El gran enigma. Ateos
y creyentes ante la incertidumbre del más allá
Capítulo tercero. El cristianismo
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¿Qué es el cristianismo? El cristianismo es un
factor más, quizá crucial, en un sentido u otro, para nuestras
decisiones metafísicas. ¿Por qué lo decimos? Es evidente que el hombre
universal es lo principal en un eventual plan de salvación trazado por
una posible Divinidad. Dios ha debido diseñar un plan de salvación
asequible y cercano a todos los hombres. Frente a esto, ni el
cristianismo ni las otras religiones han llegado, o llegarán, a toda la
humanidad, ni del pasado, ni del presente, ni del futuro. Hemos visto
que el universo que nos envuelve lleva al hombre, a través de las
vicisitudes de su biografía, a entender que es posible abrirse a la
esperanza de una salvación divina sólo si se acepta el universal
religioso, o sea, la creencia en un Dios oculto y liberador, a pesar de
su lejanía y de su silencio. El plan universal del Dios de la creación
es, pues, impulsar al hombre hacia el universal religioso. Ahora bien,
el cristianismo, ¿ofrece un plan de salvación distinto, alternativo, al
margen del universal religioso accesible al hombre universal? El hecho
es que un estudio objetivo de las creencias cristianas muestra una
sorprendente armonía con el mundo real, tal como ha sido entendido por
la modernidad. Abre a la conciencia de una lógica universal de lo
religioso en que coinciden la “religión universal”, el “cristianismo
universal” y la “iglesia universal”. Lo más sorprendente del
cristianismo es que, analizado objetivamente, ofrece una serie de
potentes indicios para anunciar que el Dios real y existente es, en
efecto, el mismo Dios oculto y liberador accesible al hombre universal.
La imagen cristiana de Dios y del designio creador del universo no es
otra cosa que una impactante descripción, abismalmente más profunda,
del plan divino en la creación que coincide con el universal religioso.
Un plan que explica el silencio cósmico de la Divinidad que asume su
silencio en el enigma del universo y su silencio en el drama de la
historia.
La historia muestra, en efecto, que los hombres de todas las culturas
concibieron desde los comienzos prehistóricos la idea metafísico-
religiosa de que Dios o los dioses –en definitiva, un poder personal
capaz de salvar–, podían constituir la verdad metafísica última de la
realidad. Desde un fondo historicista, vestido de variados rituales,
cultos, teologías..., culturas antiguas, imprecisas todavía en el
conocimiento, fueron produciéndose las grandes religiones y las otras
religiones menores que acompañaron la cultura de los pueblos de la
tierra. En esas culturas, lo religioso fue sintiéndose con más y más
seguridad hasta el punto incluso de que las religiones tomaron un
estatuto dogmático. Pero no por ello dejó de estar siempre presente en
el interior del ser humano el logos del universal religioso, el
misterioso fondo metafísico del universo que podría ser personal, la
vivencia dramática del posible silencio-de-Dios y la creencia
existencial en el Dios oculto y liberador. Este logos es el que permite
entender el ligamen profundo de todas las religiones a partir de la
inquietud metafísica del hombre universal. Es un logos que alcanza su
colofón sorprendente en las creencias religiosas del cristianismo.
La inquietud metafísica del hombre universal: el universal religioso y el cristianismo
La sensación de no ver, no palpar, no conocer con seguridad cuál es la
verdad metafísica última; la sensación de atravesar el penoso camino
del drama de la historia en que se realiza la vida, personal y
colectiva. Este caminar en la oscuridad y en el dolor del sufrimiento
es propio de la condición humana. No es posible que algún hombre deje
de recorrer dramáticamente este penoso camino. Es el fondo existencial
necesario y esencial de todo hombre, siendo la cultura algo posterior,
sobreañadido, que no anula nunca esta experiencia radical de la
inquietud metafísica del hombre universal. Por ello, el hombre que se
abre a la esperanza de la existencia de un poder salvador divino, lo
hace siempre a pesar de la oscuridad de la ausencia de Dios manifiesta
en el silencio divino. Por ello, la religiosidad natural es siempre,
necesariamente, una actitud que nace de esta experiencia radical de
incertidumbre y que supone la inevitable creencia y esperanza en un
Dios oculto y liberador. La cultura posterior de los diversos pueblos
ha dado una interpretación historicista de esta experiencia religiosa
radical. Pero las religiones con sus ritos y teologías, nunca han
podido anular lo que constituye la esencia universal de la religiosidad
humana.
El universal religioso: el hombre cristiano es el hombre universal
Así, en las grandes religiones –hinduismo, budismo, judaísmo,
islamismo– y en las otras religiones menores, constatamos siempre que
el hombre creyente es el hombre que responde inevitablemente a su
condición radical humana y que muestra en su religiosidad la presencia
del universal religioso: creer en el posible Dios a pesar del
desconcierto de su lejanía y de su silencio, aceptando la existencia de
un Dios oculto y liberador. Este universal religioso no queda nunca
ahogado por la floración historicista posterior de filosofías, ritos y
teologías. El hombre religioso, por su condición humana radical,
constata que no ve a Dios, pero, a pesar de ello, se abre a creer y a
esperar en un Dios oculto y liberador, cuya realidad se le presenta
revestida de la barroca ornamentación del historicismo de la religión
propia de su cultura.
La incertidumbre radical que acompaña siempre la condición humana
apunta a la inseguridad de que exista un Dios que tenga un plan de
liberación. Es una duda que no puede nunca eliminarse absolutamente por
las fuerzas naturales de la razón natural. La pregunta por el Dios
liberador va intrínsecamente unida a la pregunta por el Dios oculto y
constituye la esencia de la inevitable inquietud natural del hombre
ante lo divino: ¿existe realmente un Dios oculto y liberador? Nadie, ni
teístas ni ateos, puede desprenderse de esta inquietud radical, inserta
en la naturaleza humana y que nadie tiene la capacidad natural de
responder con seguridad. Las religiones han respondido afirmativamente
y, al hacerlo, en sus teologías, han tratado de construir una
explicación del plan divino que justifica su silencio en el universo.
Posibles signos de la presencia de Dios en las religiones
En el marco de conjunto de la historia de las grandes religiones, el
cristianismo ocupa sin lugar a dudas un papel importante. No por ser la
religión más antigua, ya que el hinduismo lo es y, antes del hinduismo,
hubo otras muchas religiones. El budismo es cuatro siglos anterior al
cristianismo y el judaísmo también es anterior a la historia de Jesús
de Nazaret. Pero el cristianismo es importante por ser la religión más
numerosa hoy existente. Aunque el islamismo tenga más fieles que el
catolicismo, el conjunto de las iglesias cristianas es, sin embargo,
más numeroso. Además, el cristianismo es la religión del mundo
occidental y en torno a ella ha girado la historia moderna del mundo
desarrollado. De ahí que sea la religión probablemente con una cultura
intelectual más densa, afectada de lleno por el avance del conocimiento
en la modernidad. El cristianismo es así la religión en que mejor
podemos calibrar el reflejo de la ciencia y de la cultura moderna sobre
las religiones.
¿Qué es el cristianismo? La lógica de nuestro discurso en este ensayo
partía de la conciencia de estar en un tiempo de incertidumbre
metafísica. No obstante, la religiosidad humana no se imponía
dogmáticamente, pero era verosímil y posible en el marco de la cultura
de la modernidad. El hecho histórico de las religiones era congruente
con esta posibilidad. Por ello, en principio, no podría excluirse que
en las religiones, o en alguna religión especial, pudiéramos hallar
algún indicio de que el enigma metafísico del universo pudiera
resolverse quizá por una vía teísta y religiosa. ¿Qué tipo de indicio
podría contribuir a rastrear la posible presencia de un Dios creador
que fuera fundamento y origen del universo?
La inquietud humana ante el enigma metafísico, por tanto, no puede
ignorar la conveniencia, y hasta la necesidad objetiva, de la búsqueda
de conocimiento sobre las religiones. En ellas podría hallarse algún
signo que ayudara a iluminar la decisión metafísica que todo hombre
debe asumir en su vida. El conocimiento del cristianismo –lo que
objetivamente dice, cuál es su historia, su teología, su forma de
explicar el universo creado y los planes de salvación diseñados por la
Divinidad en que el cristianismo cree– podría ser tan interesante que
nos dejara sorprendidos. Sorprendidos por la armonía con que el
cristianismo podría estar relacionado con la religiosidad universal,
con el universal religioso, hasta el punto de que pudiéramos comenzar a
entender por qué el cristianismo se nos presenta como cristianismo
universal. La expectativa de cómo debería ser el signo o indicio que
pudiera hallarse en una religión para descubrir la presencia del
misterioso y posible Dios podría definirse de antemano con precisión:
el Dios de la creación que sitúa al hombre universal ante el posible
universal religioso debería ser el mismo y único Dios. Debería existir
una unidad de sentido entre la presencia del posible Dios en el
universo y su presencia en una religión. Así, el ateísmo sería siempre
posible y asumible con toda legitimidad racional, aunque desconociera
el contenido de las grandes religiones y del cristianismo; pero no
sería un ateísmo competente.
Ahora bien, el cristianismo es inteligible para el hombre porque el
Dios que proclama Jesús de Nazaret es el mismo Dios creador del
universo. La armonía de la Voz del Dios de la Revelación, proclamado
por el cristianismo, con la Voz del Dios de la Creación es
impresionante. Es una armonía que, al mismo tiempo, asume y desborda la
razón natural, sin que por ello se rompa la incertidumbre, la armonía y
el misterio que constituyen la esencia de nuestra condición humana
natural. Debemos explicarlo.
El cristianismo y lo universal religioso
Lo primero que debemos aclarar, por tanto, es que el cristianismo habla
del Dios de la Creación. El Dios de Jesús de Nazaret conoce cómo es el
mundo que él mismo ha creado y ese mundo conocido por Dios coincide
sorprendentemente con el mundo real que nosotros conocemos y que se
corresponde con la descripción más fiable y precisa que ofrece hoy la
modernidad.
El cristianismo habla de ese hombre que la modernidad ha permitido
describir reflexivamente, con orden y concierto, pero que es el hombre
de siempre, el hombre inserto en las experiencias radicales unidas a la
condición humana en el hombre universal. Habla del hombre que está en
el humus religioso inevitable que ha dado origen histórico a todas las
religiones humanas, mayores y menores. El hombre del que habla el
cristianismo es el hombre que vive en la incertidumbre del silencio
divino en el conocimiento (enigma del universo) y en el drama de la
historia (enigma del sufrimiento y de la perversidad humana). El Dios
cristiano sabe que el hombre vive en la angustia de la ausencia, de la
lejanía, del silencio divino, y a ese hombre se dirige. El cristianismo
habla del Dios oculto y liberador y por ello su mensaje religioso
responde a la esencia misma del problematismo metafísico del universal
religioso. Todas las religiones se construyen sobre el humus del
universal religioso, pero sin embargo en la mayoría de ellas, aun
estando presente como factor antropológico esencial, ha quedado en
parte ahogado por la proliferación de elementos historicistas. En
cambio, en el cristianismo, de forma sorprendente que, al mismo tiempo,
asume y desborda la religión radical del universal religioso,
constituye el centro mismo de su doctrina. Es lo que vamos a explicar.
El cristianismo es, en efecto, una respuesta a la gran incógnita de un
Dios que ha querido ocultarse en la forma de la creación, dejando
abierto un escenario en que el hombre queda abocado a la incertidumbre
metafísica. Dios ha querido crear así un universo para la libertad: la
incertidumbre no ha sobrevenido como un percance imprevisto en la obra
creadora, sino que era su objetivo mismo. Advirtamos que el
cristianismo no desvela la incertidumbre y el enigma del universo: el
hombre sigue en el mundo sometido a la incertidumbre que no puede
superar por las facultades naturales de la razón emocional. Pero lo que
cristianismo dice es que realmente existe un Dios que crea un mundo en
que quiere estar oculto. El mensaje cristiano va dirigido a la esencia
de la pregunta natural acerca de la posible realidad de un Dios oculto
(y liberador), confirmando que, en efecto, ese Dios con voluntad de
ocultamiento es el Dios real creador del universo. Pero el mensaje
cristiano no desvela con seguridad que es así, sino que debe ser
creído. Hay argumentos que avalan esta creencia, pero en último término
debe ser creída.
Por otra parte, el cristianismo es también una respuesta a la inquietud
humana radical por la posible existencia de un Dios oculto que, sin
embargo, concibe un plan de salvación, liberador de la humanidad. El
cristianismo, en efecto, no nos libera de inmediato, en nuestra
existencia en el mundo, pero anuncia que el Dios real existente no sólo
está oculto sino que es el Dios que alberga un portentoso plan de
salvación liberador de la historia. Nos dice cuándo y, en alguna
manera, de qué forma, se realizará, en el futuro escatológico (más allá
de la muerte), la gran liberación diseñada por Dios. Pero esta
liberación debe ser igualmente creída, ya que el ocultamiento real de
Dios en la historia no ha sido naturalmente “desvelado” por el mensaje
cristiano. En este sentido el cristianismo es una llamada de Dios a
creer en la esencia de la religiosidad humana radical: una llamada a
creer en el Dios oculto y liberador. El Dios del cristianismo es, pues,
el Dios que habla del mundo real que Él ha creado y que es el mundo que
todos advertimos. Un mundo que podemos describir con el ejercicio de
nuestra razón, tal como se ha hecho a lo largo de la historia hasta
llegar a la madurez de la modernidad, y tal como se prosigue haciendo
en apertura hacia el futuro. Por tanto, el contenido objetivo e
histórico del cristianismo nos lo presenta como un paso más en la misma
estrategia divina presente en la creación del universo.
La inteligibilidad como análisis racional objetivo. Concluimos este
epígrafe con una observación importante: la comprobación de la
existencia de esta armonía entre el mundo real y el contenido de la
doctrina cristiana no depende de ser creyente cristiano. Puede ser
entendida por el ateísmo y la increencia. Todo lo dicho sobre el
universal religioso (capítulo segundo) es objeto de un análisis
racional que lleva a la conclusión de que la religiosidad del hombre
universal, desde un universo en incertidumbre, nace de aceptar la
existencia de un Dios oculto y liberador. Por otra parte, la doctrina
cristiana puede ser también estudiada objetivamente en sus afirmaciones
(la forma en que describe el plan divino de la creación y de la
salvación del hombre), al margen de que se crean o no. Por
consiguiente, la armonía entre mundo real (descrito por la modernidad)
y mundo cristiano (la doctrina que constituye el cristianismo) es un
hecho objetivo que puede ser advertido por la razón. La fe es una
cuestión distinta. Es evidente que el resultado del análisis racional
puede tener influencia en la creencia o en la increencia. Pero el
análisis racional tiene una independencia objetiva y puede ser
emprendido, al margen de que se crea o no se crea, de que sea
interpretado de una u otra manera.
La naturaleza del cristianismo: origen y constitución del kerigma cristiano
La búsqueda de información sobre el cristianismo es, por tanto,
puramente objetiva. Atañe tanto a creyentes como a increyentes. A los
creyentes porque deben entender correctamente su opción existencial por
la creencia cristiana. A los increyentes para no decidir su ateísmo con
incompetencia, es decir, sin conocer las religiones y sin conocer el
cristianismo, religión que forma parte de la esencia histórica del
mundo occidental y de la historia universal.
Digamos que la religión cristiana nace desde dentro de la religión
judía, cuando ésta tenía algo menos de 2.000 años de existencia. El
judaísmo creía haber concordado con un Dios poderoso, que había
intervenido en su historia, una Alianza que debía conducir al
cumplimiento de la Promesa de Bendición (de salvación para Abrahán y su
descendencia universal). La historia de Israel son los avatares,
principalmente los fracasos y frustraciones, en el camino hacia el
cumplimiento esperado de una Promesa que nunca acaba de llegar.
Pues bien, unos 1.800 años después de Abrahán, aparece la figura de
Jesús de Nazaret. Jesús, en su madurez, comienza tres años de intensa
predicación que concluyen con su muerte en la cruz. En su predicación
Jesús se presenta como quien conoce los planes de Dios para la creación
del mundo y para la salvación del hombre. Por consiguiente, Jesús
pretende estar revelando por su doctrina al Dios real que crea el
universo para la salvación del hombre y, enlazando con la historia de
Israel, explica también la forma en que se cumplirá finalmente la
Bendición prometida por Dios en la Alianza. Un cumplimiento que será
una Bendición extendida a toda la humanidad. La memoria del encuentro
de Abrahán con Yahvé acompañará ya siempre a Israel y al cristianismo.
La iglesia cristiana
El Dios que vamos a describir y su designio creador del universo, el
Dios del que habla Jesús de Nazaret, llega a nosotros a través de la fe
de la iglesia cristiana. Por ello son el Dios y el Jesús que la iglesia
ha transmitido a la historia en su fe religiosa (esto es lo que
designamos como kerigma, como veremos seguidamente). De ese Dios y de
ese Jesús del que hablaremos al exponer el cristianismo deberemos hacer
también una hermenéutica o teología. Para entender, pues, la exposición
debemos conocer qué quieren decir para el cristianismo el hecho de
Jesús, su proclamación en la historia, la inspiración y la asistencia a
la iglesia, el kerigma, la hermenéutica y la teología. Todos estos son
conceptos esenciales para entender qué es el cristianismo como
religión. Son esenciales para entender que no sólo expondremos el
kerigma cristiano, sino que haremos también una hermenéutica desde el
mundo moderno.
La iglesia de los primeros siglos: nace la conciencia de su autoridad
Jesús reunió en torno a sí a un grupo selecto de discípulos, pero otras
muchas personas creyeron también en Él y lo siguieron. Al morir Jesús
en la cruz de forma dramática y humillante, sus discípulos más cercanos
quedaron en situación difícil pero mantuvieron la adhesión existencial
a la persona y a la doctrina de Jesús. Estos primeros cristianos
constituyeron la iglesia primitiva. Les pasó lo que era obvio e
inevitable y las cosas evolucionaron tal como hubiera sido posible
imaginar.
Los primeros creyentes no eran gente culta que hubiera llevado a cabo
un registro continuo de las palabras y de los hechos de Jesús. No
habían caído en la cuenta con anticipación del papel que la comunidad
cristiana debía jugar en el futuro. Por ello, al morir Jesús, todo
parecía estar en el aire. Había cristianos en diversos lugares y los
viajes propiciaron pronto la extensión de las comunidades cristianas.
Vivían su fe como adhesión a Jesús, a sus palabras y a sus hechos. Los
primeros cristianos eran sólo los seguidores de Jesús. El cristianismo
no era otra cosa que la entrega existencial a la persona y a la
doctrina de Jesús de Nazaret. Es evidente que se tenían “recuerdos”,
pero no estaban escritos. Por ello pronto se entendió que debían
registrarse en narraciones y escritos que sirvieran de punto de apoyo
en la fe. Estos textos comenzaron a pronto a circular y al mismo tiempo
se completaban por la compaginación de los recuerdos de unos y otros,
en distintas comunidades, en narraciones mejor elaboradas. Era
inevitable, pues, que en los textos elaborados fuera plasmándose
también la interpretación, comentario o teología de los primeros
cristianos. Las cosas se mezclaban, ya que aquellos cristianos carecían
del instinto histórico-crítico de tiempos posteriores. Se hablaba de
los hechos, pero al mismo tiempo se recogían las interpretaciones
teológicas que estaban haciendo los primeros cristianos.
Después de algunas décadas se pasó a organizar las cuatro grandes
compilaciones de las palabras y de los hechos de Jesús en los cuatro
Evangelios, así como de la narración de la expansión de la iglesia
primitiva en los Hechos de los Apóstoles. Estos escritos recogían
narraciones anteriores y fueron atribuidos a Marcos, Mateo, Lucas y
Juan, probablemente por contener la teología que se remontaba a estos
apóstoles. Además, se redactaron las Cartas de los Apóstoles,
especialmente de san Pablo y san Juan. Algunas de estas cartas
apostólicas son también probablemente sólo de “atribución apostólica”,
como la Carta a los Hebreos, atribuida a san Pablo. Es evidente la
importancia que estos escritos alcanzaron ante los ojos de la comunidad
cristiana primitiva, puesto que los primeros testigos presenciales iban
muriendo y sólo los escritos mantenían el testimonio de Jesús. Poco a
poco se fue asimilando reflexivamente y cayendo en la cuenta de la
enorme importancia que tenían aquellos materiales escritos, ya que la
futura presencia de Jesús en la historia todavía por venir iba a
depender principalmente de ellos.
