El laicismo
4. El
significado práctico del laicismo en los hechos históricos
PEDRO GÓMEZ
|
Los textos
constitucionales son elocuentes, pero, si los consideramos
aisladamente, no
captamos más que un aspecto parcial de la realidad del laicismo y su
evolución
histórica. No bastan ni las especulaciones filosóficas sobre el proceso
de secularización,
ni las declaraciones de derechos. Nuestra visión solo obtendrá el
verdadero
relieve, si además tenemos en cuenta los acontecimientos del contexto,
es
decir, las actuaciones políticas coetáneas con respecto a la Iglesia
católica y
los enfrentamientos armados en los que estaba implicado el factor
religioso. Y
efectivamente, cuando analizamos las interacciones entre esas
dimensiones
descubrimos que hay una estrecha correlación.
La
política liberal del siglo XIX presenta como un rasgo característico
las
desamortizaciones, en su redefinición de las relaciones Estado-Iglesia.
A causa de
la guerra de la Independencia frente a Napoleón y de la pérdida de los
virreinatos de América, el Estado había quedado endeudado y
prácticamente en
quiebra. Buscó financiación en los bienes de la Iglesia. Llevó a cabo
una
especie de colonialismo interno, que impuso desamortizaciones de forma
unilateral.
En el
Trienio Liberal (1820-1823), las Cortes aprobaron la desamortización
eclesiástica de 1820: la supresión de monasterios
de las órdenes monacales y los canónigos regulares. Sus propiedades
fueron
declaradas «bienes nacionales» y el dinero obtenido con ellos se aplicó
a la
amortización de la deuda pública. Esto
ocurría al amparo de la Constitución de 1812.
Durante la
cruenta guerra civil de 1833-1839, la primera guerra carlista, en julio
de
1835, se formó el gobierno liberal del conde de Toreno, que en seguida
decretó la Real Orden de exclaustración eclesiástica,
por la que se suprimieron los conventos con menos de doce religiosos
profesos.
Pocos
meses después, se puso en ejecución la desamortización
de 1836, de Juan Álvarez Mendizábal, ministro de Hacienda liberal.
Mediante
decreto, suprimió todos los conventos de religiosos (excepto los
hospitales de
san Juan de Dios y las Escuelas Pías) y confiscó los bienes del clero
regular
masculino. En 1837, suprimió también los conventos femeninos (excepto
las
hermanas de la Caridad). Esto lo hizo, primero, en el marco legal de la
Constitución de 1812 restaurada y luego bajo la nueva y progresista
Constitución
de 1837.
El laicismo
aquí significaba en la práctica secularización, que quería
decir realmente desamortización, es decir, expropiación y
subasta de los bienes de las instituciones
religiosas católicas.
Terminada
la guerra, con la victoria del liberalismo sobre el tradicionalismo, el
general
liberal Baldomero Espartero se convirtió en regente (1840-1843). Pronto
decretó
la desamortización de 1841, que expropiaba
los bienes del clero secular. Sería derogada con la Constitución de
1845, al
inicio de la década moderada. La segunda guerra carlista desgarró la
convivencia nacional entre 1846 y 1849. Algo más tarde, se firmó el
Concordato
de 1851 con la Santa Sede.
Cuando el
liberalismo regresó al poder, en el Bienio Progresista (1855-1856), el
ministro
de Hacienda, Pascual Madoz, hizo aprobar la desamortización
de 1855, que expropiaba y declaraba en venta, entre otras, las
propiedades
del clero, las órdenes militares, los santuarios, las cofradías y las
obras
benéficas de la Iglesia (excepto los hospitales y las Escuelas Pías).
Las
turbulencias políticas del sexenio revolucionario (1868-1874) pasaron
por el
fracaso del cambio de dinastía y de la Primera República, mientras el
país
padecía la tercera guerra civil del siglo (1872-1876), que concluyó con
la
derrota militar del tradicionalismo carlista, en febrero de 1876. El
comienzo
de ese período fue el contexto donde se promulgó la Constitución de
1869, de
signo progresista, que no incluía la confesionalidad católica del
Estado, pero
la Nación se obligaba al mantenimiento del culto y el clero, a la par
que
garantizaba la libertad religiosa.
En fin, la
legislación desamortizadora de 1855 siguió en vigor hasta entrado el
siglo XX,
tanto en el marco de la Constitución de 1869 (no confesional) como de
la
Constitución conservadora de 1876 (con la religión católica oficial).
Esta
última constitución permaneció en vigor 55 años. Un dato que hay que
reseñar es
que, en España, desde 1869, las leyes del Estado han reconocido siempre
la
libertad de culto, si bien con matices muy diferentes.
