El gran enigma. Ateos y creyentes ante la incertidumbre del más allá

El gran enigma. Introducción

JAVIER MONSERRAT






En este ensayo hacemos una propuesta de reflexión sobre las actitudes y las creencias metafísicas. Al hablar de lo metafísico, de acuerdo con el uso de esta palabra en la filosofía, nos referimos a la verdad fundamental y última del universo, de la que no tenemos un conocimiento directo y que constituye el fondo que está más-allá (meta) de nuestra experiencia física inmediata de la naturaleza. Lo metafísico, pues, constituye la verdad última que explica y da razón del universo que constatamos. La verdad metafísica nos explica a nosotros y debería dar sentido a nuestras vidas. ¿Cuál es entonces la verdad del universo? No parece que podamos negar que vivimos en la experiencia fáctica de nuestro ser en un mundo que existe, inmediatamente nos acoge, lo vemos, está ahí, podemos palparlo. Tampoco parece que nadie pueda negar el consenso de que la verdad profunda de ese universo se nos escapa; es posible especular por la “intuición metafísica” en la vida de cada uno, pero también a partir de la ciencia y de la reflexión filosófica. Sin embargo, en todo caso, la verdad última metafísica del universo sigue siendo un enigma para todos. Vivimos hoy en el consenso social, en la intuición de que no tenemos un acceso racional dogmático, incuestionable, a la verdad última del universo, y por ende de nosotros mismos


¿Qué es el universo? ¿Qué es ese más-allá metafísico, la verdad última, final, de la realidad existente en que vivimos y nos da sentido? Dada la historia y la cultura debemos decir que, en último término, estas preguntas se traducen para todos en la gran cuestión de si existe un universo sin Dios o con Dios. Es decir, si Dios existe o no existe. Si no existiera Dios, es entonces que debería de existir un universo puramente mundano, sin Dios, que se mantiene eternamente en el tiempo, siendo “autosuficiente” en orden al hecho de su propia existencia, mantenida en el curso del tiempo sin desmoronarse. No podría ser de otra manera. El universo está ahí y tiene, sin duda, un fundamento último, absoluto: existe porque “puede existir” y está fundado, de una u otra manera, en una suficiencia final. Pero suponer por la razón que esa suficiencia absoluta deba existir, no implica cómo debamos entenderla, es decir, si debemos entender ese absoluto, como Dios o como puro mundo- sin-Dios. No podemos dudar, repetimos, que el universo existe y se funda en una suficiencia, pero no sabemos si debe atribuirse a Dios o al puro mundo.



Perplejidad ante el enigma metafísico


¿Cuál es la verdad última del universo? ¿Cuál debe ser el sentido de la vida? Hoy hay un estado de perplejidad metafísica generalizado. No siempre fue así. Vivir auténticamente sería hacerlo en armonía con la verdad del universo. Por ello la perplejidad ante el enigma metafísico produce en el hombre profunda inquietud y malestar existencial, que afecta a teístas y ateos. ¿Cuáles son las causas de esta perplejidad metafísica? ¿Es posible salir de ella?


No parece que la existencia o no-existencia de un Ser tan mistérico como eso que llamamos Dios pueda ser trivial para alguien. Al menos, la historia muestra que no ha sido, en efecto, trivial, sino, muy al contrario, que ha sido algo en que los seres humanos, por decirlo así, se han “jugado la vida”. La historia de las religiones es interminable. Además, desde que la consolidación del movimiento cultural de la modernidad, en los últimos cinco siglos, hizo aparecer con nueva fuerza la alternativa metafísica sin Dios, para explicar el universo y dar sentido a la vida, entonces las discusiones en torno a lo metafísico, a la gran cuestión de si existe un Dios o no lo hay, los argumentos y los contraargumentos, se han convertido también en discusiones, si cabe, más tensas e interminables. Se ha abierto el panorama social de la creencia, las religiones, la increencia, el ateísmo, el agnosticismo y las múltiples formas de indiferencia metafísica y religiosa. La enorme pasión, la inquietud, la agresividad, el compromiso, que han llevado consigo las discusiones en torno a lo metafísico no deben extrañarnos puesto que, como decíamos, le “va al hombre la vida en ello”. Hoy en día, sobre todo en los países desarrollados, la gran cuestión metafísica de si existe Dios o no existe y debe o no debe jugar un papel en la vida personal, de si hay que prestar atención a lo religioso y a las religiones establecidas, o no hay que hacerlo, o la cuestión de cuál debe ser la actitud correcta del individuo ante el sentido final de la vida, sigue estando en un primer plano.


No puede dudarse de la importancia capital que para el hombre tiene la verdad metafísica última. Si no existiera Dios, entonces el destino humano individual sería la aniquilación final y la nada. No podemos ponerlo en duda. Si Dios existiera, y el universo fuera el escenario para una relación del hombre con Dios, entonces la vida podría acabar en una liberación final y en plenitud. La angustia metafísica nace de la inquietud de errar el camino, ignorar lo esencial y conducir eventualmente la vida hacia donde no debiéramos, hacia un final dramático. Esta inquietud metafísica es inevitable y acompaña siempre la vida.


Un estado social dominante de perplejidad racional sobre el más allá metafísico


Ahora bien, según lo dicho, parece suponerse que existiera un interés metafísico generalizado presente en la sociedad. En muchos casos es efectivamente así y se comprueba objetivamente. Pero somos conscientes de que debemos exponer un matiz muy importante: existe también un estado social dominante que bloquea el acceso de muchas personas a la reflexión personal metafísica (que aquí, al parecer, damos por supuesta y comúnmente extendida). Es como si el hombre se debatiera en la profunda tensión entre deber ser metafísico y la imposibilidad fáctica, impuesta por las circunstancias, de poder serlo.


Creemos que es correcto afirmar, en efecto, que los seres humanos tienen una inquietud metafísica que deriva inevitablemente de su propia constitución existencial, racional y emocional, en el mundo. Nadie se escapa a ella en el fondo de su conciencia, lo manifieste o no externamente. Tras periodos de carencia en que parece imponerse un olvido de lo metafísico, más o menos dilatados en el tiempo, la inquietud acabará siempre por presentarse agudamente, al menos al final de la vida.


Pero también creemos que la inquietud que debiera llevar a emprender un discurso metafísico reflexivo está de hecho bloqueada, en la sociedad moderna. Entre otras, por tres razones: a) por la persuasión de estar en un estado de perplejidad metafísica irresoluble (de no ser capaz de reflexionar sobre lo metafísico, dada la dificultad del tema), b) por existir un gran consenso social en esta perplejidad, al ver que nuestro problema es el de todos (la mayoría está viviendo esta misma perplejidad metafísica y nos sentimos respaldados por ella) y c) por la persuasión de que esta perplejidad justifica moralmente para no emprender aquello que no es posible emprender y que nos desborda (a saber, la reflexión sobre lo metafísico).


Esta perplejidad metafísica podría también describirse como una conciencia de la inaccesibilidad racional de lo metafísico; o, si se quiere, como una sensación de impotencia racional metafísica. Significa, en definitiva, que somos conscientes de que no podemos “hincarle el diente” a lo metafísico, aunque debiéramos hacerlo. Nos sentimos incapaces de emprender el itinerario personal de análisis racional serio que permitiera hacer “una luz reflexiva” sobre la forma en que debemos afrontar nuestras actitudes y creencias metafísicas, es decir, a “hacer luz” en una inquietud ante Lo Último que es inevitable y que acompaña a todos a lo largo de la vida. Es una perplejidad que nos molesta (porque nos inquieta) y tendemos a olvidar.


La perplejidad no afecta, pues, a la persuasión de que lo metafísico sea algo real presente en nuestra vida y ante lo que debemos tomar una actitud. La perplejidad afecta sólo a la conciencia de que no somos capaces de abordar, por medio de un ejercicio racional apropiado, una discusión que pudiera llevar a tomar actitudes metafísicas reflexivas y responsables. Por ello, más bien, estamos hablando sólo de una perplejidad racional metafísica: es decir, de la sensación de impotencia racional ante una reflexión que deberíamos afrontar y que sería perentoria ante una inquietud metafísica inevitable. Ante esta impotencia palpable la gente se deja llevar por lo que a todas luces es inevitable: dejar de lado la razón metafísica.


Causas de la perplejidad metafísica


Esta perplejidad, compartida hoy por muchos, se explica por causas definidas. Son las que impulsan al hombre a la sensación de impotencia metafísica y de que sólo le es posible pasivamente “dejarse llevar a lo que pueda suponer el futuro”. Sin embargo, en este “dejarse llevar” jugarán, como después diré, un papel determinante la intuición y las emociones existenciales. Pero veamos las causas de esta perplejidad.


1) Divergencia social metafísica. De hecho vemos que el escenario social en que debemos afrontar nuestra responsabilidad metafísica está ocupado por fuertes propuestas metafísicas de signo contrapuesto, asentadas con firmeza en ciertos ámbitos grupales en que se imponen como lo “políticamente correcto”: el teísmo y las religiones, el ateísmo en todas sus variedades, el agnosticismo que constata la imposibilidad de seguir unas u otras metafísicas, la indiferencia religiosa y metafísica generalizada. ¿Qué hacer? La verdad es que no puede evitarse una sensación desmoralizadora de desconcierto.


2) Dificultad intrínseca de las cuestiones en discusión. El ejercicio de la propia razón para evaluar las propuestas metafísicas en liza no está a nuestro alcance por la misma dificultad de los temas tratados. ¿Quién puede abarcar y ponderar en qué consisten los resultados de la ciencia? ¿Quién puede ponderar la diversidad de ciencias como la biología o la cosmología? ¿Quién está preparado para hacer una ponderación filosófica de los resultados de la ciencia? ¿Quién conoce el pensamiento filosófico? ¿Quién conoce los argumentos de los diversos teísmos en la historia? ¿Quién está en condiciones de entender y ponderar con corrección lo que dicen las teologías de las más variadas religiones? En una cultura cristiana como la nuestra, ¿quién cree que conoce las diversas tradiciones filosóficas y teológicas del cristianismo? En esta situación, ¿cómo es posible valorar con orden y concierto lo que dicen unos u otros? Es claro que, si la sensación de impotencia se presenta en personas que podemos considerar por lo general cultas, deberá ser mucho mayor en la gente normal. La percepción de la enorme complejidad es tan impactante que llega a tener un efecto disuasorio. Es la disuasión de que sea viable afrontar un análisis racional personal de las cosas. Es evidente que el desconcierto y la perplejidad aumentan.


3) Contradicción de los mensajes. El escenario social inmediato, que es más superficial y en que el individuo debe afrontar sus decisiones metafísicas, está lleno además de continuos mensajes en los medios de comunicación que tienen un contenido contradictorio. Unos mensajes anulan los otros. Lo que uno dice es negado por otro. Las “sentencias” se contradicen entre sí. Unos mensajes dicen: Dios existe y la religión es enriquecedora; pero otros dicen: Dios no existe y la religión es fuente de todas las perversiones. Entre estos mensajes existe una evidente agresividad. Frente a este desconcierto, no se dispone de la formación global suficiente que permita una ponderación que lleve a valoraciones personales razonadas y convincentes para acceder a conclusiones razonadas sobre qué mensajes deberían aceptarse. El resultado es la perplejidad más absoluta.


4) Carencia de líderes metafísicos. Por otra parte, no se vislumbran líderes que guíen con fiabilidad el discurso que el individuo desearía poder afrontar. ¿Por qué? Pues simplemente porque los discursos que ofrecen los “maestros”, bien sean del teísmo (de las religiones) o del ateísmo, no tienen capacidad atractora para ser seguidos, pues se intuyen como fraccionarios e insuficientes. Además, los posibles maestros, líderes, no ofrecen fiabilidad ni racional ni emocional, ya que se los ve encerrados emocionalmente en discursos sesgados. Por ello, ni es fiable el teísmo, ni las religiones, ni los ateísmos. Se percibe entonces que ni una religión anacrónica (que no se entiende) ni un ateísmo radical dominado por evidentes pasiones emocionales, son fiables para ejercer una guía magisterial. Los individuos quedan como consecuencia en perplejidad creciente.


5) La perplejidad se convierte en autojustificación moral. Al entender por una vía pragmática que, aunque se desearía, no se es capaz de una reflexión racional metafísica, ni se hallan puntos de apoyo para emprenderla, la permanencia en la perplejidad mantenida se autojustifica: se entiende que es moralmente correcto permanecer en el olvido de una razón metafísica, cuyo ejercicio no está a la mano y se impone al individuo como inviable. Este olvido de la razón se justifica en tanto mayor grado cuanta mayor es la evidencia de que los hombres con los que se convive se hallan en la misma situación y son presa de idéntica perplejidad. Vivir en la perplejidad se impone como la opción moral inevitable que se refuerza socialmente (al percibir que son muchos quienes se hallan en la misma situación). El hombre no se hace responsable de la perplejidad que vive. No puede hacer nada por evitarlo y la realidad se le impone abrumadoramente. El hombre no es responsable de cómo es la realidad y de los imperativos inevitables que produce sobre la existencia humana. El hombre, y los grupos sociales, no se sienten responsables del desconcierto que produce la realidad y, por ello, se sienten justificados moralmente a prescindir de lo metafísico.


Decidir el sentido metafísico de la vida desde la perplejidad


Estar en perplejidad y sentir la impotencia racional metafísica, como de hecho vemos en la cultura moderna, no excusa deber asumir un compromiso metafísico para orientar el sentido de nuestra vida. Lo que ocurre es que, si no es posible ejercer reflexivamente la razón para apoyarnos en ella, el hombre queda en manos de la intuición y de las emociones que dominan el comportamiento. Conviviendo con la perplejidad habrá teístas y religiosos, ateos y arreligiosos, agnósticos, o también quienes viven en la indiferencia religiosa o en una religiosidad interior simplemente emocional. Pero todos creen tener la conciencia moral subjetiva de que no les es posible hacer otra cosa que dejarse llevar emocionalmente por lo único que cada uno cree poder hacer.


La perplejidad de que estamos hablando, insisto, produce sólo una perplejidad racional: disuade de que sea viable el uso de la razón. Esto es descorazonador, en el fondo terrible, para gran parte de la sociedad contemporánea. Significa que el hombre queda desarmado, inerme, ante la decisión metafísica que debe tomar. No puede apoyarse en la razón para orientar el sentido metafísico de su vida, y eso que querría poder hacerlo. Esto es dramático, al tener en cuenta la urgencia moral del hombre a ser fiel a sí mismo. Pero notemos que la impotencia racional no libera al hombre, no lo excusa, de la exigencia de tomar una decisión metafísica personal. Aunque no se disponga de la ayuda de la razón, hay que tomar una decisión metafísica ineludible: el hombre debe tomar una posición inevitable ante lo último, lo metafísico. Decisión que, en definitiva, es tomar posición ante la alternativa de vivir con Dios o sin Dios en el mundo.


No hay quien pueda no ser metafísico. Incluso pretender no serlo, ya es por ello mismo una toma de posición metafísica. Sin embargo, la casi totalidad de los compromisos metafísicos que observamos sólo aciertan a serlo de una forma emocional. Todos deben decidirse, aunque sea sólo intuitiva y emocionalmente, por alguna de las formas de metafísica teísta o atea.


Caminar sin el soporte de la razón –soporte que no puede alcanzarse en un estado que nos sume en la impotencia racional– es caminar a ciegas, en la oscuridad, sin la luz de la razón que ilumina la existencia. No obstante, aunque sea penoso, el hecho es que los hombres, desde la impotencia racional, deciden su existencia por ciertas opciones metafísicas (teísmo, religiosidad, religiones, ateísmo, agnosticismo, arreligiosidad...) que son las que conocemos, hemos hecho ya alusión a ellas y seguirán acompañándonos a lo largo de este ensayo.


¿Es posible salir de la perplejidad metafísica?


Decíamos que la inquietud ante la verdad metafísica última del universo está en todos los seres humanos. No deja indiferente a nadie si Dios existe o no existe, si pudiera existir o pudiera no existir, si quiere o no tener una relación con el hombre. Nos va a todos “la vida en ello”. Lo metafísico ha sido centro de la vida de mucha, muchísima gente, y no siempre en el sentido religioso. Los grandes defensores del ateísmo clásico y contemporáneo, por ejemplo, han hecho también girar su vida de una forma apasionada en torno a lo metafísico. ¿Es posible hacer luz en la incertidumbre metafísica? Advirtamos que “hacer luz” no significa aquí pretender “resolver”.


Incertidumbre metafísica es ser conscientes de que el universo es un gran enigma cuya verdad última, metafísica, nos es desconocida. Perplejidad, en cambio, es el desconcierto que sentimos ante ese enigma y que nos deja inermes, impotentes para afrontar una reflexión racional que nos permita construir un discurso ante la incertidumbre. Perplejidad es estar desconcertados, sin acertar a ejercer la razón ante ese enigma que nos sume en incertidumbre. Salir de la perplejidad es acertar a ejercer poco a poco la razón sobre lo metafísico. Pero hacerlo no supone llegar a eliminar totalmente la perplejidad o llegar a salir de la incertidumbre metafísica.


¿Es posible salir de la perplejidad? Creemos que sí en gran parte, aunque nunca absolutamente y de forma definitiva. El camino es ordenar todo aquello que debemos tener en cuenta para tomar una decisión ante lo metafísico. Debemos hacer una selección correcta de las informaciones preferentes que necesitamos y saber descartar lo irrelevante. Debemos ordenar nuestras emociones e inquietudes metafísicas. Debemos reconstruir la historia, conocer qué ha sido el mundo de las tradiciones religiosas y sus teologías. Debemos conocer cómo son pensadas hoy la religiosidad y la cuestión de Dios. Debemos conocer los ateísmos y las formas actuales de indiferencia religiosa en la sociedad de la cultura de la modernidad. Debemos conocer qué dice la ciencia y en qué ayuda a la reflexión sobre lo metafísico. Estas son algunas de las muchas cuestiones que debemos ordenar como paso previo a decidir reflexiva y racionalmente el sentido de nuestra vida.


¿No es mucha tarea? Efectivamente lo es y por ello ha aparecido este estado de perplejidad e impotencia metafísica, tal como ha sido descrito. Salir en parte de la perplejidad no es fácil y no puede hacerse sin esfuerzo. Pero, si ordenamos nuestras emociones y nuestros conocimientos, podremos, al menos en gran parte, clarificar la situación y reducir la perplejidad.


El camino que emprendemos –la propuesta que sometemos a consideración– es una reflexión científica, filosófica y teológica que no pretende otra cosa que ayudar a que controlemos la perplejidad a través del dominio de los elementos sustanciales que entran en juego a la hora de asumir las grandes decisiones metafísicas. Sabremos dónde estamos y qué hacemos al elegir una ruta metafísica u otra, sin que esto sea otra cosa que una contribución a controlar en una cierta medida la perplejidad. Pero en ningún caso, insistimos de nuevo, el camino que emprendemos concluirá en la eliminación de la incertidumbre metafísica. Por ello, inspirándonos en uno de los libros de Maimónides, hubiéramos podido entender nuestro ensayo como una Guía de Perplejos en incertidumbre metafísica, ya que, como Guía debería contribuir a orientarnos dentro de la perplejidad producida por la incertidumbre metafísica de la modernidad.


El territorio racioemocional de lo metafísico: hacer luz en el camino


Este ensayo, según lo dicho, consiste, pues, en la exposición de un itinerario orientado a salir de la perplejidad y “hacer luz” sobre el problema de nuestras decisiones metafísicas. Es una Guía para la ordenación del conocimiento y de las emociones ante el propio sentido de la vida. No es una propuesta para salir de la incertidumbre metafísica, sino para decidir libre y responsablemente, controlando en lo que podamos el desconcierto que nos produce la perplejidad. En el fondo es como si trazáramos un mapa del territorio que se abre ante nosotros y sobre el que debemos caminar para construir un sentido metafísico de la vida. Es como si en este ensayo nos adentráramos en el estudio del territorio que ese mapa describe con detalle para saber con precisión por dónde caminamos, siendo conscientes de la dirección que tomamos, y por qué, hacia uno u otro horizonte metafísico.


Lo metafísico no forma parte del mapa, está más-allá del territorio que el mapa describe. El mapa, además, deja abiertos diversos itinerarios para saltar a ideas alternativas de lo metafísico. No impone un itinerario fijo y único a la metafísica. Pero el mapa describe con precisión, eso sí, los perfiles del terreno y de la orografía, los valles y las cordilleras, los accidentes de los caminos. Si el mapa no contuviera las anotaciones que debe contener, o las falseara, podría inducirnos a tomar un camino erróneo, llevándonos adónde no querríamos o no deberíamos ir.


Concretándolo a la temática de nuestro ensayo: si el mapa desconociera o falseara, por ejemplo, los resultados reales de la ciencia tal como efectivamente son, si desconociera o falseara el contenido de la historia y de las teologías de las religiones, si desconociera, falseara o tuviera una idea anacrónica y caricaturesca de la filosofía y de la teología cristiana, si fuera pobre en el análisis de los intereses vitales y de las emociones reales de la vida humana, o cosas similares, entonces este mapa no ayudaría en absoluto para las decisiones metafísicas responsables y libres que deberemos tomar. Un mapa, pues, que no describiera con realismo el territorio no nos ayudaría a salir de la perplejidad y nos haría caer quizá en el error dogmático de que la incertidumbre no existe.


Debemos intentar ser, por tanto, guías neutrales que nos introduzcan en el mapa del territorio, aunque desde un sesgo personal inevitable que no se trata de ocultar. Este ensayo está escrito desde un fondo cristiano. Pero pretende ofrecer análisis, informaciones, valoraciones, que sean en lo posible neutrales, objetivas, y que puedan ayudar a quienes se ven en la perentoriedad de tomar decisiones metafísicas. Toda reflexión de calidad –al margen de su sesgo, bien sea ateo, teísta, religioso, cristiano, o de cualquier otra religión o posición filosófica– es una incuestionable ayuda para “hacer luz” sobre las circunstancias que concurren en la tarea existencial de asumir una posición ante el más allá, ante Lo Último. Todo hombre es libre para buscar las informaciones –de diverso sesgo– donde considere pertinente.


Incluso cuando la vida se ve abocada a situaciones límite y aparecen con dramatismo la angustia, el fracaso, la enfermedad o la muerte, muchas personas “se dejan llevar” simplemente hacia adelante por la concatenación de los acontecimientos, incapaces de reflexionar. Esto pasa por igual a teístas o ateos, creyentes o increyentes. Una enorme perplejidad impulsa a “dejarnos llevar por la vida hacia lo irremediable”, confiando en que hemos hecho “lo que podemos”. Dios, de existir, tendrá en cuenta el “escenario tan desconcertante” en que Dios mismo ha colocado la historia de los hombres. A veces se está tan dominado por el fatalismo de “lo irremediable” que parece que incluso molesta que alguien incite a pensar, a entrar responsablemente en el estudio reflexivo del territorio por el que inevitablemente debemos caminar. Domina una inmensa pereza. Pero esta pereza no excusa nuestras responsabilidades existenciales que exigen moralmente comprometernos en buscar la “luz de la razón”.



