El gran enigma. Ateos
y creyentes ante la incertidumbre del más allá
Anexo. La interpretación del cristianismo
en el mundo moderno
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I. La imagen del hombre en la ciencia y en la fe cristiana
La idea del hombre en la fe cristiana ha estado durante siglos y siglos
bajo influencia del paradigma greco-romano. En un marco dualista, se
entendió que el hombre era un compuesto de materia y forma, dos formas
de realidad irreductibles (como el ser y el no- ser). Popularmente se
hablaba de alma y cuerpo. El alma era una entidad inmortal por su
propia naturaleza que, al producirse la muerte como separación de alma
y cuerpo, entraba en la dimensión transcendente de la vida eterna. Esta
manera de pensar “dualista” tuvo su origen en Platón y Aristóteles
(hilemorfismo). Pasó después a la patrística (sobre todo a los
neoplatonismos, no tanto a la patrística inspirada en la filosofía de
la Stoa, o estoicismo) y a los sistemas escolásticos. La “idea”
platónica o la “forma” aristotélica recogían el “ser” de Parménides que
permanecía en sí mismo y no podía dejar de ser. Santo Tomás distinguió
entre formas corruptibles (compuestas) y la forma simple, el alma
humana, que era inmortal por su propia naturaleza. La cultura hebrea
(como se ve en los estudios de antropología hebrea) no era dualista: el
hombre era la unidad viviente del cuerpo y la vida brotaba de él. Pero
el dualismo greco-romano, que dominaba la cultura de los primeros
siglos, forzó pronto, desde la patrística, la hermenéutica
filosófico-teológica antigua que fue dualista. Este dualismo dominante
de la filosofía y teología cristiana (no del kerigma, sino de la
hermenéutica) se transmitió a la vivencia popular de la fe.
Incluso hoy la mayor parte de los cristianos creen que en todos los
hombres existe un “alma inmortal” que perdura más allá de la muerte.
Tal como concibe la imaginación popular, en la muerte se produciría
como la exhalación de esa entidad simple que, sin morir, entraría en
una nueva dimensión (es lo que suele apuntarse en la expresión
cristiana popular “exhaló el espíritu”). Esta idea ha pasado al arte
cristiano donde se ha pintado la separación del alma tras la muerte en
forma de angelitos, llamas o palomas que se escapan de la materia y
entran en el más allá. El alma es espiritual y simple, irreductible por
su propia naturaleza al mundo de la materia que causa la entidad
corporal que se corrompe y deshace tras la muerte. La muerte no es
muerte del alma, sino la separación de alma y cuerpo, siendo sólo éste
objeto de corrupción.
Contradicción entre la idea de alma inmortal y la ciencia.
La ciencia es una visión monista del universo y los seres vivos (todo
se produce desde un único principio material). Para la ciencia, cuando
el hombre muere, muere en su totalidad. Es decir, la ciencia no tiene
fundamento para considerar que en el hombre exista algo similar a lo
que la fe cristiana ha entendido como alma, en un contexto dualista. La
vida psíquica de los animales (sus sistemas sensitivo-perceptivos, su
conocimiento, sus emociones, y todos los procesos protohumanos
complejos que anticipan la mente humana) resultan de los procesos
engramáticos (sistemas de relación entre neuronas) de los circuitos o
redes neurales. En el hombre todo sucede de una forma similar a la
mente animal, pero en niveles de complejidad neural que causan la
aparición del estado racioemocional propio de la mente humana. La
biografía del hombre y sus obras en la historia se explican por
funciones que ha producido el sistema nervioso. En este contexto, como
pasa con los animales, la muerte del hombre es la muerte de todo el
hombre. La ciencia no tiene argumentos naturales, asequibles a la razón
científico-filosófica, que lleven a pensar que exista algo más en el
hombre. Esto es un hecho.
Es explicable que esta visión del hombre en la ciencia entre en
contradicción con la imagen popular cristiana del alma. El dualismo y
la idea de “alma inmortal” es una imagen arraigada (incluso de forma
emocional y vital) tanto en filósofos, teólogos y sacerdotes, como en
la piedad popular de la mayoría de los fieles. Es explicable que lo
dicho por la ciencia se vea como materialismo, impiedad, agresividad.
Basta sospechar que una persona duda, o pone en cuestión, una creencia
tan arraigada para que se la descalifique y se la margine de mil
maneras en ciertos círculos cristianos.
Cabría decir que la creencia en el “alma” fuera sólo una fe que la
ciencia no pudiera por qué conocer. Pero el problema es que la
existencia del alma ha sido siempre, en el paradigma greco-romano, una
afirmación ante todo filosófica, y esto ha traslucido a la idea popular
de alma. Por ello, muchos científicos, sobre todo filósofos, psicólogos
y neurólogos, conocen la afirmación cristiana del “alma” como hecho
histórico objetivo y denuncian que el mundo cristiano se mueve fuera de
la racionalidad y de la ciencia. Muchas de las incompatibilidades entre
ciencia y fe se deben a la idea del alma. No son pocos los científicos
que tienen en la idea cristiana de alma la ocasión de burla y escarnio
de las creencias cristianas. Una muestra del “atraso” del mundo
religioso.
Es claro que esta contradicción, al menos aparente y con presencia
social, hace que debamos preguntarnos, ¿es en efecto la imagen del
hombre en la ciencia contradictoria con la imagen del hombre en la fe
cristiana? Creemos que no es contradictoria. Pero, para entenderlo,
debemos aclarar que el dualismo, aunque fue una hermenéutica extendida
durante siglos (que todavía perdura), no es esencial en la fe cristiana.
1. La fe cristiana no implica una idea científico-filosófica del hombre.
Debemos establecer en primer lugar que el kerigma cristiano no contiene
una idea del hombre ni cultural, ni filosófica, ni científica. La
cultura hebrea tenía una cierta antropología no trabajada
filosóficamente, pero que no era dualista. Esta antropología dejó su
huella en la biblia, pero la creencia en la inspiración de las
Escrituras no supone considerar que la antropología hebrea debiera
estar “inspirada”. Más adelante, la hermenéutica del cristianismo en la
cultura greco-romana llevó al dualismo del paradigma antiguo que tuvo
como resultado la idea de alma que hemos comentado. Pero debemos
entender que la idea del hombre dualista no era kerigma cristiano, sino
hermenéutica propia de la cultura antigua. Por consiguiente, la idea
cristiana del hombre tampoco exige la identificación con la
antropología dualista antigua. La formación de la idea del hombre en la
modernidad estuvo determinada por la ciencia y, en especial, por la
neurología evolutiva, llevando a las consecuencias expuestas (ver:
capítulo primero). La idea cristiana del hombre tampoco se identifica
con la idea del hombre en la ciencia moderna. Por consiguiente, ¿cuál
es entonces la idea del hombre en la fe cristiana?
2. El hombre en el kerigma cristiano. El hombre en el mundo es
un ser racioemocional que está abierto al conocimiento del posible Dios
y es posible sujeto de una apelación divina. El cristianismo afirma que
la incipiente llamada de Dios al hombre por la razón natural en la
creación (testimonio del Padre) y en el sentido del Dios oculto y
liberador (testimonio del Hijo, del Verbo, del Misterio de Cristo),
culminan en la llamada interior del Espíritu de Dios en el “espíritu”
humano (testimonio del Espíritu Santo). Cuando el hombre responde
positivamente a esta llamada es religioso y entra en la vía de la
“santidad”. El hombre, al ser religioso, vive esta llamada del Espíritu
que, al ser una llamada, mueve a confiar en que no será “en falso”,
sino que Dios será fiel a una llamada que no podrá cumplirse sino tras
la muerte. La esperanza cristiana en una pervivencia más allá de la
muerte es, pues, una consecuencia de la vivencia de una llamada del
Espíritu que proyecta a la salvación en que Dios se compromete por su
llamada en la Creación, en la palabra de Jesús y en la apelación
interior del Espíritu. Es la confianza en la fidelidad de un Dios que
llama y apela interiormente de una forma directa que se vive en la fe
religiosa.
3. El hombre objeto de la apelación divina. Ahora bien, el
hombre y el mundo, objeto de la apelación divina, no son necesariamente
el hombre y el mundo de la cultura hebrea; no son el hombre y el mundo
de la antropología dualista del paradigma greco-romano; no son el
hombre y el mundo de la ciencia moderna. ¿Cómo son el hombre y el
mundo? En realidad, la idea cristiana del hombre está abierta. En
principio cómo son el hombre y el mundo se manifiesta en la obra de la
creación y ésta es conocida por la razón, por la ciencia y la
filosofía, de acuerdo con el avance del conocimiento. Por tanto, la
ciencia y la filosofía entienden que el hombre es como se ha descrito
antes y no cabe pensar que exista un alma que, por su propio modo de
ser espiritual y simple, en el marco de una antropología dualista
antigua, sea inmortal. Cabe pensar entonces que el hombre es como la
ciencia moderna entiende. No hay otra vía sensata. Se debe admitir que
el hombre ha sido querido y creado por Dios tal como la razón humana
entiende en este momento de la historia. No tiene sentido seguir
aferrados a una manera de entender superada por la ciencia moderna
porque la apelación divina al hombre, la respuesta e historia religiosa
de la persona humana, la salvación y la pervivencia más allá de la
muerte, pueden entenderse cristianamente sin necesidad de recurrir a un
alma inmortal por naturaleza, que no muere. Todo parece indicar hoy que
el hombre muere en su totalidad, pero la persona humana configurada en
la historia de su relación con Dios, la parte superior del hombre (que
podemos seguir llamando “alma”, con tal que no le demos un sentido
dualista), será salvada por Dios.
4. La llamada salvadora del Espíritu se cumplirá en la Nueva Creación.
Por tanto, el ser humano es la historia de la vivencia personal de su
Yo, sus conocimientos, sus emociones, sus decisiones libres, su
esclavitud del determinismo neural, sus trabajos, su vida interior, sus
pensamientos, sus relaciones interpersonales, sus amores, sus
sufrimientos, su vivencia del dramatismo de la historia, el camino
hacia Dios a lo largo de la vida, sus decisiones y vivencias
religiosas, el diálogo mistérico con Dios a lo largo de los años... Ese
conjunto de experiencias de la biografía del Yo constituye la parte
superior del hombre, su espíritu: podemos decir incluso que el hombre,
a lo largo de su vida ha configurado su “alma personal”, hecha a partir
de las posibilidades de su biología neurológica creada por Dios. Esa
alma humana que recibe la llamada o apelación del Espíritu de Dios
confía en la salvación y pervivencia más allá de la muerte no porque el
alma no muera por su ontología, sino porque Dios en la Nueva Creación
prometida emprenderá la recreación de nuestra alma personal. Ya el
mismo san Pablo, al referirse a la esperanza cristiana de la vida
eterna, se refiere siempre a ella en términos de resurrección, de la
recreación hecha por Dios de nuestro cuerpo ya inmortal en la Nueva
Creación. Dios nos salva y, sin resurrección, no habría esperanza de
salvación. Incluso para la teología antigua, ya que las almas sin el
cuerpo no tenían individualidad personal, debía esperarse igualmente la
recreación de un nuevo cuerpo inmortal hecho por Dios. En la liturgia
cristiana hay formulaciones (que provienen de san Agustín) que pueden
interpretarse en el sentido que explicamos: “aunque la certeza de morir
nos entristece...”, ya que la muerte de nuestra entidad humana es
cierta, sin embargo, “nos consuela la esperanza de una futura
inmortalidad”, puesto que la inmortalidad en que el hombre confía por
la fe no es una inmortalidad natural sino la inmortalidad recreada por
Dios en la Nueva Jerusalén Celestial.
Esta creencia en la omnipotencia divina para recrear el yo personal de
cada uno en un nuevo cuerpo inmortal, es una creencia, una persuasión
fundada en la fe y envuelta en un profundo misterio. ¿Cómo crea Dios el
universo? ¿Cómo se relaciona la ontología del universo con la ontología
de Dios? Todo esto y otras muchísimas cosas no las conocemos. El ateo
tampoco puede responder muchas de las preguntas acerca de la existencia
de un puro universo. El hombre vive en el misterio, y uno de los
misterios de la fe es cómo la omnipotencia divina será capaz de recrear
la Nueva Creación y en ella nuestro yo personal de una forma más rica y
potente que en la tierra.
Conclusión. Por consiguiente, la única actitud
que tiene sentido para la filosofía y la teología cristiana es entender
que el mundo ha sido creado por Dios tal como la ciencia y la filosofía
moderna entienden, con rigor y honestidad. No tendría sentido, ni sería
culturalmente posible, cerrarse en una visión antigua y anacrónica de
las cosas que sólo acabaría conduciendo a la marginación intelectual de
la fe cristiana en el mundo moderno y a dificultar innecesariamente la
proclamación del kerigma cristiano. El universo y el hombre han sido
creados por Dios en la forma que la ciencia describe. Ahora bien, ésta
imagen del hombre y del mundo es perfectamente compatible con la imagen
esencial del hombre en la fe cristiana, un hombre apelado por Dios en
el Espíritu y llamado a la salvación. El “alma” humana es “inmortal” no
porque esté constituida por una ontología “indestructible” por su
naturaleza, de acuerdo con la imagen dualista que dominó el mundo
cristiano durante siglos, sino porque Dios será fiel a su llamada y la
recreará en la Nueva Creación, donde perdurará ya sin morir.
II. La autonomía evolutiva del universo. ¿Por qué Dios permite el sufrimiento?
El hombre ha buscado la Vida. Por ello se preguntó si en lo metafísico
pudiera hallarse la plenitud de la Vida. Abierto a la posibilidad de la
existencia de Dios por el enigma del universo albergó pronto la ilusión
de que ese Dios pudiera ser quien concediera la Vida a la especie
humana. Sin embargo, la posibilidad de la existencia real de ese Dios
salvador se vio pronto oscurecida por la experiencia desmoralizadora de
la doble dimensión del silencio- de-Dios: silencio ante el conocimiento
humano (por el enigma del universo) y silencio ante el drama de la
historia (por el sufrimiento producido por el Mal ciego de la
naturaleza y por la perversidad humana).
Para el hombre de todos los tiempos fueron una experiencia traumática
el dolor y el sufrimiento, el propio y de los seres queridos, pero
también el drama de la historia, las grandes tribulaciones colectivas y
el dolor universal. Nada ha podido dominar el profundo desconcierto de
su espíritu: primero al tener que verse en el desespero del dolor y de
la angustia de la vida, en momentos en que parece estallar la cabeza,
se siente la impotencia, el abandono, odiando la vida e incluso
deseando no haber nacido, la angustia ante la muerte; segundo, cuando
en el paroxismo del desespero el hombre recurre a Dios pidiendo,
suplicando, ayuda en el dolor y no recibe más respuesta que la aparente
indiferencia y silencio de la Divinidad.
Para el ateísmo el silencio-de-Dios es incompatible con la creencia de
que Dios sea real y existente. Pero para muchas personas creyentes,
aunque lo sean, el sufrimiento produce desconcierto total, perplejidad
existencial casi absoluta, a veces incluso un malestar ante Dios que
puede llevar a poner en cuestión las mismas opciones religiosas
esenciales por el sentido religioso de la vida. No cabe duda de que
muchos ateísmos e indiferencias son, en el fondo, un “ajuste de
cuentas” con Dios. Es frecuente que el hombre religioso tenga una
imagen tan sublime de la omnipotencia y de la providencia divina que le
lleve a entender que todas las circunstancias y detalles de la vida de
cada uno de los individuos están específicamente diseñados por Dios. De
ahí que se entienda que sea Dios el que “pone” en la vida de cada
persona el bienestar, la bendición, especialmente producidos “para
ella”. Pero igualmente Dios “pone” o “manda” para otras personas la
enfermedad, el accidente mortal, el fracaso en el amor, el terremoto
desolador o las guerras, o el encuentro con la persona perversa que
produce quizá un dolor mayor que el físico. Es frecuente escuchar
exclamaciones como: ¡Dios mío! ¿Por qué te lo has llevado? ¿Por qué has
hecho esto conmigo? ¿Por qué me has mandado esta enfermedad? ¿Por qué
has permitido este accidente, o este terremoto? En otros tiempos
incluso los predicadores atribuían a un castigo divino diseñado por
Dios las grandes tribulaciones colectivas (como fue a mitad del siglo
XIV la peste negra que asoló Europa).
1) El carácter emocional del sufrimiento y de la religiosidad.
El sufrimiento es algo que coge con tanta profundidad emocional al ser
humano que, cuando se sufre, es casi imposible no sentir una inmensa
distancia emocional ante un Dios que calla. Superar el malestar del
sufrimiento ante Dios no es nunca resultado de un frío análisis
racional. La religiosidad con que el hombre, a pesar de la lejanía y
del silencio-de-Dios, se abre a la creencia en un Dios oculto y
liberador nace de la fuerza emocional del hombre que, a pesar de todo,
busca el consuelo en la existencia de Dios. El malestar ante Dios y la
búsqueda de Dios son emocionales (aunque también haya parte de razón).
Sin embargo, aun siendo así, también es verdad que el ejercicio de la
razón en la ciencia, en la filosofía y en la teología, permite un
entendimiento de las cosas que ayuda a situar el papel del sufrimiento
en el plan de Dios y a reforzar las actitudes emocionales que están en
la base de la religiosidad. Esta es siempre racioemocional, pero en el
juicio sobre Dios, desde el fondo hiriente del drama de la historia,
predomina la fuerza de los impulsos emocionales.
3) El eterno designio creador de un universo sufriente. El
cristianismo, como se explicó, entiende que el origen de la creación es
la voluntad divina de hacer al hombre partícipe de la vida divina. Pero
Dios quiso crear al hombre a semejanza de Dios mismo: como persona en
plenitud de dignidad, existencialmente rica, que hace nacer desde su
propia libertad creativa lo que debe ser de ella misma en su futuro. El
hombre nacía en Dios desde la libertad personal y Dios debía nacer en
el hombre desde la libertad personal. Por ello, el diseño de la
creación debía ser un diseño para la libertad. Un diseño que no podía
ser un simulacro, una libertad atenuada y ficticia. Un diseño de
libertad real en que Dios no se impondría y que produciría la negación,
el pecado, como libre cerrazón del hombre ante Dios. Si el hombre fuera
realmente libre, el pecado pudiera enseñorearse de la historia real y
el hombre pudiera tener acceso a comer continuamente del árbol de la
Vida (dominando la vida, sin la amenaza de que existiera el
sufrimiento), entonces ese tipo de creación podría separar al hombre de
Dios, ya que no le facilitaría la aceptación de la oferta de amistad
con Dios. Por ello, el hecho del pecado decidió a Dios a crear un
universo en que el hombre fuera indigente. Por tanto, en que, pudiendo
estar cerrado a Dios en libertad, sin embargo, fuera indigente y
necesitado, sufriente. Para ese hombre Dios aparecería como el único
posible horizonte liberador. El interés por la vida daría así al
hombre, aun pudiendo pecar, un impulso emocional hacia Dios y se
facilitaría el encaminamiento de su voluntad libre hacia Dios. Esto es
lo que la historia de Adán y Eva en el Jardín de Edén expresan
míticamente al decir que, tras el pecado, Dios expulsó al hombre del
Paraíso para que entrara en el universo real, un universo sufriente de
dolor, de trabajo, en el que la vida terminará volviendo al polvo de la
tierra, la muerte. Para la tradición cristiana el dolor fue siempre una
consecuencia que Dios aceptó por el pecado.
3) El universo autónomo como diseño para la libertad y el sufrimiento.
¿De qué manera concibió Dios la creación para que el universo hiciera
posible una libertad sin atenuantes y, al mismo tiempo, la realidad de
un hombre sufriente que mirara hacia Dios como único posible liberador?
Podemos conocerlo al constatar cómo es de hecho el universo que Dios ha
creado. Lo tenemos delante, formamos parte de él y podemos estudiarlo
por la razón científica y filosófica. Este es el mundo que Dios ha
creado. Y la razón nos dice que lo ha creado con una forma autónoma. El
universo es autónomo. Dios crea, y sostiene en el ser continuamente, un
universo autónomo. ¿Qué quiere esto decir? Pues que, como nos dice la
ciencia, el universo apareció en el big bang al generarse un tipo de
realidad física primordial con unas propiedades ontológicas precisas
que, al evolucionar y dar lugar a la organización del mundo cuántico y
clásico, produjo las leyes que rigen el mundo físico. Este tipo de
realidad física, radiación y materia, es la que deriva evolutivamente,
por si misma con total autonomía, a producir el 4.5 por ciento de
materia visible, el 25 por ciento de materia oscura y el 70 por ciento
de energía oscura que todavía desconocemos (pero que quizá tenga que
ver con la condición de radiación cuántica que se generó en el big
bang). Decir que este universo es autónomo significa que todos los
estados y objetos, con el orden físico y biológico que suponen,
producidos en su proceso evolutivo, surgen como consecuencia de las
propiedades de la realidad física primordial y de las leyes naturales
derivadas. En otras palabras, para explicar el proceso evolutivo no es
necesario recurrir a un Deus ex maquina o un Dios-tapa-agujeros que
intervenga en el proceso para hacerlo posible. Todos los estados del
universo evolutivo son resultado de la evolución de un proceso autónomo.
4) Un universo autónomo como diseño de un universo sufriente. Un
universo autónomo y evolutivo de esta naturaleza se hace poco a poco.
El orden nace en el marco de grandes convulsiones cósmicas. Nace la
vida pero de forma precaria. Evoluciona por medio del conflicto entre
la vida y la muerte, en el devenir universal. La vida lucha hacia la
perfección, y avanza, pero en el camino debe conciliarse con la lucha,
la imperfección, con el error, con la enfermedad y la muerte.
5) Un universo autónomo como diseño para la libertad. Este tipo
de universo es apropiado para que la razón humana, desde su interior,
pueda concebir que pudiera ser puramente mundano, sin Dios. Pero
tampoco cierra que pudiera explicarse por una Divinidad que hubiera
fundado la consistencia del universo y el diseño de las propiedades
germinales de la materia para producir orden. Pero, en todo caso, un
universo autónomo no exige necesariamente, una vez creado y mantenido
en el ser, la intervención de Dios en sus procesos internos. Decimos,
pues, que el universo aparece como autónomo a los ojos de una razón
humana que se mueve en la incertidumbre. Pero el teísmo entiende que,
si Dios existe, esta autonomía no tiene valor ontológico último porque
estaría diseñada por Dios, creada y sustentada continuamente en el ser
(creatio continua), ya que, si Dios quisiera, el universo desaparecería
en cualquier momento. El universo sólo puede ser autónomo para el
conocimiento humano, pero no es “autónomo” desde el punto de vista de
su dependencia ontológica de la acción creadora de Dios (aunque esto,
obviamente, lo afirma sólo quién es teísta).
6) Dios respeta la autonomía evolutiva del universo. Dios ha
querido crear un universo autónomo y respeta la forma autónoma en que
produce sus estados evolutivos. Este destino ciego de una evolución
autónoma hace que un individuo de la especie humana sea generado con
una biología más sana que otro. Un hombre producirá cáncer y el otro
no. Uno vivirá cien años y el otro setenta. La geología ciega de la
tierra producirá un terremoto en un lugar y no en otro. La perversidad
humana libre producirá guerras en unos sitios y no en otros. La
biología y la neurología evolutiva harán que unos hombres nazcan con un
psiquismo sano y noble, pero otros con un “alma” perversa. Dios ha
querido que el universo evolucione con autonomía y que a cada
individuo, o grupo humano, le toque asumir lo que les depara el destino
ciego de ese universo autónomo. Dios acepta que el universo evolucione
por sí mismo porque esto forma parte de su plan para ocultarse y dejar
abierta la libertad. Esto no sería posible si Dios no respetara el
destino e interviniera por sistema para salvar a “los buenos”. Cada uno
debe cargar con las circunstancias que le han tocado en la ruleta de un
universo ciego.
