¿Es el islam
una religión? 4. Sobre las ‘tres religiones monoteístas’
RÉMI BRAGUE
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Estas consideraciones me llevan a la cuestión
de lo que se llama, a mi modo de ver de forma excesivamente apresurada,
las «tres religiones monoteístas». Se trata ante todo de una
cuestión que recae sobre el conocimiento. No entiendo por ello el
conocimiento
efectivo que tienen los miembros de una comunidad religiosa de los
artículos de fe de otra. Ese conocimiento varía según los tiempos y
lugares. Así, ha habido y continúa habiendo judíos y cristianos muy
buenos conocedores del islam. Quiero hablar del conocimiento de las
fuentes y de las creencias de una determinada religión. Vuelvo en este
punto a una observación que ya hice más arriba.
Comenzaré por una perogrullada: no se puede
conocer sino lo que
precede. La religión B conoce la religión A que la precede; en cambio,
no conoce la religión C que la sigue. El judaísmo, como tal, desconoce
lo que son el cristianismo y el islam. Sus fuentes no hablan de ello.
El cristianismo sabe, o cree saber, lo que es el judaísmo: el Nuevo
Testamento cita constantemente al Antiguo, y conoce el «endurecimiento»
de los judíos. En cambio, el cristianismo no sabe lo que es el islam.
Por su parte, el islam sabe, o cree saber, lo que son el judaísmo y el
cristianismo.
Un signo concreto de esta relación a los textos
precedentes es la
presencia en el Corán de las principales figuras del Antiguo y del
Nuevo Testamento. Adán, Noé, Abraham, Moisés, Jonás, están en él; del
Nuevo Testamento está Isa (Jesús) con su madre, Mariam, etc. ¿Pero
basta la identidad de los nombres para garantizar la identidad de
los personajes? Estos últimos no son nada sin los relatos que cuentan
su historia y los singularizan. Ahora bien, esos relatos son muy
distintos en la Biblia y en el Corán. Lo son primero en su
contenido. El Corán dice que Jesús curó enfermos y resucitó muertos
(III, 49; V, 11º), pero no se cuentan esos milagros. Los otros son
pruebas de poder que responden a un desafío (V, 112-114), exactamente
lo que el Jesús de los Evangelios rehúsa hacer (Mt, 4,3.6; 27,39-44).
Sus milagros son ante todo curaciones. Respecto a los que se atribuyen
a Mahoma, entre ellos se encuentran las enfermedades con las que son
heridos cinco de los que se habían burlado de él, y mueren, tras la
maldición lanzada contra ellos. ¿Hay que ver en estos relatos una
fuente de lo que Louis Massignon había
identificado como una «tendencia general de la teología islámica a
afirmar a Dios más por la destrucción que por la construcción de los
seres»?
Además, los relatos sobre los personajes bíblicos
son distintos en el
cometido que desempeñan. Mientras que el judaísmo y el cristianismo
sitúan esas figuras en una serie ordenada en el tiempo, el Corán
los yuxtapone en una galería de ejemplos destinados a enseñarnos una
única lección: hay que obedecer a los requerimientos de los profetas;
si no, Dios nos castiga. Nada en la literalidad del Corán nos dice si
Moisés vivió antes de Abraham, o a la inversa. El conocimiento del
orden cronológico de su aparición tiene otras fuentes distintas al
Libro santo.
De esta forma, la presencia de esos elementos
comunes actúa más bien
como un factor que separa las religiones en lugar de armonizarlas.
Ocurre lo mismo con las palabras presentes en las tres tradiciones
religiosas y cuyo sentido puede ser muy distinto, incluso decididamente
opuesto. La identidad terminológica es con frecuencia fuente de
malentendidos que resultan un obstáculo para todo posible «diálogo».
Así ocurre, por ejemplo, con el término
«profeta», dignidad que ciertos
cristianos bienintencionados aceptan conferir a Mahoma. Con ello no
reconocen, de hecho, sino un nivel de profecía que, para el islam, es
inferior al que otorga a su Enviado, portador sin mengua de un mensaje
divino que le convierte en el Legislador de la Nación. Creyendo hacer
bien, los cristianos hablan mucho y hacen poco con sus interlocutores
musulmanes. Estos, a su vez, se quejan de que, aunque el islam reconoce
en Jesús a un profeta, los cristianos no tienen con ellos la cortesía
de admitir el origen divino del mensaje de Mahoma, sin ver que no dar a
Jesús sino el estatuto de profeta conlleva prohibirse comprenderlo como
lo hacen los cristianos. Y que, para éstos
últimos, reconocer a Mahoma la
cualidad de «enviado» sería someterse a la Ley de la que aquel es
portador.
***
En el caso del islam hay más. Éste pretende saber
mejor que los
miembros de las dos religiones precedentes lo que hay en sus textos
sagrados. Para el islam, el texto de estos libros ha sido,
efectivamente, falsificado, de acuerdo con un dogma que el islam
denomina el taḥrīf. Según esta doctrina, la Torá revelada a
Moisés y
el Evangelio (Inǧīl, en singular) revelado a Jesús tenían un
contenido
que concordaba con el del Corán, incluso anunciaba la venida de Mahoma.