El
resultado es que, durante el siglo XIX, los recursos enajenados a las
organizaciones religiosas contribuyeron de hecho a saldar deudas del
Estado y a
la modernización económica y política del país, aunque quizá no en el
grado en
que hubiera sido posible y deseable.
Al
avanzar el siglo XX, se produjo el colapso del sistema de la
Restauración y el
ascenso de las organizaciones republicanas y revolucionarias, marcadas
con un notorio
componente ideológico antirreligioso, inspirado en el paradigma
jacobino de la Revolución
Francesa y con ascendiente en el anarquismo y el marxismo. En sus
idearios entraba
no solo separar a la Iglesia del Estado, sino debilitar al máximo su
estructura
y, en última instancia, erradicar la religión de la sociedad.
Ese
espíritu anticatólico es el que se recogió en la Constitución de 1931
(véanse
los artículos 3, 14, 26, 27 y 70) y en la Ley
relativa a confesiones y congregaciones religiosas, de mayo de
1933. El
Estado defendía un laicismo militante e imponía a la Iglesia y sus
organizaciones
un severo sistema de restricciones y represión. A esto se sumó muy
pronto la
aparición de actuaciones agresivas y sectarias. En este contexto,
laicismo
quería decir en la práctica: discriminación jurídica, disolución,
expulsión,
expropiación y persecución religiosa.
Efectivamente,
los hechos lo confirmaron: se acometió la disolución de organizaciones
eclesiales; se produjo la destrucción y quema de templos, conventos,
obras de
arte, colegios, bibliotecas y documentos; se perpetró el asesinato de
sacerdotes, religiosos, monjas y seglares católicos (2).
En un
breve sumario retrospectivo: por obra de los liberales del siglo XIX,
lo que
luego se llamaría «laicismo» se plasmó sobre todo en las
desamortizaciones, es
decir, en el expolio del patrimonio de la Iglesia, con vistas a
capitalizarlo
para el Estado. En el siglo XX, los laicistas más radicales de la
Segunda
República se propusieron como meta la aniquilación de las instituciones
eclesiásticas, en su marcha hacia la revolución, concebida según sus
respectivas utopías por el anarquismo, el socialismo o el comunismo.
Por
consiguiente, desde un punto de vista pragmático, descubrimos que hay
un
laicismo extremo que comporta un triple nivel de hechos:
A. Una laicización
cultural, que se propone
despojar a la Iglesia y al cristianismo de sus bienes espirituales y su
influencia
política en el Estado y la sociedad.
B. Una secularización
confiscadora, en el
sentido de expropiar a Iglesia de sus bienes materiales, mediante
exclaustraciones y desamortizaciones de su patrimonio.
C. Una persecución
religiosa anticristiana, ejercida
con una violencia sin precedentes en contra de la Iglesia católica.
No se
puede negar que todos estos traumáticos acontecimientos ocurrieron en
España,
durante la Segunda República y la Guerra Civil (1936-1939). La
República
planteó, en 1931, un laicismo radical y anticatólico, estatuido en la
ley; pero,
en realidad, las organizaciones de izquierdas desbordaron la ley con
ataques
violentos y con insurrecciones revolucionarias que acarrearon acciones
destructivas contra la Iglesia y asesinatos por motivo religioso, que
se
amplificaron tremendamente en la guerra (3). Esta deriva ya no
respondía a
ningún modelo de laicismo, sino, en terminología de Paul Cliteur, al
«ateísmo
político» típico del Estado totalitario, aunque no lo fuera
formalmente. Este
comportamiento debe entenderse como característico de unas ideologías
que no
son sino otro tipo de religión utópica, dotada de fe ciega en una
mitología de
salvación terrestre, impulsada por un revolucionarismo apocalíptico y
entregada
a un mesianismo violento (4).
Si
entendemos por laicismo la separación institucional entre Estado y
religión, en
orden a garantizar derechos y libertades, entre ellas la libertad
religiosa,
entonces hay que concluir rotundamente que la Segunda República no fue,
ni en
su constitución, ni en sus actos, un sistema fundado en la laicidad
democrática.
El Estado que
sucedió a la derrota del Frente Popular tampoco fue laico. Estableció
la
protección oficial de la Iglesia católica, aunque manteniendo, a la
vez, la libertad
de creencias religiosas y el ejercicio privado de los demás cultos (Fuero de los Españoles, artículo 6).
