El gran enigma. Ateos
y creyentes ante la incertidumbre del más allá
Nota introductoria y prólogo
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Nota introductoria a la lectura de El gran enigma
Muchas personas viven arrastradas por las urgencias inmediatas, bien
sea la resolución de problemas de familia, relación interpersonal en
sociedad, trabajo y supervivencia, bien sea descargando las tensiones
por el entretenimiento evasivo que ofrece en abundancia la sociedad.
Todos saben que están tomando una actitud ante el gran enigma de la
verdad última del universo, bien sean el ateísmo, el agnosticismo, la
indiferencia metafísica y religiosa, bien sean el teísmo, la
religiosidad interior, o la inserción en una religión organizada en
sociedad. Pero la mayoría tiene la sensación de que su actitud ante la
verdad metafísica última depende de la inercia, de la tradición
familiar, de la sensación de adaptación a lo “políticamente correcto”
en cada ambiente, de la intuición, del sentimiento y de las emociones.
Pero falta la valoración racional de lo que es, o debiera ser, nuestra
posición ante la vida. Se tiene una molesta sensación de perplejidad
racional ante lo metafísico. Unos dicen una cosa y otros lo contrario,
y la gente se siente perdida en el desconcierto sobre lo que en
realidad cabe pensar con orden y concierto.
Hay mucha gente preparada, en condiciones de leer un ensayo
argumentativo. Me refiero a titulados universitarios, académicos,
profesionales, gente con motivación filosófica y religiosa, o
simplemente personas habituadas a leer, interesadas en la reflexión
sobre las grandes preguntas que plantea la existencia. Muchos desearían
poder disponer de algo así como una guía de perplejos que orientara
sobre las grandes cuestiones involucradas en la reflexión racional
sobre el gran enigma que pesa sobre todos, y que pesará más y más a
medida que se acerca el final de la vida. Este ensayo tiene la
pretensión de poder ser la guía que oriente la reflexión sobre un
problema que es de todos, personal e intransferible.
Este ensayo, inevitablemente, está escrito desde un sesgo, que en
nuestro caso es cristiano. Pero, por querer ser una guía, pretende la
objetividad en el suministro de aquellas informaciones que debemos
tener en cuenta para abordar con competencia la reflexión sobre el gran
enigma: el conocimiento, su relación con la vida, lo que fue en el
pasado la cultura dogmática y el tránsito moderno a la cultura de la
incertidumbre, los resultados objetivos de la imagen del universo en la
ciencia, la reflexión filosófica sobre ellos, el enigma y la
incertidumbre, el silencio-de-Dios ante el conocimiento y ante el drama
de la historia, por el sufrimiento del Mal de una naturaleza ciega y de
la perversidad humana, los argumentos del ateísmo y del teísmo, la
posibilidad racional de la religiosidad y el sentido de las grandes
religiones de la historia, así como, una información objetiva sobre lo
que es el cristianismo y su imagen del universo, del hombre y de la
historia. Todo ello expuesto a la altura de la cultura de la modernidad
crítica, formada en los dos últimos tercios del siglo XX.
El hombre, pues, en esta cultura de la modernidad crítica, se muestra
inmerso en la incertidumbre. El ateísmo es posible, pero también es
posible el teísmo. La razón natural no impone para todos una única
resolución del enigma metafísico. Pero debemos conocer con competencia
qué significa una u otra metafísica, cuáles son los argumentos que las
avalan y qué repercusión existencial tiene una u otra opción. Este
ensayo va dirigido a un amplio sector de posibles lectores que sienten
la necesidad de reducir en parte la perplejidad ante el enigma del
universo y el sentido de la vida. Ofrece una argumentación seria,
incluso en ocasiones algo compleja (por ejemplo, al hablar de la
ciencia), pero puede seguirse porque los conceptos se introducen poco a
poco y el lector puede sentirse arrastrado en cada momento por la
lógica progresiva de cuanto se expone.
El ensayo está dividido en tres momentos que, como en círculos
concéntricos, exponen una síntesis de cuanto el libro contiene. Para
hacerse una idea intuitiva del principio y del final no es necesario
leer doscientas cincuenta páginas, ya que, en progresivas ampliaciones,
está todo dicho en el Prólogo (16 páginas), la Introducción (88
páginas) y el cuerpo principal del ensayo que se expone, con mayor
detalle, en un capítulo introductorio y los tres capítulos básicos. El
ensayo concluye con un ANEXO que desarrolla algunas cuestiones
relativas a la interpretación del cristianismo en el mundo moderno, que
pueden interesar a creyentes e increyentes.
Este ensayo pide una lectura pausada y reflexiva. La asimilación de
cada paso pone en condiciones de seguir la lógica de los análisis
siguientes. En conjunto ofrece una gran variedad de materiales para
reducir la perplejidad ante el enigma del universo y para conocer con
competencia aquellas informaciones que establecen el marco en que
debemos tomar nuestras decisiones personales.
Prólogo. ¿Por qué Dios, si el ateísmo parece ser lo obvio?
Retrocedamos con nuestra imaginación setenta mil, doscientos,
trescientos mil años, para observar el curso de la vida de un clan de
hombres prehistóricos. Son nuestros antepasados. Podrían ser una tribu
nómada del homo erectus, del homo heidelbergensis (hace unos
cuatrocientos mil años), del homo neandertalensis (hace ciento
cincuenta mil años), o del homo sapiens sapiens que desde el sur de
África comenzaba a difundirse más recientemente por todo el mundo
(cruzando hacia Eurasia por Palestina hace unos setenta mil años). En
estos hombres, parte ya de nuestra historia, estaba comenzando lo que
todos sentimos hoy en nuestra vida: el incipiente uso de la razón, las
emociones afectivas de unos con otros, la amistad, el amor, la
solidaridad, la alegría en la experiencia de la existencia, la
fragilidad de la vida, la necesidad de afrontar un duro trabajo de
supervivencia, la lucha frente a las inclemencias del medio natural y
frente a la amenaza de las alimañas salvajes o de otros grupos humanos,
rivales en la disputa por los bienes escasos, el dolor, el sufrimiento,
la angustia, la desesperación y la resignación fatal ante la vida.
