¿Es el islam una religión? 1. Las fuentes
RÉMI BRAGUE
|
Un modo tentador de salir de las confusiones
acerca de la naturaleza del islam consiste en aislar al islam como
religión para analizarlo en su pureza, como en química se aísla una
sustancia para estudiar sus propiedades.
LAS FUENTES
En tal caso, tendremos que buscar el islam en sus
fuentes, a saber, el Corán, los relatos sobre los hechos y acciones de
Mahoma y las recopilaciones de sus declaraciones (Hadiz). Pensamos, de
este modo, apartar las sedimentaciones tardías y acceder a un islam más
auténtico. Cabe encontrar esta tentativa tanto entre los musulmanes
como entre los no musulmanes.
Todo esto procede de una intención muy loable:
tomar tan en serio lo religioso como los que dicen adherirse a él; no
creerse más astuto que ellos reduciendo su fe a una «superestructura».
En nuestros días son demasiado numerosos los que —la mayoría de las
veces por haber dicho ellos mismos adiós a la fe de su infancia o a la
que ha estructurado la civilización en la que crecieron— no se toman el
trabajo de escuchar lo que una religión dice de sí misma, en otros
términos, de conocer la teología que ha producido.
En este caso importa preguntarse sobre el
«mensaje» del islam, sobre lo que lo distingue de las demás religiones,
las que le han precedido y las que le siguen, porque las hay. Hay que
preguntarse particularmente lo que ha aportado de nuevo a la imagen que
el hombre se hace de lo divino y de las reglas morales supuestamente
dictadas por éste. Esto era la cuestión misma que planteó el emperador
Manuel Paleólogo al príncipe persa que le retenía en su corte como
rehén, en los últimos años del siglo XIV. Y la que suscitó la cólera de
la «calle musulmana» cuando, muchos siglos más tarde, fue citada por el
papa Benedicto XVI en su discurso de Ratisbona. Pero, abstracción hecha
de la desfavorable respuesta que propuso el basileus bizantino, la cuestión misma merece ser planteada, como es, por lo demás, el caso respecto de toda doctrina, religiosa o no.
Ciertos intelectuales musulmanes, en una
respuesta cortés a Manuel y, a través de él, al papa Benedicto XVI, han
señalado que el mismo Mahoma decía que no quería aportar nada nuevo,
sino traer a la memoria de la humanidad lo que nunca hubiera debido
olvidar. Los versículos coránicos citados (XLI, 43, y XLVI, 9)
contienen sin duda esta idea. No obstante, hay que hacer aquí algunos
esclarecimientos y recordar un hecho.
En primer lugar está el contenido del mensaje, y
por otra parte los medios empleados para difundirlo. El mensaje
coránico no tiene de hecho gran originalidad. En el siglo XII, el
doxógrafo Shahrastani, en su exposición sobre las creencias de los
árabes antes del islam, distingue entre éstos a los idólatras y a los
que llama «cultivados» (muhassila). Entre los últimos, enumera a
personajes, con frecuencia a poetas, que defendían los mismos
principios que Mahoma debía predicar más tarde: un dios único, el
Juicio final, la prohibición del vino y del adulterio. Según el
historiador Ibn al-Kalbi, al que cita Shahrastani, los árabes
anteriores al islam prohibían ya cosas que el Corán reveló que estaban
prohibidas; por lo que atañe a las reglas de limpieza de la cabeza y
del cuerpo, el islam hizo de ellas una costumbre (sunna).
Hay que preguntarse por lo que se ha hecho
efectivamente en la historia del pensamiento islámico, si un profeta
era verdaderamente indispensable para hacer que se admitiese la
existencia de un dios creador y único, y para persuadir a la humanidad
sobre lo bien fundado de ciertas reglas de comportamiento. Los tratados
islámicos de apologética sitúan entre las cuestiones a tratar, en
primer lugar, la discusión sobre la postura de aquellos a los que
llaman Barahima («brahmanes») y que niegan la necesidad de la profecía.
Después, si hay que creer bajo palabra que aquel
que habla en el Corán ha dicho, efectivamente, que no hacía sino
recordar lo que hubiera debido ser conocido; lo que decía hacer y lo
que hacía en realidad no necesariamente coinciden.