Las respuestas históricas a la inquietud metafísica: la ruta en falso del dogmatismo


El hombre tiene necesidad existencial de preguntarse por la Verdad metafísica. Hoy de hecho vive socialmente en la incertidumbre. Pero no siempre fue así. Durante siglos se creyó en la patencia de la Verdad y en su conocimiento cierto. El dogmatismo fue, y es, la persuasión de poseer la verdad absoluta. La historia estuvo dominada desde antiguo por un dogmatismo teísta y religioso. Pero en el mundo moderno apareció el dogmatismo ateo y arreligioso. Para entender dónde estamos hoy y cómo “hacer luz” en lo metafísico debemos reconstruir y entender el largo pasado dogmático de la historia, reconociendo también su pervivencia en la cultura actual.


Sabemos, por la experiencia inmediata y por la ciencia, que el hombre es un ser viviente que obra aspirando a la vida plena. El hombre, asumiendo los instintos animales, busca vivir y ser feliz. De hecho, dentro de un universo evolutivo que se hace a sí mismo, el hombre es dramáticamente indigente y necesitado, estando abocado irremediablemente a la muerte. Así ha sido siempre y, de momento, no parece que pueda dejar de serlo.


Por ello es explicable que el hombre, habiendo llegado al ejercicio de la razón y sintiendo emocionalmente el drama de su vida, se haya preguntado por la verdad metafísica última del universo y haya tratado de esbozar posibles respuestas. Si el hombre tuviera resueltas en el mundo inmediato todas sus aspiraciones vitales, lo más probable es que no preguntara por lo metafísico, o lo hiciera con menor carga emocional. Es lo que pasa ya ahora cuando el hombre se encierra en burbujas de una existencia feliz que siente ilusoriamente como si fueran eternas, o cuando el hombre se deja llevar por la pereza de reflexionar y se encierra en lo inmediato. Pero la final inquietud ante lo metafísico acaba imponiéndose siempre en la vida, al ver cómo las burbujas de felicidad no eran sino ilusiones en un momento del tiempo. Así fue en el pasado, así sigue siendo en el presente y así seguirá en el futuro. Así ha sido en la historia.


El dogmatismo, un momento del pasado


Vivimos, pues, de hecho, abiertos con perplejidad a una inevitable incertidumbre sobre el final metafísico de nuestra existencia más allá de la muerte. Pero, ¿de dónde viene la incertidumbre que se nos impone socialmente y que nos hace vivir inquietos ante el más allá? ¿Quiénes somos como hombres y por qué estamos en la incertidumbre? ¿Por qué ha surgido en nosotros la inquietud metafísica? La respuesta es inmediata. A) El hombre, que aparece en el universo como ser vivo, busca esencialmente la vida y para hallarla se orienta por el conocimiento. B) El impulso a la vida contrasta, sin embargo, con el conocimiento del hecho real de la indigencia humana, la precariedad de la vida y de la muerte. C) Por ello, la historia humana puede verse como el camino para superar la indigencia por el conocimiento (razón) y, en esta búsqueda, nace inevitablemente la inquietud por la verdad metafísica última del universo y por las eventuales consecuencias que pudiera tener sobre la aspiración humana a la vida. ¿No pudiera ser que la respuesta a la inquietud por la Vida se hallara en el más allá, en lo metafísico?


Por consiguiente, interesada en conocer qué podría esperarse últimamente del universo, la cultura humana ha producido, y argumentado, dos explicaciones de la verdad metafísica que son la raíz histórica de la incertidumbre que hoy vivimos. Primero fue la explicación religiosa, o teísta, absolutamente mayoritaria en todas las culturas, que dio origen a las religiones. Segundo, ya en la modernidad (desde los siglos XVI y XVII), se fue formando la explicación de un universo entendido como un puro mundo sin Dios, un mundo “ateo”, y así nació la forma moderna de vivir arreligiosamente: así aparecieron la indiferencia religiosa popular, el ateísmo y el agnosticismo. Estas explicaciones fueron durante siglos metafísicas dogmáticas porque creían poseer un conocimiento seguro y cierto, absoluto, dogmático, del universo. Rivalizando entre ellas, estas metafísicas, teísmo y ateísmo, recurrieron a la ciencia para imponer su verdad frente a la otra.


¿Perviven todavía estas cosmovisiones o metafísicas dogmáticas? ¿Perdura en la actualidad todavía la persuasión de que al conocimiento humano le es posible el conocimiento seguro de una Verdad última patente en el universo? El hecho es que el talante dogmático del conocimiento (o sea, la epistemología, o modo de entender el conocimiento, dogmática) sigue estando presente en la sociedad de nuestro tiempo. Por ello perviven tanto el dogmatismo teísta como el dogmatismo ateísta. En los últimos siglos, la perplejidad metafísica tenía su origen en que tanto teístas como ateos defendían metafísicas contrapuestas y excluyentes, y lo hacían en el marco cultural de una forma dogmática de entender el conocimiento. ¿Dónde estaba, por tanto, la Verdad? Incluso en la actualidad, la pervivencia del teísmo dogmático y del ateísmo dogmático, ambos todavía con una presencia social innegable, son fuente persistente de la perplejidad que fue característica de los últimos siglos.


El dogmatismo teísta de las religiones


En efecto, es un hecho histórico que los hombres prehistóricos concibieron por primera vez una metafísica teísta. El fondo metafísico del universo se concibió como realidad o realidades divinas. Intuyeron que su experiencia del cosmos lo hacía posible y, además, lo divino abría para ellos la posibilidad de concebir una salvación metafísica que pudiera llenar de esperanza sus vidas colmadas de sufrimiento. Sin duda que esa apertura religiosa a lo metafísico se llenó de una misteriosa experiencia interior y fue acompañada de intensas emociones que han dejado, como hoy sabemos, incluso huellas neurales incuestionables.


Las religiones, fundadas en la experiencia religiosa de los individuos, poco a poco, fueron organizándose y se constituyeron en el eje social y político de los pueblos. La realidad metafísica de Lo Divino llegó a hacerse tan importante socialmente que no se podía dudar de su existencia, que se imponía casi como una evidencia inmediata. En todas las religiones, en cada una a su manera, se pensó entonces que el conocimiento racional imponía con seguridad incuestionable la existencia de Dios (teocentrismo) y que Dios debía ser por ello el fundamento del orden social y político (teocratismo). Por tanto, la seguridad incuestionable de una metafísica teísta dio lugar así a un teísmo dogmático. Este dogmatismo, en un marco teocrático, hizo que las religiones comenzaran a convertirse en un poder social opresor. Es lo que pasó en el cristianismo y probablemente todavía perdura. Este teísmo dogmático, por tanto, herencia de la historia pasada, se sigue dando hoy en muchas religiones.


El dogmatismo ateo y las formas de arreligiosidad


Pero, desde el siglo XVI-XVII (renacimiento e ilustración), comenzó a formarse una poderosa alternativa metafísica: el ateísmo dogmático, una visión del universo y del sentido de la vida sin Dios. De la misma manera que el teísmo religioso fue dogmático, así también el naciente ateísmo moderno fue igualmente dogmático durante siglos. En el fondo el dogmatismo respondía a un talante epistemológico (dogmático) propio del tiempo. En realidad uno y otro, teísmo y ateísmo, respondían a un hábito dogmático del pensamiento, propio de aquella cultura, del que todavía hoy no nos hemos podido liberar completamente. La metafísica teísta ha seguido siendo predominante hasta nuestros días. En las sociedades teocéntricas y teocráticas apenas había perplejidad: existía en cambio la evidencia, socialmente impuesta, de la verdad de la metafísica teísta y religiosa.


Sin embargo, el ateísmo y el agnosticismo, así como la indiferencia metafísica y religiosa popular han crecido extraordinariamente, y siguen creciendo todavía más. La pereza y la inercia a “dejarse llevar por lo inmediato” se imponen en más y más gente. La metafísica sin Dios tiene numerosos defensores que tratan de promover un sentido de la vida que suponga tranquilidad moral, autonomía ética, estética existencial y sensación de felicidad, pero también incluso la aceptación y el dominio psicológico ante el envejecimiento y la tragedia final de la muerte. En ciertos ámbitos sociales dominados por el ateísmo dogmático tampoco existió, o existe incluso hoy, perplejidad: la no existencia de Dios ha sido una evidencia racional que justificaba moralmente una existencia al margen de lo religioso. El ateo se sentía seguro y moralmente justificado por la razón para vivir sin Dios en el mundo.


La argumentación dogmática del teísmo y del ateísmo


Es explicable que tanto teísmo como ateísmo presentaran argumentos dogmáticos para justificar su visión metafísica última del universo. Es obvio que, si conocemos con precisión estos argumentos, daremos un paso que contribuya a “hacer luz” sobre lo metafísico y para ir saliendo de la perplejidad.


Por tanto, ¿en qué fundan su metafísica el teísmo y el ateísmo? En el fondo, todo quedaba decidido ya en los llamados argumentos cosmológicos: aquellos que ofrecían una explicación del fundamento último de la realidad del universo. Estos argumentos fueron ofrecidos por la filosofía antigua y, en la modernidad, complementados por los resultados de las ciencias. En la cultura occidental, el teísmo cristiano establecía argumentos que, en la tradición filosófica greco-romana, complementada por la ciencia al hilo del nacimiento de ésta, mostraban que el universo no podía entenderse sin postular la existencia de un Dios creador, fundamento del ser del universo. Existía una certeza racional, filosófica, absoluta o metafísica, de la existencia de Dios. A su vez, el ateísmo dogmático moderno establecía igualmente una argumentación científico-filosófica que mostraba con seguridad racional absoluta, dogmática, que el universo era un sistema real autosuficiente en sí mismo, eternamente existente en espacio y en el tiempo, que excluía positivamente la existencia de Dios. No había razón para afirmar que Dios pudiera existir. Para el ateísmo no se trataba solo de que el universo-sin-Dios fuera una hipótesis, sino de que era una verdad absoluta, científica y filosófica.


Por consiguiente, todo estaba ya decidido por los argumentos cosmológicos. Dios existía (teísmo) o no existía (ateísmo) con toda seguridad racional, dogmática. Teísmo y ateísmo eran una verdad incuestionable, absolutamente segura, para sus seguidores: un dogma de la razón. Por ello, los argumentos acerca del Mal ciego (por una naturaleza ciega, por ejemplo terremotos, enfermedades) y los argumentos acerca del Mal intencional (por la perversidad humana, por ejemplo. guerras, violencia o la perversidad de las religiones) no eran nunca decisivos. El teísmo dogmático conciliaba el Mal con la existencia incuestionable de Dios y el ateísmo dogmático utilizaba el Mal como argumento que corroboraba con fuerza la no existencia de Dios. Pero que Dios existía o no-existía estaba ya decidido por los argumentos cosmológicos.


La expresión filosófica y teológica silencio-de-Dios había sido ya usada por la teología cristiana antigua desde los primeros siglos en la patrística. Pero, en el fondo, ni el teísmo dogmático ni el ateísmo dogmático se plantearon con seriedad y radicalidad la existencia de un silencio-de-Dios. Para el teísmo cristiano Dios no estaba en silencio porque había patencia de su existencia en la creación, tal como atestiguaba la razón natural. En todo caso se trataba de justificar por qué no veíamos a Dios inmediatamente y por qué Dios permitía el sufrimiento. Por otra parte, para el ateísmo dogmático tampoco cabía hablar de silencio-de-Dios porque Dios, sencillamente, no existía y de ello se tenía una seguridad absoluta.


En este ensayo deberemos exponer qué fueron durante siglos el teísmo dogmático y el ateísmo dogmático, qué argumentos los avalaron y cuáles fueron los sistemas culturales y personales de sentido que produjeron. Conocer el origen de formas de pensamiento dogmáticas que todavía dominan sectores amplios de la sociedad, bien como teísmo o ateísmo, ayudará sin duda a clarificar nuestra situación y a reducir la perplejidad y el desconcierto. El estudio del territorio nos hará percibir la existencia de las portentosas cordilleras del teísmo y del ateísmo dogmático, en las que todavía hay ciudades y habitantes.


Pero debemos conocer, tal como explicaremos, cómo bordearlas para caminar fuera de un dogmatismo, ya obsoleto, que la epistemología, la filosofía, la ciencia moderna, han venido a hacer intransitable, si es que queremos vivir con seriedad en la cultura actual. Hoy en día sigue habiendo dogmatismo y produce perplejidad observar cómo se confrontan entre sí un teísmo dogmático excluyente y un ateísmo dogmático también excluyente.


Sin embargo, en los dos últimos tercios del siglo XX se ha producido una trasformación cultural muy importante: la crisis de la cultura de la modernidad dogmática y el nacimiento de la cultura de la modernidad crítica. En esta nueva cultura crítica la perplejidad ante lo metafísico no ha desaparecido pero es distinta a la perplejidad en la era del dogmatismo. Para “hacer luz” en lo metafísico debemos entender en qué consiste esta nueva forma de perplejidad y cuáles son sus causas. No es que podamos salir de una incertidumbre metafísica hoy inevitable para la razón natural, para la ciencia y para la filosofía. Pero, de acuerdo con la cultura y con la razón, con el logos de nuestro tiempo, deberemos descubrir las cartas, ponerlas boca arriba, para conocer las circunstancias y conocimientos de que dependen nuestras decisiones metafísicas.



El tránsito a la cultura de la incertidumbre: desde la modernidad dogmática a la modernidad crítica


Después de siglos en que dominaba un talante dogmático que inducía a teístas y ateos a creer en una patencia de la Verdad, a lo largo de los dos últimos tercios del siglo XX, se produjo algo muy sencillo de entender, pero de inmensa significación intelectual: poco a poco se cayó en la cuenta de que la Verdad no era patente y de que el universo era un enigma que dejaba al hombre en incertidumbre sobre la verdad metafísica última. Esto ha supuesto un replanteamiento profundo en la forma moderna de entender el teísmo y el ateísmo.


Por consiguiente, deberemos exponer algo de una importancia capital que, sin entenderlo, apenas podremos calibrar cuál es la sensibilidad y el talante de los tiempos que hoy vivimos; o, lo que es lo mismo, no entenderemos ni el talante del hombre actual ni el enfoque esencial de este ensayo. Me refiero a que se ha producido, o mejor se está produciendo, un tránsito ideológico desde una cultura dogmática antigua a una cultura moderna de la incertidumbre. Todavía hay mucho dogmatismo, pero el talante crítico e ilustrado, no dogmático, va ganando terreno. El dogmatismo es el pasado. El criticismo no dogmático es ya el presente y tendrá más fuerza en el futuro. Es inevitable históricamente.


La cultura de la incertidumbre: qué es la modernidad crítica


Decimos, pues, que se ha dejado algo (la modernidad dogmática) y se ha entrado en algo nuevo (la modernidad crítica). ¿Qué queremos decir? ¿Qué es lo que ha cambiado? Es muy fácil de entender: se trata de un cambio epistemológico, o sea, un cambio en la forma de entender la naturaleza, los contenidos y el alcance del conocimiento humano. Como digo, es muy sencillo: en el mundo antiguo, y en los primeros siglos de modernidad, dominaba la persuasión de que era patente la Verdad última del universo y de que el conocimiento humano racional, por la ciencia y por la filosofía, podía llegar a conocer con una certeza absoluta, que daba lugar a dogmas de conocimiento, la naturaleza de esa Verdad. Sin embargo, en el mundo moderno –o sea, al configurarse lo que aquí llamamos la modernidad crítica en los dos últimos tercios del siglo XX– el cambio radica en que diversas circunstancias han contribuido a hacer entender que la aspiración humana a conocer la Verdad metafísica última –legítima por sí misma–, de hecho, al menos hasta ahora, no ha podido lograrse. Al no poderse conocer con certeza la Verdad metafísica, y aparecer diversas hipótesis sobre ella, el universo aparece como un enigma y el hombre, en consecuencia, debe vivir su vida inmerso en una molesta incertidumbre metafísica. Esto explica la resistencia de teístas y ateos dogmáticos a salir de su “dogmatismo” y aceptar el espíritu crítico e ilustrado de nuestro tiempo: porque la arrogante “seguridad” que cubría hasta ahora sus espaldas queda al descubierto, desaparece, y, en su lugar, debe surgir la conciencia del enigma, de la incertidumbre y de la perplejidad (y nos lleva a mirar con respeto a aquellos de los que se hacía un cruel escarnio).


Causas del tránsito a la cultura de la incertidumbre en la modernidad crítica


¿Cuáles ha sido las causas de que se haya extendido la persuasión de que no nos es posible acceder fácilmente al conocimiento de la verdad metafísica? El hombre ha llegado a caer en la cuenta de esa borrosidad, oscuridad e incertidumbre de lo metafísico simplemente porque a esta persuasión lo ha llevado la evolución del conocimiento en el mundo moderno. Se ha formado poco a poco una nueva imagen del universo, de la materia, de la vida, del hombre y de la historia, que incluía la connotación de su borrosidad metafísica última. ¿Cómo se ha llegado a ello? Podemos apuntar diversas causas.


a) Una primera causa para la trasformación de la modernidad dogmática en modernidad crítica ha sido el cambio en nuestra idea del conocimiento ordinario y científico (es la trasformación en la epistemología). Así, el fundamentalismo (o persuasión de tener un punto de apoyo absoluto para el conocimiento de la verdad), tanto el racionalista (fundado en la razón) o positivista (fundado en los puros hechos), ha dado origen a una idea crítica del conocimiento: éste es siempre un conjunto de hipótesis, abiertas siempre a la crítica y a la revisión. Nuestra idea moderna del conocimiento, por tanto, ha levantado la alerta de no sobrepasar el alcance de lo que podemos conocer. Es el enfoque de la epistemología moderna.


b) Una segunda causa han sido los resultados mismos de la ciencia, sobre todo después de conocer, más allá de la mecánica clásica y como su fundamento, la enigmática realidad microfísica que comienza con la imagen de la materia, del universo y de la vida en la mecánica cuántica. La Nueva Física ha comenzado a describir un universo que podría entenderse metafísicamente, en la filosofía, según diversas hipótesis, en principio, viables. La ciencia ha dado pie a que advirtamos que estamos en un universo enigmático y en la incertidumbre.


c) La tercera causa ha sido la generalización de la incertidumbre a otros campos de la cultura moderna, que se convierte así en una cultura de la incertidumbre. Ha sido, pues, esta incertidumbre la que ha redundado en una conciencia intensa de la libertad y de la creatividad humana: para concebir hipótesis sobre lo metafísico, en la creatividad de la misma ciencia, en la sociedad y en los estilos de vida, en el arte, en la política, en la poesía, en la literatura, en las religiones, etc.


d) La cuarta causa es una consecuencia lo de anterior: una especie de aversión social muy marcada ha ido produciéndose hacia toda pretensión de poseer la “verdad absoluta”, y, sobre todo, hacia la pretensión de querer imponerla a los demás como factor opresor, bien sea en la filosofía, en la ciencia, en la política, en lo religioso, o en las meras costumbres y formas de vida. Esta aversión a los “grandes relatos”, a las persuasiones dogmáticas normativas sobre cualquier aspecto del conocimiento o de la vida ordinaria, ha dado lugar a un talante emergente que algunos han calificado como post- modernidad. Un talante que rechazaría un pensamiento de pretensión dogmática para sentirse mejor en un “pensamiento débil”, consciente de sus limitaciones y de su carácter tanteante y de mera búsqueda. Nosotros pensamos que a este talante es mejor llamarlo simplemente modernidad crítica, ya que la modernidad no se extingue históricamente, sino que, simplemente, pasa de ser dogmática a ser crítica.


Pensar sobre lo metafísico desde la modernidad crítica


A quienes todavía están hoy en el teísmo o en el ateísmo dogmático no les será fácil abandonar sus posiciones ancestrales. Pero es necesario. Si no se hace, será imposible caminar con sentido por el territorio de la cultura moderna. Parece chocante, pero es así: a medida que ha ido creciendo exponencialmente la cantidad y la calidad del conocimiento, se ha conocido la verdadera dimensión de cuanto desconocemos y el enigma del universo, abandonando por ello el antiguo dogmatismo teísta, teocéntrico y teocrático, y, al mismo tiempo, el arrogante ateísmo dogmático de los últimos siglos. Tanto el teísmo como el ateísmo deben convertirse en “críticos”, dejando el “dogmatismo” como un momento ya superado del pasado.


La modernidad, en efecto, en su talante general, fue dogmática durante varios siglos. Dogmática en el teísmo que todavía perduraba y dogmática en el ateísmo naciente. Probablemente este dogmatismo explica que durante siglos apenas pudiera haber diálogo entre el dogmatismo teísta y el dogmatismo ateo. Se excluían mutuamente. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX (quizá con algunos antecedentes previos) se entra ya con toda claridad en una nueva etapa histórica en que la modernidad deja de ser dogmática para entrar en la nueva cultura crítica de la incertidumbre. Este tránsito tiene importancia capital, ciertamente porque este ensayo se construye a partir del hecho de que esta incertidumbre ha aparecido en la historia de las ideas y de la persuasión de que constituye el eje esencial para entender el mundo moderno. En este marco de la incertidumbre metafísica deberemos entender más adelante, como veremos, la posibilidad tanto del teísmo religioso como del ateísmo arreligioso.


¿Es posible salir de la perplejidad metafísica? Esta es la pregunta que antes proponíamos. Lo que estamos diciendo juega un papel muy importante para iniciar un camino que nos lleve, en lo posible, a salir de la perplejidad, es decir, de la conciencia de estar totalmente a oscuras, y sin acertar a saber por dónde razonar, a la hora de tomar una actitud ante lo metafísico. Es importante advertir que estamos perplejos no porque el universo sea tan confuso que haga posible la contradicción ante un teísmo dogmático y un ateísmo dogmático. Esto fue el pasado. Pero hoy no es así. Estamos perplejos porque sólo podemos construir hipótesis metafísicas y no sabemos a ciencia cierta cuál es la verdad metafísica última. Ser conscientes de que nuestro conocimiento tiene sus límites y que estamos ante un enigma del universo que produce la incertidumbre metafísica, es esencial para comenzar a orientarnos para caminar hacia una toma de decisiones racional, serena, no perpleja, ante las grandes preguntas metafísicas que se nos plantean desde dentro de ese universo enigmático y en incertidumbre.


Sin embargo, ¿por qué estamos realmente ante un universo enigmático? ¿Cuáles son los argumentos que permiten racionalmente justificar la viabilidad de una hipótesis teísta o de una hipótesis atea? Sin duda que conocer cómo podemos responder hoy estas preguntas ayudará en parte a eliminar nuestro desconcierto y perplejidad para ir tomando conciencia de lo que significa asumir una actitud humana y responsable ante la incertidumbre metafísica.