Imaginemos al grupo de ancianos, mujeres y niños, en torno a unas
cuevas, a unas cornisas profundas en el corte de una cárcava formada en
el cauce de un río, o en torno a unas toscas cabañas construidas
rudamente en un claro del bosque o de la sabana. Los niños juegan
alrededor, o chapotean en el agua, al tiempo en que las mujeres
perfeccionan el asentamiento, lo limpian, preparan la comida, elaboran
el vestido de abrigo y están al tanto de la chiquillería. Los ancianos
y las mujeres embarazadas ayudan en lo que pueden, pero nadie está
ocioso. Mientras esto sucede en el campamento, ya a diez kilómetros de
distancia, se acerca una columna de unos diez hombres que portan a
hombros la carne troceada de varios venados. Unos diez días antes este
grupo había abandonado el campamento para seguir el rastro de la caza.
El movimiento de las manadas de animales en el territorio, a no mucho
tardar, obligará de nuevo a desplazar el emplazamiento del campamento
del clan para acercarse lo más posible a las fuentes del alimento.
Al llegar la noche, después de participar en grupo de los alimentos,
reunidos en torno al fuego, aquellos hombres gozarían en paz de la
satisfacción de estar unos junto a otros, se trasmitirían los afectos y
las emociones con incipientes signos lingüísticos (que no sería en
todos todavía el lenguaje articulado del homo sapiens) e infundirían
fuerza a los enfermos y a los ancianos. Pero sobre todo, callarían. Se
mirarían unos a otros y escucharían el silencio de la naturaleza,
entremezclado con los ruidos del bosque que atestiguaban la presencia
de la vida. Mirarían absortos el chisporroteo del fuego y levantarían
los ojos para perderse en la contemplación del brillo de las estrellas
en la oscuridad de la noche. Así pasarían horas hasta que el sueño los
venciera para reparar el cansancio del duro trabajo de supervivencia.
Pero en estas largas horas de contemplación, la sensibilidad ruda de
aquellos hombres recordaría la secuencia de su vida: sus alegrías en la
convivencia, pero también la crudeza del sufrimiento, del trabajo, de
la separación angustiosa en busca del alimento, de la enfermedad, de
las heridas, del envejecimiento temprano y de la muerte. Sin duda que,
ante aquella imagen intuitiva del drama de la vida, no tanto por uno
mismo cuanto por el cuidado de los seres queridos, debió de hacer
surgir profundas emociones y sentimientos de ternura, lástima, de
compasión y de piedad. El hombre ya no era un simple animal, porque en
él había emergido la capacidad racio-emocional de sentir y ponderar la
cruda realidad de sí mismo y de los demás.
Sin embargo, en aquel hombre primitivo sucedió algo extraordinario.
Algo que es una muestra inequívoca del poder creativo e imaginativo que
había alcanzado su mente. Al ver morir dramáticamente al anciano
sufriente, agotado por la lucha, a la mujer parturienta o al niño
inocente, con el tiempo truncado de su vida, al valeroso guerrero en la
lucha, el hombre primitivo comenzó a sentir entonces un profundo
respeto y admiración reflexiva por el ser humano (que era también un
respeto por sí mismo). Por ello, los muertos dejaron de ser abandonados
en el campo, probable presa de las alimañas carroñeras, para comenzar a
ser enterrados mediante un ritual social que mostraba el respeto y el
amor, depositando el cadáver en la Tierra y cubriéndolo de flores, es
decir, de la belleza que la misma Tierra producía.
El hombre observaba la naturaleza, en la génesis de la vida, en el
tránsito a la muerte, en el paso del día a la noche, y la veía llena de
fuerza, dínamis, energía, movimiento. El hombre intuía que la
naturaleza que veía no era toda la naturaleza, porque lo que veía de
ella lo proyectaba hacia un más-allá, en la profundidad de la materia o
en la continuidad del espacio y del tiempo. La naturaleza podría tener
quizá un fondo mistérico que se desconocía. Si la Tierra había
producido aquella dignidad de la biografía humana que merecía respeto,
que los hombres honraban con un ritual de enterramiento, ¿no pudiera
ser que esa Tierra mistérica acogiera al hombre más-allá de la muerte y
aparecieran para él la luz, el descanso y la felicidad?
¿No pudiera ser que la Naturaleza tuviera un Poder Oculto capaz de
sentir compasión y salvar la sufriente existencia del hombre? Cuando el
hombre primitivo enterraba a sus muertos los ponía con respeto en manos
de la Tierra y a su potencia mistérica confiaba el futuro de los
hombres. Así comenzaron probablemente las ideas y las esperanzas
religiosas en el marco mistérico de una naturaleza mágica, llena de
fuerza a la que podría atribuírsele lo maravilloso.
Después de miles de años de cultura prehistórica, en gran parte
desconocida, debió de extenderse y generarse en paralelo, en unos
grupos y en otros de forma similar, esta sensación de una naturaleza
mágica y mistérica que permitía concebir la esperanza de que el
más-allá albergara la acogida a una existencia humana tan merecedora de
respeto y admiración. A medida que comienza la historia de la que
podemos tener vestigios objetivos para reconstruirla, en el neolítico,
constatamos que los grupos humanos, ya en las primeras ciudades
amuralladas, de 10.000-7.000 años antes de Cristo, presentan formas de
religión diversas. Aquella religiosidad primitiva, todavía no
elaborada, derivó a la idea de que las fuerzas naturales estaban
controladas por dioses, poderes personales a los que era posible
recurrir en solicitud de ayuda. El universo y el escenario de la vida
humana resultaban de un plan de salvación concebido por los dioses. La
inicial naturaleza mágica se convertía así en una naturaleza dominada
por dioses, poderes personales que facilitan la relación con el hombre.
