¿Es el islam una religión? 3. Dos falsos paralelismos
RÉMI BRAGUE
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Se aplican ingenuamente al islam conceptos que
provienen del ámbito cristiano. Y estamos tentados de decir: ¿por qué
no? Nosotros, que somos cristianos o postcristianos, en una
civilización marcada por el cristianismo, nos las arreglamos con lo que
hay. Pero, ¿es esto tan inocente?
Por ejemplo, el
fundamentalismo. Hoy se habla en
plural de «fundamentalismos» en las tres religiones que apelan a
Abraham, e
incluso en el hinduismo. El concepto de fundamentalismo no tiene
nada que ver con la política, o con la violencia. En origen designa una
tesis que se encuentra en ciertos protestantes extremistas: la Biblia
no contiene más que verdades; sus declaraciones deben ser
interpretadas, y sus mandamientos aplicados, de forma literal. De aquí
este tipo de razonamiento: «El comienzo del Génesis habla de la
creación del mundo en seis días. Esto contradice a la paleontología,
etc. Por tanto, la paleontología es falsa». Esta literalidad no tiene
nada que ver con una lectura literal de los textos sagrados, que
intenta volver a situarlos en el contexto inicial de su producción, tal
como hace la crítica histórica.
Simétricamente, es también fundamentalista la idea según la cual los
descubrimientos de las ciencias de la naturaleza estarían ya en los
libros sagrados, pero en forma codificada. Es lo que se llama el
concordismo. En la Edad Media, los filósofos cristianos de la escuela
de Chartres (siglo XII) interpretaban el primer relato de la creación
(Gén, 1-2) relacionándolo con la manera en la que Platón, en el Timeo,
cuenta como un «mito» la fabricación del mundo por un artesano divino,
el Demiurgo. Un filósofo judío, Maimónides (1138- 1204) interpretaba el
mismo relato con ayuda de la astronomía y de la meteorología de
Aristóteles.
Todo esto ocurría antes de la emergencia de la ciencia moderna,
experimental y matematizada. Después resulta más fuerte la
tentación de poner al servicio de la religión el poder de convicción
que la física o la biología obtienen de su carácter demostrativo. En
esta dirección se encuentran hoy en día en el mercado libros que
explican a los musulmanes que los sabios occidentales no han inventado
nada, porque el Corán lo contiene todo germinalmente. Es conocida
la célebre anécdota sobre Bonaparte
en casa del jeque Sadate. Unos sabios musulmanes dijeron al conquistador de Egipto que el
Corán contenía toda ciencia. «¿Y también el arte de fundir cañones?»,
preguntó Bonaparte, a lo que contestaron afirmativamente. Hoy ocurre
así con la física nuclear o la biología molecular, etc. La idea es
moderna y se remonta al reformador sirio Abd al-Rahman al-Kawakibi (m.
1902). En todo caso, hizo furor después, aunque no sin encontrar
oposición en el interior mismo del islam, el cual no es, por otra
parte, una excepción, pues esta idea se encuentra en otras culturas que
han estado en contacto con una ciencia de importación occidental, como
el hinduismo y el budismo.
El mismo Libro da a entender que no omite nada de lo que hay que saber (VI, 38) y que él es «la explicación (tafṣīl) de toda cosa» (VI,
154; XII, I I I). Ibn Taymiyya afirma: «Sólo el saber que heredamos
del Profeta merece el nombre de saber. Cualquier otro, o bien es inútil
o bien no es en absoluto un saber, aunque se le llame así. En efecto,
todo saber útil está necesariamente contenido en lo que nos ha legado
el Profeta».
El autor de una guía del estudiante explica que el Corán es «el
fundamento de las ciencias, su madre y la más importante de todas» (aṣl
al-‛ulūm wa-ummu-hā wa ahammu-hā), y otro da a entender que aquél hace
superfluo todo libro (yuġnī ‛an kulli kitāb).
