Religión,
razón y convivencia. Entrevista a Rémi Brague
RÉMI BRAGUE / JOSÉ IGNACIO MURILLO
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El
profesor Brague explora en esta entrevista la utilidad del estudio del
pensamiento medieval para comprender los problemas de nuestro tiempo.
Reflexiona sobre los diferentes enfoques de la razón, la política y la
religión
en el islam y el cristianismo, y los problemas que se derivan de la
radical
separación moderna entre sociedad y religión. ¿Es correcto atribuir la
causa de
los conflictos sociales a la religión o a una fuerte racionalidad? ¿Es
posible
a largo plazo construir una sociedad sin religión? ¿Por qué la noción
de ley
natural es controvertida en los tiempos modernos? ¿Y cuál es la
relación entre
la ley natural y la ley de Dios, como lo proponen algunas religiones?
JIM. Su
itinerario intelectual tiene algo de
sorprendente. Comenzó dedicándose a la filosofía antigua, un campo muy
respetado y de gran especialización, pero, desde hace algún tiempo su
interés
se ha desplazado al pensamiento medieval cristiano y judío, hasta
llegar a
convertirse, como ha dicho alguna vez, en “una especie de
medievalista”. ¿Qué
intereses le movieron a desplazar su atención a un campo tan distinto y
que ha
sido juzgado por muchos como un período de subordinación de la
racionalidad a
la religión?
RB. Para
ser
exactos, dedico una parte de mi tiempo
y de mi enseñanza más a los pensadores medievales de lengua árabe,
judíos o
musulmanes, que a los pensadores cristianos. He llegado de una forma un
poco
inhabitual, sobre la que me he explicado en un libro reciente (1). La
vía recta
que va desde los griegos a los árabes es la ruta de las traducciones,
la de la
recepción de la herencia filosófica aristotélica y neoplatónica. Hubo
también
una herencia matemática y médica, pero de ella no conozco casi nada… Mi
predecesor en París I, Pierre Thillet, había seguido esta vía recta. En
cambio,
mi camino es indirecto. Comencé por el hebreo y por los judíos, antes
de
acercarme al árabe para poder leer, sobre todo, a Maimónides. Mi
lectura de los
griegos ha estado marcada por mi frecuentación de Leo Strauss. Me
preguntaba, y
me sigo preguntando, si su método, que atribuye a las obras un sentido
“esotérico”, es verdaderamente pertinente a propósito de autores como
Jenofonte, Platón o Aristóteles. Sin embargo, sea como fuere, el autor
sobre el
que Strauss tiene más posibilidades de estar en lo cierto es
Maimónides, que ha
escrito con toda claridad que se contradecía deliberadamente para
esconder su
enseñanza verdadera. Por esta razón he traducido los trabajos de
Strauss sobre
este autor (2).
La imagen de la Edad Media, como la de una
subordinación de la razón a la religión es una caricatura heredada de
la
«Ilustración» y de sus herederos positivistas. De todos modos, los dos
términos
que se oponen tenían un sentido diferente del que tienen hoy. Y el
problema no
se planteaba de la misma forma en el cristianismo, en el judaísmo y en
el
islam. Se encuentra por todas partes gente que dice que la razón no
sirve para
nada en el dominio religioso. Así, un pensador que sabía magníficamente
cómo
razonar, como Ibn Jaldún, explica que, en materia de religión, es
preciso hacer
callar la razón (‘aql) (3). En
el cristianismo, este tipo de tendencia ha sido
marginal, como
en el siglo XIII, en Pedro Damián, o, más tarde, en Lutero, que trata a
la
razón de “prostituta de Aristóteles”.
Tomás de Aquino abre su Suma Teológica con
una cuestión muy reveladora. Pregunta si es
verdaderamente necesario añadir a las ciencias filosóficas otra
disciplina, que
sería precisamente la teología. Lógicamente, su respuesta es
afirmativa; de lo
contrario la Suma se
detendría tras
la primera cuestión. Pero Tomás no se interroga en ningún momento sobre
la
legitimidad de la filosofía. Esta va de suyo. Y tampoco se pregunta si
la
filosofía tiene competencia para pronunciarse sobre el tema de la
teología. Es
la teología la que debe defenderse ante el tribunal de la filosofía.
Es interesante observar que Averroes, cuyos
comentarios sobre Aristóteles, ha utilizado Tomás, pero cuyas otras
obras
ignora, procede exactamente a la inversa. En el famoso Tratado
decisivo, Averroes se pregunta si la filosofía es legítima
desde el punto de visto de la Ley islámica. No se pone de ninguna
manera en
duda la fuerza constrictiva de esta. Él era, por otra parte, cadí y
tenía, por
tanto, como oficio hacer aplicar la sharía.
A esto se debe que el Tratado
decisivo sea
una fatwa, es decir, una
consulta
jurídica. Para él, es la filosofía la que debe defenderse ante el
tribunal de
la Ley.
¿Por qué me he interesado en esta época? Pues
bien,
porque es de la que nosotros procedemos, incluida la “Ilustración”, que
se
imagina haberse liberado de la Edad Media. Porque es en la Edad Media,
más
exactamente en el siglo XI, cuando las civilizaciones del espacio
mediterráneo
y europeo han comenzado a divergir: el islam ha empezado a
anquilosarse,
mientras que Europa despega, en las técnicas y en la economía, y en la
vida
intelectual. Nada más actual que la Edad Media.
JIM.
Usted ha combinado en sus últimos estudios los
trabajos especializados en este campo, con investigaciones de largo
aliento, en
las que explora el nacimiento y evolución de algunas de las ideas que
configuran el pensamiento occidental. Entre ellas, ha afrontado la
experiencia
del mundo y la idea de «ley de Dios». Me gustaría aprovechar este hecho
para
preguntarle su punto de vista sobre algunos problemas contemporáneos
relacionados con estos temas.