Por ello, las diversas religiones, producidas por la creatividad y la
imaginación humana en diversos contextos históricos, concibieron
historias primordiales, mitos, símbolos, personajes divinos, de tal
manera que se explicara cuál era la relación de Dios, o los dioses, con
el universo real, cómo había sido la creación, en caso de que se
hubiera producido, y cuál era el itinerario que el hombre debía seguir
para que los dioses le concedieran la liberación y la felicidad final,
en un más-allá de la muerte.
El tema del más-allá-de-la-muerte se convierte en recurrente. Lo que
interesa en realidad de las religiones es precisamente que ofrecen una
visión del universo que hace posible que la vida humana no acabe en la
muerte y en la frustración, es decir, en la aniquilación total y
definitiva.
En las religiones, los seres humanos –como si fueran unos niños que
transfiguran mágicamente la realidad– sueñan que un extraño mundo
futuro de liberación y felicidad va a ser posible. La religión es un
intento de dominar la muerte y ascender al más-allá liberador. La
religión transfigura el dolor por un “realismo mágico”. Pensemos en la
antigua cultura egipcia sobre los muertos y en el diseño sorprendente
de las grandes pirámides como una geometría complejísima que facilita
la apertura del alma del Faraón a la Luz y a su viaje ascendente al
más-allá de la eternidad. Pero la religión, además de eliminar el temor
a la muerte, permite la ilusión de imaginar que la vida feliz y
cumplida, que no ha sido posible en la tierra por la frustración, podrá
realizarse finalmente.
Las diversas culturas concibieron distintas teologías que explicaban
cómo iba a realizarse la salvación liberadora de los seres humanos y el
porqué de un mundo tan extraño como el nuestro. La religión llegó así a
hacerse tan importante en los grupos humanos que toda la sociedad y su
concepción política dependieron de las ideas religiosas. La religión y
su jerarquía sacerdotal se hicieron entonces relevantes y apetecibles
no sólo por las ideas religiosas en sí mismas, sino por el acceso al
poder que la religión posibilitaba. La religión acabó por verse como
una verdad absoluta, incuestionable, un dogma que nadie podía osar
contradecir sin producir un crimen contra la misma sociedad y sus
valores. El dogmatismo se apoderó de la religión y propició que la
religión se convirtiera en una instancia opresora. Comenzó la
corrupción de las religiones y en ellas se manifestaron todas aquellas
tendencias a la perversión presentes en la naturaleza humana. Pero la
corrupción fue sólo selectiva, porque la religión siguió jugando su
papel liberador y de consuelo en la mayoría de los hombres honestos.
Durante siglos y siglos de historia las religiones dominaron
completamente la forma de la sociedad. Penetraron en todos los
resquicios de la existencia humana individual y social. En el marco de
una manera de pensar dogmática se hicieron teocéntricas (Dios, o los
dioses, eran lo único que daba sentido a la vida, ya que no era posible
concebir una vida humana sin religión) y teocráticas (la religión debía
ser, por ello, el único fundamento viable para la organización de la
vida social y política). Las religiones introdujeron así en la vida
humana un protagonismo fuerte del más-allá, es decir, de lo
meta-físico, término que será de uso frecuente en nuestro ensayo; esta
es, en efecto, la significación de “metafísica”, a saber, lo que está
más-allá (meta) del mundo físico real inmediato de nuestra experiencia.
El más-allá es lo metafísico. El monoteísmo llegó a ser pronto la forma
más común de religión. Las religiones monoteístas de la cuenca
mediterránea, judaísmo, cristianismo, islamismo, y las grandes
religiones orientales, hinduismo y budismo, han llenado la historia. La
inmensa mayor parte de la humanidad se ha identificado, y se sigue
identificando, con estas religiones, o con otras (algunas ya
desaparecidas).
Cabe pensar que, si los hombres han sido siempre religiosos, habrá sido
por algo. Esto es evidente. Habrán concurrido ciertas causas que han
hecho viable la religión y la han impulsado. Sin embargo, las
circunstancias objetivas, tanto en el mundo antiguo, como en el
moderno, parecen hacer muy difíciles las creencias religiosas. Quizá
esto nos parezca extraño porque la religión nos parece lo obvio, pero
es precisamente lo contrario. En efecto, ¿cómo es posible creer en Dios
desde el interior de un mundo en que Dios está ausente? Así es, y hay
que decirlo en toda su crudeza. Dios está ausente del mundo. Su
presencia es a través de los creyentes, pero la cuestión de fondo es si
tiene sentido que haya creyentes en un universo en que, así por las
buenas, hay que decir que Dios está ausente. Esta ausencia, teniendo en
cuenta que el universo es, en último término, un enigma, podría
expresarse diciendo que es un hecho que el posible Dios está ausente,
lejano y en silencio. ¿Por qué lo decimos?
El silencio-de-Dios es el hecho inmediato y evidente que pesa sobre la
posibilidad de que el hombre se abra a Dios y sea religioso. El
malestar profundo ante el silencio-de-Dios deja maltrecha la posible
religiosidad humana. El silencio-de-Dios ofrece el fundamento que hace
viable el ateísmo, el vivir sin Dios en el mundo, y obliga también a
que sólo en función de lo que significa este silencio se abra un camino
a una posible religiosidad.