7) La acción divina en el mundo. En un mundo absolutamente
determinista (el mundo decimonónico de Laplace) era difícil entender la
acción de Dios en el mundo, ya que podría suponer un desajuste
ininteligible. Pero la imagen actual del universo en la modernidad
crítica significa que en un mundo de indeterminismo cuántico y clásico,
la acción de Dios podría producirse sin alterar la marcha de los
procesos naturales (esto ha sido estudiado hoy por varios autores,
entre ellos por Polkinghorne o William Stoeger). La Providencia de Dios
podría estar actuando en la historia, sin romper la autonomía del
universo. Además, tendría sentido que el creyente se abriera a Dios
solicitando ayuda. Es comprensible que Dios, como criterio general,
respete el destino que a cada uno le toca en la evolución, pero puede
responder a la llamada del hombre. La llamada “oración de petición”
tiene así completo sentido. De acuerdo con ello, los creyentes no
tienen por qué rechazar incluso la posibilidad de la acción divina en
los milagros (como el mismo Polkinghiorne ha explicado). El universo es
autónomo pero su forma física hace posible que Dios pueda actuar en él.
8) La religiosidad natural y cristiana asumen el sufrimiento. El
hombre puede pedir ayuda a Dios desde la angustia. Pero el universal
religioso es creer en el Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía
y de su silencio. El Misterio de Cristo supone aceptar el Dios
kenótico, impotente y humillado en la cruz. La auténtica religiosidad
no es un “negociado” de intereses (pongo la vela en la iglesia para que
mi hija apruebe los exámenes o para que se cure la enfermedad de mi
marido). La religión auténtica, tanto natural como cristiana, supone
siempre, de antemano, aceptar la impotencia del Dios oculto y
liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Ser religioso es
aceptar la voluntad de Dios que ha querido este universo de
sufrimiento. “Mi” enfermedad, “mi” accidente, “mi” inserción en el
drama de la historia, resultan de la ruleta ciega de la fortuna
evolutiva de un universo autónomo. Dios ha creado este universo
autónomo, es verdad, y ha aceptado de antemano que sobre unos caiga un
peso mayor de la fatalidad. Pero comentando la teología del proceso (de
Whitehead, ya mencionada), Dios está condicionado por un universo
autónomo (no por un universo que no ha creado, como dice la teología
del proceso). Pero en este universo, que lleva consigo el sufrimiento
que reparte la rueda del Destino, Dios nos ayuda, nos acompaña y
consuela, y nos ayuda a llegar poco a poco a la perfección que nosotros
mismos produciremos creativamente. La religiosidad da un voto de
confianza a Dios y transige con el sufrimiento, por duro que pueda
parecer. Pero Dios consuela en la angustia de la vida y ayuda a
sobrellevar el drama de la historia.
III. La santidad y la salvación. ¿Quiénes serán salvados por Dios?
La temática que se sugiere en el título de este epígrafe representa una
cuestión abierta, que suscita grandes dudas. No es fácil ver cómo debe
ser entendida con precisión en sentido cristiano. Quedan abiertas dudas
e hipótesis teológicas que podrían dar sentido a posibles respuestas.
Las dudas nacen, por una parte, al considerar con objetividad lo que es
la vida real de la mayoría de los seres humanos y, por otra, el
contenido de la Escritura, de la Tradición teológica cristiana y, sobre
todo, del kerigma cristiano que quiere proclamar el mensaje de Jesús.
La teología se funda en la lógica de la fe. Lleva a la idea de que la
Providencia de Dios asiste a la iglesia en la transmisión a la historia
del mensaje de Jesús y la inspira en la composición de la Escritura en
que se fijan los registros esenciales de su doctrina. El acierto de
esta teología se hizo patente ya en los primeros siglos cuando por los
primeros concilios se fue estableciendo el Canon (lista) de los Libros
Sagrados y se interpretó la Escritura para fijar tanto la idea revelada
del Dios trinitario como la naturaleza de Jesús (que habían producido
un sinnúmero de herejías). Creo que algo parecido pasa hoy con el
problema de la salvación de los hombres. La Escritura y el kerigma en
la Tradición cristiana presentan aspectos y perfiles que, cuando desde
ellos queremos ir a la realidad de la vida real para entenderla, se nos
presentan oscuridades y dudas fundadas. Por esta razón creemos que la
iglesia, hoy como ayer asistida por la Providencia de Dios, debería
también –de forma similar a lo que hizo en los primeros concilios–,
teniendo en cuenta la Escritura, el kerigma cristiano y la teología en
la tradición, emprender una clarificación que profundizara en puntos
que todavía se presentan oscuros en relación a la forma en que se
realiza la salvación de los hombres. Si Dios creó para la “santidad”,
¿es posible hallar “santidad” en la historia?
1) Diseño y creación del universo para la santidad. No hay nada
más esencial en la explicación cristiana del origen del universo que la
existencia de un Dios Trinitario que crea por Amor, es decir, por la
voluntad de entregarse a sí mismo en su propia realidad divina para que
sea participada por seres creados. El hombre es la creatura diseñada y
creada finalmente por Dios para ofertarle la vida divina de una forma
sorprendente: entrando en la misma filiación divina, o sea, siendo como
creaturas hijos de Dios. Es perfectamente comprensible que Dios
quisiera que una creatura llamada a un destino tan alto tuviera una
alta dignidad como persona libre que hiciera nacer en sí misma el Amor
de Dios con una gran riqueza existencial, con una melodía interior que
dotara de riqueza la integración en la vida divina. Por ello, la
“santidad” en sentido cristiano no sería otra cosa que la melodía
generada en el hombre para cualificar la relación libre y personal con
Dios. La santidad es la aceptación y la entrega a Dios como valor
supremo de la vida, es la voluntad de hallar la plenitud en Dios
acrisolada desde la experiencia de libertad radical ejercida en medio
del dramatismo general de la existencia en el escenario del mundo.
Este plan creador orientado a establecer el escenario que haga posible
la densa melodía existencial de la santidad quedó elevado a un nivel
muy superior en el Misterio de Cristo. Cristo, como Cabeza de la
humanidad, introduce a Dios en la estirpe humana y, al mismo tiempo,
lleva al hombre al corazón de la Trinidad. La santidad de todos los que
debían vivir, como dice el Apocalipsis, lavando sus vestiduras en la
Sangre del Cordero (imagen de Cristo en la cruz), ha llegado sin duda a
configurar historias verdaderamente “santas”. Así, la santidad de
María, Madre de Cristo y Madre de Dios (madre de la naturaleza humana
de la persona divina de Jesús y, por tanto, madre de Dios, como siempre
ha entendido la fe cristiana). Pero fuera del cristianismo la santidad
ha llegado también a cotas de excelencia extraordinarias. Todos los
hombres han sentido que Dios podría ser el fundamento del universo y se
han abierto a la esperanza de que fuera real, por encima de su lejanía
y de su silencio, creyendo en el Dios oculto y liberador. Todos los
hombres han sentido además la experiencia mística y sobrenatural de una
extraña apelación interior que se muestra en el misticismo de todas las
religiones. El Espíritu de Dios abarca el universo y atrae desde su
interior a todo hombre hacia Dios y es la fuente de la santidad en
todas las religiones.
2) La llamada universal a la santidad y a la salvación. La
proclamación del proyecto universal de salvación emprendido por Dios en
la creación del universo es inequívoca. Esta voluntad salvífica
universal está en la Escritura y, además, ha sido proclamada en el
kerigma cristiano. En palabras de san Pablo, Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. A esta
voluntad salvífica cabe hacerle dos comentarios. Primero que Dios ha
debido velar para que todos los hombres tengan los medios suficientes
para la aceptación de Dios y salvarse por el ejercicio de su libertad.
Segundo que llamar a la salvación supone llamar a la “santidad”. ¿Por
qué? Pues porque no parece tener sentido en el plan altamente
cualitativo de Dios que se llegara a la salvación sin “santidad”, es
decir, sin una cualificación suficiente ante Dios, sin una “melodía
existencial” apropiada para integrarse dignamente en la vida divina por
la filiación y la hermandad con Jesús.
3) La aparente pobreza existencial religiosa de la humanidad. Es
un hecho que la inmensa mayor parte de la humanidad ha sido y sigue
siendo religiosa, de una u otra manera. Unos sólo con religiosidad
interior (especialmente en el mundo creado por la modernidad), pero
otros integrados en religiones objetivas, las propias de su cultura.
Desconocemos el “nivel cualitativo” de la religiosidad interior de
todas esas personas religiosas: no sabemos la intensidad interior con
que están intuyendo el sentido de su religiosidad en el universal
religioso por la aceptación del Dios oculto y liberador, aunque
nosotros postulemos que ese es el sentido profundo de toda
religiosidad. Al parecer, los datos objetivos de que disponemos (la
descripción objetiva de lo que pasa en la sociedad y las inferencias
derivadas) permiten interpretar que la religiosidad de la mayor parte
de las personas se está viviendo con una gran pobreza existencial y
religiosa. Los cristianos que viven su “santidad” hasta alcanzar los
niveles de calidad que, según podemos colegir, fueran los deseados por
Dios en su plan creador, no pasan de ser minoría. En los países
desarrollados de la modernidad la mayor parte de los cristianos –que
son religiosos y aceptan a Dios, siendo sin duda creyentes– pasan su
vida zarandeados por las circunstancias inmediatas, casi sin noticias
de la iglesia, sin formación religiosa alguna, ni cristiana, sólo a
impulsos de sus pasiones naturales, ignorando indiferentes todo cuanto
tiene que ver con la religión, e incluso en ocasiones dejándose llevar
por la presión social de actitudes puramente mundanas, sin Dios... No
sabemos qué pasa en su interior, aunque presumimos que, en el fondo,
están abiertos a Dios. Pero, en conjunto, todo parece indicar que su
vida ha discurrido sin que estas personas hayan podido alcanzar una
“maduración” religiosa suficiente hasta aquellos niveles de “santidad”
que Dios ha debido pretender en la creación... ¿Tienen sentido los
planes de Dios? ¿Tiene sentido que Dios abandone a la mayor parte de la
humanidad a quedar limitada a una pobre, mínima “cualificación
religiosa” de su existencia? ¿Tiene sentido una creación en que la
inmensa mayoría apenas parece alcanzar la “santidad” que Dios hubiera
deseado en su diseño de creación?
4) El Misterio de Santidad y el Misterio de Iniquidad. Otro
hecho importante en la interpretación de qué deba pasar tras la muerte,
es la increencia y el pecado. No puede caber duda de cuanto vemos en la
sociedad y en la historia. Personas que, quizá creyentes en apariencia,
pero que han vivido totalmente sin Dios, han obrado mal, han producido
por su perversidad sufrimiento en los demás, han obrado con perversidad
el odio y la injusticia. Otras personas, como hoy vemos, que no son
sólo increyentes por vía de los hechos, sino que incluso lo proclaman
con vehemencia, blasfeman de la idea de Dios, desafían a su posible
existencia con insultos, y son enemigos de los hombres religiosos y de
la religión. Pero, ¿no será que acaso también estos son creyentes en su
interior? Quizá, pero los hechos objetivos hacen muy difícil suponerlo
sensatamente. Son personas que están firmemente cerradas a Dios desde
su libertad (al menos en momentos sincrónicos, puntuales, de su
existencia, ya que diacrónicamente, esto es, en el transcurrir del
tiempo, sobre todo al llegar a la muerte, podrían variar, y esto nunca
podremos saberlo).
Junto a estos hechos, el kerigma cristiano que proclama la doctrina de
Jesús de Nazaret afirma que el universo es un diseño creador para la
libertad que hace posible la santidad y el pecado. Esto es
completamente congruente con los hechos constatables en la sociedad y
en la historia. La Biblia –en definitiva “inspirada” por la Providencia
de Dios para transmitir la doctrina de Jesús, tal como creen los
cristianos– sabe que el pecado existe, que es fruto de la libertad y
que la historia es una lucha entre la santidad y el pecado. Los
evangelios dicen de Judas que más le valiera no haber nacido, en san
Juan y en san Pablo se habla de la contraposición de la luz y las
tinieblas, de los creyentes en Jesús y del mundo opuesto a Dios. El
libro del Apocalipsis describe la historia como una dramática
contraposición entre el Misterio de Santidad (la iglesia, que incluye a
todos los hombres abiertos a Dios) y el Misterio de Iniquidad (el
mundo, el pecado). Es verdad que, para la teología cristiana y para el
kerigma cristiano, los símbolos, imágenes e historias cuasimíticas del
Apocalipsis no tienen por qué aceptarse literalmente (cosa que permite
comprobar aquí, de nuevo, la pertinencia del principio de “asistencia”
a la iglesia para interpretar la forma en que el mensaje de Jesús está
presente en la Escritura). Sin embargo, el mensaje esencial del
Apocalipsis que ha asumido y proclamado en kerigma cristiano es que el
pecado existe en la historia y que ésta debe concebirse como una lucha
entre la santidad (Misterio de Santidad) y el pecado (Misterio de
Iniquidad). Esta dramática lucha termina con el triunfo de la santidad
y la salvación final en la Nueva Jerusalén, la Nueva Creación, donde
ante el Trono de Dios estarán los ciento cuarenta y cuatro mil justos
que lavaron sus vestiduras en la Sangre del Cordero degollado (Cristo).
5) Lo que debe suceder tras la muerte: el Juicio de Dios sobre la historia.
Por consiguiente, establecido que existen la santidad, el pecado y ese
estado de tenue religiosidad, o santidad inmadura, tal como hemos
descrito, ¿qué debe suceder tras la muerte, según la perspectiva del
kerigma cristiano? En principio digamos que la fe cristiana establece
dos hechos que sucederán y cuya congruencia no acaba de estar clara
para la teología. El primer hecho es que, tras la muerte, todo hombre
entra inmediatamente en la dimensión de la eternidad y queda abierto a
un Dios que hace sobre su existencia libre y personal un Juicio
particular. Pero, por otra parte, afirma también la existencia del
Juicio Final que se producirá al final de la historia. Será entonces
cuando todos los muertos resucitarán, es decir, recibirán un nuevo
cuerpo en la Nueva Creación, y Dios desvelará entonces el sentido de la
historia y juzgará la historia de cada uno, encaminándolo hacia su
destino final. Será entonces, tras el Juicio Final, cuando la historia
entre en la Nueva Jerusalén, la Nueva Creación preparada por Dios para
los santos. Esta idea de Juicio Final es enteramente congruente con la
idea bíblica de entrada en la inmortalidad por la resurrección o
recreación de nuestro Yo personal en el más allá (verbigracia, en san
Pablo). Sin embargo, no está clara la congruencia entre la afirmación
del Juicio particular, inmediato tras la muerte, y el Juicio Final que
seguiría a la resurrección de los cuerpos, tras el final de la
historia. No quisiera complicar aquí la explicación para el lector
entrando en ciertas especulaciones de la teología escolástica y
medieval, que serían un entorpecimiento inútil (la escatología
intermedia). Pero sí quiero aportar alguna explicación
filosófico-teológica (que, por tanto, es pura hermenéutica), que creo
puede ayudar positivamente a valorar el problema.
6) Especulación teológica sobre el Juicio de Dios. Cuando la
Biblia, y el kerigma cristiano, afirman la existencia real del Juicio
particular y del Juicio Final lo hacen pensando en términos naturales:
es decir, una historia del mundo que se realiza en un “tiempo del
mundo”, con sucesos que se hallan distendidos a lo largo de los
momentos del tiempo humano del universo creado. Pero la existencia de
Dios está en “otra dimensión” que se designa aproximada e
intuitivamente como “eternidad”. El “tiempo de Dios” sería la
“eternidad”. Sabemos que Dios, desde su eternidad, es soberano del
“tiempo del mundo”. Pero no entendemos, ni conocemos en consecuencia,
cuál es la relación entre el “tiempo del mundo” y el “tiempo de Dios”
(eternidad), ni cómo Dios actúa sobre el mundo. Pero pudiera pasar (no
lo sabemos, aunque podemos especular sobre ello) que el “tiempo del
mundo”, desde sus diferentes momentos, confluyera inmediatamente sobre
el “tiempo de Dios”, sobre la “eternidad”. Si este fuera el caso,
entonces los momentos del tiempo podrían imaginarse como los puntos de
una circunferencia cuyos radios confluyen todos simultáneamente en el
centro. Este “centro” sería la imagen geométrica de la entrada en la
dimensión divina de la eternidad. Si fuera así, entonces, en el mismo
centro, el Juicio particular y el Juicio Final confluirían
simultáneamente en la eternidad. Ambos juicios estarían precedidos por
la resurrección del cuerpo (no habría estados “intermedios”, o sea, de
“almas universales”, pero despersonalizadas por falta de un cuerpo
material que las dotara de individualidad, pero que, como dice
claramente la Biblia, no deberían resucitar hasta el Juicio final, sea
dicho esto aludiendo sólo brevemente a la problemática medieval que no
queremos en absoluto pormenorizar).
Por otra parte, cabe también indicar que las imágenes bíblicas del
Juicio Final, incluido el mismo uso de la palabra Juicio y la
escenografía que supone, las trompetas, los ángeles, el valle de
Josafat, y otros detalles de la narración bíblica, forman parte de la
imagen humana y literaria que no puede tomarse al pie de la letra,
literalmente (de la misma manera que tampoco podemos tomar literalmente
el Apocalipsis o la narración del Jardín de Edén en el libro del
Génesis). Lo más probable es que el “juicio”, particular y final, no
sean otra cosa que el primer encuentro directo del hombre ante Dios
que, al producirse, iluminará la propia vida, juicio particular, y el
conjunto de la historia, juicio final. Dios no aparecerá como un juez
frío y riguroso, sino como el Dios que recibe amorosamente como Padre,
como Hermano en Cristo y como Amor en el Espíritu Santo.
7) El destino final de cada hombre tras el Juicio. La grandiosa
obra de Dios en la creación está hecha para la Libertad. No tiene
sentido pensar que la libertad pudiera ser para Dios un juego
enmascarado o un episodio sin consecuencias reales. Por ello, un
principio esencial del kerigma cristiano ha sido siempre que la
salvación ofertada por Dios depende de la libertad, es decir, que Dios
no salvará a nadie al margen de su libertad. Ahora bien, si el hombre
es libre esto quiere decir que todo hombre tiene en sus manos ser
salvado o no ser salvado. Por ello, el kerigma cristiano proclama que
el Cielo, la morada final de Dios con los hombres, en la Nueva
Creación, es el lugar que Dios prepara para quienes hayan alcanzado el
cumplimiento de su “santidad”. En cambio, el Infierno es el estado o
lugar en que terminan quienes concluyen su existencia sobre la tierra
en una actitud existencial de “pecado”, es decir, de cerrazón de su
voluntad libre a la oferta hecha por Dios. En el “pecado” serían
responsables de no haber aceptado el fundamento natural filosófico que
llevaba hacia Dios (negación que, sin embargo, no los hacía pecadores)
y de no haber aceptado también la llamada interior sobrenatural y
mística del Espíritu (cuya negación los hace ya pecadores en sentido
cristiano). El Cielo es la morada superior junto a Dios, el Infierno es
la morada inferior (de inferus, en latín), el Sheol, la Gehenna, en
otras denominaciones bíblicas. El kerigma cristiano proclama pocas
cosas sobre este estado final de quienes niegan a Dios: que existe, que
se produce tras la resurrección de los muertos, que sucede al Juicio de
Dios que ilumina la propia existencia, que produce el inmenso dolor de
entender qué significa la pérdida de Dios, que es definitivo y eterno,
para siempre. Ahora bien, ¿qué significa “para siempre”? La verdad es
que estamos ya hablando de la otra dimensión, o sea, de lo que antes
llamábamos “el tiempo de Dios”, o la “eternidad”. Por ello es difícil
imaginar, o especular en detalle, qué será el estado de condenación o
separación eterna de Dios. En el fondo es un misterio cómo se realiza
lo que proclama el kerigma cristiano sobre el Infierno. Lo que
ciertamente queda excluido es que el kerigma cristiano acepte
literalmente las imágenes y expresiones que la Biblia presenta en
diversos lugares, desde el AT al NT (como el “fuego”, el “llanto y
rechinar de dientes” o expresiones como “id malditos de mi Padre al
fuego eterno...”) que han dado lugar a representaciones populares como
“la caldera de Pedro Botero” que vemos en los cuadros de El Bosco,
junto a otros tormentos refinados.
8) El estado de tránsito a la salvación: el Purgatorio. Hicimos
antes referencia al estado de tenue religiosidad, o santidad inmadura,
extendido a la mayor parte de los creyentes y personas religiosas. La
expresión del lenguaje ordinario cuando dice “han vivido y han muerto
como animales...” es una medida del dramatismo existencial de muchas
biografías. Esto hacía muy difícil entender cómo se podía estar ante
Dios con un estado de santidad tan inmaduro y, en consecuencia, tan
lejos de la santidad que Dios habría pretendido en la creación. El
kerigma cristiano apunta una solución que parece dar cumplida cuenta
del problema: la existencia del estado de tránsito a la salvación
denominado Purgatorio. Tras la resurrección, aquellos hombres abiertos
a Dios, pero que no hubieran madurado su santidad ante Él (que
probablemente son una inmensa mayoría, incluso los creyentes),
atravesarían un estado de tránsito que les haría producir en sí mismos,
personal y libremente, la maduración de su santidad ante Dios, llegando
al definitivo enriquecimiento existencial que cualifique y dignifique
su existencia para entrar en la filiación y en la hermandad trinitaria.
El Catecismo de la iglesia católica, al referirse a estas cuestiones,
tiene una expresión acertada al decir que aquellos imperfectamente
purificados “sufren después de su muerte una purificación, a fin de
obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo” (n.
1030). Esto es lo que aquí estamos explicando. El Purgatorio es, por
tanto, algo muy lógico para entender la armonía de la fe cristiana.
Algo tan lógico que, si no existiera, habría que inventarlo. Pero, ¿en
qué consiste entonces el Purgatorio? ¿Cómo realiza Dios la
purificación, o maduración en la santidad? La verdad es que no podemos
responder sin especular teológicamente. Cabría especular que el hombre,
en presencia de Dios, revive su historia, sus sentimientos, angustias,
el drama de su vida y sus alegrías, sus decisiones vitales y la huella
de Dios en su biografía, de tal manera que se aprende a leer la
presencia de Dios en ella y el sentido de la historia, hasta producirse
la conversión final, el reconocimiento del Amor divino y el entusiasmo
definitivo por Dios. Es muy probable que la mayor parte de los hombres
necesiten esta relectura final de su existencia, asistida por Dios tras
la muerte, antes de integrarse en la salvación. De la misma manera es
también probable que en esta maduración final necesaria jueguen un
papel decisivo el Juicio particular y Final, a que antes nos
referíamos, que siempre se han entendido como la iluminación final de
la propia existencia ante Dios. La persuasión de que la entrada en el
estado final de salvación supone un “tránsito” o purificación ha sido
admitida, bajo diversas formas, en las grandes religiones. Este estado
de tránsito permitiría entender que no todo acaba en la “pobre vida” de
tantas personas, sino que Dios tiene diseñada la maduración final, tras
la muerte, que cualificará su santidad individual para integrarse en la
Vida divina.
9) Quienes serán salvados por Dios. No hay duda de que el
kerigma cristiano contiene la creencia en la libertad humana, en la
posibilidad del pecado y en la existencia del Infierno como estado
final de quienes se cierran libremente a la oferta divina. No cabe duda
de que los contenidos bíblicos, y la Tradición, no sólo hablan de la
posible existencia del Infierno, sino que parecen dar por supuesto que
hay condenados que han llevado su existencia a este triste final.
