El laicismo

5. La ideología laicista como militancia antirreligiosa

PEDRO GÓMEZ





Dejando a salvo la buena voluntad de las personas, me parece necesario dirigir una severa crítica a las proclamas y las convocatorias impulsadas por el movimiento Europa Laica, en las que subyace a todas luces una política dudosamente democrática y una ideología paradójicamente poco laica.

 

El sitio de Internet laicismo.org, como su sección «Europa laica» y otras filiales, no parece tener ni idea de lo que significa un Estado laico, puesto que ignora por completo lo que establece la Constitución de la Unión Europea (2004), cuando trata de:

– el estatuto de las iglesias y de las organizaciones no confesionales (art. I-52),

– la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión (art. II-70),

– el derecho a la educación (art. II-74,3).

 

Ejercen un militantismo abiertamente antirreligioso, en medio de una confusión alimentada por un discurso de medias ideas y medias verdades, incapaz de pensarse a sí mismo de manera autocrítica. Por esta razón, entre otras, es necesario intentar aclararnos sirviéndonos de una distinción entre laicidad y laicismo, aunque solo tenga un valor metodológico.

 

Por un lado, la laicidad del Estado significa su neutralidad en materia de religión e ideología, de manera que la ley y la acción política protejan el pluralismo existente en la sociedad, y garanticen la libertad de pensamiento y la libertad religiosa, en un marco de respeto a las libertades de todos.

 

Por otro lado, el laicismo que podemos denominar radical o doctrinario se refiere a una ideología y una política antirreligiosa. Pretende utilizar la influencia intelectual y mediática y, llegado el caso, los poderes del Estado, para combatir contra la religión y, con frecuencia, también contra el pluralismo social y político, con vistas a imponer su propia confesionalidad laicista, vivida como sucedáneo de religión, producto de un «progresismo» prepotente, ignorante y autocomplaciente.

 

Desde este punto de vista, el laicismo es lo más contrario a la laicidad, ya que esta última significa neutralidad del poder político con respecto a los valores de la sociedad civil, por lo que funda las instituciones del Estado en un mínimo de valores morales y normas jurídicas comunes al conjunto de la sociedad.

 

Por otro lado, una vez admitido que el Estado moderno debe ser laico, no obstante resulta un disparate decir que la sociedad deba ser «laica», como dicen los laicistas. La exigencia de ser laico solo es aplicable al Estado democrático, con el fin de separar e independizar su política respecto a la religión instituida y respecto a cualquier otra ideología que venga a sustituirla. Porque el Estado laico se inhibe de adoptar como propia una religión y una moral, precisamente para que la sociedad y sus organizaciones no estatales puedan desarrollarse libremente conforme a sus valores específicos.

 

No distinguir entre el Estado y la sociedad civil es lo característico de la mentalidad totalitaria. No es deseable, sino abominable, que el Estado sea el que lo determine todo, al modo de las dictaduras fascistas, comunistas o islamistas. La historia particular de la sociedad configura numerosos aspectos del sistema social pertenecientes a la sociedad civil. Tampoco tendría sentido postular, en el extremo opuesto, que solo haya sociedad civil, como se refleja en las fabulaciones de la ideología anarquista y la ultraliberal. Lo más ajustado a la realidad y a las libertades estriba en la interrelación productiva entre sociedad y Estado.

 

El Estado y su gobierno debe operar políticamente en favor del bienestar social, pero no produciéndolo él, sino preservando el marco de las condiciones constitucionales, regulando la mediación en los conflictos, garantizando siempre las libertades de la sociedad civil. La laicidad del Estado no obsta para que este se relacione y negocie con las organizaciones de la sociedad civil, e incluso esté presente en sus actividades (en un encuentro deportivo, en un acto académico, en una celebración religiosa, etc.), siempre que se respete la autonomía específica de cada esfera. El aparato del Estado cumple funciones en interacción con las diversas instituciones de la sociedad, que como tales no son estatales, pero algunas pueden ser públicas.

 

Por lo tanto, hay que insistir en que lo público no es únicamente lo estatal. No distinguir entre público y estatal es otro rasgo de totalitarismo. El Estado (excepto el totalitario) representa solamente un nivel del espacio público, por importante que sea. De modo que la sociedad civil sana cuenta con instituciones de escala pública y servicio público, que no forman parte del aparato del Estado y, en consecuencia, no tienen por qué ser «laicas», en la misma medida en que no tienen por qué ser estatales. Así, la economía, la orientación política, la educación, la sanidad, las artes, el transporte, los medios de comunicación, los deportes, las fiestas, las celebraciones religiosas, etc.. En este sentido, en una democracia, lo público no puede ser lo mismo que lo estatal y, a la vez, ambos se distinguen del ámbito de lo privado.