El problema que pronto se planteó a la iglesia fue que, en estos
primeros siglos (siglos II y III), se redactaron muchos escritos
referidos a Jesús: evangelios, cartas apostólicas e incluso
apocalipsis. El problema nació cuando la primera comunidad advirtió,
con más y más claridad, algo que el mismo Jesús había anunciado y
encomendado: que la misión de la iglesia era hacer presente en la
historia posterior el mensaje de Jesús, sus palabras y sus hechos,
apelando a otros hombres por su proclamación a sumarse a la adhesión a
Jesús que la misma iglesia mantenía. La iglesia era consciente de que
sólo era transmisora del mensaje de Jesús, del que era depositaria. Ser
cristiano no era creer en una especulación filosófica, sino en el
mensaje de Jesús que debía reflejarse según los contenidos que
realmente Jesús predicó. Los testigos directos y los apóstoles habían
muerto. Por tanto, ¿dónde se hallaba el mensaje de Jesús?
Era evidente que sólo quedaban los escritos. Pero había muchos y la
iglesia comenzó a vivir la angustia de hallarse perdida entre aquel
cúmulo incontrolado de escritos sobre Jesús y sobre la fe cristiana.
Además, hacían también acto de presencia numerosas interpretaciones
incontroladas del mensaje de Jesús, numerosas hermenéuticas o
teologías, de las que se sospechaba con razón que respondieran
realmente a lo predicado por Jesús. Aparecían por ello más y más
tensiones dentro del mundo de la cultura cristiana de aquellos primeros
siglos. Los escritos habían proliferado tanto que su misma extensión
ponía en peligro la fiabilidad de la misión que la iglesia primitiva se
atribuía a sí misma.
La iglesia tenía conciencia de la misión que Jesús le había encomendado
y veía también la difícil situación en que de hecho se encontraba.
Estas circunstancias llevaron a que se fueran formando poco a poco
algunas persuasiones lógicas que derivaban de la misma fe cristiana.
Eran implicaciones inmediatas de la creencia de que Dios se había
revelado en Cristo y de que la Providencia de Dios debía de poner todos
los medios eficaces para que su mensaje pasara efectivamente a la
historia. No era ciertamente admisible que Dios hubiera comunicado en
Jesús su mensaje con la pretensión de que pasara a toda la historia
humana y que este mensaje se perdiera o desdibujara esencialmente tras
la muerte de Jesús. El caos de ideas que se estaba produciendo
(diferentes recuerdos de lo que Jesús había dicho, la disputa sobre la
atribución a Jesús de lo que contenían muchos escritos que circulaban,
las diversas teologías o hermenéuticas, la disputa en torno a las
llamadas herejías, la enorme cantidad y diversidad de escritos...)
podían poner en riesgo la misión esencial de la iglesia, que no era
otra que la de ser depositaria y proclamadora eficaz de la doctrina de
Jesús de Nazaret ante las generaciones por venir. Así se llegó a la
idea de que la Providencia asistía a la iglesia.
La Providencia de Dios: la inspiración de la Escritura y la asistencia a la iglesia
1) La primera persuasión fue que la Providencia de Dios tenía poder y
voluntad eficaz para velar por la fe de la iglesia que debía proclamar
el kerigma que contenía el mensaje de Jesús. La Providencia debía,
pues, asistir a la iglesia en aquella tarea de transmitir el kerigma a
la historia. 2) Puesto que la transmisión del mensaje de Jesús, una vez
desaparecidos los primeros testigos, dependía exclusivamente de los
escritos que contenían las palabras y los hechos de Jesús, esta
Providencia se debía de haber manifestado primariamente en la
inspiración de las Escrituras que la misma iglesia había escrito para
registrar el mensaje de Jesús, de tal manera que contuvieran
eficazmente lo esencial del kerigma de Jesús que la iglesia debía
proclamar. 3) Por tanto, la iglesia se fue sintiendo poco a poco con
una autoridad que Dios debía haberle concedido para tomar aquellas
decisiones esenciales en orden a fijar el kerigma cristiano y su
transmisión a la historia. 4) Esta autoridad comenzó a ejercerla poco a
poco, a medida que fue cayendo en la cuenta de ella en los primeros
siglos. Nació, sin duda, en conexión con la idea de concilio y con la
atención al papel que jugaban los grandes jerarcas de la iglesia
oriental y occidental. Pero tiene una gran importancia que las
principales decisiones, ejercidas desde la conciencia de esta autoridad
conferida por Dios, tuvieron que ver con el establecimiento del Canon,
con la condena negativa de las herejías de los primeros siglos, con el
dictamen positivo de las grandes líneas de interpretación de la
Escritura y, en último término, con todo aquello que llevaba a fijar el
contenido del kerigma, o esencia de la doctrina de Jesús que debía ser
proclamada.
Es claro que la decisión de reconocer el Canon, o conjunto de Escritos
que se consideraban inspirados, permitió distinguir los escritos
apócrifos y confirió la seguridad que necesitaba la teología cristiana.
La iglesia fue consciente de que establecía el Canon por su propia
autoridad que, a su vez, estaba fundada en la Providencia de Dios que
no podía dejar de darse si la iglesia debía cumplir la misión de
proclamar el auténtico kerigma de Jesús ante la historia. Además, en la
Escritura no habían quedado plasmadas con suficiente claridad cosas tan
complicadas como eran la idea trinitaria de Dios que Jesús había
predicado o la misma condición de Jesús como Dios y como hombre. Esta
dificultad produjo en parte la dispersión de opiniones heréticas de los
primeros siglos. Pues bien, la iglesia se sintió con autoridad para
dictaminar en los principales concilios antiguos cómo debía entenderse
la idea trinitaria de Dios y la idea de Jesús como Verbo encarnado.
Estos dictámenes de la iglesia, que aclaraban y completaban el
contenido de la Escritura, entraron a formar parte del kerigma
cristiano.
La formación histórica del kerigma
En resumidas cuentas, la persuasión más importante que alumbró en la
iglesia de los primeros siglos fue que, a) si Dios se había manifestado
en Cristo, b) si Dios tenía intención de hacer presente su revelación
en la historia y c) si la iglesia era de hecho vehículo necesario para
esta transmisión a la historia del mensaje de Jesús, sus palabras y sus
hechos, d) entonces la lógica de estas creencias llevaba a creer
también que la Providencia de Dios debía velar por la iglesia para que
su misión transmisora se realizara correctamente. La lógica de estos
enunciados es admisible, tiene sentido teológico y la iglesia de hecho
la asumió. Sobre ella se organizaron los contenidos del kerigma y la
teología cristiana posterior. A esta persuasión que nace sólo de la
lógica de la fe responde la religión cristiana.
Esta persuasión, en efecto, llevó a creer que Dios debía haber
inspirado la redacción de las Escrituras, ya que éstas habían sido
redactadas por la iglesia primitiva. Pero, además, la iglesia entendió
también que esta Providencia no debía limitarse a la inspiración de la
Escritura, ya que esta planteaba problemas de interpretación como se
había visto en los primeros siglos. Por ello, Dios debía seguir
asistiendo a la iglesia para la interpretación de la Escritura. La
Providencia de Dios sobre la obra de la iglesia en su transmisión a la
historia del mensaje de Jesús quedó así reflejada en dos conceptos
esenciales para el cristianismo: la inspiración de la Escritura y la
asistencia a la iglesia. En el fondo, la inspiración de la Escritura
era una manifestación de la asistencia de Dios a la iglesia. Esta
entendió que Dios había velado para que la esencia del mensaje de Jesús
estuviera en la Escritura. Pero la eficacia de la Escritura necesitaba
la asistencia continua a la iglesia. La Biblia había sido escrita por
la iglesia. Además, sin confiar en la asistencia a la iglesia, ¿cómo
podían seleccionarse los escritos que realmente contenían la revelación
y habían sido inspirados por Dios? Sin confiar en que la iglesia estaba
asistida para seleccionar el conjunto de libros sagrados, el Canon, los
cristianos no hubieran sabido nunca en qué escritos podían confiar.
El kerigma de Jesús, transmitido a la historia
Hay algo muy importante que no puede pasarse por alto. Los escritos que
fueron seleccionados por la iglesia para formar el Canon de los Libros
Sagrados, o sea, que se consideraban inspirados por Dios para
transmitir a la historia el mensaje de Jesús, no contenían sólo un acta
objetiva de la historia de Jesús. Contenían, como ya antes hemos dicho,
una interpretación, una teología surgida en las primeras comunidades.
Así, cada uno de los Evangelios, y también los Hechos o el Apocalipsis,
tenían una “teología”; no digamos ya el cuerpo de escritos atribuidos a
san Juan o a san Pablo. Por ello, la iglesia consideró siempre que
estas teologías estaban también inspiradas y tenían un carácter
paradigmático o normativo para entender y transmitir el mensaje de
Jesús. Por consiguiente, lo interpretativo, lo teológico, que dependía
de la iglesia primitiva y de los discípulos de Jesús, pasó en parte a
ser considerado por la iglesia como explicación fiable y normativa
(algo así como la hermenéutica esencial) del mensaje de Jesús.
Esta compaginación armónica entre la Escritura inspirada y la iglesia
asistida produjo poco a poco, en los primeros siglos, una fijación de
lo que conocemos como el kerigma cristiano: la relación ordenada y
explícita de aquellos contenidos que constituían el mensaje esencial
revelado en Jesús, que la iglesia custodiaba en depósito, que debía
transmitir y proclamar. Así, la idea trinitaria de Dios ya estaba en la
Escritura, aunque confusamente, pero fue precisada por la iglesia
asistida de los primeros concilios. Así igualmente con otros contenidos
del kerigma. La iglesia entendió que la revelación ya estaba en la
Escritura, puesto que Dios la había inspirado para que contuviera el
mensaje de Jesús. Pero, la interpretación de la Escritura en orden a
fijar ordenadamente el contenido del kerigma cristiano debía resolverse
por la acción de la iglesia, tal como se vio en los primeros siglos.
Pero, para el cristianismo, esta asistencia de Dios no terminaba con
los primeros concilios. Seguía abierta en la historia. La iglesia ha
seguido, y sigue, asistida por la Providencia divina para afrontar en
la historia cuantos problemas plantee la interpretación de la
revelación que quedó ya cerrada en las Escrituras. La iglesia ha
entendido siempre que la acción de la Providencia para que el kerigma
cristiano pasara correctamente a la historia se ha realizado por la
complementación entre la Escritura inspirada y la iglesia asistida.
Además, la acción de la Providencia no ha roto nunca el carácter humano
–y por tanto deficiente y precario– de los sucesos históricos. El
kerigma cristiano quedó fijado en conformidad de los planes de Dios que
quería transmitir su mensaje a la historia, pero la fijación se produjo
en medio de las vicisitudes propias de una historia “humana”, y de sus
mezquindades.
Kerigma, hermenéutica, teología
El cristianismo, por tanto, siempre estuvo totalmente referido a la
doctrina, a las palabras y a los hechos, de Jesús de Nazaret. El
cristianismo no es filosofía, sino proclamación de la doctrina de
Jesús, que se presenta a sí misma como la revelación del Dios realmente
existente. ¿Es esto así? El cristianismo es la religión de quienes
creen que efectivamente es así. Desde la lógica misma de esta fe creyó
también el cristianismo que la Providencia de Dios velaba para que la
transmisión y proclamación del mensaje de Jesús a la historia se
hiciera tal como el mismo Dios pretendía. Por ello, la iglesia, a
través de la historia no fácil de los primeros siglos, se esforzó en
fijar los contenidos esenciales del mensaje de Jesús presentes en las
Escrituras. Así nació el kerigma cristiano como expresión de la fe de
la iglesia, como adhesión a Jesús, que se manifestaba en los credos
primitivos que se formularon en diversos lugares y circunstancias. Por
ello, el Jesús de que hemos hablado al explicar el cristianismo es el
Jesús-de-la-fe, es decir, el Jesús que la iglesia proclama en el
kerigma cristiano. La adhesión a Jesús es al mismo tiempo la confianza
en Jesús y la confianza en su voluntad de hacerse presente en la
historia a través de la iglesia.
Sin embargo, aunque el kerigma estaba ahí y era la esencia del
cristianismo, esto no quería decir que no fuera explicable y, en alguna
manera, interpretable. Es decir, no sólo era posible sino que se debía
hacer una hermenéutica, o sea, una interpretación que explicara la
armonía entre el kerigma –que era la Voz del Dios de la Revelación en
Jesús– y la vida real del hombre en el universo –que era la Voz del
Dios de la Creación–. La obra de Dios en Jesús (el kerigma) y en el
hombre natural (la razón) debía manifestar una profunda unidad.
La teología cristiana es el trabajo de los pensadores cristianos que
estudiaron el kerigma, desde las Escrituras y la Tradición (es decir,
desde la interpretación esencial de las Escrituras hecha por la iglesia
en el kerigma) y, al mismo tiempo, desde la razón que permitía entender
(y esto era hermenéutica) la armonía entre el Libro de la Revelación y
el Libro de la Naturaleza. La iglesia siempre pensó que su fijación del
kerigma estaba inspirada y asistida por la Providencia divina para
mantener la fidelidad al mensaje de Jesús. Por ello, en su fijación y
en su proclamación del kerigma no podía haber incurrido en el error.
Sin embargo, en la hermenéutica y en la teología era distinto. Estas
podían ser acertadas, pero también podían ser incorrectas e incluso
contener afirmaciones erróneas que podían depender de la precariedad
del conocimiento humano en diversos momentos de la historia de la
filosofía y de la cultura. De ahí la persuasión primitiva de que la
iglesia estaba comprometida con el kerigma cristiano, pero no se
identificaba necesariamente con sus hermenéuticas y teologías. Éstas
eran necesarias, ya que el cristianismo debía explicarse en cada tiempo
de acuerdo con la cultura, siempre que las explicaciones fueran
congruentes con el kerigma. Pero, aunque se tuviera que hacer uso de
las teologías, estas no eran la fe de la iglesia. Una cosa era el
kerigma y otra la hermenéutica.
El paradigma greco-romano en la teología cristiana
Para entender el cristianismo no puede pasarse por alto que se trata de
una religión con dos mil años de historia. La necesidad de explicar el
kerigma en la cultura de su tiempo se presentó, por tanto, cuando la
imagen del universo y del hombre estaba influida por la filosofía
greco-romana y la sociedad en que debía vivir la iglesia era el imperio
romano. Todo ello condujo inevitablemente a que desde la iglesia
primitiva comenzaran a construirse una hermenéutica y una teología que
dependían globalmente de diversos factores que, de una u otra manera,
estaban siempre conectados con la cultura greco-romana, tanto en lo
filosófico como en lo socio-político. Así pasó en la época patrística
(hasta el siglo VIII) y después en la época escolástica (que culmina en
el siglo XIII con Tomás de Aquino). Patrística y Escolástica han
mantenido una influencia determinante en la teología católica hasta el
presente, y a través de ellas ha pervivido el paradigma greco-romano
como hermenéutica del cristianismo.
A lo largo de una historia tan larga, en dependencia de la cultura
greco-romana, se formaron ciertos enfoques hermenéuticos del kerigma
cristiano que dejaron una huella profunda. Eran, por tanto, formas de
interpretar (hermenéutica) la relación entre el mundo real creado por
Dios, y conocido por la razón de aquel tiempo, con la doctrina de Jesús
(el kerigma) que explicaba el plan de Dios para la creación del mundo
real. Autores tan diversos como san Ireneo, san Agustín o santo Tomás,
por ejemplo, tuvieron una enorme personalidad. Así se explica su larga
influencia durante siglos. Sin embargo, sus hermenéuticas del kerigma
no son iguales, manteniendo profundas diferencias. La creación de esta
inercia hermenéutica tan prolongada, veinte siglos, es lo que permite
hablar del paradigma greco-romano en la hermenéutica cristiana.
Paradigma que, como hemos dicho, entendió el kerigma cristiano desde
una hermenéutica filosófica fundada en una antropología teocéntrica que
dio lugar a una filosofía política teocrática que explicaba el papel de
la iglesia como religión oficial en el imperio romano y las relaciones
con el poder político en la edad media.
Al decir que la imagen antigua se reflejó en el paradigma greco- romano
no olvidamos, claro está, que el kerigma cristiano estuvo también
presente y fue la base esencial sobre la que se edificaron la
espiritualidad y la fe de los creyentes cristianos en los últimos
veinte siglos. La esencia de la doctrina de Jesús, el kerigma, no se
perdió y se vivió profundamente en la vida de las comunidades
cristianas. Basta recordar las homilías de los Santos Padres para
constatar hasta qué punto estaba presente en ellos el puro kerigma
cristiano. Pero, como decimos, aun siendo así, no es menos verdad que
la influencia de la cultura greco-romana, que era inevitable, llevó a
configurar los rasgos del paradigma greco-romano. En el kerigma la
iglesia permanecía en la Verdad, pero en lo hermenéutico la iglesia
estaba adaptada a la precariedad del conocimiento de aquella época e
incurrió en errores evidentes que el tiempo se ha encargado de poner
manifiesto.
El Dios revelado en Jesús de Nazaret
¿Quién es, pues, el Dios pretendidamente revelado por Jesús? Es el Dios
creador del universo y fundamento de toda la realidad. Lo que Jesús
revela es el eterno designio de ese Dios, autor del universo por
creación. Revela las razones que ha tenido para crear el universo como
escenario de un portentoso plan de relación con los hombres que están
apelados a una llamada a entrar libremente en la filiación divina y en
la hermandad con Jesús. Dios llama al hombre a la santidad (aceptación
libre de Dios) y, para no imponerse, deja abierta en el universo la
alternativa libre del pecado (rechazo libre de Dios). Dios crea un
universo para la libertad de la persona humana constituida ante la
posibilidad de Dios. Pero Jesús nos revela que Dios no sólo ha querido
crear un universo libre, sino que también ha aceptado la creación de un
universo dramático, donde el hombre indigente deberá asumir el
sufrimiento hasta la muerte.
La revelación con que Jesús habla del Dios de la Creación es un alegato
profundo que desvela las razones que Dios tuvo para crear un universo
tan sorprendente como el nuestro: un universo de libertad que despliega
el imperio del pecado, pero, al mismo tiempo, un universo dramático por
el Mal de una naturaleza ciega y por la perversión de la voluntad
humana. Jesús, al entrar en el eterno designio creador de Dios, entra
en las grandes preguntas insertas en la naturaleza humana que crean el
malestar profundo ante Dios: la pregunta por el silencio de Dios ante
el universo y la pregunta por el dramatismo sufriente de la historia
permitido por Dios. El Dios de que habla Jesús es el mismo Dios de la
Creación que ha instalado al hombre universal ante la posibilidad de
aceptar o negar el universal religioso. Según los contenidos objetivos
del kerigma cristiano y nuestro conocimiento de cómo es el mundo real,
a la altura de la cultura de la modernidad, el Dios que Jesús revela es
el mismo Dios autor de la Creación del universo. No es que digamos que
debamos aceptar que es así. Decimos que la armonía entre el Dios de
Jesús y el Dios de la Creación podemos constatarla como resultado de un
análisis objetivo.
Un Dios que asume y desborda el universal religioso
El Dios de Jesús es entonces el Dios que queda perfilado en su
doctrina. Por tanto, al decir que el Dios cristiano es el Dios que
habla del hombre natural, que conoce perfectamente cómo es el mundo que
ha creado, que concuerda con la experiencia natural del hombre en la
modernidad, que habla a un hombre cuya inquietud metafísica gira en
torno a las preguntas por el Dios oculto y liberador, queremos decir
exactamente que ese es el Dios de Jesús, o sea, el Dios del que habla
Jesús en su doctrina.