Igualmente, el kerigma cristiano, y la tradición de la iglesia, parecen
también asumir la existencia de condenados. La consideración de la
inmensa perversidad e iniquidad que se han desplegado, y que todavía se
despliegan, en la historia, así como la pertinacia de algunos en odiar
a Dios y a lo religioso, como la historia y los hechos objetivos
demuestran, inducen también a admitir que pueda haber quienes mueren
cerrados a Dios y, por tanto, no serán salvados porque no ha concurrido
su libertad. Pero, por otra parte, es también verdad que no se puede
decir con seguridad acerca de ningún ser humano que haya terminado
finalmente en condenación. Por tanto, no puede dudarse que la fe
cristiana contempla la existencia del Infierno como posibilidad final
del destino humano que depende de la libertad personal y no de Dios;
pero no es menos verdad que, si no podemos decir con seguridad de nadie
que se haya condenado, no sabemos entonces si hay alguien que haya
terminado en el estado final que la teología denomina Infierno. Esto es
compatible con todas las creencias proclamadas en el kerigma cristiano
sobre la existencia del Infierno, incluida la persuasión de la
existencia de condenados. En realidad no sabemos si hay condenados o
no, aunque la tradición cristiana haya supuesto que los hay, y todo
parezca indicarlo así.
Pero la creencia cristiana es también que Dios quiere que todos los
hombres se salven, es misericordioso, está comprometido con la estirpe
humana por la creación y por el Misterio de Cristo, ha dejado
testimonio de su verdad y está atrayendo interiormente por el Espíritu
a todos los hombres, “persiguiéndolos”, como el pastor sigue a sus
ovejas, hasta el final de su vida. A todo hombre le es posible, aunque
sea interiormente en el último momento de su conciencia libre, la
“conversión definitiva a Dios”. Por esto nadie sabe lo que pasa
finalmente en el interior de las personas, incluso en aquellas que más
se hayan manifestado externamente en contra de Dios y de lo religioso.
Pero no es sólo que quepa pensar que la voluntad salvífica universal de
Dios se está haciendo realidad en la historia (es difícil admitir que
Dios se haya equivocado en sus planes), sino que, además, cabe también
admitir que la estirpe humana se salvará en el nivel cualitativo de
santidad que la dignifique ante Dios. La maduración final en santidad
de los hombres que mueren “inmaduros a la santidad” se alcanzará por
vías que la Providencia de Dios ha establecido, pero que nos son
desconocidas, aunque las podemos atisbar por los sucesos escatológicos
(los acontecimientos en el final de los tiempos tras la muerte) en el
kerigma cristiano: el Juicio particular y Final, sobre los hombres y
sobre la historia, la iluminación final de la existencia ante Dios, el
proceso de maduración en santidad que tenga lugar en el estado de
transición a la salvación, Purgatorio, por el que muchos hombres
deberán pasar, quizá incluso la mayoría, y entre ellos los mismos
creyentes.
Lo importante es advertir que la fe cristiana no puede tener una visión
armónica de la historia sin entender cómo Dios lleva a la mayor parte
de los hombres a la “santidad debida” que dignifique su existencia ante
Él. Todos los hombres, incluso aquellos que han vivido su vida en
apariencia de total arreligiosidad, e incluso con agresividad ante Dios
y lo religioso, atraviesan la historia interior que sólo ellos conocen
y no acaban de madurar con la muerte. Tras la resurrección, conducidos
por Dios, pasarán por una pedagogía existencial de maduración en
santidad que los preparará para el encuentro final y definitivo con
Dios. La importancia que la iglesia cristiana ha mostrado siempre al
“acompañamiento” de las “almas” de los difuntos es un indicio de la
intuición que siempre se ha tenido sobre el proceso de maduración en
santidad que continua tras la muerte. A nuestro entender, estos
procesos finales tras la muerte son tan importantes que debieran
producir una intervención clarificadora de la iglesia, como se hizo en
otros momentos decisivos en la configuración del kerigma cristiano. Por
consiguiente, quiero dejar aquí sentado con toda claridad que no me
identifico con la posición de teólogos católicos que quisieran que al
Purgatorio le acabara pasando lo mismo que el Limbo. Al contrario,
creemos que el Purgatorio representa un estado futuro, lleno de
posibilidades, que completa con gran lógica el proceso de maduración en
la santidad que, como vemos en la mayoría de la gente, creyentes y no
creyentes, no se realiza cumplidamente durante la vida.
Ha habido pensadores, como Orígenes, que defendieron la existencia final de una apokatástasis, o salvación universal, que iría acompañada de un proceso individual de apokatarsis (catarsis purificadora) apropiado a cada uno de los seres humanos. Versiones light de la apokatástasis
se han presentado siempre en los que tienden al “buenismo”: todo es lo
mismo, Dios es misericordioso y al final todos acaban salvándose. Esta
forma de pensar ha sido rechazada explícitamente por la iglesia: Dios
no juega nunca con la libertad humana, el pecado existe y el Infierno
también existe como posibilidad real del destino humano. No sabemos con
certeza que alguien se haya condenado, por tanto la apokatástasis
sería posible pero no podemos afirmarla. La triste y pobre vida de
muchos, incluso de increyentes, podría acabar atravesando, tras la
muerte, un proceso de purificación previsto por la Providencia divina
que quiere que todos los hombres se salven y alcancen la santidad que
permita integrarlos en la vida divina. Lo más probable es que haya
condenados y así ha pensado siempre la iglesia. Pero en realidad nunca
lo sabremos con certeza. No sabremos hasta dónde llegará finalmente el
plan establecido por la misericordia divina.
IV Ángeles y demonios
Las creencias cristianas en la existencia de ángeles y demonios (pero
sobre todo éstos últimos), creencias por otra parte comunes en la mayor
parte de las religiones, han sido para el pensamiento moderno ateo,
ilustrado por la razón, la ciencia y la filosofía, una de las
afirmaciones religiosas que van ya más allá de lo admisible por sentido
común, la gota de agua que hace que finalmente el vaso rebose y se
desparrame. El mundo religioso aparece, ya sin duda, como irracional.
Creer en demonios que pululan por el aire, se meten dentro de las
personas, “endemoniándolas” hasta hacer depender su liberación del
“exorcismo” de curas “singulares”, todo ello escenificado con detalle
en espectaculares películas, parece que reduce lo religioso al nivel de
lo esperpéntico, más allá de la credulidad de un hombre sensato de
nuestro tiempo. ¿Y Dios que hace? ¿Es que no puede controlar a los
demonios?
Sin embargo, aquí como en todo, si se tiene la intención de hacer una
valoración correcta del cristianismo y de las religiones, ponderando
hasta qué punto son verosímiles, la valoración no debe hacerse a partir
de caricaturas de lo que piensan las religiones, sino conociendo con
precisión cuanto debe conocerse en relación al origen histórico de las
creencias de ángeles y demonios, el papel que juegan en las religiones
y en el cristianismo, así como los problemas y discusiones teológicas
actuales sobre el alcance y la forma de entender estas creencias en el
futuro. Cada intelectual, toda persona, tiene derecho a hacer una
valoración y un juicio libre sobre las creencias religiosas, en uno u
otro sentido; pero, sobre todo si se le concede un valor crucial, esta
valoración debe hacerse seriamente, con competencia y la información
necesaria.
1) Ángeles y demonios en la historia antigua. La historia de las
religiones y de la filosofía muestran la importancia que tuvo en el
mundo antiguo, especialmente mesopotámico, la creencia en la existencia
de seres de naturaleza espiritual, espíritus buenos o espíritus
malignos, que ocupaban una posición intermedia entre el mundo real y la
Divinidad. Entre las religiones y culturas podemos recordar a
musulmanes, los antiguos persas y babilonios, egipcios, griegos,
romanos, celtas, germanos, o los habitantes precolombinos de México. En
el cristianismo se consideró siempre a Dios creador de las cosas
invisibles (ángeles y demonios) y de las visibles (el mundo y el
hombre). Por influencia de las religiones también la filosofía antigua
consideró la existencia de eones o poderes intermedios, como se ve en
Plotino o en las filosofías neoplatónicas en general que, en los
tiempos del helenismo, estuvieron influidas por las religiones místicas
orientales y por los dualismos maniqueos muy extendidos (que se
referían al fundador religioso oriental Manes). Los estudiosos han
aducido dos causas que explican el origen de estas creencias por la
función que cumplían. A) Por una parte, era difícil admitir que Dios se
hiciera presente como tal, en su dignidad y grandeza, en muchas
circunstancias y episodios de la vida ordinaria, tal como creían las
religiones al postular la relación de Dios con la historia humana
ordinaria. La existencia de los ángeles permitía entonces concebir que
Dios obraba e intervenía por medio de “mensajeros” que lo hacían
presente en el mundo de forma vicaria. B) Por otra parte, la existencia
de ángeles y demonios permitía explicar cómo Dios, de forma vicaria,
obraba el bien e intervenía en el mundo para favorecer la vida humana
(ángeles) y cómo también se producía el mal instigado por los espíritus
malignos (demonios). Dios, por tanto, quedaba por ello como justificado
ante el Mal, ya que su causa real no era Dios sino los espíritus
malignos o demonios. Para muchas de las religiones africanas, incluso
actuales, el mal físico como sea una enfermedad, y también los males
colectivos, son producidos por “espíritus malignos” que toman posesión
de las cosas, los cuerpos, las personas y la historia. En este contexto
es claro que cuando el hombre obra el Mal con su voluntad lo hace
porque está poseído por el Mal, por el espíritu maligno o demonio. La
sanación, o sea, del “cuerpo” o del “alma”, es siempre, en
consecuencia, una liberación del Maligno.
2) La teología de ángeles y demonios. Desde el momento en que
fue introduciéndose poco a poco esta creencia en las tradiciones
religiosas antiguas –sin duda porque tenía una función evidente– se fue
haciendo necesario hacerle un hueco y explicarla en el conjunto de las
cosmogonías y teologías de cada una de las diferentes religiones. Era
necesario, por lo pronto, preguntarse, si Dios era el creador de
ángeles y demonios y, si lo era, por qué los había creado. Para
explicarlo se concibieron diferentes historias cosmogónicas. Era
necesario explicar la jerarquía superior de Dios sobre ellos y, además,
explicar también cuál era su “ontología”, su modo de ser real. Los
ángeles no eran una parte del mundo, no tenían cuerpo terrenal, eran
“espíritu”, eran personales y eran capaces de intervenir en el mundo en
cumplimiento de las “misiones” divinas. Había además que explicar por
qué unos espíritus eran “buenos” y por qué otros eran “malos”, ya que
no parecía tener mucho sentido que Dios mismo los hubiera creado
“malos” por su propia iniciativa. Esto era ya intuido por los pueblos
primitivos. Pero se podían concebir otras posibilidades: estos
“espíritus” podrían no haber sido creados por Dios, sino que éste
tuviera que avenirse a su existencia independiente y obrar en
conformidad con sus condicionamientos. Si los espíritus malignos, o
demonios, eran la causa del Mal, entonces Dios se encontraba con el Mal
como un hecho dado que no podía eludir y que debía combatir. Pero había
incluso otra posibilidad: que Dios y el Diablo, el Bien y el Mal,
fueran dos principios existentes con independencia y que uno produjera
el Bien por mediación de los ángeles y el otro produjera el Mal por
mediación de los demonios. La historia de las religiones y la
antropología cultural muestran cómo surgieron una variedad de teologías
del Bien y del Mal, de ángeles y demonios, incluidas las tendencias
maniqueas dualistas que tanto influjo tuvieron en el pensamiento
antiguo. Detrás de mitos sorprendentes y de símbolos impresionantes se
esconden las angustias ancestrales de la especie humana ante el
misterio incompresible del drama de la historia, la angustia ante el
Bien y el Mal.
Esto nos hace ver que los intentos de “exculpar” a Dios por la
existencia del Mal son muy antiguos. En este ensayo consideramos ya que
el Mal –el drama de la historia, el sufrimiento y la perversidad
humana– es uno de los grandes temas de la duda humana recurrente acerca
de que tenga sentido creer en la existencia de un Dios que debería ser
“bueno” pero los hechos parecen mostrar que no lo es. En su momento
explicamos que esta es la gran cuestión que se esconde detrás de la
americana teología del proceso. Para Whitehead, Dios y Mundo eran
eternos y, por tanto, Dios no sería creador. El mundo no sería el Mal,
pero tendría sus limitaciones y Dios estaría condicionado por él. Dios
sería así el compañero del hombre para luchar contra el sufrimiento. En
el pensamiento dualista antiguo –Bien y Mal, ángeles y demonios– está
presente sin duda la tendencia a “exculpar” a Dios de ser el
responsable del sufrimiento. Incluso en la hipótesis de que Dios fuera
creador, las circunstancias de la creación –las cosas invisibles y el
mundo visible– podrían haber llevado a que el Demonio, los espíritus
malignos, pudieran “instigar” incontroladamente el Mal en el mundo, de
tal manera que la obra de Dios se encaminaría entonces a neutralizar su
efecto nefasto sobre la naturaleza y la historia. En todo esto está ya
dada una cierta concepción de la creación y de la historia como la
lucha entre el Bien y el Mal, entre la Luz y las Tinieblas, entre Dios
y el Demonio. Esta concepción de una lucha abierta, de poder a poder,
entre dos seres personales, Dios y Satán, no parece tener una
suficiente “contextura intelectual”, es decir, tiene un sabor muy
fuerte a pensamiento primitivo, impreciso y confuso. Si Dios fuera, en
efecto, creador del universo, sería creador de ángeles y demonios, y
éstos estarían siempre bajo su dominio, sólo podrían hacer el Mal que
Dios les hubiera permitido y, en este sentido, Dios seguiría siendo
responsable del Mal. En el fondo, la lucha entre Bien y Mal, entre Luz
y Tinieblas, entre Dios y Satán, no podría concebirse en términos de
una lucha entre la obra de dos entidades personales, Dios y Satán,
porque esta “supuesta lucha” sería ficticia, ya que estaría siempre
diseñada, controlada y ganada de antemano por el Dios creador. Por ello
parece que exculpar plenamente a Dios exigía siempre hacerse desde el
dualismo ontológico de Mundo/Dios, Bien/Mal, ángeles/demonios, y esta
línea es la que al parecer tomó Alfred Whitehead.
3) Ángeles y demonios en el cristianismo. Es lógico prever que
la religión de Israel se viera desde el principio influida por las
culturas mesopotámicas circundantes. No era posible que se aislara. Por
ello fue introduciéndose poco a poco la presencia de ángeles y
demonios, entendidos como seres personales, espirituales, creados por
Dios y en todo sometidos al plan divino, con posibilidades de actuación
en el mundo de las cosas visibles, o mundo humano, para impulsar hacia
el Bien o hacia el Mal. Al ver así las cosas, la religiosidad de Israel
aceptaba lo que era “obvio” en las culturas del tiempo. Los tratados de
angelología o demonología cristiana (sobre ángeles y demonios) suelen
recorrer el AT para recoger aquellas escenas en que aparecen ángeles y
demonios. Es el demonio de la serpiente en el Jardín de Edén, que
instiga hacia el Mal, o el “ángel de Yahvé” que media entre Dios, los
personajes veterotestamentarios y el pueblo de Israel. Los libros del
AT presentan en diversos lugares la aparición en escena de ángeles como
Miguel, Rafael o Gabriel, así como de grupos, categorías u órdenes
angélicos, involucrados en diversas misiones del plan divino. La
teología de Israel abordó también una cuestión inevitable: ¿por qué
Dios había creado ángeles buenos y ángeles malos? La tradición bíblica
contempló para los ángeles un escenario similar al de la creación del
hombre. Dios había sometido a los ángeles a una prueba que debían
resolver en libertad: los ángeles buenos aceptaron a Dios y los ángeles
malos se rebelaron contra Él. Dios, por tanto, no había creado el Mal
demoníaco, sino que éste había sido producido por la voluntad de los
mismos ángeles. En la misma línea, el NT recoge la mención de ángeles y
demonios, sin que aparezca asomo alguno de poner en duda su existencia.
Es el ángel Gabriel que anuncia a María la Encarnación del Hijo de
Dios, o son los endemoniados, sometidos a la posesión diabólica, que
son sanados por un Jesús que muestra su poder sobre todos los
“espíritus inmundos”. En san Juan es Satán el príncipe de las Tinieblas
y en san Pablo queda claro que ángeles y demonios fueron creados dentro
del mismo proyecto de creación en Cristo, es decir, como un aspecto del
logos cristológico de la creación. Los ángeles, por tanto, no fueron
una creación previa de Dios, al margen de la creación del mundo humano
visible, sino que nacieron como creaturas dentro del único proyecto
divino de creación “en” Cristo. Durante siglos y siglos la iglesia
cristiana ha seguido aceptando la existencia real de ángeles y demonios
como seres personales, dentro de la tradición bíblica anterior. Nadie
ha puesto en duda su existencia (hasta hace muy poco, como a
continuación indicaré) y hasta ahora todo ha seguido en la misma línea,
como puede verse en las continuas menciones de ángeles y demonios en
los textos litúrgicos de la iglesia católica (y lo mismo sucede en
otras confesiones cristianas).
4) Ángeles y demonios en la enseñanza de la iglesia. Aparte de
que en el cristianismo se haya venido considerando a los ángeles y
demonios como “evidencias” ancestrales, que se remontan a las culturas
mesopotámicas, más allá incluso de los orígenes de los escritos
bíblicos y de la fe de Israel, el hecho es que la iglesia cristiana ha
hablado en numerosas ocasiones sobre ello. Los jerarcas de la iglesia,
entre ellos los santos padres, admitieron siempre su existencia y los
concilios la han dado también por supuesto en numerosas ocasiones. El
contexto ordinario ha sido la enumeración de los diversos aspectos de
la obra creadora de Dios, entre ellos los diversos órdenes angélicos y
demoníacos. Lo que la iglesia quería definir era a Dios como creador
“de todo”. Y en este “todo” se incluían los órdenes angélicos. Los
concilios Constantinopolitano I y de Nicea condenaron ya como no
cristiano el dualismo (de los dos principios, Bien y Mal
independientes) porque Dios era el creador de todo. Ya en otros
concilios regionales (como Braga, 560) se rechazaba que el Diablo fuera
independiente de Dios y hubiera surgido del caos y las tinieblas, sin
autor ninguno. La teología católica ha sostenido en la opinión de la
generalidad de teólogos que lo que se quería “definir” en los textos
relativos a la creación era la autoría universal de Dios y que lo
pecaminoso debía ser atribuido a la voluntad humana (o a la de los
ángeles malos). En otras palabras: la creencia en ángeles y demonios se
vio siempre como algo tan evidente que nunca se delimitó con precisión
una duda que diera lugar a una definición precisa del concilio,
orientada exclusivamente a establecer la forma en que la fe cristiana
debía entender la existencia de ángeles y demonios. La definición del
concilio IV de Letrán (1215), también relativa a la creación, contra
cátaros y albigenses, ha sido discutida por los teólogos porque algunos
quieren ver en ella una definición más directa de ángeles y demonios.
Pero es una cuestión discutida que dista mucho de estar clara. En los
últimos tiempos (hacia los años setenta) algunos teólogos, como Ch.
Duquoc, H. Haag, o antes el mismo Bultmann, pusieron en duda la
existencia real de ángeles y demonios. Por ello, cabe reseñar algunas
intervenciones de Pablo VI para defender lo que constituía la creencia
ordinaria cristiana en los demonios como seres personales.
5) La interpretación simbólico-mítica de ángeles y demonios.
Esta interpretación que se ha extendido en las últimas décadas ha
venido a plantear un problema que hasta el momento nunca se había
planteado en la historia de la iglesia cristiana, por el sencillo hecho
de que nada había alterado la inercia ancestral que movía a admitir la
existencia de ángeles buenos y ángeles malos, o demonios, como seres
personales, espirituales, que tenían capacidad permitida por Dios para
actuar sobre el mundo induciendo al Bien o al Mal. Sin embargo, esta
inercia se vio entorpecida por la aparición de una interpretación
simbólico-mítica de la realidad de ángeles y demonios que llevaba a
entender a los ángeles como expresión del cuidado amoroso de Dios para
con los hombres y a Satanás como símbolo del rechazo de Dios y del mal
individual y social. Recordemos que la iglesia entendió desde antiguo
que las Escrituras que contenían el mensaje de Jesús (AT y NT) debían
ser interpretadas por la iglesia, asistida por el Espíritu. Esta
“interpretación asistida”, por ejemplo, clarificó decisivamente la idea
cristiana del Dios trinitario en los primeros concilios. En la
antigüedad se tendió a una lectura literal de la Biblia (no había ni
por asomo una lectura histórico-crítica, que los protestantes iniciaron
y después siguieron los católicos, aunque a pesar de algunos). Hoy en
día todos admiten que la Biblia no puede entenderse siempre
literalmente y que en ella hay numerosos contenidos simbólico-míticos.
La iglesia transige con estos puntos de vista y no les pone de hecho
objeción ninguna. Así, por ejemplo, la historia del Jardín de Edén
(mencionada en este ensayo) o los numerosos contenidos del Apocalipsis
que, en su práctica totalidad, son una construcción simbólica.
En todo caso, los símbolos y mitos, aunque no se tomen en su
literalidad, describen aspectos de la realidad verdaderos; así, lo
vemos en la historia del Paraíso y en los mismos símbolos del
Apocalipsis en los que se intuye una imagen deslumbradora de la
historia real y del plan salvador de Dios. ¿Podrían los ángeles y
demonios ser también entendidos de una forma simbólico-mítica? Los
hechos son tres: a) que la iglesia ha venido hablando de ellos como
seres personales reales; b) que, no obstante, parece que su existencia
no ha sido definida dogmáticamente con claridad como contenido del
kerigma cristiano; y c) que hoy han aparecido en teología nuevas
posibilidades coherentes y argumentadas de que ángeles y demonios
pudieran también ser entendidos simbólico-míticamente. ¿Qué pensar
entonces? Al menos quiero hacer mención de la lógica del pensamiento
cristiano sobre los contenidos de su propia fe (es decir, de los
contenidos del kerigma cristiano): la verdad o la forma de entender un
contenido de la fe cristiana (aquí ángeles y demonios) no depende de la
aseveración de un teólogo u otro. Estos pueden investigar, tener
opiniones o vislumbrar posibilidades. Pero es la iglesia como tal la
que está asistida en la historia por la Providencia para fijar los
contenidos y la forma de entender los contenidos del kerigma cristiano.
Por ello, no me cabe duda de que se trata de una cuestión dogmática
(referida al contenido del kerigma) que deberá ser abordada por la
iglesia en los próximos años con toda seriedad. Hasta hoy, una vez
surgida la hipótesis de la interpretación simbólico-mítica de ángeles y
demonios, la iglesia ha defendido la doctrina tradicional (verbigracia,
Pablo VI). Sin embargo, el hecho es que la posición de la iglesia es
cada vez más transigente al respecto.
6) Ángeles y demonios en el paradigma antiguo. Sabemos ya que el
cristianismo nació en la conciencia de que su misión histórica era
proclamar el kerigma cristiano, o sea, la doctrina de Jesús. Sin
embargo, desde los primeros siglos comenzó una hermenéutica, o
explicación interpretadora del kerigma, inspirada en la cultura
greco-romana. Así comenzó lo que he llamado el paradigma greco-romano,
al que en este ensayo sólo he hecho referencias, pero que en otros
escritos he explicado ampliamente. Quiero aquí decir que este paradigma
hizo uso teológico de la creencia ancestral en los demonios, a la que
dio un lugar congruente en su forma de interpretar el plan divino. El
paradigma antiguo, en efecto, entendió la creación como una obra
ordenada y perfecta en su diseño de salvación. La razón situaba al
hombre con certeza metafísica absoluta ante la existencia de Dios y
éste era el cumplimiento natural de la psicología humana, de sus
emociones y de la aspiración a la felicidad. Todo ser era “bueno” por
su misma condición de ser (unum, verum, bonum). La finitud (limitación
en la perfección), tal como lo expresaba el pensamiento antiguo, era
también “buena”, ya que todo ser, aunque finito, era siempre apetecible
y bueno por sí mismo. Dios no había creado el Mal en sí mismo
(recordemos lo que antes decíamos). El ser natural, aunque finito
(limitado en perfección) era la obra de Dios y era por ello apetecible
para la razón natural, la psicología y las emociones humanas, que
aceptaban la finitud y esperaban la salvación detrás de la muerte. Dios
había creado un mundo “bueno” y regulado la realización del ser finito
del hombre por la instauración en la naturaleza de la evidencia de la
ley natural. Lo que se llamaba el Mal no había sido creado por Dios
directamente y era sólo obra de la voluntad humana (o de la voluntad de
los “ángeles malos”). Ahora bien, en este mundo “bien hecho”, ¿cómo se
explicaba el hecho y el alcance de la rebeldía humana frente a Dios?
