El gran enigma. Ateos y creyentes ante la incertidumbre del más allá

Epílogo. La respuesta del hombre auténtico a la llamada de la Tierra

JAVIER MONSERRAT






Hace un millón, cuatrocientos, doscientos, cien o sesenta mil años no había grandes ciudades, ni rascacielos, ni grandes aviones que surcaran los cielos, ni inmensos trasatlánticos que navegaran majestuosos por los océanos portando a miles de viajeros, ni la portentosa densidad de tecnología de todo tipo al servicio de los individuos y de los grupos humanos. Hace cientos de miles de años, cuando el hombre prehistórico estaba llegando a los confines de la tierra persiguiendo los movimientos de la caza, buscando los climas templados, el agua o los valles que ofrecían un resguardo natural a las amenazas de la naturaleza bravía, apenas tenía posesiones y dominio de la naturaleza. Organizaba asentamientos nómadas, perseguía la caza y trabajaba en grupos humanos muy compactos para alcanzar una supervivencia óptima en aquel escenario de precariedad y de calamidades. Los impulsos y valores de aquel hombre prehistórico eran ya, germinalmente, los nuestros, los de nuestra sociedad a la altura del siglo XXI.


A través de un lento proceso que discurrió en los últimos cientos de miles de años, poco a poco, fueron emergiendo nuevas posibilidades funcionales de la mente en la especie humana. La mente humana era en origen la mente animal que se recibía a través de la mente de los homínidos que, precisamente al emerger como mente humana, dio lugar a la aparición del género homo. La emergencia de la mente racioemocional del hombre es lo que hizo nacer a nuestra especie y fue causa productora de la portentosa aventura de la historia que estaba a punto de nacer.


La razón hizo que la especie humana, cada hombre individual por su razón estimulada por las relaciones sociales en el grupo, comenzara a advertir que él mismo y las cosas reales que se le ofrecían por los sentidos en el entorno inmediato en que debía sobrevivir, eran reales como resultado de un conjunto de interacciones y relaciones. Unas cosas apuntaban a otras. Había causas y efectos. La razón comenzó a emerger cuando los hombres comenzaron a advertir que el universo, o inmenso escenario en que discurría su vida, era lo que hoy, tras muchos años de reflexión y de cultura, llamaríamos una estructura o un sistema. Por ello, el hombre racional comenzó a observar por intuición el conjunto de relaciones que ligaban todas las cosas y a sacar las inferencias pertinentes. La nueva visión de sí mismo en el universo producida por aquella emergente manera de funcionamiento racional de su mente produjo un nuevo estado racioemocional: la emoción de vivir y el logro de emociones gratificantes. La experiencia del sentido de la vida, se unía desde entonces al ejercicio reflexivo de la razón y comenzaba a depender de las guías instauradas por ella.


La atención, el trabajoso esfuerzo, la inquietud primordial de aquellos humanos prehistóricos estuvo sin duda dirigida a la supervivencia inmediata. Había que comer y por ello era perentorio salir a cazar y conseguir el alimento. Había que vestirse y calzarse para sobrevivir mejor ante las inclemencias del tiempo, y por ello había que cubrir por el trabajo artesanal las necesidades de todos los miembros del clan. Había que vigilar, prevenir y defender al grupo de las posibles amenazas de las alimañas salvajes o de otros grupos humanos hostiles con los que se encontraran. Había que ayudar a las mujeres, a los niños, a los enfermos y a los ancianos. Eran muchas inquietudes acumuladas y que centraban casi totalmente la atención en problemas inmediatos de supervivencia.


Sin embargo, los días eran largos y también eran largas las noches. De tanto en tanto se producía un descanso en la expedición de aquella docena de hombres que habían abandonado el campamente en busca de la caza y se hallaban a kilómetros de distancia. Los hombres que vigilaban, las mujeres, los niños, enfermos y ancianos que mantenían el campamento, tenían también, en medio de tanto trabajo por resolver, momentos de paz para contemplarse a sí mismos, para observar a los demás, para mirar el entorno, para hablar y comunicarse, todo ello a la luz de aquella nueva sensibilidad racional que producía en ellos intensas emociones que no se daban en el mundo animal. Cuando llegaba la noche, sobre todo cuando el clan estaba completo y la expedición de caza había retornado con éxito al campamento, se reunían en torno al fuego, hablaban, cruzaban miradas de simpatía, de ternura y de solidaridad, gozaban de la paz y del silencio, pero además miraban con atención el chisporroteo maravilloso del fuego como símbolo misterioso del enigma de las cosas y, más que otra cosa, callaban y escuchaban los sonidos de fondo de aquella naturaleza que los acogía, los hacía vivir y los situaba en el duro y angustioso trance de la supervivencia.


Aquellos humanos prehistóricos recibían de las especies animales y homínidos precedentes el impulso instintivo hacia la vida. Valía la pena vivir. Sentirse en el mundo en la experiencia del espacio y del tiempo, de los colores, del hermoso paisaje, del frío y del calor. Era hermoso sentir el propio cuerpo, en su fuerza y en el ejercicio de todas sus facultades. Era hermoso el amor, a la mujer, a los hijos, a la familia, a los miembros del clan, era hermosa la intercomunicación en el grupo humano. Era hermoso sentirse “con los demás”, comprometido en un destino común que se afrontaba con valentía, amparándose unos en otros. Era incluso hermoso luchar por uno mismo y por los demás a través de los avatares de la vida que desembocaban en el dramatismo final e inevitable de la muerte.