Lo explicamos. Ante todo Dios está en silencio porque el universo está
hecho de tal manera que no podemos saber con seguridad racional si
realmente existe. Es verdad que en el mundo antiguo no se tenían los
conocimientos científicos y filosóficos que hoy tenemos. Pero se intuía
por la fuerza misma de los hechos que a Dios no se lo ve por ninguna
parte, no es objeto de experiencia natural directa. Nadie ha visto
nunca a Dios. Sólo vemos el universo desde la experiencia de nuestros
sentidos. Aunque en las sociedades antiguas se impusiera una existencia
dogmática de Dios, o los dioses, eso fue sólo un artificio social que
no pudo eliminar nunca la experiencia radical humana de la ausencia de
Dios. A lo largo de los años se impuso férreamente una cultura
religiosa dogmática, es verdad. Pero todo hombre vivía por su intuición
de la vida real el factum inmediato de una ausencia de Dios que
contradecía ese dogmatismo.
Esta experiencia vivencial directa de la ausencia de Dios en el mundo,
sentida con profundidad y malestar por todo hombre, en cualquier
momento de la historia, ha sido confirmada por la evolución de la
cultura moderna, ya desde el siglo XVI. Poco a poco, la ciencia y la
filosofía moderna fueron mostrando que la razón, en efecto, hacía
posible concebir un universo sin Dios. El ateísmo fue dogmático durante
mucho tiempo. Pensaba que se había descubierto que la razón imponía con
seguridad que Dios no existía. Pero, en el siglo XX, el ateísmo, sin
embargo, dejó de ser dogmático para convertirse sólo en una hipótesis
verosímil: la razón natural podía concebir una posible explicación
verosímil del universo sin necesidad de Dios, en ausencia de Dios. Y
esto tuvo una consecuencia evidente: si el universo pudiera entenderse
sin Dios, entonces era que Dios podría no existir. La posibilidad
estaba abierta. Es decir, no se tenía la seguridad de que Dios
existiera realmente. La estructura del universo, por tanto, al hacer
posible el ateísmo, al menos como hipótesis verosímil, mostraba que
Dios estaba ausente, lejano y en silencio. Dios, de existir, no se
había manifestado con evidencia absoluta porque quedaba abierta la
puerta a su no existencia.
Por consiguiente, Dios está ausente del universo porque el hombre no
puede saber con seguridad racional si realmente existe. Dios, por ello,
está ausente, oculto y en silencio ante el conocimiento. ¿Cabe pensar
que existe y es real un Dios oculto y en silencio ante el conocimiento
humano? Dios debería ser veraz, fiel a la verdad y en ningún caso
cabría pensar que jugara con el hombre. Dios, de existir, ¿por qué
debería ocultar la Verdad, es decir, su propia realidad existente?
Ciertamente la existencia de un Dios veraz no parece compatible con un
universo borroso y ambiguo metafísicamente, donde nadie conoce con
seguridad que Dios exista. En otras palabras, la idea de un Dios oculto
no parece congruente con la idea natural que el hombre tiene de Dios,
en caso de existir.
Pero es que, además, Dios está en silencio ante lo que podríamos llamar
en general el drama de la historia. Esto tiene una profunda repercusión
emocional en el ser humano. Es un drama que se manifiesta ante todo en
el sufrimiento que producen los acontecimientos derivados de la
evolución de una naturaleza ciega. El avance evolutivo de la naturaleza
es hacia una perfección creciente. Pero el avance se hace a través de
un proceso autónomo neutro en que aparecen un cambio genético, una
enfermedad, un accidente fortuito o un roce tectónico de las placas que
deriva en un terremoto dramático. La naturaleza es neutra moralmente,
pero produce Males porque frena las aspiraciones humanas a la vida y a
la felicidad. ¿Cabe pensar que Dios es el diseñador y creador de esa
naturaleza ciega que ha producido y produce para la especie humana el
Mal y un sufrimiento tan inmenso?
Pero, además, es esta misma naturaleza ciega la que causa, de forma
similar a como produce una enfermedad, la aparición de la perversidad,
o capacidad humana de producir el Mal en los seres humanos, o en
nosotros mismos. La perversidad es un efecto resultante de la
confluencia de la biología ciega, los condicionamientos ambientales y
la libertad humana, que es siempre decisiva. Existe una perversidad
general, presente en la historia, pero existe también una hiriente
perversidad en los hombres religiosos y en las religiones establecidas.
Si Dios es diseñador y creador de la naturaleza, ¿por qué entonces ha
permitido los inmensos Males producidos por el mismo hombre, por la
perversidad humana, especialmente en las religiones donde la presencia
inspiradora de Dios debería ser manifiesta? Al hombre le es muy
difícil, ciertamente, ver los vestigios de la presencia diseñadora de
un posible Dios en una naturaleza ciega que inunda de sufrimiento a la
estirpe humana por el Mal ciego y por la perversidad humana.
De ahí que, aunque quizá Dios pudiera en último término existir, la
experiencia impactante de la ausencia, de la lejanía, del
silencio-de-Dios, sea la gran causa que induce a vivir sin-Dios en el
mundo en el ateísmo, en el agnosticismo o en la indiferencia práctica.
Es un desmoralizador silencio ante el conocimiento humano (el enigma
del universo) y ante el drama de la historia (el sufrimiento por el Mal
ciego de la naturaleza y la perversidad humana). Si el universo es así,
y es un hecho que apenas presenta vestigios de la presencia de un
eventual Dios benevolente, entonces, ¿acaso la actitud de aceptar esta
ausencia de hecho y vivir sin Dios en el mundo no es una opción viable
y con sentido? Esta opción atea tendría incluso un sentido moral,
justificable ante un posible Dios: si Dios existiera, sería responsable
de haber creado este tipo de universo en que se impone su ausencia y el
hombre queda inducido a vivir sin-Dios. Ser religioso, empeñarse en
creer en un Dios que apenas ha dejado vestigios, parecería así como un
remar contracorriente. ¿Acaso lo más obvio no sería dejarse llevar por
las circunstancias objetivas de la ausencia divina y vivir simplemente
sin Dios en el mundo?