Papel de la ciencia y de la filosofía en el tránsito a la incertidumbre


Tanto el teísmo como el ateísmo suponen entender cómo es el universo en su verdad última: en definitiva, si hay Dios o no lo hay. Estamos, pues, dentro de un universo que ha producido la materia, el cosmos, la vida, el hombre y la historia. Este es el hecho determinante de que parte nuestro conocimiento. Son los argumentos cosmológicos, antes mencionados. En efecto, si hay Dios, o no lo hay, dependerá de que haya razones, o no las haya, para considerar que el universo funda su realidad, o no la funda, en un ser como eso que llamamos Dios. Si la forma de estar hecho el universo, y la forma de haberse producido todo lo que contiene en su evolución, al ser objeto de un análisis racional, permitiera decir con seguridad, con certeza absoluta, que Dios existe o no existe, entonces ya no habría que decir nada más. La incertidumbre metafísica estaría resuelta para la razón, la ciencia y la filosofía, e incluso para la intuición ordinaria del hombre.


Ahora bien, establecer hipótesis o conocimientos sobre la verdad metafísica última del universo compete a la disciplina que llamamos filosofía. Esta, sin embargo, está por completo referida a la experiencia del mundo real en todas sus manifestaciones. Pero el hecho es que la ciencia moderna ha proporcionado una inmensa cantidad de conocimiento sobre cómo es el universo real. Quizá la ciencia, por los límites de su estricta metodología, no llega a Lo Último, pero proporciona ingentes conocimientos que deben ser tenidos en cuenta por la filosofía al plantearse ésta las grandes preguntas metafísicas.


Si los comparamos con la imagen del mundo antiguo, los conocimientos producidos por la ciencia moderna hasta la actualidad suponen una imagen del universo no sólo completamente nueva, sino incluso sorprendente y admirable: así es en la idea de la materia, de la cosmología, de la vida y de la biología, de la neurología, de la psicología, de la ingeniería y la lógica de la computación, de la antropología, etc. Es evidente que lo antiguo tuvo intuiciones más o menos asimilables hoy. Pero, en conjunto, lo moderno es una visión del universo sustancialmente nueva, un conocimiento impresionante, en contenido y en rigor, que no puede reducirse a lo antiguo. Es algo nuevo y distinto. Se han abierto ventanas insospechadas. Más adelante debemos describir en qué consiste esa moderna imagen del universo en la ciencia.


Es lógico, una vez que la ciencia moderna fue configurándose y produciendo sus resultados, que tanto el teísmo dogmático como el ateísmo dogmático trataran de recurrir a ella para que confirmara sus metafísicas respectivas. Así lo hicieron durante siglos y, como fuera, trataron de poner la ciencia a su favor. Pero el hecho es que la moderna ciencia de la segunda parte del siglo XX no ha favorecido el dogmatismo, de ningún signo, sino que, más bien, sus resultados han inducido a la filosofía a entender el universo como un enigma que funda la incertidumbre metafísica última sobre ese enigma final del universo.


Como antes decíamos, el tránsito al “talante” actual de una sociedad ilustrada y crítica, abierta, consciente de las limitaciones del conocimiento, tolerante ante diversas hipótesis para conocer la realidad, no dogmática, es una consecuencia de conjunto del “talante” de la cultura moderna. En ella se integran aspectos que se refieren a diversos ámbitos de conocimiento y sensibilidades existenciales: el arte, la poesía, la literatura, la política, las formas de vida, los valores existenciales, la manera de ser de la gente. Estos rasgos del hombre moderno pueden ser descritos y estudiados por sí mismos: es lo que han hecho los sociólogos, los filósofos y los antropólogos (al margen de la ciencia). Pero no cabe duda de que, en ese conjunto de la cultura de la incertidumbre, la evolución de la ciencia moderna, valorada por la filosofía, especialmente en la modernidad crítica, ha cumplido un papel fundamental. Así, el hecho de que todo el mundo entienda, como consecuencia de los resultados de la ciencia, que el universo podría ser explicado sin Dios está en la base, sin duda, de muchas de las formas sociales, políticas, existenciales, de la cultura moderna. La posibilidad de un universo-sin-Dios abierta por la ciencia está en la base de otras manifestaciones laicas, sin Dios, de la modernidad.


La Nueva Ciencia ha producido, por tanto, una imagen nueva del universo que no ha favorecido el dogmatismo. Esto es muy importante y deberemos entenderlo bien a lo largo de este ensayo, ya que hay mucha gente que sigue teniendo una imagen dogmática del conocimiento y de la ciencia (en el teísmo dogmático y en el ateísmo dogmático). Pero la ciencia no impone, o predetermina, un tipo preciso de metafísica cuando la filosofía asume sus resultados. El universo es un enigma para la razón humana y para la ciencia. Caer en la cuenta de esta neutralidad metafísica de la ciencia moderna es esencial. Pero no será fácil para muchos científicos y filósofos que creen todavía que la ciencia impone dogmáticamente el teísmo o el ateísmo, manteniéndose en el mismo talante propio de la cultura de siglos anteriores. No les será fácil, como decíamos, porque está en juego la ingenua seguridad en que se movían.


La ciencia induce, pues, con informaciones relevantes, a que la filosofía haga conjeturas metafísicas argumentadas que podrían ser verosímiles. Si no hubiera diversidad de hipótesis posibles, no habría ni enigma ni incertidumbre. En concreto la ciencia permite dos grandes conjeturas o hipótesis metafísicas: Dios, en conformidad con la tradición religiosa, y un puro mundo sin Dios, en conformidad con la alternativa atea surgida en la modernidad. Sobre estas hipótesis volveremos más adelante en detalle. Pero debemos acentuar desde ahora que ni la ciencia, ni la filosofía en ella fundada, imponen ninguna de estas dos metafísicas. Por ello, la ciencia ha sido neutra y ha propiciado la cultura de la incertidumbre metafísica en la modernidad. Como digo, sobre todo esto volveremos más adelante.



Incertidumbre metafísica y silencio-de-Dios


Son un hecho el enigma del universo y la incertidumbre metafísica. Estos hechos suponen un cambio de escenario y el final del dogmatismo. Suponen también, por primera vez en la historia, entender con toda profundidad que el “posible Dios” está en silencio. Para el teísta Dios “podría no existir”, pero, para el ateo, Dios “podría existir”. Así, sobre el silencio del posible Dios se construyen los argumentos modernos del teísmo y del ateísmo. ¿Tiene sentido pensar que existe un Dios que está en silencio? Probablemente esta experiencia del silencio-de-Dios estuvo presente desde siempre en el hombre natural y sobre ella entendió el sentido de su existencia.


Uno de los puntos esenciales que defendemos en este ensayo es el hecho de la incertidumbre como estado, intelectual y existencial, que las circunstancias objetivas imponen a la razón metafísica en la modernidad. Mientras sigamos en el dogmatismo tenemos un mapa falseado del territorio y no acertaremos nunca con el camino que lleva a las decisiones metafísicas hoy posibles, es decir, tal como debemos argumentarlas y asumirlas. No hallaremos el camino para ir saliendo de la perplejidad. Para razonar con corrección hay que admitir la existencia de un universo que de hecho es enigmático, que nos instala en la incertidumbre metafísica y comenzar un discurso que se funde desde el principio en ella. La incertidumbre metafísica (o sea, tener diversas conjeturas metafísicas posibles, pero no saber con seguridad cuál de ellas es cierta) es el presupuesto que hoy se impone inevitablemente para comenzar a razonar sobre lo metafísico.


Como veremos, este hecho propio de nuestra cultura es el que deberá conducirnos a una nueva manera de entender el teísmo y el ateísmo, más allá de los dogmatismos que fueron propios de otros tiempos. Igualmente, incertidumbre y silencio-de-Dios son las claves que deben llevarnos a entender el cristianismo en la cultura moderna porque la incertidumbre de la modernidad crítica nos impone una experiencia radical nueva del silencio-de-Dios. El hombre, en efecto, sabe por la incertidumbre que el universo pudiera ser puro mundo sin Dios, pero sabe también que pudiera ser una Divinidad personal. La alternativa de esta doble hipótesis metafísica depende de la estructura misma del universo, cuyo enigma hace posible pensar en una Divinidad o en un puro mundo sin Dios.


Además, la misma experiencia social hace intuir que, en efecto, el universo debe de ser un enigma porque hay creyentes y no creyentes, teístas y ateos. Si de hecho existe esta diversidad metafísica en la sociedad cabe pensar que es así porque “puede ser así”: es decir, porque el universo es hasta tal punto “borroso” que permite tanto la hipótesis del teísmo como la del ateísmo. Para comprobar la existencia de esta alternativa metafísica basta mirar a la sociedad que nos rodea. La incertidumbre metafísica se palpa simplemente en la sociedad de nuestro tiempo, donde teísmo y ateísmo tienen carta de ciudadanía.


El silencio-de-Dios en la experiencia existencial ordinaria de todo hombre


La modernidad, en los últimos siglos, pero especialmente en la segunda mitad del siglo XX, ha sido la ocasión histórica –propiciada por la ciencia– para salir del dogmatismo de épocas pasadas y llegar a descubrir que estamos todos afectados por una molesta incertidumbre metafísica. Pero la incertidumbre y el silencio-de-Dios deben ser universalizados y entendidos también como integrantes de la experiencia existencial necesaria de todo hombre en el mundo. En este ensayo defenderemos que esta vivencia universal de incertidumbre es tan obvia por las circunstancias inmediatas de la vida humana ordinaria que podemos asumir con fundamento que haya sido sentida e intuida por todo hombre a lo largo de la historia. Todos los hombres viven su vida desde una sensación de incertidumbre metafísica que, lo quieran o no, se les impone por la fuerza misma de las circunstancias de su vida en el mundo.


De forma inmediata e intuitiva, todos sabemos, en efecto, que a Dios no lo vemos, pero tampoco vemos cuál es la explicación final del universo. Además, todo hombre vive siempre en la angustia de su existencia dramática y del silencio-de-Dios ante ella. Por ello, aun viviendo en culturas dogmáticas (que llenan la mayor parte de la historia), la conciencia profunda de todo hombre debió de estar siempre afectada por una vivencia existencial intuitiva del enigma natural del universo y de la incertidumbre que lo conectaba inmediatamente con el desconcertante hecho del silencio-de-Dios en el universo y en su vida. Esta lejanía y silencio-de-Dios, vivida por todo hombre en el mundo por las circunstancias ordinarias, sería la que la modernidad crítica habría permitido entender y describir de una forma reflexiva por la ciencia y por la filosofía. Esto es muy importante ya que permite entender que la forma en se ha planteado siempre el problema de Dios, en el teísmo y en el ateísmo, es en definitiva la misma y ha dependido siempre de la experiencia del silencio-de-Dios.


La incertidumbre metafísica induce el sentimiento del silencio- de-Dios


En consecuencia, este universo enigmático impone entonces la conciencia de que Dios, en caso de que en verdad existiera, no se habría manifestado con evidencia. Es lo que venimos diciendo. Dios, por ello, estaría en silencio (ya que la hipótesis puramente mundana, sin Dios, sería posible). Dios “podría no existir” para el teísmo y “podría existir” para el ateísmo. Este silencio divino sería congruente con la experiencia inmediata de que a Dios no lo vemos por ninguna parte en el mundo sensible que nos rodea. En la sociedad moderna existe, en efecto, el sentimiento extendido de que Dios está lejano y en silencio. Este sentimiento de silencio-de-Dios es esencial en nuestro tiempo y nos lleva por veredas que, lejos ya del dogmatismo, conducen a nuevas salidas sorprendentes hacia la metafísica y hacia lo religioso que no estaban todavía abiertas reflexivamente para el pensamiento antiguo (aunque quizá presentes en la intuición ordinaria de todo hombre en el mundo, como estamos diciendo).


Para un teocentrismo dogmático no sería este el caso, porque Dios se impondría siempre con evidencia racional y existencial (y esto era congruente para justificar una sociedad teocrática). La modernidad, en cambio, con su imagen del universo, habría permitido entender la verdadera dimensión de este silencio cósmico de Dios. La “patencia absoluta de Dios” en el mundo antiguo no justificaría hablar de un silencio divino, pues Dios se habría impuesto por la razón en la naturaleza de una forma incuestionable. Dios podría ser un “misterio”, pero su existencia era sin duda “patente” a la razón. Sin embargo, en el universo de la modernidad, que permite ser entendido sin Dios –universo en el que Dios no es impositivamente patente–, sí podría hablarse realmente del silencio- de-Dios, ya que, incluso si existiera, el hecho sería que no habría creado un universo que lo hiciera patente con evidencia e inmediatez a la razón natural del hombre.


Silencio-de-Dios ante el enigma del universo y ante el drama de la historia


Por ello, la vivencia dramática de este silencio se despliega existencialmente en dos dimensiones que se complementan. Son dos dimensiones cruciales que ahora introducimos, pero que nos acompañarán en el discurso global de este ensayo.


Por una parte es el hecho de que Dios se ha ocultado en la forma de creación del universo, ya que permite ser entendido sin Dios. Es el silencio-de-Dios ante el conocimiento humano por el enigma del universo. Pero, por otra parte, se impone también el hecho de que el hombre es indigente, pobre y necesitado, viviendo su existencia con angustia y dirigiéndose al posible Dios para solicitar su ayuda en el drama de la existencia, personal y colectiva. Pero Dios responde al clamor del hombre sufriente con su silencio ante el dolor de la historia personal y colectiva. En conclusión, la conciencia del silencio divino es así unitaria pero presenta como una doble dimensión: por una parte, es la conciencia de su silencio ante el conocimiento humano por el enigma del universo y, por otra, es la conciencia de su silencio ante el drama de la historia, personal y colectiva, por el sufrimiento y por la perversidad humana.


Esta vivencia dramática del silencio divino es universal y acompaña al hombre en el mundo, sin que nadie pueda escaparse a ella. La tuvieron todos los hombres, en su conciencia profunda, incluso dentro de culturas que eran sociológicamente teocéntricas y teocráticas. Veremos seguidamente, y profundizaremos a lo largo de este ensayo, la forma en que este silencio-de-Dios influye en la metafísica teísta y por qué es un constituyente esencial de toda posible religiosidad humana. Pero también por qué es esencial en el pensamiento ateo y en la indiferencia religiosa. Los argumentos básicos de toda forma de ateísmo se fundan siempre en este silencio. Este silencio tiene pues las dos dimensiones mencionadas y en ellas se fundan los argumentos del teísmo y del ateísmo. El silencio-de-Dios es por ello el hecho crucial que da lugar a dos valoraciones distintas, la del teísmo y la del ateísmo, sin duda en conexión con diversas actitudes emocionales profundas del teísta y del ateo.



Teísmo y ateísmo, creencia e increencia, ante el enigma del universo, la incertidumbre metafísica y el silencio-de-Dios


El teísmo, la religiosidad natural y las religiones creen que lo más verosímil para la razón es que Dios sea fundamento del universo. El ateísmo, el agnosticismo o la indiferencia religiosa, en cambio, creen más verosímil para la razón admitir un puro mundo sin Dios, o, simplemente, vivir “como si Dios no existiera”. Pero, en todo caso, tanto “teísmo crítico” como “ateísmo crítico”, es decir, las formas de teísmo y ateísmo posibles en la modernidad crítica, construyen sus argumentos a partir del hecho del silencio-de-Dios, entendido en la moderna cultura de la incertidumbre. Para el ateísmo es un sin-sentido la existencia de un Dios en silencio. Pero para el teísmo el silencio-de-Dios podría tener un sentido.


La incertidumbre metafísica, en efecto, induce ciertas experiencias existenciales y ciertas inferencias de la razón emocional que constituyen la clave para entender cómo debemos movernos en el territorio que lleva a unas u otras decisiones metafísicas sobre el sentido de la vida. La incertidumbre metafísica se traduce en entender el hecho de que el posible Dios, de existir, está en silencio. Pero el silencio-de-Dios induce a su vez ciertas preguntas –relativas al sentido o sin-sentido de este silencio divino– de cuya respuesta depende la valoración de las posibles formas de entender lo metafísico. Pero, ¿cuáles son estas preguntas y cuáles son las claves de la decisión que conduce a una metafísica teísta o atea?


Por tanto, la incertidumbre ante un universo “borroso” se impone, pues, en la cultura de la modernidad. Al mismo tiempo, podemos generalizar que constituye la vivencia profunda que ha anidado siempre en la experiencia existencial de todo hombre en el mundo. Es verdad que la existencia de Dios podría ser verosímil y hay argumentos para ello (aunque no se imponen con absoluta necesidad lógica a la razón humana, dependiendo su valoración de la libertad del hombre). De ahí que, por la incertidumbre misma dada en la naturaleza del universo, aparezca la conciencia dramática del silencio divino. Por ello, la decisión de aceptar o no aceptar, creer o no creer, en la posible existencia metafísica de Dios depende de la posición que se tome ante dos preguntas clave, relacionadas siempre con el silencio divino, que acompañan al hombre en la incertidumbre metafísica de su existencia en el mundo.


Estas preguntas son: ¿existe un Dios lejano y en silencio, que se oculta ante el conocimiento humano en un universo enigmático y ante el drama sufriente de la historia personal y colectiva? Este Dios oculto, ¿tiene una voluntad de manifestación de su propia Verdad divina y de liberación del sufrimiento humano sumido en el drama de la historia? El enigma de Dios abierto dentro de un universo enigmático es pues el “enigma” de su posible silencio en el universo y en la historia, y el “enigma” de su eventual voluntad de liberación en relación con el hombre personal y la historia en su conjunto.


Es el enigma de un posible Dios oculto y liberador. En definitiva, se trata de una sola pregunta que abarca íntegramente el problema metafísico que abruma al hombre: ¿existe realmente un Dios oculto y liberador? Es decir, un Dios oculto porque permanece en silencio, tanto ante el conocimiento humano (enigma del universo) como ante el drama de la historia (enigma del sufrimiento y de la perversidad humana). ¿Existe realmente este Dios oculto para el hombre en el universo? Pero la gran cuestión para el ser humano no es sólo si existe un Dios oculto, sino si ese Dios tiene la intención de relacionarse con la estirpe humana, es decir, si esconde un plan liberador de la historia. Por ello, el hombre sería aquel ser que vive ante el enigma del Dios oculto y liberador.


Ateísmo y teísmo, vivir sin Dios o con Dios en el mundo


Por consiguiente, ya que, según decimos, por la estructura objetiva del universo real, Dios “podría no-existir”, pero podría también en último término “existir”, y no es posible por razones cosmológicas decidir con seguridad absoluta cuál es la verdad metafísica última, entonces la cuestión se propone como ponderación de si tiene “sentido” o cabe considerar como “sin sentido” el pensar que sea real y existente ese Dios que permanece en silencio. Un Dios en silencio, un Dios ausente del universo, lejano y en aparente indiferencia ante el drama de la historia, ¿tiene sentido pensar que es real y existente? El ateísmo entiende que no tiene sentido pensar que un Dios en silencio pueda existir. En cambio, el teísmo piensa que es posible entender que ese Dios en silencio pudiera tener razones para ocultar su patencia en el universo y que, por lo tanto, podría tener sentido considerar que existe, a pesar de su lejanía y su silencio.


El ateísmo y la increencia. El ateísmo y la increencia en general, el agnosticismo y las formas de indiferencia religiosa popular, si quieren “vivir en su tiempo”, no pueden seguir siendo “dogmáticas”, sino “críticas”. La estructura del universo y la constitución natural del hombre confieren a cada individuo todo el derecho a entender y aceptar que la no-existencia de Dios es la forma racionalmente más verosímil y convincente de explicar el universo y diseñar, en consecuencia, el sentido de la vida. ¿Qué argumentos tiene para esto? El primer argumento es sin duda que la ciencia y la filosofía permiten concebir la imagen de un universo autosuficiente en sí mismo, sin Dios. Pero el “ateísmo crítico” sabe que la no-existencia de Dios no es un dogma, sino una hipótesis verosímil: Dios, en último término, “podría existir”. Dios podría existir y estar sin embargo en silencio. ¿Tiene esto sentido? ¿Tiene sentido admitir a un Dios que permanece en silencio? Los argumentos del ateísmo acaban siendo una negación de la verosimilitud de la existencia de un Dios en silencio. Se construyen a partir del hecho del silencio-de- Dios en sus dos dimensiones. Si Dios debiera ser veraz, ¿qué sentido tendría la existencia de un universo en que Dios permanece en silencio ante el conocimiento humano por el enigma del universo (primera dimensión del silencio-de-Dios)? Además, si ese Dios en silencio fuera real, cabría pensar que en la historia natural y humana del universo debería hallarse algún indicio de su existencia. Pero, ¿es esto así? No sólo no es así, sino que existen indicios que hacen irracional (contrario a la razón) que Dios pudiera en último término existir: el Mal de una naturaleza ciega y el Mal producido por la perversidad humana no hacen verosímil que ese dramático estado de cosas en la historia personal y colectiva debiera atribuirse moralmente a la responsabilidad divina (segunda dimensión del silencio-de-Dios).


El silencio-de-Dios ante el conocimiento es pues el que permite que el ateísmo construya una hipótesis sobre el fundamento último de un universo sin Dios. Es la parte teórica del ateísmo, fundada siempre en una posible explicación de las razones, científicas y filosóficas, que hacen posible concebir un universo sin Dios. Dios no se ha manifestado con evidencia ante la razón del hombre y no es fácil entender por ello que el Dios Veraz, fiel a sí mismo, oculte su propia Verdad en la forma de haber sido creado el universo. Pero, además, el silencio del posible Dios ante el drama de la historia, ante el sufrimiento del hombre y ante la perversidad humana (ante el absurdo e irracional drama de la historia) muestran también que es muy difícil admitir racionalmente que la naturaleza haya podido ser creada por un ser divino, al que, por ende, se debiera atribuir la bondad, o benevolencia, para con la estirpe humana.


El teísmo y las creencias religiosas. Dios, sin embargo, sería posible para el teísmo, ya que así permite entenderlo la estructura física objetiva del universo. Puede argumentarlo la filosofía a partir de los datos de la ciencia y, además, todo ello es conforme con la experiencia social de la importancia inmensa de las religiones en la historia. De ahí que la valoración racional de la viabilidad natural de creer en Dios, o no creer, dependa siempre de la deliberación sobre las dos dimensiones esenciales del silencio-de-Dios, ya mencionadas: el silencio-de-Dios ante el enigma del universo y el silencio-de-Dios ante el drama de la historia. El teísmo y la creencia no ponen en duda que el silencio-de-Dios sea un obstáculo grave para creer que tenga sentido pensar en la existencia de un Dios que permanece en silencio. Este obstáculo es el que, como vimos, conduce al ateísmo. Pero el hombre religioso (cosa que no hace el ateísmo) admitirá que es posible hallar un sentido-en-Dios para el silencio divino. Creerá que es posible creer en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio.


