divina de Jesús y la
doctrina
de la Trinidad: los llamados «nazarenos», en estos casos, solo pueden
ser los cristianos
de las iglesias de la Antigüedad tardía, contra los que el Corán
arremete
polémicamente:
«Abrahán
no era ni judío ni
nazareno, sino que era recto, sumiso. No era de los asociadores» (Corán
89/3,67).
«Los
judíos dijeron: ‘Esdras es
hijo de Dios’. Y los nazarenos dijeron: ‘El Mesías es hijo de Dios’ (…)
Han
tomado a sus doctores y sus monjes como señores, fuera de Dios, así
como al
Mesías, hijo de María, cuando se les ordenó no adorar más que a un solo
Dios.
No hay más dios que él. ¡Exaltado sea por encima de lo que le asocian»
(Corán
113/9,30-31).
En
otros casos, «los nazarenos»
constituyen una inserción anticristiana ulterior. Antoine Moussali, en
sus
estudios histórico-críticos del Corán, explica por qué en una misma
sura, la 5
de la vulgata, se exhorta a los creyentes: «no toméis a los judíos y a
los
nazarenos como aliados» (Corán 112/5,51); y poco después se contradice
afirmando que los más amigos de los creyentes son los que se denominan
«nazarenos» (Corán 112/5,82). Pues bien, al salmodiar el versículo 51,
se nota
que la expresión «y los nazarenos» rompe el ritmo de la frase, por lo
que se
trata visiblemente de un añadido al texto primitivo (cfr. Moussali
1996).
Hay que
destacar que se habla de los
«judíos» y los «nazarenos» solamente en capítulos posteriores a la
hégira, lo
cual significa que antes no se habían suscitado las polémicas con
ellos. Fue
sin duda el contexto de la invasión y la guerra lo que dio ocasión a la
enemistad. Y es posible, incluso, que ese enfrentamiento fuera
posterior a la
muerte de Mahoma, de tal modo que los hadices y la biografía
contendrían
leyendas ficticias, elaboradas a posteriori, con el fin de
legitimar la
política de los califas.
Llama
igualmente la atención
que, en los 14 versículos donde aparece la palabra «nazarenos», se
hable a la
par de los judíos y los nazarenos en todos los casos
excepto uno,
que solo menciona a los nazarenos (Corán 112/5,14), pero que, no
obstante,
tiene su paralelo con la misma acusación dirigida a los judíos (Corán
92/4,46). Da la impresión de que, al dar la última mano al texto, se
empaquetaron juntos a unos y otros, para descalificarlos, sin la menor
sensibilidad para distinguir a los auténticos nazarenos,
aquellos
híbridos judeocristianos, que tan decisivos habían sido en los
orígenes del
islam primitivo. Así, aquellos nazarenos,
mentores y aliados, fueron
literalmente raspados del texto coránico.
Al
final, el destino dictaminado
para los cristianos es el mismo que el de los judíos. Descalificados
por
herejes, descreídos y asociadores, no se debe pactar ninguna alianza
con ellos,
porque son enemigos a los que hay que aterrorizar con la amenaza del
infierno:
«Infundiremos
el terror en los corazones
de los que han descreído, por haber asociado a Dios algo de lo que él
no ha
hecho descender ningún argumento de autoridad. El fuego será su
albergue. ¡Qué
detestable morada para los opresores!» (Corán 89/3,151).
La
animadversión conduce a
tachar a los cristianos como inmundos «cerdos» (Corán 112/5,60). Se les
declara
la guerra, que no cesará hasta que se sometan a la hegemonía musulmana.
Y también
se les aplicará, quizá impropiamente, el decreto de reducción al estado
de dimmíes
(cfr. Corán 113/9,29):
«Una
vez transcurridos los meses prohibidos, matad a los asociadores allí
donde los
encontréis, capturadlos, asediadlos, tendedles emboscadas por todas
partes.
Pero si se arrepienten, hacen el rezo y pagan el tributo, entonces
dejadlos en
paz. Dios es indulgente, misericordioso» (Corán 113/9,5).
«¡Vosotros
que habéis creído!
Los asociadores no son más que impureza. Que no se acerquen al
santuario
prohibido» (Corán 113/9,28).
«Es él
quien ha mandado a su
enviado con la dirección y la religión de la verdad, a fin de que la
haga
prevalecer sobre toda otra religión. Aunque repugne a los asociadores»
(Corán
113/9,33).
«Combatid
contra todos los
asociadores, como todos ellos os combaten» (Corán 113/9,36).
Tras
las escaramuzas
dialécticas, en la encrucijada oportuna se pasa a la batalla militar a
lomos de
caballo y blandiendo las cimitarras. Como es normativo, esta actitud
tan
violenta contra los cristianos busca una fundamentación teológica en la
palabra
divina, presuntamente revelada en el Corán. El pecado imperdonable es
que andan
«extraviados». ¿Por qué? En el plano mítico, por considerar a Jesús
como hijo
de Dios y no adherirse a la predicación del mesianismo mahomético. En
el plano
práctico, por no obedecer a Mahoma, por oponérsele y resistir al
avance de la
yihad que Dios manda. Como ya hemos puesto de relieve, la hostilidad se
consagra y se inserta simbólicamente en el rezo islámico diario, y así
el culto
va modelando una predisposición anticristiana:
«Dirígenos
por el camino recto,
(…) no el de los extraviados» (Corán 5/1,6-7).
