El gran enigma. Ateos
y creyentes ante la incertidumbre del más allá
El gran enigma. Introducción
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En este ensayo hacemos una propuesta de reflexión
sobre las actitudes y las creencias metafísicas. Al hablar de lo
metafísico, de acuerdo con el uso de esta palabra en la filosofía, nos
referimos a la verdad fundamental y última del universo, de la que no
tenemos un conocimiento directo y que constituye el fondo que está
más-allá (meta) de nuestra experiencia física inmediata de la
naturaleza. Lo metafísico, pues, constituye la verdad última que
explica y da razón del universo que constatamos. La verdad metafísica
nos explica a nosotros y debería dar sentido a nuestras vidas. ¿Cuál es
entonces la verdad del universo? No parece que podamos negar que
vivimos en la experiencia fáctica de nuestro ser en un mundo que
existe, inmediatamente nos acoge, lo vemos, está ahí, podemos palparlo.
Tampoco parece que nadie pueda negar el consenso de que la verdad
profunda de ese universo se nos escapa; es posible especular por la
“intuición metafísica” en la vida de cada uno, pero también a partir de
la ciencia y de la reflexión filosófica. Sin embargo, en todo caso, la
verdad última metafísica del universo sigue siendo un enigma para
todos. Vivimos hoy en el consenso social, en la intuición de que no
tenemos un acceso racional dogmático, incuestionable, a la verdad
última del universo, y por ende de nosotros mismos
¿Qué es el universo? ¿Qué es ese más-allá metafísico, la verdad última,
final, de la realidad existente en que vivimos y nos da sentido? Dada
la historia y la cultura debemos decir que, en último término, estas
preguntas se traducen para todos en la gran cuestión de si existe un
universo sin Dios o con Dios. Es decir, si Dios existe o no existe. Si
no existiera Dios, es entonces que debería de existir un universo
puramente mundano, sin Dios, que se mantiene eternamente en el tiempo,
siendo “autosuficiente” en orden al hecho de su propia existencia,
mantenida en el curso del tiempo sin desmoronarse. No podría ser de
otra manera. El universo está ahí y tiene, sin duda, un fundamento
último, absoluto: existe porque “puede existir” y está fundado, de una
u otra manera, en una suficiencia final. Pero suponer por la razón que
esa suficiencia absoluta deba existir, no implica cómo debamos
entenderla, es decir, si debemos entender ese absoluto, como Dios o
como puro mundo- sin-Dios. No podemos dudar, repetimos, que el universo
existe y se funda en una suficiencia, pero no sabemos si debe
atribuirse a Dios o al puro mundo.
Perplejidad ante el enigma metafísico
¿Cuál es la verdad última del universo? ¿Cuál debe
ser el sentido de la vida? Hoy hay un estado de perplejidad metafísica
generalizado. No siempre fue así. Vivir auténticamente sería hacerlo en
armonía con la verdad del universo. Por ello la perplejidad ante el
enigma metafísico produce en el hombre profunda inquietud y malestar
existencial, que afecta a teístas y ateos. ¿Cuáles son las causas de
esta perplejidad metafísica? ¿Es posible salir de ella?
No parece que la existencia o no-existencia de un Ser tan mistérico
como eso que llamamos Dios pueda ser trivial para alguien. Al menos, la
historia muestra que no ha sido, en efecto, trivial, sino, muy al
contrario, que ha sido algo en que los seres humanos, por decirlo así,
se han “jugado la vida”. La historia de las religiones es interminable.
Además, desde que la consolidación del movimiento cultural de la
modernidad, en los últimos cinco siglos, hizo aparecer con nueva fuerza
la alternativa metafísica sin Dios, para explicar el universo y dar
sentido a la vida, entonces las discusiones en torno a lo metafísico, a
la gran cuestión de si existe un Dios o no lo hay, los argumentos y los
contraargumentos, se han convertido también en discusiones, si cabe,
más tensas e interminables. Se ha abierto el panorama social de la
creencia, las religiones, la increencia, el ateísmo, el agnosticismo y
las múltiples formas de indiferencia metafísica y religiosa. La enorme
pasión, la inquietud, la agresividad, el compromiso, que han llevado
consigo las discusiones en torno a lo metafísico no deben extrañarnos
puesto que, como decíamos, le “va al hombre la vida en ello”. Hoy en
día, sobre todo en los países desarrollados, la gran cuestión
metafísica de si existe Dios o no existe y debe o no debe jugar un
papel en la vida personal, de si hay que prestar atención a lo
religioso y a las religiones establecidas, o no hay que hacerlo, o la
cuestión de cuál debe ser la actitud correcta del individuo ante el
sentido final de la vida, sigue estando en un primer plano.
No puede dudarse de la importancia capital que para el hombre tiene la
verdad metafísica última. Si no existiera Dios, entonces el destino
humano individual sería la aniquilación final y la nada. No podemos
ponerlo en duda. Si Dios existiera, y el universo fuera el escenario
para una relación del hombre con Dios, entonces la vida podría acabar
en una liberación final y en plenitud. La angustia metafísica nace de
la inquietud de errar el camino, ignorar lo esencial y conducir
eventualmente la vida hacia donde no debiéramos, hacia un final
dramático. Esta inquietud metafísica es inevitable y acompaña siempre
la vida.
Un estado social dominante de perplejidad racional sobre el más allá metafísico
Ahora bien, según lo dicho, parece suponerse que existiera un interés
metafísico generalizado presente en la sociedad. En muchos casos es
efectivamente así y se comprueba objetivamente. Pero somos conscientes
de que debemos exponer un matiz muy importante: existe también un
estado social dominante que bloquea el acceso de muchas personas a la
reflexión personal metafísica (que aquí, al parecer, damos por supuesta
y comúnmente extendida). Es como si el hombre se debatiera en la
profunda tensión entre deber ser metafísico y la imposibilidad fáctica,
impuesta por las circunstancias, de poder serlo.
Creemos que es correcto afirmar, en efecto, que los seres humanos
tienen una inquietud metafísica que deriva inevitablemente de su propia
constitución existencial, racional y emocional, en el mundo. Nadie se
escapa a ella en el fondo de su conciencia, lo manifieste o no
externamente. Tras periodos de carencia en que parece imponerse un
olvido de lo metafísico, más o menos dilatados en el tiempo, la
inquietud acabará siempre por presentarse agudamente, al menos al final
de la vida.
Pero también creemos que la inquietud que debiera llevar a emprender un
discurso metafísico reflexivo está de hecho bloqueada, en la sociedad
moderna. Entre otras, por tres razones: a) por la persuasión de estar
en un estado de perplejidad metafísica irresoluble (de no ser capaz de
reflexionar sobre lo metafísico, dada la dificultad del tema), b) por
existir un gran consenso social en esta perplejidad, al ver que nuestro
problema es el de todos (la mayoría está viviendo esta misma
perplejidad metafísica y nos sentimos respaldados por ella) y c) por la
persuasión de que esta perplejidad justifica moralmente para no
emprender aquello que no es posible emprender y que nos desborda (a
saber, la reflexión sobre lo metafísico).
Esta perplejidad metafísica podría también describirse como una
conciencia de la inaccesibilidad racional de lo metafísico; o, si se
quiere, como una sensación de impotencia racional metafísica.
Significa, en definitiva, que somos conscientes de que no podemos
“hincarle el diente” a lo metafísico, aunque debiéramos hacerlo. Nos
sentimos incapaces de emprender el itinerario personal de análisis
racional serio que permitiera hacer “una luz reflexiva” sobre la forma
en que debemos afrontar nuestras actitudes y creencias metafísicas, es
decir, a “hacer luz” en una inquietud ante Lo Último que es inevitable
y que acompaña a todos a lo largo de la vida. Es una perplejidad que
nos molesta (porque nos inquieta) y tendemos a olvidar.
La perplejidad no afecta, pues, a la persuasión de que lo metafísico
sea algo real presente en nuestra vida y ante lo que debemos tomar una
actitud. La perplejidad afecta sólo a la conciencia de que no somos
capaces de abordar, por medio de un ejercicio racional apropiado, una
discusión que pudiera llevar a tomar actitudes metafísicas reflexivas y
responsables. Por ello, más bien, estamos hablando sólo de una
perplejidad racional metafísica: es decir, de la sensación de
impotencia racional ante una reflexión que deberíamos afrontar y que
sería perentoria ante una inquietud metafísica inevitable. Ante esta
impotencia palpable la gente se deja llevar por lo que a todas luces es
inevitable: dejar de lado la razón metafísica.
Causas de la perplejidad metafísica
Esta perplejidad, compartida hoy por muchos, se explica por causas
definidas. Son las que impulsan al hombre a la sensación de impotencia
metafísica y de que sólo le es posible pasivamente “dejarse llevar a lo
que pueda suponer el futuro”. Sin embargo, en este “dejarse llevar”
jugarán, como después diré, un papel determinante la intuición y las
emociones existenciales. Pero veamos las causas de esta perplejidad.
1) Divergencia social metafísica. De hecho vemos que el escenario
social en que debemos afrontar nuestra responsabilidad metafísica está
ocupado por fuertes propuestas metafísicas de signo contrapuesto,
asentadas con firmeza en ciertos ámbitos grupales en que se imponen
como lo “políticamente correcto”: el teísmo y las religiones, el
ateísmo en todas sus variedades, el agnosticismo que constata la
imposibilidad de seguir unas u otras metafísicas, la indiferencia
religiosa y metafísica generalizada. ¿Qué hacer? La verdad es que no
puede evitarse una sensación desmoralizadora de desconcierto.
2) Dificultad intrínseca de las cuestiones en discusión. El ejercicio
de la propia razón para evaluar las propuestas metafísicas en liza no
está a nuestro alcance por la misma dificultad de los temas tratados.
¿Quién puede abarcar y ponderar en qué consisten los resultados de la
ciencia? ¿Quién puede ponderar la diversidad de ciencias como la
biología o la cosmología? ¿Quién está preparado para hacer una
ponderación filosófica de los resultados de la ciencia? ¿Quién conoce
el pensamiento filosófico? ¿Quién conoce los argumentos de los diversos
teísmos en la historia? ¿Quién está en condiciones de entender y
ponderar con corrección lo que dicen las teologías de las más variadas
religiones? En una cultura cristiana como la nuestra, ¿quién cree que
conoce las diversas tradiciones filosóficas y teológicas del
cristianismo? En esta situación, ¿cómo es posible valorar con orden y
concierto lo que dicen unos u otros? Es claro que, si la sensación de
impotencia se presenta en personas que podemos considerar por lo
general cultas, deberá ser mucho mayor en la gente normal. La
percepción de la enorme complejidad es tan impactante que llega a tener
un efecto disuasorio. Es la disuasión de que sea viable afrontar un
análisis racional personal de las cosas. Es evidente que el
desconcierto y la perplejidad aumentan.
3) Contradicción de los mensajes. El escenario social inmediato, que es
más superficial y en que el individuo debe afrontar sus decisiones
metafísicas, está lleno además de continuos mensajes en los medios de
comunicación que tienen un contenido contradictorio. Unos mensajes
anulan los otros. Lo que uno dice es negado por otro. Las “sentencias”
se contradicen entre sí. Unos mensajes dicen: Dios existe y la religión
es enriquecedora; pero otros dicen: Dios no existe y la religión es
fuente de todas las perversiones. Entre estos mensajes existe una
evidente agresividad. Frente a este desconcierto, no se dispone de la
formación global suficiente que permita una ponderación que lleve a
valoraciones personales razonadas y convincentes para acceder a
conclusiones razonadas sobre qué mensajes deberían aceptarse. El
resultado es la perplejidad más absoluta.
4) Carencia de líderes metafísicos. Por otra parte, no se vislumbran
líderes que guíen con fiabilidad el discurso que el individuo desearía
poder afrontar. ¿Por qué? Pues simplemente porque los discursos que
ofrecen los “maestros”, bien sean del teísmo (de las religiones) o del
ateísmo, no tienen capacidad atractora para ser seguidos, pues se
intuyen como fraccionarios e insuficientes. Además, los posibles
maestros, líderes, no ofrecen fiabilidad ni racional ni emocional, ya
que se los ve encerrados emocionalmente en discursos sesgados. Por
ello, ni es fiable el teísmo, ni las religiones, ni los ateísmos. Se
percibe entonces que ni una religión anacrónica (que no se entiende) ni
un ateísmo radical dominado por evidentes pasiones emocionales, son
fiables para ejercer una guía magisterial. Los individuos quedan como
consecuencia en perplejidad creciente.
5) La perplejidad se convierte en autojustificación moral. Al entender
por una vía pragmática que, aunque se desearía, no se es capaz de una
reflexión racional metafísica, ni se hallan puntos de apoyo para
emprenderla, la permanencia en la perplejidad mantenida se
autojustifica: se entiende que es moralmente correcto permanecer en el
olvido de una razón metafísica, cuyo ejercicio no está a la mano y se
impone al individuo como inviable. Este olvido de la razón se justifica
en tanto mayor grado cuanta mayor es la evidencia de que los hombres
con los que se convive se hallan en la misma situación y son presa de
idéntica perplejidad. Vivir en la perplejidad se impone como la opción
moral inevitable que se refuerza socialmente (al percibir que son
muchos quienes se hallan en la misma situación). El hombre no se hace
responsable de la perplejidad que vive. No puede hacer nada por
evitarlo y la realidad se le impone abrumadoramente. El hombre no es
responsable de cómo es la realidad y de los imperativos inevitables que
produce sobre la existencia humana. El hombre, y los grupos sociales,
no se sienten responsables del desconcierto que produce la realidad y,
por ello, se sienten justificados moralmente a prescindir de lo
metafísico.
Decidir el sentido metafísico de la vida desde la perplejidad
Estar en perplejidad y sentir la impotencia racional metafísica, como
de hecho vemos en la cultura moderna, no excusa deber asumir un
compromiso metafísico para orientar el sentido de nuestra vida. Lo que
ocurre es que, si no es posible ejercer reflexivamente la razón para
apoyarnos en ella, el hombre queda en manos de la intuición y de las
emociones que dominan el comportamiento. Conviviendo con la perplejidad
habrá teístas y religiosos, ateos y arreligiosos, agnósticos, o también
quienes viven en la indiferencia religiosa o en una religiosidad
interior simplemente emocional. Pero todos creen tener la conciencia
moral subjetiva de que no les es posible hacer otra cosa que dejarse
llevar emocionalmente por lo único que cada uno cree poder hacer.
La perplejidad de que estamos hablando, insisto, produce sólo una
perplejidad racional: disuade de que sea viable el uso de la razón.
Esto es descorazonador, en el fondo terrible, para gran parte de la
sociedad contemporánea. Significa que el hombre queda desarmado,
inerme, ante la decisión metafísica que debe tomar. No puede apoyarse
en la razón para orientar el sentido metafísico de su vida, y eso que
querría poder hacerlo. Esto es dramático, al tener en cuenta la
urgencia moral del hombre a ser fiel a sí mismo. Pero notemos que la
impotencia racional no libera al hombre, no lo excusa, de la exigencia
de tomar una decisión metafísica personal. Aunque no se disponga de la
ayuda de la razón, hay que tomar una decisión metafísica ineludible: el
hombre debe tomar una posición inevitable ante lo último, lo
metafísico. Decisión que, en definitiva, es tomar posición ante la
alternativa de vivir con Dios o sin Dios en el mundo.
No hay quien pueda no ser metafísico. Incluso pretender no serlo, ya es
por ello mismo una toma de posición metafísica. Sin embargo, la casi
totalidad de los compromisos metafísicos que observamos sólo aciertan a
serlo de una forma emocional. Todos deben decidirse, aunque sea sólo
intuitiva y emocionalmente, por alguna de las formas de metafísica
teísta o atea.
Caminar sin el soporte de la razón –soporte que no puede alcanzarse en
un estado que nos sume en la impotencia racional– es caminar a ciegas,
en la oscuridad, sin la luz de la razón que ilumina la existencia. No
obstante, aunque sea penoso, el hecho es que los hombres, desde la
impotencia racional, deciden su existencia por ciertas opciones
metafísicas (teísmo, religiosidad, religiones, ateísmo, agnosticismo,
arreligiosidad...) que son las que conocemos, hemos hecho ya alusión a
ellas y seguirán acompañándonos a lo largo de este ensayo.
¿Es posible salir de la perplejidad metafísica?
Decíamos que la inquietud ante la verdad metafísica última del universo
está en todos los seres humanos. No deja indiferente a nadie si Dios
existe o no existe, si pudiera existir o pudiera no existir, si quiere
o no tener una relación con el hombre. Nos va a todos “la vida en
ello”. Lo metafísico ha sido centro de la vida de mucha, muchísima
gente, y no siempre en el sentido religioso. Los grandes defensores del
ateísmo clásico y contemporáneo, por ejemplo, han hecho también girar
su vida de una forma apasionada en torno a lo metafísico. ¿Es posible
hacer luz en la incertidumbre metafísica? Advirtamos que “hacer luz” no
significa aquí pretender “resolver”.
Incertidumbre metafísica es ser conscientes de que el universo es un
gran enigma cuya verdad última, metafísica, nos es desconocida.
Perplejidad, en cambio, es el desconcierto que sentimos ante ese enigma
y que nos deja inermes, impotentes para afrontar una reflexión racional
que nos permita construir un discurso ante la incertidumbre.
Perplejidad es estar desconcertados, sin acertar a ejercer la razón
ante ese enigma que nos sume en incertidumbre. Salir de la perplejidad
es acertar a ejercer poco a poco la razón sobre lo metafísico. Pero
hacerlo no supone llegar a eliminar totalmente la perplejidad o llegar
a salir de la incertidumbre metafísica.
¿Es posible salir de la perplejidad? Creemos que sí en gran parte,
aunque nunca absolutamente y de forma definitiva. El camino es ordenar
todo aquello que debemos tener en cuenta para tomar una decisión ante
lo metafísico. Debemos hacer una selección correcta de las
informaciones preferentes que necesitamos y saber descartar lo
irrelevante. Debemos ordenar nuestras emociones e inquietudes
metafísicas. Debemos reconstruir la historia, conocer qué ha sido el
mundo de las tradiciones religiosas y sus teologías. Debemos conocer
cómo son pensadas hoy la religiosidad y la cuestión de Dios. Debemos
conocer los ateísmos y las formas actuales de indiferencia religiosa en
la sociedad de la cultura de la modernidad. Debemos conocer qué dice la
ciencia y en qué ayuda a la reflexión sobre lo metafísico. Estas son
algunas de las muchas cuestiones que debemos ordenar como paso previo a
decidir reflexiva y racionalmente el sentido de nuestra vida.
¿No es mucha tarea? Efectivamente lo es y por ello ha aparecido este
estado de perplejidad e impotencia metafísica, tal como ha sido
descrito. Salir en parte de la perplejidad no es fácil y no puede
hacerse sin esfuerzo. Pero, si ordenamos nuestras emociones y nuestros
conocimientos, podremos, al menos en gran parte, clarificar la
situación y reducir la perplejidad.
El camino que emprendemos –la propuesta que sometemos a consideración–
es una reflexión científica, filosófica y teológica que no pretende
otra cosa que ayudar a que controlemos la perplejidad a través del
dominio de los elementos sustanciales que entran en juego a la hora de
asumir las grandes decisiones metafísicas. Sabremos dónde estamos y qué
hacemos al elegir una ruta metafísica u otra, sin que esto sea otra
cosa que una contribución a controlar en una cierta medida la
perplejidad. Pero en ningún caso, insistimos de nuevo, el camino que
emprendemos concluirá en la eliminación de la incertidumbre metafísica.
Por ello, inspirándonos en uno de los libros de Maimónides, hubiéramos
podido entender nuestro ensayo como una Guía de Perplejos en
incertidumbre metafísica, ya que, como Guía debería contribuir a
orientarnos dentro de la perplejidad producida por la incertidumbre
metafísica de la modernidad.
El territorio racioemocional de lo metafísico: hacer luz en el camino
Este ensayo, según lo dicho, consiste, pues, en la exposición de un
itinerario orientado a salir de la perplejidad y “hacer luz” sobre el
problema de nuestras decisiones metafísicas. Es una Guía para la
ordenación del conocimiento y de las emociones ante el propio sentido
de la vida. No es una propuesta para salir de la incertidumbre
metafísica, sino para decidir libre y responsablemente, controlando en
lo que podamos el desconcierto que nos produce la perplejidad. En el
fondo es como si trazáramos un mapa del territorio que se abre ante
nosotros y sobre el que debemos caminar para construir un sentido
metafísico de la vida. Es como si en este ensayo nos adentráramos en el
estudio del territorio que ese mapa describe con detalle para saber con
precisión por dónde caminamos, siendo conscientes de la dirección que
tomamos, y por qué, hacia uno u otro horizonte metafísico.
Lo metafísico no forma parte del mapa, está más-allá del territorio que
el mapa describe. El mapa, además, deja abiertos diversos itinerarios
para saltar a ideas alternativas de lo metafísico. No impone un
itinerario fijo y único a la metafísica. Pero el mapa describe con
precisión, eso sí, los perfiles del terreno y de la orografía, los
valles y las cordilleras, los accidentes de los caminos. Si el mapa no
contuviera las anotaciones que debe contener, o las falseara, podría
inducirnos a tomar un camino erróneo, llevándonos adónde no querríamos
o no deberíamos ir.
Concretándolo a la temática de nuestro ensayo: si el mapa desconociera
o falseara, por ejemplo, los resultados reales de la ciencia tal como
efectivamente son, si desconociera o falseara el contenido de la
historia y de las teologías de las religiones, si desconociera,
falseara o tuviera una idea anacrónica y caricaturesca de la filosofía
y de la teología cristiana, si fuera pobre en el análisis de los
intereses vitales y de las emociones reales de la vida humana, o cosas
similares, entonces este mapa no ayudaría en absoluto para las
decisiones metafísicas responsables y libres que deberemos tomar. Un
mapa, pues, que no describiera con realismo el territorio no nos
ayudaría a salir de la perplejidad y nos haría caer quizá en el error
dogmático de que la incertidumbre no existe.
Debemos intentar ser, por tanto, guías neutrales que nos introduzcan en
el mapa del territorio, aunque desde un sesgo personal inevitable que
no se trata de ocultar. Este ensayo está escrito desde un fondo
cristiano. Pero pretende ofrecer análisis, informaciones, valoraciones,
que sean en lo posible neutrales, objetivas, y que puedan ayudar a
quienes se ven en la perentoriedad de tomar decisiones metafísicas.
Toda reflexión de calidad –al margen de su sesgo, bien sea ateo,
teísta, religioso, cristiano, o de cualquier otra religión o posición
filosófica– es una incuestionable ayuda para “hacer luz” sobre las
circunstancias que concurren en la tarea existencial de asumir una
posición ante el más allá, ante Lo Último. Todo hombre es libre para
buscar las informaciones –de diverso sesgo– donde considere pertinente.
Incluso cuando la vida se ve abocada a situaciones límite y aparecen
con dramatismo la angustia, el fracaso, la enfermedad o la muerte,
muchas personas “se dejan llevar” simplemente hacia adelante por la
concatenación de los acontecimientos, incapaces de reflexionar. Esto
pasa por igual a teístas o ateos, creyentes o increyentes. Una enorme
perplejidad impulsa a “dejarnos llevar por la vida hacia lo
irremediable”, confiando en que hemos hecho “lo que podemos”. Dios, de
existir, tendrá en cuenta el “escenario tan desconcertante” en que Dios
mismo ha colocado la historia de los hombres. A veces se está tan
dominado por el fatalismo de “lo irremediable” que parece que incluso
molesta que alguien incite a pensar, a entrar responsablemente en el
estudio reflexivo del territorio por el que inevitablemente debemos
caminar. Domina una inmensa pereza. Pero esta pereza no excusa nuestras
responsabilidades existenciales que exigen moralmente comprometernos en
buscar la “luz de la razón”.
