El gran enigma. Ateos y creyentes ante la incertidumbre del más allá

Anexo. La interpretación del cristianismo en el mundo moderno

JAVIER MONSERRAT






I. La imagen del hombre en la ciencia y en la fe cristiana


La idea del hombre en la fe cristiana ha estado durante siglos y siglos bajo influencia del paradigma greco-romano. En un marco dualista, se entendió que el hombre era un compuesto de materia y forma, dos formas de realidad irreductibles (como el ser y el no- ser). Popularmente se hablaba de alma y cuerpo. El alma era una entidad inmortal por su propia naturaleza que, al producirse la muerte como separación de alma y cuerpo, entraba en la dimensión transcendente de la vida eterna. Esta manera de pensar “dualista” tuvo su origen en Platón y Aristóteles (hilemorfismo). Pasó después a la patrística (sobre todo a los neoplatonismos, no tanto a la patrística inspirada en la filosofía de la Stoa, o estoicismo) y a los sistemas escolásticos. La “idea” platónica o la “forma” aristotélica recogían el “ser” de Parménides que permanecía en sí mismo y no podía dejar de ser. Santo Tomás distinguió entre formas corruptibles (compuestas) y la forma simple, el alma humana, que era inmortal por su propia naturaleza. La cultura hebrea (como se ve en los estudios de antropología hebrea) no era dualista: el hombre era la unidad viviente del cuerpo y la vida brotaba de él. Pero el dualismo greco-romano, que dominaba la cultura de los primeros siglos, forzó pronto, desde la patrística, la hermenéutica filosófico-teológica antigua que fue dualista. Este dualismo dominante de la filosofía y teología cristiana (no del kerigma, sino de la hermenéutica) se transmitió a la vivencia popular de la fe.


Incluso hoy la mayor parte de los cristianos creen que en todos los hombres existe un “alma inmortal” que perdura más allá de la muerte. Tal como concibe la imaginación popular, en la muerte se produciría como la exhalación de esa entidad simple que, sin morir, entraría en una nueva dimensión (es lo que suele apuntarse en la expresión cristiana popular “exhaló el espíritu”). Esta idea ha pasado al arte cristiano donde se ha pintado la separación del alma tras la muerte en forma de angelitos, llamas o palomas que se escapan de la materia y entran en el más allá. El alma es espiritual y simple, irreductible por su propia naturaleza al mundo de la materia que causa la entidad corporal que se corrompe y deshace tras la muerte. La muerte no es muerte del alma, sino la separación de alma y cuerpo, siendo sólo éste objeto de corrupción.


Contradicción entre la idea de alma inmortal y la ciencia. La ciencia es una visión monista del universo y los seres vivos (todo se produce desde un único principio material). Para la ciencia, cuando el hombre muere, muere en su totalidad. Es decir, la ciencia no tiene fundamento para considerar que en el hombre exista algo similar a lo que la fe cristiana ha entendido como alma, en un contexto dualista. La vida psíquica de los animales (sus sistemas sensitivo-perceptivos, su conocimiento, sus emociones, y todos los procesos protohumanos complejos que anticipan la mente humana) resultan de los procesos engramáticos (sistemas de relación entre neuronas) de los circuitos o redes neurales. En el hombre todo sucede de una forma similar a la mente animal, pero en niveles de complejidad neural que causan la aparición del estado racioemocional propio de la mente humana. La biografía del hombre y sus obras en la historia se explican por funciones que ha producido el sistema nervioso. En este contexto, como pasa con los animales, la muerte del hombre es la muerte de todo el hombre. La ciencia no tiene argumentos naturales, asequibles a la razón científico-filosófica, que lleven a pensar que exista algo más en el hombre. Esto es un hecho.


Es explicable que esta visión del hombre en la ciencia entre en contradicción con la imagen popular cristiana del alma. El dualismo y la idea de “alma inmortal” es una imagen arraigada (incluso de forma emocional y vital) tanto en filósofos, teólogos y sacerdotes, como en la piedad popular de la mayoría de los fieles. Es explicable que lo dicho por la ciencia se vea como materialismo, impiedad, agresividad. Basta sospechar que una persona duda, o pone en cuestión, una creencia tan arraigada para que se la descalifique y se la margine de mil maneras en ciertos círculos cristianos.


Cabría decir que la creencia en el “alma” fuera sólo una fe que la ciencia no pudiera por qué conocer. Pero el problema es que la existencia del alma ha sido siempre, en el paradigma greco-romano, una afirmación ante todo filosófica, y esto ha traslucido a la idea popular de alma. Por ello, muchos científicos, sobre todo filósofos, psicólogos y neurólogos, conocen la afirmación cristiana del “alma” como hecho histórico objetivo y denuncian que el mundo cristiano se mueve fuera de la racionalidad y de la ciencia. Muchas de las incompatibilidades entre ciencia y fe se deben a la idea del alma. No son pocos los científicos que tienen en la idea cristiana de alma la ocasión de burla y escarnio de las creencias cristianas. Una muestra del “atraso” del mundo religioso.


Es claro que esta contradicción, al menos aparente y con presencia social, hace que debamos preguntarnos, ¿es en efecto la imagen del hombre en la ciencia contradictoria con la imagen del hombre en la fe cristiana? Creemos que no es contradictoria. Pero, para entenderlo, debemos aclarar que el dualismo, aunque fue una hermenéutica extendida durante siglos (que todavía perdura), no es esencial en la fe cristiana.


1. La fe cristiana no implica una idea científico-filosófica del hombre. Debemos establecer en primer lugar que el kerigma cristiano no contiene una idea del hombre ni cultural, ni filosófica, ni científica. La cultura hebrea tenía una cierta antropología no trabajada filosóficamente, pero que no era dualista. Esta antropología dejó su huella en la biblia, pero la creencia en la inspiración de las Escrituras no supone considerar que la antropología hebrea debiera estar “inspirada”. Más adelante, la hermenéutica del cristianismo en la cultura greco-romana llevó al dualismo del paradigma antiguo que tuvo como resultado la idea de alma que hemos comentado. Pero debemos entender que la idea del hombre dualista no era kerigma cristiano, sino hermenéutica propia de la cultura antigua. Por consiguiente, la idea cristiana del hombre tampoco exige la identificación con la antropología dualista antigua. La formación de la idea del hombre en la modernidad estuvo determinada por la ciencia y, en especial, por la neurología evolutiva, llevando a las consecuencias expuestas (ver: capítulo primero). La idea cristiana del hombre tampoco se identifica con la idea del hombre en la ciencia moderna. Por consiguiente, ¿cuál es entonces la idea del hombre en la fe cristiana?


2. El hombre en el kerigma cristiano. El hombre en el mundo es un ser racioemocional que está abierto al conocimiento del posible Dios y es posible sujeto de una apelación divina. El cristianismo afirma que la incipiente llamada de Dios al hombre por la razón natural en la creación (testimonio del Padre) y en el sentido del Dios oculto y liberador (testimonio del Hijo, del Verbo, del Misterio de Cristo), culminan en la llamada interior del Espíritu de Dios en el “espíritu” humano (testimonio del Espíritu Santo). Cuando el hombre responde positivamente a esta llamada es religioso y entra en la vía de la “santidad”. El hombre, al ser religioso, vive esta llamada del Espíritu que, al ser una llamada, mueve a confiar en que no será “en falso”, sino que Dios será fiel a una llamada que no podrá cumplirse sino tras la muerte. La esperanza cristiana en una pervivencia más allá de la muerte es, pues, una consecuencia de la vivencia de una llamada del Espíritu que proyecta a la salvación en que Dios se compromete por su llamada en la Creación, en la palabra de Jesús y en la apelación interior del Espíritu. Es la confianza en la fidelidad de un Dios que llama y apela interiormente de una forma directa que se vive en la fe religiosa.


3. El hombre objeto de la apelación divina. Ahora bien, el hombre y el mundo, objeto de la apelación divina, no son necesariamente el hombre y el mundo de la cultura hebrea; no son el hombre y el mundo de la antropología dualista del paradigma greco-romano; no son el hombre y el mundo de la ciencia moderna. ¿Cómo son el hombre y el mundo? En realidad, la idea cristiana del hombre está abierta. En principio cómo son el hombre y el mundo se manifiesta en la obra de la creación y ésta es conocida por la razón, por la ciencia y la filosofía, de acuerdo con el avance del conocimiento. Por tanto, la ciencia y la filosofía entienden que el hombre es como se ha descrito antes y no cabe pensar que exista un alma que, por su propio modo de ser espiritual y simple, en el marco de una antropología dualista antigua, sea inmortal. Cabe pensar entonces que el hombre es como la ciencia moderna entiende. No hay otra vía sensata. Se debe admitir que el hombre ha sido querido y creado por Dios tal como la razón humana entiende en este momento de la historia. No tiene sentido seguir aferrados a una manera de entender superada por la ciencia moderna porque la apelación divina al hombre, la respuesta e historia religiosa de la persona humana, la salvación y la pervivencia más allá de la muerte, pueden entenderse cristianamente sin necesidad de recurrir a un alma inmortal por naturaleza, que no muere. Todo parece indicar hoy que el hombre muere en su totalidad, pero la persona humana configurada en la historia de su relación con Dios, la parte superior del hombre (que podemos seguir llamando “alma”, con tal que no le demos un sentido dualista), será salvada por Dios.


4. La llamada salvadora del Espíritu se cumplirá en la Nueva Creación. Por tanto, el ser humano es la historia de la vivencia personal de su Yo, sus conocimientos, sus emociones, sus decisiones libres, su esclavitud del determinismo neural, sus trabajos, su vida interior, sus pensamientos, sus relaciones interpersonales, sus amores, sus sufrimientos, su vivencia del dramatismo de la historia, el camino hacia Dios a lo largo de la vida, sus decisiones y vivencias religiosas, el diálogo mistérico con Dios a lo largo de los años... Ese conjunto de experiencias de la biografía del Yo constituye la parte superior del hombre, su espíritu: podemos decir incluso que el hombre, a lo largo de su vida ha configurado su “alma personal”, hecha a partir de las posibilidades de su biología neurológica creada por Dios. Esa alma humana que recibe la llamada o apelación del Espíritu de Dios confía en la salvación y pervivencia más allá de la muerte no porque el alma no muera por su ontología, sino porque Dios en la Nueva Creación prometida emprenderá la recreación de nuestra alma personal. Ya el mismo san Pablo, al referirse a la esperanza cristiana de la vida eterna, se refiere siempre a ella en términos de resurrección, de la recreación hecha por Dios de nuestro cuerpo ya inmortal en la Nueva Creación. Dios nos salva y, sin resurrección, no habría esperanza de salvación. Incluso para la teología antigua, ya que las almas sin el cuerpo no tenían individualidad personal, debía esperarse igualmente la recreación de un nuevo cuerpo inmortal hecho por Dios. En la liturgia cristiana hay formulaciones (que provienen de san Agustín) que pueden interpretarse en el sentido que explicamos: “aunque la certeza de morir nos entristece...”, ya que la muerte de nuestra entidad humana es cierta, sin embargo, “nos consuela la esperanza de una futura inmortalidad”, puesto que la inmortalidad en que el hombre confía por la fe no es una inmortalidad natural sino la inmortalidad recreada por Dios en la Nueva Jerusalén Celestial.


Esta creencia en la omnipotencia divina para recrear el yo personal de cada uno en un nuevo cuerpo inmortal, es una creencia, una persuasión fundada en la fe y envuelta en un profundo misterio. ¿Cómo crea Dios el universo? ¿Cómo se relaciona la ontología del universo con la ontología de Dios? Todo esto y otras muchísimas cosas no las conocemos. El ateo tampoco puede responder muchas de las preguntas acerca de la existencia de un puro universo. El hombre vive en el misterio, y uno de los misterios de la fe es cómo la omnipotencia divina será capaz de recrear la Nueva Creación y en ella nuestro yo personal de una forma más rica y potente que en la tierra.


Conclusión. Por consiguiente, la única actitud que tiene sentido para la filosofía y la teología cristiana es entender que el mundo ha sido creado por Dios tal como la ciencia y la filosofía moderna entienden, con rigor y honestidad. No tendría sentido, ni sería culturalmente posible, cerrarse en una visión antigua y anacrónica de las cosas que sólo acabaría conduciendo a la marginación intelectual de la fe cristiana en el mundo moderno y a dificultar innecesariamente la proclamación del kerigma cristiano. El universo y el hombre han sido creados por Dios en la forma que la ciencia describe. Ahora bien, ésta imagen del hombre y del mundo es perfectamente compatible con la imagen esencial del hombre en la fe cristiana, un hombre apelado por Dios en el Espíritu y llamado a la salvación. El “alma” humana es “inmortal” no porque esté constituida por una ontología “indestructible” por su naturaleza, de acuerdo con la imagen dualista que dominó el mundo cristiano durante siglos, sino porque Dios será fiel a su llamada y la recreará en la Nueva Creación, donde perdurará ya sin morir.




II. La autonomía evolutiva del universo. ¿Por qué Dios permite el sufrimiento?


El hombre ha buscado la Vida. Por ello se preguntó si en lo metafísico pudiera hallarse la plenitud de la Vida. Abierto a la posibilidad de la existencia de Dios por el enigma del universo albergó pronto la ilusión de que ese Dios pudiera ser quien concediera la Vida a la especie humana. Sin embargo, la posibilidad de la existencia real de ese Dios salvador se vio pronto oscurecida por la experiencia desmoralizadora de la doble dimensión del silencio- de-Dios: silencio ante el conocimiento humano (por el enigma del universo) y silencio ante el drama de la historia (por el sufrimiento producido por el Mal ciego de la naturaleza y por la perversidad humana).


Para el hombre de todos los tiempos fueron una experiencia traumática el dolor y el sufrimiento, el propio y de los seres queridos, pero también el drama de la historia, las grandes tribulaciones colectivas y el dolor universal. Nada ha podido dominar el profundo desconcierto de su espíritu: primero al tener que verse en el desespero del dolor y de la angustia de la vida, en momentos en que parece estallar la cabeza, se siente la impotencia, el abandono, odiando la vida e incluso deseando no haber nacido, la angustia ante la muerte; segundo, cuando en el paroxismo del desespero el hombre recurre a Dios pidiendo, suplicando, ayuda en el dolor y no recibe más respuesta que la aparente indiferencia y silencio de la Divinidad.


Para el ateísmo el silencio-de-Dios es incompatible con la creencia de que Dios sea real y existente. Pero para muchas personas creyentes, aunque lo sean, el sufrimiento produce desconcierto total, perplejidad existencial casi absoluta, a veces incluso un malestar ante Dios que puede llevar a poner en cuestión las mismas opciones religiosas esenciales por el sentido religioso de la vida. No cabe duda de que muchos ateísmos e indiferencias son, en el fondo, un “ajuste de cuentas” con Dios. Es frecuente que el hombre religioso tenga una imagen tan sublime de la omnipotencia y de la providencia divina que le lleve a entender que todas las circunstancias y detalles de la vida de cada uno de los individuos están específicamente diseñados por Dios. De ahí que se entienda que sea Dios el que “pone” en la vida de cada persona el bienestar, la bendición, especialmente producidos “para ella”. Pero igualmente Dios “pone” o “manda” para otras personas la enfermedad, el accidente mortal, el fracaso en el amor, el terremoto desolador o las guerras, o el encuentro con la persona perversa que produce quizá un dolor mayor que el físico. Es frecuente escuchar exclamaciones como: ¡Dios mío! ¿Por qué te lo has llevado? ¿Por qué has hecho esto conmigo? ¿Por qué me has mandado esta enfermedad? ¿Por qué has permitido este accidente, o este terremoto? En otros tiempos incluso los predicadores atribuían a un castigo divino diseñado por Dios las grandes tribulaciones colectivas (como fue a mitad del siglo XIV la peste negra que asoló Europa).


1) El carácter emocional del sufrimiento y de la religiosidad. El sufrimiento es algo que coge con tanta profundidad emocional al ser humano que, cuando se sufre, es casi imposible no sentir una inmensa distancia emocional ante un Dios que calla. Superar el malestar del sufrimiento ante Dios no es nunca resultado de un frío análisis racional. La religiosidad con que el hombre, a pesar de la lejanía y del silencio-de-Dios, se abre a la creencia en un Dios oculto y liberador nace de la fuerza emocional del hombre que, a pesar de todo, busca el consuelo en la existencia de Dios. El malestar ante Dios y la búsqueda de Dios son emocionales (aunque también haya parte de razón). Sin embargo, aun siendo así, también es verdad que el ejercicio de la razón en la ciencia, en la filosofía y en la teología, permite un entendimiento de las cosas que ayuda a situar el papel del sufrimiento en el plan de Dios y a reforzar las actitudes emocionales que están en la base de la religiosidad. Esta es siempre racioemocional, pero en el juicio sobre Dios, desde el fondo hiriente del drama de la historia, predomina la fuerza de los impulsos emocionales.


3) El eterno designio creador de un universo sufriente. El cristianismo, como se explicó, entiende que el origen de la creación es la voluntad divina de hacer al hombre partícipe de la vida divina. Pero Dios quiso crear al hombre a semejanza de Dios mismo: como persona en plenitud de dignidad, existencialmente rica, que hace nacer desde su propia libertad creativa lo que debe ser de ella misma en su futuro. El hombre nacía en Dios desde la libertad personal y Dios debía nacer en el hombre desde la libertad personal. Por ello, el diseño de la creación debía ser un diseño para la libertad. Un diseño que no podía ser un simulacro, una libertad atenuada y ficticia. Un diseño de libertad real en que Dios no se impondría y que produciría la negación, el pecado, como libre cerrazón del hombre ante Dios. Si el hombre fuera realmente libre, el pecado pudiera enseñorearse de la historia real y el hombre pudiera tener acceso a comer continuamente del árbol de la Vida (dominando la vida, sin la amenaza de que existiera el sufrimiento), entonces ese tipo de creación podría separar al hombre de Dios, ya que no le facilitaría la aceptación de la oferta de amistad con Dios. Por ello, el hecho del pecado decidió a Dios a crear un universo en que el hombre fuera indigente. Por tanto, en que, pudiendo estar cerrado a Dios en libertad, sin embargo, fuera indigente y necesitado, sufriente. Para ese hombre Dios aparecería como el único posible horizonte liberador. El interés por la vida daría así al hombre, aun pudiendo pecar, un impulso emocional hacia Dios y se facilitaría el encaminamiento de su voluntad libre hacia Dios. Esto es lo que la historia de Adán y Eva en el Jardín de Edén expresan míticamente al decir que, tras el pecado, Dios expulsó al hombre del Paraíso para que entrara en el universo real, un universo sufriente de dolor, de trabajo, en el que la vida terminará volviendo al polvo de la tierra, la muerte. Para la tradición cristiana el dolor fue siempre una consecuencia que Dios aceptó por el pecado.


3) El universo autónomo como diseño para la libertad y el sufrimiento. ¿De qué manera concibió Dios la creación para que el universo hiciera posible una libertad sin atenuantes y, al mismo tiempo, la realidad de un hombre sufriente que mirara hacia Dios como único posible liberador? Podemos conocerlo al constatar cómo es de hecho el universo que Dios ha creado. Lo tenemos delante, formamos parte de él y podemos estudiarlo por la razón científica y filosófica. Este es el mundo que Dios ha creado. Y la razón nos dice que lo ha creado con una forma autónoma. El universo es autónomo. Dios crea, y sostiene en el ser continuamente, un universo autónomo. ¿Qué quiere esto decir? Pues que, como nos dice la ciencia, el universo apareció en el big bang al generarse un tipo de realidad física primordial con unas propiedades ontológicas precisas que, al evolucionar y dar lugar a la organización del mundo cuántico y clásico, produjo las leyes que rigen el mundo físico. Este tipo de realidad física, radiación y materia, es la que deriva evolutivamente, por si misma con total autonomía, a producir el 4.5 por ciento de materia visible, el 25 por ciento de materia oscura y el 70 por ciento de energía oscura que todavía desconocemos (pero que quizá tenga que ver con la condición de radiación cuántica que se generó en el big bang). Decir que este universo es autónomo significa que todos los estados y objetos, con el orden físico y biológico que suponen, producidos en su proceso evolutivo, surgen como consecuencia de las propiedades de la realidad física primordial y de las leyes naturales derivadas. En otras palabras, para explicar el proceso evolutivo no es necesario recurrir a un Deus ex maquina o un Dios-tapa-agujeros que intervenga en el proceso para hacerlo posible. Todos los estados del universo evolutivo son resultado de la evolución de un proceso autónomo.


4) Un universo autónomo como diseño de un universo sufriente. Un universo autónomo y evolutivo de esta naturaleza se hace poco a poco. El orden nace en el marco de grandes convulsiones cósmicas. Nace la vida pero de forma precaria. Evoluciona por medio del conflicto entre la vida y la muerte, en el devenir universal. La vida lucha hacia la perfección, y avanza, pero en el camino debe conciliarse con la lucha, la imperfección, con el error, con la enfermedad y la muerte.


5) Un universo autónomo como diseño para la libertad. Este tipo de universo es apropiado para que la razón humana, desde su interior, pueda concebir que pudiera ser puramente mundano, sin Dios. Pero tampoco cierra que pudiera explicarse por una Divinidad que hubiera fundado la consistencia del universo y el diseño de las propiedades germinales de la materia para producir orden. Pero, en todo caso, un universo autónomo no exige necesariamente, una vez creado y mantenido en el ser, la intervención de Dios en sus procesos internos. Decimos, pues, que el universo aparece como autónomo a los ojos de una razón humana que se mueve en la incertidumbre. Pero el teísmo entiende que, si Dios existe, esta autonomía no tiene valor ontológico último porque estaría diseñada por Dios, creada y sustentada continuamente en el ser (creatio continua), ya que, si Dios quisiera, el universo desaparecería en cualquier momento. El universo sólo puede ser autónomo para el conocimiento humano, pero no es “autónomo” desde el punto de vista de su dependencia ontológica de la acción creadora de Dios (aunque esto, obviamente, lo afirma sólo quién es teísta).


6) Dios respeta la autonomía evolutiva del universo. Dios ha querido crear un universo autónomo y respeta la forma autónoma en que produce sus estados evolutivos. Este destino ciego de una evolución autónoma hace que un individuo de la especie humana sea generado con una biología más sana que otro. Un hombre producirá cáncer y el otro no. Uno vivirá cien años y el otro setenta. La geología ciega de la tierra producirá un terremoto en un lugar y no en otro. La perversidad humana libre producirá guerras en unos sitios y no en otros. La biología y la neurología evolutiva harán que unos hombres nazcan con un psiquismo sano y noble, pero otros con un “alma” perversa. Dios ha querido que el universo evolucione con autonomía y que a cada individuo, o grupo humano, le toque asumir lo que les depara el destino ciego de ese universo autónomo. Dios acepta que el universo evolucione por sí mismo porque esto forma parte de su plan para ocultarse y dejar abierta la libertad. Esto no sería posible si Dios no respetara el destino e interviniera por sistema para salvar a “los buenos”. Cada uno debe cargar con las circunstancias que le han tocado en la ruleta de un universo ciego.