Debemos decir que, efectivamente, el Dios de Jesús en su doctrina es el
Dios que crea el mundo real que conocemos y la naturaleza humana
abierta a la inquietud del silencio divino en el conocimiento y en el
drama de la historia. El Dios de Jesús sabe quiénes somos, cómo ha
creado el universo, y se dirige a nosotros como quienes vivimos en la
incertidumbre de creer o no creer en el Dios oculto y liberador. Pero,
al mismo tiempo, la doctrina proclamada por Jesús, al hablar de Dios,
profundiza en la esencia divina y descubre aspectos de Dios y de sus
planes que no hubiéramos podido sospechar. El Dios de Jesús, al mismo
tiempo que es el Dios de la Creación que nos conoce, explica por qué
nos ha hecho como somos y cómo piensa llevarnos a la salvación, es
también el Dios cuya naturaleza y cuyos designios eternos nos
desbordan, sorprenden vivamente y nos hacen entrar en inconcebibles
profundidades de la esencia divina. A través de la doctrina de Jesús
entramos en una abismal profundización en el conocimiento del sentido
de la creación del universo que constatamos como escenario del plan de
salvación. Por tanto, estas profundidades aclaran, explican,
profundizan en el misterio de la Creación: es decir, desvelan por qué
la naturaleza del mundo creado que vemos nace de la esencia divina.
El Dios de Jesús, por tanto, al mismo tiempo, asume y desborda la
religión natural: donde aquí “desbordar” significa iluminar desde la
profundidad de la esencia divina por qué es real el mundo creado por
Dios de esta manera. O sea, volviendo a las ideas clave de nuestro
discurso, iluminar por qué Dios ha creado un mundo en incertidumbre en
que el acceso a Dios del hombre está mediado por la aceptación del Dios
oculto y liberador. La doctrina de Jesús es una profundización abismal
del alcance insospechado de la creación de ese universo que constatamos
en la cultura de la modernidad.
Por tanto, ¿qué es el cristianismo? El cristianismo no es otra cosa que
aceptar a Jesús de Nazaret: es creer y confiar en Él, comprometiéndose
en una adhesión personal que lleva a la aceptación integral de su
doctrina. Los cristianos son la comunidad de quienes han creído en
Jesús y llevan esta creencia hasta sus consecuencias radicales. El
cristianismo es una religión que no consiste en filosofías ni
especulaciones previas, sino en el seguimiento totalmente entregado a
Jesús de Nazaret. Esto quiere decir que los cristianos creen en el Dios
de Jesús proclamado en su doctrina. Es lo que quieren transmitir al
proclamar el kerigma cristiano. Ahora bien, ¿quién es el Dios de Jesús
que se nos da en el kerigma?
El Dios Uno y Trino, que es Amor y crea por Amor
Jesús habla de un solo y único Dios que asume el monoteísmo que se
había ido imponiendo en la historia de Israel. Su doctrina asume
también la creencia básica radical de la religión natural que se funda
en la existencia de un poder personal divino que, de una u otra manera,
está presente en todas las religiones, mayores y menores. Sin embargo,
este monoteísmo está matizado por la idea de que este Dios Único tiene
facetas o rostros que constituyen su ontología, la forma de ser real de
su esencia divina unitaria.
Así, el Dios de Jesús tiene una esencia divina que engendra las tres
personas divinas en que se realiza la Divinidad. La riqueza de su ser
divino engendra tres rostros personales que nos hacen entender que Dios
no es un Único Yo que vive solo por la eternidad, sino un Dios que,
siguiendo la doctrina de Jesús, engendra en su interior unitario el
rostro del Padre que personifica la condición divina de fundamento,
principio de la realidad y del ser, cuya obra se extiende a la
creación. Engendra también el rostro del Hijo o, Verbo de Dios, que
personifica la razón, el logos, la sabiduría, que se contienen y se
engendran en el mismo fundamento del ser o en la esencia divina del
Padre. Y engendra, por último, el rostro del Espíritu Santo que
personifica el Amor interno de la esencia divina. Por ello, el Dios
Trinitario del que habla Jesús es un Dios en que, dentro del monoteísmo
de un solo y único Dios, el Ser, la Sabiduría y el Amor constituyen las
tres Personas divinas del Padre, del Verbo y del Espíritu.
Es verdad que las otras religiones presentan también una idea de Dios
en que se muestran sus rostros o formas de manifestarse. La Trimurti
hinduista nos habla de Brahma, Visnú y Siva, como engendrados en el
fondo ontológico del Brahman constituyente del Todo. La religión judía,
a través de la doctrina de la Cábala, señala también en el Zohar la
manifestación de Dios en el árbol de la vida o sefirot. Igualmente el
islamismo despliega la unicidad divina en los 99 nombres de Dios.
Sin embargo, la idea del Dios trinitario es una aportación del Dios de
Jesús, original y única. La razón natural manifiesta en la religión
radical habla de Dios, dioses o de la existencia de un poder personal
que podría ser decisivo para la liberación humana. Pero en la religión
radical nunca se ha alcanzado a concebir la existencia de un Dios
Trinitario como el Dios del que habla la doctrina de Jesús. Por esto
decíamos que el Dios de Jesús, a la vez, asume y desborda la religión
natural.
Pero ese Dios Trinitario del que habla Jesús, ¿por qué crea el
universo? En la doctrina de Jesús se proclama también una cumplida
respuesta a esta pregunta fundamental. El Dios cristiano crea
simplemente por Amor. La misma esencia ontológica del Dios Trinitario
de Jesús es ya Amor: el amor entre el Ser de Dios y la Sabiduría que lo
constituye, amor que queda personificado en el Espíritu Santo. Dios
vive internamente como Amor y crea la realidad no divina por Amor. El
cristianismo ha proclamado siempre que Dios es Amor. Ahora bien, ¿qué
es el Amor? Podemos hablar del amor humano, pero el Amor de Dios será
algo superior, en el fondo incognoscible para el hombre. Amor, decimos,
es contemplar lo que amamos, admirarlo y quererlo. Amor es acercarnos a
lo que amamos y querer vivir con ello. Buscamos estar junto a lo amado.
Queremos hacer nuestra vida con lo amado. Por ello, el amor es entrega
y donación a lo amado, esperando recibir la respuesta del amado como
donación. En esta mutua donación, amar es “vivir con”. En el amor que
se entrega, los amantes se comunican en su totalidad, cada uno de los
amantes quiere comunicar al otro toda su riqueza ontológica como ser
existente. El amor es siempre entrega y comunicación de sí mismo.
El Dios de Jesús de Nazaret, por tanto, que ha pasado a ser el Dios en
que cree el cristianismo, es ontológicamente Amor, de una forma que
asume lo que nosotros conocemos como amor, pero que al mismo tiempo lo
desborda en la dimensión superior, divina, que desconocemos. Jesús nos
ha dicho que ese Dios Amor se ha visto movido por su propia esencia a
amar, a ser expansivo en el Amor y este es el origen de la creación que
tiene como meta la creación del hombre. Dios, para el cristianismo,
crea por Amor comunicativo. Dios, crea para vivir con los hombres en el
Amor, que es la esencia divina.
Por consiguiente, en alguna manera, Dios, antes de decidir la creación,
ha contemplado lo que podría ser el hombre creado, lo ha admirado y lo
ha querido para que pudiera llegar a ser realidad. En alguna manera,
Dios ha quedado enamorado de la imagen del hombre: esto quiere decir
simplemente que Dios ha entendido que aquel hombre que podría crear
pudiera ser un sujeto digno de vivir una comunidad de Amor con el mismo
Dios. Por ello Dios ha contemplado la posible imagen del hombre, la ha
admirado y la ha querido, ha deseado que existiera como posible sujeto
de una comunidad de Amor, digna de ser integrada en la vida divina. El
Dios de Jesús ha sido siempre para el cristianismo un Dios que es Amor
en su esencia y que crea para hacer al hombre copartícipe del Amor en
la vida divina. La forma de participación en la vida divina se entiende
en el cristianismo como filiación: Dios ha llamado al hombre a
participar en la vida divina en la forma de “hijo”. Como se explicará
más adelante esto supondrá también una “hermandad” de la especie humana
con Jesús, con el Hijo de Dios.
La perplejidad humana ante un universo creado por Amor
Casi nada. Estamos explicando esta esencia de Dios como Amor, como
quien no dice nada. Sin embargo, lo que decimos es sorprendente,
maravilloso y produce escalofríos pensar que pudiera ser realidad. La
pobre condición humana, en la incertidumbre profunda sobre el enigma
del universo, se sorprende ya de que algo así como el universo pueda
ser real, exista y estemos todos generados en su dinámica interna. Pero
más sorprendente es pensar que ese misterioso universo tenga su origen
en un Ser Divino que crea por Amor y alberga un portentoso plan para
hacer al hombre copartícipe de la vida divina, o sea, del Amor divino.
Parece un cuento de Hadas. Pero ese es el Dios de Jesús de Nazaret y el
Dios en que ha creído desde siempre el cristianismo.
Da escalofríos considerar que esta historia maravillosa de un Dios
existente que crea por Amor sea la Verdad y que nosotros estemos ahora
involucrados como protagonistas en ese plan sorprendente de Amor
trazado por Dios en la creación. La perplejidad que crea en el ser
humano la consideración del Dios de Jesús de Nazaret es tanto mayor
cuanta mayor es la angustia y la incertidumbre que acompañan la vida
humana. ¿Cómo es posible que la explicación de todo sea el Amor del
Dios de Jesús, cuando la experiencia real de la vida humana está sumida
en el desconcierto del desamparo con que debe vivirse la vida ante la
ausencia y silencio de Dios ante el conocimiento (enigma del universo)
y ante el drama de la historia (enigma del sufrimiento)?
Quiero realzar un hecho mencionado en lo anterior. Si Dios ha
emprendido la creación del universo es porque contempló la imagen del
hombre y, en alguna manera, quedó enamorado de él. Es decir, porque
consideró que era un sujeto apto para integrarse con dignidad en la
comunidad del Amor Divino. Dios creó la estirpe humana, la humanidad,
porque la contempló, la admiró y la quiso: es decir, quiso establecer
con ella una comunidad de Amor en comunión con la vida divina. Esto
platea preguntas inevitables: ¿qué vio Dios en el hombre para amarlo y
para emprender por él la creación? ¿Por qué amó Dios al hombre
haciéndolo entrar en la vida a través de la descomunal obra del
universo? No entramos de momento en responder a estas preguntas, pero
quedan planteadas, a expensas de abordarlas en otro momento de nuestro
ensayo.
Una última observación. La religión radical de la condición humana está
ya abierta a un poder personal capaz de emprender la salvación. Por
ello, el enigma del universo, como enigma del conocimiento y enigma del
drama de la historia, dejan al hombre abierto a creer que ese poder
salvador existiera, aceptando la creencia en el sentido de un Dios
oculto y liberador, a pesar de su ausencia, de su lejanía y de su
silencio en el mundo humano. El Dios de Jesús es, en efecto, un poder
personal que salva, que libera la historia, que crea por un plan de
salvación dirigido a la especie humana, y por ello es un Dios que asume
la religiosidad radical del ser humano. El Dios de Jesús asume
ampliamente las expectativas de la religión natural y responde a ellas.
Pero, al mismo tiempo, el Dios de Jesús desborda lo que la razón
natural pudiera concebir: la sorprendente maravilla de un Dios Amor
cuya liberación va a llegar hasta la integración de la estirpe humana
en la comunión del Amor divino. Pero la liberación a la que aspiraría
la religión natural – aunque no llega a los extremos de atisbar lo que
Jesús va a revelar como forma de liberación en el proyecto de filiación
divina– queda sin embargo asumida armónicamente y elevada por la
sorprendente liberación concebida por el Dios de Jesús de Nazaret.
La mente divina, el silencio cósmico de Dios ante el conocimiento humano
Dios, por tanto, contempló la estirpe humana, en su eventual
existencia, y la amó, entendió que su amor esencial podía extenderse
hasta un hombre digno de ser integrado en el Amor divino. Ahora bien,
¿cómo crear al hombre? ¿Cómo integrarlo en la vida divina y hacerlo
copartícipe del Amor Trinitario? ¿Cómo crear al hombre y constituirlo
en una dignidad y en una grandeza existencial capaz de ser integrada en
la vida divina? Estas preguntas, y otras más profundas, fueron
consideradas sin duda por la mente divina al concebir su eterno
designio creador; al menos, en la imagen del Dios de Jesús se nos
ofrecen pistas para pensar que, en efecto, esta deliberación trinitaria
se produjo.
Es claro que el proceso de extensión del Amor comunicativo de Dios
debía hacerse por creación. El hombre no podía nunca ser Dios, sino
creatura de Dios que entraría en el ser por obra divina. Pero el hombre
creatura, según el designio divino, debía ser creado en toda su
dignidad de persona para establecer una relación personal digna con
Dios: una relación de amor que no podía ser sino la de
Creador/Creatura, pero una relación que el hombre debería asumir como
persona que había hecho su propia historia, con plena libertad y con
dignidad. Ahora bien, ¿cómo crear entonces? ¿Cómo podía instalarse al
hombre creado en su dignidad de persona integrada en el Amor divino?
No cabe duda de que Dios debió de contemplar en su mente divina
posibilidades diversas que quedaban abiertas como diseños de su obra
creadora, encaminada siempre a crear la riqueza, la dignidad y la
libertad humana. La mente divina contempló lo que debía conseguirse con
la creación: el tipo de hombre que debía ser creado para abrirlo al
proyecto deslumbrante de su integración en la vida divina. Dios conocía
qué tipo de hombre quería crear, ponderó los diversos diseños de
creación desde su Sabiduría divina y eligió el que respondía mejor a
sus fines creadores. Debemos entender que así fue, aunque con la
cautela de saber que todo cuanto podemos decir acerca de la forma en
que Dios ponderó las circunstancias de la creación es sólo una
interpretación analógica que, aunque fundada en el contenido del
kerigma, es teología o hermenéutica.
La dignidad del hombre, personal y libre, cocreador y dominador del universo
Pensemos que la creación del hombre pudiera haberse hecho de diversas
formas posibles. No puede excluirse a priori que Dios hubiera decidido
crear de una manera u otra. Así, por ejemplo, Dios hubiera podido crear
al hombre de tal manera que, en su misma generación en el ser,
contemplara la realidad trinitaria y recibiera la llamada de Dios a
integrarse en la vida divina. En este supuesto Dios habría impuesto su
presencia incuestionable y fáctica a una creatura que no podría sino
integrarse en la presencia desbordante de una Divinidad que se muestra
y que, por ello mismo, se impone inevitablemente.
¿Cuál fue la forma de creación del hombre que Dios escogió? Para
responder, de acuerdo con Jesús, o sea, con el kerigma cristiano, sólo
podemos atender a tres criterios. A) El supuesto de que Dios pretendió
crear a la estirpe humana con una dignidad y riqueza personal que la
hicieran apta para entrar en la oferta de integración en el Amor
Trinitario. B) La forma de creación que constatamos en la realidad del
universo y de la vida humana, de tal manera que la Voz del Dios de la
Creación, que nuestra razón puede describir mirando cómo de hecho son
las cosas, es una muestra evidente de la forma que Dios ha escogido
para crear. C) El Dios de Jesús de Nazaret, que habla describiéndonos
los perfiles de su esencia ontológica como Amor y de su “eterno
designio”, o plan de salvación del hombre, realizado en el escenario de
la creación.
Teniéndolo en cuenta, cabe especular sobre la deliberación de la mente
divina al concebir el proyecto de creación que instalara al hombre
cualitativamente en su riqueza existencial y en su dignidad como ser.
El hombre no podía dejar de ser creatura, ya que por esencia era algo
distinto de Dios mismo. Pero Dios quería que el hombre tuviera una
entidad personal propia, consciente de sí misma y de su independencia
frente a Dios (la condición de creatura no debía diluirse ante una
presencia de Dios impuesta y absorbente).
Sabemos que ser persona es la capacidad de hacernos a nosotros por
decisiones conscientes y racionales, construyendo la propia biografía
por elección de posibilidades a partir de la experiencia de nuestra
independencia. Dios, en efecto, quería hacer al hombre persona,
reflejando en alguna manera remota la misma personalidad trinitaria de
la esencia divina, personal, libre e independiente. El Dios personal
quería, pues, crear el hombre persona, a su imagen y semejanza, para
integrarlo personalmente en la vida divina. Por ello, no sólo debía ser
creado, receptor de una creaturalidad hecha y cerrada, sino que, como
persona, debía ser creador de sí mismo, creatura y creador, o sea,
cocreador de sí mismo como persona libre y configurador de su relación
con Dios.
Esto hace entender que Dios, en su eterno designio creador, debía
escoger la creación de un universo diseñado como escenario apropiado
para que el hombre surgiera en la existencia y pudiera llegar a ser
persona independiente, persona libre cocreadora de su propia historia
personal (la historia de sus decisiones libres o biografía personal).
Este escenario debería permitir al hombre, por una parte, abrirse con
libertad a la oferta de comunión en la vida divina; pero, por otra
parte, no debía imponerle de forma necesaria e inevitable la
integración en Dios. El entrar en la comunión con Dios debía ser fruto
de su biografía personal y de su libertad.
El escenario creado por Dios debía, pues, conducirlo a hacer posible
que la relación con Dios fuera algo generado en la voluntad libre del
hombre, algo nacido del hombre, asumido con entusiasmo y concebido como
el término plenificador final de su biografía personal. Dios, desde su
ontología divina como Amor, se abría así a la estirpe humana. Pero el
hombre, desde su condición de persona libre, debería abrirse
personalmente a Dios. La relación Dios/hombre debía ser querida por
ambas partes, en ningún caso impuesta por la fuerza inexorable de las
cosas. Debía ser una relación cocreadora de persona a persona. El
hombre nacía en Dios desde la libertad divina y Dios debía nacer en el
hombre igualmente desde la libertad humana.
Es así comprensible que el eterno designio divino contemplara la
creación del universo como escenario para la libertad. Escenario para
que el hombre, como cocreador de sí mismo, se abriera libremente a Dios
como elemento final plenificador de su propia biografía personal. La
experiencia de nuestro mundo real ilumina la forma de creación que la
mente divina debió contemplar como posibilidad en su eterno designio
divino. El eterno designio creador que Dios quería emprender y
deliberaba en la mente divina, se hace inteligible al constatar el
mundo real de hecho creado por Dios. El mundo de nuestra experiencia,
el mundo que hoy ha sido descrito por la razón humana en la cultura de
la modernidad. El mundo de incertidumbre en el que de hecho nos
hallamos es, ciertamente, un mundo en que Dios aparece como posible,
pero sin imponerse necesariamente a la razón. Un mundo en que es
posible encaminar la vida libremente hacia Dios, pero en el que también
es posible cerrarse a Dios y vivir una existencia puramente mundana,
sin Dios. Un mundo posible en que la Voz de Dios que se manifiesta en
Jesús sería la misma Voz del Dios de la Creación. Ambas Voces serían
así la misma Voz de la Libertad que Dios pretendía hacer posible en la
creación.
La ambivalencia borrosa de la creación, el drama de la libertad y el pecado
Por tanto, el Dios del que habla Jesús de Nazaret es un Dios
Trinitario, cuya esencia ontológica es el Amor, que por la creación
quiere comunicar su Amor a la especie humana. Pero debía hacerlo a un
hombre personal y libre, y para ello debía emprender la obra creadora
de un universo como escenario grandioso para el proceso cocreador de la
libertad humana. No tenía sentido para Dios que el universo fuera un
juego en que Dios se impusiera con las cartas marcadas. La libertad
debía ser real, sin tapujos y el diseño creador que debía emprenderse
debería asumirla hasta sus últimas consecuencias. La libertad debía ser
el gran valor mantenido por Dios en la creación y el que conferiría su
verdadera grandeza a la existencia humana como creación personal libre.
Por ello, Dios establecería la forma en que todos los hombres pudieran
oír su voz y aceptar libremente su llamada. Pero, sin embargo, no hasta
el punto de que la apertura a la relación personal con Dios fuera
impuesta de hecho por la situación real del hombre en el mundo.
Esto quiere decir que Dios debía diseñar el universo real de tal manera
que el hombre que quisiera rechazar la oferta divina pudiera hacerlo.
Para ello, el universo debía ofrecer la posibilidad de ser entendido al
margen de Dios, de tal manera que el hombre cerrado a Dios pudiera
ampararse en ella y colocar su existencia en una forma natural de
entender el universo sin Dios. Si el hombre no tuviera una salida
natural al margen de Dios, de hecho la realidad de Dios estaría
impuesta para todos por las circunstancias objetivas. Debía ser
posible, por tanto, entender el universo con Dios o sin Dios. Por ello
el equilibrio de Dios para no forzar la imposición necesaria de lo
divino conducía así a la creación de un universo enigmático, que
pudiera ser Dios pero que también pudiera ser puro mundo sin Dios,
dando lugar a la incertidumbre metafísica que de hecho se muestra en
nuestra experiencia del mundo real.