Era ciertamente extraño. La teología cristiana atribuyó el mal al
pecado que, tras la expulsión del Jardín de Edén, había llevado consigo
el “desorden” volitivo de la “concupiscencia” y el castigo final de la
muerte. Junto a la concupiscencia, la obra del Gran Tentador, Satán y
los demonios, estarían induciendo constantemente al hombre por el
engaño a romper el orden de ese mundo creado “bien hecho”, “bueno” de
por sí, y a rebelarse frente a Dios. De esta manera Satán era el Gran
Transgresor del orden divino, instigador del Mal y príncipe del Reino
de las Tinieblas y del Misterio de Iniquidad. Satán era responsable de
que un mundo “en orden” se hundiera en el “desorden”.
7) El Mal como drama de la existencia. La tesis que hemos
defendido a lo largo de este ensayo es que el pensamiento de la
modernidad ha descrito de una manera nueva, más profunda, cómo es el
universo creado por Dios y en qué consiste el escenario de la salvación
humana. Por tanto, esto permite construir una nueva “posible”
hermenéutica simbólico-mítica de la realidad de ángeles y demonios, en
especial de estos últimos. Advirtamos que digo “realidad” porque la
imagen de ángeles y demonios respondería, en efecto, a una verdadera
“realidad” que, en alguna manera, como explicaré, sería una “realidad
personal”. Pensemos que la creación, tal como hoy podemos entender, es
un universo inundado por el silencio-de-Dios. Un silencio ante el
conocimiento (en el enigma del universo) y un silencio ante el drama de
la historia (en el sufrimiento por el Mal ciego y por la perversidad
humana). El universo que Dios ha creado oculta a Dios porque por el
conocimiento el hombre queda abierto a la posibilidad de que se fundara
en Dios o fuera un puro mundo sin Dios.
Para poder dejar abierta para el hombre esta doble posibilidad
interpretativa, o ambivalencia metafísica, pretendida por Dios, tiene
mucha importancia que Dios haya creado un universo autónomo. Un
universo que nace de las propiedades de la materia y de la energía
producidas en el big bang, evoluciona en el tiempo, hace emerger el
orden mecánico y sensible de la vida, acercándose poco a poco a formas
cada vez más perfectas, ya que el proceso vida/muerte lleva a un
crecimiento en perfección, hasta llegar a la vida humana racional que
controla y determina el proceso evolutivo del cosmos, en que el hombre
ocupa ya una posición de cocreador creado (creado por el universo, o
por Dios, pero creado en todo caso para asumir responsablemente un
control creciente del mismo universo). Este universo, que avanza
evolutivamente por la muerte a la perfección creciente de la vida, es
limitado en su perfección (es “finito”, si usamos la expresión
tradicional de la escolástica), pero es “bueno” en sí mismo, como todo
ser. Aunque el universo imponga la muerte, por tanto, no por ello deja
de ser “bueno”, ya que vivir en un universo limitado (finito), aunque
se acabe en la muerte, es mejor que no vivir. La bondad no es exclusiva
del Ser Supremo, en principio perfecto: todo ser limitado o finito
tiene la bondad del grado de ser que le pertenece. La muerte no es un
Mal en sí misma, sino una propiedad del ser limitado en el proceso
evolutivo que, por la muerte misma, asciende a la perfección.
Lo que llamamos el Mal no tiene existencia en sí mismo, Dios no lo crea
como tal, sino que hace siempre referencia al hombre racional que, al
vivir su ser limitado, desearía una mayor plenitud de ser y por ello su
existencia se convierte en dramática. La muerte forma parte del ser en
un proceso evolutivo y es “buena” porque forma parte de la “bondad” de
ese ser evolutivo. Pero es “dramática” porque trunca la aspiración a
una vida más plena y perfecta a que habría aspirado el ser natural del
hombre racioemocional. La muerte, y el proceso ciego que lleva a ella
(quizá la enfermedad) son dramáticos porque frustran la aspiración a
algo mejor que habría sido producido por la misma vida. Una vida
limitada, pero integralmente “buena”, incluida su derivación final a la
muerte. Un terremoto, por ejemplo, es un evento producido dentro de la
evolución natural (geológica) de un universo autónomo. Por sí mismo es
neutro y bueno, como toda forma del ser evolutivo. Pero, en relación al
hombre, es ocasión para que muchos sientan en sus vidas el dramatismo
de la limitación y de la muerte. La muerte, la enfermedad, el
terremoto, serían un Mal, no en sí mismos, sino por ser la ocasión en
que el hombre advierte el drama de su existencia limitada (finita). Sin
embargo, no sólo se trata del Mal producido por el “proceso autónomo
ciego de la naturaleza” (la muerte, la enfermedad, el terremoto), sino
del Mal producido por la misma voluntad libre del hombre. Las acciones
humanas –de las que Dios no es responsable, sino la libertad humana– sí
que pueden ser intrínsecamente malas (injusticia, violencia, odio,
desamor, insolidaridad). Malas en el sentido de ser acciones
intencionales directamente dirigidas a producir el Mal, es decir, el
drama en los demás, y quizá incluso en uno mismo como persona. Es el
sufrimiento producido por la perversidad humana.
8) Ángeles y demonios en la hermenéutica cristiana de la modernidad.
Por tanto, el escenario de la vida humana, creado por Dios como
universo para la libertad, impone en el hombre la desconcertante
experiencia natural del silencio-de-Dios, silencio ante el conocimiento
humano (enigma del universo) y silencio ante el drama de la historia
(el sufrimiento ciego y el sufrimiento producido por la perversidad
humana). ¿Es posible creer en un Dios que es la Verdad pero se oculta
ante el conocimiento humano al crear un universo que podría ser un puro
mundo sin Dios? ¿Es posible creer en un Dios, que deberíamos postular
como bueno, pero que crea un universo autónomo, libre, que produce las
condiciones del drama de la historia? La forma objetiva del universo,
que tiene una entidad objetiva externa al hombre, pero que éste percibe
y entiende en lo que significa racionalmente, se constituye así en una
instancia que mueve a desconfiar de un posible Dios. El conjunto de las
voluntades humanas que, respondiendo a esta posibilidad objetiva, se
han cerrado a Dios y se han hecho fuertes en la libre autonomía frente
a todo lo religioso, toman forma en la sociedad y en la cultura y se
constituyen en un poder objetivo personal que llama a negar a Dios y a
vivir en el puro mundo sin Dios. Cada ser personal advierte también en
su propia conciencia individual una fuerza que mueve a que el malestar
existencial ante el silencio-de-Dios se traduzca en un “ajuste de
cuentas” con ese Dios-en- silencio, es decir, en la negación de Dios y
en la afirmación del valor moral de una existencia sin Dios. Por tanto,
el universo creado por Dios no impone el orden de una patencia de Dios
evidente –como en el teocentrismo antiguo– sino el dramatismo de un
universo ciego objetivo que constituye un ámbito que mueve (tienta,
induce) a negar a Dios por el malestar ante un Dios oculto ante el
conocimiento y ante el drama de la historia; un universo, además, en
que la voluntad humana personal que crea en la historia el colectivo de
quienes niegan a Dios ha tomado forma objetiva y se constituye en una
forma de llamada personal a la desconfianza en Dios.
En el universo existiría, por tanto, una fuerza real, objetiva, creada
por Dios mismo, personal, que movería (o “tentaría”) al hombre para
llevarlo a la desconfianza de Dios y a vivir una vida al margen de lo
religioso. La nitidez y precisión de esta imagen del universo que
“tienta personalmente” al hombre no era accesible en toda su fuerza en
el paradigma teocéntrico antiguo, pero queda al descubierto en la
modernidad. Entonces, ¿no podría ser que imágenes bíblicas, heredadas
en la tradición cristiana, como Satán, el Demonio, el Misterio de
Iniquidad de san Pablo o del Apocalipsis, el Mundo y el Príncipe de
este Mundo de san Juan, fueran una expresión simbólico-mítica de la
existencia real de esa fuerza personal instaurada objetivamente en el
universo que mueve a la duda y a la decepción ante Dios? El hombre
“endemoniado” sería aquel que ha sido presa de Satán, que odia a Dios y
todo lo religioso, radicalizado en la blasfemia y la arrogancia frente
a Dios, en ocasiones rebelándose frente a Dios por la angustia del
drama de la existencia en cualquiera de sus formas. El “endemoniado”
bíblico podría ser entonces un símbolo de la intensa negación de Dios
que constamos en personas y dimensiones colectivas de la historia real.
Pero el universo ambivalente que conocemos en la modernidad no sólo
dejaría abierta la “dimensión diabólica” que tienta personalmente a
rechazar a Dios, sino que también dejaría abierta la “dimensión
angélica” objetiva que movería a aceptar a Dios, también de una forma
personal representada en el Misterio de Santidad y en la influencia de
la propia persona que se impulsa a sí misma hacia Dios. La “dimensión
angélica” podría ser, por tanto, una imagen simbólico-mítica de los
mensajes de Dios presentes en la naturaleza, en el testimonio interior
del Espíritu y en la tutela con que la Providencia divina sigue la
historia personal de cada uno de los hombres.
9) ¿Existen ángeles y demonios? En todo caso, en los términos en
que se ha explicado, no cabe duda de que representan una dimensión
verdadera de la realidad creada por Dios, objetiva, externa al hombre,
personal, que mueve al hombre bien a cerrarse (demonios), bien a
abrirse a Dios (ángeles). Ahora bien, de acuerdo con la tradición
bíblica, recogida de las culturas mesopotámicas, ¿son seres personales,
espirituales, creados por Dios, a los que Dios ha permitido actuar
sobre el mundo para inducir a los hombres al Mal (demonios) o al Bien
(ángeles)? No cabe duda de que la iglesia ha creído hasta ahora que así
es, en efecto. Como creyente católico me uno a lo que está creyendo la
iglesia. Sin embargo, también como creyente católico sé que se trata de
una cuestión sobre la que no se ha dado un pronunciamiento dogmático
definitivo. Pero, ¿por qué no se ha dado? Simplemente porque nunca como
hasta hoy habían surgido propuestas de una interpretación
simbólico-mítica tan rigurosas como las que hoy se han planteado. La
situación actual obligará a la iglesia de las próximas décadas a
estudiar la cuestión y a tomar una actitud. ¿Cuál será? No lo sé. No
cabe poner en duda la existencia de las dimensiones angélica y
diabólica de la realidad del universo. Su existencia es resultado de la
hermenéutica del cristianismo desde la imagen del universo en la
modernidad. Lo hemos explicado. Pero, además, ¿existen los ángeles como
seres espirituales personales creados por Dios que, en alguna manera,
tengan una relación con los hombres? No repugna que el Dios
todopoderoso cristiano hubiera creado los ángeles dentro de un único
proyecto de creación concebido en el logos cristológico. Al igual que
Dios creó el universo y el hombre, así pudo haber creado también un
linaje de seres angélicos dentro de la armonía del único proyecto de
creación “en” el logos cristológico. ¿Existen los demonios o “ángeles
malos”? Debe partirse del hecho de que existe hoy una gran resistencia
a admitir lo que el lenguaje bíblico entiende como seres personales
diabólicos. En las religiones orientales, sin duda responsables de que
la idea de “demonios” pasara al pensamiento bíblico, lo diabólico
jugaba un papel explicativo importante: la explicación del origen del
Mal en un principio independiente de Dios, que permitía en alguna
manera exculpar a Dios del Mal presente en el universo. Pero la idea
del universo y del hombre en la modernidad no necesita ya que la
instigación o “tentación hacia el Mal” esté causada por la obra de un
Diablo tentador. Es la misma estructura del universo la que abre la
posibilidad de concebir un mundo sin Dios que cae sobre todo hombre
como la “tentación personal” de desconfiar de Dios y encerrarse en una
existencia sin Dios. El Misterio de Iniquidad o la idea de Satán como
Príncipe de este Mundo que domina a quienes niegan a Dios y quedan
demonizados, tal como se presenta en la tradición bíblica cristiana,
podrían ser entendidas hoy como una imagen simbólico-mítica de una
realidad evidente que está presente en la forma en que Dios ha creado
el universo. Creo que, en el actual estado de cosas, sería muy probable
por tanto que la iglesia llegara a reconocer que la imagen bíblica de
los demonios pudiera interpretarse, como se ha admitido ya de otras
muchas imágenes bíblicas similares, de una forma simbólico-mítica, de
acuerdo con la imagen del hombre en la modernidad.
Por consiguiente, cuando increyentes, ateos o agnósticos, valoran lo
afirmado por las religiones en relación a la existencia de ángeles y
demonios, no deben juzgarse las cosas de manera simple e incompetente.
Es verdad que las creencias de otras épocas fueron ingenuas. Esto no se
discute. El cristianismo es una religión muy antigua, cuya hermenéutica
ha estado condicionada por la historia. Pero, en todo caso, la
existencia y la forma de entender la realidad de ángeles y demonios en
el cristianismo es hoy una cuestión abierta que toca sin duda
cuestiones muy profundas, armónicas con la idea del hombre en la
modernidad.
V. La fe cristiana en la iglesia como proclamación y vivencia del kerigma
La iglesia cristiana se organizó a partir de la adhesión a Jesús de
Nazaret. A lo largo de los siglos fue evolucionando hasta llegar a la
iglesia de nuestros días. Es decisivo entender la persuasión de la
iglesia en ser depositaria del mensaje de Jesús y, en consecuencia, la
persuasión de que su misión era proclamar en la historia el kerigma que
fija el contenido de la doctrina de Jesús, estando para ello “asistida”
e inicialmente “inspirada” en el momento en que se redactaron los
escritos del NT que debían ser el núcleo normativo esencial de la
proclamación del kerigma. La presencia de la iglesia cristiana en la
historia se ha caracterizado por a) la vivencia de la esencia de la fe
proclamada en el kerigma y b) el intento de proclamar el kerigma de tal
manera que fuera inteligible en la sociedad de su tiempo, consciente de
que la Voz del Dios de la Revelación en Jesús debía ser armónica con la
Voz del Dios de la Creación, conocida por la razón y por la cultura de
cada tiempo. De ahí que la presencia cristiana en la historia haya
respondido a estos dos aspectos del cristianismo: el kerigma y la
hermenéutica. La iglesia vivía en la persuasión de que no podía
incurrir en el error al proclamar el kerigma, pues se sabía “asistida”
por la Providencia de Dios. No así en lo hermenéutico, pues para ello
dependía de la razón natural y de las vicisitudes de las culturas
humanas. Estos dos factores de referencia, kerigma y hermenéutica, han
sido decisivos para entender tanto las estrategias
filosófico-teológicas como socio-políticas en el caminar de la iglesia
en el curso de la historia.
La revelación se cerró con Jesús y la plasmación de su mensaje en las
Escrituras inspiradas. Pero la proclamación de ese mensaje en el
kerigma no está cerrada, ya que la iglesia lo profundiza y entiende
asistida por la Providencia en el curso de la historia. Así es para los
cristianos. Además, la hermenéutica está abierta en la historia y puede
generar posibilidades insospechadas para el entendimiento del kerigma
cristiano en el futuro.
Proclamación y vivencia del kerigma en la fe cristiana
La vida cristiana de los creyentes se ha centrado siempre en la
vivencia de las grandes afirmaciones del kerigma. Es decir, no ha
tenido por objeto principal la hermenéutica teológica (más propia de la
teología y de los cristianos cultos). Es evidente, sin embargo, que la
vida cristiana popular se vio afectada por ciertas consecuencias
hermenéuticas que estaban siendo aplicadas en las explicaciones
teológicas de cada tiempo, y que eran sentidas directamente por el
pueblo cristiano. Así, por ejemplo, el teocentrismo y el teocratismo.
Este último vinculaba la iglesia al sistema político de su tiempo y
afectaba a la vida de todos los creyentes. Tuvo una trascendencia
excepcional en la vida ordinaria de los creyentes, como se ve en los
tribunales eclesiásticos y en la Inquisición.
Aun siendo esto así, debe advertirse que la vida religiosa cristiana se
centró siempre en los grandes contenidos del kerigma y no tanto en sus
interpretaciones hermenéuticas. La mayor parte de los textos de los
santos padres que conocemos están dedicados o reflexionar, a
profundizar y a sacar las consecuencias espirituales de los grandes
principios del kerigma cristiano. Así fue y sigue siendo en el pueblo
creyente. Los grandes contenidos del kerigma cristiano –la realidad
trinitaria de Dios, la creación, la voluntad salvadora de Dios, la
Redención, el Misterio de Cristo, el misterio de la Cruz/Resurrección,
el pecado, la Gracia, la presencia interior del Espíritu, la aceptación
del sufrimiento, etc.–, cuya conexión con la realidad del universo y de
la vida humana son intuidos con gran fuerza y armonía, constituyen la
forma en que la religiosidad cristiana es vivida por la mayor parte de
las personas.
Es un hecho que la inmensa mayor parte de los católicos, y de los
cristianos de siempre, no han vivido su fe intelectualmente, con un
conocimiento apropiado de la filosofía y de la teología, ni en el
kerigma ni en la hermenéutica. Se ha tenido sólo un acceso sencillo,
intuitivo y vivencial, a la fe cristiana, en su sentido y en su
conexión con la realidad. El cristianismo popular vive intuitivamente
el universal religioso: es decir, el silencio-de-Dios tanto en el
enigma del universo como en el drama de la historia y está abierto por
ello a la creencia en un Dios oculto y liberador. Esta “lógica de la
religiosidad natural” conecta fácilmente con las grandes creencias y
símbolos del kerigma cristiano: la existencia del Dios trinitario, su
Amor, la creación, la libertad y el pecado que se observan en la
historia, el perdón de Dios por la Redención, la cercanía del Dios que
se entrega por la Encarnación y que en el Misterio de su Muerte y
Resurrección asume el dramatismo de la humillación de Dios en la
historia para mostrar el camino de la salvación. La fuerza de estos
misterios y símbolos cristianos –principalmente la cruz, el Dios
humillado en la creación– llenan pues la intuición de los creyentes,
penetrando profundamente en su sensibilidad religiosa interior.
Aparece una intensa identificación sencilla con imágenes de iglesias y
de santuarios que hablan de la vida de Jesús, del gran misterio del
Crucificado y de su resurrección (piénsese, por ejemplo, en las
intensas emociones producidas en la Semana Santa en España o en
multitud de fiestas y tradiciones populares en América Latina, llenas
de simbolismo y profunda significación). Esta fe intuitiva popular se
expresa en diversas oraciones vocales que se repiten una y otra vez,
como un “mantra” que acerca a la vivencia religiosa. Esta fe popular
vive con tal intensidad los contenidos del kerigma cristiano que no
existe duda alguna sobre su verdad y sobre el hecho de que en ellos se
manifiesta el plan de Dios para la salvación del hombre. Estos símbolos
intuidos con sencillez no son vacuos, sin sentido ni significación,
sino que conectan intuitivamente con la experiencia profunda de la
existencia dramática del hombre universal. En la fe se armonizan el
universal religioso, los contenidos del kerigma cristiano y la
experiencia religiosa interior que, de forma sobrenatural y mística,
conecta con la Divinidad y produce un mundo de profundas emociones
internas. Este mundo se vive, como muestra la piedad popular, con
sencillez, intuitivamente y sin problema. En la oración vocal y en las
devociones populares, en todas aquellas manifestaciones comunes de la
fe en la sencillez del pueblo creyente, al ser juzgadas
intelectualmente, el teísta cristiano observa, con respeto y
admiración, una muestra admirable de la fe hecha connatural.
En cambio, el ateo e increyente suele ver en ello un mundo de
incultura, de simplismo intelectual que muestra el carácter irracional
y fanático de la vivencia de la fe, un mundo en que se repiten
emociones miméticas (memes) que se pegan de unos a otros desde tiempos
antiguos, pero que todavía no han sido revisados por la razón moderna.
En nuestra opinión, el rechazo prepotente del ateo que se ríe de la fe
popular cristiana es una muestra de incompetencia. El ateo puede
rechazar las creencias cristianas, pero tiene los elementos para
entender que estas asumen los grandes símbolos que ligan la
religiosidad con la realidad, tal como hemos explicado en este ensayo.
Rechazar es posible y respetable, pero despreciar no es muestra de
competencia intelectual en una cultura crítica e ilustrada como es la
modernidad crítica. Entre las vivencias de la fe que suelen incitar a
un mayor rechazo entre los increyentes se cuentan, por una parte, la
devoción a los santos, y en especial el papel de María en la iglesia
católica, así como, por otra parte, en el marco de lo que los católicos
llaman “sacramentos”, la liturgia católica central en torno a la Misa y
a la Eucaristía.
La devoción y el culto a María, la Madre de Dios
Desde la increencia no se acepta –porque no se entiende– el papel de
María en la iglesia y en la piedad popular cristiana. Sin embargo, si
hacemos un esfuerzo en imaginar lo que creen los cristianos, entonces
entenderemos que la devoción y el culto a María tienen un profundo
sentido. Reconocer este sentido dentro de “la lógica de la fe
cristiana” no implica obviamente la creencia cristiana, ya que se puede
ser increyente o creyente en una religión no cristiana o creyente en un
cristianismo no-católico.
La fe cristiana, por tanto, cree en la Encarnación que ha producido una
asociación extraordinaria y sorprendente de Dios, como muestra de su
Amor, con la estirpe humana. El Jesús de la fe cristiana es una sola
persona divina con dos naturalezas, la divina y la humana. Será
sorprendente, pero esto es lo que cree la fe cristiana, como hemos
visto. Por tanto, si es así (y así es para los cristianos), María es la
madre de la naturaleza humana de Jesús, persona divina. Es obvio que la
fe cristiana no dice que María sea la madre del Dios trinitario, o de
una de sus personas, en su ontología divina; esto sería realmente
imposible, porque María es una creatura y no puede haber engendrado al
Dios trinitario en su ontología divina propia. Pero, si María es la
madre real de la naturaleza humana de Jesús, que es una persona divina,
María es madre de Jesús y, por ello mismo, Madre-de-Dios, título que
fue reconocido ya desde la iglesia primitiva. Si Jesús fue hombre real
que vivió su vida personal en “tiempo del mundo”, es lógico que entre
Él y su madre se estableciera la vinculación afectiva y emocional
madre/hijo propia de nuestra especie, e incluso en un grado superior.
Por ello, Dios, Jesús, engrandeció el alma de María, su madre, con
gracias especiales, que respondían a la especial vinculación de María
con Jesús. No sabemos hasta dónde llegó y cómo se realizó la unión de
María con Jesús, y terminalmente con el Dios trinitario. Pero en la fe
cristiana se asume que se dio en alto grado de excelencia en la
santidad.
En otros momentos de este ensayo nos preguntábamos, ¿por qué Dios
decidió la creación y la redención de la estirpe humana? Y
respondíamos: porque Dios en alguna manera se enamoró de ella. En este
quedar prendado de la grandeza humana contaba el Misterio de Cristo que
como hombre se constituía en Cabeza de la humanidad, modelo de la
santidad suprema y lugar de encuentro del Amor de Dios con el Amor de
la persona divino- humana de Jesús. Por ello, además, el encuentro del
Amor de Dios con el Amor de las Creaturas se dio de forma suprema y
paradigmática en María que con su maternidad engendró la sorprendente
unión de la estirpe humana con el Dios trinitario, por la filiación
divina y por la hermandad con Jesús.