7) La acción divina en el mundo. En un mundo absolutamente determinista (el mundo decimonónico de Laplace) era difícil entender la acción de Dios en el mundo, ya que podría suponer un desajuste ininteligible. Pero la imagen actual del universo en la modernidad crítica significa que en un mundo de indeterminismo cuántico y clásico, la acción de Dios podría producirse sin alterar la marcha de los procesos naturales (esto ha sido estudiado hoy por varios autores, entre ellos por Polkinghorne o William Stoeger). La Providencia de Dios podría estar actuando en la historia, sin romper la autonomía del universo. Además, tendría sentido que el creyente se abriera a Dios solicitando ayuda. Es comprensible que Dios, como criterio general, respete el destino que a cada uno le toca en la evolución, pero puede responder a la llamada del hombre. La llamada “oración de petición” tiene así completo sentido. De acuerdo con ello, los creyentes no tienen por qué rechazar incluso la posibilidad de la acción divina en los milagros (como el mismo Polkinghiorne ha explicado). El universo es autónomo pero su forma física hace posible que Dios pueda actuar en él.


8) La religiosidad natural y cristiana asumen el sufrimiento. El hombre puede pedir ayuda a Dios desde la angustia. Pero el universal religioso es creer en el Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. El Misterio de Cristo supone aceptar el Dios kenótico, impotente y humillado en la cruz. La auténtica religiosidad no es un “negociado” de intereses (pongo la vela en la iglesia para que mi hija apruebe los exámenes o para que se cure la enfermedad de mi marido). La religión auténtica, tanto natural como cristiana, supone siempre, de antemano, aceptar la impotencia del Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. Ser religioso es aceptar la voluntad de Dios que ha querido este universo de sufrimiento. “Mi” enfermedad, “mi” accidente, “mi” inserción en el drama de la historia, resultan de la ruleta ciega de la fortuna evolutiva de un universo autónomo. Dios ha creado este universo autónomo, es verdad, y ha aceptado de antemano que sobre unos caiga un peso mayor de la fatalidad. Pero comentando la teología del proceso (de Whitehead, ya mencionada), Dios está condicionado por un universo autónomo (no por un universo que no ha creado, como dice la teología del proceso). Pero en este universo, que lleva consigo el sufrimiento que reparte la rueda del Destino, Dios nos ayuda, nos acompaña y consuela, y nos ayuda a llegar poco a poco a la perfección que nosotros mismos produciremos creativamente. La religiosidad da un voto de confianza a Dios y transige con el sufrimiento, por duro que pueda parecer. Pero Dios consuela en la angustia de la vida y ayuda a sobrellevar el drama de la historia.




III. La santidad y la salvación. ¿Quiénes serán salvados por Dios?


La temática que se sugiere en el título de este epígrafe representa una cuestión abierta, que suscita grandes dudas. No es fácil ver cómo debe ser entendida con precisión en sentido cristiano. Quedan abiertas dudas e hipótesis teológicas que podrían dar sentido a posibles respuestas. Las dudas nacen, por una parte, al considerar con objetividad lo que es la vida real de la mayoría de los seres humanos y, por otra, el contenido de la Escritura, de la Tradición teológica cristiana y, sobre todo, del kerigma cristiano que quiere proclamar el mensaje de Jesús.


La teología se funda en la lógica de la fe. Lleva a la idea de que la Providencia de Dios asiste a la iglesia en la transmisión a la historia del mensaje de Jesús y la inspira en la composición de la Escritura en que se fijan los registros esenciales de su doctrina. El acierto de esta teología se hizo patente ya en los primeros siglos cuando por los primeros concilios se fue estableciendo el Canon (lista) de los Libros Sagrados y se interpretó la Escritura para fijar tanto la idea revelada del Dios trinitario como la naturaleza de Jesús (que habían producido un sinnúmero de herejías). Creo que algo parecido pasa hoy con el problema de la salvación de los hombres. La Escritura y el kerigma en la Tradición cristiana presentan aspectos y perfiles que, cuando desde ellos queremos ir a la realidad de la vida real para entenderla, se nos presentan oscuridades y dudas fundadas. Por esta razón creemos que la iglesia, hoy como ayer asistida por la Providencia de Dios, debería también –de forma similar a lo que hizo en los primeros concilios–, teniendo en cuenta la Escritura, el kerigma cristiano y la teología en la tradición, emprender una clarificación que profundizara en puntos que todavía se presentan oscuros en relación a la forma en que se realiza la salvación de los hombres. Si Dios creó para la “santidad”, ¿es posible hallar “santidad” en la historia?


1) Diseño y creación del universo para la santidad. No hay nada más esencial en la explicación cristiana del origen del universo que la existencia de un Dios Trinitario que crea por Amor, es decir, por la voluntad de entregarse a sí mismo en su propia realidad divina para que sea participada por seres creados. El hombre es la creatura diseñada y creada finalmente por Dios para ofertarle la vida divina de una forma sorprendente: entrando en la misma filiación divina, o sea, siendo como creaturas hijos de Dios. Es perfectamente comprensible que Dios quisiera que una creatura llamada a un destino tan alto tuviera una alta dignidad como persona libre que hiciera nacer en sí misma el Amor de Dios con una gran riqueza existencial, con una melodía interior que dotara de riqueza la integración en la vida divina. Por ello, la “santidad” en sentido cristiano no sería otra cosa que la melodía generada en el hombre para cualificar la relación libre y personal con Dios. La santidad es la aceptación y la entrega a Dios como valor supremo de la vida, es la voluntad de hallar la plenitud en Dios acrisolada desde la experiencia de libertad radical ejercida en medio del dramatismo general de la existencia en el escenario del mundo.


Este plan creador orientado a establecer el escenario que haga posible la densa melodía existencial de la santidad quedó elevado a un nivel muy superior en el Misterio de Cristo. Cristo, como Cabeza de la humanidad, introduce a Dios en la estirpe humana y, al mismo tiempo, lleva al hombre al corazón de la Trinidad. La santidad de todos los que debían vivir, como dice el Apocalipsis, lavando sus vestiduras en la Sangre del Cordero (imagen de Cristo en la cruz), ha llegado sin duda a configurar historias verdaderamente “santas”. Así, la santidad de María, Madre de Cristo y Madre de Dios (madre de la naturaleza humana de la persona divina de Jesús y, por tanto, madre de Dios, como siempre ha entendido la fe cristiana). Pero fuera del cristianismo la santidad ha llegado también a cotas de excelencia extraordinarias. Todos los hombres han sentido que Dios podría ser el fundamento del universo y se han abierto a la esperanza de que fuera real, por encima de su lejanía y de su silencio, creyendo en el Dios oculto y liberador. Todos los hombres han sentido además la experiencia mística y sobrenatural de una extraña apelación interior que se muestra en el misticismo de todas las religiones. El Espíritu de Dios abarca el universo y atrae desde su interior a todo hombre hacia Dios y es la fuente de la santidad en todas las religiones.


2) La llamada universal a la santidad y a la salvación. La proclamación del proyecto universal de salvación emprendido por Dios en la creación del universo es inequívoca. Esta voluntad salvífica universal está en la Escritura y, además, ha sido proclamada en el kerigma cristiano. En palabras de san Pablo, Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. A esta voluntad salvífica cabe hacerle dos comentarios. Primero que Dios ha debido velar para que todos los hombres tengan los medios suficientes para la aceptación de Dios y salvarse por el ejercicio de su libertad. Segundo que llamar a la salvación supone llamar a la “santidad”. ¿Por qué? Pues porque no parece tener sentido en el plan altamente cualitativo de Dios que se llegara a la salvación sin “santidad”, es decir, sin una cualificación suficiente ante Dios, sin una “melodía existencial” apropiada para integrarse dignamente en la vida divina por la filiación y la hermandad con Jesús.


3) La aparente pobreza existencial religiosa de la humanidad. Es un hecho que la inmensa mayor parte de la humanidad ha sido y sigue siendo religiosa, de una u otra manera. Unos sólo con religiosidad interior (especialmente en el mundo creado por la modernidad), pero otros integrados en religiones objetivas, las propias de su cultura. Desconocemos el “nivel cualitativo” de la religiosidad interior de todas esas personas religiosas: no sabemos la intensidad interior con que están intuyendo el sentido de su religiosidad en el universal religioso por la aceptación del Dios oculto y liberador, aunque nosotros postulemos que ese es el sentido profundo de toda religiosidad. Al parecer, los datos objetivos de que disponemos (la descripción objetiva de lo que pasa en la sociedad y las inferencias derivadas) permiten interpretar que la religiosidad de la mayor parte de las personas se está viviendo con una gran pobreza existencial y religiosa. Los cristianos que viven su “santidad” hasta alcanzar los niveles de calidad que, según podemos colegir, fueran los deseados por Dios en su plan creador, no pasan de ser minoría. En los países desarrollados de la modernidad la mayor parte de los cristianos –que son religiosos y aceptan a Dios, siendo sin duda creyentes– pasan su vida zarandeados por las circunstancias inmediatas, casi sin noticias de la iglesia, sin formación religiosa alguna, ni cristiana, sólo a impulsos de sus pasiones naturales, ignorando indiferentes todo cuanto tiene que ver con la religión, e incluso en ocasiones dejándose llevar por la presión social de actitudes puramente mundanas, sin Dios... No sabemos qué pasa en su interior, aunque presumimos que, en el fondo, están abiertos a Dios. Pero, en conjunto, todo parece indicar que su vida ha discurrido sin que estas personas hayan podido alcanzar una “maduración” religiosa suficiente hasta aquellos niveles de “santidad” que Dios ha debido pretender en la creación... ¿Tienen sentido los planes de Dios? ¿Tiene sentido que Dios abandone a la mayor parte de la humanidad a quedar limitada a una pobre, mínima “cualificación religiosa” de su existencia? ¿Tiene sentido una creación en que la inmensa mayoría apenas parece alcanzar la “santidad” que Dios hubiera deseado en su diseño de creación?


4) El Misterio de Santidad y el Misterio de Iniquidad. Otro hecho importante en la interpretación de qué deba pasar tras la muerte, es la increencia y el pecado. No puede caber duda de cuanto vemos en la sociedad y en la historia. Personas que, quizá creyentes en apariencia, pero que han vivido totalmente sin Dios, han obrado mal, han producido por su perversidad sufrimiento en los demás, han obrado con perversidad el odio y la injusticia. Otras personas, como hoy vemos, que no son sólo increyentes por vía de los hechos, sino que incluso lo proclaman con vehemencia, blasfeman de la idea de Dios, desafían a su posible existencia con insultos, y son enemigos de los hombres religiosos y de la religión. Pero, ¿no será que acaso también estos son creyentes en su interior? Quizá, pero los hechos objetivos hacen muy difícil suponerlo sensatamente. Son personas que están firmemente cerradas a Dios desde su libertad (al menos en momentos sincrónicos, puntuales, de su existencia, ya que diacrónicamente, esto es, en el transcurrir del tiempo, sobre todo al llegar a la muerte, podrían variar, y esto nunca podremos saberlo).


Junto a estos hechos, el kerigma cristiano que proclama la doctrina de Jesús de Nazaret afirma que el universo es un diseño creador para la libertad que hace posible la santidad y el pecado. Esto es completamente congruente con los hechos constatables en la sociedad y en la historia. La Biblia –en definitiva “inspirada” por la Providencia de Dios para transmitir la doctrina de Jesús, tal como creen los cristianos– sabe que el pecado existe, que es fruto de la libertad y que la historia es una lucha entre la santidad y el pecado. Los evangelios dicen de Judas que más le valiera no haber nacido, en san Juan y en san Pablo se habla de la contraposición de la luz y las tinieblas, de los creyentes en Jesús y del mundo opuesto a Dios. El libro del Apocalipsis describe la historia como una dramática contraposición entre el Misterio de Santidad (la iglesia, que incluye a todos los hombres abiertos a Dios) y el Misterio de Iniquidad (el mundo, el pecado). Es verdad que, para la teología cristiana y para el kerigma cristiano, los símbolos, imágenes e historias cuasimíticas del Apocalipsis no tienen por qué aceptarse literalmente (cosa que permite comprobar aquí, de nuevo, la pertinencia del principio de “asistencia” a la iglesia para interpretar la forma en que el mensaje de Jesús está presente en la Escritura). Sin embargo, el mensaje esencial del Apocalipsis que ha asumido y proclamado en kerigma cristiano es que el pecado existe en la historia y que ésta debe concebirse como una lucha entre la santidad (Misterio de Santidad) y el pecado (Misterio de Iniquidad). Esta dramática lucha termina con el triunfo de la santidad y la salvación final en la Nueva Jerusalén, la Nueva Creación, donde ante el Trono de Dios estarán los ciento cuarenta y cuatro mil justos que lavaron sus vestiduras en la Sangre del Cordero degollado (Cristo).


5) Lo que debe suceder tras la muerte: el Juicio de Dios sobre la historia. Por consiguiente, establecido que existen la santidad, el pecado y ese estado de tenue religiosidad, o santidad inmadura, tal como hemos descrito, ¿qué debe suceder tras la muerte, según la perspectiva del kerigma cristiano? En principio digamos que la fe cristiana establece dos hechos que sucederán y cuya congruencia no acaba de estar clara para la teología. El primer hecho es que, tras la muerte, todo hombre entra inmediatamente en la dimensión de la eternidad y queda abierto a un Dios que hace sobre su existencia libre y personal un Juicio particular. Pero, por otra parte, afirma también la existencia del Juicio Final que se producirá al final de la historia. Será entonces cuando todos los muertos resucitarán, es decir, recibirán un nuevo cuerpo en la Nueva Creación, y Dios desvelará entonces el sentido de la historia y juzgará la historia de cada uno, encaminándolo hacia su destino final. Será entonces, tras el Juicio Final, cuando la historia entre en la Nueva Jerusalén, la Nueva Creación preparada por Dios para los santos. Esta idea de Juicio Final es enteramente congruente con la idea bíblica de entrada en la inmortalidad por la resurrección o recreación de nuestro Yo personal en el más allá (verbigracia, en san Pablo). Sin embargo, no está clara la congruencia entre la afirmación del Juicio particular, inmediato tras la muerte, y el Juicio Final que seguiría a la resurrección de los cuerpos, tras el final de la historia. No quisiera complicar aquí la explicación para el lector entrando en ciertas especulaciones de la teología escolástica y medieval, que serían un entorpecimiento inútil (la escatología intermedia). Pero sí quiero aportar alguna explicación filosófico-teológica (que, por tanto, es pura hermenéutica), que creo puede ayudar positivamente a valorar el problema.


6) Especulación teológica sobre el Juicio de Dios. Cuando la Biblia, y el kerigma cristiano, afirman la existencia real del Juicio particular y del Juicio Final lo hacen pensando en términos naturales: es decir, una historia del mundo que se realiza en un “tiempo del mundo”, con sucesos que se hallan distendidos a lo largo de los momentos del tiempo humano del universo creado. Pero la existencia de Dios está en “otra dimensión” que se designa aproximada e intuitivamente como “eternidad”. El “tiempo de Dios” sería la “eternidad”. Sabemos que Dios, desde su eternidad, es soberano del “tiempo del mundo”. Pero no entendemos, ni conocemos en consecuencia, cuál es la relación entre el “tiempo del mundo” y el “tiempo de Dios” (eternidad), ni cómo Dios actúa sobre el mundo. Pero pudiera pasar (no lo sabemos, aunque podemos especular sobre ello) que el “tiempo del mundo”, desde sus diferentes momentos, confluyera inmediatamente sobre el “tiempo de Dios”, sobre la “eternidad”. Si este fuera el caso, entonces los momentos del tiempo podrían imaginarse como los puntos de una circunferencia cuyos radios confluyen todos simultáneamente en el centro. Este “centro” sería la imagen geométrica de la entrada en la dimensión divina de la eternidad. Si fuera así, entonces, en el mismo centro, el Juicio particular y el Juicio Final confluirían simultáneamente en la eternidad. Ambos juicios estarían precedidos por la resurrección del cuerpo (no habría estados “intermedios”, o sea, de “almas universales”, pero despersonalizadas por falta de un cuerpo material que las dotara de individualidad, pero que, como dice claramente la Biblia, no deberían resucitar hasta el Juicio final, sea dicho esto aludiendo sólo brevemente a la problemática medieval que no queremos en absoluto pormenorizar).


Por otra parte, cabe también indicar que las imágenes bíblicas del Juicio Final, incluido el mismo uso de la palabra Juicio y la escenografía que supone, las trompetas, los ángeles, el valle de Josafat, y otros detalles de la narración bíblica, forman parte de la imagen humana y literaria que no puede tomarse al pie de la letra, literalmente (de la misma manera que tampoco podemos tomar literalmente el Apocalipsis o la narración del Jardín de Edén en el libro del Génesis). Lo más probable es que el “juicio”, particular y final, no sean otra cosa que el primer encuentro directo del hombre ante Dios que, al producirse, iluminará la propia vida, juicio particular, y el conjunto de la historia, juicio final. Dios no aparecerá como un juez frío y riguroso, sino como el Dios que recibe amorosamente como Padre, como Hermano en Cristo y como Amor en el Espíritu Santo.


7) El destino final de cada hombre tras el Juicio. La grandiosa obra de Dios en la creación está hecha para la Libertad. No tiene sentido pensar que la libertad pudiera ser para Dios un juego enmascarado o un episodio sin consecuencias reales. Por ello, un principio esencial del kerigma cristiano ha sido siempre que la salvación ofertada por Dios depende de la libertad, es decir, que Dios no salvará a nadie al margen de su libertad. Ahora bien, si el hombre es libre esto quiere decir que todo hombre tiene en sus manos ser salvado o no ser salvado. Por ello, el kerigma cristiano proclama que el Cielo, la morada final de Dios con los hombres, en la Nueva Creación, es el lugar que Dios prepara para quienes hayan alcanzado el cumplimiento de su “santidad”. En cambio, el Infierno es el estado o lugar en que terminan quienes concluyen su existencia sobre la tierra en una actitud existencial de “pecado”, es decir, de cerrazón de su voluntad libre a la oferta hecha por Dios. En el “pecado” serían responsables de no haber aceptado el fundamento natural filosófico que llevaba hacia Dios (negación que, sin embargo, no los hacía pecadores) y de no haber aceptado también la llamada interior sobrenatural y mística del Espíritu (cuya negación los hace ya pecadores en sentido cristiano). El Cielo es la morada superior junto a Dios, el Infierno es la morada inferior (de inferus, en latín), el Sheol, la Gehenna, en otras denominaciones bíblicas. El kerigma cristiano proclama pocas cosas sobre este estado final de quienes niegan a Dios: que existe, que se produce tras la resurrección de los muertos, que sucede al Juicio de Dios que ilumina la propia existencia, que produce el inmenso dolor de entender qué significa la pérdida de Dios, que es definitivo y eterno, para siempre. Ahora bien, ¿qué significa “para siempre”? La verdad es que estamos ya hablando de la otra dimensión, o sea, de lo que antes llamábamos “el tiempo de Dios”, o la “eternidad”. Por ello es difícil imaginar, o especular en detalle, qué será el estado de condenación o separación eterna de Dios. En el fondo es un misterio cómo se realiza lo que proclama el kerigma cristiano sobre el Infierno. Lo que ciertamente queda excluido es que el kerigma cristiano acepte literalmente las imágenes y expresiones que la Biblia presenta en diversos lugares, desde el AT al NT (como el “fuego”, el “llanto y rechinar de dientes” o expresiones como “id malditos de mi Padre al fuego eterno...”) que han dado lugar a representaciones populares como “la caldera de Pedro Botero” que vemos en los cuadros de El Bosco, junto a otros tormentos refinados.


8) El estado de tránsito a la salvación: el Purgatorio. Hicimos antes referencia al estado de tenue religiosidad, o santidad inmadura, extendido a la mayor parte de los creyentes y personas religiosas. La expresión del lenguaje ordinario cuando dice “han vivido y han muerto como animales...” es una medida del dramatismo existencial de muchas biografías. Esto hacía muy difícil entender cómo se podía estar ante Dios con un estado de santidad tan inmaduro y, en consecuencia, tan lejos de la santidad que Dios habría pretendido en la creación. El kerigma cristiano apunta una solución que parece dar cumplida cuenta del problema: la existencia del estado de tránsito a la salvación denominado Purgatorio. Tras la resurrección, aquellos hombres abiertos a Dios, pero que no hubieran madurado su santidad ante Él (que probablemente son una inmensa mayoría, incluso los creyentes), atravesarían un estado de tránsito que les haría producir en sí mismos, personal y libremente, la maduración de su santidad ante Dios, llegando al definitivo enriquecimiento existencial que cualifique y dignifique su existencia para entrar en la filiación y en la hermandad trinitaria.


El Catecismo de la iglesia católica, al referirse a estas cuestiones, tiene una expresión acertada al decir que aquellos imperfectamente purificados “sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo” (n. 1030). Esto es lo que aquí estamos explicando. El Purgatorio es, por tanto, algo muy lógico para entender la armonía de la fe cristiana. Algo tan lógico que, si no existiera, habría que inventarlo. Pero, ¿en qué consiste entonces el Purgatorio? ¿Cómo realiza Dios la purificación, o maduración en la santidad? La verdad es que no podemos responder sin especular teológicamente. Cabría especular que el hombre, en presencia de Dios, revive su historia, sus sentimientos, angustias, el drama de su vida y sus alegrías, sus decisiones vitales y la huella de Dios en su biografía, de tal manera que se aprende a leer la presencia de Dios en ella y el sentido de la historia, hasta producirse la conversión final, el reconocimiento del Amor divino y el entusiasmo definitivo por Dios. Es muy probable que la mayor parte de los hombres necesiten esta relectura final de su existencia, asistida por Dios tras la muerte, antes de integrarse en la salvación. De la misma manera es también probable que en esta maduración final necesaria jueguen un papel decisivo el Juicio particular y Final, a que antes nos referíamos, que siempre se han entendido como la iluminación final de la propia existencia ante Dios. La persuasión de que la entrada en el estado final de salvación supone un “tránsito” o purificación ha sido admitida, bajo diversas formas, en las grandes religiones. Este estado de tránsito permitiría entender que no todo acaba en la “pobre vida” de tantas personas, sino que Dios tiene diseñada la maduración final, tras la muerte, que cualificará su santidad individual para integrarse en la Vida divina.