Por último, otros versículos coránicos añaden
claramente la idea de una expansión del islam como resultado de un
combate, ante todo el «versículo del sable» (IX, 5). Los
librepensadores de las sociedades islámicas, como Ibn al-Muqaffa’, no
están molestos por criticar la crueldad del dios del islam y de sus
servidores. Y, por supuesto, los autores cristianos han reprochado
constantemente al islam haberse extendido mediante la espada. Tal es el
caso, desde los primeros años del siglo XII, por lo tanto antes de
Pedro el Venerable, del judío converso Pedro Alfonsi, «el primer
islamólogo de la Europa latina, quien, por lo demás, señala la
contradicción entre la práctica de Mahoma y los versículos «tolerantes»
del Corán.
De forma general, el intento de aislar el aspecto
religioso de las demás dimensiones del Islam no deja de plantear
problemas. Pues el islam como religión, tomado en sus fuentes, no está
hecho de una sola pieza. Entonces, ¿cómo entenderlo?
***
Para ello no basta con recurrir al Corán. Una
divertida consecuencia de un suceso que no lo es en absoluto, a saber,
los atentados del 11 de septiembre de 2001, es que, en las librerías
neoyorquinas, pero también parisinas y de otros lugares, el Corán se
convirtió en un bestseller. Respecto a saber si los compradores
se convirtieron en lectores, eso es ya otra cosa, pues el Corán es una
lectura ardua… En cualquier caso, en esto hay una jugada que nos hace
la relación perversa entre el Islam y Europa de la que se ha tratado
más arriba. Se razona como sigue: «Nos dicen que los musulmanes veneran
el Corán. Deben, por tanto, tratarlo del mismo modo que los
fundamentalistas protestantes tratan el Good Book, la Biblia».
Pero la cuestión estriba en saber si una declaración que esté en las
fuentes islámicas tiene para los musulmanes un carácter obligatorio.
El Corán conlleva muchas contradicciones. Para el
historiador que acepta la versión tradicional sobre los comienzos del
islam, la cosa no tiene nada de sorprendente si se piensa que, para
quien admite la doctrina recibida sobre la formación del libro santo,
este fue producido durante una veintena de años y en condiciones muy
diferentes según las épocas. Al comienzo, Mahoma era un predicador
aislado que anunciaba en su ciudad natal la próxima venida del Juicio
final. Al final de su carrera, se había convertido en el jefe de una
comunidad victoriosa a cuyos miembros dictaba sus leyes. Entre ambos
tuvo que polemizar con paganos, judíos y cristianos, pero también
negociar con ellos, entablar con unos alianzas tácticas para combatir a
los otros, etc.
Aunque las contradicciones del Corán no molesten
a los historiadores, los teólogos no pueden admitirlas. Para ellos no
puede haber contradicciones en el Libro que él mismo en principio
señala que, si las hubiese, ello indicaría que no es de origen divino
(IV, 82). La solución islámica es la teoría de la «abrogación» (nasḫ),
que se apoya en dos versículos coránicos (II, 106; XVI, 101): cuando
dos versículos se contradicen, el versículo anterior es, como regla
general, sustituido por el versículo más reciente, supuestamente mejor.
Por supuesto, sólo en casos excepcionales como los célebres «versos
satánicos», que habrían sido sugeridos por el Demonio, se deja de recitar
la versión así derogada, pues no es cuestión de reducir a Dios al
silencio. Pero si el versículo contiene disposiciones legales, un
mandamiento o una prohibición, estas son abrogadas en beneficio de las
que contiene el versículo posterior.
Escogeré un ejemplo «desagradable». La gente,
musulmanes o no, citan sin parar versículos «gentiles». El homicidio
está prohibido; judíos y cristianos son invitados a un diálogo
pacífico; incluso están acentuados los elementos comunes entre los
hijos de Abraham, etc. Estos pasajes han sido citados hasta la
saciedad. Y sin duda se encuentran, negro sobre blanco, en el Corán.
Solo que se olvida un detalle: todos estos versículos han sido
derogados por un único versículo, uno de los últimos, que manda matar a
todos los que asocien al culto del Dios único a otro ser (mušrikūn),
a «gentes del Libro», dondequiera que se encuentren por lo tanto, sin
derecho de asilo. Sólo si se someten y pagan la tarifa de capitación en
una situación humillante, «haciéndose pequeños», tienen derecho a
escapar de la muerte (Corán, IX, 29).