Por tanto, dentro de una misma lógica, en su lugar propio, el Amor de
María a Dios es también Cabeza de la humanidad, y de la iglesia, junto
a Cristo, y así fue visto a los ojos de Dios. Dios se enamoró de la
santidad de Cristo y de María como cabeza de la humanidad que respondía
al Amor de Dios. María era la Cabeza de la santidad de todos los
santos, de aquellos ciento cuarenta y cuatro mil justos salvados por
Dios que están ante el Trono de Dios y han lavado sus vestiduras en la
Sangre del Cordero, como explica simbólicamente el Apocalipsis. María,
como cabeza de la santidad de la humanidad, explica por qué Dios se
enamoró de la estirpe humana, la redimió y la creó. La estirpe humana
está dentro de María. Por ello, la santidad de María, unida a la
santidad de los santos, es decir, de la iglesia, unida también a Cristo
ha sido por ello la “mediación” que ha inducido a Dios a la Redención y
a la creación.
Todo esto explica la intuición popular del papel de María en la
historia de salvación, intuición respaldada por la iglesia misma, que
ha llevado a la eclosión de devociones en el mundo católico. Cuando el
católico se dirige a María, confiando, orando y solicitando gracias, no
está “puenteando” a Dios porque Dios está en María y María está en
Dios. Esto es lo que los creyentes entienden y viven emocionalmente con
toda intensidad. La devoción a María, universalmente extendida en el
pueblo cristiano desde los comienzos mismos de la iglesia, puede
parecer “extraña” a quienes no participan de la fe cristiana. La
conmovedora devoción del pueblo mejicano a la Virgen de Guadalupe es
una muestra sorprendente y admirable de la emoción de sentirse acogidos
maternalmente y representados ante Dios.
Por consiguiente, si se acepta el Misterio de la Salvación que Jesús
revela, la historia real de Jesús (que los cristianos sienten en toda
su fuerza real), entonces no cabe duda del papel extraordinario de
María en la historia de salvación y es explicable la actitud de los
cristianos para con ella. En la devoción a María el cristiano siente la
emoción de sentirse acogido por el seno amante de una maternidad que
engendra paz, confianza, y a la que puede dirigirse con la entrega con
que un ser humano se relaciona con su madre natural. El creyente se
sabe cercano a María que es Madre-de-Dios y Madre-de-los-creyentes. Es
evidente que sólo Dios abarca el universo holísticamente desde dentro y
por ello lo encontramos y nos dirigimos a Él desde el interior profundo
de nuestro espíritu. María, ni ninguna otra creatura, pueden poseer la
ontología holística de Dios. Pero Dios, por Gracia para con nosotros
puede hacer posible que desde el interior de nuestro ser, al rezar y al
orar, nos dirijamos a María, creatura de Dios, seamos escuchados y
podamos hallar una respuesta maternal. El no creyente, en efecto, no
cree, pero tiene todos los elementos para entender y respetar qué es lo
que creen, racional y emocionalmente, los cristianos dentro de la
lógica de su fe.
El Sacrificio de Cristo en la celebración eucarística
La Misa, como sabemos, es centro de la actividad cultual de la iglesia
católica. Los católicos, en efecto, se reúnen en torno al altar para
celebrar el Sacrificio de la Misa y la Eucaristía queda preservada en
todas las iglesias. Esta celebración constituye para ellos la ocasión
especial, extraordinaria, de vivir en comunidad lo que constituye la
esencia de su fe cristiana. Los increyentes, en cambio, suelen ver en
la Misa, y en la Eucaristía, un hecho incomprensible, extraño,
irracional, en que la exteriorización de unas creencias insostenibles
llega a su manifestación extrema. ¿Qué es la Misa para los católicos?
Muchos creyentes lo intuyen con poca precisión teológica, dada la
incultura general hoy existente. Los increyentes, por descontado,
observan la Misa como un black box cuyo sentido les desborda, no
entienden, y justifica su rechazo de la fe. Pero, en todo caso, tanto
para vivir la fe cristiana con sentido como para distanciarse de ella,
y criticarla, es exigible que se haga desde una comprensión competente
de cuanto significa la Misa para los católicos. Su pretendida
significación religiosa se aceptará –creencia– o se rechazará
–increencia–, pero, en todo caso, una cosa y otra deben hacerse desde
la competencia intelectual. En el fondo, sólo desde la competencia
intelectual para valorar las diferentes opciones de la vida, es posible
la sociedad crítica e ilustrada, tolerante y respetuosa, propia, como
decíamos, de la modernidad crítica.
Para exponer qué es el Sacrificio de la Misa en el mundo
cristiano-católico comienzo por dos observaciones previas que han
surgido repetidamente a lo largo de este ensayo. A) La esencia del
cristianismo es la creencia en un Dios que, a pesar del pecado y del
drama de la historia, decide crear un mundo como el nuestro. Esta
voluntad eterna de Dios es la Redención que, tras la Encarnación del
Verbo o Sabiduría divina en Jesús, se manifiesta y realiza en un
momento del tiempo por el Misterio de Cristo. La kénosis de Dios en la
creación y en la cruz supone la humillación, el abajamiento, el
sacrificio de Dios mismo, ofrecido para el acceso de la estirpe humana
a la santidad. B) Por otra parte, el creyente acepta la presencia
holística y fontanal de Dios que abarca todo el universo “desde
dentro”. El Padre, El Verbo y el Espíritu, por la misma ontología
divina trinitaria y por la naturaleza del universo creado “en” Dios lo
abarcan todo por su omnipresencia y están en el interior del “espíritu”
humano.
La celebración de la Misa, o la Eucaristía, se remonta a la iglesia
primitiva y su institución ha quedado registrada en la Escritura (la
Última Cena de Jesús con sus discípulos), siendo además asumida por la
iglesia “asistida” en el kerigma cristiano que se configura en la
historia posterior. La iglesia pues cree que cuando el sacerdote
consagra el pan y el vino en la Misa, en las especies eucarísticas se
produce una presencia real de Cristo, como persona divina en su
naturaleza divina y en su naturaleza humana, que es ya ahora la
naturaleza humana de Cristo resucitado, es decir, el Cuerpo Glorioso de
Cristo. No se trata ya de la presencia holística universal del Verbo
como persona trinitaria, que continua dándose siempre como fondo del
universo, sino de una misteriosa presencia especial de Jesús en un
momento del espacio-tiempo del mundo, similar a la experiencia de
presencia real de Cristo que tuvieron los discípulos durante su vida
mortal. Pero, ¿cómo entender esta presencia real de Cristo en la
Eucaristía? Lo más apropiado para la fe cristiana es reconocer la
creencia y entenderla como misterio: el misterio de la eucaristía.
Mejor hubiera sido ignorar explicaciones que la hermenéutica cristiana
ofreció (verbigracia, la transubstanciación escolástica de raíz griega,
y otras). Los intentos explicativos tienen buena intención, pero
resultan pobres, e incluso quizá contraproducentes. La presencia real
de Cristo en la Eucaristía es un misterio que cabe afirmar, como hace
la fe de la iglesia, pero que no cabe “explicar”: de la misma manera
que tampoco podemos explicar la existencia del universo, la esencia
trinitaria de Dios, la relación creadora de Dios con la ontología del
universo, la Encarnación, o los otros misterios de la vida de Cristo.
La Eucaristía no es el mayor misterio con el que el creyente tiene que
habérselas. Situados ya en la creencia, los cristianos han asumido y
vivido el misterio de la Eucaristía a lo largo de los siglos.
Pero hay más. La iglesia ha entendido siempre que en la Eucaristía se
reproduce en forma mistérica y real, se reactualiza, el Misterio de
Cristo como esencia del eterno misterio creador de Dios y su voluntad
redentora: el Sacrificio por el que Dios se abaja kenóticamente en la
cruz para resucitar glorioso, tal como se simboliza en la separación
del cuerpo (el pan) y la sangre de Cristo (el vino). En la celebración
de la Misa están presentes el Cristo kenótico y el Cristo resucitado
glorioso. En alguna manera, que no acertamos a entender, pero que se
cree desde la fe cristiana, en la Misa se está viviendo y actualizando
en un momento del tiempo del mundo (como también se dio en la Muerte en
Cruz y en la Resurrección) la voluntad redentora de Dios y la esencia
de la religiosidad universal: a saber, la presencia del Dios oculto (la
cruz) y liberador (la resurrección) por encima de su ocultamiento y de
su silencio en el universo, representado en las especies eucarísticas
del pan y el vino. La eucaristía es la creencia y manifestación
comunitaria en la fe de que Dios está detrás del universo, detrás de
las especies eucarísticas, el pan y el vino. El que Cristo haya querido
instituir el misterio de la Eucaristía para que fuera centro de la
celebración de la fe cristiana es una nueva muestra sublime de la
cercanía y el compromiso del Dios trinitario con la estirpe humana, tal
como se manifiesta en la Encarnación y en el Misterio de Cristo.
La fe cristiana, como hemos explicado en este ensayo, no se impone,
pero está avalada por la razón para quien quiera libremente asumir su
sentido. Pero la fe es aceptar el inmenso misterio de un Dios
trinitario que diseña por Amor la obra de la creación. En el conjunto
de los misterios que constituyen la fe cristiana, la Eucaristía es uno
más. Pero el cristiano, al aceptarlo y vivirlo con fe, siente que está
inmerso con armonía en la sinfonía universal del Misterio del Dios
oculto y liberador que se ha confirmado en el Misterio de Cristo.
VI. Un cambio hermenéutico necesario para el cristianismo: hacia el nuevo concilio
El cristianismo, por tanto, a lo largo de su historia, no sólo fue
aceptación y vivencia religiosa del kerigma cristiano. La iglesia de
los primeros siglos entendió que debía hacer una hermenéutica
(interpretación) del kerigma y de hecho la hizo. Es lógico que se
construyera desde la cultura de entonces que, en conjunto, constituyó
lo que he llamado el paradigma greco-romano en el cristianismo
(hermenéutica fundada en la variedad de contenidos, filosóficos y
socio-políticos que formaban en conjunto el mundo greco-romano). Es
evidente que los principios hermenéuticos fueron selectivos (ya que una
parte de la cultura greco-romana fue ignorada y relegada). Ahora bien,
¿en qué consistió esta hermenéutica greco-romana? Tuvo dos rasgos
principales que se comprueban, con toda seguridad, positivamente, por
la historia fáctica: el teocentrismo filosófico-teológico y el
teocratismo socio-político consecuente.
La hermenéutica del kerigma cristiano y su crisis histórica
Exigencia cristiana de la hermenéutica. Hacer
“hermenéutica” no se vio en la iglesia, incluso desde el principio,
como una “conveniencia” que podía darse o no darse, sino como una
exigencia esencial de la misión de Jesús confiada a la iglesia, a
saber, la proclamación del kerigma que fijaba la doctrina revelada por
Jesús. La misión de la iglesia se vio con dos facetas: proclamación del
kerigma (en lo que la iglesia creía que no podía incurrir en el error
por la “asistencia” divina) y la hermenéutica (en que el error era
posible). Pero, a pesar de que la hermenéutica era insegura, era
necesario emprenderla. ¿Por qué? ¿Por qué la iglesia sintió la urgencia
de hacer hermenéutica y teología? Simplemente por una convicción que
dimanaba del mismo kerigma: porque el Dios que se revelaba en Cristo
era el mismo Dios creador del universo: un Dios que establecía por
creación la naturaleza humana y las condiciones de su existencia en el
universo. Por ello, proclamar el kerigma exigía mostrar la armonía
entre la Voz del Dios de la Revelación y la Voz del Dios de la
Creación, ya que eran el mismo Dios.
La crisis de la hermenéutica cristiana en la modernidad.
Durante siglos la iglesia cristiana, y su prolongación en la iglesia
católica, respondió, pues, a la exigencia hermenéutica e hizo lo único
que podía hacer: formular el paradigma greco-romano, con su filosofía
teocéntrica y su orden socio-político teocrático. Sin embargo, la
segunda gran navegación del pensamiento occidental en la modernidad
ofreció poco a poco una visión del hombre y de la historia que no era
ni teocéntrica ni teocrática. La posibilidad de un ateísmo dogmático
estaba a la mano y se derrumbaba así el orden teocéntrico antiguo; al
mismo tiempo, el orden socio-político laico se organizaba al margen de
Dios y se derrumbaba el orden teocrático antiguo. Junto a esto, además,
el cristianismo se escindía traumáticamente en múltiples iglesias, con
planteamientos filosóficos, teológicos y socio-políticos diferentes. En
conjunto aparecía un “orden moderno” que iba a sustituir al “orden
antiguo” de forma inevitable. Pero este rumbo irreversible de la
modernidad llenó de sorpresa, perplejidad y desconcierto a la iglesia.
La razón natural iba descubriendo un mundo de ateísmo (frente al
teocentrismo) y de laicismo (frente al teocratismo), siempre al margen
de Dios. ¿Cómo era esto posible? ¿Cómo era posible que el universo,
supuestamente creado por el mismo Dios del cristianismo, al ser
descrito por la razón moderna, no mostrara su armonía con la
hermenéutica ancestral del kerigma cristiano?
Debemos entender que la modernidad fue causa, durante siglos, de una
profunda crisis y tribulación para la iglesia porque el único principio
que podía tener sentido para la fe cristiana era la armonía integral
entre la creación y el kerigma. Pero la modernidad mostraba que esto no
era precisamente así, al menos en relación con la interpretación
ordinaria del cristianismo en el mundo antiguo. El cristianismo no era
armónico con la razón moderna.
Parece pues inevitable que la iglesia católica –sobre todo después de
la traumática tribulación de siglos que ha supuesto la crisis de la
modernidad– se haya estado preguntando qué debe hacer para comportarse
correctamente y responder a la nueva situación histórica sobrevenida.
Sin embargo, la situación de la crisis de la iglesia es tan dramática
que la pregunta sigue hoy planteada para todos aquellos que tienen una
conciencia moral cristiana bien formada. Ahora bien, en principio, ¿qué
sería “lo correcto” para la iglesia cristiana? No es difícil perfilar
una respuesta, conforme a los cánones más tradicionales de la teología:
no sólo lo correcto sino la misión esencial conferida por Cristo a la
iglesia no es otra que la proclamación del kerigma que contiene el
mensaje de Jesús, pero para hacerlo inteligible en cada tiempo
histórico, y en nuestro tiempo también. La misión es inequívoca:
mostrar la armonía entre la obra del Dios de la Creación (conocida de
hecho por la razón natural) y la obra del Dios de la Revelación en
Jesús. No tiene vuelta de hoja: es así de sencillo y pediría que
pensaran sobre ello con seriedad quienes sienten hoy el peso de la
responsabilidad moral cristiana de cumplir la misión de Jesús conferida
a la iglesia.
El problema hermenéutico en la modernidad. La
iglesia, en efecto, después de quince siglos de paradigma greco-romano,
quedó sorprendida por el rumbo que tomó la historia desde el
renacimiento (siglos XV-XVI), no sólo por la Reforma sino también por
la segunda gran navegación científico-filosófica del pensamiento
occidental que pronto fue desmontando los dos pilares del paradigma
antiguo: el teocentrismo y el teocratismo. El cariz que de hecho tomó
la modernidad desde sus comienzos, no dejó a la iglesia otra opción que
encerrarse numantinamente en los principios del paradigma antiguo.
Nadie hubiera negado la necesidad de la hermenéutica renovada que la
nueva situación parecía exigir, pero a la iglesia no le cupo otra
opción que seguir la misma estrategia de la imperturbable firmeza en
los principios del paradigma antiguo, dado el cariz agresivo,
descalificador y radical, tanto del ateísmo (en lo filosófico) como del
laicismo (en lo socio- político). Pensemos que, en la era de la
modernidad dogmática, la ciencia fue reduccionista y ofrecía una visión
natural del hombre difícil de llevar al humanismo, y mucho menos a la
religión. La filosofía moderna se fundó en este tipo de ciencia y
propuso sistemas radicalmente ateos (ateísmo dogmático).
Pero, en resumidas cuentas, lo que interesa advertir es que la
modernidad fue creando una nueva visión del mundo y que la iglesia
quedó rezagada por su permanencia en la visión del mundo antiguo. Si
revisamos las corrientes de pensamiento católico en el siglo XX, las
estrategias de la iglesia en los últimos siglos y en el siglo XX, la
verdad es que no acertamos a descubrir que se haya producido un cambio
de paradigma, ya que, aunque con matices (a pesar de las adaptaciones
ad hoc, o sea, pequeños cambios concretos inevitables, pero sin revisar
el paradigma general), se han mantenido tanto el teocentrismo como el
teocratismo antiguos, aunque esto se haya dado dentro de un marco
borroso de oscuridad pretendida, de camuflaje, de imprecisión, de
perfiles desconcertantes, ambiguos y poco definidos. En ellos se ha
mostrado la inseguridad hermenéutica en que se ha movido
la iglesia del siglo XX. La extensión general que ha tomado el talante
puramente kerigmático de la teología (puro enunciado del kerigma sin
hermenéutica) en las últimas décadas, muestra la renuncia por vía de
los hechos no sólo al paradigma antiguo (que se mantiene en silencio
porque se desconfía de él) sino a la misma hermenéutica, esto es, a la
intención de mostrar la “inteligibilidad” del kerigma ante la cultura
del tiempo buscando la armonía con el logos del mundo moderno. Ha
habido filósofos y teólogos que han querido hacer algo y proponer cosas
nuevas (yo mismo), pero todos han sido anulados por el silencio de la
iglesia oficial que ha seguido su camino firme e imperturbable. Pero
los teólogos que buscaban el cambio han sido ignorados por la opinión
pública y lo que la sociedad ha percibido ha sido sólo la imagen de la
iglesia oficial, acomplejada en lo hermenéutico y firme “en lo de
siempre”.
Todo esto podría quizá disculparse, porque la iglesia se mueve todavía
en una precariedad histórica que la atenaza. No se sabe exactamente
dónde está la iglesia ni cómo conecta con el mundo real de la
modernidad. No se sabe hasta dónde llegan las adaptaciones puntuales,
si estamos en el pasado hermenéutico o en otro sitio. Si es en otro
sitio, ¿cuál es exactamente? Que la iglesia esté en lo que he llamado
ya en otros escritos un incompromiso hermenéutico un análisis
sociológico objetivo no dudaría en calificarlo como “falta de liderazgo
intelectual”. En esta situación los católicos tienden a refugiarse en
la pura fe y en sus experiencias religiosas, acomplejados ante la
presión de una modernidad ante la que no saben qué decir. Los ateos ven
una iglesia que sigue siendo un gran buque anacrónico, apoyada en la
inmadurez emocional de gran parte de la sociedad, que no resiste la
confrontación racional con el mundo de la ciencia y la cultura de la
modernidad, encontrando en esta debilidad intelectual manifiesta del
mundo de la creencia un argumento decisivo para su ateísmo.
La necesidad moral cristiana del cambio hermenéutico moderno
Hacer “inteligible” en nuestro tiempo. Si lo
correcto es buscar inteligibilidad en nuestro tiempo, ¿qué significa
“hacer inteligible”? Si la inteligibilidad es un efecto que se produce
en el hombre, no puede significar sino que el kerigma ilumine la vida
humana real: significa que el hombre advierta que el kerigma (el
mensaje cristiano) habla de su vida real y que, en el kerigma, Dios,
que es el autor de la creación y de la naturaleza humana, revela el
sentido del mundo real, es decir, del por qué de la creación y de la
historia humana que contemplamos. Es lo que, ya tantas veces a lo largo
de este ensayo, hemos venido llamando la armonía entre la Voz del Dios
de la Creación con la Voz del Dios de la Revelación. Pero esta
iluminación es bidireccional: la creación ilumina el kerigma y el
kerigma ilumina la creación. Es la armonía que debe mostrarse si, en
último término, el Dios de la Creación y el Dios de la Revelación son
el mismo Dios. Que la creación existe, que ha sido hecha de una cierta
manera y que en ella se expresa el plan de Dios para con los hombres,
no puede negarse. Sin embargo, que Dios se haya manifestado en la
persona de Jesús de Nazaret no es tan evidente, admitirlo es siempre
una decisión humana más comprometida. Pero, en todo caso, sólo cuando
el mensaje de Jesús de Nazaret en el kerigma cristiano se hace
“significativo”, es decir, conecta armónicamente con la realidad, es
cuando se hace inteligible la presencia de Dios en él, cuando la Voz
del Dios de la Revelación muestra que en ella está la Voz del Dios de
la Creación. Y al contrario: cuando la imagen del mundo y la revelación
cristiana hablan lenguajes diferentes y, todavía más, aparece
contradicción, entonces es muy difícil que el hombre intuya en la
revelación la presencia del Dios real de la creación.
La Voz del Dios de la Creación. Por tanto, así
como la Voz de la Revelación está dada en la obra de Jesús, es fijada
por la iglesia en el kerigma que debe proclamarse y se accede a ella
por la fe cristiana, en cambio, la Voz del Dios de la Creación está
dada en la creación misma, se muestra en la forma en que Dios ha creado
el universo y en las características de la naturaleza humana. Ahora
bien, ¿cómo puede el hombre acceder al conocimiento de la Voz del Dios
de la Creación? No hay otra vía que observar cómo está hecho el
universo y cómo es el escenario de la vida humana, diseñado como plan
de salvación. En otras palabras: el conocimiento de la obra de la
creación no puede hacerse sino por la razón natural. Así como no se
accede a la Revelación sino por la escucha y sometimiento existencial
al kerigma proclamado por la iglesia, en su lugar, no se accede al
conocimiento de la obra de la creación sino por ejercicio de la razón
natural que nos hace describir y conocer cómo es de hecho el mundo real
creado por Dios.
Hacia el Nuevo Concilio
Necesidad moral cristiana del cambio hermenéutico: hacia el Nuevo Concilio.
Hay un conjunto de razones, difíciles de negar, que muestran que,
inevitablemente, para la conciencia moral cristiana actual, no hay otro
camino posible que afrontar el cambio hermenéutico que la historia
demanda, y este cambio exigiría realizarse en el marco de un nuevo
concilio ecuménico.
A) No es posible negar hoy que la imagen de la realidad en el mundo
moderno ha supuesto un cambio sustancial en relación al mundo antiguo.
B) Es también obvio que no se puede negar que la imagen moderna del
universo, de la vida, del hombre y de la historia (sin ser verdad
absoluta, ya que el conocimiento sigue abierto y en evolución) debe ser
considerada como una descripción de cómo es de hecho el universo creado
por Dios, a la que cabe atribuir, en principio, mayor corrección que a
la imagen del mundo antiguo. C) Además, es claro que la iglesia
cristiana no está comprometida en esencia sino sólo coyunturalmente
(históricamente) con los principios hermenéuticos del paradigma greco-
romano. D) Por consiguiente, la consecuencia que se sigue es intachable
en teología cristiana: es una obligación moral primaria de la misión de
proclamar el kerigma en cada momento histórico afrontar el cambio
hermenéutico que muestre hoy la armonía entre la imagen moderna del
universo y el kerigma cristiano (hermenéutica moderna que no supone
absolutizarla, sino sólo la exposición de la armonía entre creación y
revelación, a la altura de la razón humana en este momento de la
historia). E) Si, al responder positivamente a la exigencia de una
búsqueda del cambio hermenéutico, la iglesia viera que la imagen del
universo en la modernidad es incompatible con el kerigma cristiano
(nótese que no decimos con la hermenéutica antigua), entonces habría
una justificación para permanecer en lo que se tiene (a saber, el
paradigma antiguo), aunque sin cesar en la búsqueda del cambio
históricamente inevitable (esta incompatibilidad es la que se dio en el
tiempo en que la modernidad estuvo dominada por el dogmatismo teísta y
el dogmatismo ateísta). F) Sin embargo, desde el momento en que la
modernidad dogmática ha ido transformándose en modernidad crítica (en
los dos últimos tercios del siglo XX), se ha ido perfilando poco a poco
lo que debería ser el cambio alternativo hacia la nueva hermenéutica
del kerigma cristiano en el mundo moderno. Es lo que hemos venido
exponiendo en este ensayo, y en otros anteriores. Ahora bien, cuando se
vaya viendo que la alternativa para ese cambio hermenéutico buscado, a)
es intelectualmente rigurosa (responde al mundo moderno y su proceso
histórico), b) es fiable para el kerigma cristiano (que es asumido en
su integridad de forma armónica), c) ofrece un entendimiento del
kerigma cristiano mucho más rico y profundo que la hermenéutica
antigua, d) que es apto para generar una proclamación del cristianismo
en los tiempos modernos mucho más seria e impactante que la
proclamación que entró en crisis en los últimos siglos, entonces no
habrá otra salida para la exigencia moral cristiana: afrontar el cambio
hermenéutico de acuerdo con lo que exige la lógica de la historia.