Sin duda que en las sociedades antiguas –religiocéntricas, teocéntricas
y teocráticas–, a pesar del dogmatismo religioso ambiente, muchos
hombres vivieron subjetivamente una existencia sólo mundana, sin Dios.
Sin embargo, fue después del renacimiento (siglo XVI) cuando poco a
poco tomó forma la opción de vida atea, arreligiosa, consciente y
reflexiva. El ateísmo moderno –de una forma primero dogmática que
termina siendo hipotética y crítica– llegó a concebir que, por la
ciencia y la filosofía, el universo podía explicarse sin Dios (al menos
como hipótesis). Además, esta explicación sin Dios se confirmaba porque
en una naturaleza autónoma y ciega que producía el Mal y la perversidad
humana, no se hallaban vestigios de un diseño benevolente de un
eventual Dios. Por tanto, todo parecía indicar que la opción moral más
obvia era que el hombre no fuera contracorriente y se dejara llevar por
un estado de cosas del que, en último término, sería responsable el
mismo Dios, en caso de que existiera.
De acuerdo con estos enfoques, el número de ateos fue creciendo entre
científicos y filósofos, hasta llegar a porcentajes significativos en
el siglo XX. Pero lo más importante es que parte de la población en las
sociedades desarrolladas fue dejándose llevar también por una
existencia puramente mundana, sin Dios. Estas personas indiferentes
ante lo religioso (y a veces incluso ante todo lo metafísico, ante el
más-allá) han tenido la sensación de que hacían lo irremediable:
dejarse llevar por las meras inquietudes inmediatas de la vida natural
porque apenas eran capaces de observar vestigios que les hablaran de la
presencia real de Dios. Por ello los hombres ateos han llegado a tener
la sensación tranquilizante de que vivir sin Dios está moralmente
justificado, incluso ante un posible Dios. Por primera vez en la
historia, en el mundo moderno, que es el nuestro, la opción por una
existencia sin-Dios, atea, agnóstica y arreligiosa, en apariencia la
más obvia en un mundo de ausencia de Dios, ha tomado carta de
ciudadanía y una presencia social importante.
Sin embargo, volviendo a lo que antes planteábamos como problema, el
hecho es que la inmensa mayor parte de la humanidad, del pasado y del
presente, no se ha inclinado a lo que parecería ser la “opción obvia”
por el ateísmo. Muy al contrario, se ha “empeñado” contracorriente en
ser religiosa. Es evidente que esta “persistencia” ha tenido que tener
“causas”. Se ha dado por algo. El pensamiento ateo ha aducido ciertas
causas (son las teorías de la alienación, que más adelante
expondremos). Pero el pensamiento religioso, que quiere explicar por
qué los seres humanos son religiosos a pesar de todo, también ha
reflexionado sobre las causas o razones de la religión. Es claro que la
religión interesa al hombre porque le abre a la esperanza de un futuro
feliz y liberador, obra de la Divinidad, que supere la frustración
final de la vida. Pero se trata de ver si hay causas o razones para que
el hombre se abra con fundamento a la esperanza religiosa. Veamos.
La primera causa es que el universo, bien intuido espontáneamente por
todo hombre, bien estudiado por la razón en la ciencia y la filosofía,
permite considerar que Dios pudiera ser su fundamento creador. Esto se
estableció primero dogmáticamente, pero en el siglo XX ha venido a ser
considerado sólo una hipótesis verosímil en un universo enigmático,
borroso, ambiguo, en incertidumbre (que también hace posible la
hipótesis verosímil del ateísmo). Pero, en todo caso, para que la
religión sea viable, tiene que ser también posible, verosímil, viable,
la existencia de Dios como fundamento del universo. Si la razón pudiera
probar con seguridad que Dios no existe, la religión pertenecería al
ámbito de lo irracional y se extinguiría (esto es lo que piensan
algunos ateísmos). Pero este no es el caso. Así, lo entiende, en
efecto, el pensamiento religioso.
La segunda causa tiene que ver con el impresionante factum de la
ausencia, lejanía y silencio-de-Dios en el universo y en la historia:
silencio ante el conocimiento y ante el drama de la historia. El hombre
religioso no ignora que, supuesto que el universo no impone la
existencia de Dios, el hecho de su ausencia y de su silencio tiene un
fuerte impacto “disuasorio” en contra de la posibilidad de que ese Dios
“verosímil” sea, en efecto, “real”. Entiende, pues, que el ateísmo sea
posible y se siente profundamente impactado por el silencio-de-Dios.
Sin embargo, a pesar de ello, el hombre religioso cree que es posible
creer en Dios. Pero, ¿por qué? La respuesta es muy sencilla, casi
obvia: porque entiende que el silencio-de-Dios pudiera tener un
“sentido”, es decir, una “explicación” en Dios. En otras palabras: que
Dios pudiera estar ausente, lejano y en silencio, por ciertas razones.
Esto no puede nunca excluirse. El creyente se siente entonces inclinado
a postular que esas razones existen y a dar un voto de confianza a
Dios, aceptando que, a pesar de su silencio, tiene una voluntad de
liberación y de relación con los hombres.
Existe, pues, un rasgo universal, presente en todos los hombres, común
a toda posible religiosidad, que podríamos llamar el universal
religioso. Este universal religioso (que jugará un papel decisivo en
nuestro ensayo) podría enunciarse en los siguientes términos: sería la
creencia en la existencia de un Dios oculto y liberador, porque cabría
pensar que su ausencia del mundo, su lejanía y su silencio, tienen para
Él un sentido teológico (un sentido-en-Dios, un logos o una razón, una
explicación). Es decir, cabe aceptar a un Dios oculto y liberador, a
pesar de su ausencia, de su lejanía y de su silencio. Este es el
universal religioso, presente en toda religiosidad humana.