RB. En
efecto, intento dedicarme en este momento a
lo que llamaría la «historia de las ideas en períodos largos de
tiempo». Los
dos libros a los que hace alusión intentan lo imposible: contar la
historia de
las sensibilidades y de los conceptos comenzando con la invención de la
escritura y acabando en la época contemporánea. No hace falta decir que
no
trabajo directamente sobre las fuentes salvo en pequeños períodos de
este
océano temporal, en el que tengo que proceder a fuerza de sondeos. Por
otra
parte, vale la pena decir que no me intereso por la historia en sí
misma,
aunque sea la de las ideas y, ante todo, de la filosofía. Lo que me
interesa
realmente es comprender mejor, gracias a la perspectiva histórica y, en
ocasiones,
a la distancia en el espacio (por ejemplo, comparando la Europa
cristiana con
el mundo musulmán), problemas que son los del hombre de hoy.
Es en este contexto en el que hay que comprender La Sagesse du monde y La loi de Dieu.
Trabajo en este momento
en el tercer volumen que cerrará la trilogía y que se titulará Le Règne de l’homme. He estudiado
en el
primer libro el contexto cosmológico de lo humano, que entra en escena
en la
antigüedad. El segundo se detiene en el contexto teológico de lo
humano, tal
como marca sobre todo el periodo medieval. Querría abordar ahora el
proyecto
moderno: el de una humanidad que pretende comprenderse y regularse a sí
misma
rechazando todo contexto, sea cosmológico o teológico.
JIM.
Frente al mundo medieval, la época contemporánea
parece caracterizarse por el rechazo a fundar la convivencia social y,
para
muchas personas, aun la propia vida, en unas convicciones religiosas.
¿Cuáles
piensa que son las razones determinantes de ese proceso? ¿Cree que era
inevitable?
RB. No
hay que hacerse una visión demasiado “rosa”
del mundo medieval. El “Renacimiento” y después la “Ilustración”, el
positivismo, etc., han difundido la imagen de una edad sombría; no es
nada
extraño que el Romanticismo y, tras él, la Restauración y el
neotomismo, hayan
respondido con la imagen de una sociedad orgánica, sin conflictos, etc.
He
tenido la ocasión de esbozar estas dos caricaturas opuestas (4).
Las
sociedades medievales nunca se han fundado
exclusivamente sobre convicciones religiosas. Lo político también se
encontraba siempre en el principio. De diferentes maneras, puesto que
es
preciso distinguir según las religiones de que se habla. Y esto es así
ya en el
interior mismo del judaísmo. La religión del antiguo Israel era la de
un pueblo
que vivía en su Tierra, que tenía su Dios con sus profetas, su Templo
con sus
sacerdotes, pero también su Rey, tres instituciones entre las cuales
había unas
relaciones algo tensas. Lo que se llama el “judaísmo” se ha constituido
tras la
diáspora y la pérdida de la Tierra, el fin del Rey y la destrucción del
Templo,
cuando el pueblo se reagrupa en torno al único principio de unidad que
le
quedaba: la Torah de Moisés. El judaísmo representa el primer ejemplo
de una comunidad fundada sobre una religión —aunque sería mejor decir
sobre una “ley”. El
cristianismo se instala en el seno de las sociedades de la cuenca
mediterránea
y se encuentra frente al Estado romano, que en un primer momento lo
persigue.
El islam designa de entrada la “sumisión” a Mahoma como aglutinador de
las
tribus árabes, y el dogma se fija al menos dos siglos más tarde.
Es completamente normal, y puede que deseable,
que
los hombres organicen su vida común sin referencias explícitas a reglas
que se
pretenden dictadas por Dios. Pero ¿pueden hacerlo sin obedecer a su
conciencia,
que, para los cristianos, es también la voz de Dios? Me pregunto si la
vida,
sin más, no solamente la vida política y social, puede subsistir a
largo plazo
sin la convicción religiosa.
Ya Rousseau ve bien el problema cuando pone en
paralelo las ventajas del ateísmo y las de la “superstición”. Escribe:
“Si el
ateísmo no hace derramar sangre a los hombres, es menos por amor por la
paz que
por indiferencia hacia al bien, como el hecho de que todo vaya [que las
cosas funciones más o menos
bien], poco importa al pretendido sabio, con tal que le dejen tranquilo
en su
gabinete. Sus principios no hacen matar a los hombres, pero les
impiden nacer destruyendo las
costumbres que los multiplican y arrancándolos de su especie,
reduciendo todos
sus afectos a un secreto egoísmo tan funesto a la población como a la
virtud.
La indiferencia filosófica se parece a la tranquilidad del Estado bajo
el
despotismo: es la tranquilidad de la muerte; es más destructiva que la
guerra misma”
(5). Da la impresión de que Rousseau está hablando de nuestra actual
“cultura
de muerte”.
JIM. Son
frecuentes en nuestros días las propuestas
de fundar la convivencia en un orden racional que excluya o relegue las
convicciones religiosas. Pero, a menudo, se invoca un tipo de razón
que, en
contraste con la postura de muchos pensadores antiguos y modernos,
intenta
prescindir de convicciones irrenunciables. ¿Cree que esas propuestas
tienen
alguna posibilidad de éxito? ¿Cabe llegar a acuerdos basándose en una
razón sin
convicciones?
RB.
Muchos sueñan hoy con alcanzar un modus
vivendi entre gentes civilizadas,
contentándose con definir los procedimientos de resolución de
conflictos, sin
apelar a una razón “fuerte”, y todavía menos a una razón abierta a la
trascendencia y a Dios.