Estos
categorizados como
«extraviados» son, por antonomasia, los cristianos. La idea de
extraviarse del
camino de Dios, contrapuesta a estar en la buena dirección, es muy
frecuente
por todo el texto del Corán: la palabra y sus derivados se repite unas
190
veces. Se llega a decir literalmente que «Dios extravía a quien él
quiere y
dirige a quien él quiere» (Corán 43/35,8; también: 55/6,39; 59/39,36;
60/40,33;
70/16,93; etc.). Pero, sobre todo, «Dios extravía a los descreídos»
(Corán,
60/40,74).
«Aquel
que desobedece a Dios y
a su enviado, se ha extraviado con un extravío manifiesto» (Corán
90/33,36).
Pero
hay cierto número
versículos en los que parece verosímil que se esté llamando extraviados
a los
cristianos en particular, aunque no es del todo concluyente:
«¿No
has visto a aquellos a los
que se les dio una parte del libro? Lo cambian por el extravío, y
quieren que
os extraviéis del camino» (Corán 92/4,44).
«Quienes
han descreído y han
rechazado el camino de Dios, se hallan extraviados con un extravío
lejano»
(Corán 92/4,167).
No
obstante, los exegetas y
comentadores de la tradición musulmana son prácticamente unánimes en la
interpretación de que los «extraviados» aludidos en la primera sura
representan a los cristianos.
Por
otro lado, hay pasajes
donde encontramos una proclama parenética para seguir «la religión de
Abrahán»
(Corán 87/2,135 y otras cinco iteraciones), invocada en contraposición
a la
religión de los judíos, los nazarenos y los asociadores. Pero, si ese
argumento
fuera consecuente, exigiría también abandonar la religión de Mahoma, a
todas
luces mucho más próxima a la ley del judaísmo que a la mítica fe de
Abrahán, de
quien apenas se nos dice que fue un hombre recto, o un gentil.
En fin,
citemos un estudio que
analiza las cambiantes actitudes del Corán con relación al
cristianismo: el
autor argumenta a favor de una interesante hipótesis según la cual,
durante el
surgimiento gradual del islam, entre 610 y 710, la figura de Jesús fue
siendo sustituida
en parte por la figura del profeta Mahoma, que viene a ocupar el puesto
de
nuevo mesías (cfr. Segovia 2015).
Los
libros que descienden del cielo: Torá, Evangelio,
Corán
En la visión simplista, que quizá
solo sea
proyección de la propia imagen sobre los demás, el libro atribuido a
Mahoma, el
Corán, se llama «libro» a sí mismo, pero en él también se designa como
«libro»
(en singular e impropiamente porque no son un libro) a la Torá, y al
Evangelio.
De
hecho, las palabras «libro» (o escritura) y «corán» (leccionario)
utilizadas en
el Corán no se refieren, la mayoría de las veces, a lo que
históricamente
llamamos el Corán, sino a la Biblia hebrea, en especial la Torá, que se
leía o
recitaba en las reuniones litúrgicas de los protomusulmanes, unidos
con los
judeonazarenos en los primeros tiempos, si bien no podemos precisar
hasta
cuándo.
El
término «Torá» aparece 17 veces en el corpus coránico: de ellas, 16 en
suras
posteriores a la hégira, lo que significa toda una reivindicación de
la Biblia
potenciada en los tiempos más borrascosos. El movimiento que más tarde
daría
lugar al islamismo no se concebía a sí mismo, todavía, como una
religión
autónoma, ni nueva.
Por
su parte, el término «Evangelio» se utiliza 12 veces: once de ellas en
capítulos posteriores a la hégira. Y llama la atención que, en diez
ocasiones,
se asocie en el mismo versículo la Torá y el Evangelio, de modo que
habitualmente se vinculan las menciones de una y otro. Esto puede ser
un claro
indicio que desvela la pertenencia al nazarenismo (dado que los
nazarenos
tenían como libros sagrados el Pentateuco y una versión peculiar del
Evangelio
según Mateo).
Una
única vez se dice «gentes del Evangelio» (Corán 112/5,47), sin que
nunca se
emplee la expresión paralela «gentes de la Torá», inexistente, porque
evidentemente se los denomina «gentes del libro», como hemos concluido
más
arriba.
Mahoma
y los premusulmanes se habían adherido a la religión del nazarenismo,
que
combinaba las tradiciones de Moisés y de Jesús. Y tal es lo que Mahoma
predicó
y lo que guio sus andanzas toda su vida.