La Tierra, en su dinamismo transformador inexorable de día/noche, luz/tinieblas vida/muerte, había puesto en manos del hombre la posibilidad de hacer su propia vida. La vida era hermosa en lo que ofrecía, aunque terminara en la muerte, y se debía responder a la oferta de la Tierra en lo que daba de sí. Había que vivir lo que la Tierra ofrecía y convertirlo en vida humana. Ahora bien, ¿qué es lo que ofrecía la Tierra? ¿Hasta dónde llegaba la oferta de la Tierra a los hombres que habían sido generados en su dinamismo y energía interna? El proyecto de vida no podía ser otro que el de apropiarse de la oferta de Vida que la Tierra dejaba abierta. Ser hombre y vivir en autenticidad, no era otra cosa que apropiarse correctamente de la Vida ofertada por la Tierra. Por tanto, ¿qué es lo que ofrecía la Tierra? El hombre debía responder mirando a la Tierra y perfilando las posibilidades de Vida que ofertaba. El hombre sentía ya una llamada, una voz interior de su conciencia, que lo impulsaba a ser auténtico en su autorrealización humana.


Al asumirla quedaban abiertas dos vías para entender lo que la Tierra hacía patente: primero lo que nosotros podríamos llamar una vía metafísica que llevaba a la inferencia de que la Tierra se resolvía en un fondo último, final, profundo, una verdad más allá del espacio y del tiempo, que instalaba a la especie humana en un sentimiento mistérico de enigma, de respeto sacral, de incertidumbre, ante la Verdad última de la Tierra y las posibilidades que de ella pudieran derivarse para la aspiración humana a la Vida, y a la felicidad. Pero, además, quedaba también abierta una vía física inmediata con dos dimensiones interrelacionadas que representaban lo que la Tierra ofertaba de inmediato a la estirpe humana. La primera dimensión era el inmenso escenario de trabajo conducente al dominio creativo de la Tierra. La segunda dimensión era la llamada a alcanzar ese dominio del mundo en comunión con los otros hombres. La llamada –racioemocional en el hombre– al dominio del mundo y a la unidad con la especie era una llamada instintiva que se recibía en herencia de las especies animales.


La vía metafísica abierta en el hombre prehistórico como hombre universal lo dejaba instalado en la intuición de un enigma mistérico último. Podría decirse que la Tierra ponía ante la mirada racioemocional humana el gran enigma de sí misma. El hombre primitivo lo resolvió de forma religiosa. Esto significa que albergó la esperanza de que la Tierra fuera en su profundidad última un Poder Personal capaz de recibir en el más allá al pobre hombre sufriente que se había abierto al impulso por la Vida desde su experiencia viviente de la hermosura de la Tierra. Los hombres primitivos enterraron a sus muertos ritualmente en la esperanza de que la Tierra los acogía en el más allá. En alguna manera concibió que un poder personal oculto en la profundidad de la Tierra pudiera liberar al hombre sufriente. Lo creyó y lo aceptó, sin duda porque estaba interesado en ello, porque la vida era más hermosa, consoladora y esperanzada, asumiendo esta creencia de liberación más allá de la muerte. Los creyentes entendemos además que la presencia mistérica de Dios como Espíritu debió de consolar intensamente el espíritu atormentado de aquellos primeros humanos y contribuyó a proyectarlos hacia un más allá personal, oculto, pero que pudiera liberar al hombre. Las culturas históricas posteriores fueron también religiosas y en ellas se recogió la tradición iniciada por el hombre primitivo. En las religiones la unidad y armonía del hombre con el universo se alcanzaba en profundidad porque el dominio de la Tierra y de la Vida se lograba por la identificación entre un yo divino, que constituía la Verdad final de la Tierra, y un yo humano, el nosotros de la especie humana. La Tierra y el Hombre eran finalmente un Yo.


La vía física inmediata mostraba al hombre primitivo el universo como escenario de una posible e inmensa obra de dominio que quedaba por hacer. Nada estaba hecho. Todo era naturaleza agreste y ciega. Un inmenso abanico de posibilidades quedaban abiertas y ofrecidas por la Tierra para la creatividad humana naciente por la razón emocional. Al mismo tiempo aquel hombre prehistórico se sentía unido a los demás humanos del clan y con ellos formaba una estrecha unidad de acción encaminada a la supervivencia por el dominio del mundo. En aquellos grupos primitivos cada individuo era un “yo” que, sin embargo, concebía su autorrealización en unidad con un “nosotros” solidario. La aventura del dominio del mundo se iniciaba desde una profunda solidaridad y comunión interhumana.


En aquellas noches llenas de paz, de convivencia, en torno al chisporroteo del fuego, el hombre primitivo se sentía unido a la Tierra, que en último término se resolvía en una deidad personal, oculta pero liberadora en el más allá. Además se sentía comprometido en un esfuerzo creativo por el dominio del mundo en el ámbito de la perfecta comunicación y comunión interpersonal con los miembros de su grupo. El hombre se sentía parte de un inmenso universo personal que le acogía: la persona divina oculta en el misterio del universo y las personas de la comunidad humana que emprendían juntas el esfuerzo creativo de dominio que la oferta de la Tierra ponía en sus manos para hallar en bienestar creciente.