Yo preguntaría, no obstante: esta razón “débil”
(en
el sentido que G. Vattimo concede al adjetivo italiano debole cuando habla de
“pensamiento débil”), ¿puede producir gentes
civilizadas, dispuestas a renunciar a la violencia? ¿O no se ve más
bien
obligada a recibirlas como
una
herencia procedente de sociedades que sí tenían convicciones fuertes?
Una sociedad con una razón “débil”,
¿no será acaso un parásito de su propio pasado, que devora recursos
espirituales que ella misma es incapaz de renovar?
Además, el uso de la razón supone al menos una
convicción fundamental, la de la legitimidad de la razón. Ahora bien,
¿qué es
la razón? Algunos, extrapolando los resultados de los biólogos,
querrían no ver
en ella otra cosa que el resultado de una selección natural, cuyos
factores no
son en modo alguno racionales, sino el azar y la fuerza. La razón sería
entonces lo que Nietzsche decía de la verdad: “el tipo de error que
necesita
una determinada especie para sobrevivir” (6). Pero no se ve por qué se
puede
confiar en una razón concebida así. Darwin dice ya algo semejante en
una
célebre carta donde, por otra parte, cuestiona implícitamente el valor
de su
propia teoría (7). Los cristianos, en cambio, saben bien por qué creen
en la
razón, pues confiesan que la creación entera es obra del Verbo, que lo
que
estaba en el principio no era ni la fuerza bruta ni la acción
arbitraria, sino
el Verbo, el Logos (Juan 1, 1). Los
cristianos son, por lo
tanto, los únicos racionalistas consecuentes.
Hay en Chesterton un pasaje que cito a menudo, y
que
no me resisto al placer de repetir aquí. El sacerdote-detective por él
concebido, el padre Brown, acaba de afirmar que la ley moral vale en
todas
partes y en todo universo posible. Esto es así porque es la ley de la
razón.
Ahora bien, añade: “I know that people charge the Church with lowering
reason,
but it is just the other way. Alone on earth, the Church makes reason
really
supreme. Alone on earth, the Church affirms that God himself is bound
by
reason” (8).
A lo que hay que añadir que hay necesidades para
las
que hace falta una razón fuerte; incluso diría, sin tener miedo de las
palabras, una metafísica. Si se trata sólo de asegurar la coexistencia
de
gentes que ya existen, basta ponerse de acuerdo sobre las reglas
mínimas de
renuncia mutua a la violencia. Pero, ¿qué razones tenemos para producir
hombres
que no existen todavía, en pocas palabras, para tener hijos? La
humanidad no
puede subsistir sin reemplazar continuamente a los que mueren
suscitando una
generación nueva. Pero los hijos no pueden pedir venir al mundo, y
somos
nosotros quienes, a pesar de ellos mismos, les “infligimos la vida”
(Chateaubriand). ¿Con que derecho? No basta decir que la vida es
agradable, divertida. Hay que probar que es buena,
en un sentido muy fuerte, metafísico, hasta tal punto buena que es
capaz de compensar todos los horrores que
puedan
ocurrir a una persona en esta vida.
Alexander von Humboldt, el gran geógrafo
prusiano,
conocido en los países de lengua española por su descripción de la
América
latina, no se casó nunca. Lo explica en alguna parte: “estoy convencido
de
que el hombre que acepta el yugo del matrimonio es un loco, y aun diría
que un
pecador. Un loco porque renuncia a la libertad de sí mismo, sin ganar
una
compensación correspondiente. Un pecador, pues da la vida a sus hijos
sin poder
legarles la certeza de que serán
felices (…).
Preveo que nuestros sucesores serán todavía más desgraciados que
nosotros. ¿No
sería yo verdaderamente un criminal si, a pesar de estas opiniones
sobre
nuestra descendencia, no me preocupara de estos infortunados?” (9).
Se puede dejar aparte el juicio pesimista no
viendo
en él más que los caprichos de un solterón un poco cascarrabias. Pero
la
pregunta queda planteada. ¿Podemos legar a nuestros hijos la certeza de
que
serán felices? Es claro que no. Si no estamos convencidos de que la
vida vale,
en toda hipótesis, más que su contrario, todo el que tiene hijos es un
criminal.
JIM. Es
frecuente que se achaque a las religiones la
existencia de conflictos irresolubles, que conducen a la violencia. ¿Es
cierto
que la pluralidad religiosa es un obstáculo para la paz? ¿Se puede
aplicar esta
afirmación a todas las religiones?
RB. Me
asombra que algunas personas puedan seguir
concediendo al dominio de lo religioso el monopolio del “fanatismo”.
El
fanatismo puede corromper cualquier convicción, no solamente religiosa.
El
siglo XX ha conocido fanatismos no religiosos, sino ideológicos. Se
pretendían
fundamentar sobre una ciencia, la biología de Darwin en el caso del
nazismo, la
economía y la sociología de Marx, en el del leninismo, con sus
versiones rusa,
china, camboyana, etc. La violencia que han suscitado en menos de un
siglo
sobrepasa con mucho a lo peor que la religión haya podido producir de
peor en
varios milenios. ¿Lo habremos olvidado tan pronto?
Por otra parte, no soporto que se hable en
general
de las “religiones” en plural. Y todavía menos que se hable de “tres
religiones” monoteístas, reveladas, de Abraham, del Libro, etc. Estas
fórmulas
ponen en el mismo plano realidades que no tienen nada que ver entre sí.
Así, no
es la misma la forma en que el judaísmo, el cristianismo y el islam
reconocen a
un Dios único; no se hacen la misma idea
de qué sea una revelación divina; invocar la figura de Abraham no tiene
el
mismo sentido para cada una de las tres; no se refieren de la misma
forma al
Libro. He tenido recientemente la ocasión de aliviarme un poco al
respecto (10).