El Nuevo Concilio en la lógica de la historia.
Lo que estamos diciendo tiene una relevancia histórica inmensa. Después
de un largo camino de veinte largos siglos de permanencia en el
paradigma antiguo greco-romano, después de cuatro penosos siglos de
larga tribulación por la crisis del cristianismo ante la modernidad,
después de la aguda crisis social moderna en las últimas décadas de
indiferencia, de ateísmo y de agnosticismo, después de una penosa
situación en que la iglesia oficial se ha visto privada de un logos
racional adecuado a nuestro tiempo, después de una penosa crisis
disciplinar y moral de la iglesia, se está entrando hoy en unos tiempos
excepcionales en que la iglesia va a poder disponer de la alternativa
hermenéutica que estaba siendo exigida durante los últimos siglos. Es
decir, la iglesia está disponiéndose hoy para estar en condiciones de
afrontar el cambio hermenéutico transcendente que la hará entrar en una
nueva época en la historia del cristianismo y de las religiones, pero
que será también una nueva época para la historia de la cultura
universal. El cambio hermenéutico será el más importante suceso en la
historia de la iglesia desde hace veinte siglos: la salida del mundo
antiguo y la entrada en el mundo moderno.
Estamos hablando de la necesidad de cambio en la iglesia oficial. Es
evidente que, en las últimas décadas, numerosos pensadores cristianos
han sido conscientes de la necesidad de buscar un cambio hermenéutico y
han hecho variadas propuestas, con mayor o menor acierto. Nosotros
mismos nos contamos entre ellos. Pero estamos aquí hablando de la
necesidad de un cambio que sea liderado por la iglesia como tal y que
sea capaz de interpelar con fuerza al mundo contemporáneo. No hablamos
de “teólogos”, sino de la “iglesia como tal”. Por ello defendemos que
la importancia del cambio que debe afrontarse es de tal calibre que
exige ser realizado poniendo en juego el instrumento mayor que posee la
iglesia para los grandes momentos de su historia: el concilio
ecuménico. El Nuevo Concilio debería establecer los criterios y los
contenidos de la entrada del cristianismo en la modernidad y supondría
sin duda su mayor cambio histórico en veinte siglos de existencia.
El cambio en la imagen del universo en la modernidad
Pero estamos diciendo que la modernidad, ante todo por la imagen del
universo en la Era de la Ciencia que ha acompañado a la constitución
del mundo moderno, supone un cambio sustancial en relación a la imagen
del universo en el paradigma antiguo. ¿Es así? ¿En qué consisten, en
efecto, esos cambios sustanciales? Los hemos argumentado a lo largo de
este ensayo, pero podemos ahora resumirlos en dos puntos: por una parte
un cambio sustancial en la ontología del universo y, por otra, un
cambio no menos sustancial en la idea del alcance del conocimiento
humano.
Una nueva ontología del universo, de la vida y del hombre.
¿Cómo es el universo? ¿Cómo es el mundo real creado por Dios? La
respuesta es inequívoca: tal como la ciencia describe y valora de
acuerdo con sus principios epistemológicos. Se trata, pues, de una
aceptación integral de la ciencia, sin restricciones ni límites. La
naturaleza de las propiedades de la materia, el big bang, el modelo
cosmológico estándar, la vida, la evolución, los mundos especulativos
de los multiversos y de las supercuerdas, la realidad del universo
antrópico, la determinación y la indeterminación, el mundo cuántico, la
posibilidad de explicar el origen de la sensibilidad de la conciencia
en el mundo físico, la neurología y la explicación del cerebro como
sede de la vida psíquica de animales y hombres, el origen de la razón,
un universo constituido por campos físicos y dimensiones holísticas que
producen deslumbrantes avances tecnológicos, etc., todo muestra la
imagen monista de la realidad evolutiva del mundo psicobiofísico en la
unidad del universo. Una nueva imagen del universo que apenas tiene
algo que ver con la imagen del universo en el paradigma antiguo que
ofrecía una imagen dualista, estática, no evolutiva.
El tránsito desde una cultura dogmática a una cultura de la incertidumbre.
El cambio esencial producido por la ciencia ha consistido en caer en la
cuenta de los límites y precariedad del mismo saber científico
producido. Aunque el objetivo de la ciencia, o sea, su intención final,
debería ser producir un conocimiento del universo hasta su último
fundamento metafísico, la misma ciencia ha reconocido que los
conocimientos producidos de hecho en la ciencia, según sus métodos, no
le permiten con rigor formular ese conocimiento final, definitivo,
último, metafísico, que en principio podría desear. La ciencia pasó la
deliberación sobre las grandes cuestiones metafísicas a la filosofía.
La reflexión filosófica, condicionada por los mismos resultados de la
ciencia, quedó abierta al enigma del universo. Los resultados de la
ciencia dejaban abierto el universo a un fondo profundo, último,
desconocido, misterioso, del que, de momento, no podía decir nada como
ciencia y del que además difícilmente podría decirse algo en el futuro.
La filosofía, por tanto, condicionada así por los resultados de la
ciencia, quedaba abierta al enigma del universo que instalaba al hombre
en una profunda incertidumbre metafísica.
Así, la historia moderna habría llevado a descubrir el estado de
incertidumbre profundo que probablemente constituyó la experiencia
humana de todos los tiempos. El hombre no vive en la patencia dogmática
de la verdad, sino en la incertidumbre metafísica, entendida en toda su
radicalidad, sin sucedáneos. No se trata de decir, por tanto, que un
Dios “patente” en su existencia sea un enigma o un misterio, sino que
su misma existencia es una incógnita radical por el enigma de un
universo que crea la incertidumbre metafísica de no saber por la razón
natural si es Dios o un puro mundo sin Dios. La idea de enigma o
misterio en autores del teocentrismo cristiano antiguo no es la misma
idea de incertidumbre que se ha impuesto, con mayor radicalidad, en la
modernidad crítica.
Dios sería, por tanto, “posible”, verosímil para la razón natural que
conoce el universo objetivo, pero el hecho mismo de la incertidumbre
metafísica impone pensar que ese posible Dios está de hecho “en
silencio”. Dios está en silencio porque no es “patente”, ya que, si lo
fuera, no estaría en silencio, se habría impuesto por la forma racional
de la naturaleza. Esta lejanía y silencio del posible Dios tiene dos
vertientes que, en el fondo, manifiestan un único silencio-de-Dios ante
el universo. Es el silencio-de-Dios ante el conocimiento humano (por el
enigma del universo y la incertidumbre metafísica) y el silencio de
Dios ante el drama de la historia (por el sufrimiento del Mal ciego de
la naturaleza y de la perversidad humana). Sólo la incertidumbre
metafísica en la modernidad explica la radicalidad y profundidad de la
real angustia del hombre ante el silencio-de-Dios que pone en cuestión
su existencia (angustia que no podía darse en el dogmatismo teocéntrico
que imponía la existencia de Dios, como decíamos, por la patencia
racional). De todo esto hemos hablado ampliamente a lo largo de este
ensayo.
Por consiguiente, si cabe suponer que Dios ha creado el universo, como
escenario de la vida humana, tal como la razón, la ciencia y la
filosofía, describen hoy a la altura del conocimiento alcanzado en la
modernidad, esto quiere decir que la proclamación del kerigma cristiano
en nuestro tiempo debe hacerse desde una hermenéutica que, superando la
hermenéutica antigua, muestre la armonía entre la Voz del Dios de la
Creación (que se nos manifiesta en la razón a la altura de la
modernidad crítica) y la Voz del Dios de la Revelación (que se proclama
en el kerigma). Esta hermenéutica moderna debe suponer a) aceptar
plenamente la imagen del universo, de la vida, del hombre y de la
historia, en el mundo moderno, entendiendo la creación desde dentro de
la nueva ontología del universo y dentro de la nueva forma de la
cultura y b) aceptar que el universo no es un escenario de patencia de
la verdad absoluta, de la Verdad de Dios, sino un universo enigmático
en que se despliega el silencio-de-Dios. ¿Qué significa, pues, la Era
de la Ciencia para la metafísica, para el teísmo, el ateísmo, para las
religiones y para el cristianismo? Hoy se marea mucho la perdiz en el
diálogo ciencia-religión, pero, en el fondo, todo se reduce a dos
puntos cruciales: aceptar la imagen de un universo monista, evolutivo,
abierto y autocreador, y, fundándonos en ella, aceptar que el universo
moderno no es un universo de patencia-de-la- Verdad, sino un universo
enigmático que nos coloca en la incertidumbre metafísica de no saber si
su fundamento último es Dios o un puro mundo sin Dios.
Esta incertidumbre moderna por la nueva experiencia del
silencio-de-Dios es el humus natural inevitable para entender el teísmo
y al ateísmo. Es el humus que debe llevarnos a entender hoy la
verdadera naturaleza de la religión natural (el universal religioso) en
profunda armonía con el cristianismo como religión universal (el
universal cristiano). En la modernidad crítica hemos pasado de un
universo de patencia-de-la-Verdad a un
universo-de-incertidumbre-metafísica. Este cambio es el hilo conductor
que lleva a la alternativa hermenéutica que deberá hacer posible la
entrada del cristianismo en el mundo moderno.
El paradigma de la modernidad para la religión y para el cristianismo
El concepto de paradigma de la modernidad se refiere a la forma de
entender la religión y el cristianismo de acuerdo con la imagen del
universo, de la materia, de la vida, del hombre y de la historia, que
se ha ido configurando en el mundo moderno (con más precisión, en la
modernidad crítica). Pero, ¿existe realmente este paradigma de la
modernidad? Si existe, ¿de qué manera hace posible una nueva
hermenéutica de la religión y del cristianismo? Esta eventual nueva
hermenéutica, ¿es congruente con el kerigma cristiano, es decir,
permite interpretar correctamente todo su contenido? A lo largo de
muchos siglos de crisis ante la modernidad, la iglesia permaneció en lo
de siempre porque no había alternativa. Pero, ¿es que hoy disponemos de
esa alternativa que ha sido esperada por siglos?
La religión radical en el universal religioso.
El paradigma de la modernidad reconoce el enigma del universo y la
incertidumbre metafísica que imponen la clara conciencia de que el
posible Dios, si existiera, está lejano y en silencio. El factum del
silencio-de-Dios es una conciencia de la real
ausencia-de-Dios-en-el-mundo, muy distinta de la apelación retórica al
misterio o enigma de un Dios cuya patencia absoluta en la naturaleza se
afirmaba por la razón natural (como hacían el teocentrismo clásico y el
neotomismo transcendental, antes aludidos). El silencio-de-Dios que la
modernidad crítica constata y describe es el silencio-de- Dios que
emocionalmente se vive en toda existencia humana: el silencio ante el
conocimiento que no conoce con seguridad la existencia de Dios, que
podría no existir (enigma del universo) y el silencio ante el drama de
la historia (el sufrimiento personal/colectivo y la perversidad humana).
Pero, desde el humus de esta dramática ausencia de Dios, el impulso
humano hacia la Vida y la Liberación mueven a la religión radical que
toma forma en el universal religioso: la creencia en un Dios oculto y
liberador, que alienta un plan de salvación de la historia, por encima
de su lejanía y de su silencio en el mundo. El paradigma de la
modernidad sabe que un universo en incertidumbre hace entender que la
única religión radical, generada en las vivencias fundantes de la
existencia humana, es la que responde al universal religioso, la
creencia en el Dios oculto y liberador, que está en el fondo del
historicismo de todas las religiones, constituyendo su esencia profunda.
Sin embargo, aceptar el logos (o sentido racional) del silencio divino
no es una explicación “racionalista” que le haga entender al hombre,
como dos y dos son cuatro, que el silencio –el sufrimiento y el drama
de la historia– son lo correcto en Dios. Cuando el hombre sufre por el
silencio-de-Dios no entiende nada y ve cómo su existencia se hunde en
el desespero y en la angustia. No hay salida emocional para entender la
lejanía y silencio incomprensible de Dios. Pero el hombre religioso, a
pesar de esa sin-razón del silencio divino, sin entenderlo finalmente,
sobre todo en las experiencias personales concretas de sufrimiento
profundo, da un voto de confianza emocional a Dios admitiendo que el
silencio- de-Dios debe de tener una explicación, un sentido racional,
en un plan de salvación concebido por Dios. Las religiones han
construido sus “teologías” para explicar este silencio y el sentido de
la creación. No es irracional que Dios pudiera haber diseñado este
universo con sentido, aunque el hombre no lo entienda fácilmente, sobre
todo emocionalmente. Aceptarlo por una postulación, a la vez
intelectual y emocional, es la religiosidad humana.
El kerigma como Voz del Dios de la Creación.
El paradigma de la modernidad entiende también que el eventual Dios de
la Creación es el que ha situado al hombre en un escenario mundano en
el que la religión radical acaba siendo posible si se cree en el Dios
oculto y liberador. Desde ahí, alcanza también a entender que la Voz
del Dios de la Revelación que el cristianismo proclama, no podría
responder a un proyecto de salvación distinto de aquel que aparece en
el escenario natural, ya que el Dios de la Creación y el Dios de la
Revelación son el mismo Dios. La armonía pues de esta expectativa se
constata en el kerigma cristiano al entender la respuesta de Dios en el
Misterio de Cristo a las dos grandes preguntas metafísicas del hombre
natural: la pregunta por el Dios oculto y la pregunta por el Dios
liberador. El kerigma, en efecto, revela la existencia de un Dios
creador que ha decidido permanecer oculto en el universo, ante el
conocimiento y ante el drama de la historia, creando la libertad, la
santidad y el pecado, que son redimidos, aceptados para ser creados por
mérito del excelso proyecto de santidad que emprenderá Dios mismo en el
Misterio de Cristo, cuya kénosis por la encarnación y la muerte en cruz
asumirá la manifestación y la realización en la historia de la kénosis
de Dios en la creación del universo. Pero el kerigma revela también que
ese Dios kenótico, en la creación, en la encarnación y en la cruz de
Cristo, se manifestará también en la Gloria de su condición divina
cuando emprenda la Liberación escatológica más allá de la muerte, tal
como ha sido anticipado por la Resurrección de Jesús.
El paradigma de la modernidad entiende, tal como ha sido explicado en
diversos lugares a lo largo de este ensayo, la extraordinaria unidad
existente entre la religión radical generada por las condiciones del
escenario natural de la existencia, que se expresa en el universal
religioso que cree en el Dios oculto y liberador, y la religión
cristiana en la forma de un cristianismo universal en que la religión
natural y la religión cristiana muestran la profunda unidad del
proyecto de salvación diseñado por Dios en la creación y manifiesto en
el Misterio de Cristo.
Todas las religiones históricas han intentado, cada una con su teología
propia, explicar el sentido-en-Dios del silencio-de-Dios. La
explicación cristiana apunta a que Dios aceptó este mundo y lo redimió
por la santidad extraordinaria que se produciría en la estirpe humana
unida al Misterio de Cristo. Cuando el cristiano conoce la armonía
entre el hombre universal y el kerigma siente más fuerza para aceptar
el silencio-de-Dios, es decir, para aceptar la cruz de Cristo. Pero ni
en este caso la religión cristiana es resultado de una “evidencia
racionalista”. El hombre está sumido en el desespero y angustia de la
lejanía y silencio-de- Dios. Pero la religión, apoyada en la razón que
la avala (la razón natural y la razón cristiana), es ante todo una
respuesta “emocional” del hombre que confía en Dios por la fuerza de su
búsqueda “emocional” de consuelo y liberación, a pesar de su lejanía y
su silencio.
El Nuevo Concilio y el proceso de cambio en la iglesia
El Nuevo Concilio debería ser el instrumento excepcional habilitado por
la iglesia para avalar y proclamar el cambio hermenéutico exigido por
la historia y por la conciencia moral cristiana. El paradigma de la
modernidad ofrecería el marco conceptual para la alternativa
hermenéutica que insertara el kerigma cristiano en el mundo moderno.
Más allá de la indecisión y falta de definición de la iglesia, propia
de los últimos siglos, debería afrontarse por primera vez y declararse
con valentía la alegría de entender que la modernidad, la Era de la
Ciencia y la cultura moderna, han permitido al cristianismo superar la
visión antigua que tenía de sí mismo para entrar en una nueva época en
la que es posible describir la armonía entre el mundo real y la
creencia en el Dios de todas las religiones, que no es otro que el Dios
que se revela en el cristianismo. Así, el concilio debería proclamar la
sorprendente y más profunda imagen del Dios, de las religiones y del
cristianismo, que habría hecho posible el mundo moderno.
En el concilio, la iglesia debería reconstruir su pasado, su
proclamación del kerigma y su dependencia de las hermenéuticas
antiguas. Debería exponer qué pasó al entrar la historia en la
modernidad, cuál fue y cuáles fueron las causas de la crisis cristiana
en la cultura moderna. También debería exponer cómo en la modernidad
entraron en crisis los dos principios hermenéuticos esenciales del
cristianismo antiguo: el teocentrismo y el teocratismo. Pero, frente al
pasado, el concilio debería proclamar la nueva imagen de Dios, de las
religiones y del cristianismo, hecha posible por la modernidad. Debería
asumir la imagen de la Era de la Ciencia, cortando ya de raíz la
tensión y reticencia de los últimos siglos. Debería reconocer la
apertura del hombre al enigma del universo y a la incertidumbre
metafísica, así como a la experiencia cultural del silencio-de-Dios que
está en la base del malestar ante Dios que ha alentado la crítica de
las religiones, el ateísmo, agnosticismo y la indiferencia religiosa.
El concilio debería proclamar que también las religiones son posibles
desde un universo en incertidumbre inundado por el silencio divino.
Debería exponer los argumentos que, sin ser impositivos, pueden abrir a
los hombres a confiar en la existencia de un Dios oculto y liberador, a
pesar de su lejanía y de su silencio. El universal religioso accesible
al hombre universal debería ser presentado por el concilio como la
armonía de fondo que liga todas las religiones en una profunda unidad
de sentido y convergencia. Por último, el concilio debería exponer cómo
este mundo en incertidumbre que impone la angustia ante el
silencio-de-Dios es también el que permite entender con una profundidad
sorprendente, en armonía con el universal religioso y con el hombre
universal, la esencia del kerigma cristiano: el eterno designio divino
para la creación en libertad, el por qué de la existencia de un mundo
ahogado en el drama de la historia, la Redención, y todos los misterios
que acompañan al Misterio de Cristo que realiza y manifiesta en un
momento del tiempo el por qué del designio creador.
El concilio debería proclamar que la modernidad permite entender que el
designio creador de Dios ha sido crear un universo para la libertad y
permite entender también el alcance de este designio en la creación. El
concilio debería reconocer y respetar la posibilidad del ateísmo y la
increencia, así como reconocer que el Dios que está presente en todas
las religiones y en el cristianismo es el mismo Dios del universal
religioso. Pero el concilio, al mismo tiempo que reconoce una creación
para la libertad que se manifiesta creativamente en la configuración
del sentido de la vida y del orden regulado de la libertad en las
sociedades nacidas de la modernidad, debería igualmente proclamar la
extraordinaria fuerza con que, desde la incertidumbre y el
silencio-de-Dios, la armonía del movimiento religioso universal y del
cristianismo mueven en una misma línea a confiar que el universo nace
del Amor de un Dios oculto y liberador. En Hacia el Nuevo Concilio he
expuesto con mayor amplitud la necesidad, significación histórica y
contenido del Nuevo Concilio que debería producirse.
Sin embargo, el proceso de cambio en la iglesia no será fácil.
1) Es obvio que no podrá nunca haber un cambio en la iglesia, que haga
posible la superación de la gran crisis histórica de la modernidad, si
no aparece con rasgos nítidos la nueva alternativa hermenéutica al
paradigma antiguo. Una alternativa que sea armónica con el kerigma
cristiano y que permita la profundización hermenéutica del kerigma en
la nueva época. Una alternativa que sea por ello atractiva por sí
misma, que sea general y argumentable frente a otras alternativas,
pudiendo imponerse por su propia lógica creando amplios consensos. Una
alternativa, en último término, que sea viable, es decir, que proponga
un cambio posible que pueda ser asumido por la iglesia en armonía con
su teología y su historia.
Sea dicho esto sin negar que el cambio será necesariamente traumático
para muchos, porque la identificación con el paradigma antiguo ha sido
muy intensa y emocional. Por ello, sólo si la alternativa se entiende
con precisión intelectual, si tiene la fuerza atractiva que haga
entender que es lo que la iglesia necesita, si es viable de acuerdo con
una estrategia de cambio pragmática, será entonces posible el gran
cambio que la historia exige. El cambio avalará la nueva posible
hermenéutica porque se verá necesario apoyarla como respuesta al avance
del conocimiento en la historia y porque permitirá la difusión de una
nueva imagen de la religión y del cristianismo que enriquecerá
considerablemente la competencia del hombre moderno para decidir
libremente el sentido de su vida. Pero deberá entenderse que la nueva
hermenéutica, aunque sea nueva y moderna, no sólo asumirá el kerigma
cristiano en su integridad sino que podrá recoger, obviamente con
matices, la tradición hermenéutica del pasado que, sin duda, aportará
gran riqueza a la historia del pensamiento cristiano. Avanzar hacia
algo nuevo no significará obviamente una renuncia completa a un pasado
del que se podrán recoger enseñanzas enriquecedoras. Esto queda fuera
de cuestión.
2) Hemos defendido la tesis de que la alternativa hermenéutica responde
a lo que hemos llamado paradigma de la modernidad. ¿Tiene este
paradigma las propiedades que debería tener la alternativa para que
fuera viable? Creemos que sí, aunque somos conscientes de que, al menos
hasta el momento, no es más que una propuesta personal (con no pocas
coincidencias con otros pensadores cristianos). Sin embargo, lo que
proponemos no son ideas extrañas, alambicadas, difíciles por su propia
naturaleza, incapaces de crear consensos. Ya en parte muchos aspectos
de nuestra propuesta son hoy, de una forma u otra, objeto de consenso y
representan rasgos esenciales de la imagen científico-filosófica del
universo y de la tradición kerigmática cristiana. Es muy difícil
argumentar en contra de las evidencias que proponemos en el paradigma
de la modernidad.
Apuntémoslo una vez más. A) ¿Es posible no admitir que imagen de la
realidad, que debe guiar el conocimiento, deba responder selectivamente
a la imagen del universo en la ciencia y la cultura moderna? B) Si es
así, ¿es posible no reconocer que la ciencia aboca a la filosofía al
reconocimiento del enigma del universo, instalándonos en la experiencia
moderna de la incertidumbre metafísica de un universo que podría
fundarse en Dios, pero que podría ser también un puro mundo sin Dios?