Ciertos sabios occidentales han buscado por su parte anticipaciones de
las teorías modernas en obras de la Edad Media árabe. Así, la idea de
la continuidad ininterrumpida de los seres, de lo mineral a lo humano,
pasando por especies intermedias como la palma entre plantas y
animales, es una trivialidad desde la Antigüedad griega, dentro de una
visión jerárquica del mundo que supone un fijismo absoluto, como en
Aristóteles. Autores de lengua árabe la han retomado tal cual. Y se
han interpretado los pasajes que la contenían para ver en ellos una
anticipación de la idea de evolución cerca de mil años antes del Origen de las especies. El orientalista
alemán Friedrich Dieterici titulaba brevemente su traducción de un
tratado de los «Hermanos sinceros»: Der Darwinismus Im Zehnten Und
Neunzehnten Jahrhundert (1878).
Es propio, en cambio, del islam el modo de comprender el carácter
sagrado de su libro. La línea divisoria pasa aquí entre el judaísmo
y el cristianismo de un lado, y el islam del otro. Según la
tradición judía ortodoxa, Moisés redactó la Torá, David compuso los
Salmos, Samuel los libros históricos, Salomón los libros sapienciales,
etc. En todos los casos se trata de seres humanos. Los filólogos tratan
actualmente de identificar las voces de capas sociales o medios
diferentes que se expresan en diversos pasajes. Los teólogos afirman
que ello no impide en absoluto considerar los textos como
inspirados. La inspiración divina encamina la libertad humana hacia la
verdad en lo que concierne a las cuestiones de fe y de costumbres. Y
tampoco impide al autor de cada texto compartir la visión del mundo de
sus contemporáneos, con sus limitaciones en materia de cronología,
cosmografía, etc.
No ocurre lo mismo con la dogmática musulmana. Según ésta, el Corán no
está inspirado; está dictado. El Verbo de Dios no se encarnó en
Jesucristo, sino que se «enlibró» en el Corán. Mientras que la
Biblia es obra de hombres, el autor del Corán no es Mahoma, sino Dios.
En el sentido original, «protestante», del término, el islam es, por lo
tanto, en su relación al texto sagrado, intrínsecamente
fundamentalista, lo que no es un juicio de valor, y todavía menos un
juicio negativo.
Esta comprobación no quiere decir que todos los
juristas del islam sean
incapaces de tomarse algunas libertades con relación al texto. En el
chiismo, los muyahidines son «todo lo contrario» de
fundamentalistas. Pero sí quiere decir que la empresa de comentar el
Corán, a la que he hecho alusión algo más arriba, conllevará ciertos
límites. En efecto, comentar (elucidar el sentido preciso) es una cosa,
e interpretar (remontarse a la intención del autor) es otra.
Poseemos numerosísimos comentarios del Corán, voluminosos y profundos.
Pero no se puede interpretar un texto del que se cree que ha sido
dictado por Dios del mismo modo que se interpreta un texto del que se
cree que Dios lo ha inspirado.
Podría generalizarse
lo que digo
aquí a propósito del fundamentalismo»: los paralelismos que se
establecen entre los «tres monoteísmos» son todos incompletos. Por
ejemplo, no es sólo el
concepto de fundamentalismo, protestante de origen, sino también el
concepto de integrismo, de origen católico, el que recibe por su parte
en las tres religiones, e incluso cuando se eligen los peores casos, un
sentido diferente cada vez.
***
El fundamentalismo es un concepto «malvado» que suscita en la mayoría
de la gente reacciones negativas. Tomemos ahora un concepto
«gentil», el de
tolerancia. ¿Quién no
se dice hoy «tolerante»? Y sobre todo, ¿quién no se lo exige a los demás? Según se
dice, el Islam es tolerante. Está claro que con ello no se quiere decir
que el individuo es libre de pensar y de decir lo que quiera, situación
que sólo ha aparecido recientemente en nuestras sociedades. Contamos,
en efecto, con ejemplos de persecuciones e incluso de ejecuciones de
personajes considerados criminales, ante todo por haber hablado mal de
Mahoma («blasfemia»).