Por consiguiente, el teísmo es posible porque es posible asumir que el silencio divino pudiera tener un sentido, es decir, responder a un plan que justifica que la Divinidad haya establecido su silencio cósmico en el universo. Esto, en principio, no podría nunca excluirse. Sin embargo, ¿cuál es ese plan divino? ¿Por qué ha decidido Dios, en caso de existir, crear un universo en que va a imponerse el inmenso vacío de su presencia? ¿Cómo y por qué conoce el hombre la existencia de ese plan que da sentido al silencio divino? ¿Es solo un supuesto humano? Adviértase que, de momento, no hemos dado ningún elemento para responder estas preguntas, aunque lo haremos a lo largo de este ensayo. Hasta ahora sólo hemos dicho que nada excluye, en principio, que el silencio-de-Dios pudiera tener sentido dentro de un plan de Dios en la creación. Lo que decimos es que toda religiosidad se funda siempre, en alguna manera, en la confianza racioemocional en que existe un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio en el universo. La forma en que se intuye este sentido-en-Dios del silencio-de-Dios depende de la idiosincrasia intelectual y existencial de cada individuo y de la teología de las diversas religiones. Volveremos sobre ello.


La razón natural ante el posible Dios oculto/liberador, teísmo y ateísmo


La decisión personal libre de inclinarse a creer o no creer en un Dios oculto y liberador depende de argumentos sobre el conocimiento del universo y de otros argumentos de naturaleza existencial-emocional en torno a la posibilidad de atribuir moralmente a Dios la creación del escenario dramático de la historia. Siempre ha sido así, y así sigue siendo en la actualidad. No cabe duda de que en las decisiones metafísicas existe una potente carga emocional que inclina al hombre a abrirse o cerrarse a la posibilidad de que Dios sea real y existente. Los argumentos del teísmo y del ateísmo, aunque en direcciones distintas, han respondido siempre al mismo esquema: el fundamento del universo (primera dimensión) y el drama de la historia, esto es, del sufrimiento y de la perversidad humana (segunda dimensión). De estos interrogantes y experiencias existenciales profundas referidas al silencio cósmico de Dios –el conocimiento, el sufrimiento desgarrador, la perversidad humana– dependen las respuestas que el hombre pueda dar, en el teísmo o en el ateísmo, al enigma metafísico. Son la melodía repetida que suena una y otra vez en la existencia humana y que es el fondo continuo que nos acompañará a lo largo de este ensayo.


a) En primer lugar están los argumentos cosmológicos: el teísta cree que es más verosímil que el fundamento del universo como realidad física sea una Divinidad y, en cambio, el ateo cree que es más verosímil un puro mundo sin Dios. Tanto teísmo como ateísmo son una creencia intelectual argumentada por la ciencia, prolongada por la filosofía, o simplemente dada en la intuición inmediata del hombre ordinario. La ciencia, en contra de lo que algunos piensan, no impone una metafísica, ni teísta ni atea (lo veremos a lo largo de este ensayo). La metafísica es fruto de la filosofía. Antiguamente se pensaba que la ciencia y la filosofía imponían una metafísica dogmática, teísta o atea. Hoy en día, en cambio, teísmo y ateísmo se esfuerzan por presentar los argumentos que hacen de teísmo o ateísmo una hipótesis verosímil, aunque no dogmática. Es la modernidad crítica. El creyente acepta que Dios no se haya manifestado a la razón dogmáticamente, de forma impositiva, pero cree, a pesar de ello, que su silencio ante el conocimiento por el enigma del universo puede tener un sentido.


b) En segundo lugar los argumentos sobre el Mal, que giran siempre en torno al drama de la historia, en el sufrimiento y en la perversidad humana. De ese Dios que “podría existir” pero que también “podría no existir”, y que por ello permanece en silencio, ¿existen en la naturaleza y en la historia humana algunos indicios de que realmente exista? El Mal que engendra el sufrimiento humano puede producirse por el proceso autónomo ciego de la naturaleza (la enfermedad, un terremoto, la muerte) o por la perversidad humana (la violencia, las guerras, el odio, la injusticia, la explotación). Es el drama de la historia. El ateísmo piensa que el Mal y el absurdo de este mundo sufriente “mal hecho” no podrían nunca responder moralmente al diseño creador de un Dios bueno, al que habría que atribuir un diseño benevolente para con la humanidad. Sin embargo, en cambio, el teísmo religioso cree que este mundo dramático podría responder a un diseño divino con sentido de acuerdo con un plan de salvación. El creyente admite que el diseño de una historia dramática haya sido asumido por Dios porque puede esconder un plan de salvación que tiene sentido, aunque sea, en principio, difícilmente comprensible por el hombre.


c) En tercer lugar los argumentos sobre la religión, que son un caso especial de la perversidad humana. La capacidad humana de producir el Mal (perversidad) se constata en la vida civil, pero es especialmente hiriente cuando se constata en la historia de las religiones, y es todavía mucho más hiriente que Dios no haya hecho nada por evitarla. Dios no ha conducido brillantemente a las religiones a lo que debieran haber sido, sino que ha permitido que hayan acabado dominadas en parte por la perversidad. Estos argumentos giran sobre la valoración del papel de la religión en la vida humana: el ateísmo arreligioso admite que la idea de Dios haya podido ser un consuelo ilusorio para muchos, pero, en conjunto, la religión, sobre todo las religiones organizadas, ha sido fuente de sufrimiento, frustración psicológica, de violencia, de atraso social y, en la práctica, de la casi totalidad de los males que han atormentado a la humanidad. Por ello debe aceptarse que la religión ha sido tan negativa que hace inviable pensar que haya podido manifestar la existencia de un Dios real y existente que, si existiera, no debiera haber hecho posible este tipo de religiones. Por otra parte, en cambio, el teísmo religioso, aun admitiendo que las religiones han sido fuente de males, de perversión y que no han sido lo que debieran haber sido moralmente, sin embargo, defiende que la religiosidad ha sido para el conjunto de los hombres una fuente de consuelo, amparo y felicidad, habiendo cumplido una función individual y social positiva para la mayoría de los hombres. Esta sería la explicación de que la religión se haya constituido en una constante histórica cuya importancia y extensión es imposible negar. De la misma manera que el hombre religioso entiende que es posible que el silencio-de-Dios ante el Mal de la naturaleza tuviera explicación, un sentido-en-Dios, así igualmente entiende que el Mal presente en la historia de las religiones fuera también asumible en el plan de conjunto de la Divinidad en la creación del universo y de la historia humana.


Lo que acabamos de exponer –y desarrollaremos con mayor amplitud en este ensayo– es muy simple. Muy fácil de entender. Es un hecho que existimos dentro de un universo. Es un hecho que somos seres racioemocionales. Aspiramos a vivir y nos inquietamos por si en lo metafísico pudiéramos hallar la plenitud, es decir, el cumplimiento final de la felicidad. Pero el universo es un enigma y crea la incertidumbre metafísica. Hay argumentos que hacen verosímil el teísmo, pero hay otros que hacen verosímil el ateísmo. El dramatismo del silencio del posible Dios pesa sobre todos nosotros. ¿Tiene sentido pensar en la existencia de un Dios oculto que pudiera liberar finalmente la historia humana? La verdad es que, como hemos dicho, no hay otro camino: tanto teísmo como ateísmo deben constatar el hecho de un posible Dios que está lejano y en silencio y creer, o no creer, en un Dios oculto y liberador. No hay otro camino: ser religioso o no serlo depende siempre de una actitud personal ante la eventualidad de creer o no creer en un Dios oculto/liberador.


Recapitulación. Esta condición de todo hombre en el mundo – abierto al enigma metafísico y en la encrucijada de creer o no creer en un Dios oculto y liberador– afecta al hombre universal. Todo hombre –impulsado por el interés de soñar una felicidad futura frente a la aniquilación final de la muerte– se ve en la coyuntura impuesta de creer o no creer en un Dios oculto y liberador. Si nos situamos en la hipótesis de que el universo hubiera sido creado por Dios y en él quisiera establecer un plan de salvación universal (ya que no tendría sentido que algunos hombres quedaran excluidos), entonces cabría pensar que Dios ha hecho las cosas de tal manera que el escenario de la creación ponga a todo hombre (al hombre universal) en la coyuntura de aceptar o negar el Amor benevolente de Dios, creyendo o no creyendo en un Dios oculto y liberador. Esta sería, por tanto, la Voz del eventual Dios de la Creación: una creación que anuncia el plan divino de hacer posible que los hombres lo acepten en libertad al creer, o no-creer, en un Dios oculto y liberador. Posibilidad que estaría impulsada, como acabamos de explicar, por argumentos cosmológicos, por el argumento del sentido del ocultamiento divino y por la fuerza interior de la misteriosa experiencia religiosa. Estos argumentos podrían ser diversamente valorados, dando lugar a la creencia o a la increencia, al teísmo o al ateísmo. Este sería el plan universal de Dios (ya que ninguna religión histórica llega a todos los hombres) manifiesto en la creación. Sería la Voz del Dios de la Creación.


Hemos aportado ya muchos elementos para iluminar la naturaleza del mapa del territorio que debe conducirnos a las decisiones metafísicas, sin perplejidad y con una clara conciencia de lo que hacemos. Sabemos ya que el universo no presenta una patencia dogmática de su Verdad. Es enigmático y abre la incertidumbre metafísica. Las circunstancias inevitables de nuestra situación en el interior de un universo como el que nos contiene, nos abocan a la coyuntura inevitable de asumir una actitud metafísica creyendo o no- creyendo en un posible Dios oculto y liberador. Este es el eje crucial ante el que debemos decidir el rumbo metafísico que sigamos. El gran enigma de un posible Dios oculto y liberador lleva nuestra existencia al teísmo o al ateísmo. Es también el sentido profundo de toda posible religiosidad y de las grandes religiones sociales de la historia. Pero, además, como veremos, es la clave para entender el cristianismo. En todo ello, al margen de nuestra valoración personal y de nuestra metafísica, aparecerá el hecho objetivo de la profunda armonía entre el problema metafísico del hombre en el mundo, el sentido del ateísmo y del teísmo, el sentido de las religiones y el sentido del cristianismo como religión. Conocer esta armonía, esta profunda unidad de sentido, no cierra nuestra capacidad de ser creyentes o increyentes, teístas o ateos. Pero, sin conocerla, se carecería de la competencia intelectual necesaria para seguir uno u otro camino de forma responsable y con conocimiento de causa.



La religiosidad humana y las religiones históricas creen en un Dios oculto y liberador


Abiertos al enigma e incertidumbre del universo, los hombres han sido de hecho religiosos de muchas maneras. Pero todo hombre religioso lo ha sido siempre, por el contenido inevitable de sus experiencias vitales, a través de la creencia en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Este “universal religioso” es el constituyente esencial de toda forma de religiosidad humana.


Teísmo y ateísmo, creencia e increencia, han sido posibles como actitudes contrapuestas en la valoración de que tenga sentido, o no lo tenga, admitir la existencia de un Dios oculto y en silencio. Sin embargo, la mayor parte de los hombres y de las culturas han sido religiosas. Para comprobarlo ahí está la historia de las religiones y la investigación sociológica que estudia la extensión y amplitud de las creencias hasta la actualidad. ¿Cómo y por qué han sido posibles la religiosidad individual y las grandes religiones sociales? Según lo dicho, toda religiosidad –individual o social– se funda siempre, de forma inevitable, en la actitud profunda de aceptar la existencia real de un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Esta aceptación, universalmente presente en toda forma de religión, es lo que llamamos aquí el universal religioso.


El “universal religioso”: creer o no creer en el Dios oculto/liberador


El puro mundo sin Dios sería posible. Dios sería también posible. Pero el hombre no puede sino asumir un compromiso metafísico ineludible. ¿Qué hacer? Es en este momento cuando la deliberación racional y existencial-emocional lleva al hombre a tomar una posición ante la eventualidad de que Dios existiera. Hacerlo, como decíamos, supone siempre asumir una posición ante la creencia o no creencia en un Dios oculto y liberador. Todo el que, de una u otra forma, cree en Dios lo hace a pesar de su lejanía y de su silencio. Los hombres religiosos transigen con su silencio ante el conocimiento (enigma del universo) y ante el drama de la historia (el sufrimiento), creyendo que, a pesar de todo, la creación hecha por Dios responde a un plan de liberación. El no creyente, en cambio, no acepta la existencia de Dios y, al hacerlo, no puede sino rechazar la confianza en un Dios oculto y liberador. Dada la incertidumbre metafísica y las circunstancias emocionales en que se debate la vida humana, la cuestión metafísica –creer en Dios o en un puro mundo sin Dios– se decide ante la eventualidad de creer o no creer en un Dios oculto y liberador. Es inevitable.


Toda religiosidad y cualquier religión surgida en la historia suponen la aceptación de un Dios oculto/liberador: este factor, siempre presente, en todos los hombres religiosos y en todas las religiones, es lo que denominamos el universal religioso. Pero este factor está presente también negativamente en todos los ateísmos. Dada la inevitable incertidumbre que pesa sobre toda existencia humana, el teísmo o el ateísmo dependen siempre de creer o no creer en un Dios oculto/liberador. De aceptar o no-aceptar el universal religioso. Este universal religioso es el fondo o esencia común a todas las religiones que permite hablar de un fondo común en ellas, así como establecer la base de su armonía y convergencia profunda.


Las grandes religiones, formas históricas de vivir el “universal religioso”


Las religiones –judaísmo, islamismo, budismo, hinduismo y las otras religiones menores– han sido creadas por hombres que viven siempre, en lo profundo de su experiencia existencial, la incertidumbre metafísica, el dramatismo del silencio divino ante el conocimiento y ante el drama de la historia, y, sin embargo, se han abierto a una esperanza religiosa de salvación. Cada una de las religiones ha nacido en un marco histórico y geográfico diverso. Por ello han aparecido sus diferencias historicistas, sus creencias, sus ritos y sus teologías. Tienen una gran diversidad aparente. Pero todas las religiones son humanas y, por ello, el hombre está siempre presente en ellas. La religión no puede dejar de ser posible sólo a través del universal religioso que constituye siempre el fondo profundo de su sentido.


Pero por debajo de sus peculiaridades historicistas se halla siempre la confianza en un Dios oculto y liberador. Esta confianza es, pues, en efecto, lo que venimos en llamar el universal religioso. Como hombres es imposible no sentir con inquietud que el posible Dios –posible fundamento del ser y creador del universo que vemos–, no se muestra en la vida mundana inmediata y está por ello lejano, oculto y en silencio. Silencio ante el conocimiento y silencio ante el drama de la historia. Pero, a pesar de ello, cargando el hombre con la lejanía de Dios y con el drama de su existencia, las religiones han creado tradiciones que proclaman haber sentido tanto las kratofanías (manifestaciones de fuerza y poder) como las hierofanías (manifestaciones de la santidad divina) de ese misterioso Dios oculto. Por ello, desde la oscuridad y desde la tragedia de la vida, se asume que ese Dios misterioso, oculto, enigmático, existe y tiene la voluntad de liberar al hombre, haciendo posible la felicidad final (se asume que existe un Dios oculto/liberador).


La forma en que esta experiencia religiosa fundamental ha cuajado en tradiciones históricas es distinta en el hinduismo, judaísmo, budismo o islamismo, o en otras religiones. Pero esconde siempre una aceptación de la vida tal como es y una confianza en Dios que es, en esencia, siempre la misma: la disposición a creer en el Dios oculto/liberador, es decir, a aceptar el universal religioso. La fuerza que estas tradiciones históricas han adquirido a lo largo de los siglos ha sido muy grande, hasta el punto de que estas sociedades se han organizado desde seguridades cuasidogmáticas de que Dios, o los dioses, eran la verdad última e incuestionable del universo. Sin embargo, estos dogmatismos sociales impuestos por los siglos, surgidos en sociedades muy primitivas, no pudieron anular nunca la inevitable experiencia existencial de todo hombre: el silencio divino en su ocultamiento cósmico y en su inoperancia ante el drama de la historia, el sufrimiento y la perversidad humana. Esta es la experiencia inevitable que acompaña siempre, por las circunstancias objetivas concurrentes en el escenario del mundo, a la existencia humana.


Más adelante, deberemos revisar el contenido esencial de las teologías religiosas del judaísmo, hinduismo, budismo o islamismo, para entender cómo hace acto de presencia en ellas este universal religioso, al creer en el Dios oculto y liberador. El historicismo de todas las grandes religiones no debe impedirnos hallar en ellas la presencia del universal religioso, que es común a toda forma de religiosidad subjetiva individual o a toda forma de religiosidad organizada en las religiones sociales.


Budismo. Una de las religiones más interesantes es el budismo porque en él constatamos hasta dónde llega el profundo desgarro existencial por la inoperancia del silencio divino. El budismo veía la facilidad con que la tradición hinduista estaba abierta a la confianza en Dios, pero, frente a esta ingenuidad, mostró críticamente la dificultad de aceptar la existencia de un Dios personal que fuera responsable del sufrimiento y del Mal que afecta a la estirpe humana. El sufrimiento es el tema fundamental, angustioso y recurrente, del budismo. Pero no por ello el budista deja de ser religioso. Se entrega entonces a una profunda espiritualidad nacida de una dramática experiencia de oscuridad: se abre a una esperanza de salvación transcendente en un enigmático Nirvana, misterio absoluto del que no puede decirse que sea Dios, pero tampoco puede decirse en absoluto que no lo sea. Es el misterio final en que se producirá la liberación. El budismo, en efecto, muestra la angustia existencial ante un posible Dios que calla ante el sufrimiento humano. El budismo es una religión de “noche oscura”. Hablaremos más tarde del budismo.


Magia y religiones mistéricas. Junto a la experiencia religiosa y a las grandes religiones abiertas a una idea más o menos tradicional de Dios, o de su plural diversificación en dioses, constatamos también la existencia minoritaria de religiones mistéricas, magias y supersticiones (en ocasiones sincretizadas con las religiones y creencias tradicionales, como pasa en Brasil o en Cuba, con el vudú o la santería, que conviven sincretizados con las creencias cristianas). La presencia acrítica de lo irracional y de lo imaginativo- emocional no deben ocultar que en estas formas de religiosidad mágica se manifiesta el fuerte sentimiento de una dimensión metafísica, mistérica, más allá de nuestro mundo de experiencia inmediata, en la que se confía y a la que se atribuye capacidad de intervenir en los asuntos humanos, contribuyendo a la salvación individual y del grupo. Muchos de los rituales de magia manifiestan formas objetivas, o rituales “mágicos”, para mostrar la confianza y religación humana con una fe absoluta a esos poderes sobrenaturales, para hacerlos benevolentes con las peticiones humanas y apelando a su salvación. Sean o no ingenuas, sean más o menos irracionales, el hecho es que estas religiones o ritos mistéricos parten siempre a) de un poderoso sentimiento emocional del dramatismo angustioso de la vida humana, b) de una conciencia de que existen unos poderes ocultos, metafísicos, que no vemos, pero que pueden salvar al hombre, y c) de una conciencia de que esos poderes personales tienen una voluntad liberadora del hombre que puede ser atraída por el ejercicio libre de los rituales mágicos.


¿Qué quiere esto decir? Pues, en definitiva, que las religiones mistéricas son una muestra más de la fuerza con que el dramatismo de la vida humana se abre con angustia emocional al más allá metafísico, creyendo en un poder oculto que, sin embargo, tiene una voluntad liberadora del hombre. Es una manifestación más de la presencia del universal religioso, la admisión de un Poder Personal oculto y liberador, a pesar del dramatismo angustioso de la vida. Esta sensación de vivir abiertos a un enigmático más allá que angustia con dramatismo, ante el que hay que tomar una posición, aunque sea a través de la magia y lo mistérico, se muestra constantemente de mil maneras en la gente sencilla y en culturas primitivas.


Conclusión. Por consiguiente, un rasgo capital del territorio en que nos adentramos hasta llegar a decidir qué posición metafísica debemos adoptar en nuestras vidas, es el conocimiento objetivo de las grandes tradiciones religiosas, y de todas las religiones menores presentes en la historia y en la actualidad. ¿Qué afirman sus teologías? ¿Puede haber en ellas algún indicio de la presencia real de Dios? Más adelante deberemos adentrarnos en este territorio para recoger aquellas informaciones que necesitamos y que colocan las religiones como un contenido importante del mapa en que debemos orientar el camino. Conocer las religiones en su contenido real, histórico, tal como realmente se representan el universo y se entienden a sí mismas, es una información importante que no podemos olvidar, si es que queremos asumir nuestras decisiones metafísicas contando con toda aquella información que debe ser valorada. En las religiones distinguiremos una gran variedad de posiciones “historicistas” (propias de su localización política, geográfica, cultural e histórica). Pero en ellas constataremos siempre una respuesta positiva, fundada en las experiencias antropológicas básicas, que nunca deja de ser la confianza en un Dios que, sin embargo, está oculto en el enigma del universo y en el drama de la historia. En toda forma de manifestación religiosa (abrirse a un Poder Personal transcendente que salva) está siempre presente la Voz del Dios de la Creación en el universal religioso.



El cristianismo: un hecho histórico objetivo, describible por la razón


Es un hecho histórico la religión de Israel. También lo es la aparición de la figura de Jesús de Nazaret. Es histórica la agrupación en la iglesia cristiana de quienes se adhirieron a su persona y a su doctrina. Al margen de la creencia o la increencia, la pura razón histórica puede describir el contenido objetivo de las creencias religiosas del cristianismo. La razón puede también estudiar la relación entre las creencias cristianas y las condiciones de la existencia humana en el mundo.


El territorio en que nos movemos hacia las opciones metafísicas viables presenta rasgos definidos de su orografía: la incertidumbre metafísica; la verosimilitud de que la verdad final fuera Dios o un puro mundo sin Dios; el problema del silencio divino; la posibilidad de abrirse a la creencia en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. En este escenario, por tanto, lo único que podría conducir a creer en Dios sería abrirse a la creencia en un Dios oculto y liberador. Las religiones nacen siempre de esta creencia y son conformes al universal religioso. En alguna manera responden siempre positivamente a la pregunta de si cabe esperar en la existencia del posible Dios oculto/liberador. A su vez, por ello mismo, el ateísmo, el agnosticismo, el indiferentismo metafísico y religioso, rechazan esta creencia en el Dios oculto/liberador. Aunque vivir sin Dios en el mundo no es seguro sino una creencia, el ateísmo se encierra en la afirmación de un puro mundo sin Dios. El agnóstico está en la incertidumbre, pero ciertamente tampoco abraza a Dios en su vida.


Sabemos que el universo es un enigma que impone una incertidumbre inevitable ante el más allá. A su vez, esta incertidumbre nos hace conscientes de que el “posible Dios” sería un Dios en silencio y de que, por ello, el problema de Dios se plantea en el hombre como una discusión del sentido o sin-sentido del silencio- de-Dios. Esta discusión es la que, además, nos lleva a entender que la creencia o no-creencia en Dios se decide ante la creencia o no- creencia crucial en un Dios oculto y liberador. Este es el universal religioso que alienta en lo profundo de toda posible religiosidad humana.