Después de miles y miles de años de caminar la especie humana por la historia, que había quedado abierta en aquellos grupos humanos del hombre primitivo, la faz de la Tierra se había transformado hasta extremos casi impredecibles para generaciones humanas de pocos años atrás. La creatividad humana había sido extraordinaria. El universo físico, biológico y social había abierto posibilidades sorprendentes para el progreso de la humanidad en todos los sentidos. Grandes ciudades cubrían por doquier extensas áreas urbanas, construidas hacia arriba por hermosos rascacielos de formas arriesgadas. Tupidas redes de autopistas en el exterior de las ciudades, llenas de unas interminables caravanas de vehículos en todas direcciones. Tupidas redes internas de conexión, por debajo de la tierra, completaban el transporte y hacían posible la vida de la ciudad por el suministro de energías y por la eliminación automática de los residuos. Al mismo tiempo los más alejados lugares de la Tierra estaban ya en densa comunicación a través de los campos electromagnéticos del espacio con redes tendidas para comunicación de imágenes, voz, datos y documentación de todo tipo. Soberbios hospitales habían sido construidos para atender a la salud en todos los campos, conectando los cuerpos biológicos a redes computacionales externas para el control y cuidado de los organismos.


Miles y miles de años después del comienzo de la aventura de la especie humana en los grupos prehistóricos primitivos, esta inmensa obra de creatividad había sido posible porque el hombre nunca dejó de sentir, por el mero hecho de estar ahí, en el universo productor de su naturaleza humana, una llamada interior, profunda e inequívoca, a existir, esto es, a construir su propia realidad humana por medio de acciones nacidas de las decisiones vitales que, en conjunto, constituyen la propia biografía. El hombre se sintió llamado por la naturaleza, y por tanto, en el fondo, por el universo, o sea, por la realidad-en-su-conjunto, a la autorrealización, a darse “realidad” a sí mismo. Autorrealizarse era hacerse a sí mismo. Esta es la gran responsabilidad que la Verdad última de la Tierra –sea esta la que fuere– había conferido a todo hombre: la de hacerse a sí mismo en libertad. De ahí que la “conciencia moral” o la “voz de la conciencia” que el hombre sentía fuera la llamada instintiva del hombre a “ser fiel a sí mismo”. Era un instinto que brotaba de la naturaleza como el mismo instinto de la vida que nos hace evitar la muerte.


Pero la tarea de autorrealizarse planteaba al hombre una pregunta esencial: ¿quién soy “yo mismo”? Lo que el hombre estaba llamado a realizar era su propia verdad. Pero el hombre no tenía una verdad al margen del universo: su verdad humana era la verdad última de la Tierra que lo contiene y lo produce. Por ello, cuando el hombre preguntaba por su propia verdad, por su “yo mismo”, estaba preguntando por la Verdad última, metafísica, del universo. Esta era, sin duda, la gran pregunta de la existencia. El enigma final que producía la agobiante incertidumbre que pesaba sobre todos. El gran problema era no poder responder esta pregunta con seguridad, ya que nadie tenía acceso directo al fondo último que constituía la Verdad del universo. ¿Había alguien que lo tuviera? La sensación de enigma que vivió el hombre a lo largo de la historia era la misma que ya surgió en la mente del hombre prehistórico y que, en el fondo, constituye la experiencia del ser en el mundo del hombre universal.


Ahora bien, ¿qué podía hacer el hombre para hallar su propia verdad, responder a esta llamada natural a “hacerse a sí mismo” y vivir en plenitud? Puesto que su verdad en el universo no era inmediata y evidente, solo tenía sentido poner todos los medios para buscarla. Pero, ¿cómo podía hacerlo? ¿De qué medios disponía el hombre para buscar la verdad? Podía buscarla dejándose llevar por la intuición y por las emociones, tal como debió de hacer el hombre primitivo. Sin embargo, la razón llegó a ser el gran instrumento de que la naturaleza dotó al hombre para buscar la verdad y construir la propia vida. Para buscar ante todo la propia verdad metafísica y vivir en conformidad con ella. Pero también para buscar la verdad en lo inmediato y vivir favorablemente. ¿Qué debía ser entonces vivir en plenitud humana?


Creemos que la naturaleza humana permitía, y sigue permitiendo, responder de esta manera: vivir con plenitud humana no es otra cosa que buscar la verdad con todos los medios de que se dispone, por la intuición, por las emociones, por la razón, y vivir de acuerdo con la idea que honestamente podamos habernos hecho de nuestra propia verdad en el universo. El hombre es auténtico y honesto moralmente cuando vive de acuerdo con la idea personal honesta de su propia verdad. Por tanto, no decimos que vivir en plenitud sea vivir en el teísmo o en el ateísmo, en una u otra metafísica, en la precariedad del hombre primitivo o en la exuberancia tecnológica del hombre moderno. Vivir en plenitud humana es solamente vivir en autenticidad con la idea honesta, racional y existencial de nuestra verdad última en el universo, o, también en su caso, con la idea honesta de lo que constituye la forma de obrar correcta en el contexto físico y social inmediato en que se debe sobrevivir. Es decir, de acuerdo con lo que en cada caso podamos colegir con honestidad racional y emocional dadas las complejas circunstancias de la vida de cada uno.