Así,
en el Corán, cuando se plantean dudas acerca de la enseñanza de
Mahoma, se
remite a los oyentes a que pregunten a los que ya antes tenían el libro
(Corán
51/10,94). Es una declaración de cuáles son sus fuentes. La remisión al
libro
de los judíos constituye la mayor prueba aducida para defender la
autenticidad
de lo que descendía, es decir, lo que se revelaba por boca de Mahoma,
una
predicación que simplemente era un «recordatorio» y una «confirmación»
de lo
que Dios ya había revelado antes, por medio de Moisés y por medio de
Jesús.
«Ha
hecho descender sobre ti el libro con la verdad, que confirma lo que
está antes
de él. Él hizo descender la Torá y el Evangelio, anteriormente, como
dirección para los humanos» (Corán 89/3,3-4).
Al
principio, a los protomusulmanes se les requería creer, no solo en el
libro de
su enviado, sino en los libros revelados anteriores:
«¡Vosotros
que habéis creído!
Creed en Dios, en su enviado, en el libro que ha hecho descender sobre
su
enviado, y en el libro que había hecho descender antes. Quien no cree
en Dios,
en sus ángeles, en sus libros, en sus enviados y en el último día, se
ha
extraviado con un extravío lejano» (Corán 92/4,136).
El
Corán sostiene que el mesías Jesús vino precisamente a confirmar la
Torá (Corán
89/3,50), y afirma una continuidad hasta el punto de pretender que, en
el
Evangelio, Jesús habría anunciado la futura llegada de Mahoma (Corán
109/61,6).
Y el personaje de Jesús se alza por encima del mismo profeta, gracias a
los
milagros que hizo, con la autoridad de Dios (Corán 112/5,110).
Mahoma
buscó apoyo en la autoridad reconocida de la Torá y el Evangelio para
legitimarse (Corán 111/48,29). E insistía en que tanto la Torá como el
Evangelio contienen verdadera «dirección y luz» para los humanos
(Corán
112/5,44 y 46).
A
pesar de todo, los redactores del Corán giran hacia una posición cada
vez más
ambivalente y, finalmente, de crítica radical hacia los libros bíblicos
y
hostil respecto a las comunidades que los poseían. Aparte de introducir
una
cuña sobre Abrahán, para relativizarlos en un juicio retrospectivo
(Corán
89/3,65), amagan con descalificaciones: tenían la Torá, pero no la
observaban
(Corán 110/62,5), le volvieron la espalda (Corán 112/5,43), la
alteraron por un
bajo precio (Corán 112/4,44). Y sentencian que su comportamiento no se
adecuaba
a lo prescrito por los libros revelados:
«Si
se hubieran conformado a la Torá, al Evangelio y a lo que ha descendido
hacia
ellos de su Señor, habrían recibido sustento de lo que hay en el cielo
y en la
tierra» (Corán 112/5,66).
«Di:
‘¡Gentes de libro! No tenéis ningún fundamento hasta que apliquéis la
Torá, el
Evangelio y lo que ha descendido hacia vosotros de parte de vuestro
Señor’»
(Corán 112/5,68).
En
estos dos versículos precedentes, la frase «lo que ha descendido hacia
ellos de
su Señor» (con referencia al Corán) seguramente constituye un añadido
póstumo.
Y lo mismo ocurriría en el versículo citado a continuación, que
postula nada
menos que una legitimación de la yihad, denominada «combate en el
camino de
Dios», con base en los tres libros sagrados, alineando el Corán detrás
de los
otros dos:
«[Los
creyentes] combaten en el
camino de Dios, matan, y se hacen matar. Una verdadera promesa suya en
la Torá,
el Evangelio y el Corán» (Corán 113/9,111).
Pero el
desarrollo del mensaje
coránico no se detiene en esa equiparación. El paso siguiente fue
desacreditar
las escrituras bíblicas, acusando a judíos y cristianos de alterarlas,
olvidarlas, tergiversarlas y falsificarlas:
«Hay
judíos que desplazan de su lugar las palabras (…) Tergiversan con sus
lenguas y
atacan la religión» (Corán 92/4,46).
«[Los
hijos de Israel] desplazan las palabras de su lugar, y han olvidado una
parte
de lo que se les había revelado. (…) Hicimos un pacto con los que
decían ‘somos
cristianos’, pero han olvidado una parte de lo que se les había
revelado. Hemos
suscitado entre ellos enemistad y odio hasta el día de la resurrección»
(Corán
112/5,13-14).
«¡Gentes
del libro! Nuestro enviado ha venido a vosotros, a manifestaros mucho
de lo
que habíais ocultado del libro» (Corán 112/ 5,15).
Al
final del trayecto, el islam
acaba rechazando por completo las escrituras judías y cristianas, y
podemos colegir
que materialmente se destruyeron los ejemplares utilizados en la
liturgia de
los nazarenos. Porque el islam no conservó ni el Antiguo testamento,
ni
el Nuevo testamento (a diferencia de la cristiandad, que asumió
como
propia la Biblia hebrea). De manera que el Corán, por
un lado, extrajo
la sustancia religiosa de la Torá y del Evangelio y, por otro, los
anatematizó
por presunta falsificación, sin que, en realidad, haya la mínima
prueba
histórica de que los textos de la Torá y del Evangelio hayan sido
manipulados
(algo que sí está demostrado con respecto al Corán).