¿Hemos salido de la incertidumbre metafísica? En absoluto. Pero, ciertamente, hemos reducido la perplejidad porque sabemos con toda precisión de qué depende creer o no-creer en Dios: de asumir o no-asumir la creencia en un Dios oculto y liberador, o sea, el universal religioso. No obstante, todavía quedan muchos factores por aclarar que pueden seguir reduciendo nuestra perplejidad. Entre ellos debemos referirnos al conocimiento de las religiones y del cristianismo. Las religiones, ¿aportan alguna información que pueda considerarse “indicio” de la verdad metafísica última? Lo más probable es que no contengan factores cruciales que permitan excluir teísmo o ateísmo. Pero su conocimiento sí puede ser un factor más para iluminar las decisiones metafísicas que debemos asumir desde dentro de la incertidumbre.


Necesidad de conocer las religiones y el cristianismo: un enfoque objetivo


En los epígrafes que siguen hacemos una exposición objetiva del cristianismo como religión. Exponemos, pues, qué ha sido históricamente y cómo se entiende a sí mismo, es decir, qué es la teología cristiana. Debemos insistir en que se trata ahora sólo de una exposición objetiva. Sin necesidad de ser cristianos, hindúes o budistas, podemos hacer una exposición objetiva del origen histórico y del contenido teológico de estas religiones; es decir, de su imagen de la realidad, de Dios, del universo, de la vida, del hombre y de la historia. En las universidades se estudian las religiones de esta forma objetiva, dentro del marco científico de la historia y de la filosofía. No existe, pues, un compromiso creyente, pero es posible estudiar el contenido de las religiones. Ahora presentamos, por tanto, el contenido objetivo de la religión cristiana. Esta es solo, de momento, nuestra intención.


El conocimiento objetivo de la naturaleza de las religiones y del cristianismo será un factor más, junto a otros conocimientos de la historia, de la ciencia y de la filosofía, para reducir nuestra perplejidad ante lo metafísico. No saldremos de la incertidumbre, pero seremos conscientes de los factores que entran en juego para tomar una u otra actitud existencial para el sentido metafísico de la vida.


Pero entonces, ¿qué es el cristianismo? Podemos decir que, en principio, es una de las grandes religiones de la historia humana. A lo largo de este ensayo expondremos con relativa amplitud la naturaleza de la religión cristiana. El cristianismo, al igual que la existencia de la impresionante historia religiosa de la humanidad, es un factor decisivo para nuestras creencias metafísicas. Por ello debe también ser considerado con toda seriedad de una forma muy especial. ¿Por qué? Pues simplemente por lo que representa: por su historia, por la naturaleza de sus creencias, por su evidente influencia a lo largo de los siglos, siendo la religión más importante, en número de creyentes (sumando todas las denominaciones cristianas) y por su influencia en la historia del mundo. Las creencias cristianas son un hecho objetivo que creyentes y no creyentes deben considerar. Son un factor importante a tener en cuenta para tomar las decisiones metafísicas finales. ¿Existe Dios? La consideración de lo que realmente es la religión cristiana (sin falsearlo) pudiera quizá ayudarnos en la tarea existencial de tomar una opción metafísica que dé sentido a la vida.


Decíamos que es posible hacer una descripción falseada del territorio por el que deben discurrir nuestras decisiones metafísicas: por ejemplo, ignorando el hecho de la incertidumbre metafísica al creer ilusoriamente que la ciencia nos impone con seguridad absoluta la no-existencia de Dios; o sin haber entendido que creencia o increencia sólo son posibles como la aceptación o el rechace del Dios oculto/liberador. Desconocer qué son las religiones y, sobre todo, desconocer qué es el cristianismo, es estar en condición de incompetencia para decidir qué actitud tomamos ante lo metafísico.


Las religiones y el cristianismo: condiciones de su universalidad


Decíamos antes que religiosidad y religiones sienten en profundidad el silencio-de-Dios ante el drama de la historia. Por ello, una vez que las religiones han ido construyendo sus teologías historicistas, han tratado siempre de explicar por qué Dios se oculta ante nuestro conocimiento y por qué ha creado un mundo tan dramático como el nuestro, sabiendo que un plan de salvación justificable exoneraría a Dios de la responsabilidad moral de haber creado el drama de la historia. El cristianismo es, en el fondo, una explicación de las razones que Dios tuvo para crear un universo en cuyo escenario dramático se realizaría la vida humana, envuelta en el silencio divino y en el sufrimiento ciego de la naturaleza y de la perversidad humana. El Dios de Jesús de Nazaret es una respuesta a las razones que dificultan en el hombre la confianza en Dios, a saber, la dificultad de explicar qué sentido podría tener el silencio-de-Dios.


Consideremos, como creen las religiones, la eventualidad de que Dios existiera efectivamente y hubiera creado el universo como escenario para establecer un “camino de salvación” y relación con los hombres. Cabría pensar que este camino debería ser accesible a todos, sin excluir a ningún hombre. Esto quiere decir que Dios debería haber trazado esta “vía de acceso” a la Divinidad en la naturaleza misma, es decir, en la condición natural del hombre: y, por tanto, accesible para todos en el escenario del mundo. Las grandes religiones habrían hecho una interpretación historicista de ese universal religioso que, como hemos visto, consistiría en la apertura libre del hombre a creer y esperar en la existencia transcendente de un Dios oculto y liberador. Pero el localismo de estas “religiones historicistas” (sus teologías, sus tradiciones, sus profetas, sus ritos, sus normas sociales y su moral) no tendría un valor universal ya que serían solamente formulaciones “locales” en una cierta cultura, posibles pero diferenciadas, de esa “religión universal”. Lo universal en las religiones no estaría en sus diferencias “historicistas”, sino en aquellas condiciones universales presentes en todo hombre en el mundo: a saber, la angustia ante el silencio divino en el enigma del mundo y en el drama de la historia y, a pesar de ello, la apertura a creer en el posible Dios oculto/liberador. En este sentido, tal como hemos explicado, la esencia de toda religión natural sería el universal religioso.


Pero pensemos ahora en el cristianismo. Al margen de su importancia como religión, en la historia y en el mundo moderno, el hecho evidente es que la mayoría de la humanidad no lo ha conocido, ni antes de la aparición del cristianismo, ni durante sus veinte siglos de existencia hasta la actualidad. Incluso en las iglesias cristianas actuales la mayor parte de los cristianos desconocen su religión y viven en ella como lugar en que, por la tradición de sus familias, tienen sólo sus experiencias religiosas profundas, más o menos similares a las de todo hombre religioso. En el fondo viven sólo su universal religioso, como cualquier otro ser humano, pero sin entender qué es realmente lo que significa la religión cristiana que los acoge dentro de su tradición. Este puro desconocimiento, que nace de la incultura religiosa, acontece de forma similar en las otras religiones.


Historicismo y universalidad en el cristianismo


La pregunta esencial sobre la relación del cristianismo con las otras religiones es esta: ¿es el cristianismo sólo una religión más, con su peculiaridad historicista propia, vinculada al universal religioso, pero sin más valor que el que tienen las otras religiones? En definitiva, el cristianismo, ¿es un historicismo más?


En realidad todas las religiones han tenido siempre una cierta pretensión de universalidad, más o menos intensa, en uno u otro sentido. El hecho es que casi todas ellas –hinduismo, judaísmo, islamismo–, con la excepción del budismo, han tenido además la pretensión de haber sido objeto de una manifestación divina especial, extraordinaria, que justifica su pretensión religiosa de universalidad. El cristianismo, sin embargo, supera a todas las otras religiones en su pretensión subjetiva de universalidad y de haber sido objeto de una revelación divina. Conocer el cristianismo supone conocer cómo, por qué y en qué sentido, el cristianismo tiene esta pretensión de universalidad, por qué se entiende objeto de una revelación divina, y cuáles son las razones que avalan esta pretensión.


Debemos presuponer que todas las religiones, entre ellas el cristianismo, son una forma del universal religioso, dentro de sus condiciones historicistas propias. Pero, por extraño que nos parezca, si establecemos el supuesto de que el Dios de la Creación se hubiera manifestado en alguna religión y, en cierta manera, hubiera “hablado”, entonces su “mensaje” debería “transmitir” un “contenido” en congruencia con la Voz del Dios de la Creación, ya que el Dios de la Creación y el eventual Dios de una posible Revelación serían el mismo Dios. Así, podríamos decir que la Voz del Dios de la Creación y la Voz del Dios de la eventual Revelación deberían ser la misma Voz que habla de un mismo plan en la creación del universo.


Recapitulación. Hemos dicho que todas las religiones pretenden, con mayor o menor convicción, haber sido objeto de una manifestación divina y ser, por ello mismo, universales. Así lo pretende también el cristianismo. Decíamos que la fuerza de la pretendida universalidad de una religión dependerá de que en sus creencias y en su contenido consista en el mismo universal religioso. Es decir, que la Voz del eventual Dios que en ella se manifiesta sea la misma Voz del Dios de la Creación que es la Voz del universal religioso. Decíamos que el eventual Dios de la Creación es Aquel que ha puesto al hombre universal, a cualquier hombre que existe en el mundo, en situación de abrirse a la esperanza última de salvación por obra de un Ser divino, siempre que se crea en un Dios oculto y liberador, a pesar de su ausencia, de su lejanía y de su silencio. El posible Dios ha establecido en su forma de creación que el logos, el sentido, de toda posible religiosidad natural desde el interior del universo consista en admitir el universal religioso. Pues bien, el contenido objetivo de las creencias cristianas, constatable por todos, al margen de sus actitudes metafísicas personales, está en profunda armonía con la Voz del Dios de la Creación. El cristianismo es, pues, una sorprendente explicación de los planes de Dios en la creación del universo, de tal manera que resplandece la armonía y unidad de sentido (un mismo logos) entre la creación, el universal religioso, la religión universal, las religiones históricas y el cristianismo. Esta sorprendente (aunque en principio esperada) armonía muestra la unidad profunda del movimiento religioso universal.



El contenido del kerigma cristiano


¿Qué es entonces el cristianismo como religión? Es la adhesión a la persona y a la doctrina de Jesús de Nazaret. El kerigma cristiano es la síntesis de esa doctrina. La iglesia cristiana se siente llamada a proclamarla en la historia. Los cristianos creen que Dios “inspira” y “asiste” a la iglesia en orden a la correcta proclamación del kerigma. Pero, junto al kerigma, aparecieron sistemas explicativos, es decir, “hermenéuticas” que dependían de la historia humana. Los cristianos entendieron desde el principio que kerigma y hermenéutica no eran lo mismo.


Pero entonces, ¿qué dice el cristianismo? ¿Cuáles son sus creencias? Ofrecemos ahora unos perfiles introductorios que se ampliarán progresivamente en la lectura completa de este ensayo. En la exposición, de acuerdo con lo anterior, intentaré mostrar cómo y en qué sentido el universal religioso está presente en el cristianismo. O, lo que es lo mismo, en qué sentido y por qué en el cristianismo resuena la Voz del Dios de la Creación. Repito que exponerlo no supone la creencia: es sólo la descripción objetiva del cristianismo y su relación con el universal religioso tal como hoy puede ser entendido por la razón natural desde dentro de la cultura de la incertidumbre en la modernidad.


Otra cuestión distinta es si esto conduce a la creencia o a la increencia. En otras palabras debe quedar bien entendido que no pretendemos que el ateo o increyente considere que cuanto vamos a decir sobre el cristianismo sea verdadero y deba ser admitido necesariamente por el increyente. Es evidente que no, ya que el ateo entenderá que la creencia cristiana es una visión errónea de la metafísica profunda de la realidad. De acuerdo. Pero, aun siendo esto así, insistimos en que el ateo debe conocer con precisión y objetividad qué dice el cristianismo, cuál es el contenido preciso de sus creencias y su relación con el mundo moderno. Sólo desde una información correcta podrá decidir con competencia su sentido de la vida. Aquí exponemos, pues, los perfiles esenciales del kerigma cristiano.


La doctrina de Jesús de Nazaret: kerigma cristiano y hermenéutica


El cristianismo nace en la historia de Israel. Durante siglos Israel había esperado que Dios cumpliría la Alianza establecida con Abrahán. Después de múltiples decepciones, sufrimientos y de la aparición de numerosos profetas, unos mil ochocientos años después de Abrahán, aparece la figura de Jesús de Nazaret que comienza una predicación de tres años, hasta morir finalmente en la cruz y, según sus discípulos, resucitar al tercer día. Jesús anuncia la forma del cumplimiento de la Alianza y el cristianismo nace como la iglesia formada por quienes aceptan la doctrina de Jesús, viéndolo como el Enviado de Dios, el Mesías, el Cristo. El cristianismo es, pues, la adhesión existencial a la persona de Jesús que lleva consigo la creencia en una doctrina que proclama por su autoridad propia.


El concepto de kerigma es muy importante para entender la iglesia cristiana porque ésta no es una filosofía, sino solo la pretensión de transmitir a la historia y seguir proclamando el mensaje de Jesús (que para la iglesia es el kerigma). El contenido de ese mensaje, del que la iglesia se supo sólo depositaria, tal como la iglesia lo proclama en la historia, es lo que llamamos el kerigma cristiano (o sea, la proclamación, hecha por la iglesia, del mensaje de Jesús).


Lo que daba sentido a la iglesia era transmitir lo que Jesús había dicho y lo que había hecho. Jesús mismo, en sus palabras, hizo la interpretación de sus hechos, principalmente del significado de su futura muerte y de su resurrección. Un aspecto importante es que la iglesia entendió –y a ello se adhirió por la fe– que Jesús se presentaba a sí mismo como Hijo de Dios, como siendo misteriosamente de “condición divina”, y que su doctrina era la Palabra de Dios que revelaba a los hombres los misterios de la decisión divina que había llevado a la creación del mundo y al establecimiento de un plan de salvación para los hombres. Jesús no proponía pues una filosofía, sino que “revelaba” los designios del Dios creador que, de hecho, explicaban el universo. Jesús hablaba por autoridad propia.


Es explicable el respeto de la iglesia a esta Palabra de Dios y su intención de fijar con precisión aquel kerigma que debía contener el mensaje de Jesús. Pero pronto surgieron problemas. La iglesia primitiva se halló en una coyuntura difícil que llevó a desarrollar los conceptos de “asistencia” e “inspiración”, clave de la fe cristiana primitiva. La iglesia, en efecto, llegó a entender que, si Dios quería transmitir el kerigma con efectividad a la historia, la Providencia divina debía “inspirar” y “asistir” a la iglesia misma para que el kerigma fuera proclamado correctamente en cada momento de la historia.


Por tanto, para la teología cristiana, la primera forma de “asistencia” debía de haber consistido en la “inspiración” de aquellos textos que debían transmitir el mensaje de Jesús. Pero, dado el embrollo de la literatura cristiana primitiva, ¿dónde estaban los textos inspirados? La conciencia de estar “asistida” hizo que la iglesia cayera en la cuenta de su “autoridad” para establecer el Canon de los Libros Sagrados (o sea, la lista de los libros inspirados del Nuevo y Antiguo Testamento). Así igualmente, haciendo uso de su “autoridad”, la iglesia fue precisando en los primeros concilios la forma correcta de entender tanto la idea trinitaria de Dios como la naturaleza humana y divina de Cristo.


Kerigma y hermenéutica. No obstante, al mismo tiempo que la iglesia se esforzaba en fijar el kerigma (la doctrina de Jesús) era también consciente de que el kerigma podía y debía ser comentado, entendido, explicado, interpretado, por la razón humana de acuerdo con la cultura de su tiempo. Estas “hermenéuticas” eran posibles (aunque distintas entre sí, como, por ejemplo, las de los santos padres, san Agustín o santo Tomás). Pero no eran lo mismo que el kerigma. El kerigma era la doctrina de Jesús, configurada por los hechos y las palabras de Jesús, pero también por la iglesia que reconocía el kerigma en el curso de los siglos (y no sólo en los primeros). El kerigma no podía ser erróneo porque, para la iglesia, estaba asistido e inspirado por Dios. Pero, sin embargo, las hermenéuticas podían ser coyunturales, incluso falsas y no digamos imperfectas o insuficientes.


Todas estas ideas (doctrina de Jesús, su propuesta como revelación, el kerigma, la fe de la iglesia, la Providencia de Dios por asistencia de la iglesia e inspiración de la Escritura, la hermenéutica) pueden verse con simpatía o no, aceptarse o rechazarse (como se hace desde la creencia o la increencia). Pero en todo caso debemos reconocer que así es como la iglesia cristiana se vio a sí misma, desde la “lógica de su misma fe en Cristo”. Primero era la fe, pero supuesta la fe, ésta llevaba “por su propia lógica” a una cierta manera de entender la asistencia, la inspiración y el kerigma cristiano.


Una nueva hermenéutica del cristianismo desde la modernidad


Debemos advertir que esta presentación introductoria del contenido objetivo de las creencias cristianas (que se ampliará después en el capítulo tercero) supone el esfuerzo de entender en qué consiste la nueva hermenéutica cristiana que hace posible la cultura moderna. Este esfuerzo afecta a todos.


Quienes viven ya una fe cristiana profunda dejándose llevar intuitivamente por los grandes símbolos del cristianismo deberán afrontar el esfuerzo de repensar su propia fe con un orden racional nuevo (al que no estaban acostumbrados, pero que quizá presentían) para percibir su armonía con la realidad moderna. Quienes viven su vida desde la duda, la indiferencia, el agnosticismo o el ateísmo, deberán también hacer el esfuerzo por entender con objetividad lo que dice el cristianismo y su conexión con el mundo real (sin que esto implique la creencia). Hay muchas personas que se han desvinculado afectivamente de la fe cristiana, pero que se educaron de jóvenes en el cristianismo. Volver a oír hablar de Trinidad, de Encarnación, de Cristo, de pecado, etc., les suena a un puro “más de lo mismo”. Sin embargo, aunque es verdad que el cristianismo no puede dejar de hablar de los contenidos de siempre que constituyen el kerigma (en otro caso no sería el cristianismo), lo que vamos a exponer no es “más de lo mismo”, sino una nueva perspectiva hermenéutica que permite una nueva percepción de la profundidad (armonía con el mundo real) de los grandes contenidos de la fe cristiana. Se aceptará o no, pero percibir esta armonía es resultado de un análisis objetivo que aquí vamos a esbozar introductoriamente (y que se seguirá profundizando más adelante en este ensayo).


Haremos, pues, una hermenéutica desde la modernidad, ya que es la cultura que con mayor garantía nos describe hoy cómo es realmente el mundo creado por Dios. Es la línea hermenéutica (interpretativa) contenida en lo expuesto hasta ahora: se resume diciendo que Dios ha creado un universo enigmático y ha dejado al hombre abierto a una incertidumbre metafísica que concluye en que sólo hay una posible vía de creencia en Dios: a saber, la creencia en el Dios oculto y liberador. Así, la Voz del Dios de la Creación es la voz del silencio divino, la voz de la incertidumbre y la voz del universal religioso que los hombres han asumido a lo largo de la historia en las más variadas manifestaciones religiosas. La expectativa sería que una eventual Voz del Dios de la Revelación manifestara la misma Voz del Dios de la Creación. En definitiva, por ello, deberemos procurar que se entienda siempre con claridad lo que es el kerigma cristiano y lo que constituye la lectura, interpretación o hermenéutica que nosotros proponemos desde el paradigma de la modernidad.


Al hablar de los Misterios de Dios revelados por Jesús, tal como el kerigma proclama, entramos en el conocimiento de cosas sorprendentes, maravillosas, casi “increíbles”, que producen en nosotros pasmo y perplejidad profunda (distinta de la perplejidad de que antes hablábamos). La fe cristiana no pretende que los contenidos del kerigma (trinidad, encarnación, divinidad de Cristo...) sean ni siquiera atisbables por la pura razón del hombre. La fe tiene estas creencias sólo porque entiende que constituyen la doctrina de Jesús de Nazaret. Sólo el conocimiento de estos misterios produce incluso una sensación de reverencia “sacral” ante la pura posibilidad de que la explicación de las cosas pudiera ser efectivamente la que el cristianismo propone. Hay también otros hechos reales que producen profunda perplejidad: es también el asombro, por ejemplo, de que el puro universo pueda existir y que haya llegado a hacer posible una existencia tan sorprendente como la nuestra. Pero la reverencia sacral ante la revelación cristiana, tal como la sienten los cristianos, es muy superior a todas las otras perplejidades. Es el escalofrío de que pudiéramos estar siendo protagonistas de la historia de un plan de benevolencia de un extraño Dios trinitario que se une a la estirpe humana por la encarnación. Una historia mucho más maravillosa y sorprendente, casi inverosímil, que cuando hubiéramos podido imaginar. Es un asombro que puede suscitarse tanto en creyentes como en no creyentes (al considerar la objetividad de contenidos de las creencias cristianas).



El Dios trinitario y su eterno designio creador


El kerigma cristiano comienza anunciando la existencia de un Dios único, pero trinitario, Trino en Personas. Su eterno designio fue la creación del hombre para hacerlo partícipe de la Vida divina. Pero, ¿cómo crear al hombre para que fuera persona libre ante Dios? ¿Tenía sentido la creación de un universo para la libertad que haría posible el dominio del pecado en la historia y que produciría el drama del sufrimiento universal? El universo no merecía ser creado por sí mismo, pero la voluntad divina de Redención hizo posible la creación. ¿Qué es lo que esto significa para el cristianismo?


El contenido de la pretendida Voz del Dios de la Revelación, tal como proclama el kerigma cristiano, es “objetivo” (es decir, podemos describirlo, al margen del compromiso de la fe). A su vez, el contenido de la pretendida Voz del Dios de la Creación es también “objetivo” porque podemos describir por la razón natural cómo es realmente el universo, pretendidamente creado por el mismo Dios que se revela. Por consiguiente, entre dos puntos de referencia objetivos (lo que dice el kerigma en la fe cristiana y lo que dice el universo ante la razón natural) es posible constatar su armonía y su relación. Se trata de un análisis objetivo. Es lo que haremos en nuestra exposición.