Nosotros, hombres a la altura del siglo XXI, seguimos abiertos a la conciencia del gran enigma en el que la Tierra nos instala. La Tierra impulsa instintivamente a la autorrealización y nos deja a los pies la gran tarea creativa de tomar una actitud comprometida ante lo metafísico, ante lo último, ante el más allá. El dogmatismo antiguo promovió la falsa ilusión, teísta y atea, de que se había superado aquella sensación primitiva de enigma que dio origen a la historia universal. Hoy en día sabemos, sin embargo, en la modernidad crítica, que ni la ciencia ni la filosofía hacen patente a nuestra razón emocional la Verdad última del universo. Debemos tener la valentía de abandonar el dogmatismo para situarnos en el espíritu crítico e ilustrado de nuestro tiempo. La historia sigue instalada en el gran enigma que la Tierra sigue ofreciendo a la estirpe humana: la incertidumbre ante el más allá.


Como el hombre prehistórico –que era hombre universal– sentimos pues todavía la inquietud metafísica de un universo cuyo fondo mistérico podría responder a un ser personal o ser un puro mundo sin Dios. Sin embargo, la actitud del hombre moderno ante esa inquietud metafísica ancestral ya no es la respuesta religiosa que unió emocionalmente a los grupos primitivos en el consuelo de un más allá liberador, tal como se consolidó en las culturas antiguas, organizadas sin fisuras en torno a las creencias religiosas, que derivaron incluso a teocratismos opresivos. De todo esto hemos ya hablado. La respuesta del hombre moderno a la inquietud metafísica ha sido un factor importante que ha roto la armonía y la cohesión social. La respuesta del hombre moderno ha sido teísta y religiosa o ateísta y arreligiosa. Además, dentro de las religiones se ha producido una gran diversificación historicista en la forma de entender a Dios y de la relación humana con él. Las consecuencias de esta escisión metafísica de la sociedad universal, globalizada, no ha sido trivial porque, como consecuencia de ella han aparecido serios enfrentamientos personales y un déficit significativo de la cohesión social que necesitan las sociedades modernas y la cooperación internacional.


En este ensayo hemos reflexionado con amplitud tanto sobre la respuesta teísta como sobre la respuesta atea a la inquietud metafísica, tanto sobre su forma dogmática como sobre su forma crítica.


La respuesta teísta y religiosa en los tiempos modernos sigue siendo posible, aunque bajo un replanteamiento del sentido de la metafísica teísta y de la religiosidad de acuerdo con la evolución del conocimiento y de la filosofía en la modernidad. La significación y sentido de la religiosidad, en efecto son intuidas espontáneamente, a impulso de las grandes experiencias dramáticas de la vida, por la mayoría de la gente, pero, además, pueden ser argumentadas por la ciencia, por la filosofía y por la reflexión sobre las teologías de las grandes religiones. La autosuficiencia del universo para ser real y existente no se entiende hoy con facilidad cuando la razón se plantea el problema, científico y filosófico, de su consistencia y estabilidad en el tiempo; ni cuando consideramos el problema de la aparición evolutiva del complejo orden antrópico en lo físico y en lo biológico; ni cuando vemos el carácter holístico y campal de un universo físico que genera la sensibilidad-conciencia y cuya ontología última cabría ser entendida como una conciencia fontanal divina, omniabarcante y omnipresente. El creyente crítico sabe hoy que la existencia de Dios no se impone, aunque pueda haber argumentos racionales que la hagan verosímil; para los creyentes es sin duda la mejor conjetura metafísica racional.


Pero el creyente es consciente de la dificultad de aceptar como existente un Dios que permanece en silencio ante el conocimiento (por el enigma del universo) y ante el drama de la historia (por el Mal producido por una naturaleza ciega y por la perversidad humana desplegada en la historia). Por ello, inclinarse a la religiosidad, el único consuelo final que podría recibir el hombre pobre y necesitado, personal y colectivamente, es aceptar y creer en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Este es el universal religioso presente en el logos de toda posible religiosidad desde el interior del universo. Cuando, finalmente, desde las grandes preguntas del hombre en el mundo, abierto a la inquietud metafísica, a saber, la doble pregunta por la posible realidad de un Dios oculto y por la posible realidad de un Dios liberador, se produce el encuentro con el cristianismo, cuya esencia es el Misterio de Cristo, es decir, la proclamación del Dios que asume su kénosis en la creación (el ocultamiento de la cruz) y la salvación futura de la historia (la liberación más allá de la muerte por la resurrección), entonces es cuando la unidad y la armonía del movimiento religioso universal llega a su máxima intensidad por la armonía profunda de sentido entre el universal religioso y el universal cristiano. Son muchos los indicios de que Dios pudiera estar detrás de la historia humana. De ello hemos hablado ampliamente.