Conviene, además, distinguir lo que han hecho los
adeptos de una religión determinada y lo que su religión les ha hecho
hacer.
Dicho de otro modo, no hemos de mezclar lo que algunas personas han
hecho porque eran adeptos de
una religión y lo
que ha hecho a pesar de serlo. Las
Cruzadas han sido obra de los cristianos. Se pueden juzgar de un modo
negativo,
pero resulta difícil deducirlas del Nuevo
Testamento, es más, no se encontrarán dificultades para
criticarlas
fundándose en el Sermón de la montaña. Se puede reprochar a los
inquisidores o
a los cruzados haber traicionado el mensaje de Jesús. En cambio,
resulta más
difícil mostrar que los musulmanes que se apoyan en el Corán para justificar la violencia
leen equivocadamente
su libro
santo.
No basta, como se hace a menudo, “ahogar el
pescado”
diciendo que “hay” violencia en todos los textos sagrados. En cierto
sentido
esto es verdad. Pero el “hay” cubre muchas cosas muy diferentes entre
sí. Hay
que decir, por tanto, con precisión de qué género de enunciado es
objeto la
violencia. Esbocemos una tipología:
1) En primer lugar, la violencia puede
ser relatada. En este caso
puede
tratarse de (a) el objeto de una historia,
que reporta acontecimientos que se considera que han tenido lugar, como
las
masacres vinculadas a la conquista de Canaán en el libro de Josué; o
puede ser
(b) la de una ficción, como
en
ciertas parábolas, donde un rey masacra a sus enemigos —que,
recordémoslo, han
comenzado por matar a sus hijos o sus enviados (Mateo,
21, 41; 22, 7).
2) Además, la violencia puede ser deseada contra
los opresores, cuyas
víctimas pueden querer, a su vez, aplastar a los hijos de aquellos
contra las
paredes (Salmo 137, 9); puede
ser
invocada en una hipérbole: a quien es causa de escándalo, ¡sería mejor para él (¿?) que se le atara al
cuello
una rueda de molino y se le arrojara al mar! (Marcos 9,
42 y ver Mateo,
18, 6).
3) La violencia puede, por último, ser ordenada.
Ahí también se presentan
diversos casos. Puede tratarse en primer lugar (a) de una regla
permanente
fijada por una ley con el fin de castigar ciertas transgresiones. Es el
caso
del derecho penal del antiguo Israel, que conocía la pena de muerte en
diferentes casos, entre los que algunos nos sorprenden. Es el caso de
“no
dejarás en vida a la bruja” (Éxodo
22,
17) que, en el siglo XVII, ha tenido sobre su conciencia tantas
pretendidas
“hechiceras”. Puede tratarse también (b) de una orden puntual de usar
la
violencia contra una categoría determinada de adversarios, que será
preciso
combatir para matarlos o capturarlos. En el Antiguo
Testamento se encuentran órdenes de este tipo, que se consideran
procedentes de Dios, situadas ellas mismas en un relato histórico o
pseudohistórico (1 Samuel,
15). Puede
tratarse, por último, (c) de una orden que tal vez inicialmente
responde a
circunstancias determinadas, pero está formulada de tal modo que se la
puede
referir siempre a enemigos nuevos. Es este último caso el que se
encuentra en el Corán y, al
parecer, únicamente en él, en los
numerosos versículos
entre los que se encuentra, por ejemplo, el famoso «versículo del
sable» (IX,
5).
El problema específico que plantea el islam es
que,
para los musulmanes creyentes, el Corán
es
más que un libro inspirado que se puede interpretar. Se considera
dictado por
Dios mismo, que confía su mensaje a su Enviado, el cual transmite sin
pérdida
ni deformación. Puesto que la violencia es en él ordenada, será siempre
fácil a
un “barbudo” inflamar a las masas leyéndoles pasajes guerreros del
Libro, que
no le faltan.
JIM. En
algunas sociedades occidentales se ha
reabierto con fuerza el debate en torno a lo que se viene a denominar
laicismo,
como una forma de conjurar ese peligro. ¿Por qué es el cristianismo el
objeto
preferente de las críticas de quienes pretenden separar el orden
político del
religioso? ¿Piensa que está bien planteado este debate?
RB. La
separación de lo político y lo religioso es
una evidencia que ninguna sociedad occidental desea replantearse. Pero
puede
llevarse a cabo con estilos diferentes, según las épocas y según el
país. El
laicismo francés es una interpretación
de esta separación. Y hay muchas otras, aun cuando los “laiconazos”
(laïcards) a
la francesa o a la belga quisieran hacernos creer que tienen el
monopolio, y
que tienen la misión de convertir al mundo entero a su propia
interpretación.
En Alemania, por ejemplo, donde vivo casi cuatro meses de doce, el
Estado es
neutro respecto a las religiones y no concede a ninguna un estatuto de
favor.
Pero no se obliga a vivir, como en Francia, en la ficción
—impracticable, por
lo demás—, de ignorarlas pura y simplemente.
El ataque se dirige siempre al cristianismo por
una
razón muy simple: la ignorancia de la historia. O, peor todavía, la
propagación
de una historia más o menos deliberadamente falseada y convertida en
verdad
oficial. La separación de lo político y lo religioso es tan vieja como
el
cristianismo, y casi no existe fuera de él. Se habla de separación de
la Iglesia
y el Estado; pero la existencia de algo así como una «Iglesia», que no
se
confunde con la comunidad, con la sociedad, etc., es algo que solo
existe en el
cristianismo.