La llamada de Dios para que todo hombre pudiera aceptarlo libremente
debía ser suficiente e inequívoca, aun sin romper el equilibrio de la
libertad. Es decir, sin suprimir la incertidumbre metafísica que debía
hacer posible la libertad. Es claro que esta apertura a Dios debía ser
posible para todo hombre, ya que el fin de la creación no era otro que
facilitar el establecimiento de la relación personal libre del hombre
con Dios. De ahí que el hombre que cerrara su vida a Dios, aunque
pudiera hacerlo naturalmente, lo haría cerrándose a la suficiente
oferta divina, manifiesta en el mundo, que, con la aportación de su
libertad personal, podría haberlo llevado hacia la relación con Dios.
Por ello, el hombre cerrado a Dios sería considerado pecador (es decir,
responsable libre de no haber aceptado la llamada suficiente e
inequívoca para la aceptación de Dios, establecida por el diseño divino
en la creación). Para la fe cristiana, esta suficiencia de la oferta
divina a la libertad humana tendría dos aspectos: el testimonio natural
de la razón (que por sí no haría al hombre “pecador”) y el testimonio
del Espíritu en el interior del espíritu del hombre (que al ser
rechazado haría al hombre responsable y “pecador” en el sentido
cristiano).
Pensemos que esta manera de entender a Dios y la génesis de su designio
de creación del universo es propia del kerigma cristiano. Los
cristianos creen que es así porque han asumido la creencia cristiana.
El ateo, obviamente, no tiene fe, pero puede entender perfectamente
cuál es el contenido de las creencias en la fe cristiana. Hasta ahora y
en lo que sigue estamos explicando estas creencias.
El silencio-de-Dios ante el conocimiento: la ausencia divina en el universo
La mente divina, por tanto, sin duda debió de considerar, en su eterno
designio divino de creación del universo, que su intención de crear un
hombre personal que construyera desde la libertad su biografía
existencial, con independencia y entidad propia como creatura ante
Dios, lo llevaba a no imponer su presencia y a ocultarse, dejando
abierto un universo ambivalente que pudiera ser Dios, pero que pudiera
ser también puro mundo sin Dios. Si Dios no quería imponerse al hombre
porque debía ser el hombre personal el que se abriera desde su libertad
a la oferta de comunión con la Divinidad, Dios debía de ocultar su
presencia en el mundo, dejando abierto el escenario de la libertad y de
la autocreación humana. Si Dios iba a hacer nacer en sí mismo a la
estirpe humana desde la libertad, por la creación, así igualmente el
hombre debía hacer nacer en sí mismo a Dios desde la libertad.
La mente divina entendió sin duda que crear la libertad y la dignidad
humana llevaba consigo retirar del universo la patencia de su condición
divina impositiva. Este era sin duda un posible diseño de creación que
llevaba a crear al hombre como Dios quería crearlo: libre para hacer
nacer en sí mismo a Dios, o para no hacerlo, desde su dignidad y
autonomía humana (similar a la libertad y a la personalidad divina).
Este es el escenario real de la modernidad.
Esto se dice fácilmente, pero crear un universo en que Dios retiraba su
“patencia divina” no era fácil para Dios porque la esencia divina
llevaba a la Verdad y, por ello, a la veracidad. Crear un universo en
que no era patente la Verdad y en el que el hombre sería inducido por
las condiciones del universo a errar y a situarse en un mundo
fuera-de-la-Verdad no debió de ser fácil para el Dios Trinitario. Dios
iba a crear un universo en el que se establecería un enigmático
silencio cósmico de Dios ante el conocimiento humano. El
silencio-de-Dios haría que el hombre no supiera con seguridad natural
que Dios era efectivamente la Verdad y el fundamento creador del
Universo. Es más, el hombre pensaría incluso que un universo sin
patencia divina no hubiera sido nunca creado por un Dios real que
debería ser Veraz. Es esta, en efecto, una tendencia presente desde
siempre en el ateísmo: pensar que la mera posibilidad de que el
universo fuera entendido sin Dios sería un indicio decisivo de que Dios
no existe, puesto que, si existiera, debería ser Veraz y fiel a sí
mismo.
Sin embargo, el Dios real del que habla Jesús de Nazaret es un Dios que
hace posible tanto la santidad como el pecado, eligiendo el diseño
creador que acepta extrañamente el silencio cósmico de la Divinidad
ante el conocimiento humano. La ausencia divina en el universo, donde
la Verdad de Dios no es patente, es asumida por la Sabiduría divina a
favor de la libertad, la dignidad autónoma y la autocreatividad del
hombre. La ausencia de Dios sería así el Don de Dios a favor de la
grandeza de la historia biográfica que el hombre debe construir
libremente y que constituirá la dignidad personal –en el fondo la
“santidad”– que deberá tener ante Dios en el momento en que se realice
la filiación divina.
La mente divina, el silencio cósmico de Dios ante el drama de la historia
Dios consideró entonces cómo debía crear el universo como escenario de
la libertad, una libertad que no podía ser un juego en absoluto, una
ficción o una imposición en alguna forma enmascarada de Dios. Un
universo en que, en todo caso, la cerrazón natural legítima del hombre
ante Dios y el pecado humano, por cuanto la cerrazón suponía el rechazo
de la apelación personal e interior de Dios como Espíritu, debía ser
realmente posible, como consecuencia de una libertad real. Sería
pecado, pero al mismo tiempo una posibilidad natural libre que el
hombre podía legítimamente asumir. Pero, esto supuesto, ¿cómo crear
entonces el universo como escenario real de la libertad?
Dios debió de decidir en su eterno designio de creación el asumir su
silencio ante el conocimiento humano por el enigma del universo, que
podía ser Dios o puro mundo sin Dios, y que abría la posibilidad de la
santidad y del pecado. Pero el universo creado mostraba que Dios
decidió crear un universo que supondría también para el hombre el
silencio de Dios ante el drama de la historia, ante el sufrimiento por
el Mal ciego y por la perversidad humana. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué
permitió Dios una creación asolada por el drama de la historia y por el
sufrimiento? La respuesta a estas preguntas constituye la esencia de la
idea cristiana de Dios y consiste en explicar que Dios vio en esta
creación un extraordinario crisol de santidad.
Un diseño de creación sin dolor y el mundo real
Dios hubiera podido crear un universo en que el hombre, siendo
realmente libre, hubiera visto cumplidas sus apetencias naturales,
hubiera sido feliz e incluso no hubiera tenido que pasar por el
sufrimiento, la muerte y el drama de la historia. Ese hombre hubiera
podido entrar en relación libre con Dios y ser asumido en la vida
divina. Sin duda que Dios hubiera podido hallar diseños de creación
para ello. La mente divina, antes de elegir un diseño de creación,
debió de contemplar una variedad de posibles diseños. Sin embargo,
entre ellos, podía elegir también un diseño de creación en que el
hombre debiera pasar por el sufrimiento personal, por el drama de la
historia y por la frustración final de la muerte. Una creación donde el
hombre podría hallar quizá parcelas de felicidad, pero donde se
impondría en último término la frustración existencial.
El Dios que Jesús de Nazaret proclama es un Dios, que, en efecto,
contempló la posibilidad de crear un mundo de sufrimiento y
perversidad, en apariencia abandonado por Dios, que supondría el drama
de la historia humana. Y lo eligió, tal como nuestra experiencia
existencial sufriente nos muestra inequívocamente. Sabemos también que
lo eligió porque el mismo Jesús nos dice que ese mundo de sufrimiento
es el que Dios realmente asumió en la creación y desde el que se
realiza su plan de salvación de los hombres, conduciéndolos a la
aceptación de la oferta de integración en la vida divina y a la
grandeza de la santidad humana. ¿Por qué lo eligió?
Dios acepta el drama de la historia por la riqueza existencial del hombre
Conocemos la respuesta, ya que asumimos que no pudo ser por otra razón
distinta de esta: porque, a los ojos de Dios, aquel mundo en que el
hombre debía hacerse a sí mismo a través del penoso camino del drama de
la historia era el que mejor realizaba lo que Dios pretendía. Ahora
bien, ¿qué quería conseguir? Era sin duda la plenitud existencial del
hombre, es decir, la mayor dignidad existencial del hombre que debía
entrar en la vida divina como ser independiente que construye su propia
historia. Una biografía propia y rica, hecha desde la propia libertad
que debía conducirse a sí misma a hacer un hueco a Dios en su vida,
aceptando la oferta divina a entrar en la comunidad de Amor trinitario.
Dios contempló lo que debía ser la creación de este mundo sufriente y
consideró que en él llegaba el hombre a una grandeza existencial
extraordinaria. Dios contempló lo que debía ser la existencia humana,
su biografía dramática en ese mundo sufriente, y, como antes decíamos,
se enamoró de la especie humana. Dios contempló lo que podía ser la
especie humana, lo admiró y lo quiso. En alguna manera, Dios quedó
prendado de aquel diseño de creación porque debía producir la
extraordinaria riqueza existencial de los seres en la configuración
libre y personal de su relación con Dios. No conocemos los diseños de
creación alternativos que Dios debió de contemplar en su mente divina,
y nos es difícil ver las cosas con los ojos de Dios y entenderlo. Pero
asumimos que eligió el diseño dramático de la creación porque entendió
que en él llegaría el hombre a una excelencia existencial que respondía
a las expectativas divinas. La creación, y el protagonismo divino en
ella, podrían ser entendidos así, en expresión de von Balthasar, como
una teodramática, que nosotros completaríamos como una teodramática
cósmica.
Más adelante, en otro lugar de este ensayo, volveremos de nuevo sobre
estos aspectos cualitativos de la existencia humana y su relación con
los planes de Dios (en el Anexo de este ensayo). Pero retengamos, de
momento, que Dios, por tanto, en su creación del universo orientado a
la santidad humana, asumió tanto su silencio cósmico ante el
conocimiento humano (enigma del universo) como su silencio histórico
ante el sufrimiento y la perversidad humana (drama de la historia).
Estos dos silencios constituyen un único silencio divino que muestra el
ocultamiento divino en la creación del universo.
Dios acepta el drama de la historia para inclinar la voluntad humana hacia Dios
Pero, además, hay algo que ayuda a entender el misterio de la elección
de este diseño dramático de creación que sin duda contempló la mente
divina. Como hemos dicho, Dios quería conseguir ofertar al hombre su
amistad pero sin imponerla: al igual que el hombre nacía en Dios desde
la libertad divina, así quería Dios que en el hombre naciera Dios desde
la libertad humana. Por ello, entendió Dios que en el diseño de
creación Dios no debía imponerse y que debía por ello crear el silencio
cósmico divino ante el conocimiento humano. Debía mostrarse lo
suficiente para ser aceptado, pero sin imponerse, dejando abierta la
negación de Dios y el pecado humano.
El diseño de creación debía hacer entrar en equilibrio todos estos
factores. Ahora bien, el diseño de un universo sufriente que se hace a
sí mismo de forma autónoma, pasando por la evolución desde lo
imperfecto a la perfección a través del trabajoso proceso de la vida y
la muerte, era especialmente apto para suscitar la ambivalencia que, al
poder ser entendido naturalmente, sin Dios, pudiera respetar el
silencio divino. Además, el diseño de un universo dramático y
sufriente, siendo apto para suscitar esa ambivalencia y permitiendo al
ser humano situarse libremente al margen de Dios, en el pecado,
impulsaba mejor al hombre hacia la plenitud de Dios, aun sin imponerse.
En un universo dramático el hombre debería interesarse más por la
apertura a Dios porque, al fin y al cabo, sólo la posibilidad de lo
divino, de un Dios oculto y liberador, podría ofrecer una última
esperanza de plenitud y de salvación a la humanidad.
En el Antiguo Testamento bíblico, en el libro del Génesis, leemos la
historia de Adán y Eva en el Jardín de Edén, en el Paraíso Terrenal,
compuesta por el teólogo judío Yahvista para explicar el sentido de la
historia y el porqué de la creación de un mundo sufriente. En esta
historia, que hoy consideramos mítica (aunque fundada en la realidad
porque ayuda a entender su sentido), el teólogo Yahvista dice que Dios
colocó a nuestros primeros padres, Adán y Eva, en el Jardín de Edén.
Habla de ello como un hecho histórico, pero entendemos que el Paraíso
nunca existió en realidad: sólo existió como una posibilidad
contemplada por la mente divina, que, dentro de la forma mítica de la
narración, ayuda a entender por qué creó Dios el mundo real. Dios,
pues, contempló que hubiera podido colocar al hombre en el Jardín de
Edén, con una vida natural perfectamente cumplida, sin trabajo, sin
sufrimiento y sin muerte. Por esto dice la historia que el hombre tenía
al alcance el Árbol de la Vida, de cuyos frutos podía comer
continuamente para nutrirse. Pero, en cualquier diseño de creación,
Dios debía hacer al hombre libre, capaz de elegir entre la apertura a
Dios y la cerrazón existencial a Dios. Esto se hace inteligible cuando
la historia dice también que Dios contempló en el Jardín de Edén que el
hombre tendría igualmente a la mano el Árbol de la Ciencia del Bien y
del Mal. El Árbol de la Ciencia parece presentarse como una imagen de
la posibilidad humana de construir un universo sin Dios. Es la
interpretación que suscita el mundo que vemos.
Dice la historia que Dios impuso al hombre el mandamiento de no comer
del Árbol de la Ciencia porque “el día que comieres de él, morirás sin
remedio” (Gen 2, 17). Sin embargo, la serpiente tentó a la mujer para
que comiera del Árbol de la Ciencia, diciéndole: “De ninguna manera
moriréis... si comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal”. Eva y Adán cayeron en la
tentación de “querer hacerse como dioses”, comieron del Árbol de la
Ciencia y pecaron ante Dios, se rebelaron ante él y quisieron ocupar su
puesto.
Dios, al constatar el pecado, o sea, por causa del pecado, se ve
obligado a expulsar al hombre del Jardín de Edén. “¡He aquí, dijo Yahvé
Dios, que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a
conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado no alargue su mano y
tome también del Árbol de la Vida y comiendo de él viva para siempre”
(Gen 3,22). Para Dios, por tanto, no parece tener sentido que una
humanidad que peca siga indefinidamente al alcance del árbol de la
vida, viviendo para siempre. Por ello, en respuesta al hecho de una
humanidad pecadora, Dios expulsa al hombre del Jardín de Edén. “Y lo
echó Yahvé Dios del Jardín de Edén para que labrase el suelo de donde
había sido tomado” (Gen 3,23). “Maldito sea el suelo por tu causa: con
fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y
abrojos te producirá y comerás las hierbas del campo. Con el sudor de
tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste
tomado. Porque polvo eres y al polvo tornarás” (Gen 3,17-19). Y la
historia concluye: “Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del
Jardín de Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar
el camino del Árbol de la Vida” (Gen 3,24).
El silencio cósmico de la Divinidad ante el drama de la historia
Debemos colegir, por tanto, que la mente divina, en su contemplación de
los diversos diseños de creación, sabía que, si la libertad no era una
ficción sino una realidad a la mano del hombre que le conduciría al
pecado, entonces un diseño sin indigencia humana (en que el hombre
pudiera comer indefinidamente del Árbol de la Vida) dificultaría su
interés por abrirse a lo divino. Se vería satisfecho al margen de Dios.
De ahí que Dios, al contemplar estas cosas en su mente divina, se viera
inclinado hacia un diseño creador en que el hombre fuera indigente y
tuviera que construirse a sí mismo en el lento proceso evolutivo de un
universo autónomo. En este diseño, en efecto, se preservaba la libertad
y Dios permanecía oculto, el hombre estaba sometido a prueba por las
duras condiciones de supervivencia y la historia biográfica de su vida
se configuraba a través de experiencias fuertes, dramáticas, que
tensaban la fuerza de su voluntad y la firmeza de sus decisiones. Ese
hombre iba a poder forjar la grandeza emocional de su personalidad
hasta hacer nacer en su vida libremente el encaminamiento hacia Dios
que aparecería, aun sin imponerse, como el último horizonte posible de
plenitud para la estirpe humana.
Sin embargo, al considerar todo esto, la mente divina conocía
perfectamente que el diseño de creación de una humanidad sufriente iba
a suponer, para cada hombre individual y para la historia humana en su
conjunto, un inmenso dolor y el drama angustioso de la tribulación
continua de la existencia. En este diseño de creación Dios no sólo
estaría en el silencio cósmico ante el conocimiento humano, sino que
ese silencio se haría total al convertirse en silencio cósmico ante el
drama de la historia. En la creación reinaría un fuerte vacío o
ausencia de Dios, ya que en él resonarían la lejanía y el silencio del
posible Dios, en aparente indiferencia por su ocultamiento ante el
conocimiento humano y ante el drama de la historia sufriente. Aunque el
temple de la historia humana iba a ser muy grande en estas condiciones
extremas y dramáticas, no cabía duda de que el abandono del posible
Dios, que el hombre padecería traumáticamente, iba a ser también muy
grande. ¿Valía la pena este diseño dramático de la creación?
El eterno designio divino de creación y la Redención del hombre
Si consideramos la relación del hombre hacia Dios, o sea, desde la
perspectiva humana, las dos grandes incógnitas o perplejidades del ser
humano cuando piensa en la posibilidad de que Dios sea real y
existente, son su ausencia del mundo o silencio ante el conocimiento
humano (enigma del universo) y ante el drama de la historia (enigma del
sufrimiento). Los argumentos del ateísmo para rechazar a Dios se fundan
precisamente en estas dos dimensiones del silencio divino. Esto es
precisamente lo que hemos venido explicando hasta ahora. Sin embargo,
si consideramos la relación de Dios hacia la estirpe humana, que es la
relación de creación, nos encontramos con que el enigma del universo y
el enigma del sufrimiento son también, digámoslo así conscientes de
hablar analógicamente, una profunda perplejidad en Dios mismo.
La mente divina debió de considerar cómo podía crear para hacer
realidad su voluntad de constituir al hombre partícipe de la comunión
en el Amor Trinitario. Sin duda que en su mente se contemplaron
diversos mundos posibles. Dios debió de contemplar, en efecto, la
posibilidad de crear un universo como el que nosotros advertimos y que
es realmente el que acabó creando. Pero una cosa era contemplar la
posibilidad y otra la decisión de asumir un determinado diseño de
creación. ¿Tenía sentido-en-Dios crear un universo en que se extendería
la ausencia divina ante el conocimiento humano y ante el sufrimiento
dramático de la historia? Las preguntas que el hombre se plantea porque
hacen difícil aceptar que Dios haya creado un mundo como este, son las
mismas preguntas que debió de plantearse la mente divina, al deliberar
sobre la conveniencia de crear un mundo dramático y sufriente. Desde
nuestro mundo, ni le es fácil al hombre aceptar que un Dios lo haya
creado, ni le fue fácil a Dios emprender su creación.
La impotencia de la estirpe humana para ser creada
El hombre viviría su existencia debatiéndose por la angustia ante la
ausencia de un Dios que no ve ni conoce con seguridad y por la angustia
ante un sufrimiento que le haría sentir el abandono y la indiferencia
del posible Dios ante el dramático curso de la historia humana. Abrirse
a Dios y tener el voluntarismo suficiente para creer en un Dios oculto
y liberador no iba a ser fácil. Muchos hombres podrían cerrarse a Dios
o abjurar de un Dios cuya realidad era tan difícil de admitir, y para
otros incluso inverosímil. Ante una libertad real y sin ficciones,
ejercida con todas sus consecuencias, la desmoralización ante lo divino
podría extenderse y el pecado podría llegar a enseñorearse de la
historia. Dios estaría creando un universo dominado por el pecado y
estaría manteniendo en el ser a quienes rechazan los signos suficientes
que Dios mismo habría puesto para ser conocido y aceptado.