¿Es posible en nuestro tiempo seguir defendiendo una u otra forma del
dogmatismo antiguo? C) Si esta incertidumbre es real y sin atenuantes,
entonces, ¿acaso es posible dejar de reconocer que el problema
existencial del silencio-de-Dios –ante el conocimiento y ante el drama
de la historia–, conduce inevitablemente a que la religiosidad deba ser
la creencia en el Dios oculto y liberador? D) Por último, si esta es la
situación existencial del hombre en el escenario del mundo, abierto al
enigma del Dios oculto y al enigma del Dios liberador, ¿acaso no se
ilumina desde ella el mensaje de Dios en el kerigma cristiano revelando
el eterno designio creador de un Dios oculto y liberador que se
manifiesta en el Dios kenótico del Misterio de Cristo? Repetimos, no se
trata de ideas retorcidas: son grandes tendencias de nuestro tiempo,
que difícilmente pueden negarse, y que representan la lógica
intelectual, filosófica y teológica, de la historia cristiana que
inevitablemente llegará a imponerse, haciendo posible en nuestro tiempo
la armonía del kerigma con la modernidad crítica. Pero sin el proceso
de convencimiento personal de que la alternativa hermenéutica existe y
se formula en el paradigma de la modernidad, no será posible el cambio
en la iglesia.
3) El cambio en la iglesia no será, pues, posible sin un consenso
creciente en torno a la pertinencia y viabilidad de una cierta
alternativa hermenéutica. Pero el consenso sólo será posible si muchos
hacen el esfuerzo de valorar intelectualmente y de sumarse a la nueva
alternativa hermenéutica. Para ello se requieren dos cosas. Primero que
haya muchos que sientan con honestidad intelectual la urgencia moral de
la conciencia cristiana a proclamar el kerigma cristiano en nuestro
tiempo con la calidad exigida. Segundo que haya quienes sean capaces de
hacer una ponderación intelectual honesta, afrontando el “esfuerzo del
concepto”, que les lleve a emprender el trabajo de examinar las
alternativas existentes y a obrar en consecuencia. No se me escapan las
dificultades que entraña todo proceso de convergencia histórica sobre
los proyectos intelectuales. Es difícil encontrar tiempo para estudiar
y para ponderar con honestidad y profundidad las ideas. Pero si esto no
se hace es imposible sentir una motivación intelectual para el
compromiso. Cada quien, además, tiene ya actitudes y recetas asumidas.
No todos tienen competencia para afrontar el estudio de las cosas en
profundidad, y también existen muchos personalismos y mezquindades de
todo tipo. Lo sabemos muy bien por propia experiencia. Tampoco se nos
escapa que nuestra propuesta no es políticamente correcta, ya que, por
una parte, no se suma a los amplios sectores conservadores, cuyo poder
en la iglesia es evidente y no quieren ni que se piense en que algo
pudiera cambiar. Pero, además, no es políticamente correcta porque no
se suma a las tendencias hacia una iglesia radical que, en último
término, entendida sólo desde radicalismos socio-políticos, acabaría
disolviendo la religión institucional, también la cristiana, en un
mundo de religiosidades personales e individuales. De todas maneras,
los acontecimientos acabarán yendo por donde impulsa la lógica de la
historia y por dónde la Providencia de Dios quiera llevar a la iglesia.
Es inevitable.
4) Quiero indicar también que el cambio en la iglesia debería nacer por
la presión de la base cristiana. Si hubiera muchos cristianos honestos
y estudiosos, así debería ser. Este ensayo es un ejemplo de que esta
presión desde la base intelectual de la iglesia existe. Pero el gran
cambio pendiente podría ser impulsado también por instancias superiores
que, en conciencia, cayeran en la cuenta de la relevancia de sus
decisiones personales para el futuro de la fe cristiana. Cuando Juan
XXIII convocó el concilio Vaticano II lo hizo por sorpresa y dejó
descolocado a todo el mundo. Había que convocar un concilio para que
estudiara cómo presentar la fe en nuestra época, objetivo, por cierto,
que no logró en profundidad el Vaticano II y todavía es una deuda del
cristianismo con la historia moderna. ¿Por qué no podría suceder algo
parecido en la convocatoria del Nuevo Concilio que, sin duda, debería
ser mucho más relevante que el Vaticano II? En realidad todo está
abierto y nada puede descartarse. En Hacia el Nuevo Concilio (capítulo
octavo) expuse ya mi opinión de que un concilio moderno debería ser
obra de un papa y que, en último término, aparte de la opinión previa
que pudiera generarse en la opinión pública cristiana, el cambio en la
iglesia y el eventual concilio que debería encauzarlo, no podrían darse
nunca sin la iniciativa de un gran papa, que debería tener clara
conciencia de la historia moderna, del estado de la iglesia y de su
responsabilidad cristiana. Un papa que, confiando en el Espíritu de
Dios y de su Providencia sobre la iglesia cristiana en la historia,
tuviera la fuerza para impulsar los cambios necesarios en la iglesia.
Una iglesia en la que hoy, como en Éfeso, en Calcedonia o en Trento,
sigue actuante la presencia del Espíritu en que la iglesia, y los
papas, deben seguir confiando. Sólo esta autenticidad cristiana y
confianza en el Espíritu podría auspiciar el gran movimiento
intelectual cristiano que concluyera en el Nuevo Concilio de nuestro
tiempo, sin duda quizá uno de los más importantes de la historia.
VII. La iglesia de los pobres, el compromiso civil de las religiones en el siglo XXI
La conciencia dramática del sufrimiento humano, que sigue todavía hoy
inundando la historia, y la persuasión de que una de sus causas es la
inoperancia de la organización socio-político-económica de las naciones
para aminorarlo, es el punto de partida del compromiso socio-político
en orden a cambiar las cosas. El objetivo es inequívoco: que la
política, de que somos responsables los hombres, sea un instrumento
eficaz para aminorar el sufrimiento y hacer posible una vida humana más
digna para todos. La historia ha avanzado mucho, en efecto, pero está
todavía lejos de conseguir la dignidad universal y camina con lentitud
enervante hacia ello, siendo así que el problema del sufrimiento es
inmenso, hiriente, y pide soluciones urgentes e inmediatas. ¿Es posible
hacer algo o estamos condenados a otros cien o doscientos años con más
de lo mismo, es decir, condenados a una enorme riqueza mezclada
bochornosamente con inmensa insolidaridad e injusticia?
Creemos sinceramente que sí, que podemos hacer algo con urgencia y de
forma inmediata. Pero no somos profetas: no decimos que cuanto podría
suceder vaya a producirse. La historia depende de las acciones libres
de los hombres y estas son imprevisibles. Como dice Popper, el universo
abierto, también en lo histórico, puede ser conducido por nuestras
decisiones libres al Paraíso o al Infierno. De hecho, en el pasado, la
libertad humana ha producido avances hacia el Paraíso, pero también nos
ha sumido en inconcebibles tragedias históricas. El avance hacia lo
conveniente y hacia la razón no está garantizado porque la razón y las
emociones son borrosas, tanteantes, y suponen un compromiso personal.
En este último epígrafe abordamos una temática apenas tratada en este
ensayo, pero que constituye un perfil básico de la forma de entender el
cristianismo que han tenido los cristianos. La fe cristiana, en efecto,
no sólo es una idea filosófico-teológica del universo y del plan
salvador de Dios, sino también una exigencia de hacer realidad en el
mundo, hasta donde sea posible, la superación activa del drama de la
historia, del sufrimiento y de la perversidad humana. ¿Qué puede hacer
el cristianismo para sumarse a la tarea humana por conseguir un mundo
más justo, solidario, en camino hacia la Bendición prometida por Dios
que hará realidad la liberación final de la humanidad?
La religión nace del hombre indigente que aspira a la plenitud de la
Vida, pero tiene el desgarro de sentirse abandonado por el
silencio-de-Dios en el enigma del universo y en el drama de la
historia. El hombre pobre, necesitado, indigente, es el que está en
condiciones de volverse a Dios para desear que fuera real el Dios
oculto y liberador. Por ello, los hombres que sienten su pobreza y su
desamparo, su indigencia, los pobres de Yahvé, son aquellos a los que
la religión y el cristianismo deben anunciar la Buena Nueva de la
liberación. En este sentido la iglesia es la iglesia de los pobres, la
de todos aquellos que sienten su indigencia y buscan la liberación.
La iglesia de los pobres y el compromiso civil de las religiones
La iglesia cristiana entendió siempre que el Reino de Dios en que se
realizará la liberación final de los pobres debía anticiparse ya en
este mundo. La iglesia debía comprometerse en anticipar la Justicia y
la Liberación final del Reino de Dios. Ya desde los primeros siglos de
cristianismo, la comunidad de bienes, la solidaridad y la caridad, se
vieron como la forma de vivir la fe cristiana. La obra caritativa de la
iglesia ha sido inmensa y todavía perdura hoy con excelencia. En el
tiempo del teocratismo la iglesia intentó –mientras no fue ella misma
cegada por la corrupción– que el gobierno político y económico de las
naciones fuera justo y liberador. Cuando la modernidad se emancipó del
teocratismo medieval comenzó la nueva andadura laica hacia los ideales
ético-utópicos, primero de la modernidad (constitucionalismo,
democracia formal y liberalismo) y, poco después, del comunitarismo
(socialismo-marxista, historicismo y anarquismo). El papel de la
iglesia quedó más y más arrinconado.
La urgencia del compromiso para combatir el sufrimiento humano
acercando en lo posible la justicia y la liberación del Reino de Dios
ha estado siempre presente en el cristianismo, y también en todas las
religiones, en los últimos siglos de historia en la modernidad. La
iglesia siguió con su inmensa obra de caridad, pero quiso también
ofrecer doctrina social al mundo moderno para que se acercara a la
justicia y a la liberación. Pero apenas ha sido escuchada y ha logrado
tener influencia en el curso de la historia moderna.
Sin embargo, el siglo XXI ofrecerá probablemente una coyuntura
socio-política nueva que permitirá quizá al cristianismo, y a la
religiones, jugar un papel que pudiera ser decisivo en el proceso de la
historia humana hacia la justicia y la liberación. Es lo que he
expuesto en mi obra Hacia un Nuevo Mundo. Filosofía Política del
protagonismo histórico emergente de la sociedad civil. La historia, en
efecto, está haciendo nacer el protagonismo de la sociedad civil y
quizá las religiones –dependerá de sus decisiones libres y de su
creatividad histórica– podrían ser el factor decisivo en la
organización y protagonismo histórico emergente de la sociedad civil.
En los comienzos del siglo XXI, estamos viviendo tiempos excepcionales
porque confluyen objetivamente factores que impulsan hacia caminos
nuevos para llegar, con la urgencia y el pragmatismo que exige el
sufrimiento inmediato, a una mayor justicia y solidaridad. La función
del filósofo-teólogo y la de la filosofía política no es otra que la de
alumbrar las ideas que hagan caer en la cuenta de las fecundas
posibilidades de acción que podrían y deberían ser emprendidas por los
eventuales líderes religiosos y políticos. Pensamos, así se ha expuesto
en este ensayo, que esos tiempos excepcionales están induciendo hoy al
cambio religioso. Pero también al cambio socio-político-económico.
Estos dos grandes cambios podrían entrar en convergencia y el cambio
religioso (aunque no necesariamente) podría convertirse en uno de los
principales promotores coyunturales del gran cambio político de la
historia por el protagonismo nuevo de la sociedad civil. En lo que
sigue voy a referirme al cambio socio-político-económico del siglo XXI
que, a mi entender, dependerá del nuevo protagonismo emergente de la
sociedad civil en el siglo XXI. Este protagonismo civil será el que
también haga posible para las religiones un nuevo protagonismo
histórico.
El protagonismo civil puede controlar el cambio socio-político
Una conocida cita de Victor Hugo puede aducirse aquí para iluminar la
situación ideológica en que nos hallamos, según el análisis de nuestra
Filosofía Política. No hay nada más poderoso que una idea a la que ha
llegado su momento. Esta idea, que constituye la expresión esencial de
nuestros argumentos, se formula con sencillez: hoy es posible organizar
la sociedad civil para alcanzar el mundo soñado de nuestros ideales.
Esta es, pues, la idea a la que ha llegado su momento. Idea que va
abriéndose camino, aunque todavía no haya logrado a una presencia
social inequívoca. Pero cuando alumbre con claridad no habrá ya nada,
absolutamente nada, que impida la organización creciente de ese
protagonismo emergente de la sociedad civil que debe imponer la
realización de los ideales ético/utópicos de nuestros días. Cuando sea
conocido lo que podría hacerse será muy difícil (aunque posible) que no
aparezcan los líderes civiles que sientan la urgencia moral de
emprenderlo.
Esta idea equivale a entender de pronto algo que podría parecer como
una ilusión, como el sueño que nos hace creer en la próxima realidad de
algo imposible. Pero no es así. Es tomar conciencia de la posibilidad
real y cercana de algo muy importante: que las circunstancias
históricas han confluido en hacer posible que el futuro esté en manos
de la sociedad civil. Que esté en nuestras manos. Tomar conciencia
diáfana de esta posibilidad significa entender también que la posible
resolución de las angustias ancestrales que nos abruman ya no dependerá
más de los políticos y de las minorías que detentan el poder en el
mundo, sometiendo la sociedad a densas y perversas tramas de alienación
y dominio. El futuro dejará ya de estar en manos de quienes son
responsables de haber mantenido hasta ahora a la humanidad en la
ignominia y podrían seguir manteniéndola así por cien años más si nada
cambiara. El ciudadano honesto pero defraudado, después de un largo
camino por la desolación más absoluta en la historia, podrá dejar por
fin de estar enajenado (por haber cedido su soberanía a otros hombres
sin posibilidad de control), alienado (alejado de su propia verdad, así
como de sus ideales ético/utópicos como hombre) y despotenciado
(reducido a la impotencia, sin capacidad alguna de reacción, atrapado
por las perversas tramas de dominación existentes y urdidas en el mundo
socio-político).
Hoy entendemos que las circunstancias históricas confluyen en hacer
posible que la sociedad civil, la buena gente, el pueblo que siente los
ideales éticos más poderosos de la especie, rompa por fin las redes de
dominación social que lo enajenan, alienan y de- potencian, se organice
para imponer y para controlar el rumbo de la historia en las sociedades
democráticas. No creemos que la lógica de la historia mueva a
deconstruir la sociedad democrática en que son los partidos políticos
quienes detentan el poder de gobierno. La sociedad civil no deberá ser
otro partido político, sino una organización transversal e
internacional que controle el voto a los partidos en las sociedades
democráticas e imponga el rumbo hacia el humanismo que constituye el
ideal ético-utópico de la gente de nuestro tiempo. Nada impone pensar
que esta organización no sea posible, si se hace como debe hacerse.
Un modelo de cuatro factores para entender la dinámica de la historia
Las circunstancias históricas que hoy confluyen han sido estudiadas en
la Filosofía Política que propongo y en ellas se cifra, si el análisis
es correcto, la esperanza fundada de que el futuro podría evolucionar
según nuestra prognosis histórica.
A) Este cambio hacia el protagonismo emergente de la sociedad civil se
funda, primero, en la configuración del ideal/horizonte ético/utópico
(factor 1) de los ciudadanos de nuestro tiempo. Este nuevo ideal, en la
confluencia de modernidad y comunitarismo, libertad y solidaridad,
apunta a que más allá de los fantasmas ideológicos del pasado, se
alcance pronto la liberación del sufrimiento humano, con el pragmatismo
y con la urgencia que la dramática situación inmediata exige. La nítida
conciencia de este ideal/horizonte está hoy en crecimiento rompiendo
las redes de dominación y superando la alienación colectiva. De ello
advertimos en la actualidad múltiples signos premonitorios; signos de
que este ideal/horizonte llegará pronto a tener presencia social
inequívoca. Al mismo tiempo que esto suceda se superará la escisión
remanente de la sociedad civil entre modernidad y comunitarismo, y se
llegará a una de las grandes confluencias históricas de los ciudadanos
en una vivencia ético/utópica nueva y unitaria de libertad y de
solidaridad.
B) Pero otras circunstancias históricas determinantes deberán conducir
pronto hacia el nuevo protagonismo emergente de la sociedad civil. Se
difundirá la idea de que el ideal/horizonte ético/utópico conduce por
su propia lógica humanística al diseño preciso de un nuevo proyecto de
acción en común (factor 2) que se formularía en la declaración general
de un proyecto Universal de Desarrollo Solidario (UDS). C) Además, se
llegará a la persuasión de que sólo un proyecto de acción ciudadana,
que respondiera a las características del proyecto que hemos denominado
Nuevo Mundo, sería la estrategia de gestión política (factor 3) que
podría conducir eficazmente a hacer pronto realidad el proyecto UDS. No
cualquier proyecto de acción civil podría alcanzar sus objetivos, sino
sólo aquel proyecto que respondiera a un diseño preciso. D) Por último,
deberá extenderse la persuasión universal de que hemos entrado en un
Tiempo Nuevo caracterizado por un nuevo protagonismo histórico (factor
4): el protagonismo emergente de la sociedad civil. Hubo un tiempo para
el protagonismo de los reyes, caudillos o tiranos; otro tiempo para
políticos y quienes lograron controlar la sociedad con perversas tramas
de dominación. Pero ha llegado finalmente el tiempo en que la sociedad
civil misma construya los instrumentos organizativos para hacerse con
el control del poder soberano que le pertenece y para lograr
eficazmente la realización de sus ideales utópicos, de libertad y de
solidaridad, nacional e internacional, en una sociedad democrática.
Por tanto, la idea de que ha llegado el tiempo para la sociedad civil
no es vacía: es la conciencia de que el futuro está en sus manos para
realizar pronto el programa preciso de un mundo mejor. La idea a la que
ha llegado su momento nos dice hoy qué es posible hacer y cómo está en
nuestras manos hacerlo realidad. Nos propone el nuevo orden de
convivencia que se debe crear, en la confluencia de modernidad y de
comunitarismo: un mundo no sólo de democracia, de iniciativas burguesas
y de libertad, sino incluso de liberalismo perfecto, un mundo de
prosperidad y de apertura de nuevas iniciativas hasta ahora
insospechadas en el marco de la modernidad; pero también un mundo de
solidaridad fraternal, de respeto a los pueblos y a todas las culturas,
un mundo de paz donde la libertad esté coordinada con el humanismo
universal y se trabaje hasta donde sea posible para que ningún hombre
sea olvidado por los otros hombres en su sufrimiento, de acuerdo con
los ideales del comunitarismo moderno. Un mundo pragmático que a todos
beneficiará y no irá en contra de los intereses de nadie. Pero la idea
a la que ha llegado su momento nos hace entender también con una fuerte
emoción interna que hoy está en nuestras manos seguir un camino viable
y eficaz –la autoorganización de la sociedad civil– para convertir
pronto en realidad ese mundo de nuestras utopías éticas: sabemos, en
definitiva, qué es posible hacer y cómo está en nuestras manos hacerlo
realidad.
La gestión del protagonismo civil para el control del poder político
El proceso de tránsito desde el presente a la plataforma fundacional
del proyecto UDS tiene, pues, un itinerario definido: la sociedad debe
tener una conciencia explícita de su ideal/horizonte ético/utópico
(factor 1) y del proyecto UDS que lo realiza (factor 2), cobrando en
ello el entusiasmo necesario para organizarse en el proyecto de acción
civil Nuevo Mundo (factor 3). A la promoción social de este proceso de
tránsito contribuirán los intelectuales en acercamientos sucesivos a
las declaraciones generales que permitan la pronta asimilación de estas
ideas por la sociedad civil.
Pero la obra de dar consistencia real a la organización civil que debe
asumir el protagonismo histórico del próximo futuro debe ser obra de
los líderes civiles. Serán estos los que hagan realidad una de las
grandes novedades socio-políticas del entrante siglo XXI: la
organización autónoma de la sociedad civil para romper por fin las
redes de dominación e imponer al poder político el tipo de mundo humano
que la gente de bien, la buena gente, el pueblo, está demandando desde
hace ya muchos siglos. Estas nuevas formas de auto- organización civil
estarán, además, potenciadas por la posibilidad de disponer de la gran
variedad de tecnologías de las redes de comunicación actualmente en uso.
Observamos ya muchos signos premonitorios claros de que nos acercamos a
ese momento de liberación por el protagonismo de la sociedad civil. No
es sólo el grito hoy universal de otro mundo es posible. Es el
protagonismo creciente de la sociedad civil en asociaciones ciudadanas
y religiosas, las ONG, grupos de diversa actuación y sentido político,
voluntariado social, inquietud general difusa por la solidaridad y la
lucha contra el sufrimiento, esa compartida cólera ciudadana que se
subleva ante el espectáculo diario de indignidades humanas... lo que
nos permite esperar que pronto se produzca el cambio cualitativo en la
naturaleza de la iniciativa ciudadana para pasar desde el puro
parcheado de problemas sociales existentes (las actuales ONG) a la
definitiva organización de la sociedad civil en esa dimensión superior
que haga posible el control político real de la marcha del mundo por
medio de algo semejante a la organización cívica que en nuestra
Filosofía Política hemos llamado Nuevo Mundo.
Quiero insistir aquí en una última idea. Es cierto que todo parece
confluir hoy en hacer pronto posible ese cambio cualitativo hacia un
nivel superior de la organización ciudadana que ya está en marcha a
través de múltiples caminos. Pero para que Nuevo Mundo sea posible,
viable, para que pueda organizarse con capacidad de alcanzar sus
objetivos propios –controlar al poder político y forzar el rumbo hacia
el proyecto UDS- tienen que cumplirse condiciones precisas. Ciertos
diseños de Nuevo Mundo llevarían adosada la previsión de su futuro
fracaso. Así pasaría, por ejemplo, si se lo apropiaran un partido
político o cualquier grupo marginal, social, político o religioso,
todavía enmarañado en los fantasmas ideológicos del pasado,
esgrimiéndolo como una estrategia para triunfar frente al sector de la
sociedad adversario. Esto es lo que hoy está pasando y es fácilmente
observable. Nuevo Mundo será obra de todos o no será nunca posible, no
será de nadie. Deberá ser transversal, intersocial, internacional, un
proyecto que pueda ser defendido por todos y suponga una nueva
convergencia de la sociedad. Exige la conversión ideológica a una nueva
sensibilidad histórica por confluencia entre modernidad y
comunitarismo. Debe ser iniciativa y patrimonio de la sociedad civil:
debe ser una oferta de la sociedad civil a todos, a todos los partidos,
sin estar a favor o en contra de ninguno, para que después sean estos
los que disputen sobre la forma más competente de hacer real el
proyecto UDS. Lo que nosotros proponemos no es sustituir a los partidos
políticos, o el régimen democrático de la modernidad, sino la
organización de la sociedad civil que permita el control de la política
(y de los partidos). Nuevo Mundo debe ser una organización civil obra
de todos, en la única confluencia unitaria que lo hará posible,
libertad y solidaridad tal como hemos argumentado. Debe ser la
revolución blanca, la revolución de la libertad.
Pero, volviendo a la idea popperiana del universo abierto, podemos
decir que nada está escrito y debe suceder por una necesidad absoluta
de las leyes de la historia, al estilo hegeliano o marxista. Lo que
debe suceder es fruto de las decisiones libres, de la capacidad de
construir creativamente nuestras vidas, personal y colectivamente. La
obra de los intelectuales está ya en marcha y a ella he tratado de
contribuir. La historia futura deberá mostrar si ciertos líderes
civiles fueron capaces de asumir la autoorganización civil que la
historia hoy parece demandar. Pero en todo caso es claro que los
líderes civiles no nacerán nunca si no conocen la obra de los
intelectuales que les haga entender el contexto teórico y pragmático de
lo que deben hacer.
El compromiso civil de las religiones
Que la sociedad civil pudiera llegar a asumir el protagonismo que la
lógica de la historia parece contemplar –en la reflexión de la
Filosofía Política– depende de que haya un proyecto convincente
(intelectuales) que pueda llevarse a la práctica (líderes civiles).