9) Quienes serán salvados por Dios. No hay duda de que el kerigma cristiano contiene la creencia en la libertad humana, en la posibilidad del pecado y en la existencia del Infierno como estado final de quienes se cierran libremente a la oferta divina. No cabe duda de que los contenidos bíblicos, y la Tradición, no sólo hablan de la posible existencia del Infierno, sino que parecen dar por supuesto que hay condenados que han llevado su existencia a este triste final. Igualmente, el kerigma cristiano, y la tradición de la iglesia, parecen también asumir la existencia de condenados. La consideración de la inmensa perversidad e iniquidad que se han desplegado, y que todavía se despliegan, en la historia, así como la pertinacia de algunos en odiar a Dios y a lo religioso, como la historia y los hechos objetivos demuestran, inducen también a admitir que pueda haber quienes mueren cerrados a Dios y, por tanto, no serán salvados porque no ha concurrido su libertad. Pero, por otra parte, es también verdad que no se puede decir con seguridad acerca de ningún ser humano que haya terminado finalmente en condenación. Por tanto, no puede dudarse que la fe cristiana contempla la existencia del Infierno como posibilidad final del destino humano que depende de la libertad personal y no de Dios; pero no es menos verdad que, si no podemos decir con seguridad de nadie que se haya condenado, no sabemos entonces si hay alguien que haya terminado en el estado final que la teología denomina Infierno. Esto es compatible con todas las creencias proclamadas en el kerigma cristiano sobre la existencia del Infierno, incluida la persuasión de la existencia de condenados. En realidad no sabemos si hay condenados o no, aunque la tradición cristiana haya supuesto que los hay, y todo parezca indicarlo así.


Pero la creencia cristiana es también que Dios quiere que todos los hombres se salven, es misericordioso, está comprometido con la estirpe humana por la creación y por el Misterio de Cristo, ha dejado testimonio de su verdad y está atrayendo interiormente por el Espíritu a todos los hombres, “persiguiéndolos”, como el pastor sigue a sus ovejas, hasta el final de su vida. A todo hombre le es posible, aunque sea interiormente en el último momento de su conciencia libre, la “conversión definitiva a Dios”. Por esto nadie sabe lo que pasa finalmente en el interior de las personas, incluso en aquellas que más se hayan manifestado externamente en contra de Dios y de lo religioso. Pero no es sólo que quepa pensar que la voluntad salvífica universal de Dios se está haciendo realidad en la historia (es difícil admitir que Dios se haya equivocado en sus planes), sino que, además, cabe también admitir que la estirpe humana se salvará en el nivel cualitativo de santidad que la dignifique ante Dios. La maduración final en santidad de los hombres que mueren “inmaduros a la santidad” se alcanzará por vías que la Providencia de Dios ha establecido, pero que nos son desconocidas, aunque las podemos atisbar por los sucesos escatológicos (los acontecimientos en el final de los tiempos tras la muerte) en el kerigma cristiano: el Juicio particular y Final, sobre los hombres y sobre la historia, la iluminación final de la existencia ante Dios, el proceso de maduración en santidad que tenga lugar en el estado de transición a la salvación, Purgatorio, por el que muchos hombres deberán pasar, quizá incluso la mayoría, y entre ellos los mismos creyentes.


Lo importante es advertir que la fe cristiana no puede tener una visión armónica de la historia sin entender cómo Dios lleva a la mayor parte de los hombres a la “santidad debida” que dignifique su existencia ante Él. Todos los hombres, incluso aquellos que han vivido su vida en apariencia de total arreligiosidad, e incluso con agresividad ante Dios y lo religioso, atraviesan la historia interior que sólo ellos conocen y no acaban de madurar con la muerte. Tras la resurrección, conducidos por Dios, pasarán por una pedagogía existencial de maduración en santidad que los preparará para el encuentro final y definitivo con Dios. La importancia que la iglesia cristiana ha mostrado siempre al “acompañamiento” de las “almas” de los difuntos es un indicio de la intuición que siempre se ha tenido sobre el proceso de maduración en santidad que continua tras la muerte. A nuestro entender, estos procesos finales tras la muerte son tan importantes que debieran producir una intervención clarificadora de la iglesia, como se hizo en otros momentos decisivos en la configuración del kerigma cristiano. Por consiguiente, quiero dejar aquí sentado con toda claridad que no me identifico con la posición de teólogos católicos que quisieran que al Purgatorio le acabara pasando lo mismo que el Limbo. Al contrario, creemos que el Purgatorio representa un estado futuro, lleno de posibilidades, que completa con gran lógica el proceso de maduración en la santidad que, como vemos en la mayoría de la gente, creyentes y no creyentes, no se realiza cumplidamente durante la vida.


Ha habido pensadores, como Orígenes, que defendieron la existencia final de una apokatástasis, o salvación universal, que iría acompañada de un proceso individual de apokatarsis (catarsis purificadora) apropiado a cada uno de los seres humanos. Versiones light de la apokatástasis se han presentado siempre en los que tienden al “buenismo”: todo es lo mismo, Dios es misericordioso y al final todos acaban salvándose. Esta forma de pensar ha sido rechazada explícitamente por la iglesia: Dios no juega nunca con la libertad humana, el pecado existe y el Infierno también existe como posibilidad real del destino humano. No sabemos con certeza que alguien se haya condenado, por tanto la apokatástasis sería posible pero no podemos afirmarla. La triste y pobre vida de muchos, incluso de increyentes, podría acabar atravesando, tras la muerte, un proceso de purificación previsto por la Providencia divina que quiere que todos los hombres se salven y alcancen la santidad que permita integrarlos en la vida divina. Lo más probable es que haya condenados y así ha pensado siempre la iglesia. Pero en realidad nunca lo sabremos con certeza. No sabremos hasta dónde llegará finalmente el plan establecido por la misericordia divina.




IV Ángeles y demonios


Las creencias cristianas en la existencia de ángeles y demonios (pero sobre todo éstos últimos), creencias por otra parte comunes en la mayor parte de las religiones, han sido para el pensamiento moderno ateo, ilustrado por la razón, la ciencia y la filosofía, una de las afirmaciones religiosas que van ya más allá de lo admisible por sentido común, la gota de agua que hace que finalmente el vaso rebose y se desparrame. El mundo religioso aparece, ya sin duda, como irracional. Creer en demonios que pululan por el aire, se meten dentro de las personas, “endemoniándolas” hasta hacer depender su liberación del “exorcismo” de curas “singulares”, todo ello escenificado con detalle en espectaculares películas, parece que reduce lo religioso al nivel de lo esperpéntico, más allá de la credulidad de un hombre sensato de nuestro tiempo. ¿Y Dios que hace? ¿Es que no puede controlar a los demonios?


Sin embargo, aquí como en todo, si se tiene la intención de hacer una valoración correcta del cristianismo y de las religiones, ponderando hasta qué punto son verosímiles, la valoración no debe hacerse a partir de caricaturas de lo que piensan las religiones, sino conociendo con precisión cuanto debe conocerse en relación al origen histórico de las creencias de ángeles y demonios, el papel que juegan en las religiones y en el cristianismo, así como los problemas y discusiones teológicas actuales sobre el alcance y la forma de entender estas creencias en el futuro. Cada intelectual, toda persona, tiene derecho a hacer una valoración y un juicio libre sobre las creencias religiosas, en uno u otro sentido; pero, sobre todo si se le concede un valor crucial, esta valoración debe hacerse seriamente, con competencia y la información necesaria.


1) Ángeles y demonios en la historia antigua. La historia de las religiones y de la filosofía muestran la importancia que tuvo en el mundo antiguo, especialmente mesopotámico, la creencia en la existencia de seres de naturaleza espiritual, espíritus buenos o espíritus malignos, que ocupaban una posición intermedia entre el mundo real y la Divinidad. Entre las religiones y culturas podemos recordar a musulmanes, los antiguos persas y babilonios, egipcios, griegos, romanos, celtas, germanos, o los habitantes precolombinos de México. En el cristianismo se consideró siempre a Dios creador de las cosas invisibles (ángeles y demonios) y de las visibles (el mundo y el hombre). Por influencia de las religiones también la filosofía antigua consideró la existencia de eones o poderes intermedios, como se ve en Plotino o en las filosofías neoplatónicas en general que, en los tiempos del helenismo, estuvieron influidas por las religiones místicas orientales y por los dualismos maniqueos muy extendidos (que se referían al fundador religioso oriental Manes). Los estudiosos han aducido dos causas que explican el origen de estas creencias por la función que cumplían. A) Por una parte, era difícil admitir que Dios se hiciera presente como tal, en su dignidad y grandeza, en muchas circunstancias y episodios de la vida ordinaria, tal como creían las religiones al postular la relación de Dios con la historia humana ordinaria. La existencia de los ángeles permitía entonces concebir que Dios obraba e intervenía por medio de “mensajeros” que lo hacían presente en el mundo de forma vicaria. B) Por otra parte, la existencia de ángeles y demonios permitía explicar cómo Dios, de forma vicaria, obraba el bien e intervenía en el mundo para favorecer la vida humana (ángeles) y cómo también se producía el mal instigado por los espíritus malignos (demonios). Dios, por tanto, quedaba por ello como justificado ante el Mal, ya que su causa real no era Dios sino los espíritus malignos o demonios. Para muchas de las religiones africanas, incluso actuales, el mal físico como sea una enfermedad, y también los males colectivos, son producidos por “espíritus malignos” que toman posesión de las cosas, los cuerpos, las personas y la historia. En este contexto es claro que cuando el hombre obra el Mal con su voluntad lo hace porque está poseído por el Mal, por el espíritu maligno o demonio. La sanación, o sea, del “cuerpo” o del “alma”, es siempre, en consecuencia, una liberación del Maligno.


2) La teología de ángeles y demonios. Desde el momento en que fue introduciéndose poco a poco esta creencia en las tradiciones religiosas antiguas –sin duda porque tenía una función evidente– se fue haciendo necesario hacerle un hueco y explicarla en el conjunto de las cosmogonías y teologías de cada una de las diferentes religiones. Era necesario, por lo pronto, preguntarse, si Dios era el creador de ángeles y demonios y, si lo era, por qué los había creado. Para explicarlo se concibieron diferentes historias cosmogónicas. Era necesario explicar la jerarquía superior de Dios sobre ellos y, además, explicar también cuál era su “ontología”, su modo de ser real. Los ángeles no eran una parte del mundo, no tenían cuerpo terrenal, eran “espíritu”, eran personales y eran capaces de intervenir en el mundo en cumplimiento de las “misiones” divinas. Había además que explicar por qué unos espíritus eran “buenos” y por qué otros eran “malos”, ya que no parecía tener mucho sentido que Dios mismo los hubiera creado “malos” por su propia iniciativa. Esto era ya intuido por los pueblos primitivos. Pero se podían concebir otras posibilidades: estos “espíritus” podrían no haber sido creados por Dios, sino que éste tuviera que avenirse a su existencia independiente y obrar en conformidad con sus condicionamientos. Si los espíritus malignos, o demonios, eran la causa del Mal, entonces Dios se encontraba con el Mal como un hecho dado que no podía eludir y que debía combatir. Pero había incluso otra posibilidad: que Dios y el Diablo, el Bien y el Mal, fueran dos principios existentes con independencia y que uno produjera el Bien por mediación de los ángeles y el otro produjera el Mal por mediación de los demonios. La historia de las religiones y la antropología cultural muestran cómo surgieron una variedad de teologías del Bien y del Mal, de ángeles y demonios, incluidas las tendencias maniqueas dualistas que tanto influjo tuvieron en el pensamiento antiguo. Detrás de mitos sorprendentes y de símbolos impresionantes se esconden las angustias ancestrales de la especie humana ante el misterio incompresible del drama de la historia, la angustia ante el Bien y el Mal.


Esto nos hace ver que los intentos de “exculpar” a Dios por la existencia del Mal son muy antiguos. En este ensayo consideramos ya que el Mal –el drama de la historia, el sufrimiento y la perversidad humana– es uno de los grandes temas de la duda humana recurrente acerca de que tenga sentido creer en la existencia de un Dios que debería ser “bueno” pero los hechos parecen mostrar que no lo es. En su momento explicamos que esta es la gran cuestión que se esconde detrás de la americana teología del proceso. Para Whitehead, Dios y Mundo eran eternos y, por tanto, Dios no sería creador. El mundo no sería el Mal, pero tendría sus limitaciones y Dios estaría condicionado por él. Dios sería así el compañero del hombre para luchar contra el sufrimiento. En el pensamiento dualista antiguo –Bien y Mal, ángeles y demonios– está presente sin duda la tendencia a “exculpar” a Dios de ser el responsable del sufrimiento. Incluso en la hipótesis de que Dios fuera creador, las circunstancias de la creación –las cosas invisibles y el mundo visible– podrían haber llevado a que el Demonio, los espíritus malignos, pudieran “instigar” incontroladamente el Mal en el mundo, de tal manera que la obra de Dios se encaminaría entonces a neutralizar su efecto nefasto sobre la naturaleza y la historia. En todo esto está ya dada una cierta concepción de la creación y de la historia como la lucha entre el Bien y el Mal, entre la Luz y las Tinieblas, entre Dios y el Demonio. Esta concepción de una lucha abierta, de poder a poder, entre dos seres personales, Dios y Satán, no parece tener una suficiente “contextura intelectual”, es decir, tiene un sabor muy fuerte a pensamiento primitivo, impreciso y confuso. Si Dios fuera, en efecto, creador del universo, sería creador de ángeles y demonios, y éstos estarían siempre bajo su dominio, sólo podrían hacer el Mal que Dios les hubiera permitido y, en este sentido, Dios seguiría siendo responsable del Mal. En el fondo, la lucha entre Bien y Mal, entre Luz y Tinieblas, entre Dios y Satán, no podría concebirse en términos de una lucha entre la obra de dos entidades personales, Dios y Satán, porque esta “supuesta lucha” sería ficticia, ya que estaría siempre diseñada, controlada y ganada de antemano por el Dios creador. Por ello parece que exculpar plenamente a Dios exigía siempre hacerse desde el dualismo ontológico de Mundo/Dios, Bien/Mal, ángeles/demonios, y esta línea es la que al parecer tomó Alfred Whitehead.


3) Ángeles y demonios en el cristianismo. Es lógico prever que la religión de Israel se viera desde el principio influida por las culturas mesopotámicas circundantes. No era posible que se aislara. Por ello fue introduciéndose poco a poco la presencia de ángeles y demonios, entendidos como seres personales, espirituales, creados por Dios y en todo sometidos al plan divino, con posibilidades de actuación en el mundo de las cosas visibles, o mundo humano, para impulsar hacia el Bien o hacia el Mal. Al ver así las cosas, la religiosidad de Israel aceptaba lo que era “obvio” en las culturas del tiempo. Los tratados de angelología o demonología cristiana (sobre ángeles y demonios) suelen recorrer el AT para recoger aquellas escenas en que aparecen ángeles y demonios. Es el demonio de la serpiente en el Jardín de Edén, que instiga hacia el Mal, o el “ángel de Yahvé” que media entre Dios, los personajes veterotestamentarios y el pueblo de Israel. Los libros del AT presentan en diversos lugares la aparición en escena de ángeles como Miguel, Rafael o Gabriel, así como de grupos, categorías u órdenes angélicos, involucrados en diversas misiones del plan divino. La teología de Israel abordó también una cuestión inevitable: ¿por qué Dios había creado ángeles buenos y ángeles malos? La tradición bíblica contempló para los ángeles un escenario similar al de la creación del hombre. Dios había sometido a los ángeles a una prueba que debían resolver en libertad: los ángeles buenos aceptaron a Dios y los ángeles malos se rebelaron contra Él. Dios, por tanto, no había creado el Mal demoníaco, sino que éste había sido producido por la voluntad de los mismos ángeles. En la misma línea, el NT recoge la mención de ángeles y demonios, sin que aparezca asomo alguno de poner en duda su existencia. Es el ángel Gabriel que anuncia a María la Encarnación del Hijo de Dios, o son los endemoniados, sometidos a la posesión diabólica, que son sanados por un Jesús que muestra su poder sobre todos los “espíritus inmundos”. En san Juan es Satán el príncipe de las Tinieblas y en san Pablo queda claro que ángeles y demonios fueron creados dentro del mismo proyecto de creación en Cristo, es decir, como un aspecto del logos cristológico de la creación. Los ángeles, por tanto, no fueron una creación previa de Dios, al margen de la creación del mundo humano visible, sino que nacieron como creaturas dentro del único proyecto divino de creación “en” Cristo. Durante siglos y siglos la iglesia cristiana ha seguido aceptando la existencia real de ángeles y demonios como seres personales, dentro de la tradición bíblica anterior. Nadie ha puesto en duda su existencia (hasta hace muy poco, como a continuación indicaré) y hasta ahora todo ha seguido en la misma línea, como puede verse en las continuas menciones de ángeles y demonios en los textos litúrgicos de la iglesia católica (y lo mismo sucede en otras confesiones cristianas).


4) Ángeles y demonios en la enseñanza de la iglesia. Aparte de que en el cristianismo se haya venido considerando a los ángeles y demonios como “evidencias” ancestrales, que se remontan a las culturas mesopotámicas, más allá incluso de los orígenes de los escritos bíblicos y de la fe de Israel, el hecho es que la iglesia cristiana ha hablado en numerosas ocasiones sobre ello. Los jerarcas de la iglesia, entre ellos los santos padres, admitieron siempre su existencia y los concilios la han dado también por supuesto en numerosas ocasiones. El contexto ordinario ha sido la enumeración de los diversos aspectos de la obra creadora de Dios, entre ellos los diversos órdenes angélicos y demoníacos. Lo que la iglesia quería definir era a Dios como creador “de todo”. Y en este “todo” se incluían los órdenes angélicos. Los concilios Constantinopolitano I y de Nicea condenaron ya como no cristiano el dualismo (de los dos principios, Bien y Mal independientes) porque Dios era el creador de todo. Ya en otros concilios regionales (como Braga, 560) se rechazaba que el Diablo fuera independiente de Dios y hubiera surgido del caos y las tinieblas, sin autor ninguno. La teología católica ha sostenido en la opinión de la generalidad de teólogos que lo que se quería “definir” en los textos relativos a la creación era la autoría universal de Dios y que lo pecaminoso debía ser atribuido a la voluntad humana (o a la de los ángeles malos). En otras palabras: la creencia en ángeles y demonios se vio siempre como algo tan evidente que nunca se delimitó con precisión una duda que diera lugar a una definición precisa del concilio, orientada exclusivamente a establecer la forma en que la fe cristiana debía entender la existencia de ángeles y demonios. La definición del concilio IV de Letrán (1215), también relativa a la creación, contra cátaros y albigenses, ha sido discutida por los teólogos porque algunos quieren ver en ella una definición más directa de ángeles y demonios. Pero es una cuestión discutida que dista mucho de estar clara. En los últimos tiempos (hacia los años setenta) algunos teólogos, como Ch. Duquoc, H. Haag, o antes el mismo Bultmann, pusieron en duda la existencia real de ángeles y demonios. Por ello, cabe reseñar algunas intervenciones de Pablo VI para defender lo que constituía la creencia ordinaria cristiana en los demonios como seres personales.


5) La interpretación simbólico-mítica de ángeles y demonios. Esta interpretación que se ha extendido en las últimas décadas ha venido a plantear un problema que hasta el momento nunca se había planteado en la historia de la iglesia cristiana, por el sencillo hecho de que nada había alterado la inercia ancestral que movía a admitir la existencia de ángeles buenos y ángeles malos, o demonios, como seres personales, espirituales, que tenían capacidad permitida por Dios para actuar sobre el mundo induciendo al Bien o al Mal. Sin embargo, esta inercia se vio entorpecida por la aparición de una interpretación simbólico-mítica de la realidad de ángeles y demonios que llevaba a entender a los ángeles como expresión del cuidado amoroso de Dios para con los hombres y a Satanás como símbolo del rechazo de Dios y del mal individual y social. Recordemos que la iglesia entendió desde antiguo que las Escrituras que contenían el mensaje de Jesús (AT y NT) debían ser interpretadas por la iglesia, asistida por el Espíritu. Esta “interpretación asistida”, por ejemplo, clarificó decisivamente la idea cristiana del Dios trinitario en los primeros concilios. En la antigüedad se tendió a una lectura literal de la Biblia (no había ni por asomo una lectura histórico-crítica, que los protestantes iniciaron y después siguieron los católicos, aunque a pesar de algunos). Hoy en día todos admiten que la Biblia no puede entenderse siempre literalmente y que en ella hay numerosos contenidos simbólico-míticos. La iglesia transige con estos puntos de vista y no les pone de hecho objeción ninguna. Así, por ejemplo, la historia del Jardín de Edén (mencionada en este ensayo) o los numerosos contenidos del Apocalipsis que, en su práctica totalidad, son una construcción simbólica.


En todo caso, los símbolos y mitos, aunque no se tomen en su literalidad, describen aspectos de la realidad verdaderos; así, lo vemos en la historia del Paraíso y en los mismos símbolos del Apocalipsis en los que se intuye una imagen deslumbradora de la historia real y del plan salvador de Dios. ¿Podrían los ángeles y demonios ser también entendidos de una forma simbólico-mítica? Los hechos son tres: a) que la iglesia ha venido hablando de ellos como seres personales reales; b) que, no obstante, parece que su existencia no ha sido definida dogmáticamente con claridad como contenido del kerigma cristiano; y c) que hoy han aparecido en teología nuevas posibilidades coherentes y argumentadas de que ángeles y demonios pudieran también ser entendidos simbólico-míticamente. ¿Qué pensar entonces? Al menos quiero hacer mención de la lógica del pensamiento cristiano sobre los contenidos de su propia fe (es decir, de los contenidos del kerigma cristiano): la verdad o la forma de entender un contenido de la fe cristiana (aquí ángeles y demonios) no depende de la aseveración de un teólogo u otro. Estos pueden investigar, tener opiniones o vislumbrar posibilidades. Pero es la iglesia como tal la que está asistida en la historia por la Providencia para fijar los contenidos y la forma de entender los contenidos del kerigma cristiano. Por ello, no me cabe duda de que se trata de una cuestión dogmática (referida al contenido del kerigma) que deberá ser abordada por la iglesia en los próximos años con toda seriedad. Hasta hoy, una vez surgida la hipótesis de la interpretación simbólico-mítica de ángeles y demonios, la iglesia ha defendido la doctrina tradicional (verbigracia, Pablo VI). Sin embargo, el hecho es que la posición de la iglesia es cada vez más transigente al respecto.