El Dios trinitario y su voluntad de comunicación de la Vida Divina


El mensaje de Jesús, la Buena Nueva, comienza por el anuncio de la existencia de un Dios misterioso y transcendente (que abarca y funda el universo por creación, pero no es una parte de él). Un Dios cuya ontología, o modo de ser real, consiste en ser una Divinidad Trinitaria. Existe un Dios Único, un solo Dios, pero que en su modo de ser genera interiormente tres Personas divinas que reflejan la riqueza de la Vida divina. Siguiendo las palabras de Jesús – matizadas por la iglesia asistida por la Providencia divina en los primeros concilios– la fe cristiana ha distinguido la persona del Padre, fundamento del ser, raíz de la realidad divina y creador; la persona del Verbo, o del Hijo, la Autoimagen, Sabiduría o Logos de la Divinidad; la persona del Espíritu Santo en que el Amor interno de Dios, entre las personas divinas, es generado como persona. Así, este Dios trinitario es Uno y, al mismo tiempo, Trino en personas. Esta extraña, pero también rica y sorprendente imagen del Dios real, fue aceptada por la iglesia no por persuasión filosófica alguna, sino simplemente porque siempre creyó que estaba fundada en la doctrina de Jesús y así fue ratificado en los primeros concilios, entendiendo que no existía subordinación sino identidad divina entre las Personas de la Trinidad y que el Amor solidario era el ligamen interno del Dios Trinitario. La tradición cristiana siempre entendió que, como expresó la teología de san Juan, la esencia divina era el Amor. Pero esta idea trinitaria de Dios trataba solo de reflejar la doctrina de Jesús, sin contradicción racional, pero más allá de las posibilidades de la razón.


Este Dios increado, según la doctrina de Jesús, eterno en una forma de Vida Divina cuya esencia real desconocemos, por un eterno designio o decisión divina, solidaria trinitariamente, quiso comunicar su Vida Divina a seres creados por Dios mismo a los que se ofreciera la posibilidad de integrarse en el Amor trinitario. Este “ser creado” no sería Dios, sino creatura. Este “ser creado” ha venido a ser el hombre que somos nosotros y los hombres que escuchaban a Jesús, a los que anunció ser creaturas de Dios. Creaturas que tenían como destino ser Hijos de Dios, hermanos de Jesús (en el sentido que veremos), llamados a participar de la vida trinitaria en el Amor de Dios. Todo esto es en verdad sorprendente, casi inverosímil, pero constituye, por maravilloso que parezca, lo que la iglesia escuchó de Jesús y entendió que debía transmitir en la proclamación del kerigma. Así sigue hasta nuestros días.


El diseño trinitario del hombre como ser creado


El anuncio de Jesús nos dice pues que Dios quiso crear al hombre para ofrecerle su integración personal en la Vida Divina. Se ofrece algo al que puede aceptar o no aceptar, y esto es precisamente lo que Jesús anuncia: que Dios iba a crear un hombre que fuera persona para integrarse así por medio de un acto libre en la Vida Personal de la Trinidad. Ser persona es poseerse a sí mismo y poder llevarse a sí mismo con libertad a un destino propio. La persona construye en libertad creativa su propia biografía existencial. Por ello, el anuncio de Jesús proclama que el hombre es creado como persona (a imagen y semejanza de la trinidad que es Persona). El hombre iba a estar abierto a la santidad (la integración personal libre en Dios) o al pecado (la negativa libre a integrarse en la oferta de Dios). Dios quería creaturas con una rica condición personal que dignificara su integración en la Vida divina. Para tenerla, debían ser personas libres y, por ello, anuncia Jesús que el hombre creado a imagen del Dios personal está abierto a la santidad o al pecado.


Dios debía, pues, crear el escenario para que el hombre construyera en libertad su rica condición personal. Jesús anuncia que Dios es el creador del universo como escenario para la vida humana, en la santidad y en el pecado. Nos dice además algo muy importante: que el pecado humano es la causa de que sea un escenario donde el hombre deberá vivir con el sudor de su frente y acabar muriendo, tras un camino de sufrimiento. Ya la historia del Jardín de Edén, en el Paraíso Terrenal, en el AT, transmitía el mensaje de que, si Dios hubiera creado un escenario mundano sin sufrimiento y sin muerte, pero en el que el hombre fuera libre (abierto a comer del árbol de la ciencia del Bien y del Mal para hacerse como Dios e independizarse frente a Él), entonces la vida de los hombres que pecaran quedaría desvinculada de Dios y encerrada en el pecado. ¿Por qué transigió Dios en crear el drama de la historia? Porque el hombre sufriente, indigente, aun pudiendo libremente cerrarse a Dios en el pecado, entendería que sólo en Dios podría hallarse la liberación y se interesaría por Él como única posibilidad de acceder a la Vida. Por esta razón, por la existencia de personas libres que iban a pecar, se decidió Dios a crear un escenario mundano de sufrimiento y de muerte. Es el universo que conocemos y que conocían los hombres que escuchaban a Jesús. Un universo que hace posible que el hombre sea libre para la santidad y para el pecado. Un universo sufriente que llevará al hombre, libre ante Dios, a aceptar un Dios que podría ser la posibilidad única y definitiva de alcanzar la plenitud de la Vida.


El universo real, un universo diseñado para la libertad, la santidad y el pecado. Hoy sabemos que el universo no impone teocéntricamente la patencia de Dios (como se pensaba en el mundo antiguo). Es un universo enigmático que hace posible abrirse a Dios, entendiendo que Dios es su fundamento, pero que hace también posible cerrarse a Dios, interpretándolo como un sistema puramente mundano, sin Dios. En el universo que conocemos Dios se ha ocultado, ha establecido el silencio de la Divinidad que resuena universalmente. El enigma del universo ha dejado abierta la incertidumbre que, por la libertad humana, puede resolverse en santidad (entrega a Dios) o en pecado (cerrazón a Dios).


Pero, además, también se constata en el universo que la vida humana es sufriente y acaba en la muerte: es el drama de la historia. Por ello, todo hombre, aun cerrado a Dios (pecado) sabe que su única y verdadera plenitud sólo podría cumplirse si Dios existiera y quisiera liberar la existencia personal y colectiva de los hombres. El hombre puede pecar, pero su indigencia (su pobreza existencial) le impulsa a interesarse por Dios y a abrirse a Él. El hombre puede negar a Dios en el pecado, pero la estructura del universo le impone la precariedad de su ser, el sufrimiento. Por ello sólo la posibilidad de que Dios existiera y lo quisiera salvar lo abriría a un final cumplimiento de sus aspiraciones a la felicidad. Por ello, el universo, creado por Dios como autónomo, hace posible de hecho la libertad y, al mismo tiempo, constituye el diseño de un escenario natural de existencia sufriente. El enigma del universo y su incertidumbre responden mejor al plan divino que conocemos en el kerigma cristiano que el universo teocéntrico que imponía universalmente la patencia incuestionable de la Divinidad, tal como se entendió en el paradigma greco-romano antiguo.


La humanidad pecadora y la impotencia de la creación ante Dios


El kerigma cristiano nos dice que la humanidad fue vista por Dios como una humanidad pecadora: una humanidad que pecaba y que, en consecuencia, debía ser creada en una condición indigente y sufriente, mortal, arrastrada por el mismo pecado. Bastaba el pecado de un solo hombre para que toda la estirpe humana fuera como tal pecadora. Lo que el kerigma cristiano ha entendido siempre como “pecado original” es la condición pecadora de todo hombre, por el mero hecho de formar parte de la estirpe humana como humanidad pecadora. El kerigma cristiano ha dicho siempre que el “pecado original” no es un pecado individual, sino un pecado de la especie que afecta a todo hombre y que hace inviable la creación. Esta humanidad no tenía, por ello mismo, es decir, por ser pecadora y por ser “dramática”, la capacidad de merecer ser creada. ¿Tenía sentido-en-Dios aceptar la creación de un universo de esta naturaleza?


¿Tenía sentido, por tanto, crear un universo de pecado y de sufrimiento? Todo parece indicar, pues, que Dios mismo consideró el sentido de crear un universo realmente libre y autónomo (por el silencio divino y la forma de creación), donde el pecado sería un hecho que se extendería masivamente, con radicalidad extrema. Pero debió también de plantearse la viabilidad de crear un universo que, por ello mismo, debía ser creado sufriente hasta la muerte, a través del proceso evolutivo ciego de un universo autónomo. ¿Tenía sentido crear un universo de pecado, una estirpe humana pecadora, cerrada a Dios en gran parte, que, además, debería recorrer un camino de sufrimiento del que el mismo hombre haría responsable a Dios? Para el hombre es muy difícil entender que Dios haya aceptado su silencio en la creación y por ello el ateísmo es posible. Para Dios mismo también debió de ser “difícil”, en efecto, crear este universo dramático, tal como es posible especular desde la fe cristiana proclamada en el kerigma cristiano.


La Redención hace posible la creación del universo


Por consiguiente, ¿tenía sentido-en-Dios crear el pecado y crear el sufrimiento? El kerigma cristiano fue consciente de que la doctrina de Jesús presentaba una humanidad pecadora, hundida en las consecuencias dramáticas del pecado, que no podía exigir por sí misma el ser creada y no tenía méritos que exhibir para ello. Jesús proclamó, y así lo asume el kerigma, que Dios creó el universo, y al hombre como protagonista de la historia del universo, como un acto libre y gratuito de la Divinidad Trinitaria. El eterno designio creador fue libre y gratuito. La creación fue una Gracia que perdonaba y asumía la existencia de una humanidad pecadora, sometida con dramatismo a las consecuencias sufrientes del pecado. El aceptar la creación de este universo, con el dramatismo de su libertad y de su sufrimiento, supuso un acto de la voluntad divina en su eterno designio trinitario de creación.


Este acto de voluntad divina, asumido en la solidaridad trinitaria de las tres personas divinas, es lo que el kerigma cristiano nombra como la Redención. Por este acto de voluntad divina libre nuestro universo fue redimido, salvado del No-Ser, del no haber llegado nunca a existir, porque Dios asumió y perdonó el mal uso de la libertad, el pecado, y asumió el drama universal del sufrimiento que debía surgir a lo largo de la historia. La Redención fue un eterno designio de la Trinidad solidaria, pero la tradición cristiana ha visto que en este designio tuvo especial protagonismo la Sabiduría divina, que constituye la persona trinitaria del Verbo. La decisión creadora y la Redención fue obra de la Sabiduría divina, personificada en el Verbo de Dios, aun dentro de la solidaridad trinitaria en el eterno designio divino creador. El kerigma cristiano establece el hecho de que el mundo fue creado por la Redención, pero explica también por qué Dios redimió.


Parece obvio pensar, por consiguiente, que, si Dios asumió libre y gratuitamente la Redención, fue por algo. ¿Qué razones pudieron mover a Dios a redimir el género humano? ¿Por qué decidió emprender la creación de este mundo lleno de pecado y de sufrimiento? ¿Por qué aceptó y creó un mundo tan conflictivo y tan desconcertante como el nuestro? Puede ayudarnos a conjeturar una respuesta recordar lo que, de acuerdo con el kerigma cristiano, era el fin primordial de la creación: crear seres personales a los que se ofertara en libertad su integración en la Vida divina, que la aceptaran y que orientaran creativamente su vida hacia Dios en altos niveles de santidad. El fin de la creación fue, pues, la santidad de los seres creados. La creación debió de buscar sin duda la excelencia en la santidad. El diseño de la Sabiduría divina iba pues dirigido a la cualidad o excelencia de la melodía existencial de santidad que debiera hacerse posible en los seres creados en el escenario del mundo. Esto es lo que entiende el cristianismo: cree que Dios aceptó este diseño de creación (a pesar del dramatismo de su silencio en el universo y su silencio ante el drama sufriente de la historia) porque previó la excelencia en santidad que iba a producir. Una excelencia encabezada por Cristo, parte ya de la estirpe humana, así como por María acompañada por todos los santos de la historia. Esta es la imagen cristiana del plan creador de Dios.


En consecuencia, si Dios acabó redimiendo al hombre y creando un universo como el nuestro, aceptando el dramatismo del pecado y del sufrimiento, debió de ser porque en este proyecto de creación vislumbró la posibilidad de que se generaran altos niveles de excelencia en la santidad. Para ello, la Sabiduría divina diseñó un plan sorprendente constituido por el Misterio de Cristo. Cristo iba a ser parte de la estirpe humana, realización suprema de la santidad y modelo de toda santidad humana. Dios se inclinó a la Redención porque sabía que su plan de salvación incluía el Misterio de Cristo: por ello, creó “en” y “por” Cristo. Cristo es, para el kerigma cristiano, la Cabeza de toda la creación, el hombre perfecto; es, por decirlo así, para la fe cristiana, el supremo valor que explica y da sentido pleno a la creación del universo y a la Redención. Sin entender qué es el Misterio de Cristo, es imposible entender el cristianismo, el valor que tuvo a los ojos de Dios la creación del universo y por qué Dios asumió la voluntad de Redención de un universo tan dramático como el nuestro, que por sí mismo no merecía ser creado.



El Misterio de Cristo


El kerigma cristiano que proclama el Dios de Jesús contiene la revelación sorprendente e inesperada de que Dios se ha involucrado hasta tal punto con la estirpe humana que, en la persona trinitaria del Verbo, ha hecho acto de presencia en la historia, en la persona divina de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Enviado. En el Misterio de Cristo ha querido Dios identificarse con el hombre manifestando y realizando en un momento del tiempo del mundo el eterno designio de Dios para la creación de un universo para la libertad en que se desplegará el drama de la historia.


Hablar de Dios, aunque sea de la Trinidad, hablar de la creación del universo, del eterno designio de ofrecer al hombre la participación en la vida divina, hablar de la creación de un escenario en que son posibles la santidad y el pecado, y de la impotencia de un mundo pecador para merecer ser creado, todo eso, lo dicho hasta ahora, es más o menos inteligible y parece tener una clara relación con el mundo real, entendido desde la modernidad, se acepte o no desde la creencia o la increencia.


Sin embargo cuando se comienza a exponer la forma en que Jesús se entendió a sí mismo y quedó recogida en el kerigma cristiano, en cuya formulación la iglesia de los primeros siglos (según lo dicho antes) jugó un papel relevante, es decir, cuando el kerigma cristiano comienza la exposición del Misterio de Cristo, todo parece de momento hacerse más difícil, presentándose como si fuera una historia maravillosa, como un cuento primordial, casi inverosímil, como una de las muchas mitologías que constatamos en el historicismo de las religiones naturales. Esta sensación de ser un “cuento chino”, sensación de no entender “en absoluto”, es mayor en los increyentes, ya que los creyentes están habituados a oír hablar una y otra vez del Misterio de Cristo.


Pero esta sensación de pura mitología o invención humana es sólo una primera impresión porque, al reflexionar sobre el Misterio de Cristo, aunque se trate de un “misterio” –aun sin ser contradictorio, no puede explicarse racionalmente– y pueda ser creído o no, aparece de inmediato la extraordinaria congruencia entre el eterno designio divino de la creación y el Misterio de Cristo. Es lo que debemos explicar aquí en unos perfiles básicos. El Misterio de Cristo, lejos de ser inverosímil y críptico, una vez explicado correctamente, tiene una profunda armonía con el eterno designio divino de la creación del universo, con la Redención, y con nuestra experiencia del universo realmente creado por Dios como escenario de la vida humana. Podemos aceptarlo o no. Pero constatamos objetivamente cuál es el contenido de las creencias cristianas y su sorprendente armonía con la realidad.


El Misterio de Cristo en el eterno designio divino


Hablamos en el cristianismo del Misterio de Cristo para referirnos al Misterio de la persona de Jesús de Nazaret, el Enviado por Dios, el Mesías o el Cristo que salvará al pueblo de Israel, y a la humanidad, haciendo posible el cumplimiento de la Promesa de Bendición hecha al Patriarca Abrahán. Misterio es todo aquello que reconocemos como real y existente, pero no tenemos capacidad de entender cómo y de qué forma puede ser real. Es un misterio la existencia del universo. Es un misterio la existencia de Dios y, no digamos, su naturaleza trinitaria. Pero también decimos que es un misterio la persona de Jesús, el Cristo. La condición “misteriosa” de Jesús deriva del hecho de que, siendo hombre, se presentó a sí mismo como de condición divina, como el Hijo de Dios. ¿Acaso no es extraño en grado sumo, misterioso, que un hombre sea Dios? ¿No es extraño que un Dios absoluto y transcendente se haya involucrado con la estirpe humana hasta el punto de presentarse en la persona de Jesús? ¿Cómo puede ser esto posible? La primitiva comunidad cristiana debió de estar desorientada sobre la forma en que Jesús se presentaba a sí mismo.


Jesús, el Cristo, como Misterio


Pero el kerigma cristiano asumió, definitivamente tras los concilios, esta doctrina de Jesús sobre sí mismo, entendiendo que Jesús era el Verbo de Dios, la segunda Persona de la Trinidad, una sola persona divina, pero con dos naturalezas, divina y humana, es decir, verdadero Dios y verdadero hombre. Pero, ¿cómo podía entenderse que fuera así? La iglesia lo consideró un misterio, el Misterio de Cristo, pero lo aceptó porque se remitía a la doctrina misma de Jesús. Cabe pensar que la iglesia primitiva creyó cosas tan difíciles de concebir y entender, y más para una sociedad tan sencilla como aquella, como son la persona de Cristo o la idea de la Trinidad, porque realmente pensaba que esa era la doctrina de Jesús. Se creía en Jesús y debía admitirse su doctrina, por extraña y sorprendente que pudiera parecer. Eran cosas que apenas se hubieran podido imaginar.


Que el Dios del eterno designio se haya hecho hombre en Jesús es, ciertamente, difícil de concebir y entender. Pero no es más difícil que entender por qué existe el universo o por qué existe un Dios de una extraña ontología trinitaria. Sin embargo, si Dios existe, es creador y conservador del universo, con toda su complejidad, no es extraño pensar que Dios haya acertado en hacerse presente como Dios en la persona de Cristo. Que Dios “se haya hecho hombre”, como reza el kerigma cristiano, será un “misterio”, pero no es algo en absoluto inverosímil si se lo atribuimos a un Dios todopoderoso que ha sido capaz de producir algo más sorprendente, a saber, la creación y conservación del universo. Esto es lo que aceptan y creen los cristianos. Estos son los “misterios de Dios” que han sido proclamados por Jesús de Nazaret. Son “misterios sorprendentes”, pero no menos sorprendentes que el hecho de que existan, o más bien no existan, algo tan extraño como serían Dios y el mismo universo. Sin embargo, el Misterio de Cristo, a pesar de su extrañeza, se nos presenta iluminado en su profundo sentido, cuando consideramos su abismal armonía con el eterno designio divino, el escenario de la creación y la naturaleza del hombre, tal como podemos entenderla en la modernidad. Esta armonía puede ser ponderada objetiva y racionalmente por cualquier observador, creyente o no-creyente.


Sentido de la presencia de Dios en la historia humana


¿Por qué Dios quiso “hacerse hombre” por la encarnación? ¿Qué papel cumplía la encarnación en el eterno designio divino? La verdad es que, al igual que la humanidad no podía por sí misma exigir el ser creada, sino que la Redención fue un acto libre y gratuito de Dios, así igualmente, para el kerigma cristiano, la Encarnación no podía ser prevista, deducida, ni respondía a ningún tipo de exigencia a la que Dios debiera someterse. La Encarnación, y los Misterios de Cristo que con ella comienzan, responden a un plan concebido por Dios de forma absolutamente libre y son una Gracia a la humanidad. La Encarnación (o, lo que es lo mismo, la condición divina de Jesús) sólo es conocida por la iglesia porque Jesús así lo proclama. Ahora bien, ¿cuál es entonces el plan de Dios en el Misterio de Cristo? Podemos decir, de acuerdo con el kerigma cristiano, que este plan cubría tres objetivos.


Primero unir más estrechamente la humanidad a Dios, ya que el Verbo se hace hombre y el hombre Jesús, su única persona divina, entra en el marco del Dios trinitario. Dios entra en la humanidad y el hombre entra también en la Trinidad. El hombre no sólo es hijo de Dios, sino hermano de Jesús. Segundo desvelar o manifestar a los hombres, revelar, el eterno designio divino, el plan de integración de la estirpe humana en la vida divina consistente en la creación y en el Misterio de Cristo. Tercero realizar solemnemente en un momento histórico del “tiempo del mundo” el “eterno designio divino” de la Redención en el Misterio de Cristo; en realidad, manifestación y realización del Misterio de Cristo van unidas, ya que en la realización temporal de la Redención es dónde se entiende la manifestación del alcance y la profundidad del eterno plan salvador de Dios.


Por tanto, ¿qué vio Dios en la creación para sentirse inclinado a crearla? La respuesta cristiana es: Dios vio una humanidad enriquecida por el Misterio de Cristo que Dios, también libre y gratuitamente, decidió al mismo tiempo emprender. La humanidad que se redimía era la que tenía a Cristo como Cabeza, una humanidad no sólo unida a la Trinidad por la filiación de creatura sino por la hermandad con Jesús. Cristo representaba la santidad suprema, el hombre perfecto, y el plan de creación-en-Cristo iba a posibilitar en los seres humanos los altos niveles de excelencia en la santidad que Dios pretendía en la creación. Así, la Redención fue posible como creación “en” Cristo y “por” Cristo. En toda la creación resuena así para el pensamiento cristiano el “logos cristológico” que es el único que permite entenderla como creación divina. Es decir, sólo por el logos cristológico llega el hombre a entender por qué asumió Dios la creación de un universo como el nuestro, con su silencio ante el enigma del conocimiento y ante el drama de la historia. Dios creó una humanidad unida a Cristo, esto es, una humanidad que era ya la humanidad que contenía el Misterio de Cristo y estaba esencialmente enriquecida por él.


El Misterio de Cristo, respuesta divina a la angustia ante el silencio- de-Dios


El ateo increyente considera así el silencio divino ante el conocimiento humano (enigma del universo) y ante el drama de la historia (el sufrimiento), y deduce la imposibilidad de creer que un posible Dios benevolente haya creado un universo de esta naturaleza. Pero el proyecto divino de creación en el logos cristológico nos da las claves para entender por qué Dios, sin embargo, asumió este tipo de creación cuyo sentido-en-Dios cuesta tanto entender humanamente. El logos cristológico explica por qué el Misterio de Cristo asume el silencio ante un universo enigmático y el drama de la existencia humana en el mundo y por qué a través de ese drama se realiza la grandeza de la santidad humana que da sentido al plan benevolente de Dios en la creación.


Los tres objetivos del Misterio de Cristo, señalados antes, se despliegan en tres momentos: el Misterio de la Encarnación, el Misterio de la Muerte en Cruz y el Misterio de la Resurrección. Entre la encarnación y la muerte se sucedieron otros misterios, hechos y palabras de Jesús. Pero Encarnación, Muerte y Resurrección son la quintaesencia del mensaje que desvela, manifiesta y realiza el eterno designio divino de la creación. En el Misterio de Cristo vemos una kénosis o humillación de la Gloria de la Divinidad que desvela y realiza la kénosis cósmica de la Divinidad en la creación del universo. En el Misterio de Cristo resuenan los grandes temas del universal religioso, el silencio divino ante el conocimiento y ante el drama de la historia. Resuena la unidad entre la creación y la revelación. El eterno designio redentor del Dios Trinitario por la Sabiduría divina (el Verbo) es el mismo designio redentor que se realiza en el Misterio de Cristo en un momento de la “historia en el tiempo del mundo”. La eternidad entra en armonía sorprendente con el tiempo del universo creado. Así lo entiende el cristianismo y así lo explicamos seguidamente.