Ahora bien, ¿dónde podrían hallarse los líderes civiles? No es fácil
hallarlos. La opinión que he defendido en Hacia un Nuevo Mundo, y en
otros escritos, es que las religiones constituyen el nicho social más
apto y más potente (aunque en principio no sería el único posible) para
que aparecieran los líderes del proceso de organización emergente de la
sociedad civil. No es que las religiones debieran liderar, en cuanto
“religiones”, el proceso civil. Esto no tendría sentido porque el
proyecto de acción civil Nuevo Mundo debería ser sólo laico, abierto a
todas las filosofías y metafísicas, creyentes y no creyentes, y por
descontado también interconfesional. Por ello, aunque la organización
civil naciera desde el humus de las religiones, sería emprendida sólo
por “ciudadanos” y su diseño sería laico (todos los creyentes son
legítimamente, por derecho propio, ciudadanos y como tales podrían
actuar, en solidaridad con cualquier otro ciudadano, en iniciativas
sociales y políticas).
Las religiones, y el cristianismo, siguen pretendiendo contribuir a
crear una sociedad más humana que elimine al máximo el drama de la
historia. La iglesia católica se compromete por la caridad y ofrece
doctrina a la sociedad para que esta llegue a sus objetivos. Pero ya no
estamos en los tiempos del teocratismo y la sociedad civil laica apenas
percibe lo que la iglesia dice y no se deja influir por su doctrina.
Sin embargo, si en la iglesia católica se emprendiera el camino hacia
el nuevo paradigma de la modernidad, se sentarían en consecuencia los
nuevos principios de la filosofía política cristiana y, al mismo
tiempo, se haría posible un marco intelectual potente para la
convergencia interconfesional cristiana e interreligiosa.
Todas las religiones deberían actuar unidas para combatir el
sufrimiento humano. Al entender, en efecto, que el compromiso
socio-político del cristianismo y de las religiones en la lucha contra
el sufrimiento debería darse a través de la acción laica de los
ciudadanos se crearía un extraordinario marco de convergencia para unir
a todas las religiones, a través de sus ciudadanos por su condición
puramente laica, en un proyecto común de organización de la sociedad
civil internacional que, según lo dicho, pudiera liderar la lucha
contra el sufrimiento. Frente a esta propuesta hacia la organización
civil, que surge de la lógica de la historia, habrá pesimistas que,
como siempre ha sido, procederán con exclamaciones que no son sino
descalificaciones emocionales: ¡no es posible! ¡Es pura utopía! ¡No se
podría llegar nunca al grado de organización que sería necesario! Sin
embargo, reiteramos que no existe ninguna objeción ni teórica ni
práctica a la posible organización de la sociedad civil. Las ideas ya
están ahí y, quizá, la historia haga surgir los líderes audaces con
capacidad de emprender uno de los proyectos más esperanzadores para
transformar la historia.
Que los grupos religiosos, y cristianos, en lugar de hacer lo que
debieran hacer, tal como la historia haría hoy posible ensayar, se
dediquen a insignificancias operativas es lamentable. Están defraudando
al inmenso mar de sufrimiento universal que sigue ahí pidiendo
respuestas urgentes y pragmáticas. No es retórica. El sufrimiento
humano no es retórico sino una realidad agobiante para la inmensa
mayoría de la humanidad. Por ello, el compromiso con la iglesia de los
pobres, antes aludido, no es encerrarse en la cuasi- inoperancia
histórica, como hasta ahora, sino afrontar con responsabilidad las
decisiones que pueden llevar con urgencia y pragmatismo a transformar
la historia real de los hombres.
VIII. Ciencia, paradigma de la modernidad y teología de la kénosis
La ciencia moderna comenzó a construirse a partir del renacimiento,
pero en sus primeros años le faltaba todavía mucha consistencia. La
síntesis de los principios de la Mecánica Clásica en Newton, a fines
del XVII, ofreció la primera imagen del universo consistente que
produjo un impacto de importancia. Todos los filósofos querían que su
filosofía estuviera en concordancia con los resultados de la ciencia
que era ya una ciencia newtoniana. Así lo pretendieron anticipadamente
Hobbes con su mecanicismo, al igual que antes Descartes, y también
Locke y Hume. La ciencia estuvo en la base del pensamiento de Leibniz y
de Kant, así como en el racionalismo y en el empirismo que, a su
manera, buscaban también pensar en armonía con la ciencia. No digamos
ya del materialismo de la ilustración y del positivismo, por ejemplo el
de Comte, que concebían la filosofía como un corolario de la ciencia.
Estando así las cosas, en el siglo XIX, y comienzos del XX, se extendió
pronto la intuición de que la “ciencia moderna” había establecido una
visión del universo que había arrinconado al mundo antiguo y a la
metafísica clásica que de él había nacido. La ciencia moderna carecía
de su metafísica propia y por ello debía construirse una nueva. Entre
muchos autores comenzó, pues, a prosperar la idea de que estaba todavía
por formular la metafísica que respondiera al mundo de la ciencia
moderna. Edmund Husserl ensayó el método de la fenomenología que, a su
entender, podía conducir a una ciencia pura. Henri Bergson quiso
construir una metafísica a partir de la evolución creativa que
explicaba el proceso dinámico del universo y de la vida. Alfred N.
Whitehead quiso también ofrecer una compleja y esotérica metafísica en
concordancia con la imagen de la ciencia en el mundo moderno (Whitehead
conoció la mecánica cuántica naciente en los años veinte). En España,
los filósofos Xavier Zubiri, y, con menos profundidad, José Ortega y
Gasset, buscaron también la nueva metafísica en conexión con la
fenomenología y con la ciencia de su tiempo, proponiendo una nueva
metafísica de la realidad (Zubiri) o el raciovitalismo (Ortega), de
fondo similar.
1) La filosofía y teología del proceso. Whitehead, que hacia
1925 dejó Inglaterra y se trasladó a Estados Unidos, no sólo propuso
una metafísica sino que además ensayó una re- interpretación de la
religión cristiana que dio lugar a la filosofía y teología del proceso.
Murió en 1948 pero una importante serie de discípulos continuaron su
obra, principalmente Charles Hartshorne que fundó la escuela de
teología del proceso en la universidad de Chicago. Esta manera de
pensar “procesual” ofrecía una visión de Dios y de su relación con el
mundo que no eran fáciles de admitir desde los presupuestos cristianos
tradicionales, no sólo católicos sino también protestantes. La teología
del proceso, ya desde el mismo Whitehead, dependió de la ponderación
del problema del sufrimiento. No era posible hacer a Dios responsable
del sufrimiento de la humanidad. Esto no tenía sentido. Por ello tendió
a pensar que el mundo no era creado por Dios. Dios y mundo existían
desde la eternidad, entendiendo la obra de Dios en el mundo como la de,
digamos, una especie de Demiurgo platónico que moldea el mundo que se
ha encontrado de hecho y que intenta llevar a la perfección. Por ello,
Dios ayuda al hombre a dominar el sufrimiento en camino hacia la
perfección. Dios no es la causa del sufrimiento sino el compañero que
nos ayuda a superarlo. El Dios de la teología del proceso era un Dios
severamente limitado por el mundo; límites que ponían en cuestión las
ideas tradicionales de la omnipotencia y de la omnisciencia divina. En
esta teología comenzó a hablarse de kénosis, aunque en realidad no se
trataba tanto de la kénosis voluntaria de un Dios creador libre e
incondicionado, sino de una especie de “kénosis ontológica” por cuanto
dependía de la limitación impuesta por la naturaleza del universo (un
universo que existe desde la eternidad cuyas limitaciones se imponen a
Dios al margen de la voluntad de éste). Por ello siempre he dudado que
el uso del concepto de kénosis en la teología del proceso sea el
auténticamente cristiano (porque la kénosis cristiana supone la
humillación o autolimitación de Dios en el mundo por propia voluntad
libre creadora).
2) Mi itinerario personal hacia la teología de la kénosis. A
fines de la década de los años sesenta en el siglo XX, yo era un
estudiante muy joven que se enfrentaba al conocimiento de lo que en
aquel tiempo era la filosofía y la teología católica. Consistía en los
sistemas escolásticos clásicos y la corriente del neotomismo
transcendental que se presentaba como la novedad y lo “progresista”. En
décadas anteriores Teilhard de Chardin había ensayado una filosofía
cristiana que asumiera la verdad científica de la evolución cósmica en
la que, efectivamente, por sus presupuestos monistas, se había dado un
gran avance en relación al dualismo escolástico. Sin embargo, tanto
Teilhard como la escolástica y el neotomismo se movían en el marco
teocéntrico habitual desde siglos atrás en el pensamiento católico
(Teilhard nació filosóficamente de las ideas teocéntricas del
neotomismo blondeliano- marechaliano de los años 20-30). Por ello, fue
fácil la síntesis entre evolución y tomismo transcendental que ofreció
Rahner más tarde, en los años sesenta, como teoría sobre la
autosuperación del ser. En aquellos años, por otra parte, yo desconocía
por completo la obra de Whitehead y la teología del proceso. Sin
embargo, hubo algo que me impactó intelectualmente y que percibí con
toda claridad: que la cultura moderna dejaba claro que era posible a la
razón natural la construcción de una hipótesis explicativa del universo
puramente mundana sin Dios, y que en esta posibilidad abierta jugaba un
papel decisivo la imagen del universo en la ciencia. Por tanto, aquel
teocentrismo que se me enseñaba no era pertinente (principalmente el
más radical de todos que era sin duda el tomismo transcendental).
Por tanto, el hombre quedaba abierto al enigma del universo y a la
incertidumbre metafísica en un escenario mundano en que Dios no había
impuesto su presencia porque había asumido la kénosis de su presencia
en la creación ante el conocimiento humano. Estas ideas, que son las
mismas que he expuesto en este ensayo de forma actualizada y más
precisa, las publiqué, siendo todavía muy joven, en el Consejo Superior
de Investigaciones Científicas, en un volumen de setecientas cincuenta
páginas que significativamente titulé Existencia, Mundanidad,
Cristianismo (CSIC, Madrid 1973). Este libro es un registro objetivo de
mi temprano itinerario personal. Allí hablaba de la viabilidad natural
de un entendimiento puramente mundano sin Dios del universo, explicaba
la kénosis de la Divinidad en la Creación, el sentido de la kénosis en
el Misterio de Cristo y una interpretación de la religiosidad humana
como una kénosis de la inversa. Todo ello era “extraño” al pensamiento
teocéntrico, bien escolástico, bien tomista transcendental, que
imperaba en aquellos tiempos.
3) El nacimiento de la teología de la ciencia. Mi libro no era
“políticamente correcto”, era extemporáneo, o extravagante, para las
corrientes de aquel tiempo en la teología católica, y por ello fue
silenciado. Sin embargo, la lógica intelectual de la historia está ahí,
no es propiedad de nadie, y las circunstancias objetivas presionan
hasta abrirse camino por una u otra vía, en uno u otro lugar. Y esto es
lo que sucedió en realidad, aunque, a decir verdad, años después de mis
aportaciones en 1973. Una serie de autores desde el protestantismo, en
principio alentados por la obra de Whitehead y la teología del proceso,
comenzaron a reflexionar sobre la ciencia con el objeto de llegar desde
ella a un entendimiento del cristianismo. Las conclusiones a las que
fueron llegando eran grosso modo las que yo había anticipado en 1973.
En primer lugar era necesario admitir que el universo era un enigma
metafísico que hacía tanto verosímil una hipótesis teísta como una
hipótesis atea. Por tanto, la obra de Dios en un universo en
incertidumbre llevaba a entender la creación como kénosis. El primer
paso en esta línea de diálogo ciencia-religión lo dio Ian Barbour con
una obra primeriza en los años setenta. El conjunto de su obra
posterior muestra la influencia de la teología americana del proceso y
un concepto de kénosis por ella influido. De ahí que el concepto de
kénosis en Barbour no sea del todo asumible para la tradición
cristiana. Ya en los años ochenta y noventa el inglés Arthur Peacocke,
desde la bioquímica, prosiguió el diálogo ciencia-religión iniciado por
Barbour, reconociendo la posibilidad de una explicación del universo
sin Dios, pero con un concepto de kénosis que era ya plenamente
aceptable por el cristianismo. Lo mismo pasa en John Polkinghorne desde
la física teórica, aunque sus obras sean posteriores, de los años
noventa y dos mil. Es el editor de la obra The Work of Love, Creation
as Kenosis (traducida al español) con colaboraciones de Barbour,
Peacocke, Polkinghorne, Moltmann, Ellis, incluyendo varios autores de
la teología del proceso. George Ellis está en la misma línea al
introducir, a fines de los noventa y en los años dos mil, el concepto
de principio antrópico cristiano, entendido en el sentido de que la
finalidad antrópica del Dios cristiano es crear un universo en que sea
posible la libertad del hombre. No debe olvidarse que todo este
movimiento de diálogo ciencia-religión ha surgido en la segunda mitad
del siglo XX porque ha sido en él cuando la imagen científica del
universo ha pasado desde la modernidad dogmática a la modernidad
crítica (en la revista PENSAMIENTO he publicado tres largos artículos
sobre la idea de la kénosis en Barbour, Peacocke y Polkinghorne).
En las dos últimas décadas, de forma creciente, han nacido en todas
partes proyectos orientados al diálogo ciencia-religión: seminarios,
institutos, grupos de investigación, series de conferencias, etc. Tanto
en el campo protestante como en el católico. Todos nacen de la
intuición de que existe un movimiento imparable en la persuasión de que
el mundo cristiano debe reconocer que el mundo creado por Dios es el
que describe la ciencia y desde él debe entenderse la religiosidad
humana. La pregunta de fondo es siempre la que nosotros hemos intentado
responder: ¿cuál es entonces la hermenéutica del cristianismo en la Era
de la Ciencia? Sin embargo, en la mayor parte de estas iniciativas no
se ha llegado a nada concreto y todo queda en un esfuerzo testimonial
por “marear la perdiz” en la línea de lo que los tiempos parecen
demandar.
Pero, ¿adónde lleva la reflexión actual sobre la imagen de la realidad
en el mundo de la ciencia? A nuestro entender lleva al paradigma de la
modernidad que tiene su centro en la teología de la kénosis que
entiende la creación como el escenario creado por Dios para la libertad
humana. Es lo que vengo defendiendo desde 1973. Es el conocimiento de
que el mundo creado por Dios es el mundo que describe la ciencia
moderna en la cultura de la modernidad lo que ha permitido llegar a la
nueva hermenéutica del kerigma cristiano desde la conciencia del enigma
del universo y de la incertidumbre metafísica. La verdad no conozco una
síntesis más complexiva que la que nosotros proponemos en este ensayo,
y en otras publicaciones. Una síntesis que armoniza lo científico, lo
filosófico, lo teológico y que apunta hacia el Nuevo Concilio como
exigencia ya ineludible para el futuro de la iglesia católica. La
alternativa al paradigma antiguo comienza a vislumbrarse en estos
momentos y marca una dirección de avance estable para el futuro del
cristianismo.
4) La ciencia y la cultura de la modernidad. La ciencia no es lo
mismo que la cultura de la modernidad. Sin embargo, es el factor
determinante de la modernidad. Es verdad que en la modernidad no todo
es ciencia: hay filosofía, arte, literatura, poesía, cine, televisión,
cultura popular, forma de ser de la gente, religión social y nuevas
formas de religiosidad interior, ateísmo, agnosticismo, indiferentismo
metafísico, secularización, autonomía moral, laicismo y
aconfesionalidad en la organización de la sociedad civil y en la forma
del estado, etc. Sin embargo, el humus básico y radical del que nacen
todas las manifestaciones de la cultura de la modernidad es la ciencia.
Por la simple razón de que ésta, aunque de por sí no sea una
metafísica, ni sea filosófica, ofrece la imagen racional del universo a
la que el hombre debe atenerse moralmente. La filosofía, como antes
decíamos, depende de las evidencias y de los resultados teóricos de la
ciencia. Desde los últimos siglos ha intentado siempre, por lo general
(pues siempre caben las excepciones), adaptarse con armonía a la
ciencia moderna. La conciencia moral de la legitimidad de la autonomía
humana en el diseño de la vida personal y de la sociedad, el ateísmo,
el agnosticismo, la secularización, se han posibilitado porque la
ciencia ha hecho posibles las filosofías seculares de la modernidad.
Todo ha crecido en el humus de la ciencia. De ellas, de la filosofía y
de la ciencia, depende la experiencia de la vida en el arte, en la
literatura, o en todas las manifestaciones ordinarias de la forma de
vivir de la sociedad de nuestro tiempo.
Hemos insistido en que durante muchos siglos la manera de pensar de la
modernidad fue dogmática. El ateísmo fue dogmático y también lo fue el
teísmo religioso de las religiones (del cristianismo). La religión
cristiana no se entendía a sí misma desde la imagen del universo que
estaba produciendo la ciencia (que la filosofía interpretaba de acuerdo
con una epistemología dogmática) y por ello se encerró numantinamente
en el paradigma antiguo. No era posible que el universo creado por Dios
fuera el que la ciencia determinista y mecanicista describía porque
éste no era conciliable con el kerigma cristiano (se estaba aún en el
antagonismo ciencia/religión que ha perdurado por siglos).
Sin embargo, insistimos, la situación cambió radicalmente cuando la
epistemología, los resultados de la ciencia y sus consecuencias
filosóficas, en la segunda mitad del siglo XX propiciaron el tránsito
desde la modernidad dogmática a la modernidad crítica. No se abandonó
la modernidad pasando a otra cosa (posmodernidad), sino que la imagen
del mundo que se estaba construyendo desde siglos entró en una nueva
fase en que se reencontró a sí misma en el criticismo ilustrado,
abierto y tolerante, que hizo que la misma modernidad abandonase el
dogmatismo (la certeza absoluta en los “grandes relatos” de la
filosofía en la imagen del universo y la concepción de los fundamentos
de la sociedad civil). Por esto preferimos hablar de modernidad crítica
como expresión de la fase final, hasta el momento, del movimiento
unitario de la cultura en los últimos siglos en busca de una nueva
imagen del universo. Al ateísmo dogmático le hizo entender que el
ateísmo era posible pero no como “dogma o evidencia” científica, sino
como “conjetura verosímil”, en último término como “creencia
metafísica”. Al teísmo y al cristianismo les hizo comenzar a vislumbrar
que la imagen del universo en la modernidad crítica no era tan
obviamente incompatible con la imagen del kerigma cristiano. En otras
palabras, se comenzó a vislumbrar que se debía ofrecer una mayor
credibilidad a la ciencia que al pensamiento antiguo y que
probablemente en el tiempo de la modernidad se estaba entrando en una
nueva época histórica en que se alcanzaba un conocimiento más preciso
de cómo era realmente el universo y el escenario de la existencia
humana en el mundo, tal como habían sido queridos y creados por Dios.
Ahora bien, si el universo era el que describía la modernidad crítica,
entonces, ¿cómo cabía entender el diseño que Dios había hecho de la
creación y del escenario mundano de la vida humana? Ante todo cabía
entender que Dios no había querido crear un universo en que
resplandeciera la patencia evidente de su Verdad metafísica última, ni
siquiera por tanto la Verdad última de la Divinidad. Dios había creado
un universo metafísicamente ambivalente que hacía tanto verosímil que
pudiera ser Dios o puro mundo sin Dios. Dios estaba pues ausente del
universo porque no imponía la presencia evidente de su Verdad. Dios
estaba en silencio ante el conocimiento humano (por el enigma del
universo) y ante el drama de la historia (por el sufrimiento personal y
colectivo y por el sufrimiento producido por la perversidad humana). El
universo creado por Dios era un universo enigmático por el
silencio-de-Dios que instalaba al hombre en la incertidumbre
metafísica. De esto hemos venido hablando en este ensayo desde la
primera página.
5) La ciencia y el paradigma de la modernidad. Lo que
verdaderamente tiene una importancia capital para la teología cristiana
(para la hermenéutica que debe intentar construir) es la imagen que
tenemos del universo creado y del escenario natural de la vida humana.
Es esencial porque la hermenéutica debe nacer de la comprensión de la
armonía – o iluminación bidireccional– entre la Voz del Dios de la
Creación con la Voz del Dios de la Revelación en Jesús. La ciencia, nos
guste o no, es importante para la teología precisamente por esto:
porque es la voz más autorizada para decirnos cómo es realmente el
universo creado por Dios. Es la ciencia la que establece el humus
básico para que la filosofía nos diga que estamos instalados en una
inevitable incertidumbre metafísica. La ciencia es la raíz que da
sentido a las características esenciales de la cultura de la
modernidad. Por ello la ciencia es el factor hoy determinante que debe
guiarnos para trazar la imagen filosófico-metafísica del hombre en la
incertidumbre, para entender la imagen del universo creado por Dios –es
decir, la Voz del Dios de la Creación– y, en consecuencia, para
entender la hermenéutica de la Voz del Dios de la Revelación, del
kerigma cristiano, en armonía con la cultura moderna.
Al construir esta nueva hermenéutica advertimos la abismal profundidad
y armonía que trasluce en el logos de las religiones y del
cristianismo. Entendemos cómo y por qué la raíz de toda posible
religiosidad, desde un universo como el nuestro, es la mediación del
universal religioso como aceptación y creencia en el Dios oculto y
liberador. La religión universal del universal religioso queda asumida
y desbordada por el universal cristiano que en el Misterio de Cristo
revela el eterno designio trinitario de la kénosis en la creación para
constituir la dignidad y la libertad humana. Es lo que hemos venido
explicando a lo largo de este ensayo.
6) El Nuevo Concilio, débito de la iglesia para con la modernidad.
La nueva imagen del universo en la ciencia y en la cultura de la
modernidad conducen hoy a entender de una forma mucho más profunda la
armonía entre la Voz del Dios de la Creación y la Voz del Dios de la
Revelación. La nueva, y esperada durante varios siglos, alternativa
hermenéutica que sustituya al paradigma antiguo se perfila ya con
rasgos definidos y es muy difícil negarla. Es inevitable que la iglesia
acepte globalmente la imagen del universo en la Era de la Ciencia y la
cultura de la modernidad. Es inevitable salir sin enmascaramientos ni
titubeos del mundo teocéntrico y teocrático del paradigma antiguo,
aceptando el enigma del universo y la incertidumbre metafísica. Es
inevitable para la responsabilidad moral de la conciencia cristiana la
proclamación hermenéutica de la sorprendente y abismal armonía entre el
mundo moderno, el logos de la religión natural y el contenido del
kerigma cristiano. La iglesia tiene pendiente desde hace siglos la
tarea de proclamar la significación del kerigma cristiano ante la
cultura de la modernidad. A la iglesia ya no le es posible seguir
poniéndose de perfil, a ver si se olvida que estuvo en el paradigma
antiguo, sin mostrar claramente dónde se halla, si en el pasado o en la
responsabilidad del futuro, saliendo de los embrollos inmediatos por lo
que he llamado adaptaciones ad hoc, dejando que los intelectuales
cristianos vayan como francotiradores por libre, sin respaldo alguno e
ignorados completamente, abandonados a un desconcierto profundo. Es
decir, en último término, ya no le es posible a la iglesia seguir en el
incompromiso hermenéutico, característico de su posición diletante en
los últimos tiempos, reducida a la pura proclamación de un kerigma sin
logos en la modernidad. Tras veinte siglos en el paradigma antiguo, la
tarea de re- instalación del cristianismo en la cultura moderna, en los
términos aquí explicados, es de una importancia tan grande que no puede
ser llevada a cabo sino por el Nuevo Concilio, sin duda uno de los más
importantes de la historia de la iglesia. La luz debe colocarse en lo
más alto del candelero para que alumbre a todos y les permita entender
el gran espectáculo intelectual y estético que supondrá la sorprendente
reinterpretación del cristianismo, y de las religiones, en el mundo
moderno.

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