 

Lo lamentable de las convocatorias de actos cívicos «por el laicismo» del Estado, cuando estamos en un Estado constitucionalmente laico, pero no laicista, está en su sesgo antirreligioso, pues lo que hacen en realidad es atacar a la Iglesia institucional y otras organizaciones cristianas que forman parte de la sociedad civil. Quizá los convocantes y los convocados no reparen en tantas sutilezas. Pero, cuando analizamos sus discursos, sus publicaciones y sus propuestas, lo que ahí se detecta constituye una rara confluencia de organizaciones y movimientos muy heterogéneos:

 

– el estalinismo residual de Izquierda Unida,

– el comunismo posmoderno de Podemos y afines,

– el anticlericalismo histórico de un sector del PSOE,

– el liberalismo globalista de una masonería renacida,

– el izquierdismo cómplice de muchos grupos cristianos de base.

 

Todas esas fuerzas instrumentalizan un laicismo filosóficamente sobrepasado, pero que imaginan útil para la batalla sectaria de cada formación. A veces, cuando llega la ocasión, convergen en una reivindicación muy especiosa de «Estado laico», que apunta exclusivamente contra la Iglesia católica, en una guerra sucia soterrada o abierta.

 

En la práctica, cada ideología laicista se asocia tácticamente con sus enemigos, y hasta con el islamismo, y trata de utilizarlos como peones para luchar contra el cristianismo y la Iglesia, por cuanto todavía ofrecen resistencias frente a una dominación cultural, en el fondo, de signo opresor y nihilista. El resultado es que, cada vez más, la democracia se ve subordinada a mafias de poder internacionales, a utopías erráticas de ingeniería social supuestamente progresista, en camino hacia nuevas formas de totalitarismo y tiranía.

 

En resumidas cuentas, cabe sospechar de los objetivos aireados por las campañas laicistas, porque en realidad no existe el menor problema con la laicidad del Estado. Si rastreamos la línea persistente de los escritos y las declaraciones de esos activistas laicistas, su propósito estratégico apunta a la erradicación de la religión en la vida social, centrándose sobre todo en el debilitamiento de la Iglesia católica y el cristianismo.

 

Entre sus campañas recurrentes está la «lucha» por una «escuela pública y laica», por la retirada de la financiación a los colegios concertados, por la supresión de la asignación tributaria a la Iglesia. Con concreto, están abogando por la liquidación de los centros educativos que no son propiedad del Estado, que en gran parte son de instituciones de la Iglesia. Así de claro. En España, afecta aproximadamente a un 30% de la enseñanza primaria y un 15% de la secundaria. ¿Qué tendrá que ver esto con la laicidad estatal? Solo demuestra una obsesión por el control ideológico y la manipulación, a costa de atropellar los derechos y las libertades fundamentales.

 

Lo que pretenden no es la neutralidad del Estado laico, sino todo el control estatal para adoctrinar a los niños. Y lo peor de esa política radica en la eliminación del pluralismo en la enseñanza, ya de por sí bastante limitado, dado que el Estado, por medio del Ministerio y las Consejerías de Educación, es el que decide los planes de estudio y supervisa todo el proceso educativo. Sin duda, el ideal de este laicismo doctrinario militante reside en la completa estatalización del sistema educativo, al modo de las dictaduras represivas y totalitarias

 

Más allá de los lemas aparentemente progresistas, en esas organizaciones, sus páginas en Internet y sus convocatorias falsamente «laicas», lo que subyace es una guerra insidiosa contra la libertad religiosa y de conciencia. Los cristianos que simpatizan con la causa laicista deberían detenerse un momento a pensar en serio si su objetivo no es ya reformar la Iglesia, sino destruirla, puesto que están trabajando para sus enemigos declarados.

 

En suma, defendemos la laicidad del Estado, cuando su fin es garantizar el pluralismo, la libertad de conciencia y de religión.

 

No olvidemos que el laicista odia a muerte la laicidad.





 El laicismo y sus avatares históricos



1. El origen y evolución de la idea de ‘pueblo’


2. El significado teórico del concepto de laicismo


3. La religión en las constituciones políticas de España


4. El significado práctico del laicismo en los hechos históricos


5. La ideología laicista como ideología antirreligiosa


6. El islam, enemigo declarado de la laicidad



La religión en las constituciones de varios países de Europa y Estados Unidos


La religión en la Declaración universal de los derechos humanos


La religión en la Constitución de la Unión Europea


La religión en las declaraciones islámicas de los derechos humanos