También
es necesario aclarar que el término evangelio puede
entenderse de dos
maneras: aludiendo al mensaje de Jesús, o bien en el sentido del
Evangelio en
cuanto libro. Pero, en esta última acepción, no es uno, sino que son
cuatro los
Evangelios canónicos. El Corán siempre habla del «Evangelio» en
singular y
como libro (equiparado a la Torá y al propio Corán). Esto supone
falsear la
referencia al libro, en singular, puesto que en realidad son cuatro
libros.
Igualmente yerra al afirmar que Jesús recibió ese libro, una invención
absurda,
puesto que los libros de los Evangelios cristianos se escribieron
varios
decenios después de la crucifixión de Jesús. Y además, si nos
preguntamos por
el contenido que el Corán atribuye al Evangelio, no corresponde en
absoluto al
mensaje de Jesús; más aún, resulta frontalmente anticristiano, por
cuanto el
Corán niega puntos fundamentales, como la muerte y la resurrección de
Jesús, o
su filiación divina, que pertenecen al núcleo constitutivo del
«mensaje» de los
Evangelios canónicos cristianos.
El
régimen de
‘dimmitud’ fundamentado en el Corán
Tras la conquista árabe musulmana
de provincias
pertenecientes al Imperio Romano de Oriente, todos los habitantes que
se
mantuvieron cristianos pasaron a ser súbditos de segunda clase. Al
principio,
no se les forzaba a convertirse a la religión de los sarracenos, pero
pronto se
los privó de derechos básicos: no se les permitía ejercer cargos
políticos, ni
celebrar públicamente su culto, ni construir iglesias, ni exponer la
cruz,
etc.; soportaban onerosos impuestos y humillaciones. Con el tiempo,
sufrieron
toda clase de coacciones, extorsiones y arbitrariedades, que los
hicieron
disminuir de modo paulatino.
La
organización concreta del
régimen de la dimma no está desarrollada
en el Corán, pero hay un versículo, ya
citado, que canaliza la actitud hostil hacia judíos, cristianos y
zoroástricos,
al tiempo que aporta a los musulmanes el fundamento último para esa
institución de avasallamiento imperativo que se les aplica:
«Combatid
contra aquellos a los
que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el último día, que
no
prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no profesan la
religión de
la verdad, hasta que paguen el tributo en mano, y en estado de
humillación»
(Corán 113/9,29).
Un
estudio monográfico,
rigurosamente documentado, sobre este versículo que sirve de fundamento
al
tributo impuesto a judíos y cristianos, la yizia, lo tenemos
en Sami
Aldeeb (2016e).
El
islam justifica el origen de
este sistema de sometimiento al dominio islámico, que dio en llamarse dimma,
o régimen de dimmitud, y que los clasifica como dimmíes,
con
apoyo en dos referencias fundadoras, sobre cuya base legislaron luego
los
jurisconsultos musulmanes:
1.
Mahoma, tras la toma del
oasis judío de Jaibar, en 628, después de matar a los jefes y capturar
esclavas, permitió que siguieran viviendo en el lugar y cultivando sus
tierras,
a cambio de que le entregaran como tributo la mitad de la producción. Y
con la
advertencia de que se reservaba el derecho a expulsarlos de allí en
cualquier
momento. Así lo relatan tanto los hadices de Al-Bujari como la
biografía de Ibn
Hisham.
2. El
califa Omar, en 638,
después de la rendición de Jerusalén negociada con el patriarca
Sofronio,
otorgó a los cristianos un pacto de sumisión con estrictas
condiciones. Existe
un texto, conocido como Pacto de Omar, que conserva, según
dicen, las
estipulaciones concretas (en algunas páginas de Internet se hallan
versiones
que omiten las condiciones más ominosas; otras ofrecen una traducción
horrenda,
o sin más han suprimido el texto). Ahora bien, la historicidad de este
documento resulta más que dudosa, lo mismo que ocurre con la de todo lo
concerniente a los primeros tiempos del islamismo. El referido
documento puede consultarse
en Internet, mientras siga estando ahí:
Está
claro que instaurar la dimmitud
es uno de los instrumentos de la yihad, cuyo objetivo, tras la
conquista, estriba
en el confinamiento de los no musulmanes resignados, bajo un sistema de
dominación, en el seno de la sociedad islámica, regida por la ley
teocrática
derivada del Corán. Es como una yihad consolidada estructuralmente en
un
régimen de segregación social para quienes profesan, aunque sea
imperfectamente, el monoteísmo, razón por la que son «tolerados». La dimmitud
fue la fórmula de sometimiento diseñada por los califas para mantener
desarmadas
e impotentes a las poblaciones que habían sido vencidas: «un sistema
jurídico y
religioso de discriminación hacia los no musulmanes, que los redujo (…)
al
estado de minorías fósiles, cuando no fueron completamente eliminadas»,
en
palabras de la gran investigadora de la dimmitud, Bat Ye’or
(2005a:
15).