La Constitución
española de 1978 es, sin duda, la que adopta un modelo de laicismo o
laicidad
más acorde con la declaración de derechos humanos y con las libertades
civiles.
En ella no hay confesionalidad estatal, pero los poderes públicos deben
ser respetuosos
con la religión y estar dispuestos a «relaciones de cooperación con la
Iglesia
católica y las demás confesiones».
A la vista
de este conciso recorrido histórico, comprobamos que el término laicismo puede cargarse de significados muy
dispares y hasta contradictorios. No obstante, es posible dejar en
claro
algunas conclusiones. Si atendemos no solo a la formulación
constitucional o
legal, sino también a sus repercusiones prácticas en el contexto de la
vida social,
parece que está bien fundamentada la categorización de cuatro tipos de
laicismo
específicos:
1º. El laicismo
liberal desamortizador, al modo del practicado durante el siglo XIX
en
España y otros países europeos.
2º. El laicismo
totalitario, puesto en ejecución por organizaciones y gobiernos del
siglo
XX en nombre de la revolución, convertida en religión política.
3º. El laicismo
doctrinario, empeñado en hostilizar socialmente a la Iglesia y la
religión,
por lo general desde creencias dogmáticas racionalistas y
cientificistas.
4º. El laicismo
democrático, propio del Estado de derecho, que garantiza el
pluralismo político
y la libertad religiosa y filosófica de todos los ciudadanos.
Se puede
decir que, en España y en los países occidentales, los logros del
laicismo
democrático se encuentran sólidamente establecidos, mientras que las
variantes
decimonónicas y vigésimas nos parecen ya bastante anacrónicas. Ninguna
fuerza
política democrática y nadie en su sano juicio cuestiona hoy el
principio laico
de la separación entre instituciones políticas y religiosas, ni el
derecho a la
libertad de conciencia y religión. Ahora bien, este no es el final de
la
historia. En nuestros días, todavía hay organizaciones que militan por
un laicismo
antirreligioso. Resulta cada vez más obvio que hay un renacer del
fanatismo
anticristiano, procedentes de:
1) la
recaída de la izquierda política en un laicismo dogmático,
2) la irrupción
descontrolada del islamismo en España y en Europa.
Notas
2. La obra de
Antonio Montero Moreno, Historia de la
persecución religiosa en España 1936-1939, publicada en 1961, es
una
investigación clásica y básicamente definitiva, acerca de las víctimas
de la
persecución anticristiana durante la guerra civil, en la zona del
Frente
Popular. Hay otro estudio, de Vicente Cárcel Ortiz (2000), que abarca
el tiempo
de la República y la guerra. Ángel David Martín Rubio (2001) aporta
nuevos
datos, correcciones y puntualizaciones. Stanley G. Payne reproduce la
siguiente
lista de asesinatos: 4.022 sacerdotes seculares, 2.376 religiosos, 282
religiosas,
95 seminaristas, 12 obispos y 1 administrador apostólico. Un total de
6.788
víctimas. De modo que «el número de muertos asciende a más del 20 por
ciento de
todas las categorías de integrantes masculinos del clero» (Payne 2006:
capítulo
13).
3. No cabe
minimizar este estallido de saqueos, incendios, torturas y asesinatos:
«Es
posible que, en conjunto, la muerte de casi 7.000 miembros del clero
(la
mayoría de ellos en un lapso de meses) suponga la masacre más extensa y
concentrada de clérigos cristianos de la que se tienen registros
históricos».
Más aún, está claro que: «La matanza de miembros del clero, la
destrucción de
iglesias y de arte religioso y los elaborados rituales sacrílegos que,
al
principio, se llevaron a cabo en la mayoría de las ciudades de la zona
republicana no fueron tan solo actos de destrucción carentes de
sentido, sino
expresión del propósito fundamental de suprimir el cristianismo para
sustituirlo
por las nuevas religiones políticas revolucionarias» (Payne 2006:
capítulo 13).
4. En aquel
contexto, la religión política, fundada en las utopías milenaristas de
los
movimientos revolucionarios, se sustentaba en tres credos distintos,
que
contendían también entre sí por la hegemonía. Unos concretaban su
absoluto en
la «república solo de izquierdas». Otros, en las colectivizaciones del
«comunismo
libertario». Y otros, por vía del marxismo-leninismo, en la «democracia
popular»,
como precursora o camuflaje de la «dictadura del proletariado». Al
socaire de
la revolución y la guerra, multitud de conversos, debidamente
adoctrinados y
encuadrados, se lanzaron a barrer el cristianismo de la faz de España,
decididos
a matar y morir por su fe quiliástica.
|