Sin embargo, en los tiempos modernos se ha afianzado una respuesta atea y no-religiosa a la inquietud metafísica del hombre universal, alumbrada en el hombre prehistórico tempranamente. El ateísmo fue siempre posible, pero quedó ahogado por la fuerza con que, en las culturas antiguas, se impuso socialmente la respuesta religiosa. La religión se transformó incluso en dogmática y un teocratismo opresivo dominó las sociedades humanas durante siglos y siglos. La agresividad del ateísmo naciente, al concluir la edad media, en el renacimiento y en la ilustración, para consolidarse en los siglos XVIII y XIX, se explica como un cansancio ancestral del teocratismo y como deseo de emancipación frente a una religión opresiva. El ateísmo fue dogmático durante los primeros siglos de modernidad, pero se convirtió en crítico al darse el tránsito de la modernidad dogmática a la modernidad crítica. El ateísmo crítico es honesto, moral y racionalmente viable, respondiendo a una metafísica que el hombre podría valorar y asumir por una decisión personal libre.


Es pues una posible una interpretación metafísica última del universo como sistema puramente mundano sin-Dios. Pero es una conjetura verosímil (no es una verdad dogmática) que, en último término, no puede excluir que Dios “pudiera existir”. Por la ciencia y por la filosofía es posible concebir la existencia autosuficiente y eterna de un universo sin Dios. Podría concebirse su consistencia y estabilidad eterna (multiversos y teoría de supercuerdas); podría explicarse por el azar que una especie de darwinismo cosmológico fuera la causa del orden antrópico sorprendente de nuestro universo; por último, para explicar el origen evolutivo de la sensibilidad-conciencia bastaría atribuir a la materia que ha generado nuestro universo la propiedad ontológica fáctica de ser capaz de producir conciencia. Este universo sin Dios sería, pues, posible. ¿Habría algún otro indicio de que Dios pudiera existir? El silencio-de-Dios, tal como es ponderado por el ateísmo, muestra el sin-sentido-en-Dios de este silencio ante el conocimiento humano desconcertado ente el enigma del universo y el silencio ante el drama de la historia, el Mal de una naturaleza ciega y de la perversidad humana generada en ella. Es racional y moralmente respetable que el ateo, cansado de la opresión del teocratismo religioso y emocionalmente anticlerical, opte por una visión del universo sin Dios, y se sienta moralmente amparado por la libertad de juicio que ha puesto en sus manos la incertidumbre ofertada por la naturaleza de la Tierra.


El hombre primitivo, en efecto, como hombre universal vivió el enigma de la Tierra que lo dejaba abierto al enigma e incertidumbre de un universo mistérico que pudiera ser Dios, pero también puro mundo sin-Dios. Pero, probablemente por su impulso a la liberación y felicidad final de la historia (y por la fuerza del testimonio mistérico de la llamada interior del Espíritu de Dios), se inclinó hacia la respuesta religiosa a la inquietud metafísica universal. Pero en el hombre moderno, que vivía ya el cansancio de siglos y siglos de opresión dogmática de las religiones, la respuesta religiosa se vio contrapesada por la respuesta atea, agnóstica, arreligiosa, que hacía posible desde siempre el hombre universal. Pero esto llevó consigo la aparición de una tensión profunda entre el teísmo y el ateísmo, una tensión primero dogmática que en el siglo XX se convirtió en crítica. Aquella profunda unidad y cohesión social de que gozaron las sociedades prehistóricas, armonizada en torno a lo religioso, se escindió irremediablemente.


El hombre prehistórico y el hombre moderno afrontaron siempre la trabajosa tarea de autorrealizarse en el universo desde la urgencia moral interior de hacerlo en autenticidad, es decir, de acuerdo con la Verdad de lo que era realmente el hombre. Así, el hombre debía ser auténtico en relación a su respuesta a la inquietud metafísica universal. Esta era la autenticidad en la vía metafísica. Pero el hombre debía ser también auténtico en relación a sus acciones en el dominio del mundo y en relación a la forma de hacerlo por la comunicación y comunión interhumana (estos son los dos intereses humanos fundamentales de que habla Jürgen Habermas). Esta era la autenticidad en la vía física inmediata. Por tanto, a lo largo de la historia, ¿ha podido el hombre responder correctamente en autenticidad a lo debido en estas dos vías? ¿Cómo ha actuado por la escisión metafísica ante el otro hombre y ante la sociedad? ¿Qué ha hecho el ser humano para, en autenticidad, dominar el mundo y para vivir en comunión con los otros hombres? Estar llamado constitutivamente como hombre a la autenticidad, ¿llevaba consigo el acierto y realización segura de esa autenticidad? ¿Podía el hombre acaso errar en su itinerario existencial e histórico hacia la autenticidad?


La respuesta es afirmativa: el hombre podía errar en el diseño de su existencia y de hecho erró en la forma de construir su existencia personal y colectiva.


Para ilustrar la explicación de esta grave imputación a la historia humana, voy a introducir una interpretación libre de algunas ideas expuestas por F.W. Hegel en el capítulo cuarto de la Fenomenología del Espíritu (1807), así como del sentido general de esta obra decisiva en la historia del pensamiento humano y de la evolución socio-política de los siglos XIX y XX.


