El laicismo
1. El origen
y la evolución de la idea de ‘pueblo’
PEDRO GÓMEZ
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El
concepto de laicismo se halla cargado con significados muy
complejos y
hasta contradictorios, por lo que resulta imprescindible tratar de
objetivar,
clarificar y evaluar sus implicaciones. Para ello, en estas páginas, me
propongo:
1. Un
análisis del origen histórico de la idea de pueblo como pueblo de Dios
y su
transformación en categoría política.
2. Un debate sobre la significación del concepto
de
laicismo/laicidad en la teoría política
contemporánea.
3. Una
búsqueda en las constituciones españolas, desde la de 1812, de los
artículos
referentes a las relaciones del Estado con la Iglesia.
4. Una
correlación de los mandatos constitucionales con las prácticas
políticas en cada
época y contexto. Así, quedarán elucidados cuatro tipos de laicismo.
5. Una
crítica del laicismo militante, dogmático y doctrinario en nuestros
días.
6. Un diagnóstico
del peligro que entraña el islam para la laicidad democrática.
Etimología
Etimológicamente,
las palabras «laicismo», «laicidad» y «laico» proceden de la lengua
griega,
donde λαòς [laos] significa pueblo,
en el sentido literal de un territorio con sus habitantes.
En griego
hay otras dos palabras con un significado próximo, pero distinto:
ἔθνος
[éthnos] = nación; ἔθνη
[éthne] = naciones
δῆμος
[démos] = organización política
Pero la
etimología no sirve para mucho. El uso del término con el significado
con que llega
hasta nosotros posee un origen religioso y un sentido teológico, que
podemos
explorar en los textos bíblicos.
La
Biblia hebrea
La
traducción griega de los Setenta, emplea el término λαός / pueblo
especialmente en la
expresión «pueblo de Dios», para denotar el pueblo de la alianza con
Dios, que es
objeto de su promesa (Abrahán) y que asume sus mandamientos (Moisés):
el
«pueblo de Israel».
En hebreo
bíblico se oponen:
’umá (אוּמָה) = el pueblo o nación, designa a Israel en
sentido
poblacional y religioso,
como comunidad elegida: de raza, instituciones, destino, patria,
lenguaje,
culto.
goyim
(גויים)= los gentiles, las naciones paganas, excluidos de la promesa
divina
hecha a Abrahán, Isaac y Jacob; pero que serían admitidos al final de
los
tiempos.
El
Nuevo testamento
λαός
(el pueblo) aparece 142 veces. En
general, el término se refiere al «pueblo de Dios» (Hebreos 4,9 y
11,25; 1
Pedro 2,10).
Lo
propio del cristianismo está en que modificó el sentido de «pueblo de
Dios»,
rompió con el cierre étnico del judaísmo y abrió la promesa de
salvación a
todos como posibilidad universal: «Ya no hay judío ni griego … todos
sois uno
en Cristo Jesús … sois herederos de la promesa» (Gálatas 3,28-29).
ἔθνος, ἔθνη
(la nación, las naciones) aparece 168 veces. En plural, este término
alude a
los gentiles, es decir, a todas las naciones no judías, que son
llamadas y
admitidas a formar parte del pueblo de Dios. El mensaje de salvación es
para
toda la humanidad y se ofrece a cada uno para que la acepte libremente.
Esta
idea axiomática postula la unidad de convivencia de todas las naciones
en un
único Pueblo: en el «reino de Dios».
En
el desarrollo de la tradición cristiana,
los laicos designan al conjunto de los miembros del pueblo de
Dios. No
obstante, a veces también se habla de los laicos o seglares
distinguiéndolos de los clérigos.
Probablemente esta
contraposición
entre pueblo y clero
es la que sirvió de matriz para el «laicismo» en el sentido moderno.
La
idea bíblica de pueblo de Dios al que están
llamados todos los humanos es la que inspiró el despliegue de la
Iglesia y la
cristiandad desde los inicios de su historia, a pesar de los incesantes
discrepancias internas de orden teológico y político; y en
confrontación con
proyectos antagónicos.
En el
curso de los siglos, el concepto universal de pueblo de Dios ha
tropezado con
grandes obstáculos y con alternativas que lo desafían. Destaquemos dos
de la
mayor importancia: en la antigüedad tardía, la irrupción del islamismo;
desde
el siglo XIX, el advenimiento de las revoluciones políticas modernas.
La
irrupción del islamismo
En el
siglo VII, la irrupción del islamismo o mahometismo trajo consigo una
regresión
a la idea étnica veterotestamentaria del pueblo elegido, en este caso
restringido a los árabes. Según el Corán, el pueblo árabe de los que
siguen a
Mahoma y se someten a la ley de Alá constituye la umma (الأمة):
son el
«mejor pueblo» (خَيۡرَ أُمَّةٍ) surgido entre los humanos (Corán
89/3,110), el
nuevo pueblo elegido, en oposición al judaísmo y al cristianismo.
