¿Es el islam una religión? 2. Dos falsas diferencias

RÉMI BRAGUE





Se oye decir: «El islam es simple, el cristianismo complejo». Habría primero que preguntarse por la elección del criterio. Me gustaría plantear aquí dos cuestiones previas.


La primera: ¿puede considerarse el principio de economía como algo último? ¿Hay que preferir, en todos los casos, lo simple a lo complejo? Puede observarse que nuestra actitud hacia lo simple no  es siempre positiva, de manera que calificar a alguien de «simple» es frecuentemente un cumplido envenenado. Entre los Siete Enanitos, Simplón es ciertamente enternecedor, pero ¿quién desearía parecérsele? La lengua ha formado un adjetivo para la actitud consistente en reducir la complejidad de los fenómenos a una explicación muy rudimentaria: «simplista». Dicho más seriamente, es algo característico de las ideologías, por tanto también de las más peligrosas, que reposen en un abusivo eureka, «he comprendido, sólo era eso» (los judíos, los jesuitas, los francmasones, los capitalistas, etc.). Esta explicación rudimentaria desemboca en la práctica en un apresurado «hay que…» (exterminarlos, expulsarlos, colgar a los aristócratas de las farolas, «liquidar el tercer período», etc.). Suponiendo que una religión sea más simple que otra, esa cualidad no es necesariamente halagüeña. Mentes agudas incluso han visto en esa simplicidad algo inquietante. Jacob Burckhardt tenía una visión muy negativa del islam, al que caracterizaba como «una religión espantosamente breve» (eine so furchtbar kurze Religion), tal vez como una reminiscencia de la «espantosa simplicidad» de la que hablaba Renan.


Mi segunda cuestión es: ¿de qué es un criterio el criterio de la simplicidad? De la verdad no, ciertamente. En cualquier caso, no  vale para las ciencias. «El buen Dios es complicado (raffiniert)», decía más o menos Einstein. Y la antigua teoría de los cuatro elementos (tierra, agua, aire, fuego), perfectamente falsa, es mucho más simple que la tabla periódica de Mendeleïev, quien sin duda se acerca más a la verdad. Ciertamente, la búsqueda de la simplicidad es una exigencia de la razón, pero nada nos dice que la realidad sea simple; ser más simple que ella equivale a traicionarla. Una buena teoría es la que abraza más de cerca la realidad en su eventual complejidad, en cuyo caso se dejará de hablar de simplicidad para evocar otra cualidad, preferible a la anterior, la «elegancia», que combina la concisión con la exactitud.


El islam sería, así, una religión simple. Es cierto que la confesión  de fe fundamental, el «testimonio» (šahāda), es breve: «No hay más dios que Dios, y Mahoma su enviado». Pero en las otras religiones también podría expresarse el mensaje central en una fórmula apenas más larga. Respecto del cristianismo, la Sociedad bíblica de Londres publicó en 1930 un pequeño libro, The Gospel in Many Tongues, en el que un único versículo es traducido a seiscientas treinta lengua y sistemas de escritura. Los editores querían concentrar la buena nueva en una sola frase. Eligieron: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su hijo unigénito, a fin de que todos los que creen en él no se pierdan, sino que tengan la vida eterna» (Jn 3,16). La frase es algo más larga que la šahāda, pero sigue siendo concisa.


Todo estriba en distinguir lo esencial de lo que se deriva de ello. Quisiera dejar la última palabra sobre este problema a un judío, Hillel, un rabino del siglo primero antes de nuestra era. Se cuenta  que un pagano le dijo una vez que se convertiría gustoso si se le exponían todos los mandamientos mientras se mantenía en equilibro sobre una pierna. Hillel le respondió con la famosa «Regla de oro» («No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti») y añadió: «Todo el resto son comentarios».


Sólo se puede comparar lo que es comparable. La Suma teológica de Tomás de Aquino es más compleja que la šahāda. Pero los tratados de derecho musulmán son más complicados que el Credo cristiano de base, el Símbolo de los apóstoles. Ahora bien, se supone que estos tratados no hacen otra cosa que desarrollar las implicaciones de la segunda parte de la šahāda. En efecto, la fórmula «Mahoma es el enviado (rasûl) de Dios» no es simplemente decir que es un profeta, alguien que habla de parte de Dios, pues tales portavoces son legión. Significa que pertenece a una categoría particular y rara de profetas, los enviados, los que traen, procedente de Dios, un sistema de legislación que el hombre tiene el deber de obedecer, y que, como el profeta del islam es el último de la serie, la Ley que aporta sustituye a las que la preceden y debe ser seguida.