La tercera causa es el hecho de que los hombres religiosos parecen
tener una cierta relación subjetiva con Dios. Es algo objetivo, ya que
es objetiva la observación de cuanto hacen las religiones y cómo en
ellas se muestra como, digamos, una experiencia subjetiva de lo divino.
Por tanto, lo objetivo no es Dios mismo, sino la vivencia subjetiva que
toma una forma objetiva en la sociedad. La experiencia religiosa, en
una variedad de formas, se extiende a lo largo de toda la historia de
las religiones. Ahora bien, esta “experiencia religiosa”, que es
mística y no desvela el enigma del universo, ha debido de ser una causa
que explica que los hombres se hayan inclinado a creer que Dios es
fundamento del universo y a creer que ha tenido sus razones en su
ausencia y su silencio en el mundo.
Por consiguiente, lo que estamos explicando tiene una transcendencia
inmensa para que se haga luz sobre la creencia y la increencia, tal
como hoy pueden y deben ser entendidas en la sociedad de nuestro
tiempo. La historia humana fue dogmática durante muchos siglos, tanto
en el teísmo religioso como en el ateísmo arreligioso. Pero, en el
mundo moderno (en la “modernidad”), tras un proceso que comienza en el
renacimiento (siglo XVI), la ciencia y la filosofía, ya en el siglo XX,
nos han hecho advertir finalmente el enigma del universo y la
incertidumbre metafísica, es decir, la incertidumbre sobre la Verdad
del más-allá. Esta nueva situación cultural de incertidumbre ha
impuesto la dramática conciencia de la ausencia, lejanía y
silencio-de-Dios. El universo no muestra la Patencia de la Divinidad,
sino el enigma y la incertidumbre sobre su Verdad Última.
Por ello, en nuestro tiempo, creyentes e increyentes tienen conciencia
del potente poder disuasorio de la ausencia y silencio-de- Dios. Lo que
diferencia creencia de increencia no es que sólo la increencia haya
caído en la cuenta de la fuerza disuasoria del silencio-de-Dios y que
los creyentes traten de ignorarla, disimularla o atenuarla. La
diferencia estriba en que la creencia concede a Dios un voto de
confianza y acepta que el silencio-de-Dios pueda tener un sentido, una
razón. Esto no lo hace la increencia. Las grandes religiones de la
historia han producido teologías que han tratado de imaginar el plan de
creación que Dios ha establecido para la salvación del hombre; un plan
que explicaría el escenario del mundo creado para realizar los
propósitos divinos.
Pero la religión radical, profunda, de todo hombre se asienta en la
experiencia inmediata de la ausencia de un Dios al que no vemos y de la
ausencia de un Dios que deja al hombre desamparado ante el drama de la
historia. Pero, a pesar de todo ello, el hombre religioso cree siempre
en un poder transcendente que salva a pesar de su aparente desamparo,
ausencia, lejanía y silencio. El hombre natural está interesado
existencialmente en que Dios exista. Le va la vida en ello. Sólo si
Dios existiera y quisiera liberar al hombre, podría entonces soñarse en
un futuro de felicidad y se podría vivir en el consuelo profundo de que
Dios acompaña al hombre en su sufrimiento y lo lleva a la salvación.
Pero la creencia en que la esperanza futura ofrecida por la religión
sea real se funda en argumentos que giran siempre en torno a la
creencia en el sentido, logos o razón, de un Dios oculto y liberador.
La creencia en el Dios oculto y liberador es, como hemos dicho, el
universal religioso que constituye la esencia profunda de toda
religiosidad.
Volvamos al comienzo. Retomemos la experiencia existencial y religiosa
de los hombres primitivos, prehistóricos. En ellos nació probablemente
la religión. Su vida y el bienestar de los suyos dependían
exclusivamente de su fuerza natural. Era una fuerza que les había
entregado la Tierra y abría el horizonte de creatividad y progreso de
la historia naciente. Pero la Tierra, junto a la incipiente potencia
humana, y la belleza de la luz, del fuego, de la bóveda estrellada y de
las flores, constituía el escenario dramático del dolor, del
sufrimiento, de la enfermedad, de la violencia, de la lucha y de la
muerte. Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de la desolación y la
tragedia de la vida, la portentosa mente racio-emocional de aquel
hombre primitivo, fue capaz de concebir que la Tierra pudiera también
albergar en sus profundidades mistérico-mágicas un Poder Salvador que
se compadeciera, acogiera y salvara aquella sufriente existencia del
hombre. En los enterramientos rituales, el hombre primitivo confiaba al
Poder de la Tierra la vida humana vencida por la muerte. En aquella
conmovedora religiosidad primitiva estaba ya presente lo que hemos
llamado el universal religioso.
Sería la actitud humana que se sobrepone al desamparo, al dolor, al
sufrimiento, al aparente abandono ante el drama de la vida en la
Tierra, para confiar en que, por encima de la aparente ausencia de
salvación, la Tierra pudiera albergar un Poder Salvador que liberara
finalmente al hombre. En el horizonte de aquella trágica vida humana
primitiva, orientada a la muerte, está ausente, oculto, un Poder
Salvador. Pero la voluntad del hombre primitivo se abre a la esperanza
de que la belleza de la Tierra, a pesar de su dramatismo, pudiera ser
signo de que alberga un Poder Salvador mistérico- mágico que pudiera
liberar finalmente la existencia de los hombres. En esta apertura al
Dios oculto y liberador se hace presente el universal religioso.
Todas las grandes religiones, las religiones menores, e incluso las
religiones antiguas ya desaparecidas, toda forma de religiosidad humana
interior vivida al margen de la religión social, han respondido
siempre al universal religioso. Han sido siempre la creencia en
un Dios oculto y liberador, por encima de su ausencia, de su lejanía y
de su silencio. El cristianismo responde igualmente al universal
religioso, ya que este pertenece a la esencia de toda posible
religiosidad humana. También de la religiosidad cristiana. Pero en el
cristianismo, al margen de que seamos cristianos o no, concurren una
serie de circunstancias objetivas sorprendentes que pueden ser
estudiadas por todos con objetividad y nos muestran la presencia
sublimada del universal religioso.