La Encarnación del Verbo


El Misterio de la Encarnación es el comienzo de lo que se ha venido en llamar la historia más maravillosa jamás contada. Dejando aparte el misterio de que la eterna ontología del Verbo trinitario haya podido “encarnarse” en un ser humano –y la forma en que podemos entender qué es lo que esto significa como proceso real–, el hecho es que la única persona divina de Jesús, con una naturaleza humana y una naturaleza divina, representa la asociación profunda entre el Dios trinitario y la estirpe humana. Siempre que nos dirigimos a Jesús, para el kerigma cristiano, nos dirigimos a Dios, a la única persona divina presente en Jesús. Pero la persona divina de Jesús no sólo tiene una naturaleza divina, sino que tiene una naturaleza humana y es plenamente hombre. Sabe escuchar y hablar desde la sensibilidad de la condición humana.


En Jesús Dios ha querido asumir la máxima cercanía con la estirpe humana. Dios es miembro de la humanidad en la persona de Jesús y esto significa que Dios se ha unido por Gracia a la humanidad no sólo por filiación de creatura sino por hermandad de la naturaleza (la persona divina de Jesús tiene una perfecta naturaleza humana). Dios entra en la humanidad y la estirpe humana entra en la realidad trinitaria de Dios. Sorprendente. Casi incluso desconcertante y maravilloso. Pero es lo que el cristianismo cree.


La Encarnación es la medida de hasta qué punto Dios mismo se ha involucrado en la creación de seres que pudieran participar con toda su riqueza personal en la Vida divina. Es decir, hasta qué punto se ha involucrado en la historia del mundo creado. Lo que afirma el kerigma cristiano, siguiendo a Jesús, parece inverosímil. La Divinidad trinitaria no mira a los seres humanos de manera distante y fría, sino que Dios, o sea, el Amor que lo constituye y es el origen de la creación, se acerca de forma tan maravillosa a la humanidad que se hace parte de ella y la asocia a la Trinidad. Dios quería crear para impulsar la excelencia de la santidad libre de las creaturas. Así, puede decirse que el hombre Jesús es la santidad perfecta de la humanidad, e igualmente aparece la santidad de María, la Madre de Dios, que es símbolo de la iglesia, es decir, la asociación mística de todos aquellos que se han abierto a Dios, desde la melodía de sus vidas en medio del silencio divino en el universo y el dramatismo de la historia, del sufrimiento y de la perversidad humana. Estamos hablando aquí tanto de cristianos como de no cristianos.


La Encarnación es el Misterio fundamental del cristianismo, ya que sin atribuir a Jesús la condición divina, pierde su verdadera significación el Misterio de la Muerte y de la Resurrección de Cristo como manifestación y realización del eterno designio de la Redención. En la humillación de Dios en la Encarnación está prefigurado ya el plan eterno de la benevolencia de Dios en la kénosis de la Creación que se manifiesta y realiza, en el “tiempo del mundo”, en la kénosis de la Divinidad en la Muerte y en la Resurrección de Cristo.


La Muerte de Cristo


La religiosidad de Israel, así como también otras religiones antiguas, sentían sobrecogimiento y temor ante la eventualidad de que Dios se manifestara abiertamente con todo el poder de su Divinidad. La manifestación de Dios en su grandeza y esplendor divino se nombraba como la Gloria de la Divinidad que debía resplandecer ante el hombre. Lo propio de la Divinidad, el atenimiento a su realidad verdadera, debería ser que Dios se manifestara en la Gloria que lo constituye y que tendría derecho a manifestar. Sin embargo, el posible Dios, en que los seres humanos creen o no creen, no es un Dios que se manifieste en su Gloria, ya que, si así fuera, no cabría sino acatar su realidad manifiesta e impuesta. El posible Dios sería un Dios en un desconcertante silencio que, como veíamos, lleva a que creer o no creer sea siempre inevitablemente una toma de posición ante el Dios oculto y liberador.


Pues bien, la manifestación de Dios en Cristo no rompe el silencio presente en la naturaleza. Jesús no manifiesta la Gloria de la Divinidad que le corresponde sino que la oculta ya en la Encarnación. San Pablo acuñó, en la teología contenida en el impresionante Himno de la Carta a los Filipenses, el concepto de kénosis que expresa perfectamente la forma en que Dios se manifiesta por la Encarnación: es el Dios anonadado, que se vacía a sí mismo del poder de la Divinidad, que renuncia a presentarse en la Gloria de su Divinidad, manifestándose simplemente como el hombre Jesús. Pero la kénosis del Dios humillado, presente ya en la Encarnación, y que llena toda la vida de Jesús, alcanza su máxima expresión en la Muerte de Cristo. Ya no sólo se trata de asumir la humillación de hacerse de Dios hombre, sino de la máxima humillación de la muerte en cruz como un malhechor en medio del abandono total y con el sufrimiento de una tortura atroz. Pero, ¿qué sentido tiene pensar en la posibilidad de que un Dios, fundamento del Ser en toda su grandeza, se humille en la Encarnación y lleve esta humillación al extremo de su Muerte en la cruz? ¿Por qué el Dios Trinitario quiso hacerlo así?


Dios asumió la Redención porque contempló el plan, concebido en su eterna Sabiduría, de crear “en” y “por” el Misterio de Cristo. Un Misterio que llevaría la humanidad a un grado excelso de santidad y de unidad con Dios, que tiene por Cabeza al mismo Cristo, el hombre perfecto y el modelo de la santidad humana. Esta es la manera de entender de la fe cristiana expresada en la proclamación del kerigma.


El Misterio de Cristo, por tanto, manifiesta y realiza el eterno designio divino del plan creador de Dios. Entre el misterioso “tiempo eterno” de Dios y el “tiempo del universo creado” existe un paralelismo sorprendente. El eterno designio divino de la creación supone ya una kénosis trinitaria: al aceptar en la creación el ocultamiento cósmico por el silencio divino, Dios acepta ya la humillación de renunciar a la imposición de la Gloria de la Divinidad en el universo. Así, el Misterio de Cristo manifiesta y realiza, de acuerdo con el kerigma cristiano, el eterno designio divino de la kénosis trinitaria en la creación. La Encarnación del Verbo trinitario de Dios en una forma kenótica (el Verbo “hecho carne”) muestra ya cómo se está realizando el eterno designio divino que ha sido asumido ya inicialmente por la kénosis de la Divinidad en la creación. Pero, al mismo tiempo, por la Encarnación vemos también que Dios ha escogido ser un Dios unido a la humanidad a través de la persona divina de Jesús. Dios decide hacerse cercano al hombre en la historia, pero, en conformidad con el eterno designio trinitario de la kénosis en la creación, la encarnación es también una manifestación kenótica del Verbo.


Pero el mensaje que Cristo manifiesta en la cruz, que revela el plan divino en la creación, no sólo muestra el silencio de Dios en el universo enigmático al ocultar desde la Encarnación la Gloria de la Divinidad. Muestra también el silencio de Dios ante el sufrimiento humano. Cristo en el sufrimiento de la cruz se anonada y humilla hasta el punto de no eludir el sufrimiento atroz de la cruz. En ello, el Misterio de Cristo muestra que Dios no sólo asume el pecado sino que también asume el drama de la historia, el sufrimiento de la cruz obrado por el Mal de una naturaleza ciega y por la perversidad humana. La muerte en cruz no sólo muestra que el plan de Dios asume crear un mundo de sufrimiento, sino que, en la persona de Jesús, lo asume y en ello se solidariza con el sufrimiento de la humanidad. En la cruz Dios nos dice que conoce el drama de la historia, pero que lo integra en su plan de salvación y que el mismo Jesús se solidariza con los hombres sufriendo como ellos sufren. La explicación final no puede ser otra que la valoración que Dios hace de la santidad que producirá una humanidad creada en el Misterio de Cristo, es decir, en el logos cristológico.


La Resurrección de Cristo


El Misterio de Cristo no sólo es la Muerte sino también la Resurrección. Ambas manifiestan y realizan el eterno designio redentor del Dios Trinitario. El plan de Dios, por tanto, la kénosis de la Gloria de la Divinidad en el momento de la muerte en cruz, se complementa por el momento de la resurrección en que Cristo vuelve a la vida, después de haber atravesado realmente la muerte en su naturaleza humana. Dios, pues, salva al hombre Jesús y, al hacerlo, manifiesta que su voluntad de salvación se extiende a toda la humanidad. Jesús es cabeza de la humanidad y, al resucitar, lo hace como primogénito que abre el camino que deberá seguir la especie humana. El Misterio de Cristo manifiesta y anticipa así, para el kerigma cristiano, el destino de la humanidad de acuerdo con el plan de Dios: pasar por el momento de la muerte que significa vivir en el desamparo, el silencio de la presencia de Dios en un mundo enigmático y de la inoperancia de Dios ante el drama de la historia; pero el plan de Dios incluye también la salvación liberadora más allá de la muerte que se anticipa en la liberación de Jesús por la resurrección. Así lo ha entendido siempre la fe cristiana, expresada en el kerigma: el hombre debe atravesar el mismo camino de Jesús (o, lo que es lo mismo, Jesús mismo asume y recorre el plan de Dios para el hombre), a saber, pasar por el momento del silencio divino en el enigma del universo (el desamparo de Jesús en la cruz) y en el drama de la historia (el sufrimiento de Cristo en la cruz), para entrar tras la muerte en el momento final en que Dios se manifestará liberador.


La Resurrección de Jesús es parte esencial del kerigma cristiano que describimos aquí en sus contenidos básicos. ¿Qué quiere decir que es parte del kerigma cristiano? Pues simplemente que la iglesia primitiva –o sea, los discípulos de Jesús– vivieron que Jesús había resucitado y que mostraba su presencia a los discípulos. Así lo consignaron en los escritos del NT, en que la resurrección de Jesús es considerada por los creyentes como el signo fundamental de que Dios está en Jesús. Sin embargo, esto no significa que la resurrección pueda ser demostrada o que la fe cristiana se funde en la demostración histórico-crítica de la muerte y resurrección de Jesús. La Muerte y Resurrección de Jesús, así como la doctrina de la Trinidad y la constitución de la naturaleza divina y humana de Cristo, son parte del kerigma cristiano en que se expresa la fe de la iglesia bajo la asistencia y la inspiración de la Providencia. La iglesia cree en que Cristo realmente murió y resucitó, pero la fuerza de estos hechos, tal como ya se explicó, depende de ser parte del kerigma cristiano.



El Misterio de Cristo en armonía con el “universal religioso”


Todo hombre en el mundo debe decidir su existencia ante el enigma metafísico de creer o no-creer en un Dios oculto y liberador. Este es el sentido del “universal religioso” presente en todas las religiones. El cristianismo confirma que el eterno designio divino es el ocultamiento/liberación, realizado y manifestado en Cristo. Así, el movimiento religioso universal aparece con una inmensa armonía.


La hermenéutica (interpretación) filosófica y teológica, como antes decíamos, no tiene para el cristianismo la misma importancia que el kerigma, ya que este contiene, para la misma fe cristiana, la doctrina de Jesús de que la iglesia se siente depositaria, que acepta y que transmite a la historia. Pero el papel explicativo de la hermenéutica, aunque sea una obra humana insegura y perfeccionable, ha sido siempre muy importante en la historia de la teología. La razón de esta importancia también la explicábamos antes: si el Dios que se revela en Jesús es el mismo Dios creador, entonces la obra de la creación (el libro de la naturaleza) debe permitir entender la obra de la revelación en Jesús (el libro de la revelación), y viceversa. Por tanto, la hermenéutica es una reflexión hecha por la razón para mostrar la armonía entre la Voz del Dios de la Creación con la Voz del Dios de la Revelación. Es decir, que el Dios Creador y el Dios de Jesús son el mismo Dios que actúa de acuerdo con un mismo plan de salvación, que se vislumbra en la naturaleza y se desvela para el creyente en la doctrina de Jesús. La hermenéutica antigua construyó un sistema interpretativo fundado en la imagen del mundo antiguo: fue el paradigma greco-romano que llevó a un entendimiento teocéntrico y teocrático del sentido de la vida religiosa individual y social.


El tránsito desde la hermenéutica antigua a la hermenéutica moderna


Entendemos, sin embargo, que la imagen moderna de la realidad supone un avance sustancial en relación al mundo antiguo. Permite entender con una mayor precisión cómo es realmente el universo que ha sido creado por Dios. Por tanto, la hermenéutica del cristianismo que hoy debe hacerse –de acuerdo con los mismos principios de la teología cristiana–, y que aquí estamos presentando, tiene el enfoque preciso de mostrar la armonía entre el mundo de la modernidad (el mundo que Dios ha creado, hasta dónde podemos hoy entender en la modernidad) y el kerigma cristiano (que proclama la doctrina de Jesús de Nazaret).


En la hermenéutica antigua (el paradigma greco-romano) se ofrecía una imagen teocéntrica (el universo impone al hombre el conocimiento de Dios, la vida no tiene sentido sin referencia a Dios, no es posible un humanismo sin Dios) que, al mismo tiempo, conducía a una imagen teocrática (Dios es el origen y fundamento del orden moral, social y político, la sociedad no es posible sin un fundamento religioso en Dios, es decir, teocrático). La hermenéutica antigua entendió y explicó la fe cristiana desde una persuasión filosófica, racional, de la patencia absoluta de Dios en la naturaleza, patencia teocéntrica y teocrática. Este estilo de hermenéutica explica los comportamientos de la iglesia en siglos pasados, su imperturbable seguridad (verum et certum) y ejercicio del dominio social.


Pero la cultura moderna, más allá del teocentrismo/teocratismo antiguo, nos hace ver que el universo, tal como de hecho es, sitúa al hombre en una desconcertante incertidumbre metafísica. El hombre queda abierto a esta incertidumbre por la intuición inmediata del universo o como resultado de una reflexión científico-filosófica culta. El universo real no hace posible una patencia incuestionable y absoluta de su Verdad Última. Sería posible, pues, una conjetura atea puramente mundana, sin Dios, pero también una conjetura teísta que ve a una Divinidad transcendente como fundamento del universo. Frente a los dogmatismos antiguos, teístas y ateos, la modernidad ha impuesto este universo en incertidumbre. ¿Existe realmente Dios? Responder esta pregunta depende de la actitud que se tome ante el desconcertante silencio-de-Dios que se manifiesta en el enigma del universo ante el conocimiento y en el drama de la historia por el sufrimiento humano. Por ello, si el universo es tal como describe la modernidad, el teísmo o el ateísmo son posibles, si se cree o no se cree en la existencia de un Dios oculto y liberador. De esto hemos hablado ya extensamente en lo anterior, y seguiremos hablando.


La armonía entre el Misterio de Cristo y la experiencia del hombre moderno


Pues bien, que el mundo sea tal como hace entender la cultura de la modernidad es extraordinariamente armónico con el plan creador de Dios que se revela en la doctrina de Jesús de Nazaret. No podría decirse lo mismo acerca de su armonía con el paradigma greco- romano, al menos si vemos las cosas tal como la cultura moderna nos impulsa hoy a entender. Este universo enigmático (no teocéntrico) parece hecho a medida, en efecto, para la creación de un escenario de libertad del ser creado, en que fueran posibles la santidad (la entrega existencial a Dios) y el pecado (la cerrazón de la existencia a Dios). La deliberación divina que llevó a la voluntad de Redención se contempló en la Mente Trinitaria de Dios y en ella jugó un papel relevante la posibilidad de crear un universo como escenario del silencio divino (ante el conocimiento y ante el drama de la historia). Dios redimió este universo y quiso crearlo tal como de hecho es, como escenario en que Dios retira su presencia e impone su silencio cósmico. Por ello, el hombre, que debe vivir su vida a la altura de la cultura de la modernidad, sabe que sería verosímil la existencia de Dios, pero aceptarlo depende de la ponderación de la extrañeza ante su silencio, hasta el punto de que ser religioso o no serlo depende de la actitud ante la creencia o increencia en el Dios oculto/liberador. En otras palabras, la forma de religiosidad que se describe en el universal religioso es la única posible desde el mundo real, tal como ha sido creado, y es la única posible de acuerdo con el plan de Creación y Redención que anuncia la doctrina de Jesús.


El Misterio de Cristo, como hemos visto, sería la manifestación y realización en un momento del tiempo del plan salvador de Dios que da sentido a la creación del universo. La muerte de la Divinidad en la cruz, en el sentido explicado, la kénosis o humillación final y absoluta de Jesús, hasta la muerte sufriente en la cruz, es la manifestación y realización, en un momento del tiempo del mundo, de la kénosis de Dios en la creación por su silencio en el escenario del universo (silencio ante el conocimiento y ante el drama de la historia). El hombre, al acceder a Dios, lo hará identificándose con Cristo, reproduciendo la imagen de Jesús que se entrega a Dios a pesar del desamparo absoluto de la cruz y de la experiencia final del sufrimiento extremo. Pero el hombre, al aceptar a Dios, lo hará aceptando también que más allá del momento de su ocultamiento, de la impotencia y humillación de Dios en la historia (la cruz) llegará también el momento en que Dios se manifestará Glorioso y Liberador (la resurrección). Lo que el Misterio de Cristo revela es el plan de Dios para crear en el universo un escenario en que el hombre pueda acceder a Dios creyendo que en su ocultamiento y en su futura liberación, a pesar de su lejanía y de su silencio en el mundo, se hace real el plan de su Amor para con la estirpe humana.


La universalidad del cristianismo y el “universal religioso”


Así como el cristianismo es algo históricamente localizado y la mayor parte de los hombres de antes y después de Cristo no han sido cristianos, sin embargo, debe pensarse que el universal religioso abarca la historia en su totalidad: todos los que han sido religiosos están viviendo en su interior subjetivo la lógica natural del universal religioso. Todos los cristianos son también seres humanos que viven en su interior la posible lógica de este universal religioso. El cristianismo es una religión que siempre ha tenido especial deseo de proclamar su universalidad. Universalidad debería significar que la vía de acceso a Dios que describe el cristianismo es la que siguen todos los hombres inevitablemente: por ello la esencia de la religión natural, la de todos los hombres, es decir, el universal religioso, debería ser en alguna manera “cristiano”. Cristo estaría presente en toda religiosidad humana.


Ahora bien, conociendo en qué consiste el universal religioso y en qué consiste el cristianismo, estamos en condiciones de explicar con toda objetividad la relación existente entre el universal religioso y el cristianismo. Un análisis objetivo del plan salvador del Dios de Jesús muestra que no es otro que el universal religioso. Es decir, que el plan de salvación conocido por la Voz del Dios de la Creación (el universal religioso) es el mismo plan de salvación que, con mayor profundidad, descubre la Voz del Dios de la Revelación en Jesús (el Misterio de Cristo).


En efecto. El Misterio de Cristo contiene la quintaesencia del mensaje de Jesús. Y este mensaje nos dice que es real un Dios que no ha querido imponer su presencia en el universo, ocultándose por su silencio en la cruz ante el enigma del universo y el drama de la historia. Todo hombre que vive el universal religioso acepta creer en un Dios oculto, asumiendo su silencio ante el universo y su silencio inoperante ante el sufrimiento y la perversidad humana. Por ello, todo hombre religioso, al aceptar al Dios oculto y transigir con su silencio, está aceptando de una forma implícita la cruz de Cristo. La cruz nos insta a no desfallecer ante un Dios cuyo plan de salvación en nuestro favor pasa por el ocultamiento en la kénosis de la Gloria de la Divinidad en la creación del universo y en la kénosis de su impotencia ante el sufrimiento y la perversidad humana. Pero el hombre religioso natural que acepta el ocultamiento divino (la cruz) es también el que confía en una futura liberación personal y de la historia (la resurrección). La naturaleza (que está creada en el logos cristológico de muerte/resurrección, ocultamiento/liberación) mueve así al hombre, de forma implícita y prefigurada, a aceptar al Dios oculto/liberador por encima de su lejanía y de su silencio, dándose en ello una aceptación implícita del Misterio de Cristo que, de acuerdo con la fe cristiana, desvela que el plan del Dios creador pasa por el momento de la cruz (el ocultamiento) para terminar en la Gloria de la Resurrección (la liberación).


El cristianismo confirma el universal religioso: nos dice que, en efecto, el Dios real se ha ocultado en la creación, pero ha hecho posible una relación personal y libre con aquellos hombres que, en cualquier momento de la historia, pasada, presente y futura, han vivido, y muerto, en la creencia de la benevolencia de un Dios oculto y liberador. El Misterio de Cristo es la confirmación del universal religioso en una dimensión de mayor profundidad que no podría ser anticipada por la razón natural: la esencia de Dios Uno y Trinitario, la voluntad de integrar a la estirpe humana en la vida divina, el eterno designio divino, el por qué de la kénosis divina, la encarnación del Verbo en Jesús, el Misterio de Cristo, el logos cristológico de la creación, etc. Pero entre todos estos contenidos desbordantes – sorprendentes y maravillosos– del cristianismo y el sentido natural del universal religioso existe de hecho una extraordinaria armonía y congruencia. La Voz del Dios de la Revelación desvela así el extraordinario alcance y profundidad del plan de salvación manifiesto ya por la Voz del Dios de la Creación en el universal religioso, entendido en la cultura moderna de la incertidumbre.



Incertidumbre y perplejidad ante la decisión metafísica sobre el sentido de nuestra vida


Estamos ya en condiciones de reducir la perplejidad metafísica. Sabemos que, por la ciencia y por la filosofía, no podemos conocer con seguridad la verdad metafísica última del universo. Sabemos que la incertidumbre nos instala ante el silencio-de-Dios. Sabemos que la discusión crucial en torno a Dios gira sobre el sentido o sin-sentido del silencio divino en el universo. ¿Dónde queda el camino recorrido? La razón no impone una metafísica. El ateísmo es posible. Teísmo, religiosidad y religiones son posibles. El cristianismo es posible también ante la razón humana.


Volviendo al comienzo de esta Introducción, recordemos que este ensayo quería ser una propuesta de análisis que ofreciera materiales y enfoques que ayudaran en la tarea de decidir el sentido metafísico de la vida. Aunque escrito desde un fondo cristiano, que en ningún momento se ha tratado de ocultar, tiene una pretensión de objetividad que podrá ayudar a muchos. Al menos esta es la expectativa. Nuestro ensayo puede ser por ello una Guía para perplejos, es decir, para salir controladamente y hasta un cierto punto de la perplejidad. Si somos capaces de informarnos con precisión, conociendo más y más opiniones, estaremos cada vez en mejores condiciones para salir de la perplejidad. Entonces podremos tomar con conocimiento de causa la posición metafísica a que se inclinen nuestra voluntad libre y nuestras emociones personales. Es decir, decidiremos pero conociendo correctamente todos los datos del problema, o sea, conociendo el mapa del territorio que debemos transitar hasta configurar nuestras decisiones metafísicas: o sea, advirtiendo correctamente los contenidos del territorio, sin ignorar, inventar o describir falsamente los accidentes de su orografía, pues ello podría llevarnos a errar gravemente en la elección del camino. Decidiremos, pero sabiendo por qué decidimos una cosa u otra, conociendo todos los términos del problema. Decidir será nuestra exclusiva responsabilidad libre.