En el caso del islam con frecuencia se denomina tolerancia al
hecho de que esta religión acepta, dentro del terreno «pacificado» en
el que domina, a quienes se adhieren a otras religiones. Incluso les
reconoce un lugar en la sociedad musulmana. También aquí se utiliza un
concepto de origen cristiano para aplicarlo sin crítica a realidades
islámicas. La idea de tolerancia nació en la Europa de la época de la
Reforma. Designaba una solución «práctica» del problema planteado por
la imposibilidad de convencer a los adversarios en materia de
religión o de vencerlos militarmente. Ello fue más tarde una manera de
regular el problema de la presencia de minorías religiosas en un país
gobernado por el principio según el cual la población tiene
supuestamente la religión de la dinastía reinante (cuius regio eius
religio).
***
LA NOCIÓN DE «MINORÍA»
El término minoría nos es familiar, tanto más
susceptible de inducirnos a error. En efecto, su empleo está vinculado
a contextos históricos precisos que le dan un color particular. Esos
contextos pertenecen a la historia europea. Se vio sobre todo en el
caso de los nuevos Estados surgidos de la Gran Guerra. Resultantes de
divisiones en gran parte artificiales, agrupaban a naciones de lenguas
e historias diversas. En la joven Checoslovaquia, por ejemplo, checos y
eslovacos representaban la mayoría de la población, pero debían
cohabitar con grupos, menos numerosos, de alemanes, rutenos, húngaros,
etc. La ley electoral daba a la nación más numerosa el poder
político. Los tratados concluidos al salir de la guerra pedían a esta
nación que respetase los derechos de las menos numerosas. Nos hemos
acostumbrado, por este hecho, a pensar la noción de minoría en términos
cuantitativos: «en minoría» querrá, por tanto, decir «inferior en número». El respeto
de las minorías por parte de la mayoría será, así, considerado como una
renuncia voluntaria a un posible uso de la ventaja que podría dar el
número. Este respeto, allí donde sea real, representará una ventaja
moral para la mayoría, que dará fe de una noble y loable moderación.
La situación que nace de la conquista islámica es
muy diferente. En
este caso son los conquistadores los que formaban una minoría
dirigente. El estatuto de «minorías» conferido a los judíos,
cristianos, seguidores de Zoroastro, etc., no era para nada, con
relación a los árabes musulmanes, un dato de base determinado por el
número. Su situación de partida es más bien la de una mayoría. Se ha
escrito que los no-musulmanes «no sólo eran tolerados, sino que
constituían en muchas regiones la mayoría», hasta el punto de que
los musulmanes temían ser ahogados en un mar de infieles. De hecho,
el «no sólo…, sino también» disimula una relación de causalidad, un
«porque…»: la situación mayoritaria de ciertas poblaciones es
justamente lo que invitaba a tolerarlas.
El estatuto de minorías conferido a las poblaciones no musulmanas fue
más bien el resultado, a largo plazo, de una determinada práctica
jurídica y social con los miembros de comunidades que representaban
inicialmente un porcentaje aplastante de la población. Consistía en
tratarlos como sujetos de segunda fila o, si se quiere, como «menores»:
la noción de «minoría» podría resultar nuevamente útil siempre y
cuando haya un cambio de acepción. A largo plazo, esta política llevó a
la conversión, la mayor parte de las veces voluntaria, de una buena
parte de los no-musulmanes. Después, los dos sentidos del término
«minoría» —menor en cantidad e inferior en estatuto— se unieron y
desembocaron en la situación actual.
En el Islam, se entiende por «tolerancia» el sistema de la ḏimma bajo
los califas, y más tarde el del millet en el Imperio otomano. Hagamos
un rápido esbozo: los no-musulmanes son autorizados a permanecer en el
Imperio islámico. Esto no vale, por otra parte, para la península
arábiga, que había sido ya «limpiada» por el califa Umar. Unos
hadices atribuyen esta intención a Mahoma. En otros sitios, la vida
y las posesiones de las «gentes del Libro» (ante todo judíos y
cristianos) no convertidos son garantizados a cambio del pago de un
impuesto especial y del respeto de ciertas reglamentaciones sobre las
que volveré más adelante. La conversión al islam es autorizada; por el
contrario, su abandono es, al menos en principio, castigado con la
muerte. Se pone, así, en funcionamiento una especie de escollo
jurídico: se puede entrar, pero no salir.