Como religión, el cristianismo, como explicaremos en este ensayo,
consiste en la adhesión a la persona y a la doctrina de Jesús de
Nazaret. Pero el hecho es que Jesús presenta su doctrina como la
revelación de la esencia de Dios y de sus planes en el diseño de la
creación del universo. Sin embargo, lo verdaderamente sorprendente de
la pretendida Voz del Dios de la Revelación en Jesús es su profunda
armonía con la Voz del Dios de la Creación. Si existe un Dios es que
ese Dios es el autor de la creación y del escenario en que debe
realizarse la vida humana. Si el Dios que pretendidamente se revela en
Jesús de Nazaret fuera el Dios real y existente, se debería entonces
suponer que el diseño de creación que Jesús revela fuera armónico con
la forma real en que, de hecho, tal como sabemos a la altura de nuestro
conocimiento en el mundo moderno, ha sido creado el universo.
Ahora bien, este mundo real y el escenario que implica para la vida
humana, pretendidos por Dios, como hemos dicho, es el que nos instala
ante el enigma del universo y en la incertidumbre metafísica ante el
más-allá. Es, en definitiva, el que acaba situando al hombre ante la
alternativa de creer o no creer en el Dios oculto y liberador, a pesar
de su ausencia, de su lejanía y de su silencio. Por tanto, el mundo
real es un mundo que hace la apertura a Dios posible a través del
universal religioso. Pues bien, la Voz del Dios de la Revelación que
predica Jesús de Nazaret no hace sino proclamar que, efectivamente, es
real y existente un Dios que ha querido ocultarse, pero que alberga un
plan de liberación de la estirpe humana. El Dios cristiano no hace sino
asumir y profundizar el universal religioso presente en todos los
hombres por su misma naturaleza, al margen de que hayan conocido o no
el cristianismo.
El Dios que revela el cristianismo es un Dios que, en su eterno
designio, asume, usando un término de san Pablo, la kénosis de su
presencia en la creación. Esta kénosis es el ocultamiento, el
anonadamiento, la humillación de Dios en la creación, para hacer un
mundo de libertad en que no vemos a Dios por el conocimiento y en que
son posibles la negación de Dios y el pecado. Es, al mismo tiempo, la
humillación de Dios ante el drama de la historia que presenta un Dios
inoperante, impotente, que parece abandonar la historia humana a manos
de las fuerzas ciegas del Mal. El Dios cristiano es un Dios que asume,
redime, esta creación “kenótica” en que Dios se humilla por su
ocultamiento ante el conocimiento humano y por su impotencia ante el
drama de la historia por el sufrimiento. La razón de esta kénosis ante
la libertad, creando la autonomía del universo y del hombre, es que
este dramático universo debe ser el escenario que hará posible la
maravillosa historia de la santidad humana, que acabará conduciendo a
los hombres a su integración en la misma vida divina. El cristianismo
proclama que Dios ha querido realizar y manifestar en el tiempo humano
su eterno designio creador a través del Misterio de Cristo que en su
Muerte manifiesta la kénosis en la creación, por su ocultamiento ante
el conocimiento y ante el drama sufriente de la historia, y que en su
Resurrección manifiesta la futura liberación con que Dios salvará la
historia humana. El Dios manifiesto en Jesucristo es el Dios oculto y
liberador.
Para el cristianismo Dios ha creado el universo de manera que todo
hombre pueda llegar a conocer y aceptar su oferta de amistad. La
naturaleza hace ya verosímil que un Dios creador pudiera ser su
fundamento. Además, es posible creer en la existencia de un Dios oculto
y liberador, cuya ausencia, lejanía y silencio en el mundo tienen un
sentido, y se ha manifestado en el Misterio de Cristo. Por último, el
cristianismo cree que el Espíritu de Dios está interiormente presente
en el interior del espíritu de todo hombre de una forma sobrenatural o
mística, misteriosa pero real, que no rompe su ocultamiento, pero que
da el testimonio interior definitivo de la verdad de Dios. La
explicación en detalle de la naturaleza del cristianismo como religión
será uno de los temas del ensayo que comenzamos.
El gran enigma
El gran enigma que pesa sobre la existencia de todo hombre en el mundo,
y sin duda sobre nosotros, es primariamente el enigma de la Verdad
Última, metafísica, que se esconde en el más allá, cuya naturaleza
acabará afectando sin duda a nuestro futuro. Por la intuición inmediata
de la experiencia de la vida, o por la razón en la ciencia y en la
filosofía, quedamos instalados ante el enigma del universo en una
molesta sensación de incertidumbre ante el más- allá, ante lo que
constituye el fondo metafísico de la realidad. Que el universo sea un
enigma, y que la búsqueda humana de la verdad se debata en la
incertidumbre, impone el hecho de que Dios podría no existir (para el
creyente) y podría existir (para el increyente). Por ello, el siempre
posible Dios está ausente, lejano y en silencio, en los términos
expuestos. Esto plantea la gran pregunta a la que queda abierta la
existencia del hombre: a saber, si tiene sentido creer en la existencia
de un Dios oculto y liberador. Por ello, el gran enigma del universo se
cifra, en el fondo, en el gran enigma de si es real y existente un Dios
oculto y liberador. ¿Qué actitud tomar ante el enigma último del
universo y de nuestra vida?
El ateísmo, el agnosticismo, y todas las formas de indiferencia
religiosa popular que viven, al margen de Dios, una vida puramente
mundana, sin-Dios, no creen en un Dios oculto y liberador. Creen que es
posible explicar el universo sin Dios y que, además, el Mal ciego de la
naturaleza y la perversidad humana borran todo vestigio de su
existencia.