Factores que permiten controlar la perplejidad ante la incertidumbre del más allá


Como decíamos antes, perplejidad significaba desorientación, desconcierto, borrosidad, tener la sensación de que no podemos hacer nada para iluminar una decisión perentoria que debemos tomar. Es indecisión y angustia ante el camino que debemos recorrer. La perplejidad nos dejaba en una sensación de impotencia racional metafísica: en la angustiosa conciencia de que no estamos en condiciones de usar la razón y de que nuestra existencia queda en las manos de nuestras puras emociones. Esta experiencia de desconcierto es la que ha llevado a muchas personas de nuestras sociedades modernas a refugiarse en una actitud de indiferencia metafísica, tanto ante el teísmo religioso como ante el ateísmo arreligioso. Amparándose unos en otros se ha extendido la persuasión de que no se es responsable moralmente de la caótica situación cósmica y social que aboca a la indiferencia. Por ello, al ver que no se puede salir del desconcierto, aparece la conciencia colectiva de que no se es responsable moral de tener que prescindir pragmáticamente de la atención a lo metafísico.


Sin embargo, en lo dicho hasta ahora hemos introducido muchos elementos para salir controladamente de la perplejidad. ¿Qué quiere esto decir? Pues que tenemos ya muchos conocimientos relevantes para delimitar el problema de la verdad metafísica última del universo que, en definitiva, es la cuestión decisiva de si existe Dios o no existe, si el universo se fundamenta en un ser divino o, más bien, es un sistema autosuficiente, sin Dios. Sabemos ya por dónde van las cosas, de qué factores depende una decisión u otra, cómo se debe plantear el problema y cómo no debe hacerse. Sabemos, a grandes rasgos, qué significa tomar una decisión u otra, y cuáles son los argumentos que las avalan.


¿Dónde estamos? ¿Cómo decidir el sentido de la vida ante el más allá?


Lo que, en definitiva, hemos dicho es que el universo es un enigma que abre a una incertidumbre metafísica de fondo. ¿Hemos dicho que ateísmo, agnosticismo, indiferencia religiosa popular, no sean posibles? En absoluto. El enigma del universo puede resolverse de una forma puramente mundana, sin Dios, atea, que es sin duda posible para el hombre natural, situado en el mundo en el ejercicio de todas las facultades racioemocionales de su naturaleza. Por ello, vivir sin Dios en el mundo es posible, es una forma bien construida y honesta moralmente de entender la vida que es asumida por un ejercicio personal y responsable de la razón emocional. Esto no lo ponemos en duda. Ahora bien, ¿hemos dicho que la religiosidad subjetiva, el teísmo o las religiones no sean posibles? En absoluto. La apertura a considerar a Dios como existente y el vivir con Dios, religiosamente, en el mundo es también posible para la naturaleza racioemocional del hombre.


Pero, entonces, ¿tiene sentido decir que, al mismo tiempo, para unos y para otros, ateísmo y teísmo sean posibles? Así es, en efecto, porque un universo enigmático da pie a diversas conjeturas metafísicas. Es evidente que no todas serán verdad. Pero el hombre no lo sabe porque vive desde dentro la borrosidad metafísica del universo. La incertidumbre metafísica es consecuencia de que el universo es un enigma que hace posibles dos hipótesis metafísicas últimas. Una es el ateísmo que conecta con el agnosticismo y con la indiferencia religiosa popular. Pero, al mismo tiempo, el teísmo y la religiosidad son también posibles. Por lo tanto, el ateísmo y el teísmo son intelectual, emocional y moralmente posibles.


Pero hemos anticipado algo importante: que ateísmo y teísmo no deben ser una opción racionalmente ciega, surgida de impulsos emocionales abrumados por una desconcertante perplejidad. El teísmo debe entender la profundidad y sentido del estado de cosas que mueven a desconfiar de la posibilidad de Dios y a la opción atea que tiene cuerpo de ciudadanía en la sociedad moderna. El teísmo debe aprender a respetar, y por ello a tolerar, que el ateísmo es una manera racional viable naturalmente de entender la verdad del universo y el sentido de la vida. Pero el ateísmo, igualmente, debe también entender y valorar las razones que avalan y hacen posible la opción religiosa por el sentido de la vida. Y debe hacerlo de una forma competente. No basta tener una idea simple, arqueológica y caricaturesca, de las religiones. Como si la religión actual fuera la de hace ocho o veinte siglos. Hay que entender el universo descrito por la modernidad y cómo en él se hace posible la religiosidad natural por el universal religioso que anida en las grandes religiones históricas y que se formula con impresionante profundidad en el cristianismo. Es lo que hemos perfilado aquí introductoriamente y veremos con más amplitud a lo largo de este ensayo. Sin entender objetivamente la unidad profunda de sentido en el movimiento religioso universal no es posible decidir con competencia sobre la gran cuestión metafísica que a todos nos abruma: vivir con Dios o sin Dios en el mundo.


El ateísmo es posible


La incertidumbre metafísica es consecuencia de que el universo es un enigma que hace posibles dos hipótesis metafísicas últimas. El ateísmo es intelectual, emocional y moralmente posible. Este ensayo, considera, por tanto, que el ateísmo es naturalmente honesto. No nos cabe ninguna duda de ello.


El ateísmo se funda en un discurso racional, desarrollado por la ciencia y por la filosofía, que es también intuido por el hombre popular, sobre todo en la cultura moderna. Este discurso ateo que permite concebir una explicación última del universo sin Dios ha sido esbozado antes y será objeto de posterior análisis, tanto en el ateísmo dogmático como en el crítico. En apoyo de esta conjetura atea se aduce también la dificultad de admitir la existencia de un Dios benevolente y bueno por el Mal, el sufrimiento y la perversidad humana. Además la religión es considerada por el ateísmo como una forma más aguda de perversidad humana, todavía más incomprensible en Dios.


La fuerza del ateísmo es en gran parte emocional, no es un frio resultado de la razón. Es la emoción del anticlericalismo, que no puede sufrir ni beaterías, ni iglesias, ni religiones, ni clérigos, ni obispos, ni sus pretensiones de poseer la “verdad” de forma intransigente. El ateísmo vive de la emoción emancipadora de haberse liberado de un cansancio ancestral de siglos y siglos de historia dominada opresivamente por las religiones. Pero, además, el ateísmo es también la emoción de proponer el humanismo alternativo de la rectitud de la conciencia moral que funda la absoluta autonomía humana en el mundo y acepta la muerte con valentía. El ateísmo permite la autonomía de sentirse dueños y señores absolutos de la realidad, sin un Dios que vigile desde arriba. El hombre puede hacerse a su propia indigencia, aceptar la muerte con equilibrio psíquico, y disponerse a disfrutar de cuanto el universo le ofrece: la felicidad, aunque sea limitada, la ética y estética de la vida, el cumplimiento de las propias apetencias, el carpe diem de cuanta felicidad ofrece inmediatamente el mundo, etc.


El ateísmo es, pues, posible. Pero su futuro es inexorablemente la muerte y la aniquilación total y absoluta. El ateísmo competente, sin embargo (no el que es sólo emocional sin profundidad intelectual), sabe que Dios “podría existir”, que hay serios argumentos a su favor, y que en el movimiento religioso universal existe una sorprendente armonía entre el Dios oculto y liberador del universal religioso y el Dios kenótico de que habla en el cristianismo en el Misterio de Cristo. Siente además la apelación interior mistérica del Espíritu de Dios. Por todo ello, es inevitable que el ateísmo viva acompañado de una creciente inquietud interior ante el futuro más allá de la muerte. Esto es un hecho que se deduce de las circunstancias que concurren.


Teísmo, religiosidad interior y religión son posibles


El ateísmo, aunque sea posible, no se impone. El universo hace posible también otra alternativa metafísica, y por ello estamos en incertidumbre. Es la creencia en que Dios sea real y existente como fundamento del universo. Así lo creen el simple teísmo, la religiosidad interior o las religiones establecidas en la sociedad y en la cultura. Pero, ¿por qué es posible la creencia en Dios como fundamento creador del universo?


Hay una causa fundamental que explica la importancia y extensión que, a lo largo de la historia, ha tenido la religiosidad en cualquiera de sus formas. Sólo las creencias religiosas permiten al hombre la aspiración a la realización final de la felicidad y el cumplimiento de la aspiración por la Vida. Nadie puede negar que, si no se cree que Dios existe, el horizonte final para el hombre mundano es la muerte, la definitiva aniquilación final absoluta.


¿Acaso no es así? La religiosidad permite soñar e imaginar que la dureza de la vida se resolverá en una felicidad, o liberación final, más allá de la muerte natural. El hombre religioso vive siempre la vida con el consuelo de poder dirigirse interiormente al Dios de la creación que dará forma a una nueva creación liberadora. Aunque el hombre deba asumir el sufrimiento inevitable y la muerte (ha disculpado a Dios por ello porque acepta el plan de la creación), vive siempre acompañado por el consuelo de su relación interior con Dios. Dios acompaña en el camino, incluso en el sufrimiento. Hasta el mismo psicoanálisis reconoce que la religión es un consuelo para el hombre. Millones de hombres han vivido sus vidas amparados en este consuelo. La religiosidad ha sido, pues, un enriquecimiento para la humanidad y esto explica sin duda su persistencia a lo largo de la historia.


Ahora bien, aunque la religiosidad fuera un consuelo, ¿tendría un sentido admitirla si la razón nos dijera que Dios no es posible? La existencia de Dios no se impone por la razón porque el universo es un enigma, pero es una hipótesis verosímil que está avalada por la razón, en el conocimiento ordinario, en la ciencia y en la filosofía. Pero, una causa decisiva de la creencia en Dios es entender que el Dios lejano y en silencio podría ser un Dios oculto y liberador que, a pesar de ello, esconde un plan de salvación de la humanidad. El universal religioso, presente en toda forma humana de religiosidad, es así una causa de que la creencia en Dios sea posible. El hombre religioso transige y disculpa a Dios por el Mal de la naturaleza y de la voluntad humana, entendiendo que el plan de Dios en la creación tiene un sentido. Además, la presencia misteriosa, mística, interior, del Espíritu de Dios es intuida por el hombre religioso en su armonía con el hecho de que el Dios real es un Dios que quiere ocultarse en el universo.


Por consiguiente, la religiosidad es posible, pero no porque ignore el ateísmo y sus argumentos, o porque no haya advertido que el ateísmo es posible. En la creencia, aunque se entienda que Dios es verosímil, se sabe que Dios está en silencio en el enigma del universo y esto es lo que se hace visible en el ateísmo. Se sabe también que Dios está en silencio ante el drama de la historia. Pero, a pesar de ello, el hombre religioso está hasta tal punto interesado en la liberación que Dios podría ofrecer que se siente movido a creer en Él por encima de su lejanía y de su silencio en el universo, es decir, aceptando la existencia de un Dios oculto/liberador que, sin romper su ocultamiento, se estaría acercando a todo hombre en la mística experiencia religiosa interior.


El cristianismo es posible


El cristianismo es posible igualmente, pero sin romper el enigma del universo y la incertidumbre constitutiva de la vida humana. El cristianismo, como hemos visto, es también la creencia en la existencia de un Dios cuyo plan creador es armónico con la existencia del enigma y con la incertidumbre metafísica del universo, con la posibilidad del ateísmo y con la forma del universal religioso que constituye el fondo de todas las religiosidades naturales y las religiones en la historia. El ateísmo, la religión natural del universal religioso y el cristianismo, son tres formas de entender la verdad que se muestran en congruencia armónica con el enigma de un universo en incertidumbre metafísica.


Pues bien, valorar por la razón el cristianismo y analizarlo objetivamente (cosa que no significa eo ipso la creencia religiosa) implica entender cómo conecta su pretensión de ser la Voz del Dios de la Revelación, o sea, el contenido del kerigma cristiano, con la Voz del Dios de la Creación, es decir, la forma de la realidad creada que conocemos en la cultura de la modernidad, a saber, una realidad de incertidumbre, de ateísmo y de religiosidad por el universal religioso.


El misterio de la creación es el de un universo creado para la libertad en que Dios se oculta, no se impone, haciendo posible la santidad y el pecado, pero con un designio autónomo, evolutivo y sufriente. Cristo en la cruz como persona divina manifiesta y realiza, según la proclamación del kerigma cristiano, el eterno designio divino de la kénosis de la creación, el silencio divino ante el enigma del universo y ante el drama de la historia. Cristo en la Cruz, como hombre, se entrega a Dios en santidad, a pesar del drama del abandono divino, por el enigma del universo y por el drama de la historia. Pero, por la Resurrección, el Misterio de Cristo manifiesta que el ocultamiento divino por la kénosis en la creación y en la Muerte de Cristo, no es la última palabra del plan de Dios en la creación que, como sucede anticipadamente en la Resurrección de Cristo, acabará liberando tras la muerte a todos los santos, es decir, a quienes con su voluntad libre hayan encaminado su existencia hacia la aceptación personal y libre de la oferta de amistad divina en la creación.


Así, entender cómo el cristianismo se ve a sí mismo es entender la armonía del movimiento religioso universal. Cuando el hombre acepta creer en un Dios oculto está aceptando implícitamente la creencia en el Dios que se manifiesta en la kénosis de la cruz. Al aceptar la esperanza de liberación acepta la resurrección anticipada en Cristo. El universal religioso se hace cristiano y el cristianismo universal asume el sentido de toda posible religiosidad humana. Cuando el hombre tiene ocasión histórica de entender reflexiva o intuitivamente (como ocurre en la mayor parte de la gente) la profundidad abismal y la armonía del cristianismo con el logos de la religión universal (universal religioso), entonces entiende también que una poderosa fuerza de armonía con el universo y con la voz interior misteriosa del Espíritu le mueve a aceptar la fe en el cristianismo.



Conclusión: la decisión metafísica personal ante el más allá


Llegamos al final de esta Introducción. Sin embargo, tenemos ya una intuición global en esencia de cuanto, en este ensayo, debemos exponer seguidamente con mayor amplitud. Estamos ya orientados, no estamos perdidos, sabemos de dónde salimos, adónde nos encaminamos y qué son aproximadamente las tesis que defendemos. El ensayo consistirá en la ampliación, en tres capítulos básicos, del contenido ofrecido en esta Introducción. Además, en un Anexo final expondremos algunas cuestiones especiales, ya desde la perspectiva de la creencia cristiana. Por tanto, debemos entender que, en el conjunto de la obra, deberemos abordar todavía reflexiones importantes que apenas hemos podido esbozar hasta ahora.


El universo es, pues, un enigma que nos coloca en una molesta incertidumbre metafísica. Por nuestra naturaleza humana, por el ejercicio de las facultades de nuestra naturaleza, podemos ser teístas o ateos, religiosos o arreligiosos. En una u otra posición podemos ser intelectual y moralmente honestos. Lo que hoy no puede sostenerse es que en el teísmo o en el ateísmo tomemos una posición de arrogancia y de dogmatismo. No podemos entender que nuestro teísmo o ateísmo sean una evidencia incuestionable, avalada por una seguridad dogmática fundada ilusoriamente en la intuición natural, en la ciencia o en la filosofía. Podemos ser teístas o ateos, pero respetando la posición alternativa y sabiendo que nuestra posición podría estar equivocada; es decir, que Dios “podría no existir” (para el teísmo) o que Dios “podría existir” (para el ateísmo). La naturaleza, nuestra razón emocional y nuestras facultades naturales, no nos permiten sino una metafísica “débil” que, aunque sea la nuestra, nos mueve a la discreción y a evitar falsas arrogancias.


Pero teísmo y ateísmo deben siempre fundarse en la competencia intelectual. El teísmo debe reconocer la seriedad de los argumentos del ateísmo y la dificultad de admitir la existencia de un Dios en silencio, ante el conocimiento por el enigma del universo y ante el drama de la historia por el sufrimiento. Junto a esto, el ateísmo debe también reconocer los argumentos racionales que hacen verosímil que Dios pudiera ser el fundamento del universo, el sentido de aceptar que un Dios oculto y en liberador pudiera tener un plan de creación que asumiera su ausencia, su lejanía y su silencio, y la extraordinaria congruencia con que el kerigma cristiano confirma que ese Dios oculto (la cruz) y liberador (la resurrección) es real y existente. El ateísmo es naturalmente posible, pero debe ser competente para advertir que supone el rechazo de la extraordinaria armonía del movimiento religioso universal.


Un aspecto de la competencia del ateísmo es entender lo que dicen las religiones sobre el testimonio y la llamada interior del Espíritu de Dios.


La dimensión “emocional” y “mística” de las decisiones metafísicas


Que Dios sea “sostenible” ante la razón natural, por la ciencia y por la filosofía, es necesario para que el hombre viva su posible religiosidad como algo que tiene “sentido”, que es armónico y posible desde el interior del universo. Podría quizá haber un teísmo fundado sólo en consideraciones racionales. Pero ni religiosidad ni religiones se reducen a razón. Dependen de una experiencia interior, mística, misteriosa (el cristianismo dice “sobrenatural”, en que el individuo queda abierto a una dimensión profunda, interior, envolvente y holística, de la Divinidad). Pero no es constatable por la razón natural y, por tanto, el ateísmo no tiene por qué reconocerla. Hasta que el hombre no se vuelca hacia su interior profundo, coloca su existencia ante Dios y es capaz de dirigirse personalmente a ese misterio interior y decir “aquí estoy”, no aparece la auténtica religiosidad. Las religiones son conscientes de que la religiosidad es esa apertura interior a Dios. Sin ella no hay religión y el hombre no puede entender lo que es la auténtica religión.


El ateo está con frecuencia muy afectado por el silencio divino, sobre todo por el silencio-de-Dios ante situaciones de sufrimiento personal, familiar o colectivo. El ateo no le perdona a Dios su silencio y por ello, en alguna manera, el ateísmo es una revancha emocional frente a Dios. En otras ocasiones, el ateo no soporta el mundo de las religiones establecidas y su anticlericalismo emocional se traduce en ateísmo, ya que éste es la forma radical absoluta de rechazar todo lo religioso, y, en especial, a los clérigos que no soporta. Este bloqueo psicológico del ateo ante todo lo religioso es también un bloqueo que impide esta apertura interior hacia Dios que constituye el comienzo de la religiosidad. El ateo puede llegar a estar en unas condiciones psicológicas que le impiden totalmente el acceso a la única actitud que puede dar origen a la religiosidad. El Dios que el hombre acepta es siempre el mismo Dios oculto y liberador, en la naturaleza y en la interioridad de su espíritu.


Esta ruptura de la frialdad psicológica que separa de Dios y de la apertura interior al reconocimiento de la presencia mística y sobrenatural de Dios en el espíritu humano es lo que el cristianismo ha entendido por “conversión”. Sin conversión no existe, pues, verdadera religiosidad. Por esta relación interior con Dios –que no es una propiedad natural sino una Gracia sobrenatural y mística que Dios concede al hombre natural– ha entendido siempre el cristianismo que el hombre puede llegar a tener la “seguridad subjetiva interior” de la presencia de Dios. El cristianismo, yendo más allá de las posibilidades naturales de la razón, habla incluso de la “certeza subjetiva interior” de la fe como presencia de Dios.


¿Qué podemos esperar más allá de la muerte?


Lo que podamos esperar tras la muerte dependerá, pues, de que Dios exista o de que no exista. Si en realidad no existe, entonces la muerte será la aniquilación total, definitiva e irreversible, de nuestra existencia. Si Dios existe, y en este caso cabe pensar que ha creado el universo con un plan de salvación (así piensan las religiones y así se vive en la experiencia religiosa), entonces los seres humanos pervivirán más allá de la muerte en un nuevo escenario, una nueva creación, en que probablemente Dios jugará un papel distinto al que ha jugado en nuestro escenario terrenal. Para el cristianismo entonces se consumará la filiación divina y la hermandad con Jesús en unos Cielos nuevos y una Tierra nueva, que no sabe en qué consistirán, pero cree que serán una realidad futura. Ahora bien, si Dios existe y debe aparecer en su Gloria más-allá-de-la-muerte, entonces su aparición será para creyentes e increyentes. Es decir, si Dios existe, entonces el final para los hombres ateos, cerrados a Dios, no será la aniquilación absoluta. Pasará algo definido que constituye una parte insoslayable de las creencias cristianas.


El universo ha sido creado como escenario dramático por el silencio divino ante el conocimiento (enigma del universo) y ante el drama de la historia (el sufrimiento y la perversidad humana). La libertad ha costado mucho a Dios, como ha quedado patente en el sacrificio de Cristo que asume el drama del silencio-de-Dios en la creación. Por ello, no parece tener sentido considerar que, al final, acabara por ser irrelevante el uso de la libertad ante Dios. Dios ha creado la libertad a un alto coste para que el ejercicio de la libertad dignifique la biografía personal de quienes deban entrar más allá de la muerte en la filiación divina y en la hermandad con Cristo. No sabemos qué sucederá tras la muerte final de cada uno de los hombres, pero la tradición del kerigma cristiano ha vivido siempre en la persuasión de que Dios no liberará a quienes no quieran ser liberados.


Las religiones creen que todo hombre está inequívocamente llamado a la amistad con Dios y, si se cierra a esta llamada interior en el Espíritu, será entonces responsable personalmente de ello y se convertirá en lo que la fe cristiana entiende por “pecador”. ¿Qué pensar? Lo único seguro es que estamos en una incertidumbre ante el más-allá, incertidumbre metafísica, que nos instala en una molesta inquietud interior que abarca el conjunto de la vida, pero que se hará mayor a medida que nos acerquemos al final.


Estamos perplejos porque el problema es de tales dimensiones que nos desborda. Por ello, la mayoría de los seres humanos asumen sus inevitables decisiones metafísicas desde la perplejidad, el desconocimiento, el desconcierto, la angustia, orientados sólo por la intuición y por las emociones e intereses vitales. El hombre, con toda objetividad y frialdad, debe escoger entre la verosimilitud conjetural del teísmo o del ateísmo, del vivir con Dios o sin-Dios en el mundo. En la decisión que se asuma jugarán un papel decisivo nuestras emociones e intereses humanos. Objetivamente, el futuro que la religiosidad asume es la liberación para quienes hayan aceptado a Dios en libertad. El ateísmo asume la aniquilación final. ¿Qué pasaría si hubiéramos errado en el sentido metafísico de nuestra vida?





Nota introductoria y prólogo


El gran enigma. Introducción


Capítulo introductorio


1. Razón, ciencia, filosofía, ¿permiten salir con seguridad de la incertidumbre metafísica?


2. Teísmo, ateísmo, religiones, creer o no creer en el Dios oculto y liberador


3. El cristianismo


Epílogo. La respuesta del hombre auténtico a la llamada de la Tierra


Anexo. La interpretación del cristianismo en el mundo moderno