Las respuestas históricas a la inquietud metafísica: la ruta en falso del dogmatismo
El hombre tiene necesidad existencial de
preguntarse por la Verdad metafísica. Hoy de hecho vive socialmente en
la incertidumbre. Pero no siempre fue así. Durante siglos se creyó en
la patencia de la Verdad y en su conocimiento cierto. El dogmatismo
fue, y es, la persuasión de poseer la verdad absoluta. La historia
estuvo dominada desde antiguo por un dogmatismo teísta y religioso.
Pero en el mundo moderno apareció el dogmatismo ateo y arreligioso.
Para entender dónde estamos hoy y cómo “hacer luz” en lo metafísico
debemos reconstruir y entender el largo pasado dogmático de la
historia, reconociendo también su pervivencia en la cultura actual.
Sabemos, por la experiencia inmediata y por la ciencia, que el hombre
es un ser viviente que obra aspirando a la vida plena. El hombre,
asumiendo los instintos animales, busca vivir y ser feliz. De hecho,
dentro de un universo evolutivo que se hace a sí mismo, el hombre es
dramáticamente indigente y necesitado, estando abocado
irremediablemente a la muerte. Así ha sido siempre y, de momento, no
parece que pueda dejar de serlo.
Por ello es explicable que el hombre, habiendo llegado al ejercicio de
la razón y sintiendo emocionalmente el drama de su vida, se haya
preguntado por la verdad metafísica última del universo y haya tratado
de esbozar posibles respuestas. Si el hombre tuviera resueltas en el
mundo inmediato todas sus aspiraciones vitales, lo más probable es que
no preguntara por lo metafísico, o lo hiciera con menor carga
emocional. Es lo que pasa ya ahora cuando el hombre se encierra en
burbujas de una existencia feliz que siente ilusoriamente como si
fueran eternas, o cuando el hombre se deja llevar por la pereza de
reflexionar y se encierra en lo inmediato. Pero la final inquietud ante
lo metafísico acaba imponiéndose siempre en la vida, al ver cómo las
burbujas de felicidad no eran sino ilusiones en un momento del tiempo.
Así fue en el pasado, así sigue siendo en el presente y así seguirá en
el futuro. Así ha sido en la historia.
El dogmatismo, un momento del pasado
Vivimos, pues, de hecho, abiertos con perplejidad a una inevitable
incertidumbre sobre el final metafísico de nuestra existencia más allá
de la muerte. Pero, ¿de dónde viene la incertidumbre que se nos impone
socialmente y que nos hace vivir inquietos ante el más allá? ¿Quiénes
somos como hombres y por qué estamos en la incertidumbre? ¿Por qué ha
surgido en nosotros la inquietud metafísica? La respuesta es inmediata.
A) El hombre, que aparece en el universo como ser vivo, busca
esencialmente la vida y para hallarla se orienta por el conocimiento.
B) El impulso a la vida contrasta, sin embargo, con el conocimiento del
hecho real de la indigencia humana, la precariedad de la vida y de la
muerte. C) Por ello, la historia humana puede verse como el camino para
superar la indigencia por el conocimiento (razón) y, en esta búsqueda,
nace inevitablemente la inquietud por la verdad metafísica última del
universo y por las eventuales consecuencias que pudiera tener sobre la
aspiración humana a la vida. ¿No pudiera ser que la respuesta a la
inquietud por la Vida se hallara en el más allá, en lo metafísico?
Por consiguiente, interesada en conocer qué podría esperarse
últimamente del universo, la cultura humana ha producido, y
argumentado, dos explicaciones de la verdad metafísica que son la raíz
histórica de la incertidumbre que hoy vivimos. Primero fue la
explicación religiosa, o teísta, absolutamente mayoritaria en todas las
culturas, que dio origen a las religiones. Segundo, ya en la modernidad
(desde los siglos XVI y XVII), se fue formando la explicación de un
universo entendido como un puro mundo sin Dios, un mundo “ateo”, y así
nació la forma moderna de vivir arreligiosamente: así aparecieron la
indiferencia religiosa popular, el ateísmo y el agnosticismo. Estas
explicaciones fueron durante siglos metafísicas dogmáticas porque
creían poseer un conocimiento seguro y cierto, absoluto, dogmático, del
universo. Rivalizando entre ellas, estas metafísicas, teísmo y ateísmo,
recurrieron a la ciencia para imponer su verdad frente a la otra.
¿Perviven todavía estas cosmovisiones o metafísicas dogmáticas?
¿Perdura en la actualidad todavía la persuasión de que al conocimiento
humano le es posible el conocimiento seguro de una Verdad última
patente en el universo? El hecho es que el talante dogmático del
conocimiento (o sea, la epistemología, o modo de entender el
conocimiento, dogmática) sigue estando presente en la sociedad de
nuestro tiempo. Por ello perviven tanto el dogmatismo teísta como el
dogmatismo ateísta. En los últimos siglos, la perplejidad metafísica
tenía su origen en que tanto teístas como ateos defendían metafísicas
contrapuestas y excluyentes, y lo hacían en el marco cultural de una
forma dogmática de entender el conocimiento. ¿Dónde estaba, por tanto,
la Verdad? Incluso en la actualidad, la pervivencia del teísmo
dogmático y del ateísmo dogmático, ambos todavía con una presencia
social innegable, son fuente persistente de la perplejidad que fue
característica de los últimos siglos.
El dogmatismo teísta de las religiones
En efecto, es un hecho histórico que los hombres prehistóricos
concibieron por primera vez una metafísica teísta. El fondo metafísico
del universo se concibió como realidad o realidades divinas. Intuyeron
que su experiencia del cosmos lo hacía posible y, además, lo divino
abría para ellos la posibilidad de concebir una salvación metafísica
que pudiera llenar de esperanza sus vidas colmadas de sufrimiento. Sin
duda que esa apertura religiosa a lo metafísico se llenó de una
misteriosa experiencia interior y fue acompañada de intensas emociones
que han dejado, como hoy sabemos, incluso huellas neurales
incuestionables.
Las religiones, fundadas en la experiencia religiosa de los individuos,
poco a poco, fueron organizándose y se constituyeron en el eje social y
político de los pueblos. La realidad metafísica de Lo Divino llegó a
hacerse tan importante socialmente que no se podía dudar de su
existencia, que se imponía casi como una evidencia inmediata. En todas
las religiones, en cada una a su manera, se pensó entonces que el
conocimiento racional imponía con seguridad incuestionable la
existencia de Dios (teocentrismo) y que Dios debía ser por ello el
fundamento del orden social y político (teocratismo). Por tanto, la
seguridad incuestionable de una metafísica teísta dio lugar así a un
teísmo dogmático. Este dogmatismo, en un marco teocrático, hizo que las
religiones comenzaran a convertirse en un poder social opresor. Es lo
que pasó en el cristianismo y probablemente todavía perdura. Este
teísmo dogmático, por tanto, herencia de la historia pasada, se sigue
dando hoy en muchas religiones.
El dogmatismo ateo y las formas de arreligiosidad
Pero, desde el siglo XVI-XVII (renacimiento e ilustración), comenzó a
formarse una poderosa alternativa metafísica: el ateísmo dogmático, una
visión del universo y del sentido de la vida sin Dios. De la misma
manera que el teísmo religioso fue dogmático, así también el naciente
ateísmo moderno fue igualmente dogmático durante siglos. En el fondo el
dogmatismo respondía a un talante epistemológico (dogmático) propio del
tiempo. En realidad uno y otro, teísmo y ateísmo, respondían a un
hábito dogmático del pensamiento, propio de aquella cultura, del que
todavía hoy no nos hemos podido liberar completamente. La metafísica
teísta ha seguido siendo predominante hasta nuestros días. En las
sociedades teocéntricas y teocráticas apenas había perplejidad: existía
en cambio la evidencia, socialmente impuesta, de la verdad de la
metafísica teísta y religiosa.
Sin embargo, el ateísmo y el agnosticismo, así como la indiferencia
metafísica y religiosa popular han crecido extraordinariamente, y
siguen creciendo todavía más. La pereza y la inercia a “dejarse llevar
por lo inmediato” se imponen en más y más gente. La metafísica sin Dios
tiene numerosos defensores que tratan de promover un sentido de la vida
que suponga tranquilidad moral, autonomía ética, estética existencial y
sensación de felicidad, pero también incluso la aceptación y el dominio
psicológico ante el envejecimiento y la tragedia final de la muerte. En
ciertos ámbitos sociales dominados por el ateísmo dogmático tampoco
existió, o existe incluso hoy, perplejidad: la no existencia de Dios ha
sido una evidencia racional que justificaba moralmente una existencia
al margen de lo religioso. El ateo se sentía seguro y moralmente
justificado por la razón para vivir sin Dios en el mundo.
La argumentación dogmática del teísmo y del ateísmo
Es explicable que tanto teísmo como ateísmo presentaran argumentos
dogmáticos para justificar su visión metafísica última del universo. Es
obvio que, si conocemos con precisión estos argumentos, daremos un paso
que contribuya a “hacer luz” sobre lo metafísico y para ir saliendo de
la perplejidad.
Por tanto, ¿en qué fundan su metafísica el teísmo y el ateísmo? En el
fondo, todo quedaba decidido ya en los llamados argumentos
cosmológicos: aquellos que ofrecían una explicación del fundamento
último de la realidad del universo. Estos argumentos fueron ofrecidos
por la filosofía antigua y, en la modernidad, complementados por los
resultados de las ciencias. En la cultura occidental, el teísmo
cristiano establecía argumentos que, en la tradición filosófica
greco-romana, complementada por la ciencia al hilo del nacimiento de
ésta, mostraban que el universo no podía entenderse sin postular la
existencia de un Dios creador, fundamento del ser del universo. Existía
una certeza racional, filosófica, absoluta o metafísica, de la
existencia de Dios. A su vez, el ateísmo dogmático moderno establecía
igualmente una argumentación científico-filosófica que mostraba con
seguridad racional absoluta, dogmática, que el universo era un sistema
real autosuficiente en sí mismo, eternamente existente en espacio y en
el tiempo, que excluía positivamente la existencia de Dios. No había
razón para afirmar que Dios pudiera existir. Para el ateísmo no se
trataba solo de que el universo-sin-Dios fuera una hipótesis, sino de
que era una verdad absoluta, científica y filosófica.
Por consiguiente, todo estaba ya decidido por los argumentos
cosmológicos. Dios existía (teísmo) o no existía (ateísmo) con toda
seguridad racional, dogmática. Teísmo y ateísmo eran una verdad
incuestionable, absolutamente segura, para sus seguidores: un dogma de
la razón. Por ello, los argumentos acerca del Mal ciego (por una
naturaleza ciega, por ejemplo terremotos, enfermedades) y los
argumentos acerca del Mal intencional (por la perversidad humana, por
ejemplo. guerras, violencia o la perversidad de las religiones) no eran
nunca decisivos. El teísmo dogmático conciliaba el Mal con la
existencia incuestionable de Dios y el ateísmo dogmático utilizaba el
Mal como argumento que corroboraba con fuerza la no existencia de Dios.
Pero que Dios existía o no-existía estaba ya decidido por los
argumentos cosmológicos.
La expresión filosófica y teológica silencio-de-Dios había sido ya
usada por la teología cristiana antigua desde los primeros siglos en la
patrística. Pero, en el fondo, ni el teísmo dogmático ni el ateísmo
dogmático se plantearon con seriedad y radicalidad la existencia de un
silencio-de-Dios. Para el teísmo cristiano Dios no estaba en silencio
porque había patencia de su existencia en la creación, tal como
atestiguaba la razón natural. En todo caso se trataba de justificar por
qué no veíamos a Dios inmediatamente y por qué Dios permitía el
sufrimiento. Por otra parte, para el ateísmo dogmático tampoco cabía
hablar de silencio-de-Dios porque Dios, sencillamente, no existía y de
ello se tenía una seguridad absoluta.
En este ensayo deberemos exponer qué fueron durante siglos el teísmo
dogmático y el ateísmo dogmático, qué argumentos los avalaron y cuáles
fueron los sistemas culturales y personales de sentido que produjeron.
Conocer el origen de formas de pensamiento dogmáticas que todavía
dominan sectores amplios de la sociedad, bien como teísmo o ateísmo,
ayudará sin duda a clarificar nuestra situación y a reducir la
perplejidad y el desconcierto. El estudio del territorio nos hará
percibir la existencia de las portentosas cordilleras del teísmo y del
ateísmo dogmático, en las que todavía hay ciudades y habitantes.
Pero debemos conocer, tal como explicaremos, cómo bordearlas para
caminar fuera de un dogmatismo, ya obsoleto, que la epistemología, la
filosofía, la ciencia moderna, han venido a hacer intransitable, si es
que queremos vivir con seriedad en la cultura actual. Hoy en día sigue
habiendo dogmatismo y produce perplejidad observar cómo se confrontan
entre sí un teísmo dogmático excluyente y un ateísmo dogmático también
excluyente.
Sin embargo, en los dos últimos tercios del siglo XX se ha producido
una trasformación cultural muy importante: la crisis de la cultura de
la modernidad dogmática y el nacimiento de la cultura de la modernidad
crítica. En esta nueva cultura crítica la perplejidad ante lo
metafísico no ha desaparecido pero es distinta a la perplejidad en la
era del dogmatismo. Para “hacer luz” en lo metafísico debemos entender
en qué consiste esta nueva forma de perplejidad y cuáles son sus
causas. No es que podamos salir de una incertidumbre metafísica hoy
inevitable para la razón natural, para la ciencia y para la filosofía.
Pero, de acuerdo con la cultura y con la razón, con el logos de nuestro
tiempo, deberemos descubrir las cartas, ponerlas boca arriba, para
conocer las circunstancias y conocimientos de que dependen nuestras
decisiones metafísicas.
El tránsito a la cultura de la incertidumbre: desde la modernidad dogmática a la modernidad crítica
Después de siglos en que dominaba un talante
dogmático que inducía a teístas y ateos a creer en una patencia de la
Verdad, a lo largo de los dos últimos tercios del siglo XX, se produjo
algo muy sencillo de entender, pero de inmensa significación
intelectual: poco a poco se cayó en la cuenta de que la Verdad no era
patente y de que el universo era un enigma que dejaba al hombre en
incertidumbre sobre la verdad metafísica última. Esto ha supuesto un
replanteamiento profundo en la forma moderna de entender el teísmo y el
ateísmo.
Por consiguiente, deberemos exponer algo de una importancia capital
que, sin entenderlo, apenas podremos calibrar cuál es la sensibilidad y
el talante de los tiempos que hoy vivimos; o, lo que es lo mismo, no
entenderemos ni el talante del hombre actual ni el enfoque esencial de
este ensayo. Me refiero a que se ha producido, o mejor se está
produciendo, un tránsito ideológico desde una cultura dogmática antigua
a una cultura moderna de la incertidumbre. Todavía hay mucho
dogmatismo, pero el talante crítico e ilustrado, no dogmático, va
ganando terreno. El dogmatismo es el pasado. El criticismo no dogmático
es ya el presente y tendrá más fuerza en el futuro. Es inevitable
históricamente.
La cultura de la incertidumbre: qué es la modernidad crítica
Decimos, pues, que se ha dejado algo (la modernidad dogmática) y se ha
entrado en algo nuevo (la modernidad crítica). ¿Qué queremos decir?
¿Qué es lo que ha cambiado? Es muy fácil de entender: se trata de un
cambio epistemológico, o sea, un cambio en la forma de entender la
naturaleza, los contenidos y el alcance del conocimiento humano. Como
digo, es muy sencillo: en el mundo antiguo, y en los primeros siglos de
modernidad, dominaba la persuasión de que era patente la Verdad última
del universo y de que el conocimiento humano racional, por la ciencia y
por la filosofía, podía llegar a conocer con una certeza absoluta, que
daba lugar a dogmas de conocimiento, la naturaleza de esa Verdad. Sin
embargo, en el mundo moderno –o sea, al configurarse lo que aquí
llamamos la modernidad crítica en los dos últimos tercios del siglo XX–
el cambio radica en que diversas circunstancias han contribuido a hacer
entender que la aspiración humana a conocer la Verdad metafísica última
–legítima por sí misma–, de hecho, al menos hasta ahora, no ha podido
lograrse. Al no poderse conocer con certeza la Verdad metafísica, y
aparecer diversas hipótesis sobre ella, el universo aparece como un
enigma y el hombre, en consecuencia, debe vivir su vida inmerso en una
molesta incertidumbre metafísica. Esto explica la resistencia de
teístas y ateos dogmáticos a salir de su “dogmatismo” y aceptar el
espíritu crítico e ilustrado de nuestro tiempo: porque la arrogante
“seguridad” que cubría hasta ahora sus espaldas queda al descubierto,
desaparece, y, en su lugar, debe surgir la conciencia del enigma, de la
incertidumbre y de la perplejidad (y nos lleva a mirar con respeto a
aquellos de los que se hacía un cruel escarnio).
Causas del tránsito a la cultura de la incertidumbre en la modernidad crítica
¿Cuáles ha sido las causas de que se haya extendido la persuasión de
que no nos es posible acceder fácilmente al conocimiento de la verdad
metafísica? El hombre ha llegado a caer en la cuenta de esa borrosidad,
oscuridad e incertidumbre de lo metafísico simplemente porque a esta
persuasión lo ha llevado la evolución del conocimiento en el mundo
moderno. Se ha formado poco a poco una nueva imagen del universo, de la
materia, de la vida, del hombre y de la historia, que incluía la
connotación de su borrosidad metafísica última. ¿Cómo se ha llegado a
ello? Podemos apuntar diversas causas.
a) Una primera causa para la trasformación de la modernidad dogmática
en modernidad crítica ha sido el cambio en nuestra idea del
conocimiento ordinario y científico (es la trasformación en la
epistemología). Así, el fundamentalismo (o persuasión de tener un punto
de apoyo absoluto para el conocimiento de la verdad), tanto el
racionalista (fundado en la razón) o positivista (fundado en los puros
hechos), ha dado origen a una idea crítica del conocimiento: éste es
siempre un conjunto de hipótesis, abiertas siempre a la crítica y a la
revisión. Nuestra idea moderna del conocimiento, por tanto, ha
levantado la alerta de no sobrepasar el alcance de lo que podemos
conocer. Es el enfoque de la epistemología moderna.
b) Una segunda causa han sido los resultados mismos de la ciencia,
sobre todo después de conocer, más allá de la mecánica clásica y como
su fundamento, la enigmática realidad microfísica que comienza con la
imagen de la materia, del universo y de la vida en la mecánica
cuántica. La Nueva Física ha comenzado a describir un universo que
podría entenderse metafísicamente, en la filosofía, según diversas
hipótesis, en principio, viables. La ciencia ha dado pie a que
advirtamos que estamos en un universo enigmático y en la incertidumbre.
c) La tercera causa ha sido la generalización de la incertidumbre a
otros campos de la cultura moderna, que se convierte así en una cultura
de la incertidumbre. Ha sido, pues, esta incertidumbre la que ha
redundado en una conciencia intensa de la libertad y de la creatividad
humana: para concebir hipótesis sobre lo metafísico, en la creatividad
de la misma ciencia, en la sociedad y en los estilos de vida, en el
arte, en la política, en la poesía, en la literatura, en las
religiones, etc.
d) La cuarta causa es una consecuencia lo de anterior: una especie de
aversión social muy marcada ha ido produciéndose hacia toda pretensión
de poseer la “verdad absoluta”, y, sobre todo, hacia la pretensión de
querer imponerla a los demás como factor opresor, bien sea en la
filosofía, en la ciencia, en la política, en lo religioso, o en las
meras costumbres y formas de vida. Esta aversión a los “grandes
relatos”, a las persuasiones dogmáticas normativas sobre cualquier
aspecto del conocimiento o de la vida ordinaria, ha dado lugar a un
talante emergente que algunos han calificado como post- modernidad. Un
talante que rechazaría un pensamiento de pretensión dogmática para
sentirse mejor en un “pensamiento débil”, consciente de sus
limitaciones y de su carácter tanteante y de mera búsqueda. Nosotros
pensamos que a este talante es mejor llamarlo simplemente modernidad
crítica, ya que la modernidad no se extingue históricamente, sino que,
simplemente, pasa de ser dogmática a ser crítica.
Pensar sobre lo metafísico desde la modernidad crítica
A quienes todavía están hoy en el teísmo o en el ateísmo dogmático no
les será fácil abandonar sus posiciones ancestrales. Pero es necesario.
Si no se hace, será imposible caminar con sentido por el territorio de
la cultura moderna. Parece chocante, pero es así: a medida que ha ido
creciendo exponencialmente la cantidad y la calidad del conocimiento,
se ha conocido la verdadera dimensión de cuanto desconocemos y el
enigma del universo, abandonando por ello el antiguo dogmatismo teísta,
teocéntrico y teocrático, y, al mismo tiempo, el arrogante ateísmo
dogmático de los últimos siglos. Tanto el teísmo como el ateísmo deben
convertirse en “críticos”, dejando el “dogmatismo” como un momento ya
superado del pasado.
La modernidad, en efecto, en su talante general, fue dogmática durante
varios siglos. Dogmática en el teísmo que todavía perduraba y dogmática
en el ateísmo naciente. Probablemente este dogmatismo explica que
durante siglos apenas pudiera haber diálogo entre el dogmatismo teísta
y el dogmatismo ateo. Se excluían mutuamente. Sin embargo, a partir de
la segunda mitad del siglo XX (quizá con algunos antecedentes previos)
se entra ya con toda claridad en una nueva etapa histórica en que la
modernidad deja de ser dogmática para entrar en la nueva cultura
crítica de la incertidumbre. Este tránsito tiene importancia capital,
ciertamente porque este ensayo se construye a partir del hecho de que
esta incertidumbre ha aparecido en la historia de las ideas y de la
persuasión de que constituye el eje esencial para entender el mundo
moderno. En este marco de la incertidumbre metafísica deberemos
entender más adelante, como veremos, la posibilidad tanto del teísmo
religioso como del ateísmo arreligioso.
¿Es posible salir de la perplejidad metafísica? Esta es la pregunta que
antes proponíamos. Lo que estamos diciendo juega un papel muy
importante para iniciar un camino que nos lleve, en lo posible, a salir
de la perplejidad, es decir, de la conciencia de estar totalmente a
oscuras, y sin acertar a saber por dónde razonar, a la hora de tomar
una actitud ante lo metafísico. Es importante advertir que estamos
perplejos no porque el universo sea tan confuso que haga posible la
contradicción ante un teísmo dogmático y un ateísmo dogmático. Esto fue
el pasado. Pero hoy no es así. Estamos perplejos porque sólo podemos
construir hipótesis metafísicas y no sabemos a ciencia cierta cuál es
la verdad metafísica última. Ser conscientes de que nuestro
conocimiento tiene sus límites y que estamos ante un enigma del
universo que produce la incertidumbre metafísica, es esencial para
comenzar a orientarnos para caminar hacia una toma de decisiones
racional, serena, no perpleja, ante las grandes preguntas metafísicas
que se nos plantean desde dentro de ese universo enigmático y en
incertidumbre.
Sin embargo, ¿por qué estamos realmente ante un universo enigmático?
¿Cuáles son los argumentos que permiten racionalmente justificar la
viabilidad de una hipótesis teísta o de una hipótesis atea? Sin duda
que conocer cómo podemos responder hoy estas preguntas ayudará en parte
a eliminar nuestro desconcierto y perplejidad para ir tomando
conciencia de lo que significa asumir una actitud humana y responsable
ante la incertidumbre metafísica.