Solo con
posterioridad, a partir del segundo siglo de la hégira, los califas
abasíes
aceptaron la posibilidad de que los no árabes se convirtieran a la fe
del Corán.
Para ello, tuvieron que desarrollar un concepto de la umma
universal, en
forma de Estado teocrático, donde el poder político impone la saría
como
ley de Dios. El cometido de la yihad es luchar por la islamización del
mundo
entero, expandiendo por la fuerza la dominación del islam sobre los
infieles,
es decir, sobre los no musulmanes. Estos se hallan radicalmente
excluidos de
todo derecho. El Corán incita al odio contra los «infieles», los
califica como
«enemigos de Dios» y justifica la violencia contra ellos hasta que solo
quede
la religión de Alá.
Las
revolución francesa
Con las
revoluciones modernas, se produjeron grandes mutaciones en el concepto
de
«pueblo», un concepto fundamental de orden político, pero que no dejó
de ser
también teológico. En ese contexto, surgirían luego las distintas
teorías
acerca de la laicidad y el «laicismo».
La
ideología de la Revolución francesa hipostasió la idea de Pueblo hasta
convertirlo en el sujeto político de la soberanía, del que emana todo
poder en
la sociedad y el Estado.
Los
revolucionarios decretaron la separación entre el Estado y la
Iglesia en
cuanto instituciones, pero más bien como exclusión de todo poder
eclesial.
Tiempo después se denominaría a esta norma «laicidad» del Estado, que
adoptó
formas diferentes. En los hechos, significaba una política cultural de
negación
de Dios (basada en filosofías racionalistas y materialistas dogmáticas)
que se
traducía, de hecho, en persecución contra la Iglesia y los cristianos.
De ese
modo, la Revolución francesa puso fin a la separación de poderes
tradicional,
que se establecía entre la esfera del poder temporal (nacional,
político) y la del poder espiritual (universal, religioso).
Este último
fue asumido también por el Estado, un hecho que abrirá la vía hacia el
totalitarismo. Luego, se trató de compensar con la «división de
poderes»
estatales: legislativo, ejecutivo y judicial. Con esta transformación,
el
concepto de pueblo se redujo a escala nacional (en menoscabo del
«pueblo de
Dios»). Se absolutizó el ámbito de la república particular (en
menoscabo de la
idea del «reino de Dios» y de la cristiandad, que es universal). Veamos:
La constitución
francesa de 1791 dice: «Los representantes del Pueblo…
constituidos en Asamblea nacional…». El Pueblo es la Nación francesa a
la que
se atribuye la toda la soberanía, depositada en sus representantes.
La constitución de
1793: «La Convención nacional declara: 1º que no
puede haber más Constitución que la que es aceptada por el Pueblo…».
La constitución de
1795: «El Pueblo francés proclama, en presencia del
Ser supremo…»
Se observa con
claridad que ha habido un cambio de significación desde
el simbolismo cristiano de «pueblo de Dios». La idea de pueblo,
especificada
ahora como el «Pueblo francés», es un concepto netamente particular, no
universal. Y la idea de Dios se ha sustituido por otra racionalista y
abstracta, el «Ser supremo», que desaparecerá en constituciones
posteriores.
A mi juicio, en
esos textos constitucionales, por más que se niegue,
sigue manifestándose una mitología del Pueblo, pretendidamente «laica»,
pero
que, en realidad, conserva su esencia religiosa. Puede haber una
posición
anticristiana, pero es ineludiblemente un planteamiento de carácter
religioso,
que sacraliza al Pueblo .
La revolución
bolchevique rusa
Inspirada en la
francesa, la revolución de Lenin en Rusia dio un giro
aún más partidista al concepto de Pueblo. En este caso, el Pueblo no
corresponde a la Nación, sino que es delimitado restrictivamente como
el
«Pueblo trabajador»: los obreros y los campesinos, los proletarios; o
bien, el
«Pueblo soviético». El mito del Pueblo se erige como el referente
absoluto, el
axioma o postulado sagrado último para la legitimación del todo el
sistema y de
cada una de sus instituciones y decisiones.
La constitución
soviética de 1918 comienza: «Declaración de los
derechos del Pueblo trabajador…».
La constitución de
1936, de Stalin: «Son propiedad del Estado, es
decir, de todo el Pueblo…»
La constitución de
1977: «El Pueblo soviético … refrenda los
fundamentos del régimen social y de la política de la URSS…»
En las sucesivas
constituciones soviéticas, podemos observar cómo se va
produciendo una evolución hacia el totalitarismo de partido:
– Al principio,
los derechos individuales y civiles son suplantados por
los «derechos del Pueblo trabajador» (1918), entidad metafísica que se
declara
único sujeto de derecho.
– Los derechos del
Pueblo trabajador son confiscados por el Estado
(1936), que se identifica como el Pueblo y lo sustituye. Se erige el
mito del
Estado como único propietario de todo, que se apodera de todo
el
derecho. Esto equivale a asumir de facto la categoría divina.