Hegel entiende, en efecto, en la Fenomenología que la historia humana ha estado movida por dos grandes impulsos: la reconciliación con el mundo (dominio del mundo) y la reconciliación con los otros hombres (promoción del estado que Hegel llama el Espíritu). Este doble movimiento de la historia se entiende porque la historia humana, si nos remontamos a sus orígenes ancestrales, no comenzó por un estado de reconciliación, sino de alienación (el hombre estaba “fuera de su propia verdad”, fuera de su autenticidad). El hombre estaba alienado frente al mundo (un mundo “extraño”, sin dominio humano) y alienado frente al “otro hombre” (que era “otro”, no una parte del propio “yo”). El hombre no comenzó, pues, su andadura en la historia autorrealizándose en autenticidad, de acuerdo con lo que debiera ser. Por ello, la historia humana puede entenderse como un camino hacia la recuperación de lo que debía haberse dado desde el principio: el camino hacia el dominio del mundo por la razón (capítulos I-III y V) y el camino hacia la unidad interhumana por la constitución del Espíritu, a saber, aquel estado futuro en que todos los hombres hicieran realidad en comunión de existencia interhumana su dominio del mundo (capítulos IV y VI). La historia sería, pues, el tránsito desde la alienación a la desalienación, frente al mundo y frente a los otros hombres. La historia, por tanto, habría comenzado por un error y se encaminaría a superarlo. La concepción de estos dos movimientos de la historia, en efecto, están en el pensamiento de Karl Marx, en toda la sociología alemana del XIX y XX, y en la Escuela de Frankfurt, así en J. Habermas como hemos indicado, y son esenciales para entender el origen ideológico del mundo moderno.


¿Cómo entender pues la tormentosa historia de las relaciones interhumanas? Lo que establece Hegel en la Fenomenología (capítulo IV) es primero lo que las cosas debieran haber sido, si el hombre hubiera sido capaz de ser auténtico: todo debiera haber comenzado por la realización interhumana del Espíritu (en el sentido de este término en la filosofía alemana desde Hegel), a saber, por hacer realidad aquel estado en que “el yo es el nosotros y el nosotros es el yo”. Esta formidable frase de Hegel puede ser interpretada en el sentido de que la historia auténticamente emprendida debiera haber sido un equilibrio entre personalismo (el “yo” libre y personal) y el comunitarismo (el “nosotros” que supone la unidad de acción interhumana, es decir, de personas libres y creativas). Sin embargo, frente a lo que “debiera haber sido” si se hubiera logrado la autenticidad, el hecho que Hegel constata es que la historia comenzó por el enfrentamiento y la agresión de unos a otros. La historia comenzó penosamente por la violencia. Un hombre quiso imponerse al otro hombre. No se dio entonces lo que Hegel llama “mutuo reconocimiento” (hombres que se reconocen bidireccionalmente como hombres), sino la lucha-a-muerte por la supervivencia, el enfrentamiento existencial por el sometimiento de unos a otros, que llevaba a la conocida “dialéctica del Señor y el Siervo”.


¿Cuál fue la causa de este error de la historia, olvido del mutuo reconocimiento y derivación al enfrentamiento entre unos y otros? Hegel considera que la causa es lo que llama la apetencia (das Begierde) y que nosotros para entendernos podemos llamar aquí egoísmo. El apego desordenado al propio yo frente a los demás es lo que producido la escisión de la historia y ha roto la unidad interhumana que comenzó quizá alcanzándose en parte en las sociedades prehistóricas. Aunque el egoísmo estaba ya presente en el hombre prehistórico, cuya mirada comenzó a hacerse ya torva y malévola por la disputa con el hermano por el amor de una mujer, por la atribución del prestigio, del mando, de la valentía o por el disfrute de las mejores porciones de la caza y de los bienes del clan. El egoísmo oscureció la razón y atenazó el corazón de los hombres que comenzaron a mirarse unos a otros como adversarios, como enemigos, como una inquietud para la realización del propio “yo personal”.


Esto fue un error, algo que no debiera haberse dado. Pero de hecho sucedió y el hombre entró en un estado de alienación, de pérdida de la auténtica autorrealización. Hegel concibió el proceso de la historia como el itinerario que llevaba a recuperar el Espíritu, aquel estado en que “el yo era el nosotros y el nosotros era el yo”. Concibió la historia como un dramático camino hacia la reconciliación interhumana y hacia la constitución del Espíritu como intercomunicación humana. ¿Dónde estamos hoy? ¿Es posible proseguir el camino hacia el horizonte de una reconciliación universal? La consecuencia de la entrada en lo que, en este ensayo, hemos llamado la modernidad crítica permite otear, en efecto, que hoy se abren caminos fecundos para avanzar hacia la reconciliación.


La llamada a la autenticidad se daba primero en una vía metafísica. Los hombres y las culturas, las sociedades humanas han tomado una actitud ante lo metafísico: cada religión es una visión del más allá, también lo es el cristianismo, así como el ateísmo, agnosticismo e indiferentismo metafísico y religioso popular. El compromiso ante lo último, ante lo metafísico, es en definitiva lo esencial de la vida y por ello todo hombre se ha sentido inquietado en profundidad, molesto en grado sumo, al constatar que hay hombres que tienen otra religión, otra metafísica. Esto parece poner en cuestión la seguridad de las propias opciones ante lo último. Cuando ante este malestar se impone el egoísmo, se dogmatiza el propio yo, su visión del sentido metafísico de la vida y los otros son reducidos al error, a la inmoralidad, a la falta de autenticidad. El egoísmo centrado en la propia autenticidad excluye a los demás que son objeto de desprecio e infravaloración. Los ateos e increyentes son inauténticos; las otras religiones están en el error y no son verdaderas; las religiones son una ilusión infantil, no responden a la razón y representan un peligro social.