Es necesario aconsejar la misma prudencia para la
segunda fuente del islam, a saber, el Hadiz, pues, «en la práctica, el
islam es sobre todo el hadiz». Agrupa relatos sobre Mahoma que con
frecuencia conllevan sus declaraciones, las cuales tienen valor
legislativo. Ahora bien, se presentan varias dificultades.
De forma general, los hadices no fueron
utilizados con la finalidad de escribir una biografía de Mahoma, sino
para servir de argumentos de autoridad a fin de responder a ciertas
cuestiones sobre la buena manera de comportarse. Una declaración o un
comportamiento de Mahoma, e incluso uno de sus silencios («quien calla
otorga»), tenía tal peso que resultaba tentador atribuir al Profeta
toda la sabiduría profana o religiosa que circulaba en las regiones
conquistadas, e incluso inventar pura y simplemente con qué legitimar
una práctica, la decisión de una escuela jurídica, incluso el carácter
ejemplar de un individuo o de un grupo. Así pues, sunitas y chiitas se
lanzaban mutuamente la acusación de forjar declaraciones del Profeta
según las necesidades de su causa; algunos pasaron incluso a confesarlo
y reconocieron haber forjado hadices. Se procedió, pues, a un examen
crítico de su autenticidad. Sin embargo, éste se fundamentó
exclusivamente sobre la solidez de la cadena de transmisores (isnād),
que supuestamente se remontaban al mismo Mahoma, sin preguntarse sobre
el carácter anacrónico o no del contenido. Todo esto desembocó en las
recopilaciones canónicas, dos de las cuales, las de Bukhari y Muslim,
las más antiguas, gozan de una autoridad considerable. Pero después, un
hábil falsificador podía adherir aquello que necesitaba a una cadena
irreprochable, práctica de la que siempre desconfiaron los sabios
musulmanes. La consecuencia es paradójica: mientras más sólida es una
cadena y, por lo tanto, más peso le otorgarán los ingenuos, tanto más
deberá redoblar el historiador su desconfianza. Una paradoja análoga es
bien conocida por los policías: el sospechoso que presenta una coartada
perfecta es frecuentemente el culpable, que ha tenido buen cuidado en
preparársela.
Por lo que se refiere a las consecuencias para
nuestra comprensión del islam, los hadices más habitualmente citados no
son aquellos cuya autenticidad es la más segura. Así, todo el mundo
conoce, porque se cita sin parar, el hadiz que distingue entre la
pequeña yihad, el combate con las armas contra los impíos, y la gran
yihad, que es el combate espiritual contra las propias pasiones. Pues
bien, este hadiz no figura en ninguna de las seis recopilaciones
clásicas del sunismo y sólo está acreditado en ciertos místicos sufíes
a partir del siglo IX. Por lo tanto, no ha sido considerado como
normativo, como una fuente de derecho. Y el sufismo, sospechoso a ojos
del islam ortodoxo, ha permanecido, por otra parte, siendo marginal.
Además, los hadices más reconocidos no han sido
siempre correctamente interpretados. Puede tomarse como ejemplo la
célebre declaración sobre la «ciencia» (‘ilm) que recomienda
buscar «hasta en la China». En el mundo musulmán, los espíritus
progresistas lo emplean en una tarea nobilísima, la defensa e
ilustración de la enseñanza de los saberes modernos. Pero cuando el
hadiz fue puesto en circulación, no se trataba en absoluto ni de
física, ni de botánica, ni de etnología. La lengua árabe expresaría sin
duda estas nociones mediante ‘ilm, pero sin añadir nunca el
nombre del ámbito estudiado en lo que los gramáticos llaman una
«relación de anexión» («ciencia de la naturaleza», «ciencia de las
plantas», etc.). Pues bien, el hadiz habla de ‘ilm sin más.
¿Qué significa esta palabra? En primer lugar, por lo que se refiere a la etimología beduina, las huellas que permiten
orientarse en el desierto. En la conciencia popular significa «religión
revelada». Así, Al-Ghazali escribe que «la quintaesencia de la ciencia (ḫulāṣat al-‛ilm), es que sepas lo que son la obediencia y el servicio» (al-ṭā‛a wa-’l-‛ibāda).
Demos un ejemplo divertido: para los negociantes, musulmanes «de base»,
que van a comerciar hasta Extremo Oriente, los chinos, sin duda
brillantes inventores, pero que no tienen Escritura sagrada para
regular su conducta, carecen, en consecuencia, de «ciencia». Tal vez
quepa asombrarse en esta verificación del hadiz en el que se menciona a
China: los que verdaderamente han ido hasta China no encuentran allí
ningún ‘ilm.