– Finalmente, la
mitificación culmina en la denominación de «Pueblo
soviético» (1977), advocación que legitima fundamenta todo el sistema
de la
URSS. En última instancia, lo que se afirma ahí es que el «Pueblo» es
Dios, el Estado es Dios, puesto que constituye el absoluto
sagrado
último.
Se trata del
Pueblo en un sentido particularista y restrictivo
(«soviético»), pero se atribuye la vocación universal de unirse en la
solidaridad con los proletarios de todos los países. Su proyecto está
calcado
de la conquista del mundo conforme al modelo violento de la yihad.
En
efecto, alienta el odio de clase y sacraliza la violencia contra los
que se
oponen al Partido que es la realidad práctica: el Partido controla el
Estado, y
encarna al Pueblo. Todos los disidentes son calificados como «enemigos del Pueblo» y sufren la represión
consiguiente.
Hay que aclarar,
además, que la ideología de la revolución
socialista/comunista, más que el laicismo, lo que reivindica es el ateísmo.
El análisis histórico nos muestra cómo este «ateísmo» significa, en la
praxis,
el radical rechazo filosófico y político de toda libertad religiosa, y
en
particular del cristianismo, con el fin de imponer por fuerza la
religión
política del Estado: un teísmo inmanentizado, que entroniza como dios a
una
entidad metafísica llamada «Pueblo».
Se trata de una
religión arcaica, cuya su teología del Pueblo-Dios
fundamenta el sistema sociopolítico totalitario. Al fundador del
Partido,
Lenin, se lo venera como al profeta armado Mahoma. Los sucesivos
dictadores
actuaron como califas teocráticos. Donde esta mitología triunfa, toda
la
población, los individuos concretos se ven despojados de sus
propiedades, sus
libertades y sus derechos.
Los avatares
históricos de la idea de ‘pueblo’
Como hemos visto,
el origen del concepto de pueblo en la
historia de Occidente es religioso y proviene de la idea bíblica del pueblo
de Dios. En el cristianismo, la concepción de pueblo (la
«laicidad») se
abrió a todas las naciones, llamadas a la pertenencia al pueblo de Dios
y a la
salvación universal. Esta visión ha marcado la historia del
cristianismo. No
cabe negar que ha habido desviaciones, pero el verdadero conflicto
procede del
de otros movimientos anticristianos exteriores.
En la modernidad,
con la Revolución francesa y luego con la Revolución
bolchevique, el significado de «Pueblo» se transformó adoptando
acepciones
diferentes: se hizo nacionalista, socialista, fascista, anarquista,
comunista.
En el fondo, el planteamiento continúa teniendo una significación
religiosa,
más aún, implica un tipo de religión primitiva, por cuanto conlleva el
cierre
ideológico en un dogmatismo «laicista», desde el cual se legitima del
odio y la
violencia contra los otros en aras de una dominación sectaria que
aspira a ser
mundial. Es la promesa escatológica y falaz de un utópico «reino del
Hombre».
Si examinamos lo
acontecido históricamente en los casos más
paradigmáticos, comprobamos que la idea de «Pueblo» (mitificado)
constituye lo
absoluto, el postulado sagrado último, que ocupa el lugar de un Dios
inmanente
al mundo. De él dimana toda la legitimidad que sustenta el orden
social, la
soberanía, la autoridad, la santidad. El laicismo radical constituye la
ideología de la sacralización absoluta del Pueblo mitificado. El Estado
confesionalmente
laicista se concibe a sí mismo como el Estado del Pueblo, que se
apropia de la
totalidad del poder, arrebatando toda autonomía a la sociedad y a la
institución religiosa.
De esta manera, se
configura una especie de laicoteísmo, que da
lugar a una laicolatría en el plano simbólico y funda una laicocracia
(más que democracia) en el ámbito político. Semejante poder absoluto
–totalitario, teocrático–, ejercido en nombre del Pueblo, en última
instancia,
se reserva el privilegio irrestricto para decretar la verdad,
mintiendo; para
incautarse de todas las propiedades individuales, robando; y para
decidir sobre
la vida de las gentes, matando.
En contraste, la
Constitución española de 1812 no hablaba del Pueblo,
sino de la Nación, que es un concepto mítico también, pero
eminentemente
político y social. No es una idea particularista o sectaria, pues dice
que la
Nación está compuesta por todos los ciudadanos españoles de
ambos
hemisferios.
Sin duda, el
enfoque más aceptable es el que encontramos en la Declaración
universal de los derechos humanos de 1948. En esta declaración se
proclaman
los derechos del hombre como aspiración común de todos los pueblos y se
formulan como derechos individuales de todos los seres humanos.
«La Asamblea
General proclama la presente Declaración Universal de
Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y
naciones deben
esforzarse…»
Habla de los
pueblos y naciones, en plural (tres veces). Y una sola vez
del pueblo en singular:
«La voluntad del
pueblo es la base de la autoridad del poder público»
(Artículo 21.3).
En la declaración
universal, la idea doctrinaria de Pueblo como
universal humano se ha diluido. Las palabras laico, laicismo o laicidad
ni
siquiera aparecen en el texto, en ningún momento.
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