El egoísmo que absolutiza y dogmatiza la propia visión metafísica del universo es una fuente lamentable de desafección, de exclusión, de menosprecio, de los demás hombres y causa de un ingenuo y narcisista sentido de superioridad. En este estado de egoísmo metafísico el hombre no es auténtico, sigue alienado. ¿Es posible recuperar la comunión interhumana a pesar de la diversidad religiosa y metafísica que la historia presenta como un hecho? Creemos que, si nos atenemos a la argumentación que ha sido propuesta en este ensayo, advertiremos que estamos entrando en una nueva época, en unos tiempos nuevos, tiempos excepcionales, en que muchos factores contribuirán a la reconciliación metafísica entre los hombres. La modernidad critica, en efecto, hace entender que las religiones y metafísicas alternativas responden a visiones del universo y del sentido de la vida posibles y, por ello mismo, alternativas legítimas. La conciencia de vivir en un universo enigmático y en incertidumbre metafísica hace entender que otras religiones y metafísicas pueden ser auténticas. Por ello, responder a la oferta de la Tierra en autenticidad supone aceptar, valorar y respetar en profundidad todas aquellas cosmovisiones que la libertad y la creatividad del hombre han hecho posibles.


A medida que la sociedad moderna vaya madurando y acercándose a ser una sociedad abierta, crítica e ilustrada, la diversidad religiosa deberá dejar de ser un obstáculo para el mutuo reconocimiento metafísico entre los hombres, dejando de constituir un freno a la cohesión social, nacional e internacional. Cuando el egoísmo metafísico no exista, no tenga por qué existir, la autenticidad compartida pondrá en condiciones a toda la sociedad, creyentes y no creyentes, de unas religiones y de otras, religiosos y no-religiosos, respetándose intelectual y emocionalmente unos a otros, para que juntos respondan al compromiso por alcanzar la autenticidad en la vía física inmediata, es decir, la autenticidad en el dominio del mundo y en la comunión interhumana.


La llamada de la conciencia humana a ser auténticos en el dominio del mundo y en la comunión interhumana es común a todos los hombres, de diversas religiones y del cristianismo, a ateos, agnósticos e indiferentes. Todo hombre está llamado por su naturaleza a ser auténtico, armónico con su verdad en el universo. Pero esta conciencia moral no solo le urge en la vía metafísica de autenticidad, sino también en la vía física inmediata.


Por el egoísmo puede el hombre cerrarse en sí mismo, dogmatizarse a sí mismo en su propia metafísica, y excluir a otros hombres, no entrar en convergencia con ellos, no reconocerlos en su condición de hombres libres en un universo enigmático y en incertidumbre. Pero también por el egoísmo puede el hombre excluir a los demás, hacerse centro autónomo de la vida, cerrándose a entrar en convergencia con ellos para alcanzar el dominio del mundo por medio de una profunda comunión en el Espíritu (en sentido hegeliano) con los demás.


En este ensayo hemos centrado el estudio de la búsqueda humana de autenticidad en la vía metafísica. Hemos visto que el universo no impone a la razón, en la intuición ordinaria, en la ciencia y en la filosofía, una patencia absoluta de la Verdad del universo. Desde la incertidumbre el hombre puede asumir diversas conjeturas metafísicas y actitudes ante la vida. No todo es religión, ni religiosidad subjetiva. Solo cuando el hombre se abre personal y libremente a la aceptación –de alguna manera– de la religación a un ser personal, o seres personales, que pueden salvar, es cuando podemos hablar de religión.


La llamada de la naturaleza humana a la autenticidad mueve al hombre a romper el egoísmo y reconocer la libertad metafísica de los demás. Pero también mueve a romper el egoísmo para entrar con los demás hombres en una convergencia de acción encaminada al dominio del mundo por la comunión interhumana. Ateos y creyentes están llamados por la naturaleza humana común a romper el egoísmo y vivir en armonía con los demás hombres en el dominio del mundo. El ateísmo está movido a la autenticidad y a romper el egoísmo. El teísmo y la creencia están también movidos, por su condición de hombres (y en esto coinciden con los ateos) y por lo específico derivado de sus creencias religiosas. Ateos y creyentes coinciden en su preocupación y compromiso por alcanzar una sociedad justa, libre y en paz, para lograr la armonía en el dominio del mundo en comunión interhumana.


Esta ha sido la gran preocupación de la sociedad humana al configurarse el movimiento socio-político de la modernidad. Al definirse los perfiles de las aspiraciones humanas en el humanismo renacentista, los hombres defendieron la existencia de unos derechos humanos y unos derechos de los pueblos que llevaban al establecimiento de la soberanía popular, una forma de gobierno en que fuera el pueblo soberano el que dictara cómo llegar a la realización de las grandes aspiraciones humanas en el dominio del mundo y en la comunión interhumana. Fueron naciendo poco a poco la democracia y el constitucionalismo moderno en los siglos XVII y XVIII. En este último siglo, las nuevas ideas económico-liberales promovieron que la modernidad nacida en el renacimiento se convirtiera en una modernidad-liberal que, según algunos estaba centrada en la defensa del ciudadano burgués. Las críticas a la modernidad, por anteponer la libertad burguesa a la fraternidad universal, llevaron en el XIX al nacimiento de una nueva forma de concebir la sociedad en el comunitarismo, que tuvo tres escuelas, el socialismo-marxista, el historicismo nacionalista y el anarquismo. Durante los dos últimos siglos la sociedad se escindió radicalmente en dos ideologías socio-político-económicas excluyentes y antagónicas que rivalizaron, compitieron e incluso llegaron al enfrentamiento violento: la modernidad democrática-liberal y el comunitarismo, especialmente el socialista-marxista.