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Se oye decir que en el islam no hay intermediario entre el hombre y Dios, ninguna clase de sacerdotes que se distinga de los simples fieles y forme una sociedad regida por reglas de pertenencia  precisas: por tanto, un clero constitutivo de lo que se entiende,  común y por lo demás falsamente, por «la Iglesia».


Desde el punto de vista de la sociología, en toda religión hay personas que cabe llamar, en un sentido muy amplio, «especialistas»: practicantes del sacrificio, sabios en materia de textos sagrados, atletas de la ascesis, etc. El islam no es una excepción. El islam  chiita ha producido una clase de hombres de religión, los mollahs, con una jerarquía precisa. Pero el chiismo sólo representa en torno al diez por ciento de todos los musulmanes. En el islam los hombres de religión no están menos expuestos que en otras partes a todas las tentaciones que lleva consigo el hecho de detentar un poder, cualquiera que sea: hipocresía, espíritu de lucro, etc. Los ejemplos históricos no faltan, y autores musulmanes han sido los primeros en denunciarlos, mucho antes de los trabajos de los orientalistas. Por ejemplo, Al-Ghazali, por quien dan mal ejemplo: «La corrupción de la época no tiene otra causa que juristas (fuqahā’) de ese tipo, que comen lo que encuentran sin distinguir lo permitido de lo prohibido; consecuentemente, los ojos de los ignorantes están fijos en ellos, y éstos se arriesgan a cometer pecados atreviéndose a imitarlos y siguiendo sus huellas. Por ello se ha dicho: ‘Los súbditos no se corrompen sino por la corrupción de los reyes, y los reyes lo hacen por la corrupción de los sabios (‛ulamā’)’».


Lo que no existe en el islam es una forma determinada de clero, a saber, precisamente su forma cristiana. La diferencia fundamental aquí no es el celibato de los sacerdotes, pura regla disciplinaria que solo concierne por lo demás a la Iglesia latina, las Iglesias orientales no lo exigen sino para los obispos. Dejo de lado muchos rodeos por la historia, la sociología, la psicología, etc., para ir directamente a lo que me parece la razón última de la diferencia entre islam y cristianismo. Es de naturaleza teológica y se sitúa en el más alto nivel, en este caso la concepción que las dos religiones tienen de la Revelación. Para el islam, ésta recuerda al modo en que, para el neoplatonismo, el Intelecto Agente separado y transcendente, que contiene en acto todos los saberes posibles, «se derrama» (es la etimología de «emanación») sobre un intelecto humano «material», puramente pasivo. Por lo tanto, el islam no conoce la idea de Encarnación: la palabra de Dios no se hace hombre; si se hace algo, es más bien un libro, el Corán, que tiene, literalmente, a Dios por autor. Además, según el islam, Jesús nunca fue crucificado, no murió verdaderamente, sino que fue arrebatado junto a Dios (Corán, IV, 157-158). No resucitó, por tanto, de entre los muertos.


En el cristianismo, los doce apóstoles son los testigos de la identidad entre el Jesús con el que vivieron en Galilea y en Judea durante más o menos tres años y el Resucitado que se les apareció después de su muerte en la cruz y su sepultura (Hch, 1,21-22). Son, por ello, las columnas de la Iglesia y no tienen propiamente hablando sucesores: todos los cristianos, en todo el desarrollo de la historia, son en un sentido testigos del Resucitado, pero sólo los Doce vieron  a Jesús de Nazaret. El clero cristiano, a saber, los obispos y sus delegados (sacerdotes), es el conjunto de los que ocupan el lugar — lugartenientes— de estos testigos primitivos.


En el islam no hay ningún acontecimiento del que hubiera que ser garante. O más bien, el acontecimiento de la revelación está siempre ahí, es un acontecimiento lingüístico: el Corán mismo. Este libro no necesita testigos para atestiguar su realidad puesto que está en nuestras manos, disponible. Sólo requiere exégetas para comentarlo  y juristas para aplicar sus mandatos.


Merece subrayarse una consecuencia importante de esta ausencia  de noción de Iglesia en el islam: ningún intento de «secularización» de una sociedad islámica tendrá a su disposición una institución en cuyo seno podría relegar la «religión» para liberar de ella el dominio público. Estará eventualmente obligada a improvisar un cuerpo de hombres de religión en una cuasi Iglesia para confiarle el cuidado de la espiritualidad de su pueblo, teniendo como tarea encerrarlo en  ella, como fue el caso en la Turquía de Atatürk.


Rémi Brague, Sobre el islam. Madrid, Ediciones Encuentro, 2024: cap. III.


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¿Es el islam una religión? 1. Las fuentes

¿Es el islam una religión? 2. Dos falsas diferencias

¿Es el islam una religión? 3. Dos falsos paralelismos

¿Es el islam una religión? 4. Sobre las ‘tres religiones monoteístas’