Papel de la ciencia y de la filosofía en el tránsito a la incertidumbre
Tanto el teísmo como el ateísmo suponen entender cómo es el universo en
su verdad última: en definitiva, si hay Dios o no lo hay. Estamos,
pues, dentro de un universo que ha producido la materia, el cosmos, la
vida, el hombre y la historia. Este es el hecho determinante de que
parte nuestro conocimiento. Son los argumentos cosmológicos, antes
mencionados. En efecto, si hay Dios, o no lo hay, dependerá de que haya
razones, o no las haya, para considerar que el universo funda su
realidad, o no la funda, en un ser como eso que llamamos Dios. Si la
forma de estar hecho el universo, y la forma de haberse producido todo
lo que contiene en su evolución, al ser objeto de un análisis racional,
permitiera decir con seguridad, con certeza absoluta, que Dios existe o
no existe, entonces ya no habría que decir nada más. La incertidumbre
metafísica estaría resuelta para la razón, la ciencia y la filosofía, e
incluso para la intuición ordinaria del hombre.
Ahora bien, establecer hipótesis o conocimientos sobre la verdad
metafísica última del universo compete a la disciplina que llamamos
filosofía. Esta, sin embargo, está por completo referida a la
experiencia del mundo real en todas sus manifestaciones. Pero el hecho
es que la ciencia moderna ha proporcionado una inmensa cantidad de
conocimiento sobre cómo es el universo real. Quizá la ciencia, por los
límites de su estricta metodología, no llega a Lo Último, pero
proporciona ingentes conocimientos que deben ser tenidos en cuenta por
la filosofía al plantearse ésta las grandes preguntas metafísicas.
Si los comparamos con la imagen del mundo antiguo, los conocimientos
producidos por la ciencia moderna hasta la actualidad suponen una
imagen del universo no sólo completamente nueva, sino incluso
sorprendente y admirable: así es en la idea de la materia, de la
cosmología, de la vida y de la biología, de la neurología, de la
psicología, de la ingeniería y la lógica de la computación, de la
antropología, etc. Es evidente que lo antiguo tuvo intuiciones más o
menos asimilables hoy. Pero, en conjunto, lo moderno es una visión del
universo sustancialmente nueva, un conocimiento impresionante, en
contenido y en rigor, que no puede reducirse a lo antiguo. Es algo
nuevo y distinto. Se han abierto ventanas insospechadas. Más adelante
debemos describir en qué consiste esa moderna imagen del universo en la
ciencia.
Es lógico, una vez que la ciencia moderna fue configurándose y
produciendo sus resultados, que tanto el teísmo dogmático como el
ateísmo dogmático trataran de recurrir a ella para que confirmara sus
metafísicas respectivas. Así lo hicieron durante siglos y, como fuera,
trataron de poner la ciencia a su favor. Pero el hecho es que la
moderna ciencia de la segunda parte del siglo XX no ha favorecido el
dogmatismo, de ningún signo, sino que, más bien, sus resultados han
inducido a la filosofía a entender el universo como un enigma que funda
la incertidumbre metafísica última sobre ese enigma final del universo.
Como antes decíamos, el tránsito al “talante” actual de una sociedad
ilustrada y crítica, abierta, consciente de las limitaciones del
conocimiento, tolerante ante diversas hipótesis para conocer la
realidad, no dogmática, es una consecuencia de conjunto del “talante”
de la cultura moderna. En ella se integran aspectos que se refieren a
diversos ámbitos de conocimiento y sensibilidades existenciales: el
arte, la poesía, la literatura, la política, las formas de vida, los
valores existenciales, la manera de ser de la gente. Estos rasgos del
hombre moderno pueden ser descritos y estudiados por sí mismos: es lo
que han hecho los sociólogos, los filósofos y los antropólogos (al
margen de la ciencia). Pero no cabe duda de que, en ese conjunto de la
cultura de la incertidumbre, la evolución de la ciencia moderna,
valorada por la filosofía, especialmente en la modernidad crítica, ha
cumplido un papel fundamental. Así, el hecho de que todo el mundo
entienda, como consecuencia de los resultados de la ciencia, que el
universo podría ser explicado sin Dios está en la base, sin duda, de
muchas de las formas sociales, políticas, existenciales, de la cultura
moderna. La posibilidad de un universo-sin-Dios abierta por la ciencia
está en la base de otras manifestaciones laicas, sin Dios, de la
modernidad.
La Nueva Ciencia ha producido, por tanto, una imagen nueva del universo
que no ha favorecido el dogmatismo. Esto es muy importante y deberemos
entenderlo bien a lo largo de este ensayo, ya que hay mucha gente que
sigue teniendo una imagen dogmática del conocimiento y de la ciencia
(en el teísmo dogmático y en el ateísmo dogmático). Pero la ciencia no
impone, o predetermina, un tipo preciso de metafísica cuando la
filosofía asume sus resultados. El universo es un enigma para la razón
humana y para la ciencia. Caer en la cuenta de esta neutralidad
metafísica de la ciencia moderna es esencial. Pero no será fácil para
muchos científicos y filósofos que creen todavía que la ciencia impone
dogmáticamente el teísmo o el ateísmo, manteniéndose en el mismo
talante propio de la cultura de siglos anteriores. No les será fácil,
como decíamos, porque está en juego la ingenua seguridad en que se
movían.
La ciencia induce, pues, con informaciones relevantes, a que la
filosofía haga conjeturas metafísicas argumentadas que podrían ser
verosímiles. Si no hubiera diversidad de hipótesis posibles, no habría
ni enigma ni incertidumbre. En concreto la ciencia permite dos grandes
conjeturas o hipótesis metafísicas: Dios, en conformidad con la
tradición religiosa, y un puro mundo sin Dios, en conformidad con la
alternativa atea surgida en la modernidad. Sobre estas hipótesis
volveremos más adelante en detalle. Pero debemos acentuar desde ahora
que ni la ciencia, ni la filosofía en ella fundada, imponen ninguna de
estas dos metafísicas. Por ello, la ciencia ha sido neutra y ha
propiciado la cultura de la incertidumbre metafísica en la modernidad.
Como digo, sobre todo esto volveremos más adelante.
Incertidumbre metafísica y silencio-de-Dios
Son un hecho el enigma del universo y la
incertidumbre metafísica. Estos hechos suponen un cambio de escenario y
el final del dogmatismo. Suponen también, por primera vez en la
historia, entender con toda profundidad que el “posible Dios” está en
silencio. Para el teísta Dios “podría no existir”, pero, para el ateo,
Dios “podría existir”. Así, sobre el silencio del posible Dios se
construyen los argumentos modernos del teísmo y del ateísmo. ¿Tiene
sentido pensar que existe un Dios que está en silencio? Probablemente
esta experiencia del silencio-de-Dios estuvo presente desde siempre en
el hombre natural y sobre ella entendió el sentido de su existencia.
Uno de los puntos esenciales que defendemos en este ensayo es el hecho
de la incertidumbre como estado, intelectual y existencial, que las
circunstancias objetivas imponen a la razón metafísica en la
modernidad. Mientras sigamos en el dogmatismo tenemos un mapa falseado
del territorio y no acertaremos nunca con el camino que lleva a las
decisiones metafísicas hoy posibles, es decir, tal como debemos
argumentarlas y asumirlas. No hallaremos el camino para ir saliendo de
la perplejidad. Para razonar con corrección hay que admitir la
existencia de un universo que de hecho es enigmático, que nos instala
en la incertidumbre metafísica y comenzar un discurso que se funde
desde el principio en ella. La incertidumbre metafísica (o sea, tener
diversas conjeturas metafísicas posibles, pero no saber con seguridad
cuál de ellas es cierta) es el presupuesto que hoy se impone
inevitablemente para comenzar a razonar sobre lo metafísico.
Como veremos, este hecho propio de nuestra cultura es el que deberá
conducirnos a una nueva manera de entender el teísmo y el ateísmo, más
allá de los dogmatismos que fueron propios de otros tiempos.
Igualmente, incertidumbre y silencio-de-Dios son las claves que deben
llevarnos a entender el cristianismo en la cultura moderna porque la
incertidumbre de la modernidad crítica nos impone una experiencia
radical nueva del silencio-de-Dios. El hombre, en efecto, sabe por la
incertidumbre que el universo pudiera ser puro mundo sin Dios, pero
sabe también que pudiera ser una Divinidad personal. La alternativa de
esta doble hipótesis metafísica depende de la estructura misma del
universo, cuyo enigma hace posible pensar en una Divinidad o en un puro
mundo sin Dios.
Además, la misma experiencia social hace intuir que, en efecto, el
universo debe de ser un enigma porque hay creyentes y no creyentes,
teístas y ateos. Si de hecho existe esta diversidad metafísica en la
sociedad cabe pensar que es así porque “puede ser así”: es decir,
porque el universo es hasta tal punto “borroso” que permite tanto la
hipótesis del teísmo como la del ateísmo. Para comprobar la existencia
de esta alternativa metafísica basta mirar a la sociedad que nos rodea.
La incertidumbre metafísica se palpa simplemente en la sociedad de
nuestro tiempo, donde teísmo y ateísmo tienen carta de ciudadanía.
El silencio-de-Dios en la experiencia existencial ordinaria de todo hombre
La modernidad, en los últimos siglos, pero especialmente en la segunda
mitad del siglo XX, ha sido la ocasión histórica –propiciada por la
ciencia– para salir del dogmatismo de épocas pasadas y llegar a
descubrir que estamos todos afectados por una molesta incertidumbre
metafísica. Pero la incertidumbre y el silencio-de-Dios deben ser
universalizados y entendidos también como integrantes de la experiencia
existencial necesaria de todo hombre en el mundo. En este ensayo
defenderemos que esta vivencia universal de incertidumbre es tan obvia
por las circunstancias inmediatas de la vida humana ordinaria que
podemos asumir con fundamento que haya sido sentida e intuida por todo
hombre a lo largo de la historia. Todos los hombres viven su vida desde
una sensación de incertidumbre metafísica que, lo quieran o no, se les
impone por la fuerza misma de las circunstancias de su vida en el mundo.
De forma inmediata e intuitiva, todos sabemos, en efecto, que a Dios no
lo vemos, pero tampoco vemos cuál es la explicación final del universo.
Además, todo hombre vive siempre en la angustia de su existencia
dramática y del silencio-de-Dios ante ella. Por ello, aun viviendo en
culturas dogmáticas (que llenan la mayor parte de la historia), la
conciencia profunda de todo hombre debió de estar siempre afectada por
una vivencia existencial intuitiva del enigma natural del universo y de
la incertidumbre que lo conectaba inmediatamente con el desconcertante
hecho del silencio-de-Dios en el universo y en su vida. Esta lejanía y
silencio-de-Dios, vivida por todo hombre en el mundo por las
circunstancias ordinarias, sería la que la modernidad crítica habría
permitido entender y describir de una forma reflexiva por la ciencia y
por la filosofía. Esto es muy importante ya que permite entender que la
forma en se ha planteado siempre el problema de Dios, en el teísmo y en
el ateísmo, es en definitiva la misma y ha dependido siempre de la
experiencia del silencio-de-Dios.
La incertidumbre metafísica induce el sentimiento del silencio- de-Dios
En consecuencia, este universo enigmático impone entonces la conciencia
de que Dios, en caso de que en verdad existiera, no se habría
manifestado con evidencia. Es lo que venimos diciendo. Dios, por ello,
estaría en silencio (ya que la hipótesis puramente mundana, sin Dios,
sería posible). Dios “podría no existir” para el teísmo y “podría
existir” para el ateísmo. Este silencio divino sería congruente con la
experiencia inmediata de que a Dios no lo vemos por ninguna parte en el
mundo sensible que nos rodea. En la sociedad moderna existe, en efecto,
el sentimiento extendido de que Dios está lejano y en silencio. Este
sentimiento de silencio-de-Dios es esencial en nuestro tiempo y nos
lleva por veredas que, lejos ya del dogmatismo, conducen a nuevas
salidas sorprendentes hacia la metafísica y hacia lo religioso que no
estaban todavía abiertas reflexivamente para el pensamiento antiguo
(aunque quizá presentes en la intuición ordinaria de todo hombre en el
mundo, como estamos diciendo).
Para un teocentrismo dogmático no sería este el caso, porque Dios se
impondría siempre con evidencia racional y existencial (y esto era
congruente para justificar una sociedad teocrática). La modernidad, en
cambio, con su imagen del universo, habría permitido entender la
verdadera dimensión de este silencio cósmico de Dios. La “patencia
absoluta de Dios” en el mundo antiguo no justificaría hablar de un
silencio divino, pues Dios se habría impuesto por la razón en la
naturaleza de una forma incuestionable. Dios podría ser un “misterio”,
pero su existencia era sin duda “patente” a la razón. Sin embargo, en
el universo de la modernidad, que permite ser entendido sin Dios
–universo en el que Dios no es impositivamente patente–, sí podría
hablarse realmente del silencio- de-Dios, ya que, incluso si existiera,
el hecho sería que no habría creado un universo que lo hiciera patente
con evidencia e inmediatez a la razón natural del hombre.
Silencio-de-Dios ante el enigma del universo y ante el drama de la historia
Por ello, la vivencia dramática de este silencio se despliega
existencialmente en dos dimensiones que se complementan. Son dos
dimensiones cruciales que ahora introducimos, pero que nos acompañarán
en el discurso global de este ensayo.
Por una parte es el hecho de que Dios se ha ocultado en la forma de
creación del universo, ya que permite ser entendido sin Dios. Es el
silencio-de-Dios ante el conocimiento humano por el enigma del
universo. Pero, por otra parte, se impone también el hecho de que el
hombre es indigente, pobre y necesitado, viviendo su existencia con
angustia y dirigiéndose al posible Dios para solicitar su ayuda en el
drama de la existencia, personal y colectiva. Pero Dios responde al
clamor del hombre sufriente con su silencio ante el dolor de la
historia personal y colectiva. En conclusión, la conciencia del
silencio divino es así unitaria pero presenta como una doble dimensión:
por una parte, es la conciencia de su silencio ante el conocimiento
humano por el enigma del universo y, por otra, es la conciencia de su
silencio ante el drama de la historia, personal y colectiva, por el
sufrimiento y por la perversidad humana.
Esta vivencia dramática del silencio divino es universal y acompaña al
hombre en el mundo, sin que nadie pueda escaparse a ella. La tuvieron
todos los hombres, en su conciencia profunda, incluso dentro de
culturas que eran sociológicamente teocéntricas y teocráticas. Veremos
seguidamente, y profundizaremos a lo largo de este ensayo, la forma en
que este silencio-de-Dios influye en la metafísica teísta y por qué es
un constituyente esencial de toda posible religiosidad humana. Pero
también por qué es esencial en el pensamiento ateo y en la indiferencia
religiosa. Los argumentos básicos de toda forma de ateísmo se fundan
siempre en este silencio. Este silencio tiene pues las dos dimensiones
mencionadas y en ellas se fundan los argumentos del teísmo y del
ateísmo. El silencio-de-Dios es por ello el hecho crucial que da lugar
a dos valoraciones distintas, la del teísmo y la del ateísmo, sin duda
en conexión con diversas actitudes emocionales profundas del teísta y
del ateo.
Teísmo y ateísmo, creencia e increencia, ante el enigma del universo, la incertidumbre metafísica y el silencio-de-Dios
El teísmo, la religiosidad natural y las
religiones creen que lo más verosímil para la razón es que Dios sea
fundamento del universo. El ateísmo, el agnosticismo o la indiferencia
religiosa, en cambio, creen más verosímil para la razón admitir un puro
mundo sin Dios, o, simplemente, vivir “como si Dios no existiera”.
Pero, en todo caso, tanto “teísmo crítico” como “ateísmo crítico”, es
decir, las formas de teísmo y ateísmo posibles en la modernidad
crítica, construyen sus argumentos a partir del hecho del
silencio-de-Dios, entendido en la moderna cultura de la incertidumbre.
Para el ateísmo es un sin-sentido la existencia de un Dios en silencio.
Pero para el teísmo el silencio-de-Dios podría tener un sentido.
La incertidumbre metafísica, en efecto, induce ciertas experiencias
existenciales y ciertas inferencias de la razón emocional que
constituyen la clave para entender cómo debemos movernos en el
territorio que lleva a unas u otras decisiones metafísicas sobre el
sentido de la vida. La incertidumbre metafísica se traduce en entender
el hecho de que el posible Dios, de existir, está en silencio. Pero el
silencio-de-Dios induce a su vez ciertas preguntas –relativas al
sentido o sin-sentido de este silencio divino– de cuya respuesta
depende la valoración de las posibles formas de entender lo metafísico.
Pero, ¿cuáles son estas preguntas y cuáles son las claves de la
decisión que conduce a una metafísica teísta o atea?
Por tanto, la incertidumbre ante un universo “borroso” se impone, pues,
en la cultura de la modernidad. Al mismo tiempo, podemos generalizar
que constituye la vivencia profunda que ha anidado siempre en la
experiencia existencial de todo hombre en el mundo. Es verdad que la
existencia de Dios podría ser verosímil y hay argumentos para ello
(aunque no se imponen con absoluta necesidad lógica a la razón humana,
dependiendo su valoración de la libertad del hombre). De ahí que, por
la incertidumbre misma dada en la naturaleza del universo, aparezca la
conciencia dramática del silencio divino. Por ello, la decisión de
aceptar o no aceptar, creer o no creer, en la posible existencia
metafísica de Dios depende de la posición que se tome ante dos
preguntas clave, relacionadas siempre con el silencio divino, que
acompañan al hombre en la incertidumbre metafísica de su existencia en
el mundo.
Estas preguntas son: ¿existe un Dios lejano y en silencio, que se
oculta ante el conocimiento humano en un universo enigmático y ante el
drama sufriente de la historia personal y colectiva? Este Dios oculto,
¿tiene una voluntad de manifestación de su propia Verdad divina y de
liberación del sufrimiento humano sumido en el drama de la historia? El
enigma de Dios abierto dentro de un universo enigmático es pues el
“enigma” de su posible silencio en el universo y en la historia, y el
“enigma” de su eventual voluntad de liberación en relación con el
hombre personal y la historia en su conjunto.
Es el enigma de un posible Dios oculto y liberador. En definitiva, se
trata de una sola pregunta que abarca íntegramente el problema
metafísico que abruma al hombre: ¿existe realmente un Dios oculto y
liberador? Es decir, un Dios oculto porque permanece en silencio, tanto
ante el conocimiento humano (enigma del universo) como ante el drama de
la historia (enigma del sufrimiento y de la perversidad humana).
¿Existe realmente este Dios oculto para el hombre en el universo? Pero
la gran cuestión para el ser humano no es sólo si existe un Dios
oculto, sino si ese Dios tiene la intención de relacionarse con la
estirpe humana, es decir, si esconde un plan liberador de la historia.
Por ello, el hombre sería aquel ser que vive ante el enigma del Dios
oculto y liberador.
Ateísmo y teísmo, vivir sin Dios o con Dios en el mundo
Por consiguiente, ya que, según decimos, por la estructura objetiva del
universo real, Dios “podría no-existir”, pero podría también en último
término “existir”, y no es posible por razones cosmológicas decidir con
seguridad absoluta cuál es la verdad metafísica última, entonces la
cuestión se propone como ponderación de si tiene “sentido” o cabe
considerar como “sin sentido” el pensar que sea real y existente ese
Dios que permanece en silencio. Un Dios en silencio, un Dios ausente
del universo, lejano y en aparente indiferencia ante el drama de la
historia, ¿tiene sentido pensar que es real y existente? El ateísmo
entiende que no tiene sentido pensar que un Dios en silencio pueda
existir. En cambio, el teísmo piensa que es posible entender que ese
Dios en silencio pudiera tener razones para ocultar su patencia en el
universo y que, por lo tanto, podría tener sentido considerar que
existe, a pesar de su lejanía y su silencio.
El ateísmo y la increencia. El ateísmo y la increencia en general, el
agnosticismo y las formas de indiferencia religiosa popular, si quieren
“vivir en su tiempo”, no pueden seguir siendo “dogmáticas”, sino
“críticas”. La estructura del universo y la constitución natural del
hombre confieren a cada individuo todo el derecho a entender y aceptar
que la no-existencia de Dios es la forma racionalmente más verosímil y
convincente de explicar el universo y diseñar, en consecuencia, el
sentido de la vida. ¿Qué argumentos tiene para esto? El primer
argumento es sin duda que la ciencia y la filosofía permiten concebir
la imagen de un universo autosuficiente en sí mismo, sin Dios. Pero el
“ateísmo crítico” sabe que la no-existencia de Dios no es un dogma,
sino una hipótesis verosímil: Dios, en último término, “podría
existir”. Dios podría existir y estar sin embargo en silencio. ¿Tiene
esto sentido? ¿Tiene sentido admitir a un Dios que permanece en
silencio? Los argumentos del ateísmo acaban siendo una negación de la
verosimilitud de la existencia de un Dios en silencio. Se construyen a
partir del hecho del silencio-de- Dios en sus dos dimensiones. Si Dios
debiera ser veraz, ¿qué sentido tendría la existencia de un universo en
que Dios permanece en silencio ante el conocimiento humano por el
enigma del universo (primera dimensión del silencio-de-Dios)? Además,
si ese Dios en silencio fuera real, cabría pensar que en la historia
natural y humana del universo debería hallarse algún indicio de su
existencia. Pero, ¿es esto así? No sólo no es así, sino que existen
indicios que hacen irracional (contrario a la razón) que Dios pudiera
en último término existir: el Mal de una naturaleza ciega y el Mal
producido por la perversidad humana no hacen verosímil que ese
dramático estado de cosas en la historia personal y colectiva debiera
atribuirse moralmente a la responsabilidad divina (segunda dimensión
del silencio-de-Dios).
El silencio-de-Dios ante el conocimiento es pues el que permite que el
ateísmo construya una hipótesis sobre el fundamento último de un
universo sin Dios. Es la parte teórica del ateísmo, fundada siempre en
una posible explicación de las razones, científicas y filosóficas, que
hacen posible concebir un universo sin Dios. Dios no se ha manifestado
con evidencia ante la razón del hombre y no es fácil entender por ello
que el Dios Veraz, fiel a sí mismo, oculte su propia Verdad en la forma
de haber sido creado el universo. Pero, además, el silencio del posible
Dios ante el drama de la historia, ante el sufrimiento del hombre y
ante la perversidad humana (ante el absurdo e irracional drama de la
historia) muestran también que es muy difícil admitir racionalmente que
la naturaleza haya podido ser creada por un ser divino, al que, por
ende, se debiera atribuir la bondad, o benevolencia, para con la
estirpe humana.
El teísmo y las creencias religiosas. Dios, sin embargo, sería posible
para el teísmo, ya que así permite entenderlo la estructura física
objetiva del universo. Puede argumentarlo la filosofía a partir de los
datos de la ciencia y, además, todo ello es conforme con la experiencia
social de la importancia inmensa de las religiones en la historia. De
ahí que la valoración racional de la viabilidad natural de creer en
Dios, o no creer, dependa siempre de la deliberación sobre las dos
dimensiones esenciales del silencio-de-Dios, ya mencionadas: el
silencio-de-Dios ante el enigma del universo y el silencio-de-Dios ante
el drama de la historia. El teísmo y la creencia no ponen en duda que
el silencio-de-Dios sea un obstáculo grave para creer que tenga sentido
pensar en la existencia de un Dios que permanece en silencio. Este
obstáculo es el que, como vimos, conduce al ateísmo. Pero el hombre
religioso (cosa que no hace el ateísmo) admitirá que es posible hallar
un sentido-en-Dios para el silencio divino. Creerá que es posible creer
en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio.