El
sistema de la dimma
constituye la imposición de un estatuto de privación de derechos para
la
población no musulmana, en particular judíos, cristianos y
zoroástricos. En
principio, tras haberse rendido, se les respeta la vida, por ser de
alguna
manera monoteístas, siempre que se avengan a someterse al
«protectorado» por
parte de la teocracia islámica, y no intenten salir de su régimen de
confinamiento social. Ahí se los somete a depredación tributaria (la yizia)
y, en cualquier circunstancia, sus derechos se hallan postergados
frente a los
de cualquier musulmán, y a merced de las arbitrariedades de los
gobernantes.
A los
politeístas o idólatras,
lo mismo que a los ateos, se les niega todo derecho, absolutamente. El
dilema al
que se les conmina es: o bien la conversión al islam, o bien la
desposesión
total. Si se niegan a convertirse, los varones serán ejecutados,
todos sus
bienes expropiados, sus mujeres e hijos reducidos a esclavitud. Esta es
la
norma del sistema. Citemos al prestigioso islamólogo Joseph Schacht,
cuando
escribe sobre la posición legal de los no musulmanes:
«La
base de la actitud islámica
hacia los no creyentes es la ley de la guerra; estos tienen que
convertirse, o
ser subyugados, o matados (excepto las mujeres, los niños y los
esclavos); la
tercera alternativa, en general, solo ocurre si se rechazan las dos
primeras.
Como excepción, a los árabes paganos solo se les da la opción entre
conversión
al islam o muerte. Aparte de esto, los prisioneros de guerra pueden
ser esclavizados,
o matados, o dejados con vida como dimmíes libres, o canjeados
por
prisioneros de guerra musulmanes, a criterio del imán; también se firma
un
tratado de rendición que conforma la base legal para el trato a los no
musulmanes a los que se aplica. A menudo se le llama dimma,
‘compromiso’,
‘pacto’, ‘responsabilidad’, porque los musulmanes se comprometen a
salvaguardar la vida y la propiedad de los no musulmanes en cuestión,
que son
llamados dimmíes. Este tratado estipula para los no musulmanes
que se
han rendido todos los deberes que derivan de ello, en particular el
pago de
tributo, es decir, el impuesto de capitación (yizia) y el
impuesto sobre
la tierra (jaraŷ), cuyo monto se determina en cada caso. Los no
musulmanes tienen que vestir con ropa distintiva y tienen que marcar
con signos
distintivos sus casas, que no pueden edificarse más altas que las de
los
musulmanes; no pueden montar a caballo ni portar armas, y tienen que
ceder el
paso a los musulmanes; no pueden escandalizar a los musulmanes
mostrando
abiertamente su culto o sus costumbres distintivas, como beber vino;
no pueden
edificar nuevas iglesias, sinagogas, o ermitas; tienen que pagar el
impuesto de
capitación en condiciones de humillación» (Schacht 1964: 130-131).
Así, la
historia de los
mozárabes hispánicos, entre principios del siglo VIII y finales del XI,
en
Al-Ándalus, constituye un paradigma de la suerte lacerante de los dimmíes
bajo la dominación islámica. Léase Historia de los mozárabes de
España,
de Francisco Javier Simonet (1903); Al-Ándalus y la cruz, de
Rafael
Sánchez Saus (2016); Histoire et société en Occident musulmán au
Moyen Âge,
de Vincent Lagardère (2017).
En
realidad, durante siglos,
los dimmíes, avasallados, contribuyeron en mayor medida que los
súbditos
de primera clase al mantenimiento del sistema que los oprimía. Eran el
sector
no musulmán de la población sobre el que parasitaba el sector musulmán
y, en
particular, la oligarquía que detentaba el poder del califato.
En
ciertos casos, la fórmula de
la dimma se ha aplicado a otros grupos no musulmanes, además de
a judíos
y cristianos. Por ejemplo, históricamente, durante la conquista de
India, en
zonas donde la población hindú y budista era demasiado numerosa para
forzarlos
a convertirse, y tampoco podían decapitarlos a todos, se empleó de
hecho una
variante del régimen de dimmitud para someterlos.
En el
seno de los sucesivos
imperios islámicos y en los países musulmanes, el hostigamiento contra
judíos
y cristianos no cesó nunca, aunque variara su grado de opresión, y no
se
suavizó realmente hasta la llegada de la colonización europea.
En la
historia y en la
actualidad, cabe distinguir también otra variedad de dimma,
hacia el
exterior. Cuando no logran derrotar a un país de dar al-harb
(territorio
de guerra), las normas de la yihad prevén ofrecer una paz temporal, un
armisticio, a cambio de humillarse ante el imperialismo musulmán y
pagar un
cuantioso tributo anual. De este modo, el país en esa situación pasa a
considerarse como dar al-sulh (territorio de tregua). Tal sería
hoy,
según algunos eruditos, el caso de Europa en relación con los Estados
árabes,
en el marco del llamado Acuerdo Euro-Árabe firmado a mediados de los
años 1970
(consúltese Bat Ye’or 2005a).