Si hacemos la ficción de que nosotros fuéramos Dios y debiéramos
decidir la creación de un universo de estas características, sin duda
no lo tendríamos fácil. Siempre nos preguntaríamos si compensaba asumir
las graves consecuencias de la ausencia, la lejanía y el silencio de
Dios en la historia. Estas preguntas se ven, sin duda, reforzadas al
contemplar lo que de hecho ha sido el mundo real que finalmente fue
creado por Dios. Nosotros conocemos lo que de hecho ha sido el
desconcertante escenario de la historia humana sobre la tierra. El
frustrante silencio de Dios a lo largo de la historia que ha llevado a
las diversas culturas a expresar desde el desconcierto su idea de Dios
en los más diversos marcos historicistas, o a poner incluso en duda su
existencia en las culturas modernas progresivamente dominadas por el
pecado, por la negación de Dios.
Pero, sobre todo, la perplejidad ante la ausencia de Dios que tolera
indiferente el inconcebible dramatismo de la vida personal y colectiva,
siempre con el fantasma del fracaso final y de la muerte. Conocemos lo
terrible que es para todos el conjunto biográfico, diacrónico, de la
existencia humana sobre la tierra y no necesitamos abundar en
descripciones retóricas. ¿Tenía sentido-en-Dios crear un mundo tan
lejos de Dios, abandonado a la incertidumbre en el conocimiento y
abandonado en la experiencia insoportable del drama sufriente de la
historia?
De momento podemos decir que un mundo como el nuestro, este mundo que,
en principio, fue concebido en la mente divina, no tenía en sí mismo la
posibilidad de imponerse por su propia entidad. Es decir, no podía
imponerse por sí mismo, por su propia condición o perfección, de tal
manera que la mente divina debiera entender que ese mundo era el que
debía crear inevitablemente como escenario de la llamada a los hombres
a la participación en la vida divina.
¿Debía Dios soportar que la historia humana fuera dominada por el
pecado, por la rebeldía y el escarnio público de Dios y de lo
religioso? ¿Debía Dios asumir una libertad humana tan radical, una
ausencia y silencio divino tan profundos, que hicieran posible
sufrimientos humanos tan terribles hasta llegar a la desconfianza
amargada frente a la imagen de un posible Dios que abandona indiferente
a la humanidad y es responsable del drama de la historia?
El hombre, en efecto, la especie humana, nunca estuvo en condiciones de
exigir a Dios su creación. Por sus propias fuerzas naturales, la
estirpe humana nunca pudo imponerse ante la mente divina como un diseño
de creación que, por su propia entidad, debiera ser asumido
necesariamente por Dios. El diseño de creación que ha dado origen a
nuestro universo tenía incluso serios factores en contra que hubieran
explicado que Dios nunca lo hubiera emprendido. Dios no tenía por qué
retirarse de la realidad y admitir un silencio difícil de entender;
Dios no tenía por qué permitir el doloroso drama de la historia del que
se le haría responsable; Dios no tenía por qué permitir que hombres que
no eran más que creaturas suyas, se ensoberbecieran hasta el
engreimiento agresivo del pecado frente a Dios.
La voluntad redentora del Verbo hace posible la creación
Sin embargo, Dios emprendió de hecho el diseño de creación que responde
a nuestro mundo real. No podemos dudar de que fue así, porque nos
sentimos de hecho en su interior. ¿Por qué lo hizo? En realidad sólo
podemos atribuirlo a una decisión divina trinitaria: decisión libre
porque nació de la libertad divina que no tenía necesidad de crear este
mundo y decisión graciosa por cuanto suponía un don, regalo o gracia,
concedido por Dios a esta estirpe humana concreta, a saber, la gracia
de llegar a existir y de ser escogida para ser objeto de la llamada
divina a la comunión en el Amor divino. El hombre entra en la
existencia de forma gratuita, como puro don de la Gracia divina. La
estirpe humana no tuvo, por tanto, capacidad de exigir nada: existió
por la decisión gratuita de Dios que escogió el diseño de creación que
nos ha hecho a nosotros posibles. La historia humana es un don de la
Gracia divina.
Esto quiere decir que el acto de voluntad divina para emprender este
diseño de creación, la creación de nuestro mundo, supuso asumir todo lo
que llevaba consigo necesariamente. El acto de voluntad divina
trinitaria que hizo pasar nuestro diseño de creación del No-Ser (de su
existencia sólo como posible en la mente divina) al Ser real es la
Redención: la estirpe humana es rescatada o salvada, redimida, del
No-Ser por la voluntad divina que asume la decisión de crear este mundo
de los hombres, tal como realmente es, con sus virtudes y con sus
defectos. Al hacerlo asume todo lo que ese mundo supone: la ausencia,
lejanía y silencio-de-Dios, ante el conocimiento y ante el drama de la
historia, la angustia del sufrimiento real de la historia, personal y
colectiva, la libertad humana radical hasta sus últimas consecuencias
que harían posible el pecado humano, su consumación de hecho y su
enseñoramiento de la historia, así como su perdón.
Nuestro mundo existe porque Dios se avino al estado de cosas que
supondría, y en ello consistió la Redención. Si Dios no se hubiera
avenido con el estado de cosas que nuestro mundo supondría, si no se
hubiera avenido con la libertad radical y con el pecado, haciéndolo
posible y perdonándolo, entonces nuestro mundo no habría sido redimido
y no existiría, no habría pasado del No-Ser al Ser. Habría sido sólo
una posibilidad en la mente divina. El universo creado nació de la
libre voluntad divina. Es la Redención en sentido cristiano.
Jesús de Nazaret ha proclamado la existencia de un Dios Personal, de
esencia trinitaria, que debió de deliberar desde su eternidad sobre el
diseño de creación que debía emprenderse como escenario para la
integración del hombre en la vida divina. El atisbo del perfil
ontológico y personal de cada una de las tres Divinas Personas, dentro
de la Unidad Trinitaria solidaria en todas las decisiones divinas, de
acuerdo con la doctrina de Jesús, presentaba al Hijo de Dios o Verbo
Divino como la personalización trinitaria de la Sabiduría, al igual que
el padre personalizaba el Ser Fundamental y el Espíritu Santo el Amor
interno de la esencia divina. Por ello, la doctrina de Jesús proclamó,
como se recoge en el kerigma cristiano, que la obra redentora asumida
desde siempre por la Trinidad Solidaria estuvo, sin embargo,
personalizada en la decisión de la eterna Sabiduría del Verbo. La
creación fue posible por la decisión redentora del Verbo que, como
Sabiduría Divina, asumió aquel dramático diseño de creación que
constituiría nuestro mundo, cargando con todas sus consecuencias
dramáticas, especialmente el pecado que se produciría y su perdón.
El eterno designio redentor: la condición humana y la religión radical
El Dios de que nos habla Jesús de Nazaret es un Dios en cuyo eterno
designio creador se ha contemplado lo que constituye la condición
humana que da sentido a la historia real. El Dios de que Jesús habla es
un Dios que es consciente de que la condición humana creada se debate
ante la incertidumbre del silencio divino, ante el conocimiento y ante
el drama de la historia. Esta condición es la que lleva a que la única
religión posible desde el interior del universo creado, como hemos
explicado, sea la creencia y la esperanza en un Dios oculto y
liberador. Religión radical que como universal religioso, o como
religión universal, constituye la quintaesencia de todas las grandes
religiones, mayores y menores, que, como humus básico que produce la
diversificación de sus historicismos, pertenece siempre a la esencia de
toda religión. Es lo que todas las religiones tienen de básico y común,
siendo por ello lo universal religioso. Pues bien, Jesús habla de un
Dios que conoce el drama del universal religioso en el hombre y que Él
Mismo, como Dios, al crear, está sintiéndose afectado por este mismo
drama (en sentido analógico). El Dios del cristianismo es siempre
sabedor de la condición humana, de la religión radical, y se nos
muestra conocedor de la realidad de nuestro mundo de experiencia. Es un
Dios armónico con la realidad.
En realidad, para entender qué es el cristianismo, estamos jugando con
tres factores: a) el Dios Trinitario (el eterno designio deliberado en
la mente divina), b) el hombre real (que debate el sentido de su vida
ante el dramatismo del enigma del universo y del enigma del drama de la
historia) y c) Jesús de Nazaret, el Cristo (que en un momento del
tiempo manifiesta y realiza, como veremos, el eterno designio divino).
En estos tres niveles resuena un mismo tema: el desconcierto de la
existencia humana ante el enigma del universo y ante el enigma del
drama de la historia. El Dios Trinitario debió de ponderar la creación
de ese universo dramático y, en su voluntad de admitirlo y emprender la
creación, lo redimió del No-Ser. El hombre debate su apertura o
cerrazón a Dios ante el dramatismo de ese universo. Jesús de Nazaret,
el Cristo, manifiesta y realiza en la historia la decisión del eterno
designio divino de asumir el “dramatismo” del universo en la creación.
No le fue fácil a Dios, sin duda, podemos conjeturar analógicamente, la
decisión de crear un universo dramático como el nuestro. El hombre
entiende desde el interior del mundo que, en efecto, no es fácil asumir
que existe un Dios que ha creado este universo dramático. Así, el tema
esencial de la religiosidad humana es el mismo tema del eterno designio
trinitario del Dios del cristianismo. La religión radical no puede sino
nacer desde la experiencia existencial de todo hombre ante el
dramatismo del universo y ante la intuición de que ser o no ser
religioso depende por ello de creer o no creer en un Dios oculto y
liberador. El dramatismo de la vida humana es el dramatismo de la
creación divina.
¿Por qué Dios asumió su eterno designio redentor?
La esencia del cristianismo, por consiguiente, no es ser un
particularismo o un historicismo religioso (aunque la religión
cristiana, en sus diversas iglesias, tenga también sus historicismos
propios). Su esencia es el dramatismo del universo que constituye la
esencia del universal religioso y de la religión universal.
Antes lo hemos respondido, pero podemos ahora recordarlo. En principio,
como decíamos, la voluntad de Dios en la creación es hacer a la
creatura partícipe del Amor Trinitario de Dios mismo. Por ello, es
legítimo conjeturar que la mente divina pretendió crear seres
enriquecidos en su condición de creaturas para integrarse en la vida
divina, digámoslo así, con una profunda melodía existencial altamente
cualitativa. Por ello, Dios debió de contemplar, admirar y, por ello
mismo, querer la melodía existencial que debía producirse en los seres
humanos que deberían construir su apertura a Dios, en dignidad y
libertad, desde el dramatismo profundo de la historia humana. Por esto
amó Dios a la estirpe humana: por eso la Redimió en el eterno designio
divino y por eso emprendió la creación del universo, a pesar de su
dramatismo. Sobre esto deberemos todavía seguir reflexionando con mayor
precisión en lo que sigue.
Jesús, el Enviado, el Cristo: la presencia de Dios en la historia
El Dios de Jesús de Nazaret asume y desborda el logos de la
religiosidad radical del hombre. Nos permite valorar e interpretar la
realidad que todos vivimos, pero contemplándola desde una profundidad
sorprendente, insospechada y no previsible desde nuestra condición
humana. ¿Quién podría prever que el Dios real es un Dios Amor que crea
al hombre para hacerlo partícipe de su vida divina? Sólo decirlo parece
casi inverosímil. Sin embargo, ese es precisamente el Dios del que
habla Jesús, aunque nos sorprenda. Es el hecho de que parte el
cristianismo, después de oír y aceptar la doctrina de Jesús. Pero,
además, ese Dios es todavía mucho más sorprendente, maravilloso y casi
increíble. La realidad trinitaria de Dios desborda, ciertamente, lo que
nuestra razón natural podría prever. Pero, es que todavía nos
sorprendemos más, y nuestra razón queda incluso más desbordada, al
considerar todo lo que supone el Misterio de Cristo.
Lo dicho hasta ahora sobre la naturaleza de un Dios Trinitario, sobre
la mente divina que ponderó la creación de un universo dramático, el
eterno designio de Redención asumido por el Verbo divino, sobre el Amor
comunicativo de Dios que buscaba la filiación divina de la estirpe
humana, entre otras consideraciones expuestas, es una especulación
filosófica y teológica (hermenéutica desde la modernidad) construida a
partir de la imagen de Dios, y de su proyecto creador, tal como se
contiene en la doctrina de Jesús de Nazaret. Cristo, todo Él, en sus
palabras y en sus obras, es un desvelamiento sorprendente de la imagen
eterna de Dios y de su proyecto creador. Lo dicho hasta ahora es parte
de esa imagen de Dios en Jesús. Pero debemos todavía conocer otros
aspectos de la Revelación en Jesús, tal como el cristianismo entiende
en el kerigma, que todavía llevaran nuestro asombro hasta niveles mucho
más altos.
La raíz esencial de cuanto dice Jesús acerca de Dios consiste en su
condición de Dios Amor. La esencia ontológica personal del Dios
Trinitario de Jesús es el Amor. En la expansión comunicativa de ese
Amor es donde nace la voluntad divina de creación: Dios quiere
comunicar a la estirpe humana su Amor, de tal manera que el hombre se
haga partícipe de la vida divina. Por más sorprendente que parezca, el
Dios de Jesús nos habla de ese proyecto de comunicación al hombre. Un
proyecto insospechado y sorprendente que amplía el deseo natural de
liberación de que antes hemos hablado.
El misterio de la Encarnación
Pero todavía hay muchísimo más: ese Dios Amor que diseña su proyecto de
comunicación al hombre, hasta tal punto lo contempla, lo admira y lo
quiere (lo ama) que diseña un plan para introducirse Dios mismo en la
historia humana con el doble objetivo de unir con Dios más
estrechamente a la humanidad y de manifestar y realizar el eterno
designio de Redención en un momento del tiempo, dentro de la historia
humana en el universo. Aquí es donde la doctrina de Jesús sobre sí
mismo entra en un terreno casi inverosímil.
Jesús de Nazaret, en efecto, se presenta a sí mismo como el Hijo de
Dios, el Verbo o Sabiduría de Dios que existe en la eterna unidad
trinitaria de Dios. Jesús es, pues, verdadero hombre y, al mismo
tiempo, verdadero Dios. Tiene dos naturalezas perfectas: perfecto
hombre y perfecto Dios. Pero, sin embargo, Jesús tiene sólo una
condición personal. En Jesús sólo hay una persona y esta es divina.
Jesús es, por tanto, Dios. No existe una persona humana, sino que en
Jesús existe sólo una única persona divina, aunque en alguna manera la
persona del Verbo se haya hecho hombre, sea un hombre real y tenga la
sensibilidad que acompaña a la naturaleza humana. Por ello cuando nos
dirigimos a Jesús lo hacemos sólo al Dios único, al Verbo de Dios,
aunque Jesús haya asumido perfectamente la naturaleza humana.
Igualmente, cuando Jesús habla es el único Dios el que se dirige a
nosotros, aunque lo haga poniendo en juego su condición de hombre. No
hay un Yo puramente humano en Jesús: su Yo es sólo divino.
Este es el Dios de Jesús, un Dios trinitario, cuya segunda persona, el
Verbo, se ha hecho hombre en Jesús mismo. Así se presenta Jesús a sí
mismo de forma cuanto menos sorprendente e incluso casi inverosímil,
difícil de creer. Este asumir la condición de hombre, de una forma
íntegra y perfecta, es lo que el cristianismo, siguiendo a Jesús de
Nazaret al hablar de sí mismo, ha entendido como el misterio de la
Encarnación. El Dios de Jesús es un Dios que se encarna y se acerca al
hombre desde nuestra condición humana. Sin embargo, este hecho
“extraño” (que Dios se haya “encarnado”) es esencial para entender la
esencia del cristianismo y su armonía con el universal religioso o
religión radical.
Desde el momento en que ser cristiano consiste en adherirse a la
persona y a la doctrina de Jesús de Nazaret, es la confianza en su
autoridad la que mueve a creer el mensaje de Jesús. Un contenido
esencial de este mensaje es el anuncio de su condición divina. Pero
reflexionemos. ¿No es inmensamente difícil de entender que exista un
universo y que, más bien, no exista la Nada? ¿Acaso el ateísmo entiende
por qué existe el universo o, más bien, no existe? ¿Acaso los hombres
religiosos, en las más variadas religiones, entienden cómo nace el
universo de la ontología divina y cómo la presencia de Dios abarca por
dentro holísticamente la totalidad del universo? El hombre no conoce la
esencia del universo y se ve obligado a vivir en un marco borroso de
casi desconocimiento metafísico de la esencia de las cosas. Lo único
que el hombre puede hacer, de momento y así ha sido durante la
historia, es aceptar creencias que sean verosímiles, y en lo posible
creer las que presentan una mayor verosimilitud. El conocimiento
humano, en todo, se mueve siempre dentro de la precariedad.
Como veíamos, para la razón natural, es verosímil el teísmo, pero es
también verosímil el ateísmo. Para el hombre que acepta como
verosímiles enigmas tan grandes como el teísmo o el ateísmo, y supuesto
que admitiéramos que Dios existe y es el omnipotente y omnisciente
creador del universo, ¿acaso no tiene entonces una verosimilitud
admisible, para el que confía en Jesús de Nazaret, admitir que Dios se
ha hecho hombre? Ciertamente, ¿quién puede poner en duda que sea
verosímil que un Dios, fundamento del Ser y creador del universo, haya
encontrado el camino para hacerse hombre, encarnarse, y hacer posible
la única persona divina de Jesús, que armoniza, en forma que
desconocemos (como otras muchas cosas), la naturaleza humana y la
naturaleza divina? ¿Qué es más difícil de emprender, la creación del
universo o la manifestación de la persona del Verbo en una naturaleza
humana? Digo esto sólo para advertir que el misterio cristiano de la
Encarnación del Verbo Trinitario de Dios en Jesús es ciertamente
difícil de entender. Incluso, dicho con más radicalidad: es
ininteligible para nosotros que desconocemos la ontología profunda del
universo y de Dios. Pero que sea difícil de entender no significa que
no sea verosímil aceptarlo, supuesta la conciencia humana de la
precariedad del conocimiento, así como la confianza en el poder de Dios
y en la autoridad de Jesús, a las que el cristiano vive adherido por la
fe. En realidad, nuestra vida se construye sobre la aceptación de
enigmas y misterios que también desbordan absolutamente y que, sin
embargo, consideramos como verosímiles.
La cercanía de Dios en Jesús, unido a la humanidad por la encarnación
A Dios, ciertamente, nadie lo ha visto nunca. Sin embargo, el Dios de
Jesús, como Verbo encarnado, si realmente Jesús es persona divina, como
anuncia el mismo Jesús y creen los cristianos adhiriéndose a su
doctrina, nos ha hablado directamente por medio de su Hijo, el Verbo
divino. Las creencias religiosas del cristianismo tienen tal
envergadura que parecen desbordarnos. Es como cuando nos dicen que tal
galaxia está a tantos millones de millones de años luz: lo oímos pero
no somos capaces de asimilar lo que en realidad significa. Lo mismo
pasa con el hecho de que Dios se haya encarnado: lo oímos, pero es como
si nos desbordara. Si se entendiera lo que quiere decir probablemente
deberíamos sentir escalofríos de admiración, de emoción y de
reconocimiento del alcance del amor de Dios y de su interés por la
estirpe humana. Nos deja perplejos el Amor de Dios al hombre.
Podría pensarse que el Dios Trinitario ha emprendido la creación, pero
le cae lejana y es marginal en la vida divina. Sin embargo, cuando
vemos que el Dios Amor ama tan de veras a la estirpe humana que se
encarna para unirse a la humanidad, manifestando y realizando el plan
de Redención del eterno designio divino, quedamos perplejos por lo que
significa para el amor comunicativo de Dios crear a la humanidad y
poner en el amor que podría generarse en el hombre tanta expectativa
divina. Así amó Dios al mundo (al hombre) que emprendió la creación y
se encarnó para unirse como Dios a la humanidad misma.
No debe pasar desapercibido que, desde el momento en que admitimos como
real, por la adhesión a Jesús, que el Verbo divino se ha encarnado en
Jesús, estamos admitiendo que Dios mismo se ha unido ontológicamente a
la creación de una forma muy especial y nueva: la persona divina de
Jesús tiene una naturaleza humana que, de forma extraña y misteriosa,
está ya unida a la vida trinitaria de Dios. Dios es hombre, asume
nuestra naturaleza, y podemos así llamarnos hermanos de Jesús, además
de creaturas o hijos de Dios Padre como fundamento y origen del Ser.
Todo esto, además, nos hace ponderar la altura y la profundidad del
misterio del Amor comunicativo de Dios que se compromete con el
universo hasta el punto de la Encarnación, haciendo posibles niveles
cualitativos muy profundos en la hermandad y en la filiación divina.