Por consiguiente, el teísmo es posible porque es posible asumir que el
silencio divino pudiera tener un sentido, es decir, responder a un plan
que justifica que la Divinidad haya establecido su silencio cósmico en
el universo. Esto, en principio, no podría nunca excluirse. Sin
embargo, ¿cuál es ese plan divino? ¿Por qué ha decidido Dios, en caso
de existir, crear un universo en que va a imponerse el inmenso vacío de
su presencia? ¿Cómo y por qué conoce el hombre la existencia de ese
plan que da sentido al silencio divino? ¿Es solo un supuesto humano?
Adviértase que, de momento, no hemos dado ningún elemento para
responder estas preguntas, aunque lo haremos a lo largo de este ensayo.
Hasta ahora sólo hemos dicho que nada excluye, en principio, que el
silencio-de-Dios pudiera tener sentido dentro de un plan de Dios en la
creación. Lo que decimos es que toda religiosidad se funda siempre, en
alguna manera, en la confianza racioemocional en que existe un Dios
oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio en el
universo. La forma en que se intuye este sentido-en-Dios del
silencio-de-Dios depende de la idiosincrasia intelectual y existencial
de cada individuo y de la teología de las diversas religiones.
Volveremos sobre ello.
La razón natural ante el posible Dios oculto/liberador, teísmo y ateísmo
La decisión personal libre de inclinarse a creer o no creer en un Dios
oculto y liberador depende de argumentos sobre el conocimiento del
universo y de otros argumentos de naturaleza existencial-emocional en
torno a la posibilidad de atribuir moralmente a Dios la creación del
escenario dramático de la historia. Siempre ha sido así, y así sigue
siendo en la actualidad. No cabe duda de que en las decisiones
metafísicas existe una potente carga emocional que inclina al hombre a
abrirse o cerrarse a la posibilidad de que Dios sea real y existente.
Los argumentos del teísmo y del ateísmo, aunque en direcciones
distintas, han respondido siempre al mismo esquema: el fundamento del
universo (primera dimensión) y el drama de la historia, esto es, del
sufrimiento y de la perversidad humana (segunda dimensión). De estos
interrogantes y experiencias existenciales profundas referidas al
silencio cósmico de Dios –el conocimiento, el sufrimiento desgarrador,
la perversidad humana– dependen las respuestas que el hombre pueda dar,
en el teísmo o en el ateísmo, al enigma metafísico. Son la melodía
repetida que suena una y otra vez en la existencia humana y que es el
fondo continuo que nos acompañará a lo largo de este ensayo.
a) En primer lugar están los argumentos cosmológicos: el teísta cree
que es más verosímil que el fundamento del universo como realidad
física sea una Divinidad y, en cambio, el ateo cree que es más
verosímil un puro mundo sin Dios. Tanto teísmo como ateísmo son una
creencia intelectual argumentada por la ciencia, prolongada por la
filosofía, o simplemente dada en la intuición inmediata del hombre
ordinario. La ciencia, en contra de lo que algunos piensan, no impone
una metafísica, ni teísta ni atea (lo veremos a lo largo de este
ensayo). La metafísica es fruto de la filosofía. Antiguamente se
pensaba que la ciencia y la filosofía imponían una metafísica
dogmática, teísta o atea. Hoy en día, en cambio, teísmo y ateísmo se
esfuerzan por presentar los argumentos que hacen de teísmo o ateísmo
una hipótesis verosímil, aunque no dogmática. Es la modernidad crítica.
El creyente acepta que Dios no se haya manifestado a la razón
dogmáticamente, de forma impositiva, pero cree, a pesar de ello, que su
silencio ante el conocimiento por el enigma del universo puede tener un
sentido.
b) En segundo lugar los argumentos sobre el Mal, que giran siempre en
torno al drama de la historia, en el sufrimiento y en la perversidad
humana. De ese Dios que “podría existir” pero que también “podría no
existir”, y que por ello permanece en silencio, ¿existen en la
naturaleza y en la historia humana algunos indicios de que realmente
exista? El Mal que engendra el sufrimiento humano puede producirse por
el proceso autónomo ciego de la naturaleza (la enfermedad, un
terremoto, la muerte) o por la perversidad humana (la violencia, las
guerras, el odio, la injusticia, la explotación). Es el drama de la
historia. El ateísmo piensa que el Mal y el absurdo de este mundo
sufriente “mal hecho” no podrían nunca responder moralmente al diseño
creador de un Dios bueno, al que habría que atribuir un diseño
benevolente para con la humanidad. Sin embargo, en cambio, el teísmo
religioso cree que este mundo dramático podría responder a un diseño
divino con sentido de acuerdo con un plan de salvación. El creyente
admite que el diseño de una historia dramática haya sido asumido por
Dios porque puede esconder un plan de salvación que tiene sentido,
aunque sea, en principio, difícilmente comprensible por el hombre.
c) En tercer lugar los argumentos sobre la religión, que son un caso
especial de la perversidad humana. La capacidad humana de producir el
Mal (perversidad) se constata en la vida civil, pero es especialmente
hiriente cuando se constata en la historia de las religiones, y es
todavía mucho más hiriente que Dios no haya hecho nada por evitarla.
Dios no ha conducido brillantemente a las religiones a lo que debieran
haber sido, sino que ha permitido que hayan acabado dominadas en parte
por la perversidad. Estos argumentos giran sobre la valoración del
papel de la religión en la vida humana: el ateísmo arreligioso admite
que la idea de Dios haya podido ser un consuelo ilusorio para muchos,
pero, en conjunto, la religión, sobre todo las religiones organizadas,
ha sido fuente de sufrimiento, frustración psicológica, de violencia,
de atraso social y, en la práctica, de la casi totalidad de los males
que han atormentado a la humanidad. Por ello debe aceptarse que la
religión ha sido tan negativa que hace inviable pensar que haya podido
manifestar la existencia de un Dios real y existente que, si existiera,
no debiera haber hecho posible este tipo de religiones. Por otra parte,
en cambio, el teísmo religioso, aun admitiendo que las religiones han
sido fuente de males, de perversión y que no han sido lo que debieran
haber sido moralmente, sin embargo, defiende que la religiosidad ha
sido para el conjunto de los hombres una fuente de consuelo, amparo y
felicidad, habiendo cumplido una función individual y social positiva
para la mayoría de los hombres. Esta sería la explicación de que la
religión se haya constituido en una constante histórica cuya
importancia y extensión es imposible negar. De la misma manera que el
hombre religioso entiende que es posible que el silencio-de-Dios ante
el Mal de la naturaleza tuviera explicación, un sentido-en-Dios, así
igualmente entiende que el Mal presente en la historia de las
religiones fuera también asumible en el plan de conjunto de la
Divinidad en la creación del universo y de la historia humana.
Lo que acabamos de exponer –y desarrollaremos con mayor amplitud en
este ensayo– es muy simple. Muy fácil de entender. Es un hecho que
existimos dentro de un universo. Es un hecho que somos seres
racioemocionales. Aspiramos a vivir y nos inquietamos por si en lo
metafísico pudiéramos hallar la plenitud, es decir, el cumplimiento
final de la felicidad. Pero el universo es un enigma y crea la
incertidumbre metafísica. Hay argumentos que hacen verosímil el teísmo,
pero hay otros que hacen verosímil el ateísmo. El dramatismo del
silencio del posible Dios pesa sobre todos nosotros. ¿Tiene sentido
pensar en la existencia de un Dios oculto que pudiera liberar
finalmente la historia humana? La verdad es que, como hemos dicho, no
hay otro camino: tanto teísmo como ateísmo deben constatar el hecho de
un posible Dios que está lejano y en silencio y creer, o no creer, en
un Dios oculto y liberador. No hay otro camino: ser religioso o no
serlo depende siempre de una actitud personal ante la eventualidad de
creer o no creer en un Dios oculto/liberador.
Recapitulación. Esta condición de todo hombre en el mundo – abierto al
enigma metafísico y en la encrucijada de creer o no creer en un Dios
oculto y liberador– afecta al hombre universal. Todo hombre –impulsado
por el interés de soñar una felicidad futura frente a la aniquilación
final de la muerte– se ve en la coyuntura impuesta de creer o no creer
en un Dios oculto y liberador. Si nos situamos en la hipótesis de que
el universo hubiera sido creado por Dios y en él quisiera establecer un
plan de salvación universal (ya que no tendría sentido que algunos
hombres quedaran excluidos), entonces cabría pensar que Dios ha hecho
las cosas de tal manera que el escenario de la creación ponga a todo
hombre (al hombre universal) en la coyuntura de aceptar o negar el Amor
benevolente de Dios, creyendo o no creyendo en un Dios oculto y
liberador. Esta sería, por tanto, la Voz del eventual Dios de la
Creación: una creación que anuncia el plan divino de hacer posible que
los hombres lo acepten en libertad al creer, o no-creer, en un Dios
oculto y liberador. Posibilidad que estaría impulsada, como acabamos de
explicar, por argumentos cosmológicos, por el argumento del sentido del
ocultamiento divino y por la fuerza interior de la misteriosa
experiencia religiosa. Estos argumentos podrían ser diversamente
valorados, dando lugar a la creencia o a la increencia, al teísmo o al
ateísmo. Este sería el plan universal de Dios (ya que ninguna religión
histórica llega a todos los hombres) manifiesto en la creación. Sería
la Voz del Dios de la Creación.
Hemos aportado ya muchos elementos para iluminar la naturaleza del mapa
del territorio que debe conducirnos a las decisiones metafísicas, sin
perplejidad y con una clara conciencia de lo que hacemos. Sabemos ya
que el universo no presenta una patencia dogmática de su Verdad. Es
enigmático y abre la incertidumbre metafísica. Las circunstancias
inevitables de nuestra situación en el interior de un universo como el
que nos contiene, nos abocan a la coyuntura inevitable de asumir una
actitud metafísica creyendo o no- creyendo en un posible Dios oculto y
liberador. Este es el eje crucial ante el que debemos decidir el rumbo
metafísico que sigamos. El gran enigma de un posible Dios oculto y
liberador lleva nuestra existencia al teísmo o al ateísmo. Es también
el sentido profundo de toda posible religiosidad y de las grandes
religiones sociales de la historia. Pero, además, como veremos, es la
clave para entender el cristianismo. En todo ello, al margen de nuestra
valoración personal y de nuestra metafísica, aparecerá el hecho
objetivo de la profunda armonía entre el problema metafísico del hombre
en el mundo, el sentido del ateísmo y del teísmo, el sentido de las
religiones y el sentido del cristianismo como religión. Conocer esta
armonía, esta profunda unidad de sentido, no cierra nuestra capacidad
de ser creyentes o increyentes, teístas o ateos. Pero, sin conocerla,
se carecería de la competencia intelectual necesaria para seguir uno u
otro camino de forma responsable y con conocimiento de causa.
La religiosidad humana y las religiones históricas creen en un Dios oculto y liberador
Abiertos al enigma e incertidumbre del universo,
los hombres han sido de hecho religiosos de muchas maneras. Pero todo
hombre religioso lo ha sido siempre, por el contenido inevitable de sus
experiencias vitales, a través de la creencia en un Dios oculto y
liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Este “universal
religioso” es el constituyente esencial de toda forma de religiosidad
humana.
Teísmo y ateísmo, creencia e increencia, han sido posibles como
actitudes contrapuestas en la valoración de que tenga sentido, o no lo
tenga, admitir la existencia de un Dios oculto y en silencio. Sin
embargo, la mayor parte de los hombres y de las culturas han sido
religiosas. Para comprobarlo ahí está la historia de las religiones y
la investigación sociológica que estudia la extensión y amplitud de las
creencias hasta la actualidad. ¿Cómo y por qué han sido posibles la
religiosidad individual y las grandes religiones sociales? Según lo
dicho, toda religiosidad –individual o social– se funda siempre, de
forma inevitable, en la actitud profunda de aceptar la existencia real
de un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio.
Esta aceptación, universalmente presente en toda forma de religión, es
lo que llamamos aquí el universal religioso.
El “universal religioso”: creer o no creer en el Dios oculto/liberador
El puro mundo sin Dios sería posible. Dios sería también posible. Pero
el hombre no puede sino asumir un compromiso metafísico ineludible.
¿Qué hacer? Es en este momento cuando la deliberación racional y
existencial-emocional lleva al hombre a tomar una posición ante la
eventualidad de que Dios existiera. Hacerlo, como decíamos, supone
siempre asumir una posición ante la creencia o no creencia en un Dios
oculto y liberador. Todo el que, de una u otra forma, cree en Dios lo
hace a pesar de su lejanía y de su silencio. Los hombres religiosos
transigen con su silencio ante el conocimiento (enigma del universo) y
ante el drama de la historia (el sufrimiento), creyendo que, a pesar de
todo, la creación hecha por Dios responde a un plan de liberación. El
no creyente, en cambio, no acepta la existencia de Dios y, al hacerlo,
no puede sino rechazar la confianza en un Dios oculto y liberador. Dada
la incertidumbre metafísica y las circunstancias emocionales en que se
debate la vida humana, la cuestión metafísica –creer en Dios o en un
puro mundo sin Dios– se decide ante la eventualidad de creer o no creer
en un Dios oculto y liberador. Es inevitable.
Toda religiosidad y cualquier religión surgida en la historia suponen
la aceptación de un Dios oculto/liberador: este factor, siempre
presente, en todos los hombres religiosos y en todas las religiones, es
lo que denominamos el universal religioso. Pero este factor está
presente también negativamente en todos los ateísmos. Dada la
inevitable incertidumbre que pesa sobre toda existencia humana, el
teísmo o el ateísmo dependen siempre de creer o no creer en un Dios
oculto/liberador. De aceptar o no-aceptar el universal religioso. Este
universal religioso es el fondo o esencia común a todas las religiones
que permite hablar de un fondo común en ellas, así como establecer la
base de su armonía y convergencia profunda.
Las grandes religiones, formas históricas de vivir el “universal religioso”
Las religiones –judaísmo, islamismo, budismo, hinduismo y las otras
religiones menores– han sido creadas por hombres que viven siempre, en
lo profundo de su experiencia existencial, la incertidumbre metafísica,
el dramatismo del silencio divino ante el conocimiento y ante el drama
de la historia, y, sin embargo, se han abierto a una esperanza
religiosa de salvación. Cada una de las religiones ha nacido en un
marco histórico y geográfico diverso. Por ello han aparecido sus
diferencias historicistas, sus creencias, sus ritos y sus teologías.
Tienen una gran diversidad aparente. Pero todas las religiones son
humanas y, por ello, el hombre está siempre presente en ellas. La
religión no puede dejar de ser posible sólo a través del universal
religioso que constituye siempre el fondo profundo de su sentido.
Pero por debajo de sus peculiaridades historicistas se halla siempre la
confianza en un Dios oculto y liberador. Esta confianza es, pues, en
efecto, lo que venimos en llamar el universal religioso. Como hombres
es imposible no sentir con inquietud que el posible Dios –posible
fundamento del ser y creador del universo que vemos–, no se muestra en
la vida mundana inmediata y está por ello lejano, oculto y en silencio.
Silencio ante el conocimiento y silencio ante el drama de la historia.
Pero, a pesar de ello, cargando el hombre con la lejanía de Dios y con
el drama de su existencia, las religiones han creado tradiciones que
proclaman haber sentido tanto las kratofanías (manifestaciones de
fuerza y poder) como las hierofanías (manifestaciones de la santidad
divina) de ese misterioso Dios oculto. Por ello, desde la oscuridad y
desde la tragedia de la vida, se asume que ese Dios misterioso, oculto,
enigmático, existe y tiene la voluntad de liberar al hombre, haciendo
posible la felicidad final (se asume que existe un Dios
oculto/liberador).
La forma en que esta experiencia religiosa fundamental ha cuajado en
tradiciones históricas es distinta en el hinduismo, judaísmo, budismo o
islamismo, o en otras religiones. Pero esconde siempre una aceptación
de la vida tal como es y una confianza en Dios que es, en esencia,
siempre la misma: la disposición a creer en el Dios oculto/liberador,
es decir, a aceptar el universal religioso. La fuerza que estas
tradiciones históricas han adquirido a lo largo de los siglos ha sido
muy grande, hasta el punto de que estas sociedades se han organizado
desde seguridades cuasidogmáticas de que Dios, o los dioses, eran la
verdad última e incuestionable del universo. Sin embargo, estos
dogmatismos sociales impuestos por los siglos, surgidos en sociedades
muy primitivas, no pudieron anular nunca la inevitable experiencia
existencial de todo hombre: el silencio divino en su ocultamiento
cósmico y en su inoperancia ante el drama de la historia, el
sufrimiento y la perversidad humana. Esta es la experiencia inevitable
que acompaña siempre, por las circunstancias objetivas concurrentes en
el escenario del mundo, a la existencia humana.
Más adelante, deberemos revisar el contenido esencial de las teologías
religiosas del judaísmo, hinduismo, budismo o islamismo, para entender
cómo hace acto de presencia en ellas este universal religioso, al creer
en el Dios oculto y liberador. El historicismo de todas las grandes
religiones no debe impedirnos hallar en ellas la presencia del
universal religioso, que es común a toda forma de religiosidad
subjetiva individual o a toda forma de religiosidad organizada en las
religiones sociales.
Budismo. Una de las religiones más interesantes es el budismo porque en
él constatamos hasta dónde llega el profundo desgarro existencial por
la inoperancia del silencio divino. El budismo veía la facilidad con
que la tradición hinduista estaba abierta a la confianza en Dios, pero,
frente a esta ingenuidad, mostró críticamente la dificultad de aceptar
la existencia de un Dios personal que fuera responsable del sufrimiento
y del Mal que afecta a la estirpe humana. El sufrimiento es el tema
fundamental, angustioso y recurrente, del budismo. Pero no por ello el
budista deja de ser religioso. Se entrega entonces a una profunda
espiritualidad nacida de una dramática experiencia de oscuridad: se
abre a una esperanza de salvación transcendente en un enigmático
Nirvana, misterio absoluto del que no puede decirse que sea Dios, pero
tampoco puede decirse en absoluto que no lo sea. Es el misterio final
en que se producirá la liberación. El budismo, en efecto, muestra la
angustia existencial ante un posible Dios que calla ante el sufrimiento
humano. El budismo es una religión de “noche oscura”. Hablaremos más
tarde del budismo.
Magia y religiones mistéricas. Junto a la experiencia religiosa y a las
grandes religiones abiertas a una idea más o menos tradicional de Dios,
o de su plural diversificación en dioses, constatamos también la
existencia minoritaria de religiones mistéricas, magias y
supersticiones (en ocasiones sincretizadas con las religiones y
creencias tradicionales, como pasa en Brasil o en Cuba, con el vudú o
la santería, que conviven sincretizados con las creencias cristianas).
La presencia acrítica de lo irracional y de lo imaginativo- emocional
no deben ocultar que en estas formas de religiosidad mágica se
manifiesta el fuerte sentimiento de una dimensión metafísica,
mistérica, más allá de nuestro mundo de experiencia inmediata, en la
que se confía y a la que se atribuye capacidad de intervenir en los
asuntos humanos, contribuyendo a la salvación individual y del grupo.
Muchos de los rituales de magia manifiestan formas objetivas, o
rituales “mágicos”, para mostrar la confianza y religación humana con
una fe absoluta a esos poderes sobrenaturales, para hacerlos
benevolentes con las peticiones humanas y apelando a su salvación. Sean
o no ingenuas, sean más o menos irracionales, el hecho es que estas
religiones o ritos mistéricos parten siempre a) de un poderoso
sentimiento emocional del dramatismo angustioso de la vida humana, b)
de una conciencia de que existen unos poderes ocultos, metafísicos, que
no vemos, pero que pueden salvar al hombre, y c) de una conciencia de
que esos poderes personales tienen una voluntad liberadora del hombre
que puede ser atraída por el ejercicio libre de los rituales mágicos.
¿Qué quiere esto decir? Pues, en definitiva, que las religiones
mistéricas son una muestra más de la fuerza con que el dramatismo de la
vida humana se abre con angustia emocional al más allá metafísico,
creyendo en un poder oculto que, sin embargo, tiene una voluntad
liberadora del hombre. Es una manifestación más de la presencia del
universal religioso, la admisión de un Poder Personal oculto y
liberador, a pesar del dramatismo angustioso de la vida. Esta sensación
de vivir abiertos a un enigmático más allá que angustia con dramatismo,
ante el que hay que tomar una posición, aunque sea a través de la magia
y lo mistérico, se muestra constantemente de mil maneras en la gente
sencilla y en culturas primitivas.
Conclusión. Por consiguiente, un rasgo capital del territorio en que
nos adentramos hasta llegar a decidir qué posición metafísica debemos
adoptar en nuestras vidas, es el conocimiento objetivo de las grandes
tradiciones religiosas, y de todas las religiones menores presentes en
la historia y en la actualidad. ¿Qué afirman sus teologías? ¿Puede
haber en ellas algún indicio de la presencia real de Dios? Más adelante
deberemos adentrarnos en este territorio para recoger aquellas
informaciones que necesitamos y que colocan las religiones como un
contenido importante del mapa en que debemos orientar el camino.
Conocer las religiones en su contenido real, histórico, tal como
realmente se representan el universo y se entienden a sí mismas, es una
información importante que no podemos olvidar, si es que queremos
asumir nuestras decisiones metafísicas contando con toda aquella
información que debe ser valorada. En las religiones distinguiremos una
gran variedad de posiciones “historicistas” (propias de su localización
política, geográfica, cultural e histórica). Pero en ellas
constataremos siempre una respuesta positiva, fundada en las
experiencias antropológicas básicas, que nunca deja de ser la confianza
en un Dios que, sin embargo, está oculto en el enigma del universo y en
el drama de la historia. En toda forma de manifestación religiosa
(abrirse a un Poder Personal transcendente que salva) está siempre
presente la Voz del Dios de la Creación en el universal religioso.
El cristianismo: un hecho histórico objetivo, describible por la razón
Es un hecho histórico la religión de Israel.
También lo es la aparición de la figura de Jesús de Nazaret. Es
histórica la agrupación en la iglesia cristiana de quienes se
adhirieron a su persona y a su doctrina. Al margen de la creencia o la
increencia, la pura razón histórica puede describir el contenido
objetivo de las creencias religiosas del cristianismo. La razón puede
también estudiar la relación entre las creencias cristianas y las
condiciones de la existencia humana en el mundo.
El territorio en que nos movemos hacia las opciones metafísicas viables
presenta rasgos definidos de su orografía: la incertidumbre metafísica;
la verosimilitud de que la verdad final fuera Dios o un puro mundo sin
Dios; el problema del silencio divino; la posibilidad de abrirse a la
creencia en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su
silencio. En este escenario, por tanto, lo único que podría conducir a
creer en Dios sería abrirse a la creencia en un Dios oculto y
liberador. Las religiones nacen siempre de esta creencia y son
conformes al universal religioso. En alguna manera responden siempre
positivamente a la pregunta de si cabe esperar en la existencia del
posible Dios oculto/liberador. A su vez, por ello mismo, el ateísmo, el
agnosticismo, el indiferentismo metafísico y religioso, rechazan esta
creencia en el Dios oculto/liberador. Aunque vivir sin Dios en el mundo
no es seguro sino una creencia, el ateísmo se encierra en la afirmación
de un puro mundo sin Dios. El agnóstico está en la incertidumbre, pero
ciertamente tampoco abraza a Dios en su vida.