Pero los textos habrían sido posteriormente desfigurados por unos
falsarios que a veces son identificados, por ejemplo, Esdras para el
Antiguo Testamento, o Pablo para el Nuevo. En consecuencia, el
auténtico sentido exacto de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, ya no está en manos de los judíos o de los cristianos.
Felizmente, su verdadero contenido ha sido salvaguardado en el
Corán, lo que equivale a evitar la afirmación de que «el islam coincide
en una relación de filiación con los otros monoteísmos».
La consecuencia de esto es una paradoja que
formulo específicamente: para la dogmática islámica, los miembros de
las religiones del Libro» no conocen su propia religión. El Corán dice
que
los judíos creen que un personaje de nombre Uzayr (quizá Esdras) es el
hijo de Dios (IX, 30). Por supuesto, los judíos protestan contra ese
absurdo. Eso no importa, dice Fakhr ad-Din al-Razi en su comentario del
pasaje: aunque los judíos lo nieguen, «no hay que hacer caso de su
negación» (lā ‛ibra bi-inkār al-Yahūd ḏālika), lo que dice
el
Corán es verdad. Y lo que vale para el conocimiento vale también
para el mismo ser: los judíos no son auténticos judíos, ni los
cristianos auténticos cristianos. Los primeros creen ser fieles a la
enseñanza de Moisés y los segundos seguir a Jesús. Pero, según el
islam, unos y otros se equivocan.
Los verdaderos judíos y los verdaderos cristianos son de hecho…
los mismos musulmanes, y solo
ellos. Esta tesis fue defendida por el coronel Muamar el Gadafi con
el descaro propio durante una conferencia de prensa en París. Se
comprende que esto no facilita mucho el diálogo entre religiones. Y de
hecho, en el caso de los cristianos que lo llevan a cabo, éstos a
menudo comprueban en sus interlocutores musulmanes que lo que les dicen
sobre las creencias y el culto cristianos apenas suscita en ellos
interés.
Otra consecuencia, que también tiene efectos muy
negativos, es
que el conocimiento de la otra religión es asimétrico. Ciertamente, el
«hombre de la calle», ya viva en tierra cristiana o en países del
islam, está muy poco al corriente de la religión del otro, y a este
respecto todos están en el mismo caso. Las leyendas sobre Mahoma
abundaban en la Europa medieval, y en su mayor parte eran más
difamación que historia. Y sin embargo, junto a ello existe una larga
tradición de estudios orientales, que comienza ya en el inicio del
siglo XII con Pedro el Venerable, abad de Cluny, quien emprendió la
tarea de hacer traducir el Corán al latín, así como algunos documentos
básicos sobre Mahoma y su mensaje. Su intención era sin duda la
conversión de los musulmanes, pero, de un lado, querer hacerlo mediante
la persuasión y no por la fuerza es algo que hay que poner en su
haber; y del otro, su empresa produjo un saber, desde luego imperfecto,
pero fundado en fuentes islámicas. Esta tradición no se ha
interrumpido nunca y ha producido una serie de grandes sabios que han
intensificado considerablemente nuestros conocimientos. En cambio,
mientras que cristianos y judíos han producido grandes eruditos sobre
el islam, el equivalente entre los musulmanes son rarísimas
excepciones. Los «orientalistas» occidentales, a los que hoy resulta de
buen tono desprestigiar, no tienen su correspondiente simétrico en el
Oriente musulmán: que yo tenga noticia, no existen cátedras
universitarias de «occidentalismo», de
«judeología» o de
«cristianología». Puede observarse esta
paradoja: los musulmanes, por haber vivido, incluso estudiado, en
Occidente, conocen mejor a las personas concretas que ellos creen, con
razón o sin ella, judíos o cristianos de lo que estos últimos conocen a
los musulmanes; en cambio, las raíces intelectuales y espirituales de
la civilización europea no son familiares sino para muy raros sabios.
***
Vuelvo, para concluir, sobre las limitaciones de
mi propósito. No
he podido hacer mucho más que indicar algunas dificultades, y nada
sería más tentador que reprocharme mi «pesimismo». La razón es muy
simple: para resolver un problema es preciso primero plantearlo.
Para
superar una dificultad hay que empezar por tener clara conciencia de
ella.
Estas dificultades se añaden a exigencias tan
evidentes que no
tengo mucha necesidad de recordarlas. ¿Es necesario repetir lo que todo
el mundo predica: que un auténtico diálogo supone unas disposiciones
morales como la curiosidad recíproca, la buena voluntad, la apertura al
otro, etc.? Semejante diálogo supone, además y por supuesto, un buen
conocimiento mutuo. Ahora bien, ese conocimiento sólo puede venir de la
ciencia, de la ciencia que se adquiere mediante la investigación
histórica, filológica, sociológica, etc., y no del solo «diálogo».
Rémi Brague, Sobre el islam. Madrid,
Ediciones Encuentro, 2024: cap. III.
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