6) Ángeles y demonios en el paradigma antiguo. Sabemos ya que el cristianismo nació en la conciencia de que su misión histórica era proclamar el kerigma cristiano, o sea, la doctrina de Jesús. Sin embargo, desde los primeros siglos comenzó una hermenéutica, o explicación interpretadora del kerigma, inspirada en la cultura greco-romana. Así comenzó lo que he llamado el paradigma greco-romano, al que en este ensayo sólo he hecho referencias, pero que en otros escritos he explicado ampliamente. Quiero aquí decir que este paradigma hizo uso teológico de la creencia ancestral en los demonios, a la que dio un lugar congruente en su forma de interpretar el plan divino. El paradigma antiguo, en efecto, entendió la creación como una obra ordenada y perfecta en su diseño de salvación. La razón situaba al hombre con certeza metafísica absoluta ante la existencia de Dios y éste era el cumplimiento natural de la psicología humana, de sus emociones y de la aspiración a la felicidad. Todo ser era “bueno” por su misma condición de ser (unum, verum, bonum). La finitud (limitación en la perfección), tal como lo expresaba el pensamiento antiguo, era también “buena”, ya que todo ser, aunque finito, era siempre apetecible y bueno por sí mismo. Dios no había creado el Mal en sí mismo (recordemos lo que antes decíamos). El ser natural, aunque finito (limitado en perfección) era la obra de Dios y era por ello apetecible para la razón natural, la psicología y las emociones humanas, que aceptaban la finitud y esperaban la salvación detrás de la muerte. Dios había creado un mundo “bueno” y regulado la realización del ser finito del hombre por la instauración en la naturaleza de la evidencia de la ley natural. Lo que se llamaba el Mal no había sido creado por Dios directamente y era sólo obra de la voluntad humana (o de la voluntad de los “ángeles malos”). Ahora bien, en este mundo “bien hecho”, ¿cómo se explicaba el hecho y el alcance de la rebeldía humana frente a Dios? Era ciertamente extraño. La teología cristiana atribuyó el mal al pecado que, tras la expulsión del Jardín de Edén, había llevado consigo el “desorden” volitivo de la “concupiscencia” y el castigo final de la muerte. Junto a la concupiscencia, la obra del Gran Tentador, Satán y los demonios, estarían induciendo constantemente al hombre por el engaño a romper el orden de ese mundo creado “bien hecho”, “bueno” de por sí, y a rebelarse frente a Dios. De esta manera Satán era el Gran Transgresor del orden divino, instigador del Mal y príncipe del Reino de las Tinieblas y del Misterio de Iniquidad. Satán era responsable de que un mundo “en orden” se hundiera en el “desorden”.


7) El Mal como drama de la existencia. La tesis que hemos defendido a lo largo de este ensayo es que el pensamiento de la modernidad ha descrito de una manera nueva, más profunda, cómo es el universo creado por Dios y en qué consiste el escenario de la salvación humana. Por tanto, esto permite construir una nueva “posible” hermenéutica simbólico-mítica de la realidad de ángeles y demonios, en especial de estos últimos. Advirtamos que digo “realidad” porque la imagen de ángeles y demonios respondería, en efecto, a una verdadera “realidad” que, en alguna manera, como explicaré, sería una “realidad personal”. Pensemos que la creación, tal como hoy podemos entender, es un universo inundado por el silencio-de-Dios. Un silencio ante el conocimiento (en el enigma del universo) y un silencio ante el drama de la historia (en el sufrimiento por el Mal ciego y por la perversidad humana). El universo que Dios ha creado oculta a Dios porque por el conocimiento el hombre queda abierto a la posibilidad de que se fundara en Dios o fuera un puro mundo sin Dios.


Para poder dejar abierta para el hombre esta doble posibilidad interpretativa, o ambivalencia metafísica, pretendida por Dios, tiene mucha importancia que Dios haya creado un universo autónomo. Un universo que nace de las propiedades de la materia y de la energía producidas en el big bang, evoluciona en el tiempo, hace emerger el orden mecánico y sensible de la vida, acercándose poco a poco a formas cada vez más perfectas, ya que el proceso vida/muerte lleva a un crecimiento en perfección, hasta llegar a la vida humana racional que controla y determina el proceso evolutivo del cosmos, en que el hombre ocupa ya una posición de cocreador creado (creado por el universo, o por Dios, pero creado en todo caso para asumir responsablemente un control creciente del mismo universo). Este universo, que avanza evolutivamente por la muerte a la perfección creciente de la vida, es limitado en su perfección (es “finito”, si usamos la expresión tradicional de la escolástica), pero es “bueno” en sí mismo, como todo ser. Aunque el universo imponga la muerte, por tanto, no por ello deja de ser “bueno”, ya que vivir en un universo limitado (finito), aunque se acabe en la muerte, es mejor que no vivir. La bondad no es exclusiva del Ser Supremo, en principio perfecto: todo ser limitado o finito tiene la bondad del grado de ser que le pertenece. La muerte no es un Mal en sí misma, sino una propiedad del ser limitado en el proceso evolutivo que, por la muerte misma, asciende a la perfección.


Lo que llamamos el Mal no tiene existencia en sí mismo, Dios no lo crea como tal, sino que hace siempre referencia al hombre racional que, al vivir su ser limitado, desearía una mayor plenitud de ser y por ello su existencia se convierte en dramática. La muerte forma parte del ser en un proceso evolutivo y es “buena” porque forma parte de la “bondad” de ese ser evolutivo. Pero es “dramática” porque trunca la aspiración a una vida más plena y perfecta a que habría aspirado el ser natural del hombre racioemocional. La muerte, y el proceso ciego que lleva a ella (quizá la enfermedad) son dramáticos porque frustran la aspiración a algo mejor que habría sido producido por la misma vida. Una vida limitada, pero integralmente “buena”, incluida su derivación final a la muerte. Un terremoto, por ejemplo, es un evento producido dentro de la evolución natural (geológica) de un universo autónomo. Por sí mismo es neutro y bueno, como toda forma del ser evolutivo. Pero, en relación al hombre, es ocasión para que muchos sientan en sus vidas el dramatismo de la limitación y de la muerte. La muerte, la enfermedad, el terremoto, serían un Mal, no en sí mismos, sino por ser la ocasión en que el hombre advierte el drama de su existencia limitada (finita). Sin embargo, no sólo se trata del Mal producido por el “proceso autónomo ciego de la naturaleza” (la muerte, la enfermedad, el terremoto), sino del Mal producido por la misma voluntad libre del hombre. Las acciones humanas –de las que Dios no es responsable, sino la libertad humana– sí que pueden ser intrínsecamente malas (injusticia, violencia, odio, desamor, insolidaridad). Malas en el sentido de ser acciones intencionales directamente dirigidas a producir el Mal, es decir, el drama en los demás, y quizá incluso en uno mismo como persona. Es el sufrimiento producido por la perversidad humana.


8) Ángeles y demonios en la hermenéutica cristiana de la modernidad. Por tanto, el escenario de la vida humana, creado por Dios como universo para la libertad, impone en el hombre la desconcertante experiencia natural del silencio-de-Dios, silencio ante el conocimiento humano (enigma del universo) y silencio ante el drama de la historia (el sufrimiento ciego y el sufrimiento producido por la perversidad humana). ¿Es posible creer en un Dios que es la Verdad pero se oculta ante el conocimiento humano al crear un universo que podría ser un puro mundo sin Dios? ¿Es posible creer en un Dios, que deberíamos postular como bueno, pero que crea un universo autónomo, libre, que produce las condiciones del drama de la historia? La forma objetiva del universo, que tiene una entidad objetiva externa al hombre, pero que éste percibe y entiende en lo que significa racionalmente, se constituye así en una instancia que mueve a desconfiar de un posible Dios. El conjunto de las voluntades humanas que, respondiendo a esta posibilidad objetiva, se han cerrado a Dios y se han hecho fuertes en la libre autonomía frente a todo lo religioso, toman forma en la sociedad y en la cultura y se constituyen en un poder objetivo personal que llama a negar a Dios y a vivir en el puro mundo sin Dios. Cada ser personal advierte también en su propia conciencia individual una fuerza que mueve a que el malestar existencial ante el silencio-de-Dios se traduzca en un “ajuste de cuentas” con ese Dios-en- silencio, es decir, en la negación de Dios y en la afirmación del valor moral de una existencia sin Dios. Por tanto, el universo creado por Dios no impone el orden de una patencia de Dios evidente –como en el teocentrismo antiguo– sino el dramatismo de un universo ciego objetivo que constituye un ámbito que mueve (tienta, induce) a negar a Dios por el malestar ante un Dios oculto ante el conocimiento y ante el drama de la historia; un universo, además, en que la voluntad humana personal que crea en la historia el colectivo de quienes niegan a Dios ha tomado forma objetiva y se constituye en una forma de llamada personal a la desconfianza en Dios.


En el universo existiría, por tanto, una fuerza real, objetiva, creada por Dios mismo, personal, que movería (o “tentaría”) al hombre para llevarlo a la desconfianza de Dios y a vivir una vida al margen de lo religioso. La nitidez y precisión de esta imagen del universo que “tienta personalmente” al hombre no era accesible en toda su fuerza en el paradigma teocéntrico antiguo, pero queda al descubierto en la modernidad. Entonces, ¿no podría ser que imágenes bíblicas, heredadas en la tradición cristiana, como Satán, el Demonio, el Misterio de Iniquidad de san Pablo o del Apocalipsis, el Mundo y el Príncipe de este Mundo de san Juan, fueran una expresión simbólico-mítica de la existencia real de esa fuerza personal instaurada objetivamente en el universo que mueve a la duda y a la decepción ante Dios? El hombre “endemoniado” sería aquel que ha sido presa de Satán, que odia a Dios y todo lo religioso, radicalizado en la blasfemia y la arrogancia frente a Dios, en ocasiones rebelándose frente a Dios por la angustia del drama de la existencia en cualquiera de sus formas. El “endemoniado” bíblico podría ser entonces un símbolo de la intensa negación de Dios que constamos en personas y dimensiones colectivas de la historia real.


Pero el universo ambivalente que conocemos en la modernidad no sólo dejaría abierta la “dimensión diabólica” que tienta personalmente a rechazar a Dios, sino que también dejaría abierta la “dimensión angélica” objetiva que movería a aceptar a Dios, también de una forma personal representada en el Misterio de Santidad y en la influencia de la propia persona que se impulsa a sí misma hacia Dios. La “dimensión angélica” podría ser, por tanto, una imagen simbólico-mítica de los mensajes de Dios presentes en la naturaleza, en el testimonio interior del Espíritu y en la tutela con que la Providencia divina sigue la historia personal de cada uno de los hombres.


9) ¿Existen ángeles y demonios? En todo caso, en los términos en que se ha explicado, no cabe duda de que representan una dimensión verdadera de la realidad creada por Dios, objetiva, externa al hombre, personal, que mueve al hombre bien a cerrarse (demonios), bien a abrirse a Dios (ángeles). Ahora bien, de acuerdo con la tradición bíblica, recogida de las culturas mesopotámicas, ¿son seres personales, espirituales, creados por Dios, a los que Dios ha permitido actuar sobre el mundo para inducir a los hombres al Mal (demonios) o al Bien (ángeles)? No cabe duda de que la iglesia ha creído hasta ahora que así es, en efecto. Como creyente católico me uno a lo que está creyendo la iglesia. Sin embargo, también como creyente católico sé que se trata de una cuestión sobre la que no se ha dado un pronunciamiento dogmático definitivo. Pero, ¿por qué no se ha dado? Simplemente porque nunca como hasta hoy habían surgido propuestas de una interpretación simbólico-mítica tan rigurosas como las que hoy se han planteado. La situación actual obligará a la iglesia de las próximas décadas a estudiar la cuestión y a tomar una actitud. ¿Cuál será? No lo sé. No cabe poner en duda la existencia de las dimensiones angélica y diabólica de la realidad del universo. Su existencia es resultado de la hermenéutica del cristianismo desde la imagen del universo en la modernidad. Lo hemos explicado. Pero, además, ¿existen los ángeles como seres espirituales personales creados por Dios que, en alguna manera, tengan una relación con los hombres? No repugna que el Dios todopoderoso cristiano hubiera creado los ángeles dentro de un único proyecto de creación concebido en el logos cristológico. Al igual que Dios creó el universo y el hombre, así pudo haber creado también un linaje de seres angélicos dentro de la armonía del único proyecto de creación “en” el logos cristológico. ¿Existen los demonios o “ángeles malos”? Debe partirse del hecho de que existe hoy una gran resistencia a admitir lo que el lenguaje bíblico entiende como seres personales diabólicos. En las religiones orientales, sin duda responsables de que la idea de “demonios” pasara al pensamiento bíblico, lo diabólico jugaba un papel explicativo importante: la explicación del origen del Mal en un principio independiente de Dios, que permitía en alguna manera exculpar a Dios del Mal presente en el universo. Pero la idea del universo y del hombre en la modernidad no necesita ya que la instigación o “tentación hacia el Mal” esté causada por la obra de un Diablo tentador. Es la misma estructura del universo la que abre la posibilidad de concebir un mundo sin Dios que cae sobre todo hombre como la “tentación personal” de desconfiar de Dios y encerrarse en una existencia sin Dios. El Misterio de Iniquidad o la idea de Satán como Príncipe de este Mundo que domina a quienes niegan a Dios y quedan demonizados, tal como se presenta en la tradición bíblica cristiana, podrían ser entendidas hoy como una imagen simbólico-mítica de una realidad evidente que está presente en la forma en que Dios ha creado el universo. Creo que, en el actual estado de cosas, sería muy probable por tanto que la iglesia llegara a reconocer que la imagen bíblica de los demonios pudiera interpretarse, como se ha admitido ya de otras muchas imágenes bíblicas similares, de una forma simbólico-mítica, de acuerdo con la imagen del hombre en la modernidad.


Por consiguiente, cuando increyentes, ateos o agnósticos, valoran lo afirmado por las religiones en relación a la existencia de ángeles y demonios, no deben juzgarse las cosas de manera simple e incompetente. Es verdad que las creencias de otras épocas fueron ingenuas. Esto no se discute. El cristianismo es una religión muy antigua, cuya hermenéutica ha estado condicionada por la historia. Pero, en todo caso, la existencia y la forma de entender la realidad de ángeles y demonios en el cristianismo es hoy una cuestión abierta que toca sin duda cuestiones muy profundas, armónicas con la idea del hombre en la modernidad.




V. La fe cristiana en la iglesia como proclamación y vivencia del kerigma


La iglesia cristiana se organizó a partir de la adhesión a Jesús de Nazaret. A lo largo de los siglos fue evolucionando hasta llegar a la iglesia de nuestros días. Es decisivo entender la persuasión de la iglesia en ser depositaria del mensaje de Jesús y, en consecuencia, la persuasión de que su misión era proclamar en la historia el kerigma que fija el contenido de la doctrina de Jesús, estando para ello “asistida” e inicialmente “inspirada” en el momento en que se redactaron los escritos del NT que debían ser el núcleo normativo esencial de la proclamación del kerigma. La presencia de la iglesia cristiana en la historia se ha caracterizado por a) la vivencia de la esencia de la fe proclamada en el kerigma y b) el intento de proclamar el kerigma de tal manera que fuera inteligible en la sociedad de su tiempo, consciente de que la Voz del Dios de la Revelación en Jesús debía ser armónica con la Voz del Dios de la Creación, conocida por la razón y por la cultura de cada tiempo. De ahí que la presencia cristiana en la historia haya respondido a estos dos aspectos del cristianismo: el kerigma y la hermenéutica. La iglesia vivía en la persuasión de que no podía incurrir en el error al proclamar el kerigma, pues se sabía “asistida” por la Providencia de Dios. No así en lo hermenéutico, pues para ello dependía de la razón natural y de las vicisitudes de las culturas humanas. Estos dos factores de referencia, kerigma y hermenéutica, han sido decisivos para entender tanto las estrategias filosófico-teológicas como socio-políticas en el caminar de la iglesia en el curso de la historia.


La revelación se cerró con Jesús y la plasmación de su mensaje en las Escrituras inspiradas. Pero la proclamación de ese mensaje en el kerigma no está cerrada, ya que la iglesia lo profundiza y entiende asistida por la Providencia en el curso de la historia. Así es para los cristianos. Además, la hermenéutica está abierta en la historia y puede generar posibilidades insospechadas para el entendimiento del kerigma cristiano en el futuro.


Proclamación y vivencia del kerigma en la fe cristiana


La vida cristiana de los creyentes se ha centrado siempre en la vivencia de las grandes afirmaciones del kerigma. Es decir, no ha tenido por objeto principal la hermenéutica teológica (más propia de la teología y de los cristianos cultos). Es evidente, sin embargo, que la vida cristiana popular se vio afectada por ciertas consecuencias hermenéuticas que estaban siendo aplicadas en las explicaciones teológicas de cada tiempo, y que eran sentidas directamente por el pueblo cristiano. Así, por ejemplo, el teocentrismo y el teocratismo. Este último vinculaba la iglesia al sistema político de su tiempo y afectaba a la vida de todos los creyentes. Tuvo una trascendencia excepcional en la vida ordinaria de los creyentes, como se ve en los tribunales eclesiásticos y en la Inquisición.


Aun siendo esto así, debe advertirse que la vida religiosa cristiana se centró siempre en los grandes contenidos del kerigma y no tanto en sus interpretaciones hermenéuticas. La mayor parte de los textos de los santos padres que conocemos están dedicados o reflexionar, a profundizar y a sacar las consecuencias espirituales de los grandes principios del kerigma cristiano. Así fue y sigue siendo en el pueblo creyente. Los grandes contenidos del kerigma cristiano –la realidad trinitaria de Dios, la creación, la voluntad salvadora de Dios, la Redención, el Misterio de Cristo, el misterio de la Cruz/Resurrección, el pecado, la Gracia, la presencia interior del Espíritu, la aceptación del sufrimiento, etc.–, cuya conexión con la realidad del universo y de la vida humana son intuidos con gran fuerza y armonía, constituyen la forma en que la religiosidad cristiana es vivida por la mayor parte de las personas.


Es un hecho que la inmensa mayor parte de los católicos, y de los cristianos de siempre, no han vivido su fe intelectualmente, con un conocimiento apropiado de la filosofía y de la teología, ni en el kerigma ni en la hermenéutica. Se ha tenido sólo un acceso sencillo, intuitivo y vivencial, a la fe cristiana, en su sentido y en su conexión con la realidad. El cristianismo popular vive intuitivamente el universal religioso: es decir, el silencio-de-Dios tanto en el enigma del universo como en el drama de la historia y está abierto por ello a la creencia en un Dios oculto y liberador. Esta “lógica de la religiosidad natural” conecta fácilmente con las grandes creencias y símbolos del kerigma cristiano: la existencia del Dios trinitario, su Amor, la creación, la libertad y el pecado que se observan en la historia, el perdón de Dios por la Redención, la cercanía del Dios que se entrega por la Encarnación y que en el Misterio de su Muerte y Resurrección asume el dramatismo de la humillación de Dios en la historia para mostrar el camino de la salvación. La fuerza de estos misterios y símbolos cristianos –principalmente la cruz, el Dios humillado en la creación– llenan pues la intuición de los creyentes, penetrando profundamente en su sensibilidad religiosa interior.


Aparece una intensa identificación sencilla con imágenes de iglesias y de santuarios que hablan de la vida de Jesús, del gran misterio del Crucificado y de su resurrección (piénsese, por ejemplo, en las intensas emociones producidas en la Semana Santa en España o en multitud de fiestas y tradiciones populares en América Latina, llenas de simbolismo y profunda significación). Esta fe intuitiva popular se expresa en diversas oraciones vocales que se repiten una y otra vez, como un “mantra” que acerca a la vivencia religiosa. Esta fe popular vive con tal intensidad los contenidos del kerigma cristiano que no existe duda alguna sobre su verdad y sobre el hecho de que en ellos se manifiesta el plan de Dios para la salvación del hombre. Estos símbolos intuidos con sencillez no son vacuos, sin sentido ni significación, sino que conectan intuitivamente con la experiencia profunda de la existencia dramática del hombre universal. En la fe se armonizan el universal religioso, los contenidos del kerigma cristiano y la experiencia religiosa interior que, de forma sobrenatural y mística, conecta con la Divinidad y produce un mundo de profundas emociones internas. Este mundo se vive, como muestra la piedad popular, con sencillez, intuitivamente y sin problema. En la oración vocal y en las devociones populares, en todas aquellas manifestaciones comunes de la fe en la sencillez del pueblo creyente, al ser juzgadas intelectualmente, el teísta cristiano observa, con respeto y admiración, una muestra admirable de la fe hecha connatural.


En cambio, el ateo e increyente suele ver en ello un mundo de incultura, de simplismo intelectual que muestra el carácter irracional y fanático de la vivencia de la fe, un mundo en que se repiten emociones miméticas (memes) que se pegan de unos a otros desde tiempos antiguos, pero que todavía no han sido revisados por la razón moderna. En nuestra opinión, el rechazo prepotente del ateo que se ríe de la fe popular cristiana es una muestra de incompetencia. El ateo puede rechazar las creencias cristianas, pero tiene los elementos para entender que estas asumen los grandes símbolos que ligan la religiosidad con la realidad, tal como hemos explicado en este ensayo. Rechazar es posible y respetable, pero despreciar no es muestra de competencia intelectual en una cultura crítica e ilustrada como es la modernidad crítica. Entre las vivencias de la fe que suelen incitar a un mayor rechazo entre los increyentes se cuentan, por una parte, la devoción a los santos, y en especial el papel de María en la iglesia católica, así como, por otra parte, en el marco de lo que los católicos llaman “sacramentos”, la liturgia católica central en torno a la Misa y a la Eucaristía.


La devoción y el culto a María, la Madre de Dios


Desde la increencia no se acepta –porque no se entiende– el papel de María en la iglesia y en la piedad popular cristiana. Sin embargo, si hacemos un esfuerzo en imaginar lo que creen los cristianos, entonces entenderemos que la devoción y el culto a María tienen un profundo sentido. Reconocer este sentido dentro de “la lógica de la fe cristiana” no implica obviamente la creencia cristiana, ya que se puede ser increyente o creyente en una religión no cristiana o creyente en un cristianismo no-católico.


La fe cristiana, por tanto, cree en la Encarnación que ha producido una asociación extraordinaria y sorprendente de Dios, como muestra de su Amor, con la estirpe humana. El Jesús de la fe cristiana es una sola persona divina con dos naturalezas, la divina y la humana. Será sorprendente, pero esto es lo que cree la fe cristiana, como hemos visto. Por tanto, si es así (y así es para los cristianos), María es la madre de la naturaleza humana de Jesús, persona divina. Es obvio que la fe cristiana no dice que María sea la madre del Dios trinitario, o de una de sus personas, en su ontología divina; esto sería realmente imposible, porque María es una creatura y no puede haber engendrado al Dios trinitario en su ontología divina propia. Pero, si María es la madre real de la naturaleza humana de Jesús, que es una persona divina, María es madre de Jesús y, por ello mismo, Madre-de-Dios, título que fue reconocido ya desde la iglesia primitiva. Si Jesús fue hombre real que vivió su vida personal en “tiempo del mundo”, es lógico que entre Él y su madre se estableciera la vinculación afectiva y emocional madre/hijo propia de nuestra especie, e incluso en un grado superior. Por ello, Dios, Jesús, engrandeció el alma de María, su madre, con gracias especiales, que respondían a la especial vinculación de María con Jesús. No sabemos hasta dónde llegó y cómo se realizó la unión de María con Jesús, y terminalmente con el Dios trinitario. Pero en la fe cristiana se asume que se dio en alto grado de excelencia en la santidad.