Por otra parte, tal vez el verdadero problema no
es
el de separar lo religioso del dominio político. Lo político es solo
una parte
del conjunto más vasto de lo «práctico», que engloba también lo ético y
lo
“económico”, en el sentido antiguo y medieval de este término, es
decir, las
relaciones entre los esposos, los padres y los hijos, entre jefes y
subordinados. El verdadero problema es el del origen de las normas en
general,
que derivan de lo político, lo ético o lo económico. O, si se quiere,
el
problema es cuál es la identidad del legislador. ¿Es humano o divino?
Se trata
de saber si las reglas que gobiernan a los hombres pueden tener un
origen
puramente humano. El cristianismo y el islam responden que no, y en
esto
ambos se oponen al “laicismo”.
Pero entre los dos media un abismo: para el
islam,
la instancia que legisla es Dios, que habla en el Corán o
a través de la conducta del Profeta, a quien Dios ha
escogido y «purificado» para que pueda servir de ejemplo a la
comunidad. No
se puede hablar propiamente, por tanto, de legislador humano, y no
puede
haberlo. En el cristianismo, el modo en que Dios habla no es otro que
la
conciencia humana, “voz de Dios”. Todo el mundo conoce el proverbio
latino vox populi, vox Dei.
Es mucho más
profundo de lo que se piensa. Significa en el fondo que una norma puede
ser al mismo tiempo humana y
divina. No hay
competencia entre lo humano y lo divino.
JIM. A la
hora de debatir sobre las leyes, la ética
y las decisiones políticas se ha recurrido con frecuencia a la “ley
natural”,
buscando el acuerdo entre personas de religiones diversas o que no se
adscriben
a ninguna en particular. Pero, este concepto se ha tornado problemático
y, en
los últimos tiempos, muchos parecen haber decidido abandonarlo. ¿Cree
que sigue
teniendo utilidad todavía? ¿Es preciso reformularlo? ¿O quizá hace
falta renombrarlo?
RB. El
problema es que lo que los antiguos (por
ejemplo, los estoicos) y los medievales comprendían bajo la idea de
“ley
natural” depende de una forma de entender la naturaleza que nosotros
hemos
perdido. Está expresada en un pasaje de Aristóteles en el que
el filósofo
explica que el estado natural de una cosa no es su estado bruto, sino,
bien al
contrario, su estado de desarrollo perfecto (11). Sin embargo, la
filosofía
política de los tiempos modernos descansa desde Thomas Hobbes sobre una
concepción totalmente distinta de la naturaleza, que ha tomado del
epicureísmo.
Según esta, lo natural es justamente el estado bruto, lo elemental, lo
que no
ha sido todavía elaborado por la cultura.
Para los teóricos de la ley natural, la
naturaleza
no es la Naturaleza con mayúscula, la naturaleza divinizada por los
escritores
materialistas del XVIII, esa naturaleza que se juzgaba que se basta a
sí misma
y produce todo lo que existe. Por el contrario, cuando los pensadores
de la ley
natural hablan de la “naturaleza”, quieren decir “la naturaleza de…” tal o tal cosa. Esta
naturaleza no
es otra cosa que el contenido de la definición de dicha cosa, que en la
lógica
clásica se expresa por el género próximo y la diferencia específica. En
el caso
del hombre, definido como “animal racional”, el género próximo, la
animalidad,
nos enseña mucho menos que la diferencia específica, es decir, la
racionalidad.
La naturaleza del hombre es por supuesto las leyes de su supervivencia
biológica, pero es ante todo la razón. La ley natural, de este modo, no
es lo
que dictan al animal las exigencias de su biología, todo lo que permite
su
conservación como individuo (nutrirse) y como especie (reproducirse).
La ley
natural es la ley de la razón
(12).
En este sentido, Tomás de Aquino explica que todo
pecado va “contra la naturaleza”, y no solamente el que se acostumbra a
llamar
“vicio contra natura”, a
saber, la
homosexualidad. Todo pecado
es contra
natura en la medida en que va
contra la razón, que constituye la naturaleza del hombre.
JIM. Una
de las objeciones contra la ley natural y
contra quienes la defienden es que aceptarla implica que el hombre debe
tomar
de la naturaleza la guía para su libertad. ¿Es una acusación fundada?
¿Es
cierto que la noción está tan marcada por su origen estoico que
presupone una
visión de las relaciones del hombre con la naturaleza que ya no es
aceptable
para el hombre contemporáneo?
RB. Esta
objeción supone ingenuamente que la
“naturaleza” de que se trata es la que nos presenta la ciencia, en
particular
la de los seres vivos, la biología. Se reprocha a los que hablan de
“ley
natural” lo que se denomina “biologismo”. Sería interesante
preguntarse, en
psicología profunda, qué revela un síntoma muy interesante, a saber, la
actitud
ambivalente de muchos de nuestros contemporáneos ante la naturaleza.
Aman la
naturaleza cuando se trata de ecología, cuando “la naturaleza”
significa el
medio natural que hay que defender; por el contrario, desprecian la
naturaleza
cuando respetarla puede ser un obstáculo a sus caprichos.
Esta actitud ambivalente es perfectamente
comparable
a la que desenmascaraba San Agustín respecto a la verdad: amant
eam (sc. veritatem) lucentem, oderunt eam redarguentem.
Heidegger ha captado bien la importancia del pasaje para su análisis de
la existencia
humana en un curso del verano de 1921 (13). La frase no es fácil de
traducir.
Propondría la paráfrasis siguiente: “aman la verdad cuando brilla e
ilumina
lo que quieren conocer; la odian cuando su luz reverbera sobre ellos,
desvelando lo que quieren esconder y, al hacerlo, los refuta y condena”.