Sabemos que el universo es un enigma que impone una incertidumbre
inevitable ante el más allá. A su vez, esta incertidumbre nos hace
conscientes de que el “posible Dios” sería un Dios en silencio y de
que, por ello, el problema de Dios se plantea en el hombre como una
discusión del sentido o sin-sentido del silencio- de-Dios. Esta
discusión es la que, además, nos lleva a entender que la creencia o
no-creencia en Dios se decide ante la creencia o no- creencia crucial
en un Dios oculto y liberador. Este es el universal religioso que
alienta en lo profundo de toda posible religiosidad humana.
¿Hemos salido de la incertidumbre metafísica? En absoluto. Pero,
ciertamente, hemos reducido la perplejidad porque sabemos con toda
precisión de qué depende creer o no-creer en Dios: de asumir o
no-asumir la creencia en un Dios oculto y liberador, o sea, el
universal religioso. No obstante, todavía quedan muchos factores por
aclarar que pueden seguir reduciendo nuestra perplejidad. Entre ellos
debemos referirnos al conocimiento de las religiones y del
cristianismo. Las religiones, ¿aportan alguna información que pueda
considerarse “indicio” de la verdad metafísica última? Lo más probable
es que no contengan factores cruciales que permitan excluir teísmo o
ateísmo. Pero su conocimiento sí puede ser un factor más para iluminar
las decisiones metafísicas que debemos asumir desde dentro de la
incertidumbre.
Necesidad de conocer las religiones y el cristianismo: un enfoque objetivo
En los epígrafes que siguen hacemos una exposición objetiva del
cristianismo como religión. Exponemos, pues, qué ha sido históricamente
y cómo se entiende a sí mismo, es decir, qué es la teología cristiana.
Debemos insistir en que se trata ahora sólo de una exposición objetiva.
Sin necesidad de ser cristianos, hindúes o budistas, podemos hacer una
exposición objetiva del origen histórico y del contenido teológico de
estas religiones; es decir, de su imagen de la realidad, de Dios, del
universo, de la vida, del hombre y de la historia. En las universidades
se estudian las religiones de esta forma objetiva, dentro del marco
científico de la historia y de la filosofía. No existe, pues, un
compromiso creyente, pero es posible estudiar el contenido de las
religiones. Ahora presentamos, por tanto, el contenido objetivo de la
religión cristiana. Esta es solo, de momento, nuestra intención.
El conocimiento objetivo de la naturaleza de las religiones y del
cristianismo será un factor más, junto a otros conocimientos de la
historia, de la ciencia y de la filosofía, para reducir nuestra
perplejidad ante lo metafísico. No saldremos de la incertidumbre, pero
seremos conscientes de los factores que entran en juego para tomar una
u otra actitud existencial para el sentido metafísico de la vida.
Pero entonces, ¿qué es el cristianismo? Podemos decir que, en
principio, es una de las grandes religiones de la historia humana. A lo
largo de este ensayo expondremos con relativa amplitud la naturaleza de
la religión cristiana. El cristianismo, al igual que la existencia de
la impresionante historia religiosa de la humanidad, es un factor
decisivo para nuestras creencias metafísicas. Por ello debe también ser
considerado con toda seriedad de una forma muy especial. ¿Por qué? Pues
simplemente por lo que representa: por su historia, por la naturaleza
de sus creencias, por su evidente influencia a lo largo de los siglos,
siendo la religión más importante, en número de creyentes (sumando
todas las denominaciones cristianas) y por su influencia en la historia
del mundo. Las creencias cristianas son un hecho objetivo que creyentes
y no creyentes deben considerar. Son un factor importante a tener en
cuenta para tomar las decisiones metafísicas finales. ¿Existe Dios? La
consideración de lo que realmente es la religión cristiana (sin
falsearlo) pudiera quizá ayudarnos en la tarea existencial de tomar una
opción metafísica que dé sentido a la vida.
Decíamos que es posible hacer una descripción falseada del territorio
por el que deben discurrir nuestras decisiones metafísicas: por
ejemplo, ignorando el hecho de la incertidumbre metafísica al creer
ilusoriamente que la ciencia nos impone con seguridad absoluta la
no-existencia de Dios; o sin haber entendido que creencia o increencia
sólo son posibles como la aceptación o el rechace del Dios
oculto/liberador. Desconocer qué son las religiones y, sobre todo,
desconocer qué es el cristianismo, es estar en condición de
incompetencia para decidir qué actitud tomamos ante lo metafísico.
Las religiones y el cristianismo: condiciones de su universalidad
Decíamos antes que religiosidad y religiones sienten en profundidad el
silencio-de-Dios ante el drama de la historia. Por ello, una vez que
las religiones han ido construyendo sus teologías historicistas, han
tratado siempre de explicar por qué Dios se oculta ante nuestro
conocimiento y por qué ha creado un mundo tan dramático como el
nuestro, sabiendo que un plan de salvación justificable exoneraría a
Dios de la responsabilidad moral de haber creado el drama de la
historia. El cristianismo es, en el fondo, una explicación de las
razones que Dios tuvo para crear un universo en cuyo escenario
dramático se realizaría la vida humana, envuelta en el silencio divino
y en el sufrimiento ciego de la naturaleza y de la perversidad humana.
El Dios de Jesús de Nazaret es una respuesta a las razones que
dificultan en el hombre la confianza en Dios, a saber, la dificultad de
explicar qué sentido podría tener el silencio-de-Dios.
Consideremos, como creen las religiones, la eventualidad de que Dios
existiera efectivamente y hubiera creado el universo como escenario
para establecer un “camino de salvación” y relación con los hombres.
Cabría pensar que este camino debería ser accesible a todos, sin
excluir a ningún hombre. Esto quiere decir que Dios debería haber
trazado esta “vía de acceso” a la Divinidad en la naturaleza misma, es
decir, en la condición natural del hombre: y, por tanto, accesible para
todos en el escenario del mundo. Las grandes religiones habrían hecho
una interpretación historicista de ese universal religioso que, como
hemos visto, consistiría en la apertura libre del hombre a creer y
esperar en la existencia transcendente de un Dios oculto y liberador.
Pero el localismo de estas “religiones historicistas” (sus teologías,
sus tradiciones, sus profetas, sus ritos, sus normas sociales y su
moral) no tendría un valor universal ya que serían solamente
formulaciones “locales” en una cierta cultura, posibles pero
diferenciadas, de esa “religión universal”. Lo universal en las
religiones no estaría en sus diferencias “historicistas”, sino en
aquellas condiciones universales presentes en todo hombre en el mundo:
a saber, la angustia ante el silencio divino en el enigma del mundo y
en el drama de la historia y, a pesar de ello, la apertura a creer en
el posible Dios oculto/liberador. En este sentido, tal como hemos
explicado, la esencia de toda religión natural sería el universal
religioso.
Pero pensemos ahora en el cristianismo. Al margen de su importancia
como religión, en la historia y en el mundo moderno, el hecho evidente
es que la mayoría de la humanidad no lo ha conocido, ni antes de la
aparición del cristianismo, ni durante sus veinte siglos de existencia
hasta la actualidad. Incluso en las iglesias cristianas actuales la
mayor parte de los cristianos desconocen su religión y viven en ella
como lugar en que, por la tradición de sus familias, tienen sólo sus
experiencias religiosas profundas, más o menos similares a las de todo
hombre religioso. En el fondo viven sólo su universal religioso, como
cualquier otro ser humano, pero sin entender qué es realmente lo que
significa la religión cristiana que los acoge dentro de su tradición.
Este puro desconocimiento, que nace de la incultura religiosa, acontece
de forma similar en las otras religiones.
Historicismo y universalidad en el cristianismo
La pregunta esencial sobre la relación del cristianismo con las otras
religiones es esta: ¿es el cristianismo sólo una religión más, con su
peculiaridad historicista propia, vinculada al universal religioso,
pero sin más valor que el que tienen las otras religiones? En
definitiva, el cristianismo, ¿es un historicismo más?
En realidad todas las religiones han tenido siempre una cierta
pretensión de universalidad, más o menos intensa, en uno u otro
sentido. El hecho es que casi todas ellas –hinduismo, judaísmo,
islamismo–, con la excepción del budismo, han tenido además la
pretensión de haber sido objeto de una manifestación divina especial,
extraordinaria, que justifica su pretensión religiosa de universalidad.
El cristianismo, sin embargo, supera a todas las otras religiones en su
pretensión subjetiva de universalidad y de haber sido objeto de una
revelación divina. Conocer el cristianismo supone conocer cómo, por qué
y en qué sentido, el cristianismo tiene esta pretensión de
universalidad, por qué se entiende objeto de una revelación divina, y
cuáles son las razones que avalan esta pretensión.
Debemos presuponer que todas las religiones, entre ellas el
cristianismo, son una forma del universal religioso, dentro de sus
condiciones historicistas propias. Pero, por extraño que nos parezca,
si establecemos el supuesto de que el Dios de la Creación se hubiera
manifestado en alguna religión y, en cierta manera, hubiera “hablado”,
entonces su “mensaje” debería “transmitir” un “contenido” en
congruencia con la Voz del Dios de la Creación, ya que el Dios de la
Creación y el eventual Dios de una posible Revelación serían el mismo
Dios. Así, podríamos decir que la Voz del Dios de la Creación y la Voz
del Dios de la eventual Revelación deberían ser la misma Voz que habla
de un mismo plan en la creación del universo.
Recapitulación. Hemos dicho que todas las religiones pretenden, con
mayor o menor convicción, haber sido objeto de una manifestación divina
y ser, por ello mismo, universales. Así lo pretende también el
cristianismo. Decíamos que la fuerza de la pretendida universalidad de
una religión dependerá de que en sus creencias y en su contenido
consista en el mismo universal religioso. Es decir, que la Voz del
eventual Dios que en ella se manifiesta sea la misma Voz del Dios de la
Creación que es la Voz del universal religioso. Decíamos que el
eventual Dios de la Creación es Aquel que ha puesto al hombre
universal, a cualquier hombre que existe en el mundo, en situación de
abrirse a la esperanza última de salvación por obra de un Ser divino,
siempre que se crea en un Dios oculto y liberador, a pesar de su
ausencia, de su lejanía y de su silencio. El posible Dios ha
establecido en su forma de creación que el logos, el sentido, de toda
posible religiosidad natural desde el interior del universo consista en
admitir el universal religioso. Pues bien, el contenido objetivo de las
creencias cristianas, constatable por todos, al margen de sus actitudes
metafísicas personales, está en profunda armonía con la Voz del Dios de
la Creación. El cristianismo es, pues, una sorprendente explicación de
los planes de Dios en la creación del universo, de tal manera que
resplandece la armonía y unidad de sentido (un mismo logos) entre la
creación, el universal religioso, la religión universal, las religiones
históricas y el cristianismo. Esta sorprendente (aunque en principio
esperada) armonía muestra la unidad profunda del movimiento religioso
universal.
El contenido del kerigma cristiano
¿Qué es entonces el cristianismo como religión? Es
la adhesión a la persona y a la doctrina de Jesús de Nazaret. El
kerigma cristiano es la síntesis de esa doctrina. La iglesia cristiana
se siente llamada a proclamarla en la historia. Los cristianos creen
que Dios “inspira” y “asiste” a la iglesia en orden a la correcta
proclamación del kerigma. Pero, junto al kerigma, aparecieron sistemas
explicativos, es decir, “hermenéuticas” que dependían de la historia
humana. Los cristianos entendieron desde el principio que kerigma y
hermenéutica no eran lo mismo.
Pero entonces, ¿qué dice el cristianismo? ¿Cuáles son sus creencias?
Ofrecemos ahora unos perfiles introductorios que se ampliarán
progresivamente en la lectura completa de este ensayo. En la
exposición, de acuerdo con lo anterior, intentaré mostrar cómo y en qué
sentido el universal religioso está presente en el cristianismo. O, lo
que es lo mismo, en qué sentido y por qué en el cristianismo resuena la
Voz del Dios de la Creación. Repito que exponerlo no supone la
creencia: es sólo la descripción objetiva del cristianismo y su
relación con el universal religioso tal como hoy puede ser entendido
por la razón natural desde dentro de la cultura de la incertidumbre en
la modernidad.
Otra cuestión distinta es si esto conduce a la creencia o a la
increencia. En otras palabras debe quedar bien entendido que no
pretendemos que el ateo o increyente considere que cuanto vamos a decir
sobre el cristianismo sea verdadero y deba ser admitido necesariamente
por el increyente. Es evidente que no, ya que el ateo entenderá que la
creencia cristiana es una visión errónea de la metafísica profunda de
la realidad. De acuerdo. Pero, aun siendo esto así, insistimos en que
el ateo debe conocer con precisión y objetividad qué dice el
cristianismo, cuál es el contenido preciso de sus creencias y su
relación con el mundo moderno. Sólo desde una información correcta
podrá decidir con competencia su sentido de la vida. Aquí exponemos,
pues, los perfiles esenciales del kerigma cristiano.
La doctrina de Jesús de Nazaret: kerigma cristiano y hermenéutica
El cristianismo nace en la historia de Israel. Durante siglos Israel
había esperado que Dios cumpliría la Alianza establecida con Abrahán.
Después de múltiples decepciones, sufrimientos y de la aparición de
numerosos profetas, unos mil ochocientos años después de Abrahán,
aparece la figura de Jesús de Nazaret que comienza una predicación de
tres años, hasta morir finalmente en la cruz y, según sus discípulos,
resucitar al tercer día. Jesús anuncia la forma del cumplimiento de la
Alianza y el cristianismo nace como la iglesia formada por quienes
aceptan la doctrina de Jesús, viéndolo como el Enviado de Dios, el
Mesías, el Cristo. El cristianismo es, pues, la adhesión existencial a
la persona de Jesús que lleva consigo la creencia en una doctrina que
proclama por su autoridad propia.
El concepto de kerigma es muy importante para entender la iglesia
cristiana porque ésta no es una filosofía, sino solo la pretensión de
transmitir a la historia y seguir proclamando el mensaje de Jesús (que
para la iglesia es el kerigma). El contenido de ese mensaje, del que la
iglesia se supo sólo depositaria, tal como la iglesia lo proclama en la
historia, es lo que llamamos el kerigma cristiano (o sea, la
proclamación, hecha por la iglesia, del mensaje de Jesús).
Lo que daba sentido a la iglesia era transmitir lo que Jesús había
dicho y lo que había hecho. Jesús mismo, en sus palabras, hizo la
interpretación de sus hechos, principalmente del significado de su
futura muerte y de su resurrección. Un aspecto importante es que la
iglesia entendió –y a ello se adhirió por la fe– que Jesús se
presentaba a sí mismo como Hijo de Dios, como siendo misteriosamente de
“condición divina”, y que su doctrina era la Palabra de Dios que
revelaba a los hombres los misterios de la decisión divina que había
llevado a la creación del mundo y al establecimiento de un plan de
salvación para los hombres. Jesús no proponía pues una filosofía, sino
que “revelaba” los designios del Dios creador que, de hecho, explicaban
el universo. Jesús hablaba por autoridad propia.
Es explicable el respeto de la iglesia a esta Palabra de Dios y su
intención de fijar con precisión aquel kerigma que debía contener el
mensaje de Jesús. Pero pronto surgieron problemas. La iglesia primitiva
se halló en una coyuntura difícil que llevó a desarrollar los conceptos
de “asistencia” e “inspiración”, clave de la fe cristiana primitiva. La
iglesia, en efecto, llegó a entender que, si Dios quería transmitir el
kerigma con efectividad a la historia, la Providencia divina debía
“inspirar” y “asistir” a la iglesia misma para que el kerigma fuera
proclamado correctamente en cada momento de la historia.
Por tanto, para la teología cristiana, la primera forma de “asistencia”
debía de haber consistido en la “inspiración” de aquellos textos que
debían transmitir el mensaje de Jesús. Pero, dado el embrollo de la
literatura cristiana primitiva, ¿dónde estaban los textos inspirados?
La conciencia de estar “asistida” hizo que la iglesia cayera en la
cuenta de su “autoridad” para establecer el Canon de los Libros
Sagrados (o sea, la lista de los libros inspirados del Nuevo y Antiguo
Testamento). Así igualmente, haciendo uso de su “autoridad”, la iglesia
fue precisando en los primeros concilios la forma correcta de entender
tanto la idea trinitaria de Dios como la naturaleza humana y divina de
Cristo.
Kerigma y hermenéutica. No obstante, al mismo tiempo que la iglesia se
esforzaba en fijar el kerigma (la doctrina de Jesús) era también
consciente de que el kerigma podía y debía ser comentado, entendido,
explicado, interpretado, por la razón humana de acuerdo con la cultura
de su tiempo. Estas “hermenéuticas” eran posibles (aunque distintas
entre sí, como, por ejemplo, las de los santos padres, san Agustín o
santo Tomás). Pero no eran lo mismo que el kerigma. El kerigma era la
doctrina de Jesús, configurada por los hechos y las palabras de Jesús,
pero también por la iglesia que reconocía el kerigma en el curso de los
siglos (y no sólo en los primeros). El kerigma no podía ser erróneo
porque, para la iglesia, estaba asistido e inspirado por Dios. Pero,
sin embargo, las hermenéuticas podían ser coyunturales, incluso falsas
y no digamos imperfectas o insuficientes.
Todas estas ideas (doctrina de Jesús, su propuesta como revelación, el
kerigma, la fe de la iglesia, la Providencia de Dios por asistencia de
la iglesia e inspiración de la Escritura, la hermenéutica) pueden verse
con simpatía o no, aceptarse o rechazarse (como se hace desde la
creencia o la increencia). Pero en todo caso debemos reconocer que así
es como la iglesia cristiana se vio a sí misma, desde la “lógica de su
misma fe en Cristo”. Primero era la fe, pero supuesta la fe, ésta
llevaba “por su propia lógica” a una cierta manera de entender la
asistencia, la inspiración y el kerigma cristiano.
Una nueva hermenéutica del cristianismo desde la modernidad
Debemos advertir que esta presentación introductoria del contenido
objetivo de las creencias cristianas (que se ampliará después en el
capítulo tercero) supone el esfuerzo de entender en qué consiste la
nueva hermenéutica cristiana que hace posible la cultura moderna. Este
esfuerzo afecta a todos.
Quienes viven ya una fe cristiana profunda dejándose llevar
intuitivamente por los grandes símbolos del cristianismo deberán
afrontar el esfuerzo de repensar su propia fe con un orden racional
nuevo (al que no estaban acostumbrados, pero que quizá presentían) para
percibir su armonía con la realidad moderna. Quienes viven su vida
desde la duda, la indiferencia, el agnosticismo o el ateísmo, deberán
también hacer el esfuerzo por entender con objetividad lo que dice el
cristianismo y su conexión con el mundo real (sin que esto implique la
creencia). Hay muchas personas que se han desvinculado afectivamente de
la fe cristiana, pero que se educaron de jóvenes en el cristianismo.
Volver a oír hablar de Trinidad, de Encarnación, de Cristo, de pecado,
etc., les suena a un puro “más de lo mismo”. Sin embargo, aunque es
verdad que el cristianismo no puede dejar de hablar de los contenidos
de siempre que constituyen el kerigma (en otro caso no sería el
cristianismo), lo que vamos a exponer no es “más de lo mismo”, sino una
nueva perspectiva hermenéutica que permite una nueva percepción de la
profundidad (armonía con el mundo real) de los grandes contenidos de la
fe cristiana. Se aceptará o no, pero percibir esta armonía es resultado
de un análisis objetivo que aquí vamos a esbozar introductoriamente (y
que se seguirá profundizando más adelante en este ensayo).
Haremos, pues, una hermenéutica desde la modernidad, ya que es la
cultura que con mayor garantía nos describe hoy cómo es realmente el
mundo creado por Dios. Es la línea hermenéutica (interpretativa)
contenida en lo expuesto hasta ahora: se resume diciendo que Dios ha
creado un universo enigmático y ha dejado al hombre abierto a una
incertidumbre metafísica que concluye en que sólo hay una posible vía
de creencia en Dios: a saber, la creencia en el Dios oculto y
liberador. Así, la Voz del Dios de la Creación es la voz del silencio
divino, la voz de la incertidumbre y la voz del universal religioso que
los hombres han asumido a lo largo de la historia en las más variadas
manifestaciones religiosas. La expectativa sería que una eventual Voz
del Dios de la Revelación manifestara la misma Voz del Dios de la
Creación. En definitiva, por ello, deberemos procurar que se entienda
siempre con claridad lo que es el kerigma cristiano y lo que constituye
la lectura, interpretación o hermenéutica que nosotros proponemos desde
el paradigma de la modernidad.
Al hablar de los Misterios de Dios revelados por Jesús, tal como el
kerigma proclama, entramos en el conocimiento de cosas sorprendentes,
maravillosas, casi “increíbles”, que producen en nosotros pasmo y
perplejidad profunda (distinta de la perplejidad de que antes
hablábamos). La fe cristiana no pretende que los contenidos del kerigma
(trinidad, encarnación, divinidad de Cristo...) sean ni siquiera
atisbables por la pura razón del hombre. La fe tiene estas creencias
sólo porque entiende que constituyen la doctrina de Jesús de Nazaret.
Sólo el conocimiento de estos misterios produce incluso una sensación
de reverencia “sacral” ante la pura posibilidad de que la explicación
de las cosas pudiera ser efectivamente la que el cristianismo propone.
Hay también otros hechos reales que producen profunda perplejidad: es
también el asombro, por ejemplo, de que el puro universo pueda existir
y que haya llegado a hacer posible una existencia tan sorprendente como
la nuestra. Pero la reverencia sacral ante la revelación cristiana, tal
como la sienten los cristianos, es muy superior a todas las otras
perplejidades. Es el escalofrío de que pudiéramos estar siendo
protagonistas de la historia de un plan de benevolencia de un extraño
Dios trinitario que se une a la estirpe humana por la encarnación. Una
historia mucho más maravillosa y sorprendente, casi inverosímil, que
cuando hubiéramos podido imaginar. Es un asombro que puede suscitarse
tanto en creyentes como en no creyentes (al considerar la objetividad
de contenidos de las creencias cristianas).
El Dios trinitario y su eterno designio creador
El kerigma cristiano comienza anunciando la
existencia de un Dios único, pero trinitario, Trino en Personas. Su
eterno designio fue la creación del hombre para hacerlo partícipe de la
Vida divina. Pero, ¿cómo crear al hombre para que fuera persona libre
ante Dios? ¿Tenía sentido la creación de un universo para la libertad
que haría posible el dominio del pecado en la historia y que produciría
el drama del sufrimiento universal? El universo no merecía ser creado
por sí mismo, pero la voluntad divina de Redención hizo posible la
creación. ¿Qué es lo que esto significa para el cristianismo?
El contenido de la pretendida Voz del Dios de la Revelación, tal como
proclama el kerigma cristiano, es “objetivo” (es decir, podemos
describirlo, al margen del compromiso de la fe). A su vez, el contenido
de la pretendida Voz del Dios de la Creación es también “objetivo”
porque podemos describir por la razón natural cómo es realmente el
universo, pretendidamente creado por el mismo Dios que se revela. Por
consiguiente, entre dos puntos de referencia objetivos (lo que dice el
kerigma en la fe cristiana y lo que dice el universo ante la razón
natural) es posible constatar su armonía y su relación. Se trata de un
análisis objetivo. Es lo que haremos en nuestra exposición.