En el hadiz, esta palabra designa, como indican
por otra parte los hadices paralelos, unas tradiciones sobre los hechos
y acciones del Profeta, que hay que ir a recoger lo más directamente
posible de la boca misma de los sabios más lejanos, aunque estén en los
confines del Imperio islámico. Así, por ejemplo, esos compañeros que
partieron de Siria para ir a buscar en Yemen un único hadiz. Más que la
«ciencia» en nuestro sentido, el hadiz hace en realidad un elogio del
saber religioso. En el fondo, este hadiz alaba… la ciencia del hadiz, y
nada más. Así pues, de ninguna manera se puede atribuir al mismo Mahoma.
Los dos hadices que he tomado como ejemplo pueden
muy bien representar la actitud de espíritu mayoritaria hoy en día
entre los intelectuales en tierra del Islam. El hombre dialogante
tomará nota de esta actitud de apertura y se felicitará por ello. En
cambio, el historiador se negará a proyectarla hacia atrás a las
fuentes islámicas y rechazará considerarla como representativa de lo
que el islam ha sido siempre.
El intento de remitirse al estado primitivo del
islam no deja de tener efectos perniciosos. Conocemos, o en todo caso
creemos conocer, ese estado primitivo según los relatos de los
historiadores árabes, que escribieron sobre la biografía de Mahoma,
sobre la manera en que los ejércitos árabes conquistaron las diferentes
regiones del Imperio, etc. Poseemos relatos bastante antiguos, y ante
todo la Vida (sira) del Profeta de Ibn Ishâq, editada por Ibn
Hisham en el siglo IX. Puede leerse en una traducción francesa árida,
pero completa. En cambio, hay que desconfiar de los «resúmenes» o
«compendios» que adaptan su contenido en función de la sensibilidad del
lector actual, musulmán o no.
Los cristianos tienen la tentación de aplicar en
su comprensión del islam un esquema intelectual que les viene en última
instancia del cristianismo. Distinguen con bastante espontaneidad entre
el origen y las concreciones que se han añadido después. Consideran al
Cristo de los Evangelios, o a los primeros cristianos, como el estado
de pureza inicial que habría sido recubierto por interpretaciones más o
menos bien intencionadas. Una reforma de la Iglesia consiste, así, en
volver a lo primitivo. Piénsese en el programa de san Francisco de Asís
que quiere volver al evangelio «sin la glosa» que suavizaba sus
exigencias. Una visión histórica análoga se encuentra en los
musulmanes. La edad de oro fue supuestamente primero el período de
Medina, durante el que Mahoma transmitía directamente a la comunidad
los mandamientos que acababa de recibir de Dios, luego la de sus
primeros sucesores, los cuatro califas llamados «bien- guiados», antes
de las guerras civiles que debían conducir al estallido de la nación
musulmana (661). Muchos intentos de reforma en el Islam se alimentan de
una nostalgia por esta edad de oro y sueñan con volver a ella.
Los cristianos están predispuestos a desear por
parte del islam una reforma análoga a la que ellos mismos pretenden
lograr en su propia religión. Por ejemplo, cuando se les objeta «las
cruzadas» y la «Inquisición» —y entiendo por ello (de aquí las
comillas) la imagen negra que difunden los medios de comunicación, no
la realidad más matizada que nos muestran los historiadores que hablan
de primera mano—, invocan el mensaje original de Jesús, que no contiene
nada que pueda justificar tales excesos. Pues bien, en el islam la
situación es la inversa a la que cabe observar en el cristianismo. Si
en el cristianismo lo mejor está al comienzo, y lo menos bueno viene
después, en el islam, lo peor, desde el punto de vista de los no
musulmanes, no se encuentra en los desarrollos posteriores, sino al
comienzo, tal como nos lo cuenta la biografía de Mahoma. Este ordenó
los asesinatos políticos de sus adversarios, sin distinción de edad o
de sexo; hizo decapitar a cientos de prisioneros desarmados; hizo
torturar al tesorero de una tribu vencida para hacerle confesar el
lugar en el que se encontraba el dinero de cuya custodia estaba
encargado, etc.