En otros momentos de este ensayo nos preguntábamos, ¿por qué Dios decidió la creación y la redención de la estirpe humana? Y respondíamos: porque Dios en alguna manera se enamoró de ella. En este quedar prendado de la grandeza humana contaba el Misterio de Cristo que como hombre se constituía en Cabeza de la humanidad, modelo de la santidad suprema y lugar de encuentro del Amor de Dios con el Amor de la persona divino- humana de Jesús. Por ello, además, el encuentro del Amor de Dios con el Amor de las Creaturas se dio de forma suprema y paradigmática en María que con su maternidad engendró la sorprendente unión de la estirpe humana con el Dios trinitario, por la filiación divina y por la hermandad con Jesús.


Por tanto, dentro de una misma lógica, en su lugar propio, el Amor de María a Dios es también Cabeza de la humanidad, y de la iglesia, junto a Cristo, y así fue visto a los ojos de Dios. Dios se enamoró de la santidad de Cristo y de María como cabeza de la humanidad que respondía al Amor de Dios. María era la Cabeza de la santidad de todos los santos, de aquellos ciento cuarenta y cuatro mil justos salvados por Dios que están ante el Trono de Dios y han lavado sus vestiduras en la Sangre del Cordero, como explica simbólicamente el Apocalipsis. María, como cabeza de la santidad de la humanidad, explica por qué Dios se enamoró de la estirpe humana, la redimió y la creó. La estirpe humana está dentro de María. Por ello, la santidad de María, unida a la santidad de los santos, es decir, de la iglesia, unida también a Cristo ha sido por ello la “mediación” que ha inducido a Dios a la Redención y a la creación.


Todo esto explica la intuición popular del papel de María en la historia de salvación, intuición respaldada por la iglesia misma, que ha llevado a la eclosión de devociones en el mundo católico. Cuando el católico se dirige a María, confiando, orando y solicitando gracias, no está “puenteando” a Dios porque Dios está en María y María está en Dios. Esto es lo que los creyentes entienden y viven emocionalmente con toda intensidad. La devoción a María, universalmente extendida en el pueblo cristiano desde los comienzos mismos de la iglesia, puede parecer “extraña” a quienes no participan de la fe cristiana. La conmovedora devoción del pueblo mejicano a la Virgen de Guadalupe es una muestra sorprendente y admirable de la emoción de sentirse acogidos maternalmente y representados ante Dios.


Por consiguiente, si se acepta el Misterio de la Salvación que Jesús revela, la historia real de Jesús (que los cristianos sienten en toda su fuerza real), entonces no cabe duda del papel extraordinario de María en la historia de salvación y es explicable la actitud de los cristianos para con ella. En la devoción a María el cristiano siente la emoción de sentirse acogido por el seno amante de una maternidad que engendra paz, confianza, y a la que puede dirigirse con la entrega con que un ser humano se relaciona con su madre natural. El creyente se sabe cercano a María que es Madre-de-Dios y Madre-de-los-creyentes. Es evidente que sólo Dios abarca el universo holísticamente desde dentro y por ello lo encontramos y nos dirigimos a Él desde el interior profundo de nuestro espíritu. María, ni ninguna otra creatura, pueden poseer la ontología holística de Dios. Pero Dios, por Gracia para con nosotros puede hacer posible que desde el interior de nuestro ser, al rezar y al orar, nos dirijamos a María, creatura de Dios, seamos escuchados y podamos hallar una respuesta maternal. El no creyente, en efecto, no cree, pero tiene todos los elementos para entender y respetar qué es lo que creen, racional y emocionalmente, los cristianos dentro de la lógica de su fe.


El Sacrificio de Cristo en la celebración eucarística


La Misa, como sabemos, es centro de la actividad cultual de la iglesia católica. Los católicos, en efecto, se reúnen en torno al altar para celebrar el Sacrificio de la Misa y la Eucaristía queda preservada en todas las iglesias. Esta celebración constituye para ellos la ocasión especial, extraordinaria, de vivir en comunidad lo que constituye la esencia de su fe cristiana. Los increyentes, en cambio, suelen ver en la Misa, y en la Eucaristía, un hecho incomprensible, extraño, irracional, en que la exteriorización de unas creencias insostenibles llega a su manifestación extrema. ¿Qué es la Misa para los católicos? Muchos creyentes lo intuyen con poca precisión teológica, dada la incultura general hoy existente. Los increyentes, por descontado, observan la Misa como un black box cuyo sentido les desborda, no entienden, y justifica su rechazo de la fe. Pero, en todo caso, tanto para vivir la fe cristiana con sentido como para distanciarse de ella, y criticarla, es exigible que se haga desde una comprensión competente de cuanto significa la Misa para los católicos. Su pretendida significación religiosa se aceptará –creencia– o se rechazará –increencia–, pero, en todo caso, una cosa y otra deben hacerse desde la competencia intelectual. En el fondo, sólo desde la competencia intelectual para valorar las diferentes opciones de la vida, es posible la sociedad crítica e ilustrada, tolerante y respetuosa, propia, como decíamos, de la modernidad crítica.


Para exponer qué es el Sacrificio de la Misa en el mundo cristiano-católico comienzo por dos observaciones previas que han surgido repetidamente a lo largo de este ensayo. A) La esencia del cristianismo es la creencia en un Dios que, a pesar del pecado y del drama de la historia, decide crear un mundo como el nuestro. Esta voluntad eterna de Dios es la Redención que, tras la Encarnación del Verbo o Sabiduría divina en Jesús, se manifiesta y realiza en un momento del tiempo por el Misterio de Cristo. La kénosis de Dios en la creación y en la cruz supone la humillación, el abajamiento, el sacrificio de Dios mismo, ofrecido para el acceso de la estirpe humana a la santidad. B) Por otra parte, el creyente acepta la presencia holística y fontanal de Dios que abarca todo el universo “desde dentro”. El Padre, El Verbo y el Espíritu, por la misma ontología divina trinitaria y por la naturaleza del universo creado “en” Dios lo abarcan todo por su omnipresencia y están en el interior del “espíritu” humano.


La celebración de la Misa, o la Eucaristía, se remonta a la iglesia primitiva y su institución ha quedado registrada en la Escritura (la Última Cena de Jesús con sus discípulos), siendo además asumida por la iglesia “asistida” en el kerigma cristiano que se configura en la historia posterior. La iglesia pues cree que cuando el sacerdote consagra el pan y el vino en la Misa, en las especies eucarísticas se produce una presencia real de Cristo, como persona divina en su naturaleza divina y en su naturaleza humana, que es ya ahora la naturaleza humana de Cristo resucitado, es decir, el Cuerpo Glorioso de Cristo. No se trata ya de la presencia holística universal del Verbo como persona trinitaria, que continua dándose siempre como fondo del universo, sino de una misteriosa presencia especial de Jesús en un momento del espacio-tiempo del mundo, similar a la experiencia de presencia real de Cristo que tuvieron los discípulos durante su vida mortal. Pero, ¿cómo entender esta presencia real de Cristo en la Eucaristía? Lo más apropiado para la fe cristiana es reconocer la creencia y entenderla como misterio: el misterio de la eucaristía. Mejor hubiera sido ignorar explicaciones que la hermenéutica cristiana ofreció (verbigracia, la transubstanciación escolástica de raíz griega, y otras). Los intentos explicativos tienen buena intención, pero resultan pobres, e incluso quizá contraproducentes. La presencia real de Cristo en la Eucaristía es un misterio que cabe afirmar, como hace la fe de la iglesia, pero que no cabe “explicar”: de la misma manera que tampoco podemos explicar la existencia del universo, la esencia trinitaria de Dios, la relación creadora de Dios con la ontología del universo, la Encarnación, o los otros misterios de la vida de Cristo. La Eucaristía no es el mayor misterio con el que el creyente tiene que habérselas. Situados ya en la creencia, los cristianos han asumido y vivido el misterio de la Eucaristía a lo largo de los siglos.


Pero hay más. La iglesia ha entendido siempre que en la Eucaristía se reproduce en forma mistérica y real, se reactualiza, el Misterio de Cristo como esencia del eterno misterio creador de Dios y su voluntad redentora: el Sacrificio por el que Dios se abaja kenóticamente en la cruz para resucitar glorioso, tal como se simboliza en la separación del cuerpo (el pan) y la sangre de Cristo (el vino). En la celebración de la Misa están presentes el Cristo kenótico y el Cristo resucitado glorioso. En alguna manera, que no acertamos a entender, pero que se cree desde la fe cristiana, en la Misa se está viviendo y actualizando en un momento del tiempo del mundo (como también se dio en la Muerte en Cruz y en la Resurrección) la voluntad redentora de Dios y la esencia de la religiosidad universal: a saber, la presencia del Dios oculto (la cruz) y liberador (la resurrección) por encima de su ocultamiento y de su silencio en el universo, representado en las especies eucarísticas del pan y el vino. La eucaristía es la creencia y manifestación comunitaria en la fe de que Dios está detrás del universo, detrás de las especies eucarísticas, el pan y el vino. El que Cristo haya querido instituir el misterio de la Eucaristía para que fuera centro de la celebración de la fe cristiana es una nueva muestra sublime de la cercanía y el compromiso del Dios trinitario con la estirpe humana, tal como se manifiesta en la Encarnación y en el Misterio de Cristo.


La fe cristiana, como hemos explicado en este ensayo, no se impone, pero está avalada por la razón para quien quiera libremente asumir su sentido. Pero la fe es aceptar el inmenso misterio de un Dios trinitario que diseña por Amor la obra de la creación. En el conjunto de los misterios que constituyen la fe cristiana, la Eucaristía es uno más. Pero el cristiano, al aceptarlo y vivirlo con fe, siente que está inmerso con armonía en la sinfonía universal del Misterio del Dios oculto y liberador que se ha confirmado en el Misterio de Cristo.




VI. Un cambio hermenéutico necesario para el cristianismo: hacia el nuevo concilio


El cristianismo, por tanto, a lo largo de su historia, no sólo fue aceptación y vivencia religiosa del kerigma cristiano. La iglesia de los primeros siglos entendió que debía hacer una hermenéutica (interpretación) del kerigma y de hecho la hizo. Es lógico que se construyera desde la cultura de entonces que, en conjunto, constituyó lo que he llamado el paradigma greco-romano en el cristianismo (hermenéutica fundada en la variedad de contenidos, filosóficos y socio-políticos que formaban en conjunto el mundo greco-romano). Es evidente que los principios hermenéuticos fueron selectivos (ya que una parte de la cultura greco-romana fue ignorada y relegada). Ahora bien, ¿en qué consistió esta hermenéutica greco-romana? Tuvo dos rasgos principales que se comprueban, con toda seguridad, positivamente, por la historia fáctica: el teocentrismo filosófico-teológico y el teocratismo socio-político consecuente.


La hermenéutica del kerigma cristiano y su crisis histórica


Exigencia cristiana de la hermenéutica. Hacer “hermenéutica” no se vio en la iglesia, incluso desde el principio, como una “conveniencia” que podía darse o no darse, sino como una exigencia esencial de la misión de Jesús confiada a la iglesia, a saber, la proclamación del kerigma que fijaba la doctrina revelada por Jesús. La misión de la iglesia se vio con dos facetas: proclamación del kerigma (en lo que la iglesia creía que no podía incurrir en el error por la “asistencia” divina) y la hermenéutica (en que el error era posible). Pero, a pesar de que la hermenéutica era insegura, era necesario emprenderla. ¿Por qué? ¿Por qué la iglesia sintió la urgencia de hacer hermenéutica y teología? Simplemente por una convicción que dimanaba del mismo kerigma: porque el Dios que se revelaba en Cristo era el mismo Dios creador del universo: un Dios que establecía por creación la naturaleza humana y las condiciones de su existencia en el universo. Por ello, proclamar el kerigma exigía mostrar la armonía entre la Voz del Dios de la Revelación y la Voz del Dios de la Creación, ya que eran el mismo Dios.


La crisis de la hermenéutica cristiana en la modernidad. Durante siglos la iglesia cristiana, y su prolongación en la iglesia católica, respondió, pues, a la exigencia hermenéutica e hizo lo único que podía hacer: formular el paradigma greco-romano, con su filosofía teocéntrica y su orden socio-político teocrático. Sin embargo, la segunda gran navegación del pensamiento occidental en la modernidad ofreció poco a poco una visión del hombre y de la historia que no era ni teocéntrica ni teocrática. La posibilidad de un ateísmo dogmático estaba a la mano y se derrumbaba así el orden teocéntrico antiguo; al mismo tiempo, el orden socio-político laico se organizaba al margen de Dios y se derrumbaba el orden teocrático antiguo. Junto a esto, además, el cristianismo se escindía traumáticamente en múltiples iglesias, con planteamientos filosóficos, teológicos y socio-políticos diferentes. En conjunto aparecía un “orden moderno” que iba a sustituir al “orden antiguo” de forma inevitable. Pero este rumbo irreversible de la modernidad llenó de sorpresa, perplejidad y desconcierto a la iglesia. La razón natural iba descubriendo un mundo de ateísmo (frente al teocentrismo) y de laicismo (frente al teocratismo), siempre al margen de Dios. ¿Cómo era esto posible? ¿Cómo era posible que el universo, supuestamente creado por el mismo Dios del cristianismo, al ser descrito por la razón moderna, no mostrara su armonía con la hermenéutica ancestral del kerigma cristiano?


Debemos entender que la modernidad fue causa, durante siglos, de una profunda crisis y tribulación para la iglesia porque el único principio que podía tener sentido para la fe cristiana era la armonía integral entre la creación y el kerigma. Pero la modernidad mostraba que esto no era precisamente así, al menos en relación con la interpretación ordinaria del cristianismo en el mundo antiguo. El cristianismo no era armónico con la razón moderna.


Parece pues inevitable que la iglesia católica –sobre todo después de la traumática tribulación de siglos que ha supuesto la crisis de la modernidad– se haya estado preguntando qué debe hacer para comportarse correctamente y responder a la nueva situación histórica sobrevenida. Sin embargo, la situación de la crisis de la iglesia es tan dramática que la pregunta sigue hoy planteada para todos aquellos que tienen una conciencia moral cristiana bien formada. Ahora bien, en principio, ¿qué sería “lo correcto” para la iglesia cristiana? No es difícil perfilar una respuesta, conforme a los cánones más tradicionales de la teología: no sólo lo correcto sino la misión esencial conferida por Cristo a la iglesia no es otra que la proclamación del kerigma que contiene el mensaje de Jesús, pero para hacerlo inteligible en cada tiempo histórico, y en nuestro tiempo también. La misión es inequívoca: mostrar la armonía entre la obra del Dios de la Creación (conocida de hecho por la razón natural) y la obra del Dios de la Revelación en Jesús. No tiene vuelta de hoja: es así de sencillo y pediría que pensaran sobre ello con seriedad quienes sienten hoy el peso de la responsabilidad moral cristiana de cumplir la misión de Jesús conferida a la iglesia.


El problema hermenéutico en la modernidad. La iglesia, en efecto, después de quince siglos de paradigma greco-romano, quedó sorprendida por el rumbo que tomó la historia desde el renacimiento (siglos XV-XVI), no sólo por la Reforma sino también por la segunda gran navegación científico-filosófica del pensamiento occidental que pronto fue desmontando los dos pilares del paradigma antiguo: el teocentrismo y el teocratismo. El cariz que de hecho tomó la modernidad desde sus comienzos, no dejó a la iglesia otra opción que encerrarse numantinamente en los principios del paradigma antiguo. Nadie hubiera negado la necesidad de la hermenéutica renovada que la nueva situación parecía exigir, pero a la iglesia no le cupo otra opción que seguir la misma estrategia de la imperturbable firmeza en los principios del paradigma antiguo, dado el cariz agresivo, descalificador y radical, tanto del ateísmo (en lo filosófico) como del laicismo (en lo socio- político). Pensemos que, en la era de la modernidad dogmática, la ciencia fue reduccionista y ofrecía una visión natural del hombre difícil de llevar al humanismo, y mucho menos a la religión. La filosofía moderna se fundó en este tipo de ciencia y propuso sistemas radicalmente ateos (ateísmo dogmático).


Pero, en resumidas cuentas, lo que interesa advertir es que la modernidad fue creando una nueva visión del mundo y que la iglesia quedó rezagada por su permanencia en la visión del mundo antiguo. Si revisamos las corrientes de pensamiento católico en el siglo XX, las estrategias de la iglesia en los últimos siglos y en el siglo XX, la verdad es que no acertamos a descubrir que se haya producido un cambio de paradigma, ya que, aunque con matices (a pesar de las adaptaciones ad hoc, o sea, pequeños cambios concretos inevitables, pero sin revisar el paradigma general), se han mantenido tanto el teocentrismo como el teocratismo antiguos, aunque esto se haya dado dentro de un marco borroso de oscuridad pretendida, de camuflaje, de imprecisión, de perfiles desconcertantes, ambiguos y poco definidos. En ellos se ha mostrado la inseguridad hermenéutica en que se ha movido


la iglesia del siglo XX. La extensión general que ha tomado el talante puramente kerigmático de la teología (puro enunciado del kerigma sin hermenéutica) en las últimas décadas, muestra la renuncia por vía de los hechos no sólo al paradigma antiguo (que se mantiene en silencio porque se desconfía de él) sino a la misma hermenéutica, esto es, a la intención de mostrar la “inteligibilidad” del kerigma ante la cultura del tiempo buscando la armonía con el logos del mundo moderno. Ha habido filósofos y teólogos que han querido hacer algo y proponer cosas nuevas (yo mismo), pero todos han sido anulados por el silencio de la iglesia oficial que ha seguido su camino firme e imperturbable. Pero los teólogos que buscaban el cambio han sido ignorados por la opinión pública y lo que la sociedad ha percibido ha sido sólo la imagen de la iglesia oficial, acomplejada en lo hermenéutico y firme “en lo de siempre”.


Todo esto podría quizá disculparse, porque la iglesia se mueve todavía en una precariedad histórica que la atenaza. No se sabe exactamente dónde está la iglesia ni cómo conecta con el mundo real de la modernidad. No se sabe hasta dónde llegan las adaptaciones puntuales, si estamos en el pasado hermenéutico o en otro sitio. Si es en otro sitio, ¿cuál es exactamente? Que la iglesia esté en lo que he llamado ya en otros escritos un incompromiso hermenéutico un análisis sociológico objetivo no dudaría en calificarlo como “falta de liderazgo intelectual”. En esta situación los católicos tienden a refugiarse en la pura fe y en sus experiencias religiosas, acomplejados ante la presión de una modernidad ante la que no saben qué decir. Los ateos ven una iglesia que sigue siendo un gran buque anacrónico, apoyada en la inmadurez emocional de gran parte de la sociedad, que no resiste la confrontación racional con el mundo de la ciencia y la cultura de la modernidad, encontrando en esta debilidad intelectual manifiesta del mundo de la creencia un argumento decisivo para su ateísmo.


La necesidad moral cristiana del cambio hermenéutico moderno


Hacer “inteligible” en nuestro tiempo. Si lo correcto es buscar inteligibilidad en nuestro tiempo, ¿qué significa “hacer inteligible”? Si la inteligibilidad es un efecto que se produce en el hombre, no puede significar sino que el kerigma ilumine la vida humana real: significa que el hombre advierta que el kerigma (el mensaje cristiano) habla de su vida real y que, en el kerigma, Dios, que es el autor de la creación y de la naturaleza humana, revela el sentido del mundo real, es decir, del por qué de la creación y de la historia humana que contemplamos. Es lo que, ya tantas veces a lo largo de este ensayo, hemos venido llamando la armonía entre la Voz del Dios de la Creación con la Voz del Dios de la Revelación. Pero esta iluminación es bidireccional: la creación ilumina el kerigma y el kerigma ilumina la creación. Es la armonía que debe mostrarse si, en último término, el Dios de la Creación y el Dios de la Revelación son el mismo Dios. Que la creación existe, que ha sido hecha de una cierta manera y que en ella se expresa el plan de Dios para con los hombres, no puede negarse. Sin embargo, que Dios se haya manifestado en la persona de Jesús de Nazaret no es tan evidente, admitirlo es siempre una decisión humana más comprometida. Pero, en todo caso, sólo cuando el mensaje de Jesús de Nazaret en el kerigma cristiano se hace “significativo”, es decir, conecta armónicamente con la realidad, es cuando se hace inteligible la presencia de Dios en él, cuando la Voz del Dios de la Revelación muestra que en ella está la Voz del Dios de la Creación. Y al contrario: cuando la imagen del mundo y la revelación cristiana hablan lenguajes diferentes y, todavía más, aparece contradicción, entonces es muy difícil que el hombre intuya en la revelación la presencia del Dios real de la creación.


La Voz del Dios de la Creación. Por tanto, así como la Voz de la Revelación está dada en la obra de Jesús, es fijada por la iglesia en el kerigma que debe proclamarse y se accede a ella por la fe cristiana, en cambio, la Voz del Dios de la Creación está dada en la creación misma, se muestra en la forma en que Dios ha creado el universo y en las características de la naturaleza humana. Ahora bien, ¿cómo puede el hombre acceder al conocimiento de la Voz del Dios de la Creación? No hay otra vía que observar cómo está hecho el universo y cómo es el escenario de la vida humana, diseñado como plan de salvación. En otras palabras: el conocimiento de la obra de la creación no puede hacerse sino por la razón natural. Así como no se accede a la Revelación sino por la escucha y sometimiento existencial al kerigma proclamado por la iglesia, en su lugar, no se accede al conocimiento de la obra de la creación sino por ejercicio de la razón natural que nos hace describir y conocer cómo es de hecho el mundo real creado por Dios.


Hacia el Nuevo Concilio


Necesidad moral cristiana del cambio hermenéutico: hacia el Nuevo Concilio. Hay un conjunto de razones, difíciles de negar, que muestran que, inevitablemente, para la conciencia moral cristiana actual, no hay otro camino posible que afrontar el cambio hermenéutico que la historia demanda, y este cambio exigiría realizarse en el marco de un nuevo concilio ecuménico.