En este último siglo, las nuevas ideas económico-liberales promovieron que la modernidad nacida en el renacimiento se convirtiera en una modernidad-liberal que, según algunos estaba centrada en la defensa del ciudadano burgués. Las críticas a la modernidad, por anteponer la libertad burguesa a la fraternidad universal, llevaron en el XIX al nacimiento de una nueva forma de concebir la sociedad en el comunitarismo, que tuvo tres escuelas, el socialismo-marxista, el historicismo nacionalista y el anarquismo. Durante los dos últimos siglos la sociedad se escindió radicalmente en dos ideologías socio-político-económicas excluyentes y antagónicas que rivalizaron, compitieron e incluso llegaron al enfrentamiento violento: la modernidad democrática-liberal y el comunitarismo, especialmente el socialista-marxista.


¿Cómo puede ser el hombre auténtico en la promoción de una forma u otra de organización socio-político-económica? ¿Cómo puede alcanzarse de forma balanceada la plenitud del personalismo libre y la plenitud del comunitarismo o comunión de existencia con los demás en el dominio del mundo? ¿Cómo puede hacerse realidad aquel “yo que es un nosotros y aquel nosotros que es un yo” que Hegel propuso como ideal de la historia en la Fenomenología? El hecho es que de la misma manera que la razón no alcanza una patencia de la Verdad metafísica del universo, así tampoco alcanza una patencia dogmática de la verdad socio-político-económica. La razón social camina en la indigencia y en la precariedad. Lo que la historia muestra hasta ahora es que en los siglos XIX y XX la razón socio-política se escindió en dos grandes ideologías contrapuestas y excluyentes.


¿Qué ocurre en los albores del siglo XXI? ¿Dónde estamos hoy? Por una parte, existe el consenso generalizado de que el comunitarismo ha entrado en una profunda crisis, aunque quedan restos estériles de marxismo e historicismo. Por otra parte, la modernidad-liberal, que constituye la trama del mundo moderno, está también en crisis porque no ha resuelto, ni parece estar en condiciones de resolver, las grandes aspiraciones humanas por atenuar el sufrimiento, eliminar la pobreza y crear las condiciones de una justicia universal.


¿Qué hacer ante una racionalidad escindida que impide la unidad de acción entre los hombres? En mi opinión, en el siglo XXI se está produciendo la emergencia potente de un nuevo ideal socio-político- económico que podrá quizá tener la fuerza para aunar un gran consenso social, que deberá ser internacional, que lleve al equilibrio entre los principios de la modernidad liberal, la libertad y la creatividad, y los principios del comunitarismo, el socialismo, la solidaridad y la fraternidad universal de hombres y naciones libres. Creemos que este nuevo horizonte de convergencia en una nueva racionalidad socio-política-económica podría ser promovido por la organización del protagonismo emergente de la sociedad civil. ¿Será esto posible? ¿Podrá llegar a realizarse? En otros lugares he tenido ocasión de reflexionar sobre lo que, a mi entender, deberá ser la filosofía política de los años por venir. En uno de los epígrafes del ANEXO conclusivo de este ensayo me he referido también a ello.


Cuando desde nuestro lugar avanzado en los primeros años del siglo XXI miramos hacia atrás y contemplamos los tiempos prehistóricos que dieron comienzo a la gran aventura humana de la historia, advertimos que aquel hombre prehistórico era ya el hombre universal. Es el mismo hombre que seguimos siendo nosotros. Somos hombres que seguimos queriendo responder en autenticidad a la llamada de la Tierra. La Tierra nos pone en incertidumbre y nos impulsa a responder con un compromiso metafísico. La respuesta prehistórica fue religiosa, y así continuó durante siglos. Hoy en día se ha escindido la respuesta metafísica en teísmo y ateísmo, pero la modernidad crítica nos instala en el respeto profundo de unos a otros. La llamada de la Tierra nos impulsa a ser auténticos, rompiendo el egoísmo, comprometiéndonos en dominar el mundo por la comunión interhumana. Después de siglos y siglos de desarrollo social, político, económico y tecnológico, el panorama actual de la humanidad es hiriente y desmoralizador: un inmenso piélago de sufrimiento se extiende por doquier y está reclamando soluciones pragmáticas y urgentes. La historia ha estado ahogada por ideologías contrapuestas y excluyentes. Deseemos que el siglo XXI alumbre ideas potentes que sean capaces de aunar el consenso social, imponerlo, y llevar pronto la justicia a tantos hombres sufrientes que viven su existencia con angustia y desamparo.





Nota introductoria y prólogo


El gran enigma. Introducción


Capítulo introductorio


1. Razón, ciencia, filosofía, ¿permiten salir con seguridad de la incertidumbre metafísica?


2. Teísmo, ateísmo, religiones, creer o no creer en el Dios oculto y liberador


3. El cristianismo


Epílogo. La respuesta del hombre auténtico a la llamada de la Tierra


Anexo. La interpretación del cristianismo en el mundo moderno