El
totalismo islámico no es
capaz de conformar su sociedad y sus relaciones con las demás naciones
más que
mediante la exclusión y la violencia. Como otras ideologías
totalitarias, el germen
del islamismo se muestra altamente contagioso, y sus efectos resultan
fatalmente devastadores para la igualdad, la libertad y la
racionalidad
humanas.
La
superposición de capas semánticas
en el corpus coránico
Como en todos los temas analizados
en el corpus coránico,
también en este
de las relaciones con los judíos y los cristianos, descubrimos una
sucesión de
estratos redaccionales que se fueron sedimentando con el paso del
tiempo, unos
probablemente ya en los materiales de los códices originales, otros por
obra de
censores y escribas que fueron perfilando el texto, y que han dejado en
él las
trazas de varias capas de significación superpuestas, que encontramos a
veces
yuxtapuestas, a veces erosionadas, a veces entremezcladas. La
evolución es
algo normal, porque cambian las situaciones y los puntos de vista,
pero
hallarla en un mismo libro, en un mismo capítulo y, a veces, en un
mismo
párrafo, vuelve el mensaje problemático, ambivalente y hasta
contradictorio. Para
salir del atolladero recurrieron a las doctrinas de la abrogación, lo
cual
quizá ayude en determinados casos, pero en muchos otros resultan
oscuros sus
criterios. Aunque desconocemos la cronología de los pasajes y las
variantes,
nos queda el análisis del texto final, para el que rastreamos el
contexto ideológico
y el entorno histórico.
Según
hemos podido comprobar a
lo largo del tema, un análisis metódico nos puede desvelar con un
grado
aceptable de aproximación, y siempre susceptible de mejora, cuál ha
sido la
historia de los significados. Trataré de hacerla inteligible aplicando
un
modelo en cierto modo arqueológico. Aunque el texto puede parecer una
superficie plana, debemos concebir que en él afloran, o subyacen,
distintos
«estratos», que remiten a otros tantos momentos de la evolución
doctrinal y
política, y que cristalizaron lingüísticamente en la redacción.
Todo
demuestra que el contenido
básico de la predicación de Mahoma procedía de la Biblia hebrea, sobre
todo de
la Torá, las historias y los preceptos del Pentateuco, junto a breves
extractos
de los profetas, complementados con elementos del Evangelio. Solo
tardíamente el protoislam comenzó a distanciarse de los judíos y los
cristianos, entrando en conflicto creciente con ellos, pero sin dejar
de
apropiarse de las tradiciones que de ellos había recibido,
adaptándolas y
remodelando aspectos específicos, hasta terminar por configurar el
perfil
propio de la nueva comunidad sarracena.
En
primer lugar, la evolución
de la relación con los judíos se puede sintetizar en cuatro pasos
consecutivos:
A.
Tomando pie en los relatos
bíblicos, se habla de los hijos de Israel, como pueblo elegido por
Dios, como
herederos de la promesa que Dios hizo a Abrahán y Jacob,
considerándolos
prototipo de los creyentes. También se exalta a Moisés, que transmitió
el libro
de la Torá.
B. Se
culpa a las gentes de
Moisés, porque, a pesar de tener el libro con la ley de Dios, no la
cumplieron.
Más aún, cuando Dios les envió profetas, los desmintieron, los
persiguieron y
hasta los mataron.
C. Los
judíos se negaron a
creer en lo revelado a Mahoma, aunque este solo confirmaba lo que ya
estaba escrito
en la Torá. No creyeron ni obedecieron la verdad que había descendido
sucesivamente en la Torá, el Evangelio y el Corán.
D. Los
judíos son acusados de
falsear las palabras de la Torá. Se dice que son perversos y que han
suscitado
la ira de Dios. Por ello, serán castigados. Con esta acusación se
justifica
atacarlos, matarlos y avasallarlos como un deber de los árabes
mahometanos,
los únicos que poseen la religión de la verdad y el libro que la
contiene.
De
manera paralela, observamos
en el Corán la evolución con respecto a los cristianos (sin dilucidar
ahora
las diferencias, ya señaladas, entre cristianos y nazarenos). Las
etapas se
pueden resumir así:
A.
Primero se describe a los
cristianos como amigos, aliados y auxiliares. Se dice que van por el
buen
camino, que creen en Dios y en el último día, y que obran bien. Al
mismo
tiempo, se exalta al mesías Jesús y se afirma que el Evangelio es un
libro
luminoso.
B. Se
lanzan invectivas contra
la creencia cristiana en la filiación divina de Jesús y contra el
misterio de
la Trinidad. También les acusa de servir a los monjes como señores.
C. Se
prohíbe el trato con los
cristianos y el tomarlos como aliados, a la vez que se los tacha de
«asociadores», cada vez con mayor agresividad verbal.