A) No es posible negar hoy que la imagen de la realidad en el mundo moderno ha supuesto un cambio sustancial en relación al mundo antiguo. B) Es también obvio que no se puede negar que la imagen moderna del universo, de la vida, del hombre y de la historia (sin ser verdad absoluta, ya que el conocimiento sigue abierto y en evolución) debe ser considerada como una descripción de cómo es de hecho el universo creado por Dios, a la que cabe atribuir, en principio, mayor corrección que a la imagen del mundo antiguo. C) Además, es claro que la iglesia cristiana no está comprometida en esencia sino sólo coyunturalmente (históricamente) con los principios hermenéuticos del paradigma greco- romano. D) Por consiguiente, la consecuencia que se sigue es intachable en teología cristiana: es una obligación moral primaria de la misión de proclamar el kerigma en cada momento histórico afrontar el cambio hermenéutico que muestre hoy la armonía entre la imagen moderna del universo y el kerigma cristiano (hermenéutica moderna que no supone absolutizarla, sino sólo la exposición de la armonía entre creación y revelación, a la altura de la razón humana en este momento de la historia). E) Si, al responder positivamente a la exigencia de una búsqueda del cambio hermenéutico, la iglesia viera que la imagen del universo en la modernidad es incompatible con el kerigma cristiano (nótese que no decimos con la hermenéutica antigua), entonces habría una justificación para permanecer en lo que se tiene (a saber, el paradigma antiguo), aunque sin cesar en la búsqueda del cambio históricamente inevitable (esta incompatibilidad es la que se dio en el tiempo en que la modernidad estuvo dominada por el dogmatismo teísta y el dogmatismo ateísta). F) Sin embargo, desde el momento en que la modernidad dogmática ha ido transformándose en modernidad crítica (en los dos últimos tercios del siglo XX), se ha ido perfilando poco a poco lo que debería ser el cambio alternativo hacia la nueva hermenéutica del kerigma cristiano en el mundo moderno. Es lo que hemos venido exponiendo en este ensayo, y en otros anteriores. Ahora bien, cuando se vaya viendo que la alternativa para ese cambio hermenéutico buscado, a) es intelectualmente rigurosa (responde al mundo moderno y su proceso histórico), b) es fiable para el kerigma cristiano (que es asumido en su integridad de forma armónica), c) ofrece un entendimiento del kerigma cristiano mucho más rico y profundo que la hermenéutica antigua, d) que es apto para generar una proclamación del cristianismo en los tiempos modernos mucho más seria e impactante que la proclamación que entró en crisis en los últimos siglos, entonces no habrá otra salida para la exigencia moral cristiana: afrontar el cambio hermenéutico de acuerdo con lo que exige la lógica de la historia.


El Nuevo Concilio en la lógica de la historia. Lo que estamos diciendo tiene una relevancia histórica inmensa. Después de un largo camino de veinte largos siglos de permanencia en el paradigma antiguo greco-romano, después de cuatro penosos siglos de larga tribulación por la crisis del cristianismo ante la modernidad, después de la aguda crisis social moderna en las últimas décadas de indiferencia, de ateísmo y de agnosticismo, después de una penosa situación en que la iglesia oficial se ha visto privada de un logos racional adecuado a nuestro tiempo, después de una penosa crisis disciplinar y moral de la iglesia, se está entrando hoy en unos tiempos excepcionales en que la iglesia va a poder disponer de la alternativa hermenéutica que estaba siendo exigida durante los últimos siglos. Es decir, la iglesia está disponiéndose hoy para estar en condiciones de afrontar el cambio hermenéutico transcendente que la hará entrar en una nueva época en la historia del cristianismo y de las religiones, pero que será también una nueva época para la historia de la cultura universal. El cambio hermenéutico será el más importante suceso en la historia de la iglesia desde hace veinte siglos: la salida del mundo antiguo y la entrada en el mundo moderno.


Estamos hablando de la necesidad de cambio en la iglesia oficial. Es evidente que, en las últimas décadas, numerosos pensadores cristianos han sido conscientes de la necesidad de buscar un cambio hermenéutico y han hecho variadas propuestas, con mayor o menor acierto. Nosotros mismos nos contamos entre ellos. Pero estamos aquí hablando de la necesidad de un cambio que sea liderado por la iglesia como tal y que sea capaz de interpelar con fuerza al mundo contemporáneo. No hablamos de “teólogos”, sino de la “iglesia como tal”. Por ello defendemos que la importancia del cambio que debe afrontarse es de tal calibre que exige ser realizado poniendo en juego el instrumento mayor que posee la iglesia para los grandes momentos de su historia: el concilio ecuménico. El Nuevo Concilio debería establecer los criterios y los contenidos de la entrada del cristianismo en la modernidad y supondría sin duda su mayor cambio histórico en veinte siglos de existencia.


El cambio en la imagen del universo en la modernidad


Pero estamos diciendo que la modernidad, ante todo por la imagen del universo en la Era de la Ciencia que ha acompañado a la constitución del mundo moderno, supone un cambio sustancial en relación a la imagen del universo en el paradigma antiguo. ¿Es así? ¿En qué consisten, en efecto, esos cambios sustanciales? Los hemos argumentado a lo largo de este ensayo, pero podemos ahora resumirlos en dos puntos: por una parte un cambio sustancial en la ontología del universo y, por otra, un cambio no menos sustancial en la idea del alcance del conocimiento humano.


Una nueva ontología del universo, de la vida y del hombre. ¿Cómo es el universo? ¿Cómo es el mundo real creado por Dios? La respuesta es inequívoca: tal como la ciencia describe y valora de acuerdo con sus principios epistemológicos. Se trata, pues, de una aceptación integral de la ciencia, sin restricciones ni límites. La naturaleza de las propiedades de la materia, el big bang, el modelo cosmológico estándar, la vida, la evolución, los mundos especulativos de los multiversos y de las supercuerdas, la realidad del universo antrópico, la determinación y la indeterminación, el mundo cuántico, la posibilidad de explicar el origen de la sensibilidad de la conciencia en el mundo físico, la neurología y la explicación del cerebro como sede de la vida psíquica de animales y hombres, el origen de la razón, un universo constituido por campos físicos y dimensiones holísticas que producen deslumbrantes avances tecnológicos, etc., todo muestra la imagen monista de la realidad evolutiva del mundo psicobiofísico en la unidad del universo. Una nueva imagen del universo que apenas tiene algo que ver con la imagen del universo en el paradigma antiguo que ofrecía una imagen dualista, estática, no evolutiva.


El tránsito desde una cultura dogmática a una cultura de la incertidumbre. El cambio esencial producido por la ciencia ha consistido en caer en la cuenta de los límites y precariedad del mismo saber científico producido. Aunque el objetivo de la ciencia, o sea, su intención final, debería ser producir un conocimiento del universo hasta su último fundamento metafísico, la misma ciencia ha reconocido que los conocimientos producidos de hecho en la ciencia, según sus métodos, no le permiten con rigor formular ese conocimiento final, definitivo, último, metafísico, que en principio podría desear. La ciencia pasó la deliberación sobre las grandes cuestiones metafísicas a la filosofía. La reflexión filosófica, condicionada por los mismos resultados de la ciencia, quedó abierta al enigma del universo. Los resultados de la ciencia dejaban abierto el universo a un fondo profundo, último, desconocido, misterioso, del que, de momento, no podía decir nada como ciencia y del que además difícilmente podría decirse algo en el futuro. La filosofía, por tanto, condicionada así por los resultados de la ciencia, quedaba abierta al enigma del universo que instalaba al hombre en una profunda incertidumbre metafísica.


Así, la historia moderna habría llevado a descubrir el estado de incertidumbre profundo que probablemente constituyó la experiencia humana de todos los tiempos. El hombre no vive en la patencia dogmática de la verdad, sino en la incertidumbre metafísica, entendida en toda su radicalidad, sin sucedáneos. No se trata de decir, por tanto, que un Dios “patente” en su existencia sea un enigma o un misterio, sino que su misma existencia es una incógnita radical por el enigma de un universo que crea la incertidumbre metafísica de no saber por la razón natural si es Dios o un puro mundo sin Dios. La idea de enigma o misterio en autores del teocentrismo cristiano antiguo no es la misma idea de incertidumbre que se ha impuesto, con mayor radicalidad, en la modernidad crítica.


Dios sería, por tanto, “posible”, verosímil para la razón natural que conoce el universo objetivo, pero el hecho mismo de la incertidumbre metafísica impone pensar que ese posible Dios está de hecho “en silencio”. Dios está en silencio porque no es “patente”, ya que, si lo fuera, no estaría en silencio, se habría impuesto por la forma racional de la naturaleza. Esta lejanía y silencio del posible Dios tiene dos vertientes que, en el fondo, manifiestan un único silencio-de-Dios ante el universo. Es el silencio-de-Dios ante el conocimiento humano (por el enigma del universo y la incertidumbre metafísica) y el silencio de Dios ante el drama de la historia (por el sufrimiento del Mal ciego de la naturaleza y de la perversidad humana). Sólo la incertidumbre metafísica en la modernidad explica la radicalidad y profundidad de la real angustia del hombre ante el silencio-de-Dios que pone en cuestión su existencia (angustia que no podía darse en el dogmatismo teocéntrico que imponía la existencia de Dios, como decíamos, por la patencia racional). De todo esto hemos hablado ampliamente a lo largo de este ensayo.


Por consiguiente, si cabe suponer que Dios ha creado el universo, como escenario de la vida humana, tal como la razón, la ciencia y la filosofía, describen hoy a la altura del conocimiento alcanzado en la modernidad, esto quiere decir que la proclamación del kerigma cristiano en nuestro tiempo debe hacerse desde una hermenéutica que, superando la hermenéutica antigua, muestre la armonía entre la Voz del Dios de la Creación (que se nos manifiesta en la razón a la altura de la modernidad crítica) y la Voz del Dios de la Revelación (que se proclama en el kerigma). Esta hermenéutica moderna debe suponer a) aceptar plenamente la imagen del universo, de la vida, del hombre y de la historia, en el mundo moderno, entendiendo la creación desde dentro de la nueva ontología del universo y dentro de la nueva forma de la cultura y b) aceptar que el universo no es un escenario de patencia de la verdad absoluta, de la Verdad de Dios, sino un universo enigmático en que se despliega el silencio-de-Dios. ¿Qué significa, pues, la Era de la Ciencia para la metafísica, para el teísmo, el ateísmo, para las religiones y para el cristianismo? Hoy se marea mucho la perdiz en el diálogo ciencia-religión, pero, en el fondo, todo se reduce a dos puntos cruciales: aceptar la imagen de un universo monista, evolutivo, abierto y autocreador, y, fundándonos en ella, aceptar que el universo moderno no es un universo de patencia-de-la- Verdad, sino un universo enigmático que nos coloca en la incertidumbre metafísica de no saber si su fundamento último es Dios o un puro mundo sin Dios.


Esta incertidumbre moderna por la nueva experiencia del silencio-de-Dios es el humus natural inevitable para entender el teísmo y al ateísmo. Es el humus que debe llevarnos a entender hoy la verdadera naturaleza de la religión natural (el universal religioso) en profunda armonía con el cristianismo como religión universal (el universal cristiano). En la modernidad crítica hemos pasado de un universo de patencia-de-la-Verdad a un universo-de-incertidumbre-metafísica. Este cambio es el hilo conductor que lleva a la alternativa hermenéutica que deberá hacer posible la entrada del cristianismo en el mundo moderno.


El paradigma de la modernidad para la religión y para el cristianismo


El concepto de paradigma de la modernidad se refiere a la forma de entender la religión y el cristianismo de acuerdo con la imagen del universo, de la materia, de la vida, del hombre y de la historia, que se ha ido configurando en el mundo moderno (con más precisión, en la modernidad crítica). Pero, ¿existe realmente este paradigma de la modernidad? Si existe, ¿de qué manera hace posible una nueva hermenéutica de la religión y del cristianismo? Esta eventual nueva hermenéutica, ¿es congruente con el kerigma cristiano, es decir, permite interpretar correctamente todo su contenido? A lo largo de muchos siglos de crisis ante la modernidad, la iglesia permaneció en lo de siempre porque no había alternativa. Pero, ¿es que hoy disponemos de esa alternativa que ha sido esperada por siglos?


La religión radical en el universal religioso. El paradigma de la modernidad reconoce el enigma del universo y la incertidumbre metafísica que imponen la clara conciencia de que el posible Dios, si existiera, está lejano y en silencio. El factum del silencio-de-Dios es una conciencia de la real ausencia-de-Dios-en-el-mundo, muy distinta de la apelación retórica al misterio o enigma de un Dios cuya patencia absoluta en la naturaleza se afirmaba por la razón natural (como hacían el teocentrismo clásico y el neotomismo transcendental, antes aludidos). El silencio-de-Dios que la modernidad crítica constata y describe es el silencio-de- Dios que emocionalmente se vive en toda existencia humana: el silencio ante el conocimiento que no conoce con seguridad la existencia de Dios, que podría no existir (enigma del universo) y el silencio ante el drama de la historia (el sufrimiento personal/colectivo y la perversidad humana).


Pero, desde el humus de esta dramática ausencia de Dios, el impulso humano hacia la Vida y la Liberación mueven a la religión radical que toma forma en el universal religioso: la creencia en un Dios oculto y liberador, que alienta un plan de salvación de la historia, por encima de su lejanía y de su silencio en el mundo. El paradigma de la modernidad sabe que un universo en incertidumbre hace entender que la única religión radical, generada en las vivencias fundantes de la existencia humana, es la que responde al universal religioso, la creencia en el Dios oculto y liberador, que está en el fondo del historicismo de todas las religiones, constituyendo su esencia profunda.


Sin embargo, aceptar el logos (o sentido racional) del silencio divino no es una explicación “racionalista” que le haga entender al hombre, como dos y dos son cuatro, que el silencio –el sufrimiento y el drama de la historia– son lo correcto en Dios. Cuando el hombre sufre por el silencio-de-Dios no entiende nada y ve cómo su existencia se hunde en el desespero y en la angustia. No hay salida emocional para entender la lejanía y silencio incomprensible de Dios. Pero el hombre religioso, a pesar de esa sin-razón del silencio divino, sin entenderlo finalmente, sobre todo en las experiencias personales concretas de sufrimiento profundo, da un voto de confianza emocional a Dios admitiendo que el silencio- de-Dios debe de tener una explicación, un sentido racional, en un plan de salvación concebido por Dios. Las religiones han construido sus “teologías” para explicar este silencio y el sentido de la creación. No es irracional que Dios pudiera haber diseñado este universo con sentido, aunque el hombre no lo entienda fácilmente, sobre todo emocionalmente. Aceptarlo por una postulación, a la vez intelectual y emocional, es la religiosidad humana.


El kerigma como Voz del Dios de la Creación. El paradigma de la modernidad entiende también que el eventual Dios de la Creación es el que ha situado al hombre en un escenario mundano en el que la religión radical acaba siendo posible si se cree en el Dios oculto y liberador. Desde ahí, alcanza también a entender que la Voz del Dios de la Revelación que el cristianismo proclama, no podría responder a un proyecto de salvación distinto de aquel que aparece en el escenario natural, ya que el Dios de la Creación y el Dios de la Revelación son el mismo Dios. La armonía pues de esta expectativa se constata en el kerigma cristiano al entender la respuesta de Dios en el Misterio de Cristo a las dos grandes preguntas metafísicas del hombre natural: la pregunta por el Dios oculto y la pregunta por el Dios liberador. El kerigma, en efecto, revela la existencia de un Dios creador que ha decidido permanecer oculto en el universo, ante el conocimiento y ante el drama de la historia, creando la libertad, la santidad y el pecado, que son redimidos, aceptados para ser creados por mérito del excelso proyecto de santidad que emprenderá Dios mismo en el Misterio de Cristo, cuya kénosis por la encarnación y la muerte en cruz asumirá la manifestación y la realización en la historia de la kénosis de Dios en la creación del universo. Pero el kerigma revela también que ese Dios kenótico, en la creación, en la encarnación y en la cruz de Cristo, se manifestará también en la Gloria de su condición divina cuando emprenda la Liberación escatológica más allá de la muerte, tal como ha sido anticipado por la Resurrección de Jesús.


El paradigma de la modernidad entiende, tal como ha sido explicado en diversos lugares a lo largo de este ensayo, la extraordinaria unidad existente entre la religión radical generada por las condiciones del escenario natural de la existencia, que se expresa en el universal religioso que cree en el Dios oculto y liberador, y la religión cristiana en la forma de un cristianismo universal en que la religión natural y la religión cristiana muestran la profunda unidad del proyecto de salvación diseñado por Dios en la creación y manifiesto en el Misterio de Cristo.


Todas las religiones históricas han intentado, cada una con su teología propia, explicar el sentido-en-Dios del silencio-de-Dios. La explicación cristiana apunta a que Dios aceptó este mundo y lo redimió por la santidad extraordinaria que se produciría en la estirpe humana unida al Misterio de Cristo. Cuando el cristiano conoce la armonía entre el hombre universal y el kerigma siente más fuerza para aceptar el silencio-de-Dios, es decir, para aceptar la cruz de Cristo. Pero ni en este caso la religión cristiana es resultado de una “evidencia racionalista”. El hombre está sumido en el desespero y angustia de la lejanía y silencio-de- Dios. Pero la religión, apoyada en la razón que la avala (la razón natural y la razón cristiana), es ante todo una respuesta “emocional” del hombre que confía en Dios por la fuerza de su búsqueda “emocional” de consuelo y liberación, a pesar de su lejanía y su silencio.


El Nuevo Concilio y el proceso de cambio en la iglesia


El Nuevo Concilio debería ser el instrumento excepcional habilitado por la iglesia para avalar y proclamar el cambio hermenéutico exigido por la historia y por la conciencia moral cristiana. El paradigma de la modernidad ofrecería el marco conceptual para la alternativa hermenéutica que insertara el kerigma cristiano en el mundo moderno. Más allá de la indecisión y falta de definición de la iglesia, propia de los últimos siglos, debería afrontarse por primera vez y declararse con valentía la alegría de entender que la modernidad, la Era de la Ciencia y la cultura moderna, han permitido al cristianismo superar la visión antigua que tenía de sí mismo para entrar en una nueva época en la que es posible describir la armonía entre el mundo real y la creencia en el Dios de todas las religiones, que no es otro que el Dios que se revela en el cristianismo. Así, el concilio debería proclamar la sorprendente y más profunda imagen del Dios, de las religiones y del cristianismo, que habría hecho posible el mundo moderno.


En el concilio, la iglesia debería reconstruir su pasado, su proclamación del kerigma y su dependencia de las hermenéuticas antiguas. Debería exponer qué pasó al entrar la historia en la modernidad, cuál fue y cuáles fueron las causas de la crisis cristiana en la cultura moderna. También debería exponer cómo en la modernidad entraron en crisis los dos principios hermenéuticos esenciales del cristianismo antiguo: el teocentrismo y el teocratismo. Pero, frente al pasado, el concilio debería proclamar la nueva imagen de Dios, de las religiones y del cristianismo, hecha posible por la modernidad. Debería asumir la imagen de la Era de la Ciencia, cortando ya de raíz la tensión y reticencia de los últimos siglos. Debería reconocer la apertura del hombre al enigma del universo y a la incertidumbre metafísica, así como a la experiencia cultural del silencio-de-Dios que está en la base del malestar ante Dios que ha alentado la crítica de las religiones, el ateísmo, agnosticismo y la indiferencia religiosa. El concilio debería proclamar que también las religiones son posibles desde un universo en incertidumbre inundado por el silencio divino. Debería exponer los argumentos que, sin ser impositivos, pueden abrir a los hombres a confiar en la existencia de un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. El universal religioso accesible al hombre universal debería ser presentado por el concilio como la armonía de fondo que liga todas las religiones en una profunda unidad de sentido y convergencia. Por último, el concilio debería exponer cómo este mundo en incertidumbre que impone la angustia ante el silencio-de-Dios es también el que permite entender con una profundidad sorprendente, en armonía con el universal religioso y con el hombre universal, la esencia del kerigma cristiano: el eterno designio divino para la creación en libertad, el por qué de la existencia de un mundo ahogado en el drama de la historia, la Redención, y todos los misterios que acompañan al Misterio de Cristo que realiza y manifiesta en un momento del tiempo el por qué del designio creador.


El concilio debería proclamar que la modernidad permite entender que el designio creador de Dios ha sido crear un universo para la libertad y permite entender también el alcance de este designio en la creación. El concilio debería reconocer y respetar la posibilidad del ateísmo y la increencia, así como reconocer que el Dios que está presente en todas las religiones y en el cristianismo es el mismo Dios del universal religioso. Pero el concilio, al mismo tiempo que reconoce una creación para la libertad que se manifiesta creativamente en la configuración del sentido de la vida y del orden regulado de la libertad en las sociedades nacidas de la modernidad, debería igualmente proclamar la extraordinaria fuerza con que, desde la incertidumbre y el silencio-de-Dios, la armonía del movimiento religioso universal y del cristianismo mueven en una misma línea a confiar que el universo nace del Amor de un Dios oculto y liberador. En Hacia el Nuevo Concilio he expuesto con mayor amplitud la necesidad, significación histórica y contenido del Nuevo Concilio que debería producirse.


Sin embargo, el proceso de cambio en la iglesia no será fácil.


1) Es obvio que no podrá nunca haber un cambio en la iglesia, que haga posible la superación de la gran crisis histórica de la modernidad, si no aparece con rasgos nítidos la nueva alternativa hermenéutica al paradigma antiguo. Una alternativa que sea armónica con el kerigma cristiano y que permita la profundización hermenéutica del kerigma en la nueva época. Una alternativa que sea por ello atractiva por sí misma, que sea general y argumentable frente a otras alternativas, pudiendo imponerse por su propia lógica creando amplios consensos. Una alternativa, en último término, que sea viable, es decir, que proponga un cambio posible que pueda ser asumido por la iglesia en armonía con su teología y su historia.


Sea dicho esto sin negar que el cambio será necesariamente traumático para muchos, porque la identificación con el paradigma antiguo ha sido muy intensa y emocional. Por ello, sólo si la alternativa se entiende con precisión intelectual, si tiene la fuerza atractiva que haga entender que es lo que la iglesia necesita, si es viable de acuerdo con una estrategia de cambio pragmática, será entonces posible el gran cambio que la historia exige. El cambio avalará la nueva posible hermenéutica porque se verá necesario apoyarla como respuesta al avance del conocimiento en la historia y porque permitirá la difusión de una nueva imagen de la religión y del cristianismo que enriquecerá considerablemente la competencia del hombre moderno para decidir libremente el sentido de su vida. Pero deberá entenderse que la nueva hermenéutica, aunque sea nueva y moderna, no sólo asumirá el kerigma cristiano en su integridad sino que podrá recoger, obviamente con matices, la tradición hermenéutica del pasado que, sin duda, aportará gran riqueza a la historia del pensamiento cristiano. Avanzar hacia algo nuevo no significará obviamente una renuncia completa a un pasado del que se podrán recoger enseñanzas enriquecedoras. Esto queda fuera de cuestión.


2) Hemos defendido la tesis de que la alternativa hermenéutica responde a lo que hemos llamado paradigma de la modernidad. ¿Tiene este paradigma las propiedades que debería tener la alternativa para que fuera viable? Creemos que sí, aunque somos conscientes de que, al menos hasta el momento, no es más que una propuesta personal (con no pocas coincidencias con otros pensadores cristianos). Sin embargo, lo que proponemos no son ideas extrañas, alambicadas, difíciles por su propia naturaleza, incapaces de crear consensos. Ya en parte muchos aspectos de nuestra propuesta son hoy, de una forma u otra, objeto de consenso y representan rasgos esenciales de la imagen científico-filosófica del universo y de la tradición kerigmática cristiana. Es muy difícil argumentar en contra de las evidencias que proponemos en el paradigma de la modernidad.