Decíamos que a Dios nadie lo ha visto, pero la Encarnación del Verbo en
Jesús ha hecho históricamente posible que una Persona Divina, la
Sabiduría divina, se dirigiera a nosotros y nos hablara. La predicación
de Jesús durante los años de acción antes de su muerte, fue realmente
palabra del Dios Trinitario, dirigida a nosotros por la persona divina
de Jesús. Cuando Jesús hablaba actuaba por su naturaleza humana, pero
la persona que hablaba con lenguaje humano adecuado a su tiempo era
Dios, la persona del Verbo encarnado. Por ello, el Dios de Jesús se
muestra como un Dios que deja el pedestal de su ontología divina eterna
y se hace cercano a la humanidad, hablándonos desde nosotros mismos.
Dios se ha hecho uno de nosotros, nuestro hermano y nos habla con
palabras que se nos presentan nuestras. No sólo esto, sino que en Jesús
el Dios Trinitario nos habla humanamente como Padre, como Hermano y
como Amor. En la Palabra de Jesús Dios mismo se ha hecho cercano e
inteligible, a través de la naturaleza humana de Jesús que habla desde
su sensibilidad de hombre a la nuestra de forma directa e inmediata.
Esta es la forma de pensar cristiana que se acepta desde la fe, pero
que debe ser considerada objetivamente por la increencia.
La Voz de Dios en Jesús es armónica con la Voz de Dios en la Creación
Al hablar de la manifestación de Dios mismo como persona en Jesús,
podría quizá malentenderse que Dios, en Jesús, ha desvelado los enigmas
de la realidad del universo en que el hombre se halla inmerso por su
condición natural. Pero las cosas no son así. Dios, al encarnarse en la
persona de Jesús, oculta lo que podríamos llamar la Gloria o Esplendor
ontológico de la Divinidad. Jesús es ya, desde la encarnación misma, un
Dios que se ha vaciado de su esplendor divino impositivo y se nos
muestra en forma kenótica, abajado hasta la condición humana y sólo se
dirige a nosotros desde ella. La Voz del Dios de la Creación, como
hemos visto, es la Voz de un Dios que crea la incertidumbre metafísica
por su ausencia del mundo en el silencio ante el conocimiento y ante el
drama de la historia. Es la Voz de un Dios Creador que ha producido un
estado de cosas, un escenario mundano, en que el hombre que cree en
Dios debe hacerlo por la creencia en un Dios oculto y liberador. El
Dios de la Creación es un Dios humillado y ese Dios es el mismo que se
manifiesta por la humillación de la Encarnación. Dios, por su
encarnación en Jesús, no rompe el ocultamiento divino, ya que la misma
encarnación es una forma de ocultamiento o kénosis de la Divinidad.
Jesús y la encarnación son un ingenio divino para hacer posible una
comunicación que no rompa el ocultamiento universal de la Divinidad.
Por ello, Jesús no es sino una nueva acción de Dios en la historia para
impulsar la voluntad humana hacia la creencia en el Dios oculto y
liberador. Así, quienes escuchan a Jesús, adhiriéndose a su persona y a
su doctrina, creyendo en el Dios del que habla Jesús, no hacen otra
cosa que aceptar la esencia misma de la religión radical, es decir, el
universal religioso, la creencia en el Dios oculto y liberador, por
encima de su lejanía y de su silencio.
El Misterio de Cristo, su Muerte y su Resurrección
Jesús, como Hijo de Dios, se presenta como el Cristo, el Mesías, el
Enviado por Dios para dar cumplimiento a la Promesa de Bendición hecha
al patriarca Abrahán, y a todos los linajes de la tierra, así como para
anunciar la forma en que se realizará. Los israelitas estaban esperando
durante siglos la llegada del Cristo, del Mesías liberador de Israel.
El mensaje de Dios en Jesús va a confirmar, en efecto, que Dios es fiel
a la Promesa hecha a Israel y, además, a explicar de qué forma cumplirá
Dios su compromiso en la Alianza. Por tanto, el plan de Dios escondido
desde siempre en la mente divina, se va a hacer patente en Jesús. En la
doctrina de Jesús se explicará por qué Dios ha hecho el universo como
realmente es y cuáles son los planes de Dios para la salvación del
hombre, es decir, para establecer con la estirpe humana un proyecto, al
mismo tiempo, de hermandad y de filiación divina. En Jesús se
manifiesta el eterno designio divino que supone el cumplimiento de la
Alianza con Israel y, al mismo tiempo, además, el conocimiento
definitivo de que la salvación ofertada por Dios para entrar en la
filiación divina se extiende también a todos los hombres. ¿Cuál es
entonces el eterno designio divino de la Creación? ¿Cuál es el plan de
Dios para la salvación del hombre?
El creyente cristiano, adherido a la palabra de Jesús de Nazaret, cree
que los planes eternos de Dios en la creación se han manifestado y
hecho patentes en Jesús. Es evidente que, si Jesús era Dios, sus
palabras, en la predicación de su vida pública, comunicaban lo que Dios
quería decirles a los hombres. Pero el hecho es que Jesús proclamó que
Él Mismo, con sus palabras y con sus hechos, constituía la
manifestación a los hombres del designio divino en la creación del
universo y en sus planes para la salvación del hombre. ¿Qué quería esto
decir?
El eterno designio divino revelado en Jesús
De forma enigmática, en el fondo no bien comprendida por quienes lo
escuchaban, remitía Jesús constantemente al misterioso acontecimiento
futuro de su Muerte y Resurrección como clave que debería permitir el
entendimiento final de su doctrina y de su mensaje esencial a los
hombres. Ciertamente, el hecho de la Encarnación manifestaba ya una
actitud de Dios: la unión a la humanidad en la forma del anonadamiento,
de la kénosis de una Divinidad que se abaja, humilla, se anonada,
abandona la Gloria divina, y se presenta a los hombres en forma humana.
De ahí la cercanía de Dios en Jesús y en la palabra que comunicaba el
mensaje mismo de Dios. Pero el hecho es que Jesús, durante su mantenida
comunicación de años en la predicación ante Israel, anunció
repetidamente que debía morir y resucitar al tercer día, de manera que
se manifestara y se realizara el eterno designio divino, la misión del
Padre para la que se había encarnado y que debía culminar en su Muerte
y Resurrección.
Es algo extraño que Jesús anunciara que Él Mismo era el mensaje que
proclama el eterno designio divino. Él Mismo en su condición divina y
en el devenir de las circunstancias de su vida. Jesús, en sus palabras
y en sus hechos. Sus palabras no eran ajenas a los hechos porque
estaban en armonía con ellos. Sus palabras desvelaban el sentido
cósmico y universal de su vida. Desde el hecho germinal de la
Encarnación hasta su Muerte y Resurrección, acompañado todo ello por su
palabra, la historia de Jesús, Hijo de Dios, muestra la extraordinaria
coherencia que desvela el sentido de la creación, el plan de Dios y las
razones por las que Dios se inclinó a crear este mundo que tenía tanto
en contra para no ser creado. El mensaje de Dios en Jesús nos dice,
como vamos a ver, que el Dios real es un Dios que, en la historia, ha
aceptado pasar por el momento de su ocultamiento, de su kénosis, como
manifiesta inicialmente en la Encarnación y terminalmente en la Muerte
de Cristo. Pero que ese mismo Dios es el Dios que se manifestará como
Dios liberador final de la historia humana, como se anticipa por la
Resurrección.
De esta manera, la Muerte y Resurrección de Cristo, nos dicen que el
Dios real es, en efecto, el Dios que ha creado el universo aceptando su
ocultamiento, su kénosis ante la historia humana, su ausencia del mundo
por su silencio ante el conocimiento y por su silencio ante el drama de
la historia. El Dios que ha querido crear un escenario de incertidumbre
por el enigma del universo y por el enigma del drama de la historia.
Pero por la Resurrección, en que acaba la historia de Jesús, se nos
dice también que el Dios real, autor de la creación, es un Dios que,
como vemos anticipadamente en Jesús, liberará a toda la humanidad del
enigma del universo, del drama de la historia y de la angustia final de
la muerte. De esta manera, el mensaje de Dios en el misterio de la
Muerte y Resurrección de Jesús, plenificando la historia de sus hechos
comenzada en la Encarnación, es claro: es una revelación que nos dice
que el Dios real es efectivamente aquel mismo Dios al que nos sentimos
impulsados a creer como hombres, el Dios en que podemos creer con
sentido si aceptamos la existencia de un Dios oculto (al aceptarlo
aceptamos el Misterio de la Cruz, del anonadamiento kenótico de Dios en
la creación) y liberador (al aceptarlo aceptamos el Misterio de la
Resurrección que anticipa la liberación final de la humanidad en una
dimensión metahistórica, más allá de la muerte).
El Misterio de Cristo es, pues, el mismo Misterio del eterno designio
creador de Dios. No tenemos acceso a conocer qué fue el eterno
designio, pero lo revela el Misterio de Cristo. Por Jesús podemos
imaginar qué fue el eterno designio en que nació la voluntad divina
redentora que emprende la creación. Por Jesús conocemos que la sospecha
natural que nos mueve a creer en un Dios oculto y liberador, responde
efectivamente al eterno designio divino manifiesto en el Misterio de
Cristo.
La Muerte de Jesús en la cruz
Si Jesús fuera sólo un hombre, entonces su muerte en la cruz carecería
de fuerza. Es precisamente su condición divina lo que le confiere su
fuerza significativa. Jesús, al morir en la cruz siendo de condición
divina, manifiesta y realiza el misterio cósmico de una creación en que
Dios retira su presencia para hacer posible la autonomía y la libertad
de la historia humana. La kénosis de Jesús en la cruz, culminando la
kénosis de la Encarnación, es una proclamación de la kénosis de Dios en
la creación.
Es claro que cuando Jesús muere realmente –y se habla de ello en la fe
cristiana que constata la muerte real de Cristo y recuerda que Jesús
anunció su muerte repetidamente–, no quiere decirse que Dios muera en
su condición divina, en la naturaleza divina que Cristo posee. En Jesús
muere sólo la naturaleza humana de una persona divina. En este sentido,
y sólo en este, la naturaleza humana de Cristo muere en la cruz y por
ello muere Dios mismo. Cristo, como encarnación del Verbo, muere y por
ello muere una persona divina que acepta la kénosis o anonadamiento
final, hasta la muerte, de su naturaleza humana. Al morir Cristo
pervive el Verbo, pero Cristo muere realmente. Por la muerte de su
naturaleza humana, Cristo se hundió en las profundidades abismales de
la oscuridad de la tierra en que se han hundido irremisiblemente todos
los seres humanos de la historia. Jesús no siguió un camino distinto a
los demás hombres, entrando en el dominio de la muerte. Por la
Resurrección el cuerpo de Jesús será salvado de las tinieblas mortales
de la tierra para entrar en la nueva dimensión gloriosa preparada por
Dios, y con Él hará salir también de las tinieblas a todos los hombres
cuya esperanza natural hubiera sido sólo la oscuridad, o todavía peor,
la aniquilación absoluta, del Sheol o los infiernos.
La muerte de Cristo en la cruz, como persona divina en su naturaleza
humana, puede manifestar la kénosis de la Divinidad en la Creación, al
elegir un diseño de creación como el nuestro, sólo porque la persona de
Cristo es, en efecto, divina. Si Cristo, aun asumiendo tanto su
naturaleza humana como su naturaleza divina, no fuera realmente una
persona divina, entonces se desmoronaría la esencia del mensaje
cristiano. Perdería su fuerza y su sentido cósmico, su significación
profunda para explicar el sentido religioso del universo y su armonía
con la religión natural, es decir, con el universal religioso. Si
Cristo no fuera Dios, no habría conexión del cristianismo con el logos
religioso de la realidad.
Lo que Dios ha querido manifestarnos en la muerte de Jesús en la cruz,
es la voluntad divina de aceptar su kénosis o anonadamiento en la forma
de creación del universo. La cruz revela la eterna voluntad kenótica
del Dios trinitario y en ello tiene toda su fuerza. Pero la profundidad
de esta kénosis, en el universo y en la cruz (que son la misma kénosis
divina), se manifiesta en el dramatismo del silencio divino ante el
conocimiento humano y ante el drama de la historia. El dramatismo que
vemos en el universo creado –el enigma del universo y el enigma el
sufrimiento– es el mismo dramatismo que vemos en la Cruz. En el
Misterio de la Cruz, Dios, intencionalmente, ha querido que se
manifestara el dramatismo mismo que Dios ha asumido en la acción
creadora del universo. En la cruz vemos que Dios, el Verbo divino, la
persona de Cristo, acepta el drama de su silencio en el universo y el
drama de su silencio en el drama de la historia. Así lo manifiesta en
la Cruz que es, al mismo tiempo, aceptación de la humillación kenótica
ante la libertad humana que niega a un Dios que oculta su Gloria y ante
el sufrimiento humano que reniega de un Dios benevolente. La kénosis
revela que Dios asume en la creación la libertad y el sufrimiento, con
todas sus consecuencias; pero muestra también que Cristo representa al
hombre perfecto que, en el enigma del universo y en el enigma del
sufrimiento, se abre a Dios y lo acepta en libertad. Cristo, asumiendo
la kénosis de su Divinidad, muestra el camino de todo hombre hacia
Dios: aceptarlo desde el silencio kenótico de Dios ante el conocimiento
y ante el sufrimiento.
Silencio cósmico ante el conocimiento y silencio ante el sufrimiento
A. La Cruz, en primer lugar, muestra la humillación del silencio
cósmico de Dios, al no imponerse al hombre por un conocimiento
inapelable, permitiendo la libertad y el pecado en la estirpe humana.
Al morir en la cruz, Jesús muestra su impotencia ante la libertad
humana que no lo acepta y lo lleva a la cruz. Esta impotencia es real
porque Dios no impone su presencia divina, sino que la oculta en la
impotencia de Jesús. La impotencia del Dios crucificado muestra la
impotencia de Dios en la creación y en la historia cuando la libertad
humana se debate en la duda del silencio de un Dios al que no vemos y
que es de hecho negado y escarnecido por el pecado. La cruz nos dice
que el Dios real sabe que el universo creado es un universo que refleja
la ausencia divina y su impotencia ante el curso inexorable de la
historia humana. La impotencia de Jesús para no sobreponerse a la cruz,
que podría dominar con la manifestación de la Gloria divina de su
persona, es la impotencia asumida para no sobreponerse a la libertad
humana en la historia del mundo creado. La cruz muestra la impotencia
de Dios ante un hombre libre, pecador, que produce por su conocimiento
un mundo sin Dios, en último término un mundo de pecado que no reconoce
la presencia divina. La cruz es la humillación de un Dios que calla en
el enigma del universo y ante la libertad humana.
B. Pero la Cruz, en segundo lugar, muestra también la impotencia de
Dios que está en silencio ante el drama de la historia, en el
sufrimiento por el Mal ciego y por la perversidad humana. Es la
impotencia que Dios ha asumido en la historia real de los hombres, en
aquellos momentos en que se produce el sufrimiento personal hasta la
agonía mortal que destroza inmisericorde la vida y en el drama de la
historia que lleva a trastornos colectivos inimaginables. Dios calla,
permanece lejano y en silencio, ante el sufrimiento y la perversidad
humana. Cabe pensar que este silencio no le resultó fácil a Dios cuando
la mente divina, tal como decíamos antes, debió de considerar el diseño
de creación que debía elegir como medio para comunicarse a los hombres.
Eligió este diseño porque debió de considerar que era el que confería
mayor grandeza a la condición humana. Pero no le debió de resultar
fácil mantener el silencio ante el hombre que busca la verdad por el
conocimiento (enigma del universo) ni mantener el silencio ante el
hombre que clama angustiado ayuda en el sufrimiento desgarrador que
atraviesa (enigma del sufrimiento). Dios debió de sufrir por el
sufrimiento humano, naturalmente al modo propio de Dios. Sin embargo,
no cabe duda de que el Dios Encarnado, Jesús de Nazaret, al morir y
sufrir, quiso comunicarnos que en la cruz Dios asumía el sufrimiento y
el drama de la historia. El mismo Jesús sufría identificado con el
sufrimiento de los hombres. Pero en su proyecto de comunicación al
hombre en el Misterio de Cristo, Dios no tenía por qué emprender
necesariamente el camino de muerte ignominiosa y sufriente en la cruz,
que asumió sin atenuantes, en toda la fuerza de la naturaleza humana
que Cristo poseía íntegramente.
El Misterio de Cristo, signo de solidaridad divina con la estirpe humana
Por ello, en la cruz, Cristo no sólo muestra el silencio cósmico de
Dios ante el conocimiento, renunciando a la imposición de su presencia
divina inapelable, sino también el silencio ante el sufrimiento que
invade la naturaleza humana de Cristo y que asume todo el drama de la
historia. El dramatismo que ha afectado a Dios en la creación (hablando
analógicamente), es el mismo dramatismo que el hombre vive al aceptar a
Dios desde la experiencia de su silencio cósmico. En el Misterio de
Cristo es donde resuenan con toda su fuerza divina y humana la
teodramática que llevó al Dios trinitario a la creación y la
teodramática que lleva al hombre hacia Dios.
En este sentido, Cristo se solidariza con un hombre abandonado por un
Dios que se oculta y por un Dios que permanece impasible ante el
sufrimiento humano. Jesús, en su naturaleza humana, tiene la
experiencia personal de sentirse como todo hombre abandonado por la
ausencia de Dios ante el drama de la cruz, lo asume y desde la
impotencia divina sigue instalado en el amor de Dios. En alguna manera,
como todo hombre religioso, sigue instalado en un Dios ausente, lejano
y en silencio. Cristo al asumir el sufrimiento de la cruz parece
querernos mandar el mensaje de que Dios conoce el sufrimiento humano y
no es impasible ante él. Cristo se identifica con la humanidad
sufriente, puesto que él mismo sufre como hombre en la cruz, y señala
el camino que debe seguir todo hombre, abriéndose a la creencia y a la
confianza en un Dios oculto y liberador. Dios en la Cruz proclama que
el diseño kenótico de la creación responde a un plan de salvación
dirigido a la grandeza de la santidad humana. Jesús, única persona
divina, atraviesa en su naturaleza humana el calvario de toda
existencia humana: a saber, la angustia ante el ocultamiento de la Dios
en el universo y la impotencia divina ante el sufrimiento.
La Resurrección de Jesús
Pero el Misterio de Cristo no sólo es la Muerte en la cruz, sino la
Resurrección gloriosa. Jesús había anunciado ya que el Hijo del Hombre
debía morir y resucitar a los tres días, siendo este misterio de
muerte-resurrección la misión que el Padre le había encargado y que
debía manifestar a los hombres el eterno designio divino en la creación
del mundo para la salvación del hombre. Si se considera la historia de
la especie humana en su conjunto, el momento de la Muerte en cruz
significa el tiempo en que Dios se oculta y deja abierta la libertad
humana, para la santidad (aceptación de Dios) o para el pecado (rechazo
de Dios). Pero el momento de la Resurrección significa el tiempo en que
el Dios Glorioso se manifestará como liberador de la historia. La
historia de la estirpe humana no se cierra, pues, con el abandono de
Dios en la historia, con la cruz, sino que se completa finalmente con
la manifestación del Dios que salva y libera a la estirpe humana,
cumpliendo sus esperanzas ancestrales en la resurrección.
El Misterio de Cristo es así el misterio que Jesús recorre como hombre
que, al mismo tiempo, es Dios. Representa el término de la vida de un
hombre, el hombre por excelencia, de acuerdo con el plan de Dios. Jesús
debe pasar por el momento de la muerte, en que culmina el abandono de
Dios que nos olvida también en el sufrimiento final; y todo hombre debe
pasar también por la muerte que significa caminar la vida en la
incertidumbre hasta llegar al final. Pero Jesús pasa también por el
momento de la Resurrección en que el Dios, que el mismo Jesús es, se
sobrepone a la muerte que ha padecido como hombre, lo resucita, lo
salva y lo libera haciéndolo entrar de nuevo en la vida, pero una vida
gloriosa; y todo hombre, que quiera integrarse en la vida divina,
deberá pasar también por la misma experiencia de muerte y de
resurrección para ser salvado y liberado por Dios. Jesús asume desde su
condición humana lo que debe ser la vida de todo hombre: el camino por
la muerte que lleva a la resurrección. Jesús es el hombre ejemplar que
anuncia el destino final de la estirpe humana. La existencia de Jesús
muestra, pues, el plan que Dios había establecido en su diseño de
creación. Pero el escenario de vida humana como muerte-resurrección es,
al mismo tiempo, la medida de lo que Dios ha hecho por el hombre y lo
que se proclama en la cruz. Dios asume el momento de su ocultamiento
ante la libertad humana que llevará consigo asumir también un mundo de
sufrimiento y de dolor. Pero en la resurrección es signo de la
liberación final.