D. Se
decreta la agresión
física, la guerra y el terror contra los cristianos. Jesús es
sustituido por
Mahoma. El Evangelio es desplazado por el Corán. Mediante una singular
reinterpretación islamizada, se apropian del mesías y de la
escatología, y pretenden
la implantación del reino de Dios por medio de la violencia. Al final
del
trayecto, los musulmanes acaban creyendo que solo su profeta y su libro
poseen
toda la verdad.
En el
Corán, pues, las
relaciones tanto con los judíos como con los cristianos describen un
mismo
itinerario. Mahoma y los suyos parten desde una posición de neófitos
que se
entregan al proselitismo mesianista y escatológico, de signo nazareno.
Luego,
buscan atraerse a los afines en religión, contemporizando con ellos
como
posibles aliados. Como no responden a lo esperado, polemizan con ellos
y los
recusan por descreídos, con una oratoria cada vez más agresiva.
Finalmente,
imbuidos por un radicalismo milenarista que cree llegada su hora, se
lanzan a
la guerra y la destrucción de todos aquellos que no se les rinden. Ahí
está ya
en ciernes la génesis del islam.
Los que
recopilaron las hojas
sueltas del primitivo Corán jamás pensaron que venían a sustituir a la
Biblia.
Mahoma y sus inmediatos sucesores jamás tuvieron la intención de
fundar una
nueva religión. Presentan a Mahoma y sus seguidores como aquellos que
cumplen
lo que establecía la Torá y el Evangelio, como si fueran los
verdaderos judíos
y los verdaderos cristianos (Corán 111/48,29). Sin embargo, los
escribas califales
que revisaron la última versión coránica y fijaron el texto canónico
invirtieron la significación inicial: mahometizaron a todos los demás
profetas
y mitificaron a Mahoma elevándolo junto a Dios en la confesión de fe.
Al final,
desterraron la Biblia y entronizaron el Corán.
A
través de ese recorrido, se fue
operando un proceso de sustitución completa: descalificado el pueblo
judío, fue
sustituido por el árabe; acusados de falseamiento, la Torá y el
Evangelio
fueron reemplazados por el Corán. Las figuras bíblicas de la Biblia
hebrea y
del Nuevo testamento se reconvirtieron en personajes propios
del Corán,
plenamente islamizados y al servicio de la causa, en historias
remodeladas y
narradas en lengua árabe. Así, se consumaba lo que cabe describir como
un caso
manifiesto de canibalismo cultural. El islam, finalmente, quedó
consolidado
en un nuevo sistema semiótico independiente.
La
labor de los sucesivos
escribas del Corán dejó su impronta en el texto, pero nadie se preocupó
por
expurgar a fondo los versículos obsoletos de las suras, con el fin de
dar
consistencia de conjunto al planteamiento final. Por eso, quedaron
muchos
versículos incoherentes entre sí. Sin embargo, esto no impide que los
musulmanes, más allá del Corán, cuenten con unas doctrinas ortodoxas
muy
estrictas, desarrolladas extensamente, que hallamos en la tradición
de los
hadices, las biografías de Mahoma, los comentarios, las historias y las
escuelas de jurisprudencia.
Como el
saber de las
abrogaciones es patrimonio de los especialistas, los musulmanes
corrientes se
las arreglan con el sermón de los viernes. No les preocupan lo más
mínimo las
incoherencias, si es que se percatan de ellas. Además, tienen su
utilidad. El
repertorio de variantes entremezcladas será aprovechado, utilizando
unas u
otras aleyas como señuelo o camuflaje, en el combate dialéctico con los
no musulmanes.
Cualquier musulmán sagaz, cualquier apologista del islam, puede
extraer del libro
la cita más oportuna con la cual defender la posición que más interese
a sus
fines, en tal o cual momento, haciendo caso omiso de su validez actual
conforme
a la doctrina de la abrogación.
La
construcción del primer
islam había sido un resultado imprevisto. Nadie lo hubiera pronosticado
en vida
del profeta, ni en La Meca, ni en Medina. Pero, al final, el islamismo
es lo
que llegó a ser de hecho, en medio de aquellos acontecimientos
históricos
contingentes y así quedó constituido y reflejado en las últimas fases
del
libro. Si nos remontamos hacia atrás en el tiempo de su composición,
llegaremos
hasta las comunidades mesiánicas de los nazarenos de principios del
siglo VII.
Y si retrocediéramos aún más, hasta varios siglos antes, nos
encontraríamos
con unas sinagogas de judíos cristianos, disidentes de las iglesias
apostólicas,
fieles observantes de la ley de Moisés y entusiastas de los profetas
hebreos
que anunciaron el reino escatológico del Mesías; un reino que, como los
movimientos milenaristas que les sucedieron, esperaban instaurar en la
tierra,
acaudillados por Jesús en su venida final.
Puede
consultarse en Internet
una presentación sistemática de lo que el Corán dice acerca de los
judíos y los
cristianos, que resume las investigaciones de Édouard-Marie Gallez
(2017).