El Dios trinitario y su voluntad de comunicación de la Vida Divina
El mensaje de Jesús, la Buena Nueva, comienza por el anuncio de la
existencia de un Dios misterioso y transcendente (que abarca y funda el
universo por creación, pero no es una parte de él). Un Dios cuya
ontología, o modo de ser real, consiste en ser una Divinidad
Trinitaria. Existe un Dios Único, un solo Dios, pero que en su modo de
ser genera interiormente tres Personas divinas que reflejan la riqueza
de la Vida divina. Siguiendo las palabras de Jesús – matizadas por la
iglesia asistida por la Providencia divina en los primeros concilios–
la fe cristiana ha distinguido la persona del Padre, fundamento del
ser, raíz de la realidad divina y creador; la persona del Verbo, o del
Hijo, la Autoimagen, Sabiduría o Logos de la Divinidad; la persona del
Espíritu Santo en que el Amor interno de Dios, entre las personas
divinas, es generado como persona. Así, este Dios trinitario es Uno y,
al mismo tiempo, Trino en personas. Esta extraña, pero también rica y
sorprendente imagen del Dios real, fue aceptada por la iglesia no por
persuasión filosófica alguna, sino simplemente porque siempre creyó que
estaba fundada en la doctrina de Jesús y así fue ratificado en los
primeros concilios, entendiendo que no existía subordinación sino
identidad divina entre las Personas de la Trinidad y que el Amor
solidario era el ligamen interno del Dios Trinitario. La tradición
cristiana siempre entendió que, como expresó la teología de san Juan,
la esencia divina era el Amor. Pero esta idea trinitaria de Dios
trataba solo de reflejar la doctrina de Jesús, sin contradicción
racional, pero más allá de las posibilidades de la razón.
Este Dios increado, según la doctrina de Jesús, eterno en una forma de
Vida Divina cuya esencia real desconocemos, por un eterno designio o
decisión divina, solidaria trinitariamente, quiso comunicar su Vida
Divina a seres creados por Dios mismo a los que se ofreciera la
posibilidad de integrarse en el Amor trinitario. Este “ser creado” no
sería Dios, sino creatura. Este “ser creado” ha venido a ser el hombre
que somos nosotros y los hombres que escuchaban a Jesús, a los que
anunció ser creaturas de Dios. Creaturas que tenían como destino ser
Hijos de Dios, hermanos de Jesús (en el sentido que veremos), llamados
a participar de la vida trinitaria en el Amor de Dios. Todo esto es en
verdad sorprendente, casi inverosímil, pero constituye, por maravilloso
que parezca, lo que la iglesia escuchó de Jesús y entendió que debía
transmitir en la proclamación del kerigma. Así sigue hasta nuestros
días.
El diseño trinitario del hombre como ser creado
El anuncio de Jesús nos dice pues que Dios quiso crear al hombre para
ofrecerle su integración personal en la Vida Divina. Se ofrece algo al
que puede aceptar o no aceptar, y esto es precisamente lo que Jesús
anuncia: que Dios iba a crear un hombre que fuera persona para
integrarse así por medio de un acto libre en la Vida Personal de la
Trinidad. Ser persona es poseerse a sí mismo y poder llevarse a sí
mismo con libertad a un destino propio. La persona construye en
libertad creativa su propia biografía existencial. Por ello, el anuncio
de Jesús proclama que el hombre es creado como persona (a imagen y
semejanza de la trinidad que es Persona). El hombre iba a estar abierto
a la santidad (la integración personal libre en Dios) o al pecado (la
negativa libre a integrarse en la oferta de Dios). Dios quería
creaturas con una rica condición personal que dignificara su
integración en la Vida divina. Para tenerla, debían ser personas libres
y, por ello, anuncia Jesús que el hombre creado a imagen del Dios
personal está abierto a la santidad o al pecado.
Dios debía, pues, crear el escenario para que el hombre construyera en
libertad su rica condición personal. Jesús anuncia que Dios es el
creador del universo como escenario para la vida humana, en la santidad
y en el pecado. Nos dice además algo muy importante: que el pecado
humano es la causa de que sea un escenario donde el hombre deberá vivir
con el sudor de su frente y acabar muriendo, tras un camino de
sufrimiento. Ya la historia del Jardín de Edén, en el Paraíso Terrenal,
en el AT, transmitía el mensaje de que, si Dios hubiera creado un
escenario mundano sin sufrimiento y sin muerte, pero en el que el
hombre fuera libre (abierto a comer del árbol de la ciencia del Bien y
del Mal para hacerse como Dios e independizarse frente a Él), entonces
la vida de los hombres que pecaran quedaría desvinculada de Dios y
encerrada en el pecado. ¿Por qué transigió Dios en crear el drama de la
historia? Porque el hombre sufriente, indigente, aun pudiendo
libremente cerrarse a Dios en el pecado, entendería que sólo en Dios
podría hallarse la liberación y se interesaría por Él como única
posibilidad de acceder a la Vida. Por esta razón, por la existencia de
personas libres que iban a pecar, se decidió Dios a crear un escenario
mundano de sufrimiento y de muerte. Es el universo que conocemos y que
conocían los hombres que escuchaban a Jesús. Un universo que hace
posible que el hombre sea libre para la santidad y para el pecado. Un
universo sufriente que llevará al hombre, libre ante Dios, a aceptar un
Dios que podría ser la posibilidad única y definitiva de alcanzar la
plenitud de la Vida.
El universo real, un universo diseñado para la libertad, la santidad y
el pecado. Hoy sabemos que el universo no impone teocéntricamente la
patencia de Dios (como se pensaba en el mundo antiguo). Es un universo
enigmático que hace posible abrirse a Dios, entendiendo que Dios es su
fundamento, pero que hace también posible cerrarse a Dios,
interpretándolo como un sistema puramente mundano, sin Dios. En el
universo que conocemos Dios se ha ocultado, ha establecido el silencio
de la Divinidad que resuena universalmente. El enigma del universo ha
dejado abierta la incertidumbre que, por la libertad humana, puede
resolverse en santidad (entrega a Dios) o en pecado (cerrazón a Dios).
Pero, además, también se constata en el universo que la vida humana es
sufriente y acaba en la muerte: es el drama de la historia. Por ello,
todo hombre, aun cerrado a Dios (pecado) sabe que su única y verdadera
plenitud sólo podría cumplirse si Dios existiera y quisiera liberar la
existencia personal y colectiva de los hombres. El hombre puede pecar,
pero su indigencia (su pobreza existencial) le impulsa a interesarse
por Dios y a abrirse a Él. El hombre puede negar a Dios en el pecado,
pero la estructura del universo le impone la precariedad de su ser, el
sufrimiento. Por ello sólo la posibilidad de que Dios existiera y lo
quisiera salvar lo abriría a un final cumplimiento de sus aspiraciones
a la felicidad. Por ello, el universo, creado por Dios como autónomo,
hace posible de hecho la libertad y, al mismo tiempo, constituye el
diseño de un escenario natural de existencia sufriente. El enigma del
universo y su incertidumbre responden mejor al plan divino que
conocemos en el kerigma cristiano que el universo teocéntrico que
imponía universalmente la patencia incuestionable de la Divinidad, tal
como se entendió en el paradigma greco-romano antiguo.
La humanidad pecadora y la impotencia de la creación ante Dios
El kerigma cristiano nos dice que la humanidad fue vista por Dios como
una humanidad pecadora: una humanidad que pecaba y que, en
consecuencia, debía ser creada en una condición indigente y sufriente,
mortal, arrastrada por el mismo pecado. Bastaba el pecado de un solo
hombre para que toda la estirpe humana fuera como tal pecadora. Lo que
el kerigma cristiano ha entendido siempre como “pecado original” es la
condición pecadora de todo hombre, por el mero hecho de formar parte de
la estirpe humana como humanidad pecadora. El kerigma cristiano ha
dicho siempre que el “pecado original” no es un pecado individual, sino
un pecado de la especie que afecta a todo hombre y que hace inviable la
creación. Esta humanidad no tenía, por ello mismo, es decir, por ser
pecadora y por ser “dramática”, la capacidad de merecer ser creada.
¿Tenía sentido-en-Dios aceptar la creación de un universo de esta
naturaleza?
¿Tenía sentido, por tanto, crear un universo de pecado y de
sufrimiento? Todo parece indicar, pues, que Dios mismo consideró el
sentido de crear un universo realmente libre y autónomo (por el
silencio divino y la forma de creación), donde el pecado sería un hecho
que se extendería masivamente, con radicalidad extrema. Pero debió
también de plantearse la viabilidad de crear un universo que, por ello
mismo, debía ser creado sufriente hasta la muerte, a través del proceso
evolutivo ciego de un universo autónomo. ¿Tenía sentido crear un
universo de pecado, una estirpe humana pecadora, cerrada a Dios en gran
parte, que, además, debería recorrer un camino de sufrimiento del que
el mismo hombre haría responsable a Dios? Para el hombre es muy difícil
entender que Dios haya aceptado su silencio en la creación y por ello
el ateísmo es posible. Para Dios mismo también debió de ser “difícil”,
en efecto, crear este universo dramático, tal como es posible especular
desde la fe cristiana proclamada en el kerigma cristiano.
La Redención hace posible la creación del universo
Por consiguiente, ¿tenía sentido-en-Dios crear el pecado y crear el
sufrimiento? El kerigma cristiano fue consciente de que la doctrina de
Jesús presentaba una humanidad pecadora, hundida en las consecuencias
dramáticas del pecado, que no podía exigir por sí misma el ser creada y
no tenía méritos que exhibir para ello. Jesús proclamó, y así lo asume
el kerigma, que Dios creó el universo, y al hombre como protagonista de
la historia del universo, como un acto libre y gratuito de la Divinidad
Trinitaria. El eterno designio creador fue libre y gratuito. La
creación fue una Gracia que perdonaba y asumía la existencia de una
humanidad pecadora, sometida con dramatismo a las consecuencias
sufrientes del pecado. El aceptar la creación de este universo, con el
dramatismo de su libertad y de su sufrimiento, supuso un acto de la
voluntad divina en su eterno designio trinitario de creación.
Este acto de voluntad divina, asumido en la solidaridad trinitaria de
las tres personas divinas, es lo que el kerigma cristiano nombra como
la Redención. Por este acto de voluntad divina libre nuestro universo
fue redimido, salvado del No-Ser, del no haber llegado nunca a existir,
porque Dios asumió y perdonó el mal uso de la libertad, el pecado, y
asumió el drama universal del sufrimiento que debía surgir a lo largo
de la historia. La Redención fue un eterno designio de la Trinidad
solidaria, pero la tradición cristiana ha visto que en este designio
tuvo especial protagonismo la Sabiduría divina, que constituye la
persona trinitaria del Verbo. La decisión creadora y la Redención fue
obra de la Sabiduría divina, personificada en el Verbo de Dios, aun
dentro de la solidaridad trinitaria en el eterno designio divino
creador. El kerigma cristiano establece el hecho de que el mundo fue
creado por la Redención, pero explica también por qué Dios redimió.
Parece obvio pensar, por consiguiente, que, si Dios asumió libre y
gratuitamente la Redención, fue por algo. ¿Qué razones pudieron mover a
Dios a redimir el género humano? ¿Por qué decidió emprender la creación
de este mundo lleno de pecado y de sufrimiento? ¿Por qué aceptó y creó
un mundo tan conflictivo y tan desconcertante como el nuestro? Puede
ayudarnos a conjeturar una respuesta recordar lo que, de acuerdo con el
kerigma cristiano, era el fin primordial de la creación: crear seres
personales a los que se ofertara en libertad su integración en la Vida
divina, que la aceptaran y que orientaran creativamente su vida hacia
Dios en altos niveles de santidad. El fin de la creación fue, pues, la
santidad de los seres creados. La creación debió de buscar sin duda la
excelencia en la santidad. El diseño de la Sabiduría divina iba pues
dirigido a la cualidad o excelencia de la melodía existencial de
santidad que debiera hacerse posible en los seres creados en el
escenario del mundo. Esto es lo que entiende el cristianismo: cree que
Dios aceptó este diseño de creación (a pesar del dramatismo de su
silencio en el universo y su silencio ante el drama sufriente de la
historia) porque previó la excelencia en santidad que iba a producir.
Una excelencia encabezada por Cristo, parte ya de la estirpe humana,
así como por María acompañada por todos los santos de la historia. Esta
es la imagen cristiana del plan creador de Dios.
En consecuencia, si Dios acabó redimiendo al hombre y creando un
universo como el nuestro, aceptando el dramatismo del pecado y del
sufrimiento, debió de ser porque en este proyecto de creación vislumbró
la posibilidad de que se generaran altos niveles de excelencia en la
santidad. Para ello, la Sabiduría divina diseñó un plan sorprendente
constituido por el Misterio de Cristo. Cristo iba a ser parte de la
estirpe humana, realización suprema de la santidad y modelo de toda
santidad humana. Dios se inclinó a la Redención porque sabía que su
plan de salvación incluía el Misterio de Cristo: por ello, creó “en” y
“por” Cristo. Cristo es, para el kerigma cristiano, la Cabeza de toda
la creación, el hombre perfecto; es, por decirlo así, para la fe
cristiana, el supremo valor que explica y da sentido pleno a la
creación del universo y a la Redención. Sin entender qué es el Misterio
de Cristo, es imposible entender el cristianismo, el valor que tuvo a
los ojos de Dios la creación del universo y por qué Dios asumió la
voluntad de Redención de un universo tan dramático como el nuestro, que
por sí mismo no merecía ser creado.
El Misterio de Cristo
El kerigma cristiano que proclama el Dios de Jesús
contiene la revelación sorprendente e inesperada de que Dios se ha
involucrado hasta tal punto con la estirpe humana que, en la persona
trinitaria del Verbo, ha hecho acto de presencia en la historia, en la
persona divina de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Enviado. En el
Misterio de Cristo ha querido Dios identificarse con el hombre
manifestando y realizando en un momento del tiempo del mundo el eterno
designio de Dios para la creación de un universo para la libertad en
que se desplegará el drama de la historia.
Hablar de Dios, aunque sea de la Trinidad, hablar de la creación del
universo, del eterno designio de ofrecer al hombre la participación en
la vida divina, hablar de la creación de un escenario en que son
posibles la santidad y el pecado, y de la impotencia de un mundo
pecador para merecer ser creado, todo eso, lo dicho hasta ahora, es más
o menos inteligible y parece tener una clara relación con el mundo
real, entendido desde la modernidad, se acepte o no desde la creencia o
la increencia.
Sin embargo cuando se comienza a exponer la forma en que Jesús se
entendió a sí mismo y quedó recogida en el kerigma cristiano, en cuya
formulación la iglesia de los primeros siglos (según lo dicho antes)
jugó un papel relevante, es decir, cuando el kerigma cristiano comienza
la exposición del Misterio de Cristo, todo parece de momento hacerse
más difícil, presentándose como si fuera una historia maravillosa, como
un cuento primordial, casi inverosímil, como una de las muchas
mitologías que constatamos en el historicismo de las religiones
naturales. Esta sensación de ser un “cuento chino”, sensación de no
entender “en absoluto”, es mayor en los increyentes, ya que los
creyentes están habituados a oír hablar una y otra vez del Misterio de
Cristo.
Pero esta sensación de pura mitología o invención humana es sólo una
primera impresión porque, al reflexionar sobre el Misterio de Cristo,
aunque se trate de un “misterio” –aun sin ser contradictorio, no puede
explicarse racionalmente– y pueda ser creído o no, aparece de inmediato
la extraordinaria congruencia entre el eterno designio divino de la
creación y el Misterio de Cristo. Es lo que debemos explicar aquí en
unos perfiles básicos. El Misterio de Cristo, lejos de ser inverosímil
y críptico, una vez explicado correctamente, tiene una profunda armonía
con el eterno designio divino de la creación del universo, con la
Redención, y con nuestra experiencia del universo realmente creado por
Dios como escenario de la vida humana. Podemos aceptarlo o no. Pero
constatamos objetivamente cuál es el contenido de las creencias
cristianas y su sorprendente armonía con la realidad.
El Misterio de Cristo en el eterno designio divino
Hablamos en el cristianismo del Misterio de Cristo para referirnos al
Misterio de la persona de Jesús de Nazaret, el Enviado por Dios, el
Mesías o el Cristo que salvará al pueblo de Israel, y a la humanidad,
haciendo posible el cumplimiento de la Promesa de Bendición hecha al
Patriarca Abrahán. Misterio es todo aquello que reconocemos como real y
existente, pero no tenemos capacidad de entender cómo y de qué forma
puede ser real. Es un misterio la existencia del universo. Es un
misterio la existencia de Dios y, no digamos, su naturaleza trinitaria.
Pero también decimos que es un misterio la persona de Jesús, el Cristo.
La condición “misteriosa” de Jesús deriva del hecho de que, siendo
hombre, se presentó a sí mismo como de condición divina, como el Hijo
de Dios. ¿Acaso no es extraño en grado sumo, misterioso, que un hombre
sea Dios? ¿No es extraño que un Dios absoluto y transcendente se haya
involucrado con la estirpe humana hasta el punto de presentarse en la
persona de Jesús? ¿Cómo puede ser esto posible? La primitiva comunidad
cristiana debió de estar desorientada sobre la forma en que Jesús se
presentaba a sí mismo.
Jesús, el Cristo, como Misterio
Pero el kerigma cristiano asumió, definitivamente tras los concilios,
esta doctrina de Jesús sobre sí mismo, entendiendo que Jesús era el
Verbo de Dios, la segunda Persona de la Trinidad, una sola persona
divina, pero con dos naturalezas, divina y humana, es decir, verdadero
Dios y verdadero hombre. Pero, ¿cómo podía entenderse que fuera así? La
iglesia lo consideró un misterio, el Misterio de Cristo, pero lo aceptó
porque se remitía a la doctrina misma de Jesús. Cabe pensar que la
iglesia primitiva creyó cosas tan difíciles de concebir y entender, y
más para una sociedad tan sencilla como aquella, como son la persona de
Cristo o la idea de la Trinidad, porque realmente pensaba que esa era
la doctrina de Jesús. Se creía en Jesús y debía admitirse su doctrina,
por extraña y sorprendente que pudiera parecer. Eran cosas que apenas
se hubieran podido imaginar.
Que el Dios del eterno designio se haya hecho hombre en Jesús es,
ciertamente, difícil de concebir y entender. Pero no es más difícil que
entender por qué existe el universo o por qué existe un Dios de una
extraña ontología trinitaria. Sin embargo, si Dios existe, es creador y
conservador del universo, con toda su complejidad, no es extraño pensar
que Dios haya acertado en hacerse presente como Dios en la persona de
Cristo. Que Dios “se haya hecho hombre”, como reza el kerigma
cristiano, será un “misterio”, pero no es algo en absoluto inverosímil
si se lo atribuimos a un Dios todopoderoso que ha sido capaz de
producir algo más sorprendente, a saber, la creación y conservación del
universo. Esto es lo que aceptan y creen los cristianos. Estos son los
“misterios de Dios” que han sido proclamados por Jesús de Nazaret. Son
“misterios sorprendentes”, pero no menos sorprendentes que el hecho de
que existan, o más bien no existan, algo tan extraño como serían Dios y
el mismo universo. Sin embargo, el Misterio de Cristo, a pesar de su
extrañeza, se nos presenta iluminado en su profundo sentido, cuando
consideramos su abismal armonía con el eterno designio divino, el
escenario de la creación y la naturaleza del hombre, tal como podemos
entenderla en la modernidad. Esta armonía puede ser ponderada objetiva
y racionalmente por cualquier observador, creyente o no-creyente.
Sentido de la presencia de Dios en la historia humana
¿Por qué Dios quiso “hacerse hombre” por la encarnación? ¿Qué papel
cumplía la encarnación en el eterno designio divino? La verdad es que,
al igual que la humanidad no podía por sí misma exigir el ser creada,
sino que la Redención fue un acto libre y gratuito de Dios, así
igualmente, para el kerigma cristiano, la Encarnación no podía ser
prevista, deducida, ni respondía a ningún tipo de exigencia a la que
Dios debiera someterse. La Encarnación, y los Misterios de Cristo que
con ella comienzan, responden a un plan concebido por Dios de forma
absolutamente libre y son una Gracia a la humanidad. La Encarnación (o,
lo que es lo mismo, la condición divina de Jesús) sólo es conocida por
la iglesia porque Jesús así lo proclama. Ahora bien, ¿cuál es entonces
el plan de Dios en el Misterio de Cristo? Podemos decir, de acuerdo con
el kerigma cristiano, que este plan cubría tres objetivos.
Primero unir más estrechamente la humanidad a Dios, ya que el Verbo se
hace hombre y el hombre Jesús, su única persona divina, entra en el
marco del Dios trinitario. Dios entra en la humanidad y el hombre entra
también en la Trinidad. El hombre no sólo es hijo de Dios, sino hermano
de Jesús. Segundo desvelar o manifestar a los hombres, revelar, el
eterno designio divino, el plan de integración de la estirpe humana en
la vida divina consistente en la creación y en el Misterio de Cristo.
Tercero realizar solemnemente en un momento histórico del “tiempo del
mundo” el “eterno designio divino” de la Redención en el Misterio de
Cristo; en realidad, manifestación y realización del Misterio de Cristo
van unidas, ya que en la realización temporal de la Redención es dónde
se entiende la manifestación del alcance y la profundidad del eterno
plan salvador de Dios.
Por tanto, ¿qué vio Dios en la creación para sentirse inclinado a
crearla? La respuesta cristiana es: Dios vio una humanidad enriquecida
por el Misterio de Cristo que Dios, también libre y gratuitamente,
decidió al mismo tiempo emprender. La humanidad que se redimía era la
que tenía a Cristo como Cabeza, una humanidad no sólo unida a la
Trinidad por la filiación de creatura sino por la hermandad con Jesús.
Cristo representaba la santidad suprema, el hombre perfecto, y el plan
de creación-en-Cristo iba a posibilitar en los seres humanos los altos
niveles de excelencia en la santidad que Dios pretendía en la creación.
Así, la Redención fue posible como creación “en” Cristo y “por” Cristo.
En toda la creación resuena así para el pensamiento cristiano el “logos
cristológico” que es el único que permite entenderla como creación
divina. Es decir, sólo por el logos cristológico llega el hombre a
entender por qué asumió Dios la creación de un universo como el
nuestro, con su silencio ante el enigma del conocimiento y ante el
drama de la historia. Dios creó una humanidad unida a Cristo, esto es,
una humanidad que era ya la humanidad que contenía el Misterio de
Cristo y estaba esencialmente enriquecida por él.
El Misterio de Cristo, respuesta divina a la angustia ante el silencio- de-Dios
El ateo increyente considera así el silencio divino ante el
conocimiento humano (enigma del universo) y ante el drama de la
historia (el sufrimiento), y deduce la imposibilidad de creer que un
posible Dios benevolente haya creado un universo de esta naturaleza.
Pero el proyecto divino de creación en el logos cristológico nos da las
claves para entender por qué Dios, sin embargo, asumió este tipo de
creación cuyo sentido-en-Dios cuesta tanto entender humanamente. El
logos cristológico explica por qué el Misterio de Cristo asume el
silencio ante un universo enigmático y el drama de la existencia humana
en el mundo y por qué a través de ese drama se realiza la grandeza de
la santidad humana que da sentido al plan benevolente de Dios en la
creación.
Los tres objetivos del Misterio de Cristo, señalados antes, se
despliegan en tres momentos: el Misterio de la Encarnación, el Misterio
de la Muerte en Cruz y el Misterio de la Resurrección. Entre la
encarnación y la muerte se sucedieron otros misterios, hechos y
palabras de Jesús. Pero Encarnación, Muerte y Resurrección son la
quintaesencia del mensaje que desvela, manifiesta y realiza el eterno
designio divino de la creación. En el Misterio de Cristo vemos una
kénosis o humillación de la Gloria de la Divinidad que desvela y
realiza la kénosis cósmica de la Divinidad en la creación del universo.