Amamos y defendemos la naturaleza en la medida en
que constituye un dominio controlable que podemos disfrutar: como
realidad, nos
agrada la naturaleza domesticada o convertida en reserva para nuestras
distracciones,
en lugar de paseo o a título de “paisaje”. Joachim Ritter, en un ensayo
convertido en clásico, ha mostrado que el fenómeno del “paisaje”
suponía una
naturaleza ya controlada y dentro de la cual el hombre se permite
reservas (14).
Como concepto, utilizamos la naturaleza como cantera o depósito de
hechos
destinados a relativizar todo lo que es humano, considerado puramente
“cultural”.
Por el contrario, odiamos la naturaleza en la
medida
en que sentimos su presencia incluso en nuestro interior, imponiendo
sus reglas propias. Para esta naturaleza, hemos encontrado un nombre
destinado a
menospreciarla, y hablamos entonces de lo “biológico”. Al hacerlo, ya
nos
representamos la “cultura” como un desarrollo de la naturaleza, sino
como un desgarramiento
respecto a ella.
Este doble sentido hace que nos sirvamos de la
naturaleza como de una autoridad que tiene, como decían los medievales,
una
nariz de cera que se puede torcer en un sentido o en otro. Solo un
ejemplo, a
propósito de la homosexualidad: se dice, por una parte, que no podría
ser contra natura, puesto que
se encuentran
ejemplos de prácticas homosexuales en ciertos animales, ¡incluso entre
los
conejos! Pero se dice también que es contra
natura y que es bueno que lo sea; y se observa entonces que la
cultura —lo
propio del hombre, por tanto— consiste justamente en sobrepasar la
naturaleza…
El hombre es el ser vivo en el que la dimensión
biológica de la vida se encuentra confiada a la razón. Para los
animales, el
instinto basta para que se alimenten y se reproduzcan, poniendo, a
veces, en
juego estrategias extremadamente sutiles. Piense, por ejemplo, en las
abejas.
El hombre, por el contrario, tiene como tarea buscar, con ayuda de la
razón, la
mejor forma de hacer las cosas. Esto vale también para las actividades
que
están directamente en contacto con la dimensión biológica. Así, el
hombre no come
como los animales, ni se reproduce como los animales. No devora su
presa cruda, sino que cuece los alimentos, tiene sus modales en la
mesa. No se acopla con cualquier
individuo del
sexo opuesto, sino que prohíbe el incesto; hace del matrimonio un
vínculo
duradero que persiste tras el acoplamiento, tras la gestación, incluso
tras la
partida de los hijos, etc. Pero el hecho de que lo biológico sea
confiado a la
razón no quiere decir que esta pueda permitirse ignorar las leyes (en
el sentido
que las ciencias dan a este término) de lo viviente, y menos aún
enfrentarse a
ellas. La razón tiene una medida, que, por otra parte, le resulta
interna: le
resulta necesario tener en cuenta las condiciones de supervivencia de
la
humanidad, que son también condiciones de su propia supervivencia como
razón.
JIM.
También hay algunos que consideran que la “ley
natural”, especialmente cuando es invocada por personas con
convicciones
religiosas, no es otra cosa que un recurso enmascarado a la “ley de
Dios”, y se
entiende esta como un código de conducta que se acepta por razones
religiosas y
que, por lo tanto, no puede ser impuesto a quienes no las comparten.
¿Está
justificada esta crítica? ¿Quiere decir lo mismo “ley de Dios” en todas
las
religiones que usan este concepto?
RB. Pero
también, ¿por qué negarse a
identificarlas? En un sentido, se podría dejar francamente caer la
máscara y
hablar sin complejos de una “ley natural” que sería al mismo tiempo una
“ley de
Dios”. Pero también habría que hacerse una idea justa de esta ley y de
lo que
significa que sea “de Dios”. Y es esto lo que se ha vuelto
extremadamente
difícil para nuestros contemporáneos.
En efecto, hay personas que creen que mostrar que
una regla procede de Dios sería desacreditarla. Son aquellos que se
hacen una
idea completamente falsa —y, por lo demás, perfectamente estúpida— de
la
relación entre Dios y las normas. Consideran a Dios como una especie de
tirano,
que impone su voluntad a sus criaturas. ¡Cabe preguntarse, por lo
demás, qué
interés podría tener en hacerlo! Es necesario recordar aquí algunas
grandes
evidencias, que da un poco de vergüenza recordar, hasta tal punto
deberían ir
de suyo para los cristianos. A saber, que Dios no busca jamás su
propio interés. Además la noción de un “interés de Dios” es ya bufa
por sí
misma. Dios no quiere nunca otra cosa que el bien de sus criaturas, y,
en
consecuencia, les da todo lo que necesitan para buscarlo y obtenerlo.
Y, como
lo dice en algún lugar magníficamente Tomás de Aquino, “el hombre
solo puede
ofender a Dios obrando contra su propio bien” (15).
La idea de “ley de Dios” presenta un gran interés
para la historia de las ideas. Por una parte, la expresión se encuentra
en
varias tradiciones totalmente diferentes las unas de las otras, y, en
particular, en las dos fuentes de nuestra cultura occidental, la Grecia
pagana
y la Biblia del pueblo de Israel. Y, por otra, no quiere decir
exactamente lo
mismo según que se encuentre en Grecia o en Israel, en el cristianismo
o en el
islam. En Grecia, “ley divina” designa algo como la ley “natural”, que
nadie
sabe dónde ha aparecido. Es lo que responde Antígona a Creonte que le
reprocha
haber transgredido su mandato (16). Nadie lo sabe, y nadie puede
saberlo
porque, justamente, no ha sido nunca predicada, o promulgada, en un
momento que
pueda ser situado en el interior de la historia.
En la Biblia, la ley divina es otorgada al pueblo
en
el curso de la historia, tiene un inicio datable, tras el éxodo, en el
Sinaí.