Apuntémoslo una vez más. A) ¿Es posible no admitir que imagen de la realidad, que debe guiar el conocimiento, deba responder selectivamente a la imagen del universo en la ciencia y la cultura moderna? B) Si es así, ¿es posible no reconocer que la ciencia aboca a la filosofía al reconocimiento del enigma del universo, instalándonos en la experiencia moderna de la incertidumbre metafísica de un universo que podría fundarse en Dios, pero que podría ser también un puro mundo sin Dios? ¿Es posible en nuestro tiempo seguir defendiendo una u otra forma del dogmatismo antiguo? C) Si esta incertidumbre es real y sin atenuantes, entonces, ¿acaso es posible dejar de reconocer que el problema existencial del silencio-de-Dios –ante el conocimiento y ante el drama de la historia–, conduce inevitablemente a que la religiosidad deba ser la creencia en el Dios oculto y liberador? D) Por último, si esta es la situación existencial del hombre en el escenario del mundo, abierto al enigma del Dios oculto y al enigma del Dios liberador, ¿acaso no se ilumina desde ella el mensaje de Dios en el kerigma cristiano revelando el eterno designio creador de un Dios oculto y liberador que se manifiesta en el Dios kenótico del Misterio de Cristo? Repetimos, no se trata de ideas retorcidas: son grandes tendencias de nuestro tiempo, que difícilmente pueden negarse, y que representan la lógica intelectual, filosófica y teológica, de la historia cristiana que inevitablemente llegará a imponerse, haciendo posible en nuestro tiempo la armonía del kerigma con la modernidad crítica. Pero sin el proceso de convencimiento personal de que la alternativa hermenéutica existe y se formula en el paradigma de la modernidad, no será posible el cambio en la iglesia.


3) El cambio en la iglesia no será, pues, posible sin un consenso creciente en torno a la pertinencia y viabilidad de una cierta alternativa hermenéutica. Pero el consenso sólo será posible si muchos hacen el esfuerzo de valorar intelectualmente y de sumarse a la nueva alternativa hermenéutica. Para ello se requieren dos cosas. Primero que haya muchos que sientan con honestidad intelectual la urgencia moral de la conciencia cristiana a proclamar el kerigma cristiano en nuestro tiempo con la calidad exigida. Segundo que haya quienes sean capaces de hacer una ponderación intelectual honesta, afrontando el “esfuerzo del concepto”, que les lleve a emprender el trabajo de examinar las alternativas existentes y a obrar en consecuencia. No se me escapan las dificultades que entraña todo proceso de convergencia histórica sobre los proyectos intelectuales. Es difícil encontrar tiempo para estudiar y para ponderar con honestidad y profundidad las ideas. Pero si esto no se hace es imposible sentir una motivación intelectual para el compromiso. Cada quien, además, tiene ya actitudes y recetas asumidas. No todos tienen competencia para afrontar el estudio de las cosas en profundidad, y también existen muchos personalismos y mezquindades de todo tipo. Lo sabemos muy bien por propia experiencia. Tampoco se nos escapa que nuestra propuesta no es políticamente correcta, ya que, por una parte, no se suma a los amplios sectores conservadores, cuyo poder en la iglesia es evidente y no quieren ni que se piense en que algo pudiera cambiar. Pero, además, no es políticamente correcta porque no se suma a las tendencias hacia una iglesia radical que, en último término, entendida sólo desde radicalismos socio-políticos, acabaría disolviendo la religión institucional, también la cristiana, en un mundo de religiosidades personales e individuales. De todas maneras, los acontecimientos acabarán yendo por donde impulsa la lógica de la historia y por dónde la Providencia de Dios quiera llevar a la iglesia. Es inevitable.


4) Quiero indicar también que el cambio en la iglesia debería nacer por la presión de la base cristiana. Si hubiera muchos cristianos honestos y estudiosos, así debería ser. Este ensayo es un ejemplo de que esta presión desde la base intelectual de la iglesia existe. Pero el gran cambio pendiente podría ser impulsado también por instancias superiores que, en conciencia, cayeran en la cuenta de la relevancia de sus decisiones personales para el futuro de la fe cristiana. Cuando Juan XXIII convocó el concilio Vaticano II lo hizo por sorpresa y dejó descolocado a todo el mundo. Había que convocar un concilio para que estudiara cómo presentar la fe en nuestra época, objetivo, por cierto, que no logró en profundidad el Vaticano II y todavía es una deuda del cristianismo con la historia moderna. ¿Por qué no podría suceder algo parecido en la convocatoria del Nuevo Concilio que, sin duda, debería ser mucho más relevante que el Vaticano II? En realidad todo está abierto y nada puede descartarse. En Hacia el Nuevo Concilio (capítulo octavo) expuse ya mi opinión de que un concilio moderno debería ser obra de un papa y que, en último término, aparte de la opinión previa que pudiera generarse en la opinión pública cristiana, el cambio en la iglesia y el eventual concilio que debería encauzarlo, no podrían darse nunca sin la iniciativa de un gran papa, que debería tener clara conciencia de la historia moderna, del estado de la iglesia y de su responsabilidad cristiana. Un papa que, confiando en el Espíritu de Dios y de su Providencia sobre la iglesia cristiana en la historia, tuviera la fuerza para impulsar los cambios necesarios en la iglesia. Una iglesia en la que hoy, como en Éfeso, en Calcedonia o en Trento, sigue actuante la presencia del Espíritu en que la iglesia, y los papas, deben seguir confiando. Sólo esta autenticidad cristiana y confianza en el Espíritu podría auspiciar el gran movimiento intelectual cristiano que concluyera en el Nuevo Concilio de nuestro tiempo, sin duda quizá uno de los más importantes de la historia.




VII. La iglesia de los pobres, el compromiso civil de las religiones en el siglo XXI


La conciencia dramática del sufrimiento humano, que sigue todavía hoy inundando la historia, y la persuasión de que una de sus causas es la inoperancia de la organización socio-político-económica de las naciones para aminorarlo, es el punto de partida del compromiso socio-político en orden a cambiar las cosas. El objetivo es inequívoco: que la política, de que somos responsables los hombres, sea un instrumento eficaz para aminorar el sufrimiento y hacer posible una vida humana más digna para todos. La historia ha avanzado mucho, en efecto, pero está todavía lejos de conseguir la dignidad universal y camina con lentitud enervante hacia ello, siendo así que el problema del sufrimiento es inmenso, hiriente, y pide soluciones urgentes e inmediatas. ¿Es posible hacer algo o estamos condenados a otros cien o doscientos años con más de lo mismo, es decir, condenados a una enorme riqueza mezclada bochornosamente con inmensa insolidaridad e injusticia?


Creemos sinceramente que sí, que podemos hacer algo con urgencia y de forma inmediata. Pero no somos profetas: no decimos que cuanto podría suceder vaya a producirse. La historia depende de las acciones libres de los hombres y estas son imprevisibles. Como dice Popper, el universo abierto, también en lo histórico, puede ser conducido por nuestras decisiones libres al Paraíso o al Infierno. De hecho, en el pasado, la libertad humana ha producido avances hacia el Paraíso, pero también nos ha sumido en inconcebibles tragedias históricas. El avance hacia lo conveniente y hacia la razón no está garantizado porque la razón y las emociones son borrosas, tanteantes, y suponen un compromiso personal.


En este último epígrafe abordamos una temática apenas tratada en este ensayo, pero que constituye un perfil básico de la forma de entender el cristianismo que han tenido los cristianos. La fe cristiana, en efecto, no sólo es una idea filosófico-teológica del universo y del plan salvador de Dios, sino también una exigencia de hacer realidad en el mundo, hasta donde sea posible, la superación activa del drama de la historia, del sufrimiento y de la perversidad humana. ¿Qué puede hacer el cristianismo para sumarse a la tarea humana por conseguir un mundo más justo, solidario, en camino hacia la Bendición prometida por Dios que hará realidad la liberación final de la humanidad?


La religión nace del hombre indigente que aspira a la plenitud de la Vida, pero tiene el desgarro de sentirse abandonado por el silencio-de-Dios en el enigma del universo y en el drama de la historia. El hombre pobre, necesitado, indigente, es el que está en condiciones de volverse a Dios para desear que fuera real el Dios oculto y liberador. Por ello, los hombres que sienten su pobreza y su desamparo, su indigencia, los pobres de Yahvé, son aquellos a los que la religión y el cristianismo deben anunciar la Buena Nueva de la liberación. En este sentido la iglesia es la iglesia de los pobres, la de todos aquellos que sienten su indigencia y buscan la liberación.


La iglesia de los pobres y el compromiso civil de las religiones


La iglesia cristiana entendió siempre que el Reino de Dios en que se realizará la liberación final de los pobres debía anticiparse ya en este mundo. La iglesia debía comprometerse en anticipar la Justicia y la Liberación final del Reino de Dios. Ya desde los primeros siglos de cristianismo, la comunidad de bienes, la solidaridad y la caridad, se vieron como la forma de vivir la fe cristiana. La obra caritativa de la iglesia ha sido inmensa y todavía perdura hoy con excelencia. En el tiempo del teocratismo la iglesia intentó –mientras no fue ella misma cegada por la corrupción– que el gobierno político y económico de las naciones fuera justo y liberador. Cuando la modernidad se emancipó del teocratismo medieval comenzó la nueva andadura laica hacia los ideales ético-utópicos, primero de la modernidad (constitucionalismo, democracia formal y liberalismo) y, poco después, del comunitarismo (socialismo-marxista, historicismo y anarquismo). El papel de la iglesia quedó más y más arrinconado.


La urgencia del compromiso para combatir el sufrimiento humano acercando en lo posible la justicia y la liberación del Reino de Dios ha estado siempre presente en el cristianismo, y también en todas las religiones, en los últimos siglos de historia en la modernidad. La iglesia siguió con su inmensa obra de caridad, pero quiso también ofrecer doctrina social al mundo moderno para que se acercara a la justicia y a la liberación. Pero apenas ha sido escuchada y ha logrado tener influencia en el curso de la historia moderna.


Sin embargo, el siglo XXI ofrecerá probablemente una coyuntura socio-política nueva que permitirá quizá al cristianismo, y a la religiones, jugar un papel que pudiera ser decisivo en el proceso de la historia humana hacia la justicia y la liberación. Es lo que he expuesto en mi obra Hacia un Nuevo Mundo. Filosofía Política del protagonismo histórico emergente de la sociedad civil. La historia, en efecto, está haciendo nacer el protagonismo de la sociedad civil y quizá las religiones –dependerá de sus decisiones libres y de su creatividad histórica– podrían ser el factor decisivo en la organización y protagonismo histórico emergente de la sociedad civil.


En los comienzos del siglo XXI, estamos viviendo tiempos excepcionales porque confluyen objetivamente factores que impulsan hacia caminos nuevos para llegar, con la urgencia y el pragmatismo que exige el sufrimiento inmediato, a una mayor justicia y solidaridad. La función del filósofo-teólogo y la de la filosofía política no es otra que la de alumbrar las ideas que hagan caer en la cuenta de las fecundas posibilidades de acción que podrían y deberían ser emprendidas por los eventuales líderes religiosos y políticos. Pensamos, así se ha expuesto en este ensayo, que esos tiempos excepcionales están induciendo hoy al cambio religioso. Pero también al cambio socio-político-económico. Estos dos grandes cambios podrían entrar en convergencia y el cambio religioso (aunque no necesariamente) podría convertirse en uno de los principales promotores coyunturales del gran cambio político de la historia por el protagonismo nuevo de la sociedad civil. En lo que sigue voy a referirme al cambio socio-político-económico del siglo XXI que, a mi entender, dependerá del nuevo protagonismo emergente de la sociedad civil en el siglo XXI. Este protagonismo civil será el que también haga posible para las religiones un nuevo protagonismo histórico.


El protagonismo civil puede controlar el cambio socio-político


Una conocida cita de Victor Hugo puede aducirse aquí para iluminar la situación ideológica en que nos hallamos, según el análisis de nuestra Filosofía Política. No hay nada más poderoso que una idea a la que ha llegado su momento. Esta idea, que constituye la expresión esencial de nuestros argumentos, se formula con sencillez: hoy es posible organizar la sociedad civil para alcanzar el mundo soñado de nuestros ideales. Esta es, pues, la idea a la que ha llegado su momento. Idea que va abriéndose camino, aunque todavía no haya logrado a una presencia social inequívoca. Pero cuando alumbre con claridad no habrá ya nada, absolutamente nada, que impida la organización creciente de ese protagonismo emergente de la sociedad civil que debe imponer la realización de los ideales ético/utópicos de nuestros días. Cuando sea conocido lo que podría hacerse será muy difícil (aunque posible) que no aparezcan los líderes civiles que sientan la urgencia moral de emprenderlo.


Esta idea equivale a entender de pronto algo que podría parecer como una ilusión, como el sueño que nos hace creer en la próxima realidad de algo imposible. Pero no es así. Es tomar conciencia de la posibilidad real y cercana de algo muy importante: que las circunstancias históricas han confluido en hacer posible que el futuro esté en manos de la sociedad civil. Que esté en nuestras manos. Tomar conciencia diáfana de esta posibilidad significa entender también que la posible resolución de las angustias ancestrales que nos abruman ya no dependerá más de los políticos y de las minorías que detentan el poder en el mundo, sometiendo la sociedad a densas y perversas tramas de alienación y dominio. El futuro dejará ya de estar en manos de quienes son responsables de haber mantenido hasta ahora a la humanidad en la ignominia y podrían seguir manteniéndola así por cien años más si nada cambiara. El ciudadano honesto pero defraudado, después de un largo camino por la desolación más absoluta en la historia, podrá dejar por fin de estar enajenado (por haber cedido su soberanía a otros hombres sin posibilidad de control), alienado (alejado de su propia verdad, así como de sus ideales ético/utópicos como hombre) y despotenciado (reducido a la impotencia, sin capacidad alguna de reacción, atrapado por las perversas tramas de dominación existentes y urdidas en el mundo socio-político).


Hoy entendemos que las circunstancias históricas confluyen en hacer posible que la sociedad civil, la buena gente, el pueblo que siente los ideales éticos más poderosos de la especie, rompa por fin las redes de dominación social que lo enajenan, alienan y de- potencian, se organice para imponer y para controlar el rumbo de la historia en las sociedades democráticas. No creemos que la lógica de la historia mueva a deconstruir la sociedad democrática en que son los partidos políticos quienes detentan el poder de gobierno. La sociedad civil no deberá ser otro partido político, sino una organización transversal e internacional que controle el voto a los partidos en las sociedades democráticas e imponga el rumbo hacia el humanismo que constituye el ideal ético-utópico de la gente de nuestro tiempo. Nada impone pensar que esta organización no sea posible, si se hace como debe hacerse.


Un modelo de cuatro factores para entender la dinámica de la historia


Las circunstancias históricas que hoy confluyen han sido estudiadas en la Filosofía Política que propongo y en ellas se cifra, si el análisis es correcto, la esperanza fundada de que el futuro podría evolucionar según nuestra prognosis histórica.


A) Este cambio hacia el protagonismo emergente de la sociedad civil se funda, primero, en la configuración del ideal/horizonte ético/utópico (factor 1) de los ciudadanos de nuestro tiempo. Este nuevo ideal, en la confluencia de modernidad y comunitarismo, libertad y solidaridad, apunta a que más allá de los fantasmas ideológicos del pasado, se alcance pronto la liberación del sufrimiento humano, con el pragmatismo y con la urgencia que la dramática situación inmediata exige. La nítida conciencia de este ideal/horizonte está hoy en crecimiento rompiendo las redes de dominación y superando la alienación colectiva. De ello advertimos en la actualidad múltiples signos premonitorios; signos de que este ideal/horizonte llegará pronto a tener presencia social inequívoca. Al mismo tiempo que esto suceda se superará la escisión remanente de la sociedad civil entre modernidad y comunitarismo, y se llegará a una de las grandes confluencias históricas de los ciudadanos en una vivencia ético/utópica nueva y unitaria de libertad y de solidaridad.


B) Pero otras circunstancias históricas determinantes deberán conducir pronto hacia el nuevo protagonismo emergente de la sociedad civil. Se difundirá la idea de que el ideal/horizonte ético/utópico conduce por su propia lógica humanística al diseño preciso de un nuevo proyecto de acción en común (factor 2) que se formularía en la declaración general de un proyecto Universal de Desarrollo Solidario (UDS). C) Además, se llegará a la persuasión de que sólo un proyecto de acción ciudadana, que respondiera a las características del proyecto que hemos denominado Nuevo Mundo, sería la estrategia de gestión política (factor 3) que podría conducir eficazmente a hacer pronto realidad el proyecto UDS. No cualquier proyecto de acción civil podría alcanzar sus objetivos, sino sólo aquel proyecto que respondiera a un diseño preciso. D) Por último, deberá extenderse la persuasión universal de que hemos entrado en un Tiempo Nuevo caracterizado por un nuevo protagonismo histórico (factor 4): el protagonismo emergente de la sociedad civil. Hubo un tiempo para el protagonismo de los reyes, caudillos o tiranos; otro tiempo para políticos y quienes lograron controlar la sociedad con perversas tramas de dominación. Pero ha llegado finalmente el tiempo en que la sociedad civil misma construya los instrumentos organizativos para hacerse con el control del poder soberano que le pertenece y para lograr eficazmente la realización de sus ideales utópicos, de libertad y de solidaridad, nacional e internacional, en una sociedad democrática.


Por tanto, la idea de que ha llegado el tiempo para la sociedad civil no es vacía: es la conciencia de que el futuro está en sus manos para realizar pronto el programa preciso de un mundo mejor. La idea a la que ha llegado su momento nos dice hoy qué es posible hacer y cómo está en nuestras manos hacerlo realidad. Nos propone el nuevo orden de convivencia que se debe crear, en la confluencia de modernidad y de comunitarismo: un mundo no sólo de democracia, de iniciativas burguesas y de libertad, sino incluso de liberalismo perfecto, un mundo de prosperidad y de apertura de nuevas iniciativas hasta ahora insospechadas en el marco de la modernidad; pero también un mundo de solidaridad fraternal, de respeto a los pueblos y a todas las culturas, un mundo de paz donde la libertad esté coordinada con el humanismo universal y se trabaje hasta donde sea posible para que ningún hombre sea olvidado por los otros hombres en su sufrimiento, de acuerdo con los ideales del comunitarismo moderno. Un mundo pragmático que a todos beneficiará y no irá en contra de los intereses de nadie. Pero la idea a la que ha llegado su momento nos hace entender también con una fuerte emoción interna que hoy está en nuestras manos seguir un camino viable y eficaz –la autoorganización de la sociedad civil– para convertir pronto en realidad ese mundo de nuestras utopías éticas: sabemos, en definitiva, qué es posible hacer y cómo está en nuestras manos hacerlo realidad.


La gestión del protagonismo civil para el control del poder político


El proceso de tránsito desde el presente a la plataforma fundacional del proyecto UDS tiene, pues, un itinerario definido: la sociedad debe tener una conciencia explícita de su ideal/horizonte ético/utópico (factor 1) y del proyecto UDS que lo realiza (factor 2), cobrando en ello el entusiasmo necesario para organizarse en el proyecto de acción civil Nuevo Mundo (factor 3). A la promoción social de este proceso de tránsito contribuirán los intelectuales en acercamientos sucesivos a las declaraciones generales que permitan la pronta asimilación de estas ideas por la sociedad civil.


Pero la obra de dar consistencia real a la organización civil que debe asumir el protagonismo histórico del próximo futuro debe ser obra de los líderes civiles. Serán estos los que hagan realidad una de las grandes novedades socio-políticas del entrante siglo XXI: la organización autónoma de la sociedad civil para romper por fin las redes de dominación e imponer al poder político el tipo de mundo humano que la gente de bien, la buena gente, el pueblo, está demandando desde hace ya muchos siglos. Estas nuevas formas de auto- organización civil estarán, además, potenciadas por la posibilidad de disponer de la gran variedad de tecnologías de las redes de comunicación actualmente en uso.


Observamos ya muchos signos premonitorios claros de que nos acercamos a ese momento de liberación por el protagonismo de la sociedad civil. No es sólo el grito hoy universal de otro mundo es posible. Es el protagonismo creciente de la sociedad civil en asociaciones ciudadanas y religiosas, las ONG, grupos de diversa actuación y sentido político, voluntariado social, inquietud general difusa por la solidaridad y la lucha contra el sufrimiento, esa compartida cólera ciudadana que se subleva ante el espectáculo diario de indignidades humanas... lo que nos permite esperar que pronto se produzca el cambio cualitativo en la naturaleza de la iniciativa ciudadana para pasar desde el puro parcheado de problemas sociales existentes (las actuales ONG) a la definitiva organización de la sociedad civil en esa dimensión superior que haga posible el control político real de la marcha del mundo por medio de algo semejante a la organización cívica que en nuestra Filosofía Política hemos llamado Nuevo Mundo.


Quiero insistir aquí en una última idea. Es cierto que todo parece confluir hoy en hacer pronto posible ese cambio cualitativo hacia un nivel superior de la organización ciudadana que ya está en marcha a través de múltiples caminos. Pero para que Nuevo Mundo sea posible, viable, para que pueda organizarse con capacidad de alcanzar sus objetivos propios –controlar al poder político y forzar el rumbo hacia el proyecto UDS- tienen que cumplirse condiciones precisas. Ciertos diseños de Nuevo Mundo llevarían adosada la previsión de su futuro fracaso. Así pasaría, por ejemplo, si se lo apropiaran un partido político o cualquier grupo marginal, social, político o religioso, todavía enmarañado en los fantasmas ideológicos del pasado, esgrimiéndolo como una estrategia para triunfar frente al sector de la sociedad adversario. Esto es lo que hoy está pasando y es fácilmente observable. Nuevo Mundo será obra de todos o no será nunca posible, no será de nadie. Deberá ser transversal, intersocial, internacional, un proyecto que pueda ser defendido por todos y suponga una nueva convergencia de la sociedad. Exige la conversión ideológica a una nueva sensibilidad histórica por confluencia entre modernidad y comunitarismo. Debe ser iniciativa y patrimonio de la sociedad civil: debe ser una oferta de la sociedad civil a todos, a todos los partidos, sin estar a favor o en contra de ninguno, para que después sean estos los que disputen sobre la forma más competente de hacer real el proyecto UDS. Lo que nosotros proponemos no es sustituir a los partidos políticos, o el régimen democrático de la modernidad, sino la organización de la sociedad civil que permita el control de la política (y de los partidos). Nuevo Mundo debe ser una organización civil obra de todos, en la única confluencia unitaria que lo hará posible, libertad y solidaridad tal como hemos argumentado. Debe ser la revolución blanca, la revolución de la libertad.