UNA ESCENA DE TORTURA
Esta escena merece un examen más pormenorizado. Hela aquí, tal como la cuenta la biografía de Mahoma:
«Se hizo venir, junto al Enviado de Allah […], a
Kinânah b. al-Rabi’, en cuya casa se encontraba el tesoro de Banû
al-Nadir. El Enviado de Allah […] le preguntó dónde estaba ese tesoro.
Kinânah negó saber dónde estaba. Un judío vino al Enviado de Allah […]
y le dijo: «Yo he visto a Kinânah visitar esa ruina todas las mañanas».
Entonces, el Enviado de Allah […] dijo a Kinânah: «Si se encuentra en
tu casa, ¿tendré derecho a matarte?» Kinânah responde: «Sí». El Enviado
de Allah […] ordenó cavar en la ruina. Se extrajo una parte del tesoro
de los judíos. Preguntó a Kinânah dónde se encontraba el resto. Pero
Kinânah se negó a indicarlo. El Enviado de Allah […] ordenó a Al-Zubayr
b. al-’Awwâm que le torturase hasta que se extrajera lo que había en su
casa. Al-Zubayr se puso a quemar, con un mechero, el pecho de aquel,
hasta que Kinânah estuvo a punto de morir. Luego el Enviado de Allah
[…] se lo entregó a Muhammad b. Maslamah; este le cortó el cuello en
venganza por su hermano Mahmûd b. Maslamah.»
La primera comunidad musulmana, establecida en
Medina, acaba de vencer por segunda vez a la tribu judía de los Banû
Nadir. Esta había sido expulsada de La Meca, y los musulmanes la habían
perseguido y alcanzado en el oasis más septentrional de Khaybar. El
prisionero que llevan ante el jefe vencedor es Kinânah, el marido de
Safiyyah, con la que Mahoma se acuesta enseguida, sin respetar el plazo
de un mes de abstinencia (para saber si la mujer está encinta o no de
otro) que imponía a sus tropas. Mahoma da la orden de torturar al
prisionero para arrancarle (literalmente: «desenraizar») lo que sabe:
dónde se encuentra el dinero que según piensa debe quedar. La biografía
del Profeta conlleva otras escenas de tortura, como el
descuartizamiento de una anciana, cuya crueldad (qaṭl ‛anīf)
señala el mismo autor. La que acabo de citar tiene el interés de que
está directamente ordenada por Mahoma, de quien oímos las ipsissima verba.
El historiador hace decir al Profeta en estilo directo lo que el
traductor transpone en discurso indirecto: «¡Tortúralo hasta que le
arranques lo que lleva consigo!» (‛aḏḏib-hu ḥattā tasta’ṣila mā ‛inda-hu).
¿Cómo sabía Mahoma que quedaba dinero? El texto
no lo dice. El tópico del judío necesariamente rico, y de cualquier
forma más rico de lo que dice, perdura hasta nuestros días. Torturar a
un prisionero para hacerle confesar dónde se encuentra su tesoro es
también una práctica conocida, tanto antes como después de Mahoma.
Justo antes de él, en mayo del 614, unos «ismaelitas» primero
torturaron (basanizein) y luego mataron a los monjes de Mar
Saba, cerca de Bethléem. El método empleado tampoco es original. En
cualquier caso, Kinânah no habla. ¿Firmeza de espíritu poco común?
¿Incapacidad de indicar dónde se encontraba un sobrante de dinero
puramente imaginario? ¿Cómo saberlo?
En todo caso, a diferencia de esta violencia de
los comienzos, los dirigentes musulmanes posteriores supieron con
frecuencia tratar considerada e inteligentemente a los súbditos a los
que gobernaban, lo que permitió el desarrollo de una verdadera
civilización. Nos cuidaremos, pues, muy mucho de desear la vuelta a una
pureza primitiva, a una edad de oro que no era en absoluto pacífica.
Hemos visto el funcionamiento de un juego de
espejos entre las poblaciones históricamente marcadas por el
cristianismo y el islam. Veamos ahora cómo se produjo ese mismo juego
entre las mismas religiones. Para ello quisiera ahora indicar algunas
falsas diferencias entre las dos religiones, y luego, simétricamente,
algunas falsas similitudes. Lo ilustraré en cada ocasión con dos
ejemplos.
Rémi Brague, Sobre el islam. Madrid, Ediciones Encuentro, 2024: cap. III.
-----
|
|
|