Despertemos
de la ingenuidad
Esos bienintencionados que
promueven caritativamente el
acercamiento, la
hermandad, el diálogo cristiano-musulmán tienen, en general, poca idea
de lo
que dicen, por muy teólogos que sean algunos. Antes de nada, deberían
conocer
mejor lo que los musulmanes han dicho y hecho en la historia, lo que
hacen y se
proponen hoy. Deberían investigar cuál es la doctrina islámica
consagrada por
su tradición y, sobre todo, saber qué establece el Corán, de manera
taxativa e
inapelable. Solo quienes no conocen el islam y quienes leen sus textos
sin
entenderlos pueden alentar ilusiones tan vanas en relación con aquellos
a
quienes su Dios les ha prohibido discutir de religión (Corán 60/40,4) y
les ha
mandado mostrar «enemistad y odio» (Corán 91/60,4) hacia los que no se
conviertan al islam, contra los cuales está mandado combatir hasta su
entero
sometimiento (Corán 113/9,29).
En
realidad, nunca ha existido
un verdadero debate teológico entre musulmanes y cristianos. El Corán
solo
ofrece simulacros retóricos para adoctrinamiento de sus adeptos, en los
que no
se da la voz al otro. En la larga historia de las confrontaciones,
tenemos
noticia histórica documental de algunos esbozos de argumentación: Juan
Damasceno en la Controversia entre un sarraceno y un cristiano
(hacia
746); o Manuel II Paleólogo en Veintiséis diálogos con un persa
(1391),
que todavía suscitan alboroto en nuestros días. Francisco de Asís, en
1219, en
medio de la quinta cruzada, viajó a Egipto con un compañero fraile,
decidido a
ver al sultán Al-Malik Al-Kamil; pero no fue a «dialogar», sino a
tratar de convencer
al sultán, para que abandonara la ley de Mahoma y reconociera a
Cristo, si
quería salvarse. Raimundo Lulio escribió el Libro del gentil y los
tres
sabios (1276), en el que escenifica una docta disputa entre las
tres
religiones acerca de la verdad.
En
nuestros días, Benedicto XVI
abordó el tema, en un discurso que levantó polémica, Fe, razón y
universidad,
en Ratisbona, 2006. Pero, luego, el papa Francisco, con el Documento
sobre
la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común
(2019),
firmado junto al Gran Imán Ahmad Al-Tayeb, de la mezquita Al-Azhar,
quizá solo
haya contribuido a la confusión. Porque, salvo la tentativa de una
dudosa
política que más bien evoca una relación de dimmitud, no hay
constancia
de ningún acercamiento real y recíproco de las posiciones de una y
otra
religión
Gabriel
Théry, que conocía de
primera mano la urdimbre del Corán y que llevó a cabo un profundo
análisis de
las relaciones entre islamismo y cristianismo, ya diagnosticaba y
advertía:
«Mientras
que el Corán no sea
expurgado –y no puede serlo en absoluto– de esos textos anticristianos
que los
musulmanes creen neciamente que descendieron de Alá en línea recta,
nuestros
buenos apóstoles podrán siempre exprimir ese Corán para hacerle exudar
la
mística del ¡acercamiento cristiano-musulmán! De ahí no saldrá nada
más que lo
que contiene realmente: el odio al cristiano» (Théry 1964: 239).
Para
escapar de la ingenuidad,
es imprescindible un estudio serio, con el fin de aumentar nuestro
conocimiento
y ejercitar el pensamiento crítico. Si no, seremos como esos
periodistas que,
cuando se comete un atentado islamista, salen al quite inmediatamente,
pontificando que eso no tiene nada que ver con el islam, ¡que es una
religión
de paz! Pero los insultos y las sistemáticas invectivas contra judíos,
cristianos y asociadores demuestran cómo persiste una abierta
incitación al
odio, combustible de la guerra estructural contra ellos.
Cada
historia tiene su propia
lógica, cuyo rastro podemos seguir. En la formación del Corán, cada
fase o
estado del sistema comporta una lógica interna. También tiene su lógica
la
transición desde un estado del sistema a otro, cuando evoluciona. Y
podemos
analizar la estructura y objetivar la significación. Lo que no tiene
ninguna
lógica es proceder con patente de corso para servirse una vez de unas
aleyas y
otra vez de otras que dicen lo contrario, según convenga tácticamente
en cada
momento. Esto lo llamaríamos piratería intelectual, o saqueo textual, o
simplemente manipulación y engaño.
En fin,
la posición antijudía y
anticristiana del islam es intrínseca, y no coyuntural, no solo porque
se
encuentra inscrita en el sacrosanto Corán, sino porque la elaboración
doctrinal que condujo a ella forzó la ruptura, que representaba una
condición
esencial para marcar la independencia del islam como sistema
religioso. No
obstante, que esto siga teniendo sentido en nuestro tiempo es una
cuestión muy
diferente.
Lo que no debería obviarse
es que el islamismo se constituyó desde el principio como una religión
y una
ideología contradictoria con el cristianismo y, consiguientemente,
enemiga del
pensamiento racional. Por la misma condición estructural, el proyecto
sociopolítico
del islam pugna desde siempre por destruir y suplantar a la
cristiandad, o bien
a su legado actual, que es la civilización occidental
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