Dios no impone su presencia y asume renunciar a su Gloria en el momento
de la historia del mundo para constituir la plenitud de la libertad y
de la dignidad humana, personal y colectiva. El Misterio de Cristo
muestra, al mismo tiempo, por una parte, el Don de Dios que se retira
de la realidad para que su ausencia deje espacio para la historia libre
y autónoma del hombre, y muestra también, por otra parte, la imagen del
hombre perfecto, el hombre Jesús, que desde la angustia del abandono de
Dios y del sufrimiento final de la historia está en las manos de Dios,
confiado en el Dios oculto y liberador. El Misterio de Cristo es, al
mismo tiempo, imagen del gran Don kenótico de Dios en la creación e
imagen del hombre perfecto que se entrega a Dios aceptando ese Don para
ponerse en las manos de Él. Toda la humanidad estaría así recapitulada
en Cristo y en Él tendría su Cabeza. Así lo entiende el cristianismo.
El Misterio de Cristo, respuesta a las grandes preguntas metafísicas de la condición humana
La vida humana, dadas las condiciones de su existencia en un universo
real como el que de hecho constatamos por experiencia, no puede dejar
de debatirse en una molesta incertidumbre metafísica. Por ello, aceptar
o rechazar la creencia religiosa en la metafísica teísta supone, tal
como tuvimos ocasión de discutir, la aceptación o el rechazo de la
creencia y la confianza en un Dios oculto y liberador. Esta contextura
de la condición metafísica que acompaña siempre al ser humano, y que no
puede deshacerse nunca de una inevitable incertidumbre natural, es la
que hace que todos los hombres vivan acompañados de dos grandes
preguntas en que se cifra el enigma ante el que deben tomar posición
para dar un sentido a sus vidas. Estas dos grandes preguntas
existenciales están implícitas en el universal religioso y están
presentes en todo hombre, en el hombre universal. Antes nos hemos ya
referido a estas dos grandes preguntas que cifran el enigma metafísico.
La primera pregunta es: ¿existe realmente un Dios oculto, un Dios al
que no vemos, ausente del mundo en el enigma del universo y del
sufrimiento? La segunda pregunta es: ¿existe un Dios oculto que se
interesa por la estirpe humana y alberga un futuro plan de liberación?
En definitiva, ¿existe un Dios oculto y liberador? La incertidumbre que
producen estas preguntas llena la vida individual y se extiende a la
sociedad misma en la cultura de la modernidad. Son preguntas
universales que anidan ya en la conciencia del hombre universal, al
verse ante el enigma del universo y preguntarse intuitivamente si ese
fondo mistérico del universo pudiera ser un ser personal que, entonces,
estaría oculto y en silencio; preguntándose al mismo tiempo si ese
mistérico Dios oculto podría albergar alguna intención de salvación y
benevolencia para con el hombre.
Pues bien, el Misterio de Cristo es una respuesta dada por el Dios de
Jesús de Nazaret a estas dos grandes preguntas metafísicas que brotan
inevitablemente de la condición humana y la llenan de incertidumbre. Es
una respuesta introducida en la historia a través de Jesús y, por ello,
no es una respuesta que rompa el enigma del universo y la incertidumbre
en que se debate la vida natural del hombre. Es una respuesta que se
ofrece a través de la doctrina de quien al presentarse como hombre,
asume ya la kénosis divina. Sólo quienes creen en Jesús ven en el
mensaje que transmite la respuesta integral a los cuestionamientos de
la condición humana. La imagen de Jesús, como persona divina muriendo
en la cruz, responde a la pregunta de si el Dios real ha aceptado que
la historia humana deba vivirse en la ausencia de un Dios oculto. Jesús
nos dice, pues, que, en efecto, existe un Dios oculto. Pero la imagen
de Jesús, como persona divina que resucita de entre los muertos siendo
el adelantado de toda la estirpe humana, responde a la pregunta acerca
de si el Dios oculto alberga realmente un plan de salvación del hombre
y liberación de la historia. Jesús nos dice que, en efecto, existe un
Dios liberador. El Misterio de Cristo, en un momento del tiempo del
mundo, nos dice que existe un eterno designio del Dios creador para
ocultarse y para liberar finalmente la estirpe humana.
El logos cristológico del universo creado y de la Redención
El Dios del que habla Jesús de Nazaret fue el comienzo de todo. De la
creación de la materia y del universo, de la vida, del hombre y de la
historia. La creación fue una empresa salida de la condición ontológica
de Dios como Amor, como comunicación de sí mismo. Dios era Amor en su
esencia trinitaria, pero quiso además emprender un proceso de creación
encaminado a hacer a la estirpe humana copartícipe de la comunión de
Amor divino. Nos parecerá verosímil o inverosímil, pero en todo caso es
extraordinario y podemos creerlo o no creerlo. Lo que dice el
cristianismo sobre la esencia divina trinitaria es tan maravilloso que
parece inducirnos a creerlo algo inverosímil, casi imposible de
imaginar. Es del todo sorprendente asumir que la creación se ha
originado en un Amor tan eficaz, inmenso y desconcertante del Dios
trinitario. Pero este es el Dios del que, de hecho, habla Jesús y el
Dios que se proclama en el kerigma cristiano.
La Redención eterna y el logos cristológico
¿Por qué creó Dios el mundo? Parece que su objetivo no podía ser otro
que hacer posible la comunicación con el hombre, de tal manera que la
calidad del Amor Dios/hombre fuera aquella que respondiera a las
expectativas divinas. El hombre debía tener entidad personal,
independencia, ser libre, construir su propia historia creativa y en
ella debía aflorar la relación con Dios como plenitud libremente
asumida y deseada. Debía llegar como hombre a un grado excelso de
santidad que lo integrara con riqueza existencial en la vida divina.
Esta idea de la excelencia de la santidad humana, hecha posible para
todo hombre, debió de estar presente en el momento en que Dios aceptó
un diseño de creación que debía de hacerla posible en grado sumo.
Lo que movió a Dios a crear el mundo que vemos fue sin duda el Amor a
la estirpe humana. La contempló, la admiró y la quiso, la amó. Pero
cuando la mente de Dios decidió la creación de nuestro mundo no sólo
consideró aquellas razones que lo hacían difícilmente aceptable por sí
mismo: un mundo en que Dios, que es la Verdad, debía ocultar la
patencia de sí mismo y hacer posible una historia de pecado y un mundo
en que, para facilitar la apertura del hombre a Dios, debería diseñarse
autónomo y evolutivo con la presencia de la indigencia humana, del
sufrimiento y del drama de la historia. Un mundo de silencio divino en
el conocimiento y en el sufrimiento. En la consideración que movió al
Dios Trinitario a crear un mundo tan problemático se contemplaba
también un plan concebido por Dios para unirse estrechamente a la misma
humanidad, de tal manera que el motivo real para crear no fue sólo el
mundo por sí mismo, sino el mundo enriquecido por el compromiso divino
con ese mismo mundo. Ese plan es el que debía elevar la calidad de la
santidad que se haría posible dentro del mundo, en la historia humana,
y que cumpliría en principio las expectativas divinas. Ese plan era el
Misterio de Cristo y por ello la creación del universo fue asumida por
Dios porque tuvo ante los ojos, desde su eternidad como Dios, el
extraordinario proyecto de compromiso divino con la humanidad que
debería tener lugar por el Misterio de Cristo. Dios creó sabiendo de
antemano el compromiso que Él Mismo adquiriría con la humanidad. Dios
creó una humanidad enriquecida por el Misterio de Cristo.
Todo comenzó, por tanto, cuando el Dios Trinitario contempló un diseño
de creación muy difícil de aceptar por sí mismo (Dios no tenía por qué
aceptar el ocultamiento de su Verdad, ni tenía por qué crear un mundo
de sufrimiento dramático). Sin embargo, la Sabiduría divina, el Verbo
personal del Dios Trinitario, concibió el plan de aceptar la creación
de este mundo. Esta voluntad divina constituyó, a radice, desde su raíz
divina, la Redención ab aeterno del género humano que pasó así del
No-ser a la existencia real. Pero este diseño de creación contempló
también de antemano un plan extraordinario de intervención divina que
elevaría inmediatamente la calidad de aquel proyecto divino (que era el
proyecto de hacer posible una santidad humana que llenara las
expectativas divinas). Este plan contemplaba la Encarnación del Verbo,
la Sabiduría divina que concibió el diseño de creación y lo aceptó al
consumarse la decisión divina de la Redención. En este plan, la Misión
del Padre, del Dios Único en su solidaridad trinitaria, para la
Encarnación del Verbo era doble: unir con Dios al hombre que ya no sólo
sería hijo de Dios por la creación, sino también hermano de Jesús por
la Encarnación, y, al mismo tiempo, manifestar y realizar el eterno
designio de la Redención que daba sentido a la creación. El Misterio de
Cristo era el término final de esta manifestación y realización en un
momento del tiempo del eterno designio redentor del Verbo divino. El
Verbo que asume la Redención por un acto de voluntad trinitaria es la
misma persona que asume en el tiempo la redención eterna, pero uniendo
ahora a la Redención a la humanidad misma a través de la naturaleza
humana de Cristo. Lo eterno del tiempo de Dios en el Verbo trinitario
se manifiesta ahora en el tiempo mundano de Jesús. Pero es la misma
Redención.
Lo que el Misterio de Cristo manifiesta y realiza es el eterno designio
divino para la creación del mundo y para la salvación del hombre: la
eterna voluntad divina de anonadamiento, de vaciamiento kenótico en la
creación, haciendo posible la libertad y el pecado del hombre, tal como
manifiesta en la cruz, y la voluntad divina de salvación emprendiendo
la liberación de la historia, tal como se anticipa por la resurrección
de Jesús. La historia de Jesús, desde la Encarnación al Misterio de
Muerte y Resurrección, explica la razón divina, el logos de la
Sabiduría divina del Verbo trinitario que da sentido a la creación y la
explica. Dios creó por el logos cristológico que es el mismo logos
asumido ab aeterno por la Sabiduría divina del Verbo.
El logos cristológico, la santidad y la creación
Lo que justifica la creación, la razón por la que Dios se decidió a la
Redención y a emprender el diseño de creación de nuestro mundo, fue el
logos cristológico. Dios contempló una creación en que uno de sus
miembros era el mismo Verbo de Dios encarnado. Cuando decimos que Dios
amó al mundo, es decir, amó al hombre, estamos diciendo por excelencia
que Dios amó a Cristo, al hombre perfecto, cuya naturaleza estuvo
totalmente inmersa en la voluntad divina de la persona del Verbo. Dios
amó a la estirpe humana asociada a la Divinidad Trinitaria por la
Encarnación. Cristo es así el Primogénito de la Creación, el hombre
perfecto que realiza por excelencia lo que todos los hombres deberán
hacer realidad en su vida: la aceptación del plan de Dios que se
manifiesta y realiza en el Misterio de Cristo, a saber, transitar
confiadamente como Cristo por el momento de la ausencia de Dios para
ponerse tras la muerte en las manos del Dios liberador anticipado en la
resurrección de Jesús.
Todos los hombres de la historia que se han abierto a la creencia y
esperanza en un Dios oculto y liberador, han aceptado implícitamente el
logos cristológico, el sentido de un Dios que en la creación pasa por
el momento kenótico de su ocultamiento para emprender la liberación
final de la historia. Su historia ha sido difícil, han caminado en la
ausencia de un Dios oculto y han soportado la inmensa tribulación del
sufrimiento y del drama de la historia. Pero el temple de sus
voluntades los ha movido libremente a no desconfiar de Dios y han
creado en su interior la melodía existencial religiosa de la biografía
libre y personal de cada uno de los seres humanos. El hombre perfecto
consumado en Cristo se ha realizado también en ellos por aproximación y
han sido hombres entregados a Dios, como fue la entrega total a Dios de
Jesús, identificado con nosotros en la angustia de la ausencia de Dios
y del abandono existencial en el sufrimiento que culmina en su muerte
en cruz.
Aquellos que se han adherido a la persona de Jesús, aceptando su
doctrina, han tenido ocasión de vivir de una forma especial, más
profunda, su entrega al plan de Dios, creyendo en Dios por la
aceptación del Misterio de Cristo, del Dios oculto que se manifiesta en
la cruz y del Dios liberador que se manifiesta en la resurrección. En
el cristianismo no hace sino alcanzar forma más plena e intensa,
iluminadora, lo que constituye la esencia de la religiosidad humana, a
saber, la creencia en el Dios oculto y liberador. La misma santidad
forjada en el temple de voluntad firme que confía en Dios en todas las
religiones, se hace visible en la santidad de los creyentes cristianos
a lo largo de la historia. Lo que la religiosidad universal no
cristiana hace ya implícitamente adquiere una forma explícita más
profunda en la religiosidad cristiana.
La santidad de Cristo, que tenía asociada la santidad de la humanidad a
lo largo de toda una historia de creencias religiosas, fue sin duda la
causa que movió a Dios a emprender el diseño creador de este difícil
mundo de ausencia de Dios ante el conocimiento y ante el sufrimiento.
Esto equivale a decir que el logos cristológico fue la causa gratuita
de la creación, fue el Don conferido por Dios gratuitamente a la
humanidad. El logos cristológico explica la inclinación eterna de la
voluntad de la Sabiduría divina, del Verbo, a emprender la creación. El
logos cristológico explica la forma de creación de un universo donde la
Divinidad está en apariencia ausente, dominado por el pecado y en que
Dios parece indiferente ante el sufrimiento humano. El logos
cristológico es la razón profunda de la Redención, de la creación de la
libertad humana y del perdón del pecado. El logos cristológico es la
razón profunda de la santidad de quienes, a pesar de la ausencia de
Dios y del sufrimiento, se abren con temple confiado a la fe firme en
el Dios oculto y liberador.
El hombre, naturaleza y Gracia
El logos cristológico explica, por tanto, el acto creador de Dios que
dota al universo de sus propiedades de ambigüedad e incertidumbre.
Explica, además, la naturaleza del hombre en el mundo, así como la
Gracia que le ha sido donada por Dios. Es decir, el Don de una
condición “sobrenatural” que desborda plenamente lo que el hombre
podría ser por su simple naturaleza. Es decir, la eterna decisión del
designio divino de emprender una creación “en” Cristo y “por” Cristo,
es la causa original de la creación y la explicación de las
características intrínsecas de ésta (es decir, de la naturaleza del
universo y de la naturaleza del hombre como parte del universo). El
logos cristológico es la explicación de todo aquello que Dios ha dado
al universo y al hombre como Gracia. Finalmente es la explicación del
plan de salvación diseñado por Dios para la grandeza existencial, la
excelencia en santidad de la estirpe humana, la entrada libre en la
hermandad con Jesús y en la filiación divina en la Vida trinitaria.
Ahora bien, ¿cómo ha sido la creación? ¿A qué características responde?
¿Cómo es el hombre creado por Dios? La ciencia describe de hecho, por
una parte, cómo son el universo y el hombre creados por Dios. La fe
cristiana contiene la imagen del hombre creado por Dios tal como ha
sido revelada por Jesús en su doctrina. La fe admite íntegramente, sin
matices, la imagen del hombre y del universo en la ciencia, porque debe
postular que así es el universo creado. Además, esta imagen natural del
hombre en la ciencia es completamente compatible y armónica con la idea
del hombre presente en el kerigma cristiano que proclama la doctrina de
Jesús de Nazaret.
El hombre natural y la Gracia del Espíritu
Dios ha creado un mundo natural que, a partir del diseño original
establecido por Dios, es autónomo: evoluciona por sus propias leyes a
través de la materia, de la formación del universo, de la vida, del
hombre y de la historia. El hombre forma parte de ese universo creado y
surge por la evolución natural que responde a ese proceso autónomo. El
hombre es “mundo”, es “materia” dentro de un universo monista, una
parte armónica de la creación que responde a las propiedades de ésta,
pero en el grado de perfección que lo hace sobresalir de entre todos
los otros seres creados para hacerse posible sujeto racioemocional de
una apelación divina. Esta apelación en el Espíritu es la que ha
permitido a la teología cristiana hablar de un orden natural
(posibilitado por las facultades racioemocionales del hombre) y un
orden sobrenatural (que incluye la Gracia o llamada interior, gratuita,
sobrenatural, del Espíritu de Dios en el espíritu del hombre).
Este universo, como gran escenario diseñado por Dios para la libertad
humana, permite que el hombre incline su razón y sus emociones hacia un
entendimiento ateo, sin Dios, del universo (Dios, al haber creado el
universo autónomo y evolutivo, ha hecho posible precisamente la
interpretación puramente mundana, sin Dios, cuya posibilidad ha sido
querida por el mismo Dios). Pero sabemos también que este universo
enigmático y en incertidumbre puede igualmente dar pie a que el hombre
se incline por una posible visión teísta del universo, para la que
tiene, ciertamente, argumentos objetivos.
Si hubiera, según lo dicho, una religiosidad natural fundada solamente
en el orden natural, ésta supondría por sí misma un riesgo natural. Es
decir, el riesgo consistiría en que el hombre religioso sabría que, por
sus facultades naturales, no tendría la seguridad de que Dios
existiera, podría “no existir”, y por ello asumiría el riesgo natural
de que Dios no existiera (un riesgo similar sería asumido también por
el ateísmo). Dios, en consecuencia, tampoco se vería por ello obligado
por necesidad, en justicia, a salvar una religiosidad puramente
natural. Podría ignorarla en justicia. El hombre asumiría el riesgo de
que, aun siendo religioso, su existencia tras la muerte fuera la
aniquilación final. Pero el orden sobrenatural deriva de la Gracia de
Dios en el Espíritu, tal como entiende la fe cristiana. El Espíritu de
Dios interpela al hombre personalmente, lo llama, y queda comprometido
con el hombre por esta llamada. La presencia del Espíritu eleva al
hombre real en el mundo a una condición nueva, sobrenatural, que cumple
una función iluminadora importante para entender el kerigma cristiano,
su relación con el hombre real y con la historia.
El hombre, en la Gracia de la Creación
Esto permite entender un principio de la teología cristiana que expone
la idea del Dios de Jesús de Nazaret: la persuasión de que todo es
Gracia y de que el hombre por sí mismo no puede plantear exigencia
alguna a los planes de Dios. Al mismo tiempo, el cristianismo sabe que
esta Gracia, en todos sus niveles, le ha sido concedida al hombre, como
decíamos, “en” Cristo y “por” Cristo, es decir, en otras palabras, la
creación como Gracia ha sido emprendida por el logos cristológico. Sólo
este logos permite entender el sentido de la creación. Dios contempló,
admiró y quiso a una estirpe humana a la que Dios mismo se asociaría
por la Encarnación del Verbo como fundamento de la hermandad con el
Dios trinitario y la filiación divina del hombre. Dios conoció que la
voluntad redentora del Verbo haría posible la creación de ese universo
dramático por el silencio-de-Dios ante el conocimiento y el
silencio-de-Dios ante el drama de la historia. El logos del eterno
designio trinitario es el que se realiza y se proclama en Cristo, de
manera que todo hombre es religioso asociándose a la kénosis del Dios
que asume la humillación de la cruz en la creación y que asume también
el sufrimiento en el drama de la historia. Esa humanidad que debía
identificarse con el Misterio de Cristo y que tendría por ello en
Cristo su Cabeza, asociada a la realidad del mismo Dios “en” Cristo y
“por” Cristo, es la humanidad que Dios contempló, admiró y quiso, a la
que concedió la Gracia de emprender por ella la creación del universo.