No obstante, en el Antiguo Testamento,
el don de la Ley es solo una etapa de una historia de Dios con su
pueblo. Sella
la alianza con un Dios que comienza por liberar a su pueblo de la
cautividad de
Egipto, y que continúa viviendo con él en su Templo y por sus profetas.
Por último, solo en el islam la ley divina
“desciende” (es el sentido del término técnico árabe para “revelación”)
sobre
un profeta en un punto del tiempo, sin que Dios se comprometa al
hacerlo en una
historia común con su pueblo.
En mi último libro, he intentado mostrar cómo el
cristianismo introduce a este respecto una revolución muy radical (17).
No
introduce ningún mandamiento nuevo. Jesús se contenta con pedir que se
tome en
serio los preceptos del Decálogo, interiorizándolos. Y Pablo remite a
los
paganos que, por definición, no tienen entre manos la Ley de Moisés, a
lo que
dicta su conciencia (Romanos
2, 14).
El historiador Fustel de Coulanges, en el siglo XIX, lo había visto
bien: “El
cristianismo es la primera religión que no ha intentado que el derecho
dependiera
de ella” (18). El Dios del cristianismo no es el que dice lo que hay
que hacer.
Es el que perdona cuando no se ha hecho. Es aquel cuya gracia da la
fuerza de
hacer el bien.
JIM. Las
propuestas laicistas suelen presentarse
como una solución definitiva de los conflictos doctrinales y
religiosos.
¿Cree que existe una solución definitiva al problema de la coexistencia
de
culturas y religiones diversas en una misma sociedad?
RB. Con
el laicismo, se intentaría, en efecto, una
especie de “solución final” parecida a la que querían los nazis para la
“cuestión judía”. Eliminaría los conflictos eliminando las instancias
entre las
que hay conflicto. Se podría del mismo modo eliminar las enfermedades
matando a
todos los enfermos…
La coexistencia no es más que una solución
provisional. Yo desearía por lo que a mí respecta que existiera una
verdadera
competencia, un mercado abierto, una rivalidad entre las religiones.
Pero a
condición de que la competencia sea franca, y de que el diálogo no sea
en
sentido único.
Mientras tanto, se nos pide de todas partes
“tolerancia”: lo que está muy bien. Pero con demasiada frecuencia se
entiende
por ella una indiferencia mutua de parte de las comunidades religiosas
que
ignoran cada una lo que cree la otra. Sin embargo, la tolerancia es una
virtud.
Se alcanza, como toda virtud, y exige, también como toda virtud, un
esfuerzo
sobre sí mismo. Si se da el caso, se trata de aceptar que el otro pueda
ser tan
sincero en sus convicciones, que yo creo falsas —o, al menos,
incompletas— como
yo lo soy también en las mías, que creo por supuesto verdaderas.
Un verdadero respeto por el otro supone
respetarse a
sí mismo. Es imposible si se siente hacia uno mismo, o hacia los
propios
ancestros, esta mezcla de vergüenza y asco que está demasiado extendida
en la
Europa de hoy. Le recomiendo al respecto el librito de Joseph H.
Weiler, al que
he escrito el prefacio a la traducción francesa (19). Weiler, titular
de la
cátedra de derecho europeo en la Universidad de Nueva York, y judío
observante,
defiende la mención de las raíces cristianas de Europa, esas raíces que
se ha
rechazado mencionar en el proyecto del tratado constitucional europeo.
JIM.
¿Cree que está bien planteada la oposición que
se establece comúnmente entre razón y religión? ¿Cómo se puede plantear
adecuadamente a su juicio en el terreno social y en el personal, en el
del
filósofo y el hombre de ciencia?
RB.
Hablar de la razón y de la religión es
manipular dos enormes cajas negras, muy molestas, que no se sabe bien
qué contienen exactamente. Hay varias formas de razón, y hay religiones
de
diferentes tipos.
Lo que se opone a la religión no es la razón,
sino
una cierta decisión, totalmente arbitraria: la de que no podría existir
nada
que no se presente bajo la forma de un fenómeno controlable y
repetible. Se
trata de una decisión que no es adoptada por la razón, sino que
proviene, por
el contrario, de una elección irracional. Queda claro, por otra parte,
que
excluye todo el dominio de lo histórico, en el que, por definición, no
se
produce dos veces la misma cosa. Y todo el dominio de las relaciones
entre
personas, puesto que estas son libres e imprevisibles. Queda claro
también que
esta decisión comienza por darse una concepción singularmente estrecha
de la
racionalidad, que la reduce a lo que de ella nos proporciona la
ciencia. Ahora
bien, la racionalidad engloba también la razón práctica, o, dicho con
sencillez, nuestros esfuerzos por conducir del mejor modo posible
nuestra vida
personal en tanto que hijo, padre, cónyuge, amigo, compañero de
trabajo,
ciudadano, etc. Y, por último, existe también una racionalidad en el
trabajo
técnico, e incluso del artista. La dificultad consiste en hacer
coexistir estas
diferentes dimensiones de la racionalidad sin que la una moleste a la
otra o,
peor todavía, se imagine que es la única forma posible de razón.
Hay una regla que debería, en mi opinión,
gobernar
nuestras reflexiones sobre este problema. Parece apoyarse en el
“sentido
común”, pero es, en cambio, muy profunda. Se la lee ya en Aristóteles:
más alto
que todo saber o que toda creencia, se encuentra la “educación” (paideia). Es ella la que nos dice
en que
caso es oportuno utilizar una facultad o un método determinado. Así,
por
ejemplo, es dar pruebas de falta de educación no saber qué exige una
demostración y qué no la exige (20).