En el Misterio de Cristo resuenan los grandes temas del universal
religioso, el silencio divino ante el conocimiento y ante el drama de
la historia. Resuena la unidad entre la creación y la revelación. El
eterno designio redentor del Dios Trinitario por la Sabiduría divina
(el Verbo) es el mismo designio redentor que se realiza en el Misterio
de Cristo en un momento de la “historia en el tiempo del mundo”. La
eternidad entra en armonía sorprendente con el tiempo del universo
creado. Así lo entiende el cristianismo y así lo explicamos
seguidamente.
La Encarnación del Verbo
El Misterio de la Encarnación es el comienzo de lo que se ha venido en
llamar la historia más maravillosa jamás contada. Dejando aparte el
misterio de que la eterna ontología del Verbo trinitario haya podido
“encarnarse” en un ser humano –y la forma en que podemos entender qué
es lo que esto significa como proceso real–, el hecho es que la única
persona divina de Jesús, con una naturaleza humana y una naturaleza
divina, representa la asociación profunda entre el Dios trinitario y la
estirpe humana. Siempre que nos dirigimos a Jesús, para el kerigma
cristiano, nos dirigimos a Dios, a la única persona divina presente en
Jesús. Pero la persona divina de Jesús no sólo tiene una naturaleza
divina, sino que tiene una naturaleza humana y es plenamente hombre.
Sabe escuchar y hablar desde la sensibilidad de la condición humana.
En Jesús Dios ha querido asumir la máxima cercanía con la estirpe
humana. Dios es miembro de la humanidad en la persona de Jesús y esto
significa que Dios se ha unido por Gracia a la humanidad no sólo por
filiación de creatura sino por hermandad de la naturaleza (la persona
divina de Jesús tiene una perfecta naturaleza humana). Dios entra en la
humanidad y la estirpe humana entra en la realidad trinitaria de Dios.
Sorprendente. Casi incluso desconcertante y maravilloso. Pero es lo que
el cristianismo cree.
La Encarnación es la medida de hasta qué punto Dios mismo se ha
involucrado en la creación de seres que pudieran participar con toda su
riqueza personal en la Vida divina. Es decir, hasta qué punto se ha
involucrado en la historia del mundo creado. Lo que afirma el kerigma
cristiano, siguiendo a Jesús, parece inverosímil. La Divinidad
trinitaria no mira a los seres humanos de manera distante y fría, sino
que Dios, o sea, el Amor que lo constituye y es el origen de la
creación, se acerca de forma tan maravillosa a la humanidad que se hace
parte de ella y la asocia a la Trinidad. Dios quería crear para
impulsar la excelencia de la santidad libre de las creaturas. Así,
puede decirse que el hombre Jesús es la santidad perfecta de la
humanidad, e igualmente aparece la santidad de María, la Madre de Dios,
que es símbolo de la iglesia, es decir, la asociación mística de todos
aquellos que se han abierto a Dios, desde la melodía de sus vidas en
medio del silencio divino en el universo y el dramatismo de la
historia, del sufrimiento y de la perversidad humana. Estamos hablando
aquí tanto de cristianos como de no cristianos.
La Encarnación es el Misterio fundamental del cristianismo, ya que sin
atribuir a Jesús la condición divina, pierde su verdadera significación
el Misterio de la Muerte y de la Resurrección de Cristo como
manifestación y realización del eterno designio de la Redención. En la
humillación de Dios en la Encarnación está prefigurado ya el plan
eterno de la benevolencia de Dios en la kénosis de la Creación que se
manifiesta y realiza, en el “tiempo del mundo”, en la kénosis de la
Divinidad en la Muerte y en la Resurrección de Cristo.
La Muerte de Cristo
La religiosidad de Israel, así como también otras religiones antiguas,
sentían sobrecogimiento y temor ante la eventualidad de que Dios se
manifestara abiertamente con todo el poder de su Divinidad. La
manifestación de Dios en su grandeza y esplendor divino se nombraba
como la Gloria de la Divinidad que debía resplandecer ante el hombre.
Lo propio de la Divinidad, el atenimiento a su realidad verdadera,
debería ser que Dios se manifestara en la Gloria que lo constituye y
que tendría derecho a manifestar. Sin embargo, el posible Dios, en que
los seres humanos creen o no creen, no es un Dios que se manifieste en
su Gloria, ya que, si así fuera, no cabría sino acatar su realidad
manifiesta e impuesta. El posible Dios sería un Dios en un
desconcertante silencio que, como veíamos, lleva a que creer o no creer
sea siempre inevitablemente una toma de posición ante el Dios oculto y
liberador.
Pues bien, la manifestación de Dios en Cristo no rompe el silencio
presente en la naturaleza. Jesús no manifiesta la Gloria de la
Divinidad que le corresponde sino que la oculta ya en la Encarnación.
San Pablo acuñó, en la teología contenida en el impresionante Himno de
la Carta a los Filipenses, el concepto de kénosis que expresa
perfectamente la forma en que Dios se manifiesta por la Encarnación: es
el Dios anonadado, que se vacía a sí mismo del poder de la Divinidad,
que renuncia a presentarse en la Gloria de su Divinidad, manifestándose
simplemente como el hombre Jesús. Pero la kénosis del Dios humillado,
presente ya en la Encarnación, y que llena toda la vida de Jesús,
alcanza su máxima expresión en la Muerte de Cristo. Ya no sólo se trata
de asumir la humillación de hacerse de Dios hombre, sino de la máxima
humillación de la muerte en cruz como un malhechor en medio del
abandono total y con el sufrimiento de una tortura atroz. Pero, ¿qué
sentido tiene pensar en la posibilidad de que un Dios, fundamento del
Ser en toda su grandeza, se humille en la Encarnación y lleve esta
humillación al extremo de su Muerte en la cruz? ¿Por qué el Dios
Trinitario quiso hacerlo así?
Dios asumió la Redención porque contempló el plan, concebido en su
eterna Sabiduría, de crear “en” y “por” el Misterio de Cristo. Un
Misterio que llevaría la humanidad a un grado excelso de santidad y de
unidad con Dios, que tiene por Cabeza al mismo Cristo, el hombre
perfecto y el modelo de la santidad humana. Esta es la manera de
entender de la fe cristiana expresada en la proclamación del kerigma.
El Misterio de Cristo, por tanto, manifiesta y realiza el eterno
designio divino del plan creador de Dios. Entre el misterioso “tiempo
eterno” de Dios y el “tiempo del universo creado” existe un paralelismo
sorprendente. El eterno designio divino de la creación supone ya una
kénosis trinitaria: al aceptar en la creación el ocultamiento cósmico
por el silencio divino, Dios acepta ya la humillación de renunciar a la
imposición de la Gloria de la Divinidad en el universo. Así, el
Misterio de Cristo manifiesta y realiza, de acuerdo con el kerigma
cristiano, el eterno designio divino de la kénosis trinitaria en la
creación. La Encarnación del Verbo trinitario de Dios en una forma
kenótica (el Verbo “hecho carne”) muestra ya cómo se está realizando el
eterno designio divino que ha sido asumido ya inicialmente por la
kénosis de la Divinidad en la creación. Pero, al mismo tiempo, por la
Encarnación vemos también que Dios ha escogido ser un Dios unido a la
humanidad a través de la persona divina de Jesús. Dios decide hacerse
cercano al hombre en la historia, pero, en conformidad con el eterno
designio trinitario de la kénosis en la creación, la encarnación es
también una manifestación kenótica del Verbo.
Pero el mensaje que Cristo manifiesta en la cruz, que revela el plan
divino en la creación, no sólo muestra el silencio de Dios en el
universo enigmático al ocultar desde la Encarnación la Gloria de la
Divinidad. Muestra también el silencio de Dios ante el sufrimiento
humano. Cristo en el sufrimiento de la cruz se anonada y humilla hasta
el punto de no eludir el sufrimiento atroz de la cruz. En ello, el
Misterio de Cristo muestra que Dios no sólo asume el pecado sino que
también asume el drama de la historia, el sufrimiento de la cruz obrado
por el Mal de una naturaleza ciega y por la perversidad humana. La
muerte en cruz no sólo muestra que el plan de Dios asume crear un mundo
de sufrimiento, sino que, en la persona de Jesús, lo asume y en ello se
solidariza con el sufrimiento de la humanidad. En la cruz Dios nos dice
que conoce el drama de la historia, pero que lo integra en su plan de
salvación y que el mismo Jesús se solidariza con los hombres sufriendo
como ellos sufren. La explicación final no puede ser otra que la
valoración que Dios hace de la santidad que producirá una humanidad
creada en el Misterio de Cristo, es decir, en el logos cristológico.
La Resurrección de Cristo
El Misterio de Cristo no sólo es la Muerte sino también la
Resurrección. Ambas manifiestan y realizan el eterno designio redentor
del Dios Trinitario. El plan de Dios, por tanto, la kénosis de la
Gloria de la Divinidad en el momento de la muerte en cruz, se
complementa por el momento de la resurrección en que Cristo vuelve a la
vida, después de haber atravesado realmente la muerte en su naturaleza
humana. Dios, pues, salva al hombre Jesús y, al hacerlo, manifiesta que
su voluntad de salvación se extiende a toda la humanidad. Jesús es
cabeza de la humanidad y, al resucitar, lo hace como primogénito que
abre el camino que deberá seguir la especie humana. El Misterio de
Cristo manifiesta y anticipa así, para el kerigma cristiano, el destino
de la humanidad de acuerdo con el plan de Dios: pasar por el momento de
la muerte que significa vivir en el desamparo, el silencio de la
presencia de Dios en un mundo enigmático y de la inoperancia de Dios
ante el drama de la historia; pero el plan de Dios incluye también la
salvación liberadora más allá de la muerte que se anticipa en la
liberación de Jesús por la resurrección. Así lo ha entendido siempre la
fe cristiana, expresada en el kerigma: el hombre debe atravesar el
mismo camino de Jesús (o, lo que es lo mismo, Jesús mismo asume y
recorre el plan de Dios para el hombre), a saber, pasar por el momento
del silencio divino en el enigma del universo (el desamparo de Jesús en
la cruz) y en el drama de la historia (el sufrimiento de Cristo en la
cruz), para entrar tras la muerte en el momento final en que Dios se
manifestará liberador.
La Resurrección de Jesús es parte esencial del kerigma cristiano que
describimos aquí en sus contenidos básicos. ¿Qué quiere decir que es
parte del kerigma cristiano? Pues simplemente que la iglesia primitiva
–o sea, los discípulos de Jesús– vivieron que Jesús había resucitado y
que mostraba su presencia a los discípulos. Así lo consignaron en los
escritos del NT, en que la resurrección de Jesús es considerada por los
creyentes como el signo fundamental de que Dios está en Jesús. Sin
embargo, esto no significa que la resurrección pueda ser demostrada o
que la fe cristiana se funde en la demostración histórico-crítica de la
muerte y resurrección de Jesús. La Muerte y Resurrección de Jesús, así
como la doctrina de la Trinidad y la constitución de la naturaleza
divina y humana de Cristo, son parte del kerigma cristiano en que se
expresa la fe de la iglesia bajo la asistencia y la inspiración de la
Providencia. La iglesia cree en que Cristo realmente murió y resucitó,
pero la fuerza de estos hechos, tal como ya se explicó, depende de ser
parte del kerigma cristiano.
El Misterio de Cristo en armonía con el “universal religioso”
Todo hombre en el mundo debe decidir su existencia
ante el enigma metafísico de creer o no-creer en un Dios oculto y
liberador. Este es el sentido del “universal religioso” presente en
todas las religiones. El cristianismo confirma que el eterno designio
divino es el ocultamiento/liberación, realizado y manifestado en
Cristo. Así, el movimiento religioso universal aparece con una inmensa
armonía.
La hermenéutica (interpretación) filosófica y teológica, como antes
decíamos, no tiene para el cristianismo la misma importancia que el
kerigma, ya que este contiene, para la misma fe cristiana, la doctrina
de Jesús de que la iglesia se siente depositaria, que acepta y que
transmite a la historia. Pero el papel explicativo de la hermenéutica,
aunque sea una obra humana insegura y perfeccionable, ha sido siempre
muy importante en la historia de la teología. La razón de esta
importancia también la explicábamos antes: si el Dios que se revela en
Jesús es el mismo Dios creador, entonces la obra de la creación (el
libro de la naturaleza) debe permitir entender la obra de la revelación
en Jesús (el libro de la revelación), y viceversa. Por tanto, la
hermenéutica es una reflexión hecha por la razón para mostrar la
armonía entre la Voz del Dios de la Creación con la Voz del Dios de la
Revelación. Es decir, que el Dios Creador y el Dios de Jesús son el
mismo Dios que actúa de acuerdo con un mismo plan de salvación, que se
vislumbra en la naturaleza y se desvela para el creyente en la doctrina
de Jesús. La hermenéutica antigua construyó un sistema interpretativo
fundado en la imagen del mundo antiguo: fue el paradigma greco-romano
que llevó a un entendimiento teocéntrico y teocrático del sentido de la
vida religiosa individual y social.
El tránsito desde la hermenéutica antigua a la hermenéutica moderna
Entendemos, sin embargo, que la imagen moderna de la realidad supone un
avance sustancial en relación al mundo antiguo. Permite entender con
una mayor precisión cómo es realmente el universo que ha sido creado
por Dios. Por tanto, la hermenéutica del cristianismo que hoy debe
hacerse –de acuerdo con los mismos principios de la teología
cristiana–, y que aquí estamos presentando, tiene el enfoque preciso de
mostrar la armonía entre el mundo de la modernidad (el mundo que Dios
ha creado, hasta dónde podemos hoy entender en la modernidad) y el
kerigma cristiano (que proclama la doctrina de Jesús de Nazaret).
En la hermenéutica antigua (el paradigma greco-romano) se ofrecía una
imagen teocéntrica (el universo impone al hombre el conocimiento de
Dios, la vida no tiene sentido sin referencia a Dios, no es posible un
humanismo sin Dios) que, al mismo tiempo, conducía a una imagen
teocrática (Dios es el origen y fundamento del orden moral, social y
político, la sociedad no es posible sin un fundamento religioso en
Dios, es decir, teocrático). La hermenéutica antigua entendió y explicó
la fe cristiana desde una persuasión filosófica, racional, de la
patencia absoluta de Dios en la naturaleza, patencia teocéntrica y
teocrática. Este estilo de hermenéutica explica los comportamientos de
la iglesia en siglos pasados, su imperturbable seguridad (verum et
certum) y ejercicio del dominio social.
Pero la cultura moderna, más allá del teocentrismo/teocratismo antiguo,
nos hace ver que el universo, tal como de hecho es, sitúa al hombre en
una desconcertante incertidumbre metafísica. El hombre queda abierto a
esta incertidumbre por la intuición inmediata del universo o como
resultado de una reflexión científico-filosófica culta. El universo
real no hace posible una patencia incuestionable y absoluta de su
Verdad Última. Sería posible, pues, una conjetura atea puramente
mundana, sin Dios, pero también una conjetura teísta que ve a una
Divinidad transcendente como fundamento del universo. Frente a los
dogmatismos antiguos, teístas y ateos, la modernidad ha impuesto este
universo en incertidumbre. ¿Existe realmente Dios? Responder esta
pregunta depende de la actitud que se tome ante el desconcertante
silencio-de-Dios que se manifiesta en el enigma del universo ante el
conocimiento y en el drama de la historia por el sufrimiento humano.
Por ello, si el universo es tal como describe la modernidad, el teísmo
o el ateísmo son posibles, si se cree o no se cree en la existencia de
un Dios oculto y liberador. De esto hemos hablado ya extensamente en lo
anterior, y seguiremos hablando.
La armonía entre el Misterio de Cristo y la experiencia del hombre moderno
Pues bien, que el mundo sea tal como hace entender la cultura de la
modernidad es extraordinariamente armónico con el plan creador de Dios
que se revela en la doctrina de Jesús de Nazaret. No podría decirse lo
mismo acerca de su armonía con el paradigma greco- romano, al menos si
vemos las cosas tal como la cultura moderna nos impulsa hoy a entender.
Este universo enigmático (no teocéntrico) parece hecho a medida, en
efecto, para la creación de un escenario de libertad del ser creado, en
que fueran posibles la santidad (la entrega existencial a Dios) y el
pecado (la cerrazón de la existencia a Dios). La deliberación divina
que llevó a la voluntad de Redención se contempló en la Mente
Trinitaria de Dios y en ella jugó un papel relevante la posibilidad de
crear un universo como escenario del silencio divino (ante el
conocimiento y ante el drama de la historia). Dios redimió este
universo y quiso crearlo tal como de hecho es, como escenario en que
Dios retira su presencia e impone su silencio cósmico. Por ello, el
hombre, que debe vivir su vida a la altura de la cultura de la
modernidad, sabe que sería verosímil la existencia de Dios, pero
aceptarlo depende de la ponderación de la extrañeza ante su silencio,
hasta el punto de que ser religioso o no serlo depende de la actitud
ante la creencia o increencia en el Dios oculto/liberador. En otras
palabras, la forma de religiosidad que se describe en el universal
religioso es la única posible desde el mundo real, tal como ha sido
creado, y es la única posible de acuerdo con el plan de Creación y
Redención que anuncia la doctrina de Jesús.
El Misterio de Cristo, como hemos visto, sería la manifestación y
realización en un momento del tiempo del plan salvador de Dios que da
sentido a la creación del universo. La muerte de la Divinidad en la
cruz, en el sentido explicado, la kénosis o humillación final y
absoluta de Jesús, hasta la muerte sufriente en la cruz, es la
manifestación y realización, en un momento del tiempo del mundo, de la
kénosis de Dios en la creación por su silencio en el escenario del
universo (silencio ante el conocimiento y ante el drama de la
historia). El hombre, al acceder a Dios, lo hará identificándose con
Cristo, reproduciendo la imagen de Jesús que se entrega a Dios a pesar
del desamparo absoluto de la cruz y de la experiencia final del
sufrimiento extremo. Pero el hombre, al aceptar a Dios, lo hará
aceptando también que más allá del momento de su ocultamiento, de la
impotencia y humillación de Dios en la historia (la cruz) llegará
también el momento en que Dios se manifestará Glorioso y Liberador (la
resurrección). Lo que el Misterio de Cristo revela es el plan de Dios
para crear en el universo un escenario en que el hombre pueda acceder a
Dios creyendo que en su ocultamiento y en su futura liberación, a pesar
de su lejanía y de su silencio en el mundo, se hace real el plan de su
Amor para con la estirpe humana.
La universalidad del cristianismo y el “universal religioso”
Así como el cristianismo es algo históricamente localizado y la mayor
parte de los hombres de antes y después de Cristo no han sido
cristianos, sin embargo, debe pensarse que el universal religioso
abarca la historia en su totalidad: todos los que han sido religiosos
están viviendo en su interior subjetivo la lógica natural del universal
religioso. Todos los cristianos son también seres humanos que viven en
su interior la posible lógica de este universal religioso. El
cristianismo es una religión que siempre ha tenido especial deseo de
proclamar su universalidad. Universalidad debería significar que la vía
de acceso a Dios que describe el cristianismo es la que siguen todos
los hombres inevitablemente: por ello la esencia de la religión
natural, la de todos los hombres, es decir, el universal religioso,
debería ser en alguna manera “cristiano”. Cristo estaría presente en
toda religiosidad humana.
Ahora bien, conociendo en qué consiste el universal religioso y en qué
consiste el cristianismo, estamos en condiciones de explicar con toda
objetividad la relación existente entre el universal religioso y el
cristianismo. Un análisis objetivo del plan salvador del Dios de Jesús
muestra que no es otro que el universal religioso. Es decir, que el
plan de salvación conocido por la Voz del Dios de la Creación (el
universal religioso) es el mismo plan de salvación que, con mayor
profundidad, descubre la Voz del Dios de la Revelación en Jesús (el
Misterio de Cristo).
En efecto. El Misterio de Cristo contiene la quintaesencia del mensaje
de Jesús. Y este mensaje nos dice que es real un Dios que no ha querido
imponer su presencia en el universo, ocultándose por su silencio en la
cruz ante el enigma del universo y el drama de la historia. Todo hombre
que vive el universal religioso acepta creer en un Dios oculto,
asumiendo su silencio ante el universo y su silencio inoperante ante el
sufrimiento y la perversidad humana. Por ello, todo hombre religioso,
al aceptar al Dios oculto y transigir con su silencio, está aceptando
de una forma implícita la cruz de Cristo. La cruz nos insta a no
desfallecer ante un Dios cuyo plan de salvación en nuestro favor pasa
por el ocultamiento en la kénosis de la Gloria de la Divinidad en la
creación del universo y en la kénosis de su impotencia ante el
sufrimiento y la perversidad humana. Pero el hombre religioso natural
que acepta el ocultamiento divino (la cruz) es también el que confía en
una futura liberación personal y de la historia (la resurrección). La
naturaleza (que está creada en el logos cristológico de
muerte/resurrección, ocultamiento/liberación) mueve así al hombre, de
forma implícita y prefigurada, a aceptar al Dios oculto/liberador por
encima de su lejanía y de su silencio, dándose en ello una aceptación
implícita del Misterio de Cristo que, de acuerdo con la fe cristiana,
desvela que el plan del Dios creador pasa por el momento de la cruz (el
ocultamiento) para terminar en la Gloria de la Resurrección (la
liberación).
El cristianismo confirma el universal religioso: nos dice que, en
efecto, el Dios real se ha ocultado en la creación, pero ha hecho
posible una relación personal y libre con aquellos hombres que, en
cualquier momento de la historia, pasada, presente y futura, han
vivido, y muerto, en la creencia de la benevolencia de un Dios oculto y
liberador. El Misterio de Cristo es la confirmación del universal
religioso en una dimensión de mayor profundidad que no podría ser
anticipada por la razón natural: la esencia de Dios Uno y Trinitario,
la voluntad de integrar a la estirpe humana en la vida divina, el
eterno designio divino, el por qué de la kénosis divina, la encarnación
del Verbo en Jesús, el Misterio de Cristo, el logos cristológico de la
creación, etc. Pero entre todos estos contenidos desbordantes –
sorprendentes y maravillosos– del cristianismo y el sentido natural del
universal religioso existe de hecho una extraordinaria armonía y
congruencia. La Voz del Dios de la Revelación desvela así el
extraordinario alcance y profundidad del plan de salvación manifiesto
ya por la Voz del Dios de la Creación en el universal religioso,
entendido en la cultura moderna de la incertidumbre.
Incertidumbre y perplejidad ante la decisión metafísica sobre el sentido de nuestra vida
Estamos ya en condiciones de reducir la
perplejidad metafísica. Sabemos que, por la ciencia y por la filosofía,
no podemos conocer con seguridad la verdad metafísica última del
universo. Sabemos que la incertidumbre nos instala ante el
silencio-de-Dios. Sabemos que la discusión crucial en torno a Dios gira
sobre el sentido o sin-sentido del silencio divino en el universo.
¿Dónde queda el camino recorrido? La razón no impone una metafísica. El
ateísmo es posible. Teísmo, religiosidad y religiones son posibles. El
cristianismo es posible también ante la razón humana.
Volviendo al comienzo de esta Introducción, recordemos que este ensayo
quería ser una propuesta de análisis que ofreciera materiales y
enfoques que ayudaran en la tarea de decidir el sentido metafísico de
la vida. Aunque escrito desde un fondo cristiano, que en ningún momento
se ha tratado de ocultar, tiene una pretensión de objetividad que podrá
ayudar a muchos. Al menos esta es la expectativa. Nuestro ensayo puede
ser por ello una Guía para perplejos, es decir, para salir
controladamente y hasta un cierto punto de la perplejidad. Si somos
capaces de informarnos con precisión, conociendo más y más opiniones,
estaremos cada vez en mejores condiciones para salir de la perplejidad.