Si nos atenemos a los resultados de la razón natural del hombre, por la
ciencia y por la filosofía, así como por la intuición natural
espontánea de todo hombre en el universo, no parece que pueda ponerse
en duda que el ateísmo, el agnosticismo, la indiferencia religiosa
popular, tan extendida en el mundo moderno, son posibles. Tienen una
base intelectual incuestionable y una honestidad moral que debe
reconocerse. Los que se cierran a Dios tienen, sin duda, un fundamento
serio en el silencio-de-Dios, ante el conocimiento (por el enigma del
universo) y ante el drama de la historia (por el Mal de una naturaleza
ciega y por la perversidad humana). Los hombres sin-Dios entienden que
su malestar ante Dios se produce por las circunstancias objetivas de un
mundo que no hace fácil abrirse a la esperanza de que exista un Dios
bueno y benevolente. Es, al mismo tiempo, un malestar ante Dios y un
malestar anticlerical ante la perversidad de las religiones. Si ese
Dios, en último término, existiera, sería el autor y responsable moral
de un universo tan “incomprensible en Dios” como el que vemos y, por
ello, debería disculpar al hombre que ha escogido seguir una inevitable
existencia sin Dios. El ateísmo seguirá siendo ponderado a lo largo de
este ensayo.
Muchos hombres y grupos humanos sin-Dios han cultivado una mística de
la inserción en el universo y en la vida, del dominio del mundo, de la
belleza, de la armonía natural y de la fraternidad solidaria. Pero esta
mística, aunque pueda ser cuasirreligiosa, y se haga valer como un
sucedáneo de la religión, no es “religiosa” porque la esencia de la
religión es la vinculación a entidades personales divinas a las que se
atribuye un papel salvador/liberador del hombre y de la historia.
El teísmo, en cambio, es decir, los hombres con alguna forma de
experiencia religiosa interior y las religiones sociales, tiene sentido
por el universal religioso, a saber, por entender que tiene sentido
creer en el Dios oculto y liberador. Los cristianos además, en armonía
con el movimiento religioso universal, creen que el Dios del que habla
Jesús de Nazaret constituye la sorprendente confirmación de que, en
efecto, el universal religioso es la verdad y ese Dios oculto y
liberador en realidad existe.
La historia de la religiosidad humana, de las grandes religiones y del
cristianismo, muestran que es racionalmente viable aceptar la
existencia de un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su
silencio. El ateísmo, aunque posible, no es una necesidad que la
naturaleza nos imponga. Al hombre teísta le es posible dar un voto de
confianza a esa Divinidad oculta y aceptar que su silencio-en-el-
universo responde a un plan a favor de la salvación humana, personal y
de la historia colectiva. La razón humana está abierta a los argumentos
cosmológicos que muestran que Dios podría ser fundamento del universo;
a los argumentos de la posibilidad de creer en un Dios oculto y
liberador; y a los argumentos manifiestos objetivamente en la fuerza
interior de la experiencia religiosa personal y en las religiones.
Estos argumentos han sido las razones que han movido a la mayoría de
los seres humanos a superar el malestar ante el Dios oculto, aceptar su
existencia y entregarse a una esperanza de liberación.
Pero, ¿por qué los ateos dicen “no” a Dios y, en cambio, los teístas
“sí”? En el fondo es una cuestión de voluntad personal, de actitud
personal ante Dios. El ateo tiene bloqueada su posible apertura al Dios
interior que lo apela y, en muchos casos, las emociones anticlericales
profundas lo separan del mundo religioso. El teísta, en cambio, vive en
la conciencia de que sólo Dios podría ser la única posible liberación
de la historia personal y colectiva. El ateo da prevalencia a su
malestar ante Dios. El teísmo se deja llevar por el impulso a la
esperanza en la futura plenitud y felicidad a que nos abre la creencia
en Dios, a pesar de su lejanía y de su silencio.
¿Cómo salir del enigma? Entendemos que la ausencia de Dios en el
universo crea en el hombre un profundo malestar que justifica
racionalmente un ateísmo, al que, en principio, reconocemos honestidad
y legitimidad natural. Pero la inmensa mayor parte de la humanidad ha
sido, y sigue siendo, creyente porque entiende que la ausencia de Dios
tiene un sentido y por ello cree en el Dios oculto y liberador. Esto
constituye una inevitable fuente de inquietud para la increencia. La
gran religión de la historia, el cristianismo, al igual que las otras
religiones, cree que Dios como Espíritu ha dado testimonio suficiente
de sí mismo en el interior del “espíritu” del hombre. Cree también que
Dios ha creado el universo para la libertad y que el uso de la libertad
ante Dios será decisivo en el futuro de cada hombre más-allá de la
muerte.
El cristianismo, por otra parte, se presenta en impresionante armonía
con el sentido de la religión natural, dentro de la unidad portentosa
con el movimiento religioso universal. El ateo, las cosas no pueden
dejar de ser así, al conocer con objetividad y competencia el sentido
objetivo de este movimiento religioso universal, no puede dejar de
sentir una profunda inquietud, nacida de la posibilidad de que Dios, en
último término, existiera realmente. Por ello, la vida del hombre
sin-Dios en el universo no puede dejar de angustiarse ante una
inquietante incertidumbre ante el más allá. El más allá podría ser
simplemente la aniquilación final absoluta en un universo sin Dios.
Pero, en el posible supuesto de que Dios existiera, el más allá no
sería la aniquilación sino la aparición escatológica de la presencia
Dios que haría comprender a todos el sentido de la historia, y el
porqué del silencio divino. Este es el gran enigma. El enigma que asume
todos los otros enigmas del conocimiento en la historia, la ciencia y
la filosofía. Es el inquietante gran enigma que debemos debatir en este
ensayo.
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