Podemos resumir ahora algunas de las manifestaciones de la Gracia de
Dios al hombre, tal como ya han sido comentadas.
a) Es una Gracia la decisión trinitaria del Verbo en la Redención que
conduce a la creación del universo, con la autonomía, dignidad y
libertad que hace posible para el hombre, según el logos cristológico
contemplado por Dios desde la eternidad. Dios conocía el hecho de que
el hombre real pecaría. Por ello, el pecado humano constituyó a toda la
humanidad como pecadora a los ojos de Dios. Por tanto, un solo pecado
hizo a toda la humanidad pecadora, e incluso al universo creado como
tal, porque en ella se producía el pecado, el rechazo de Dios. El
cristianismo vivió en la convicción de que existía un pecado de la
especie, un pecado original de la humanidad. De ahí que, ni la
humanidad, ni ningún hombre individual, por estar afectados todos por
el pecado de la especie, podían exigir de Dios, con necesidad o
justicia, ser creados. b) Es una Gracia el eterno designio divino de la
Encarnación por la que el Verbo se une a la humanidad en Jesús, para
que el Misterio de Cristo realice y manifieste en el tiempo el plan
divino de creación y de salvación del hombre. c) Es una Gracia que el
Misterio de la Cruz asuma el sufrimiento dramático hasta la muerte de
Cristo –sufrimiento que no hubiera sido en absoluto necesario–, pero
que muestra el Amor y la solidaridad trinitaria con la estirpe humana,
asumiendo el dramatismo sufriente de la vida de todo hombre en el
universo. d) Es una Gracia la Encarnación y el Misterio de Cristo que
llevan al envío del Espíritu a la humanidad, tal como se ve en el día
de Pentecostés (posterior a la Pascua en la historia de Jesús). Pero la
Gracia del Espíritu, que en un momento del tiempo acontece en
Pentecostés, es la Gracia que Dios ha hecho ya presente desde el
comienzo de la historia humana anticipadamente y que seguirá haciendo
hasta el final de los tiempos. Esta Gracia no pertenece a la naturaleza
humana creada y no puede ser exigida por ella, ya que es una Gracia
sobrevenida al hombre en el mundo por la libre decisión divina. e) Por
ello, todo hombre, por encima de lo que exige su naturaleza humana,
tiene en su espíritu la Gracia sobrenatural de la presencia del
Espíritu de Dios que apela a la aceptación de Dios, dando testimonio
misterioso o místico de su presencia; por la aceptación o el rechazo de
esta llamada interior o Gracia el hombre es, para la teología
cristiana, santo o pecador y es deudor, en uno u otro sentido, de la
justa correspondencia divina.
La religiosidad humana en la historia
La imagen de Dios y del hombre presente en la doctrina de Jesús de
Nazaret es, por tanto, no sólo una explicación del eterno designio
divino para la creación del universo, sino también una descripción
consecuente del nacimiento y del sentido de la religiosidad humana. No
sólo de la religiosidad cristiana, que nace como la adhesión
existencial a la persona y a la doctrina de Jesús, sino también de la
religiosidad humana natural. ¿Cómo se hace posible y nace la
religiosidad del hombre en la historia? En realidad la explicación dada
en la doctrina de Jesús es la misma, en esencia, para la religiosidad
natural y para la religiosidad cristiana. En ambos casos, sin embargo,
debemos interpretar la doctrina de Jesús de una forma específica.
Los testimonios de la Verdad de Dios ante el hombre
Al hablar de “testimonios” nos referimos a aquello que Dios ha aducido
en la creación y en la historia para que el hombre descubra la Verdad
de Dios y se entregue con libertad a la oferta de comunicación divina.
Decimos “ante el hombre”, porque estos testimonios están abiertos
universalmente y se dirigen sin limitación a todos los hombres, al
hombre universal. Fácilmente podemos entender en qué consisten porque
son una consecuencia implícita en lo anteriormente dicho. Sólo debemos
sacar las consecuencias.
En primer lugar, Jesús nos habla del testimonio de la naturaleza. Es
decir, la creación, tal como ha sido diseñada por Dios en su eterno
designio, no impone racionalmente una presencia metafísica de Dios que
sea inapelable y todos deban aceptar necesariamente. Por ello, Dios
está ausente y, en último término, en silencio, porque podría darse una
explicación sin Dios del universo. Sin embargo, el que sea así, no
significa que Dios no haya puesto en la naturaleza aquellos signos
suficientes para conocer que probablemente pudiera existir y ser el
fundamento creador del universo. La existencia de Dios, su condición de
fundamento del Ser, por tanto, tiene argumentos verosímiles que, aunque
no se impongan con necesidad, pueden ser conocidos por la razón, la
ciencia, la filosofía, la intuición ordinaria y la emoción del hombre
natural. Por ello, los cielos y la tierra pregonan la Gloria de Dios
como su posible creador. Todo hombre intuye espontáneamente, o razona
de forma organizada, que Dios podría ser la explicación ontológica
profunda del universo. Podría ser el fundamento de su consistencia
absoluta, de su orden interno que parece responder a un diseño racional
que contendría desde el principio propiedades antrópicas, y, por
último, de la presencia de la sensibilidad-conciencia que se extiende
en una dimensión holística apuntando al origen fontanal del universo en
la ontología viviente de Dios.
En segundo lugar, nos habla Jesús también del testimonio del mismo
Jesús, a saber, el testimonio del Misterio de Cristo, que es para todo
hombre en el mundo el testimonio del Dios oculto y liberador. Para el
cristianismo no es posible que el hombre natural, cualquier hombre en
cualquier momento de la historia, acceda a Dios y se relacione con Él
si no es aceptando el Misterio de Cristo. No es posible que el hombre
sea religioso si no es siéndolo “en” Cristo. ¿Cómo explicar esta
persuasión tan firme derivada de la doctrina de Jesús? A lo largo de
estas páginas hemos ofrecido ya la explicación que ahora recogemos de
nuevo: porque al hombre natural, inmerso en la incertidumbre
metafísica, no le es posible abrirse a la creencia y a la esperanza en
un Dios ausente y en silencio ante el mundo, si no es creyendo en la
existencia de un Dios oculto y liberador. Al abrirse a esta creencia,
todo hombre acepta “implícitamente” el Misterio de Cristo: la cruz (la
kénosis por el ocultamiento divino) y la resurrección (la liberación
futura en que confía el hombre natural). En este sentido, pues, Dios ha
dado a la naturaleza una forma tal en que las circunstancias
existenciales de la vida humana conducen a poner al hombre en la
encrucijada de aceptar o negar al Dios oculto y liberador. Puede
decirse entonces que Dios ha dejado en la naturaleza creada el sello
universal del Misterio de Cristo y en ello ha dado testimonio ante el
hombre de la Verdad de Dios: estableciendo un diseño de creación en que
todo conduce a aceptar al Dios oculto y liberador (que es el mismo Dios
que crea por el eterno designio divino de llegar a la salvación por el
ocultamiento y por la liberación, es decir, por la Cruz/Resurrección,
tal como se desvela en el Misterio de Cristo y en el logos
cristológico).
En tercer lugar, habla Jesús del testimonio del Espíritu. Jesús nos
descubre que el Dios Trinitario es Amor. Un Amor que se constituye en
Persona dentro de la ontología del Ser Divino. El Padre, origen y
fundamento del Ser, asume la obra creadora y la paternidad universal.
El Hijo, la Sabiduría o Verbo de Dios, asume la Redención eterna y, en
el tiempo mundano, asume el Misterio de Cristo que lo proclama y
realiza. El Espírito Santo, o Espíritu Paráclito, Enviado, es el Amor
intratrinitario que Dios envía también a los hombres para dar
testimonio interno de la Verdad de Dios. Esta presencia interior del
Espíritu en el interior del espíritu del hombre no es algo natural,
objetivo y constatable como evidencia natural, sino una voz mística,
misteriosa, sobrenatural, que no se impone, ni desvela el enigma de la
naturaleza. Es una voz o apelación interna del Espíritu (de Dios mismo
por el Espíritu Paráclito) que mueve a creer el testimonio verosímil de
la naturaleza y el testimonio que mueve también a creer en el Dios
oculto y liberador. Este testimonio del Espíritu impulsa a creer en
Dios, pero el Dios que testimonia es el Dios oculto que no quiere
imponerse y deja siempre abierta nuestra libertad.
Esta manera de pensar cristiana da acceso a entender algo que, sólo
desde la perspectiva de la fe cristiana, complementa lo dicho hasta
ahora. El hombre en el mundo, en efecto, por su naturaleza y sus
facultades racionales, puede acceder a Dios por el testimonio de la
naturaleza y creer en el sentido de un Dios oculto y liberador. Pero
puede también rechazar esta creencia. Pero no por ello se hace el
hombre acreedor de un demérito sobrenatural (pecado) o un mérito
sobrenatural (santidad). Pecado y santidad dependen, de acuerdo con la
teología cristiana, de la respuesta a la llamada interior de la Gracia
del Espíritu.
Solo cuando Dios, sumándose a los testimonios naturales, testimonia su
Verdad por la Voz inequívoca, aunque sobrenatural y mística, del
Espíritu Paráclito, es cuando el hombre se constituye en pecador o en
santo, y Dios debe corresponder en justicia a sus acciones. El hombre
natural no puede demandar a Dios en justicia. Pero Dios se da al hombre
como Gracia en el Espíritu, y entonces es cuando Dios responde en
justicia a la llamada mística que como Gracia Él Mismo ha concedido al
hombre en forma sobrenatural.
El testimonio histórico de Cristo
Los tres testimonios de la Verdad, a saber, el de la naturaleza, del
Misterio de Cristo en el universal religioso, que mueve a creer en el
Dios oculto y liberador, y del Espíritu Paráclito que hace acto de
presencia mística en el espíritu, son testimonios accesibles a todo
hombre, al hombre universal. Pero sólo algunos hombres han tenido
acceso, sin embargo, al conocimiento de la figura de Cristo. Los que
han conocido las palabras y los hechos de Jesús han podido hallar un
nuevo testimonio más profundo que mueve igualmente a creer y a confiar
en el Dios oculto y liberador. Los cristianos, que son quienes se han
adherido a Jesús y han visto en Él una real manifestación de Dios, son
hombres ante quienes pesan ya los mismos testimonios que Dios ha dejado
abiertos en la naturaleza y hacen acto de presencia universal.
Esto quiere decir que la inteligibilidad del testimonio histórico de
Jesús se alcanza desde la condición natural del hombre en el mundo. Es
a ese hombre al que se dirigen las palabras y los hechos de Jesús para
constituirse en un nuevo impulso hacia la misma creencia a que lleva el
diseño creador que Dios ha emprendido en el universo. El conocimiento
de Jesús es, pues, un nuevo signo que mueve a creer en el Dios oculto y
liberador. Pero, insistimos, no es un signo impositivo que deba ser
aceptado por su propia fuerza y que rompa la incertidumbre y ausencia
de Dios que el designio divino ha dejado abiertas en el escenario del
mundo natural.
¿Dónde radica, pues, la fuerza que tiene para la creencia el encuentro
con el Jesús histórico, con el mensaje de sus palabras y de sus hechos?
¿Por qué Jesús es signo de la Verdad de Dios? Para entenderlo debemos
considerar que a quien va dirigido ese signo y quien debe percibirlo es
el hombre natural, el hombre en el mundo abierto ya a los tres
testimonios mencionados. Este hombre natural sabe que, si existe
realmente Dios, es el autor del diseño de creación que se constata en
el escenario del mundo. Escenario que crea la libertad y que lleva al
hombre a tener que decidir su existencia ante la incertidumbre
metafísica, creyendo o no creyendo en el Dios oculto y liberador. Es un
hecho del que el hombre no puede dudar: a saber, que Dios el Dios de
Jesús ha creado el universo, tal como se muestra en la experiencia
históricamente madura en la cultura de la modernidad. Por ello, si
Jesús habla del Dios real, creador del universo, su mensaje debe estar
en armonía con el diseño dado ya en la creación del mundo. Es decir, la
Voz del Dios de la Creación debe ser la misma Voz del Dios de Jesús de
Nazaret.
Y esto es precisamente lo que el hombre advierte al escuchar el mensaje
de Jesús. Por una parte, asume perfectamente el logos de la religión
radical y por ello el Dios de Jesús se muestra como el Dios que ha
creado el escenario del universo. Por otra parte, desborda con enorme
profundidad, pero con armonía, lo que la razón humana hubiera podido
sospechar. El Dios que Jesús proclama es, pues, por una parte, el Dios
que, sin romper la libertad y su ausencia del mundo, comunica al hombre
su kénosis, ya desde la Encarnación hasta el Misterio de Cristo, que
manifiesta y realiza, tal como hemos explicado, el anonadamiento de la
Divinidad ante el conocimiento y ante el drama de la historia, de tal
manera que ir a Dios desde el mundo es siempre aceptar su Muerte y
Resurrección, o implícitamente aceptar al Dios oculto y liberador.
Pero, por otra parte, el Dios de Jesús es al mismo tiempo la revelación
de misterios insospechados que profundizan en perfecta armonía el
misterio del Dios kenótico de Jesús: la imagen del Dios Trinitario y su
esencia como Amor; la Redención y el protagonismo del Verbo en el
eterno designio divino; la admisión de un diseño creador de silencio y
kénosis divina; la Encarnación que aúna la humanidad con el Dios
Trinitario por la hermandad con Jesús; la libertad humana y el pecado,
la condición pecadora que afecta a la humanidad y a todo hombre
individual por su mera pertenencia a la estirpe humana; la gratuidad de
todo el orden de la creación, así como el logos cristológico que da
sentido a la creación y explica por qué Dios aceptó crear un universo
de ausencia divina y de sufrimiento, poniendo a Cristo como Cabeza de
la estirpe humana que fue amada por Dios.
Conclusión: el cristianismo, hecho histórico objetivo
Creemos que nuestra explicación contiene, en efecto, el mensaje de
Jesús correctamente (el kerigma cristiano, tal como es proclamado por
la iglesia cristiana), pero debe quedar claro que hemos hecho de él una
explicación, una hermenéutica o una teología. Muchas de nuestras
explicaciones (por ejemplo, cuando en ocasiones hemos interpretado la
“mente divina”) no son, claro está, explicaciones “literales” del mismo
Jesús, sino sólo una explicación teológica aportada por nosotros. Sin
embargo, es una explicación congruente con el kerigma cristiano, es
decir, con la doctrina de Jesús, sus palabras y sus hechos, tal como
nos han sido transmitidos y proclamados en la fe de la iglesia. Nuestra
exposición contiene el kerigma cristiano y muestra su inteligibilidad
en nuestro tiempo. Hemos expuesto con corrección cuáles son los
contenidos de la doctrina de Jesús proclamada en el kerigma cristiano,
pero, al mismo tiempo, hemos hecho una interpretación de cómo el
kerigma (la Voz del Dios de la Revelación en Jesús) muestra su armonía
con el mundo real tal como es entendido en la cultura de la modernidad
(la Voz del Dios de la Creación).
Pudiera quizá dar la impresión falsa de que hemos escuchado a Jesús y
hemos expuesto simplemente su doctrina, tal como casi literalmente la
hubiera formulado. No debemos pensar, sin embargo, que lo que decimos
del Dios trinitario, de la naturaleza de las tres personas divinas, de
su eterno designio creador, o de la persona divina de Cristo y de sus
naturalezas divina y humana, así como de otros contenidos de la fe
cristiana, representa un conocimiento correcto de cómo es Dios
verdaderamente en sí mismo. No conocemos en profundidad cómo son
realmente (o sea, su ontología) ni Dios, ni el mundo, ni la relación
del mundo con Dios. En último término, sólo podemos usar conceptos y
lenguaje humano para “apuntar” a la realidad de Dios, intentando
acercarnos a ella para comprenderla. Aplicamos, en efecto, conceptos
como ser, realidad, persona, naturaleza, amor, sabiduría, etc., que, en
alguna manera, nos dicen algo de Dios que es verdadero, pero que dista
mucho de alcanzar a expresar la verdadera riqueza de Dios y de sus
planes en relación al universo.
Los tiempos en que la sociedad inducía a creer que las grandes
preguntas metafísicas se resolvían con seguridades dogmáticas ya han
pasado. Salir de la perplejidad y caminar hacia una u otra metafísica
con conocimiento de causa, sabiendo por dónde caminamos y por qué,
conociendo todos los detalles de la orografía del territorio, supone
afrontar el esfuerzo del conocimiento: tanto de la ciencia como de la
filosofía, pero también lo que han sido las religiones, y en especial
lo que ha sido el cristianismo. No es posible orientarnos hacia una
metafísica u otra si tenemos un mapa falseado, una caricatura de la
ciencia o de la filosofía, o una idea falsa y empobrecida de lo que son
las religiones. No tenemos competencia intelectual si tenemos una idea
del cristianismo como si todavía fuera el cristianismo medieval. Se
deben conocer tanto los teísmos como los ateísmos. Siempre con
competencia. Pero como hechos objetivos que deberán ayudar a que
tomemos responsablemente nuestras decisiones metafísicas.
Antes estudiamos objetivamente cómo nace la religión en el marco de la
naturaleza racional del hombre, tal como puede ser entendida en la
cultura de la modernidad. Debimos instalarnos en la incertidumbre y
vimos cómo toda posible religiosidad responde siempre al universal
religioso en que se cree en la existencia de un Dios oculto y
liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Este universal
religioso constituía el fondo existencial profundo de todas las
religiones. En este capítulo hemos expuesto cuáles son los contenidos
objetivos de la fe cristiana: hemos expuesto con objetividad lo que los
cristianos creen, a saber, los grandes principios del kerigma
cristiano. Se crea o no se crea, se sea o no se sea cristiano, es un
hecho objetivo, constatable y analizable, que el cristianismo es una
religión referida a Jesús de Nazaret; que cree en un Dios trinitario;
que cree en el designio creador de Dios orientado a hacer posible la
santidad y el pecado; que cree en una humanidad pecadora que sólo por
la Gracia de la Redención llegó a existir; que cree que Dios quiso
relacionarse con la estirpe humana por la Encarnación y que en el
Misterio de su Muerte y Resurrección manifestó y realizó en el tiempo
el eterno designio de Redención; y así todas las creencias que hemos
venido relatando a lo largo de este capítulo.
Es un hecho también que entre las creencias presentes en el kerigma
cristiano, el universal religioso, esencia de toda religiosidad
natural, y el mundo real, tal como hoy podemos describir en la cultura
de la modernidad, existe una profunda armonía y concordancia. Esta
reflexión sobre el hecho del cristianismo y de las religiones tiene una
importancia grande a la hora de decidir el sentido metafísico de
nuestra vida, sabiendo con precisión qué es lo que aceptamos o qué es
lo que rechazamos. El universo es un escenario natural en que las
circunstancias que concurren en la vida humana inducen a creer en lo
único que permitiría abrirse a la esperanza de que, en lugar de la
muerte y la aniquilación final que asume el ateísmo, pudiera esperarnos
una felicidad y liberación final de la historia. Esto quiere decir que
el universo está hecho de tal modo que induce al hombre a creer en la
existencia de un Dios oculto y liberador. Del universal religioso ha
nacido la religiosidad radical que constituye el humus de todas las
religiones de la historia. Cuando se conoce en profundidad el kerigma
cristiano, y se entiende desde una hermenéutica fundada en la imagen
del hombre en la modernidad, los indicios que mueven a creer que el
Dios oculto y en silencio en realidad existe son ya abrumadores.
El enigma del universo y la incertidumbre metafísica, la fuerza
existencial de las religiones, abiertas a la creencia en un Dios oculto
y liberador, la sorprendente Revelación que proclama el kerigma
cristiano desvelando el eterno designio de la creación por el Misterio
de Cristo, en el logos cristológico de la creación, son una portentosa
y sorprendente llamada convergente a creer en el Dios oculto y
liberador. Es la creencia que asumen los hombres religiosos,
integrándose en una profunda armonía cósmica que les permite cubrir de
esperanza religiosa el futuro, abiertos a la imaginación de una Nueva
Creación, una nueva Tierra y unos nuevos Cielos, una nueva Jerusalén
donde el hombre pueda comer por la eternidad del Árbol de la Vida,
donde se desvele por fin el enigma del universo y el drama de la
historia llegue a su fin. El ateísmo, en cambio, que seguirá siendo
posible, si entiende la profunda armonía cósmica manifiesta en el
cristianismo que induce a creer en el Dios oculto y liberador (y debe
entenderla porque se trata de algo objetivo analizable por la razón),
tendrá en esta armonía una profunda fuente de inquietud que impregnará
su existencia de un malestar y desasosiego que, sin duda, irá creciendo
en el curso de su vida.

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