Entonces podremos tomar con conocimiento de causa la posición
metafísica a que se inclinen nuestra voluntad libre y nuestras
emociones personales. Es decir, decidiremos pero conociendo
correctamente todos los datos del problema, o sea, conociendo el mapa
del territorio que debemos transitar hasta configurar nuestras
decisiones metafísicas: o sea, advirtiendo correctamente los contenidos
del territorio, sin ignorar, inventar o describir falsamente los
accidentes de su orografía, pues ello podría llevarnos a errar
gravemente en la elección del camino. Decidiremos, pero sabiendo por
qué decidimos una cosa u otra, conociendo todos los términos del
problema. Decidir será nuestra exclusiva responsabilidad libre.
Factores que permiten controlar la perplejidad ante la incertidumbre del más allá
Como decíamos antes, perplejidad significaba desorientación,
desconcierto, borrosidad, tener la sensación de que no podemos hacer
nada para iluminar una decisión perentoria que debemos tomar. Es
indecisión y angustia ante el camino que debemos recorrer. La
perplejidad nos dejaba en una sensación de impotencia racional
metafísica: en la angustiosa conciencia de que no estamos en
condiciones de usar la razón y de que nuestra existencia queda en las
manos de nuestras puras emociones. Esta experiencia de desconcierto es
la que ha llevado a muchas personas de nuestras sociedades modernas a
refugiarse en una actitud de indiferencia metafísica, tanto ante el
teísmo religioso como ante el ateísmo arreligioso. Amparándose unos en
otros se ha extendido la persuasión de que no se es responsable
moralmente de la caótica situación cósmica y social que aboca a la
indiferencia. Por ello, al ver que no se puede salir del desconcierto,
aparece la conciencia colectiva de que no se es responsable moral de
tener que prescindir pragmáticamente de la atención a lo metafísico.
Sin embargo, en lo dicho hasta ahora hemos introducido muchos elementos
para salir controladamente de la perplejidad. ¿Qué quiere esto decir?
Pues que tenemos ya muchos conocimientos relevantes para delimitar el
problema de la verdad metafísica última del universo que, en
definitiva, es la cuestión decisiva de si existe Dios o no existe, si
el universo se fundamenta en un ser divino o, más bien, es un sistema
autosuficiente, sin Dios. Sabemos ya por dónde van las cosas, de qué
factores depende una decisión u otra, cómo se debe plantear el problema
y cómo no debe hacerse. Sabemos, a grandes rasgos, qué significa tomar
una decisión u otra, y cuáles son los argumentos que las avalan.
¿Dónde estamos? ¿Cómo decidir el sentido de la vida ante el más allá?
Lo que, en definitiva, hemos dicho es que el universo es un enigma que
abre a una incertidumbre metafísica de fondo. ¿Hemos dicho que ateísmo,
agnosticismo, indiferencia religiosa popular, no sean posibles? En
absoluto. El enigma del universo puede resolverse de una forma
puramente mundana, sin Dios, atea, que es sin duda posible para el
hombre natural, situado en el mundo en el ejercicio de todas las
facultades racioemocionales de su naturaleza. Por ello, vivir sin Dios
en el mundo es posible, es una forma bien construida y honesta
moralmente de entender la vida que es asumida por un ejercicio personal
y responsable de la razón emocional. Esto no lo ponemos en duda. Ahora
bien, ¿hemos dicho que la religiosidad subjetiva, el teísmo o las
religiones no sean posibles? En absoluto. La apertura a considerar a
Dios como existente y el vivir con Dios, religiosamente, en el mundo es
también posible para la naturaleza racioemocional del hombre.
Pero, entonces, ¿tiene sentido decir que, al mismo tiempo, para unos y
para otros, ateísmo y teísmo sean posibles? Así es, en efecto, porque
un universo enigmático da pie a diversas conjeturas metafísicas. Es
evidente que no todas serán verdad. Pero el hombre no lo sabe porque
vive desde dentro la borrosidad metafísica del universo. La
incertidumbre metafísica es consecuencia de que el universo es un
enigma que hace posibles dos hipótesis metafísicas últimas. Una es el
ateísmo que conecta con el agnosticismo y con la indiferencia religiosa
popular. Pero, al mismo tiempo, el teísmo y la religiosidad son también
posibles. Por lo tanto, el ateísmo y el teísmo son intelectual,
emocional y moralmente posibles.
Pero hemos anticipado algo importante: que ateísmo y teísmo no deben
ser una opción racionalmente ciega, surgida de impulsos emocionales
abrumados por una desconcertante perplejidad. El teísmo debe entender
la profundidad y sentido del estado de cosas que mueven a desconfiar de
la posibilidad de Dios y a la opción atea que tiene cuerpo de
ciudadanía en la sociedad moderna. El teísmo debe aprender a respetar,
y por ello a tolerar, que el ateísmo es una manera racional viable
naturalmente de entender la verdad del universo y el sentido de la
vida. Pero el ateísmo, igualmente, debe también entender y valorar las
razones que avalan y hacen posible la opción religiosa por el sentido
de la vida. Y debe hacerlo de una forma competente. No basta tener una
idea simple, arqueológica y caricaturesca, de las religiones. Como si
la religión actual fuera la de hace ocho o veinte siglos. Hay que
entender el universo descrito por la modernidad y cómo en él se hace
posible la religiosidad natural por el universal religioso que anida en
las grandes religiones históricas y que se formula con impresionante
profundidad en el cristianismo. Es lo que hemos perfilado aquí
introductoriamente y veremos con más amplitud a lo largo de este
ensayo. Sin entender objetivamente la unidad profunda de sentido en el
movimiento religioso universal no es posible decidir con competencia
sobre la gran cuestión metafísica que a todos nos abruma: vivir con
Dios o sin Dios en el mundo.
El ateísmo es posible
La incertidumbre metafísica es consecuencia de que el universo es un
enigma que hace posibles dos hipótesis metafísicas últimas. El ateísmo
es intelectual, emocional y moralmente posible. Este ensayo, considera,
por tanto, que el ateísmo es naturalmente honesto. No nos cabe ninguna
duda de ello.
El ateísmo se funda en un discurso racional, desarrollado por la
ciencia y por la filosofía, que es también intuido por el hombre
popular, sobre todo en la cultura moderna. Este discurso ateo que
permite concebir una explicación última del universo sin Dios ha sido
esbozado antes y será objeto de posterior análisis, tanto en el ateísmo
dogmático como en el crítico. En apoyo de esta conjetura atea se aduce
también la dificultad de admitir la existencia de un Dios benevolente y
bueno por el Mal, el sufrimiento y la perversidad humana. Además la
religión es considerada por el ateísmo como una forma más aguda de
perversidad humana, todavía más incomprensible en Dios.
La fuerza del ateísmo es en gran parte emocional, no es un frio
resultado de la razón. Es la emoción del anticlericalismo, que no puede
sufrir ni beaterías, ni iglesias, ni religiones, ni clérigos, ni
obispos, ni sus pretensiones de poseer la “verdad” de forma
intransigente. El ateísmo vive de la emoción emancipadora de haberse
liberado de un cansancio ancestral de siglos y siglos de historia
dominada opresivamente por las religiones. Pero, además, el ateísmo es
también la emoción de proponer el humanismo alternativo de la rectitud
de la conciencia moral que funda la absoluta autonomía humana en el
mundo y acepta la muerte con valentía. El ateísmo permite la autonomía
de sentirse dueños y señores absolutos de la realidad, sin un Dios que
vigile desde arriba. El hombre puede hacerse a su propia indigencia,
aceptar la muerte con equilibrio psíquico, y disponerse a disfrutar de
cuanto el universo le ofrece: la felicidad, aunque sea limitada, la
ética y estética de la vida, el cumplimiento de las propias apetencias,
el carpe diem de cuanta felicidad ofrece inmediatamente el mundo, etc.
El ateísmo es, pues, posible. Pero su futuro es inexorablemente la
muerte y la aniquilación total y absoluta. El ateísmo competente, sin
embargo (no el que es sólo emocional sin profundidad intelectual), sabe
que Dios “podría existir”, que hay serios argumentos a su favor, y que
en el movimiento religioso universal existe una sorprendente armonía
entre el Dios oculto y liberador del universal religioso y el Dios
kenótico de que habla en el cristianismo en el Misterio de Cristo.
Siente además la apelación interior mistérica del Espíritu de Dios. Por
todo ello, es inevitable que el ateísmo viva acompañado de una
creciente inquietud interior ante el futuro más allá de la muerte. Esto
es un hecho que se deduce de las circunstancias que concurren.
Teísmo, religiosidad interior y religión son posibles
El ateísmo, aunque sea posible, no se impone. El universo hace posible
también otra alternativa metafísica, y por ello estamos en
incertidumbre. Es la creencia en que Dios sea real y existente como
fundamento del universo. Así lo creen el simple teísmo, la religiosidad
interior o las religiones establecidas en la sociedad y en la cultura.
Pero, ¿por qué es posible la creencia en Dios como fundamento creador
del universo?
Hay una causa fundamental que explica la importancia y extensión que, a
lo largo de la historia, ha tenido la religiosidad en cualquiera de sus
formas. Sólo las creencias religiosas permiten al hombre la aspiración
a la realización final de la felicidad y el cumplimiento de la
aspiración por la Vida. Nadie puede negar que, si no se cree que Dios
existe, el horizonte final para el hombre mundano es la muerte, la
definitiva aniquilación final absoluta.
¿Acaso no es así? La religiosidad permite soñar e imaginar que la
dureza de la vida se resolverá en una felicidad, o liberación final,
más allá de la muerte natural. El hombre religioso vive siempre la vida
con el consuelo de poder dirigirse interiormente al Dios de la creación
que dará forma a una nueva creación liberadora. Aunque el hombre deba
asumir el sufrimiento inevitable y la muerte (ha disculpado a Dios por
ello porque acepta el plan de la creación), vive siempre acompañado por
el consuelo de su relación interior con Dios. Dios acompaña en el
camino, incluso en el sufrimiento. Hasta el mismo psicoanálisis
reconoce que la religión es un consuelo para el hombre. Millones de
hombres han vivido sus vidas amparados en este consuelo. La
religiosidad ha sido, pues, un enriquecimiento para la humanidad y esto
explica sin duda su persistencia a lo largo de la historia.
Ahora bien, aunque la religiosidad fuera un consuelo, ¿tendría un
sentido admitirla si la razón nos dijera que Dios no es posible? La
existencia de Dios no se impone por la razón porque el universo es un
enigma, pero es una hipótesis verosímil que está avalada por la razón,
en el conocimiento ordinario, en la ciencia y en la filosofía. Pero,
una causa decisiva de la creencia en Dios es entender que el Dios
lejano y en silencio podría ser un Dios oculto y liberador que, a pesar
de ello, esconde un plan de salvación de la humanidad. El universal
religioso, presente en toda forma humana de religiosidad, es así una
causa de que la creencia en Dios sea posible. El hombre religioso
transige y disculpa a Dios por el Mal de la naturaleza y de la voluntad
humana, entendiendo que el plan de Dios en la creación tiene un
sentido. Además, la presencia misteriosa, mística, interior, del
Espíritu de Dios es intuida por el hombre religioso en su armonía con
el hecho de que el Dios real es un Dios que quiere ocultarse en el
universo.
Por consiguiente, la religiosidad es posible, pero no porque ignore el
ateísmo y sus argumentos, o porque no haya advertido que el ateísmo es
posible. En la creencia, aunque se entienda que Dios es verosímil, se
sabe que Dios está en silencio en el enigma del universo y esto es lo
que se hace visible en el ateísmo. Se sabe también que Dios está en
silencio ante el drama de la historia. Pero, a pesar de ello, el hombre
religioso está hasta tal punto interesado en la liberación que Dios
podría ofrecer que se siente movido a creer en Él por encima de su
lejanía y de su silencio en el universo, es decir, aceptando la
existencia de un Dios oculto/liberador que, sin romper su ocultamiento,
se estaría acercando a todo hombre en la mística experiencia religiosa
interior.
El cristianismo es posible
El cristianismo es posible igualmente, pero sin romper el enigma del
universo y la incertidumbre constitutiva de la vida humana. El
cristianismo, como hemos visto, es también la creencia en la existencia
de un Dios cuyo plan creador es armónico con la existencia del enigma y
con la incertidumbre metafísica del universo, con la posibilidad del
ateísmo y con la forma del universal religioso que constituye el fondo
de todas las religiosidades naturales y las religiones en la historia.
El ateísmo, la religión natural del universal religioso y el
cristianismo, son tres formas de entender la verdad que se muestran en
congruencia armónica con el enigma de un universo en incertidumbre
metafísica.
Pues bien, valorar por la razón el cristianismo y analizarlo
objetivamente (cosa que no significa eo ipso la creencia religiosa)
implica entender cómo conecta su pretensión de ser la Voz del Dios de
la Revelación, o sea, el contenido del kerigma cristiano, con la Voz
del Dios de la Creación, es decir, la forma de la realidad creada que
conocemos en la cultura de la modernidad, a saber, una realidad de
incertidumbre, de ateísmo y de religiosidad por el universal religioso.
El misterio de la creación es el de un universo creado para la libertad
en que Dios se oculta, no se impone, haciendo posible la santidad y el
pecado, pero con un designio autónomo, evolutivo y sufriente. Cristo en
la cruz como persona divina manifiesta y realiza, según la proclamación
del kerigma cristiano, el eterno designio divino de la kénosis de la
creación, el silencio divino ante el enigma del universo y ante el
drama de la historia. Cristo en la Cruz, como hombre, se entrega a Dios
en santidad, a pesar del drama del abandono divino, por el enigma del
universo y por el drama de la historia. Pero, por la Resurrección, el
Misterio de Cristo manifiesta que el ocultamiento divino por la kénosis
en la creación y en la Muerte de Cristo, no es la última palabra del
plan de Dios en la creación que, como sucede anticipadamente en la
Resurrección de Cristo, acabará liberando tras la muerte a todos los
santos, es decir, a quienes con su voluntad libre hayan encaminado su
existencia hacia la aceptación personal y libre de la oferta de amistad
divina en la creación.
Así, entender cómo el cristianismo se ve a sí mismo es entender la
armonía del movimiento religioso universal. Cuando el hombre acepta
creer en un Dios oculto está aceptando implícitamente la creencia en el
Dios que se manifiesta en la kénosis de la cruz. Al aceptar la
esperanza de liberación acepta la resurrección anticipada en Cristo. El
universal religioso se hace cristiano y el cristianismo universal asume
el sentido de toda posible religiosidad humana. Cuando el hombre tiene
ocasión histórica de entender reflexiva o intuitivamente (como ocurre
en la mayor parte de la gente) la profundidad abismal y la armonía del
cristianismo con el logos de la religión universal (universal
religioso), entonces entiende también que una poderosa fuerza de
armonía con el universo y con la voz interior misteriosa del Espíritu
le mueve a aceptar la fe en el cristianismo.
Conclusión: la decisión metafísica personal ante el más allá
Llegamos al final de esta Introducción. Sin embargo, tenemos ya una
intuición global en esencia de cuanto, en este ensayo, debemos exponer
seguidamente con mayor amplitud. Estamos ya orientados, no estamos
perdidos, sabemos de dónde salimos, adónde nos encaminamos y qué son
aproximadamente las tesis que defendemos. El ensayo consistirá en la
ampliación, en tres capítulos básicos, del contenido ofrecido en esta
Introducción. Además, en un Anexo final expondremos algunas cuestiones
especiales, ya desde la perspectiva de la creencia cristiana. Por
tanto, debemos entender que, en el conjunto de la obra, deberemos
abordar todavía reflexiones importantes que apenas hemos podido esbozar
hasta ahora.
El universo es, pues, un enigma que nos coloca en una molesta
incertidumbre metafísica. Por nuestra naturaleza humana, por el
ejercicio de las facultades de nuestra naturaleza, podemos ser teístas
o ateos, religiosos o arreligiosos. En una u otra posición podemos ser
intelectual y moralmente honestos. Lo que hoy no puede sostenerse es
que en el teísmo o en el ateísmo tomemos una posición de arrogancia y
de dogmatismo. No podemos entender que nuestro teísmo o ateísmo sean
una evidencia incuestionable, avalada por una seguridad dogmática
fundada ilusoriamente en la intuición natural, en la ciencia o en la
filosofía. Podemos ser teístas o ateos, pero respetando la posición
alternativa y sabiendo que nuestra posición podría estar equivocada; es
decir, que Dios “podría no existir” (para el teísmo) o que Dios “podría
existir” (para el ateísmo). La naturaleza, nuestra razón emocional y
nuestras facultades naturales, no nos permiten sino una metafísica
“débil” que, aunque sea la nuestra, nos mueve a la discreción y a
evitar falsas arrogancias.
Pero teísmo y ateísmo deben siempre fundarse en la competencia
intelectual. El teísmo debe reconocer la seriedad de los argumentos del
ateísmo y la dificultad de admitir la existencia de un Dios en
silencio, ante el conocimiento por el enigma del universo y ante el
drama de la historia por el sufrimiento. Junto a esto, el ateísmo debe
también reconocer los argumentos racionales que hacen verosímil que
Dios pudiera ser el fundamento del universo, el sentido de aceptar que
un Dios oculto y en liberador pudiera tener un plan de creación que
asumiera su ausencia, su lejanía y su silencio, y la extraordinaria
congruencia con que el kerigma cristiano confirma que ese Dios oculto
(la cruz) y liberador (la resurrección) es real y existente. El ateísmo
es naturalmente posible, pero debe ser competente para advertir que
supone el rechazo de la extraordinaria armonía del movimiento religioso
universal.
Un aspecto de la competencia del ateísmo es entender lo que dicen las
religiones sobre el testimonio y la llamada interior del Espíritu de
Dios.
La dimensión “emocional” y “mística” de las decisiones metafísicas
Que Dios sea “sostenible” ante la razón natural, por la ciencia y por
la filosofía, es necesario para que el hombre viva su posible
religiosidad como algo que tiene “sentido”, que es armónico y posible
desde el interior del universo. Podría quizá haber un teísmo fundado
sólo en consideraciones racionales. Pero ni religiosidad ni religiones
se reducen a razón. Dependen de una experiencia interior, mística,
misteriosa (el cristianismo dice “sobrenatural”, en que el individuo
queda abierto a una dimensión profunda, interior, envolvente y
holística, de la Divinidad). Pero no es constatable por la razón
natural y, por tanto, el ateísmo no tiene por qué reconocerla. Hasta
que el hombre no se vuelca hacia su interior profundo, coloca su
existencia ante Dios y es capaz de dirigirse personalmente a ese
misterio interior y decir “aquí estoy”, no aparece la auténtica
religiosidad. Las religiones son conscientes de que la religiosidad es
esa apertura interior a Dios. Sin ella no hay religión y el hombre no
puede entender lo que es la auténtica religión.
El ateo está con frecuencia muy afectado por el silencio divino, sobre
todo por el silencio-de-Dios ante situaciones de sufrimiento personal,
familiar o colectivo. El ateo no le perdona a Dios su silencio y por
ello, en alguna manera, el ateísmo es una revancha emocional frente a
Dios. En otras ocasiones, el ateo no soporta el mundo de las religiones
establecidas y su anticlericalismo emocional se traduce en ateísmo, ya
que éste es la forma radical absoluta de rechazar todo lo religioso, y,
en especial, a los clérigos que no soporta. Este bloqueo psicológico
del ateo ante todo lo religioso es también un bloqueo que impide esta
apertura interior hacia Dios que constituye el comienzo de la
religiosidad. El ateo puede llegar a estar en unas condiciones
psicológicas que le impiden totalmente el acceso a la única actitud que
puede dar origen a la religiosidad. El Dios que el hombre acepta es
siempre el mismo Dios oculto y liberador, en la naturaleza y en la
interioridad de su espíritu.
Esta ruptura de la frialdad psicológica que separa de Dios y de la
apertura interior al reconocimiento de la presencia mística y
sobrenatural de Dios en el espíritu humano es lo que el cristianismo ha
entendido por “conversión”. Sin conversión no existe, pues, verdadera
religiosidad. Por esta relación interior con Dios –que no es una
propiedad natural sino una Gracia sobrenatural y mística que Dios
concede al hombre natural– ha entendido siempre el cristianismo que el
hombre puede llegar a tener la “seguridad subjetiva interior” de la
presencia de Dios. El cristianismo, yendo más allá de las posibilidades
naturales de la razón, habla incluso de la “certeza subjetiva interior”
de la fe como presencia de Dios.
¿Qué podemos esperar más allá de la muerte?
Lo que podamos esperar tras la muerte dependerá, pues, de que Dios
exista o de que no exista. Si en realidad no existe, entonces la muerte
será la aniquilación total, definitiva e irreversible, de nuestra
existencia. Si Dios existe, y en este caso cabe pensar que ha creado el
universo con un plan de salvación (así piensan las religiones y así se
vive en la experiencia religiosa), entonces los seres humanos
pervivirán más allá de la muerte en un nuevo escenario, una nueva
creación, en que probablemente Dios jugará un papel distinto al que ha
jugado en nuestro escenario terrenal. Para el cristianismo entonces se
consumará la filiación divina y la hermandad con Jesús en unos Cielos
nuevos y una Tierra nueva, que no sabe en qué consistirán, pero cree
que serán una realidad futura. Ahora bien, si Dios existe y debe
aparecer en su Gloria más-allá-de-la-muerte, entonces su aparición será
para creyentes e increyentes. Es decir, si Dios existe, entonces el
final para los hombres ateos, cerrados a Dios, no será la aniquilación
absoluta. Pasará algo definido que constituye una parte insoslayable de
las creencias cristianas.
El universo ha sido creado como escenario dramático por el silencio
divino ante el conocimiento (enigma del universo) y ante el drama de la
historia (el sufrimiento y la perversidad humana). La libertad ha
costado mucho a Dios, como ha quedado patente en el sacrificio de
Cristo que asume el drama del silencio-de-Dios en la creación. Por
ello, no parece tener sentido considerar que, al final, acabara por ser
irrelevante el uso de la libertad ante Dios. Dios ha creado la libertad
a un alto coste para que el ejercicio de la libertad dignifique la
biografía personal de quienes deban entrar más allá de la muerte en la
filiación divina y en la hermandad con Cristo. No sabemos qué sucederá
tras la muerte final de cada uno de los hombres, pero la tradición del
kerigma cristiano ha vivido siempre en la persuasión de que Dios no
liberará a quienes no quieran ser liberados.
Las religiones creen que todo hombre está inequívocamente llamado a la
amistad con Dios y, si se cierra a esta llamada interior en el
Espíritu, será entonces responsable personalmente de ello y se
convertirá en lo que la fe cristiana entiende por “pecador”. ¿Qué
pensar? Lo único seguro es que estamos en una incertidumbre ante el
más-allá, incertidumbre metafísica, que nos instala en una molesta
inquietud interior que abarca el conjunto de la vida, pero que se hará
mayor a medida que nos acerquemos al final.
Estamos perplejos porque el problema es de tales dimensiones que nos
desborda. Por ello, la mayoría de los seres humanos asumen sus
inevitables decisiones metafísicas desde la perplejidad, el
desconocimiento, el desconcierto, la angustia, orientados sólo por la
intuición y por las emociones e intereses vitales. El hombre, con toda
objetividad y frialdad, debe escoger entre la verosimilitud conjetural
del teísmo o del ateísmo, del vivir con Dios o sin-Dios en el mundo. En
la decisión que se asuma jugarán un papel decisivo nuestras emociones e
intereses humanos. Objetivamente, el futuro que la religiosidad asume
es la liberación para quienes hayan aceptado a Dios en libertad. El
ateísmo asume la aniquilación final. ¿Qué pasaría si hubiéramos errado
en el sentido metafísico de nuestra vida?
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