Los cristianos pretenden que el culto que dirigen
a
Dios es un “culto razonable”, la logikè
latreia de que habla Pablo, y que la Vulgata traduce
por rationabile obsequium (Romanos 12,
1). Dicen en la misa: “es
justo y necesario (dignum et justum
est,
aequum et salutare) darte gracias (…) siempre y en todo lugar”.
Estas
fórmulas presuponen que hay entre Dios y el hombre algo así como una
tercera
instancia capaz de determinar objetivamente que Dios es el objeto de un
culto
justo. Esta tercera instancia está presente en el Antiguo
Testamento, de un modo no conceptual, sino narrativo, en
esos pasajes de los profetas en los que Dios hace un proceso (en hebreo
rîv) a su
pueblo. El Dios de Israel no
se contenta con amenazar o destruir a quien le desobedece, sino que
argumenta. Justifica su queja apelando a testigos exteriores, las
fuerzas de la
naturaleza, por ejemplo.
Me permito recordar este enraizamiento bíblico de
la
racionalidad para que no se hable demasiado deprisa de la “razón
griega”, que
se opondría, por ejemplo, a la “ética bíblica”. La Biblia no comporta
conceptos
filosóficos, pero conoce la racionalidad, si bien la representa de modo
narrativo, a través de relatos.
De modo que la fe es la actitud ante un objeto
completamente particular, a saber, Dios. La “fe” es el sentido que
permite
percibir a Dios, de la misma manera que el sentido de la vista es el
que
permite captar los colores, que la imaginación es la facultad que nos
permite
captar las ficciones, que la razón discursiva es la facultad que nos
permite
captar las demostraciones lógicas, etc. Si es la actitud justa ante el
objeto
“Dios”, la fe es la actitud que reclama la razón misma. Nada es más
racional
que creer.
Notas
1. R. BRAGUE, Introduction au monde grec.
Essais d’histoire de la philosophie,
Chatou, La Transparence, 2005, p.
9-32.
2. L. STRAUSS, Maïmonide. Essais réunis et
traduits par Rémi Brague, Paris,
P.U.F., 1988.
3. I. KHALDUN, Muqaddima, VI, 26; ed. E. Quatremère, Paris, Didot, 1858, t. 3, p. 123, 2-6; Le Livre des Exemples,
tr. fr. A. Cheddadi, Paris, Gallimard
(Pléiade), 2002, p. 971.
4. R. BRAGUE, Au moyen du Moyen Age.
Philosophies médiévales en chrétienté,
judaïsme, islam, Chatou, La Transparence, 2006, p. 40-44.
5. J.-J. ROUSSEAU, «La Profession de foi du
vicaire savoyard», en Emile, IV; Œuvres
complètes, ed. B. Gagnebin et M.
Raymond, Paris, Gallimard (Pléiade), t. 4, p. 632-633. El subrayado es mío.
6. F. NIETZSCHE, Fragmento 34 [253],
Abril-junio 1885; KSA, t. 11, p. 506.
7. CH. DARWIN, «Carta a W. Graham, 3 de
julio de 1881»; The Life and Letters of
C. D., Murray, 1887, p. 316.
8. “Sé que la gente acusa a la Iglesia de
menospreciar la razón, pero es justo lo contrario. La Iglesia es la
única en la
tierra que hace de la razón algo supremo. Solo ella afirma en la tierra
que
Dios mismo se encuentra sometido a la
razón”.
G. K. CHESTERTON, The blue cross [1908],
en Father
Brown. Selected Stories, Londres, Collector’s Library, 2003, p. 28.
9. Citado sin referencia en J.-P. DUVIOLS
et C. MINGUET, Humboldt, savant-citoyen
du monde, Paris, Gallimard («Découvertes»), 1994, p. 116. No he
conseguido
encontrar la fuente exacta. El subrayado es mío.
10. Ver mi
“Para acabar de una vez con los
‘tres monoteísmos’”, Communio
Nueva Época, 4 (2007), pp. 33-49.
11. ARISTÓTELES, Política, I, 2, 1252b32-33.
12. TOMÁS DE
AQUINO, Comentario a la Ética a Nicómaco,
V, 12, §1019, ed. R. Spiazzi, Turin, Marietti, p. 280a.
13. AUGUSTIN, Confessiones, X, XXIII, 34; BA,
t. 14, p. 202; M.
HEIDEGGER, Augustinus und der Neuplatonismus, (SoSe
1921), ed. C. Strube, GA, vol. 60,
Francfort, Klostermann, 1995, pp. 199-201.
14. J.
RITTER, «Landschaft. Zur Funktion des Ästhetischen in der modernen
Gesellschaft», en Subjektivität. Sechs Aufsätze, Francfort, Suhrkamp, 1974,
pp. 141-163.
15. TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles,
III, 122, §2948; ed. C. Pera, Turín, Marietti, p. 181b.
16. SÓFOCLES, Antígona, v. 457.
17. R.
BRAGUE, La Loi de Dieu. Histoire
philosophique d’une alliance, Paris, Gallimard, 2005.
18. N. D.
FUSTEL DE COULANGES, La Cité Antique.
Étude sur le culte, le droit, les institutions de la Grèce et de Rome (1864),
V, 3; Paris, Flammarion, 1984, p. 453 (La
ciudad antigua [trad. J. F. Ivars; intr. G. Dumézil], Barcelona,
Península 1983).
19. J. H. H.
WEILER, Une Europe chrétienne? Une
excursion, Paris, Cerf, 2007 (Una
Europa cristiana: ensayo exploratorio, Encuentro, Madrid 2003).
20. ARISTÓTELES, Metafísica, Γ, 4,
1006a6-8; ver
también Ética a Nicómaco, I, 3, 1094b23-1095a2.
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