La situación jurídica de judíos y cristianos en
el Islam es análoga a
la de los judíos en la cristiandad medieval. Y digo: de judíos y
cristianos, pues sólo ellos —además del pequeño grupo, bastante
misterioso y pronto desaparecido, de los sabeos— podían
inicialmente pretender el estatuto
de religiones llamadas «protegidas». En principio, tampoco los
«Paganos» pueden elegir más que
entre la conversión y la muerte. Dicho esto, el estatuto de «gentes del
Libro» fue muy pronto ampliado a otras comunidades, según las regiones
a las que alcanzaba la conquista islámica, como los
zoroastrianos en Irán y más tarde los hindúes en las Indias.
Esta reglamentación procedía,
igualmente, de un problema muy concreto que se
planteó en los comienzos del Islam. En el siglo VII,
las tribus árabes, venidas de lo que todavía hoy se conoce como Arabia,
habían procedido a la rápida conquista militar del sur de la cuenca
mediterránea y del Medio Oriente. En menos de un siglo habían pasado de
una vida precaria a la opulencia y al dominio de un vasto territorio.
La inmensa mayoría de las poblaciones conquistadas era cristiana (Irak,
Siria, Egipto) o zoroastriana (Irán), con algunas comunidades judías.
Los conquistadores no formaban sino una delgada película alóctona, que
se reservaba el monopolio de la violencia y que flotaba sobre una
inmensa mayoría sedentaria de productores, según la «regla general de
los imperios». Una vez convertida una buena parte de las poblaciones
laborantes y pacificados los Árabes, para mantener el orden y asegurar
la entrada de impuestos hubo que importar la violencia y hacer venir
contingentes de soldados turcos, kurdos, mamelucos, circasianos,
etc.
En los inicios de la conquista, ¿cómo habría tenido esa minoría de
conquistadores venidos de Arabia la posibilidad física, incluso aunque
hubiese querido, de aniquilar tales masas, o de obligarlas a
convertirse? ¿Y por qué lo habría querido? Por una parte, no eran
monstruos. Y por otra, vivían, como todos
los conquistadores, del trabajo de sus súbditos conquistados. Como puede apreciarse, el sistema
de la ḏimma era una solución muy hábil para una situación política
paradójica.
***
Permítaseme ahora tomar un poco de distancia. Comencemos por un hecho:
las «tres religiones» se siguen por orden en el tiempo: judaísmo
(Antiguo Testamento) - cristianismo - islam.
Haré, por tanto, una propuesta muy sencilla: cada religión tolera — más
o menos— a aquella o a aquellas que la preceden. En cambio, cuando
puede, persigue a la o a las que pretenden salir de ella(s). En la
cristiandad medieval y hasta la Emancipación en el siglo XVIII, los
judíos tenían un lugar. Estaba, ciertamente, muy lejos de ser un lugar
de honor, pero al menos tenían uno. En cambio, no había ninguno para
los musulmanes. Los cristianos no veían a los musulmanes que se habían
quedado después de la reconquista cristiana de España o de partes de
los Balcanes sino como futuros conversos; por su parte, los juristas
musulmanes recomendaban a los musulmanes convertidos en súbditos de los
príncipes cristianos que partiesen y se fueran a alguna tierra del
islam.
En las regiones de Siria recuperadas por Bizancio en el siglo X, o en
la España del siglo XIII durante el reinado de Alfonso X el Sabio en un
Toledo recientemente reconquistado, las excepciones tuvieron corta
duración. Los moriscos fueron expulsados de España en 1609. Y en el
Islam hay sin duda un lugar para judíos y cristianos, pero no lo hay,
por ejemplo, para los Baha’is, lo que se les hizo comprender a
las claras en el Irán de después de la revolución de 1979.
Rémi Brague, Sobre el islam. Madrid, Ediciones Encuentro, 2024: cap. III.
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