Pero, volviendo a la idea popperiana del universo abierto, podemos decir que nada está escrito y debe suceder por una necesidad absoluta de las leyes de la historia, al estilo hegeliano o marxista. Lo que debe suceder es fruto de las decisiones libres, de la capacidad de construir creativamente nuestras vidas, personal y colectivamente. La obra de los intelectuales está ya en marcha y a ella he tratado de contribuir. La historia futura deberá mostrar si ciertos líderes civiles fueron capaces de asumir la autoorganización civil que la historia hoy parece demandar. Pero en todo caso es claro que los líderes civiles no nacerán nunca si no conocen la obra de los intelectuales que les haga entender el contexto teórico y pragmático de lo que deben hacer.


El compromiso civil de las religiones


Que la sociedad civil pudiera llegar a asumir el protagonismo que la lógica de la historia parece contemplar –en la reflexión de la Filosofía Política– depende de que haya un proyecto convincente (intelectuales) que pueda llevarse a la práctica (líderes civiles). Ahora bien, ¿dónde podrían hallarse los líderes civiles? No es fácil hallarlos. La opinión que he defendido en Hacia un Nuevo Mundo, y en otros escritos, es que las religiones constituyen el nicho social más apto y más potente (aunque en principio no sería el único posible) para que aparecieran los líderes del proceso de organización emergente de la sociedad civil. No es que las religiones debieran liderar, en cuanto “religiones”, el proceso civil. Esto no tendría sentido porque el proyecto de acción civil Nuevo Mundo debería ser sólo laico, abierto a todas las filosofías y metafísicas, creyentes y no creyentes, y por descontado también interconfesional. Por ello, aunque la organización civil naciera desde el humus de las religiones, sería emprendida sólo por “ciudadanos” y su diseño sería laico (todos los creyentes son legítimamente, por derecho propio, ciudadanos y como tales podrían actuar, en solidaridad con cualquier otro ciudadano, en iniciativas sociales y políticas).


Las religiones, y el cristianismo, siguen pretendiendo contribuir a crear una sociedad más humana que elimine al máximo el drama de la historia. La iglesia católica se compromete por la caridad y ofrece doctrina a la sociedad para que esta llegue a sus objetivos. Pero ya no estamos en los tiempos del teocratismo y la sociedad civil laica apenas percibe lo que la iglesia dice y no se deja influir por su doctrina. Sin embargo, si en la iglesia católica se emprendiera el camino hacia el nuevo paradigma de la modernidad, se sentarían en consecuencia los nuevos principios de la filosofía política cristiana y, al mismo tiempo, se haría posible un marco intelectual potente para la convergencia interconfesional cristiana e interreligiosa.


Todas las religiones deberían actuar unidas para combatir el sufrimiento humano. Al entender, en efecto, que el compromiso socio-político del cristianismo y de las religiones en la lucha contra el sufrimiento debería darse a través de la acción laica de los ciudadanos se crearía un extraordinario marco de convergencia para unir a todas las religiones, a través de sus ciudadanos por su condición puramente laica, en un proyecto común de organización de la sociedad civil internacional que, según lo dicho, pudiera liderar la lucha contra el sufrimiento. Frente a esta propuesta hacia la organización civil, que surge de la lógica de la historia, habrá pesimistas que, como siempre ha sido, procederán con exclamaciones que no son sino descalificaciones emocionales: ¡no es posible! ¡Es pura utopía! ¡No se podría llegar nunca al grado de organización que sería necesario! Sin embargo, reiteramos que no existe ninguna objeción ni teórica ni práctica a la posible organización de la sociedad civil. Las ideas ya están ahí y, quizá, la historia haga surgir los líderes audaces con capacidad de emprender uno de los proyectos más esperanzadores para transformar la historia.


Que los grupos religiosos, y cristianos, en lugar de hacer lo que debieran hacer, tal como la historia haría hoy posible ensayar, se dediquen a insignificancias operativas es lamentable. Están defraudando al inmenso mar de sufrimiento universal que sigue ahí pidiendo respuestas urgentes y pragmáticas. No es retórica. El sufrimiento humano no es retórico sino una realidad agobiante para la inmensa mayoría de la humanidad. Por ello, el compromiso con la iglesia de los pobres, antes aludido, no es encerrarse en la cuasi- inoperancia histórica, como hasta ahora, sino afrontar con responsabilidad las decisiones que pueden llevar con urgencia y pragmatismo a transformar la historia real de los hombres.




VIII. Ciencia, paradigma de la modernidad y teología de la kénosis


La ciencia moderna comenzó a construirse a partir del renacimiento, pero en sus primeros años le faltaba todavía mucha consistencia. La síntesis de los principios de la Mecánica Clásica en Newton, a fines del XVII, ofreció la primera imagen del universo consistente que produjo un impacto de importancia. Todos los filósofos querían que su filosofía estuviera en concordancia con los resultados de la ciencia que era ya una ciencia newtoniana. Así lo pretendieron anticipadamente Hobbes con su mecanicismo, al igual que antes Descartes, y también Locke y Hume. La ciencia estuvo en la base del pensamiento de Leibniz y de Kant, así como en el racionalismo y en el empirismo que, a su manera, buscaban también pensar en armonía con la ciencia. No digamos ya del materialismo de la ilustración y del positivismo, por ejemplo el de Comte, que concebían la filosofía como un corolario de la ciencia.


Estando así las cosas, en el siglo XIX, y comienzos del XX, se extendió pronto la intuición de que la “ciencia moderna” había establecido una visión del universo que había arrinconado al mundo antiguo y a la metafísica clásica que de él había nacido. La ciencia moderna carecía de su metafísica propia y por ello debía construirse una nueva. Entre muchos autores comenzó, pues, a prosperar la idea de que estaba todavía por formular la metafísica que respondiera al mundo de la ciencia moderna. Edmund Husserl ensayó el método de la fenomenología que, a su entender, podía conducir a una ciencia pura. Henri Bergson quiso construir una metafísica a partir de la evolución creativa que explicaba el proceso dinámico del universo y de la vida. Alfred N. Whitehead quiso también ofrecer una compleja y esotérica metafísica en concordancia con la imagen de la ciencia en el mundo moderno (Whitehead conoció la mecánica cuántica naciente en los años veinte). En España, los filósofos Xavier Zubiri, y, con menos profundidad, José Ortega y Gasset, buscaron también la nueva metafísica en conexión con la fenomenología y con la ciencia de su tiempo, proponiendo una nueva metafísica de la realidad (Zubiri) o el raciovitalismo (Ortega), de fondo similar.


1) La filosofía y teología del proceso. Whitehead, que hacia 1925 dejó Inglaterra y se trasladó a Estados Unidos, no sólo propuso una metafísica sino que además ensayó una re- interpretación de la religión cristiana que dio lugar a la filosofía y teología del proceso. Murió en 1948 pero una importante serie de discípulos continuaron su obra, principalmente Charles Hartshorne que fundó la escuela de teología del proceso en la universidad de Chicago. Esta manera de pensar “procesual” ofrecía una visión de Dios y de su relación con el mundo que no eran fáciles de admitir desde los presupuestos cristianos tradicionales, no sólo católicos sino también protestantes. La teología del proceso, ya desde el mismo Whitehead, dependió de la ponderación del problema del sufrimiento. No era posible hacer a Dios responsable del sufrimiento de la humanidad. Esto no tenía sentido. Por ello tendió a pensar que el mundo no era creado por Dios. Dios y mundo existían desde la eternidad, entendiendo la obra de Dios en el mundo como la de, digamos, una especie de Demiurgo platónico que moldea el mundo que se ha encontrado de hecho y que intenta llevar a la perfección. Por ello, Dios ayuda al hombre a dominar el sufrimiento en camino hacia la perfección. Dios no es la causa del sufrimiento sino el compañero que nos ayuda a superarlo. El Dios de la teología del proceso era un Dios severamente limitado por el mundo; límites que ponían en cuestión las ideas tradicionales de la omnipotencia y de la omnisciencia divina. En esta teología comenzó a hablarse de kénosis, aunque en realidad no se trataba tanto de la kénosis voluntaria de un Dios creador libre e incondicionado, sino de una especie de “kénosis ontológica” por cuanto dependía de la limitación impuesta por la naturaleza del universo (un universo que existe desde la eternidad cuyas limitaciones se imponen a Dios al margen de la voluntad de éste). Por ello siempre he dudado que el uso del concepto de kénosis en la teología del proceso sea el auténticamente cristiano (porque la kénosis cristiana supone la humillación o autolimitación de Dios en el mundo por propia voluntad libre creadora).


2) Mi itinerario personal hacia la teología de la kénosis. A fines de la década de los años sesenta en el siglo XX, yo era un estudiante muy joven que se enfrentaba al conocimiento de lo que en aquel tiempo era la filosofía y la teología católica. Consistía en los sistemas escolásticos clásicos y la corriente del neotomismo transcendental que se presentaba como la novedad y lo “progresista”. En décadas anteriores Teilhard de Chardin había ensayado una filosofía cristiana que asumiera la verdad científica de la evolución cósmica en la que, efectivamente, por sus presupuestos monistas, se había dado un gran avance en relación al dualismo escolástico. Sin embargo, tanto Teilhard como la escolástica y el neotomismo se movían en el marco teocéntrico habitual desde siglos atrás en el pensamiento católico (Teilhard nació filosóficamente de las ideas teocéntricas del neotomismo blondeliano- marechaliano de los años 20-30). Por ello, fue fácil la síntesis entre evolución y tomismo transcendental que ofreció Rahner más tarde, en los años sesenta, como teoría sobre la autosuperación del ser. En aquellos años, por otra parte, yo desconocía por completo la obra de Whitehead y la teología del proceso. Sin embargo, hubo algo que me impactó intelectualmente y que percibí con toda claridad: que la cultura moderna dejaba claro que era posible a la razón natural la construcción de una hipótesis explicativa del universo puramente mundana sin Dios, y que en esta posibilidad abierta jugaba un papel decisivo la imagen del universo en la ciencia. Por tanto, aquel teocentrismo que se me enseñaba no era pertinente (principalmente el más radical de todos que era sin duda el tomismo transcendental).


Por tanto, el hombre quedaba abierto al enigma del universo y a la incertidumbre metafísica en un escenario mundano en que Dios no había impuesto su presencia porque había asumido la kénosis de su presencia en la creación ante el conocimiento humano. Estas ideas, que son las mismas que he expuesto en este ensayo de forma actualizada y más precisa, las publiqué, siendo todavía muy joven, en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en un volumen de setecientas cincuenta páginas que significativamente titulé Existencia, Mundanidad, Cristianismo (CSIC, Madrid 1973). Este libro es un registro objetivo de mi temprano itinerario personal. Allí hablaba de la viabilidad natural de un entendimiento puramente mundano sin Dios del universo, explicaba la kénosis de la Divinidad en la Creación, el sentido de la kénosis en el Misterio de Cristo y una interpretación de la religiosidad humana como una kénosis de la inversa. Todo ello era “extraño” al pensamiento teocéntrico, bien escolástico, bien tomista transcendental, que imperaba en aquellos tiempos.


3) El nacimiento de la teología de la ciencia. Mi libro no era “políticamente correcto”, era extemporáneo, o extravagante, para las corrientes de aquel tiempo en la teología católica, y por ello fue silenciado. Sin embargo, la lógica intelectual de la historia está ahí, no es propiedad de nadie, y las circunstancias objetivas presionan hasta abrirse camino por una u otra vía, en uno u otro lugar. Y esto es lo que sucedió en realidad, aunque, a decir verdad, años después de mis aportaciones en 1973. Una serie de autores desde el protestantismo, en principio alentados por la obra de Whitehead y la teología del proceso, comenzaron a reflexionar sobre la ciencia con el objeto de llegar desde ella a un entendimiento del cristianismo. Las conclusiones a las que fueron llegando eran grosso modo las que yo había anticipado en 1973.


En primer lugar era necesario admitir que el universo era un enigma metafísico que hacía tanto verosímil una hipótesis teísta como una hipótesis atea. Por tanto, la obra de Dios en un universo en incertidumbre llevaba a entender la creación como kénosis. El primer paso en esta línea de diálogo ciencia-religión lo dio Ian Barbour con una obra primeriza en los años setenta. El conjunto de su obra posterior muestra la influencia de la teología americana del proceso y un concepto de kénosis por ella influido. De ahí que el concepto de kénosis en Barbour no sea del todo asumible para la tradición cristiana. Ya en los años ochenta y noventa el inglés Arthur Peacocke, desde la bioquímica, prosiguió el diálogo ciencia-religión iniciado por Barbour, reconociendo la posibilidad de una explicación del universo sin Dios, pero con un concepto de kénosis que era ya plenamente aceptable por el cristianismo. Lo mismo pasa en John Polkinghorne desde la física teórica, aunque sus obras sean posteriores, de los años noventa y dos mil. Es el editor de la obra The Work of Love, Creation as Kenosis (traducida al español) con colaboraciones de Barbour, Peacocke, Polkinghorne, Moltmann, Ellis, incluyendo varios autores de la teología del proceso. George Ellis está en la misma línea al introducir, a fines de los noventa y en los años dos mil, el concepto de principio antrópico cristiano, entendido en el sentido de que la finalidad antrópica del Dios cristiano es crear un universo en que sea posible la libertad del hombre. No debe olvidarse que todo este movimiento de diálogo ciencia-religión ha surgido en la segunda mitad del siglo XX porque ha sido en él cuando la imagen científica del universo ha pasado desde la modernidad dogmática a la modernidad crítica (en la revista PENSAMIENTO he publicado tres largos artículos sobre la idea de la kénosis en Barbour, Peacocke y Polkinghorne).


En las dos últimas décadas, de forma creciente, han nacido en todas partes proyectos orientados al diálogo ciencia-religión: seminarios, institutos, grupos de investigación, series de conferencias, etc. Tanto en el campo protestante como en el católico. Todos nacen de la intuición de que existe un movimiento imparable en la persuasión de que el mundo cristiano debe reconocer que el mundo creado por Dios es el que describe la ciencia y desde él debe entenderse la religiosidad humana. La pregunta de fondo es siempre la que nosotros hemos intentado responder: ¿cuál es entonces la hermenéutica del cristianismo en la Era de la Ciencia? Sin embargo, en la mayor parte de estas iniciativas no se ha llegado a nada concreto y todo queda en un esfuerzo testimonial por “marear la perdiz” en la línea de lo que los tiempos parecen demandar.


Pero, ¿adónde lleva la reflexión actual sobre la imagen de la realidad en el mundo de la ciencia? A nuestro entender lleva al paradigma de la modernidad que tiene su centro en la teología de la kénosis que entiende la creación como el escenario creado por Dios para la libertad humana. Es lo que vengo defendiendo desde 1973. Es el conocimiento de que el mundo creado por Dios es el mundo que describe la ciencia moderna en la cultura de la modernidad lo que ha permitido llegar a la nueva hermenéutica del kerigma cristiano desde la conciencia del enigma del universo y de la incertidumbre metafísica. La verdad no conozco una síntesis más complexiva que la que nosotros proponemos en este ensayo, y en otras publicaciones. Una síntesis que armoniza lo científico, lo filosófico, lo teológico y que apunta hacia el Nuevo Concilio como exigencia ya ineludible para el futuro de la iglesia católica. La alternativa al paradigma antiguo comienza a vislumbrarse en estos momentos y marca una dirección de avance estable para el futuro del cristianismo.


4) La ciencia y la cultura de la modernidad. La ciencia no es lo mismo que la cultura de la modernidad. Sin embargo, es el factor determinante de la modernidad. Es verdad que en la modernidad no todo es ciencia: hay filosofía, arte, literatura, poesía, cine, televisión, cultura popular, forma de ser de la gente, religión social y nuevas formas de religiosidad interior, ateísmo, agnosticismo, indiferentismo metafísico, secularización, autonomía moral, laicismo y aconfesionalidad en la organización de la sociedad civil y en la forma del estado, etc. Sin embargo, el humus básico y radical del que nacen todas las manifestaciones de la cultura de la modernidad es la ciencia. Por la simple razón de que ésta, aunque de por sí no sea una metafísica, ni sea filosófica, ofrece la imagen racional del universo a la que el hombre debe atenerse moralmente. La filosofía, como antes decíamos, depende de las evidencias y de los resultados teóricos de la ciencia. Desde los últimos siglos ha intentado siempre, por lo general (pues siempre caben las excepciones), adaptarse con armonía a la ciencia moderna. La conciencia moral de la legitimidad de la autonomía humana en el diseño de la vida personal y de la sociedad, el ateísmo, el agnosticismo, la secularización, se han posibilitado porque la ciencia ha hecho posibles las filosofías seculares de la modernidad. Todo ha crecido en el humus de la ciencia. De ellas, de la filosofía y de la ciencia, depende la experiencia de la vida en el arte, en la literatura, o en todas las manifestaciones ordinarias de la forma de vivir de la sociedad de nuestro tiempo.


Hemos insistido en que durante muchos siglos la manera de pensar de la modernidad fue dogmática. El ateísmo fue dogmático y también lo fue el teísmo religioso de las religiones (del cristianismo). La religión cristiana no se entendía a sí misma desde la imagen del universo que estaba produciendo la ciencia (que la filosofía interpretaba de acuerdo con una epistemología dogmática) y por ello se encerró numantinamente en el paradigma antiguo. No era posible que el universo creado por Dios fuera el que la ciencia determinista y mecanicista describía porque éste no era conciliable con el kerigma cristiano (se estaba aún en el antagonismo ciencia/religión que ha perdurado por siglos).


Sin embargo, insistimos, la situación cambió radicalmente cuando la epistemología, los resultados de la ciencia y sus consecuencias filosóficas, en la segunda mitad del siglo XX propiciaron el tránsito desde la modernidad dogmática a la modernidad crítica. No se abandonó la modernidad pasando a otra cosa (posmodernidad), sino que la imagen del mundo que se estaba construyendo desde siglos entró en una nueva fase en que se reencontró a sí misma en el criticismo ilustrado, abierto y tolerante, que hizo que la misma modernidad abandonase el dogmatismo (la certeza absoluta en los “grandes relatos” de la filosofía en la imagen del universo y la concepción de los fundamentos de la sociedad civil). Por esto preferimos hablar de modernidad crítica como expresión de la fase final, hasta el momento, del movimiento unitario de la cultura en los últimos siglos en busca de una nueva imagen del universo. Al ateísmo dogmático le hizo entender que el ateísmo era posible pero no como “dogma o evidencia” científica, sino como “conjetura verosímil”, en último término como “creencia metafísica”. Al teísmo y al cristianismo les hizo comenzar a vislumbrar que la imagen del universo en la modernidad crítica no era tan obviamente incompatible con la imagen del kerigma cristiano. En otras palabras, se comenzó a vislumbrar que se debía ofrecer una mayor credibilidad a la ciencia que al pensamiento antiguo y que probablemente en el tiempo de la modernidad se estaba entrando en una nueva época histórica en que se alcanzaba un conocimiento más preciso de cómo era realmente el universo y el escenario de la existencia humana en el mundo, tal como habían sido queridos y creados por Dios.


Ahora bien, si el universo era el que describía la modernidad crítica, entonces, ¿cómo cabía entender el diseño que Dios había hecho de la creación y del escenario mundano de la vida humana? Ante todo cabía entender que Dios no había querido crear un universo en que resplandeciera la patencia evidente de su Verdad metafísica última, ni siquiera por tanto la Verdad última de la Divinidad. Dios había creado un universo metafísicamente ambivalente que hacía tanto verosímil que pudiera ser Dios o puro mundo sin Dios. Dios estaba pues ausente del universo porque no imponía la presencia evidente de su Verdad. Dios estaba en silencio ante el conocimiento humano (por el enigma del universo) y ante el drama de la historia (por el sufrimiento personal y colectivo y por el sufrimiento producido por la perversidad humana). El universo creado por Dios era un universo enigmático por el silencio-de-Dios que instalaba al hombre en la incertidumbre metafísica. De esto hemos venido hablando en este ensayo desde la primera página.


5) La ciencia y el paradigma de la modernidad. Lo que verdaderamente tiene una importancia capital para la teología cristiana (para la hermenéutica que debe intentar construir) es la imagen que tenemos del universo creado y del escenario natural de la vida humana. Es esencial porque la hermenéutica debe nacer de la comprensión de la armonía – o iluminación bidireccional– entre la Voz del Dios de la Creación con la Voz del Dios de la Revelación en Jesús. La ciencia, nos guste o no, es importante para la teología precisamente por esto: porque es la voz más autorizada para decirnos cómo es realmente el universo creado por Dios. Es la ciencia la que establece el humus básico para que la filosofía nos diga que estamos instalados en una inevitable incertidumbre metafísica. La ciencia es la raíz que da sentido a las características esenciales de la cultura de la modernidad. Por ello la ciencia es el factor hoy determinante que debe guiarnos para trazar la imagen filosófico-metafísica del hombre en la incertidumbre, para entender la imagen del universo creado por Dios –es decir, la Voz del Dios de la Creación– y, en consecuencia, para entender la hermenéutica de la Voz del Dios de la Revelación, del kerigma cristiano, en armonía con la cultura moderna.


Al construir esta nueva hermenéutica advertimos la abismal profundidad y armonía que trasluce en el logos de las religiones y del cristianismo. Entendemos cómo y por qué la raíz de toda posible religiosidad, desde un universo como el nuestro, es la mediación del universal religioso como aceptación y creencia en el Dios oculto y liberador. La religión universal del universal religioso queda asumida y desbordada por el universal cristiano que en el Misterio de Cristo revela el eterno designio trinitario de la kénosis en la creación para constituir la dignidad y la libertad humana. Es lo que hemos venido explicando a lo largo de este ensayo.


6) El Nuevo Concilio, débito de la iglesia para con la modernidad. La nueva imagen del universo en la ciencia y en la cultura de la modernidad conducen hoy a entender de una forma mucho más profunda la armonía entre la Voz del Dios de la Creación y la Voz del Dios de la Revelación. La nueva, y esperada durante varios siglos, alternativa hermenéutica que sustituya al paradigma antiguo se perfila ya con rasgos definidos y es muy difícil negarla. Es inevitable que la iglesia acepte globalmente la imagen del universo en la Era de la Ciencia y la cultura de la modernidad. Es inevitable salir sin enmascaramientos ni titubeos del mundo teocéntrico y teocrático del paradigma antiguo, aceptando el enigma del universo y la incertidumbre metafísica. Es inevitable para la responsabilidad moral de la conciencia cristiana la proclamación hermenéutica de la sorprendente y abismal armonía entre el mundo moderno, el logos de la religión natural y el contenido del kerigma cristiano. La iglesia tiene pendiente desde hace siglos la tarea de proclamar la significación del kerigma cristiano ante la cultura de la modernidad. A la iglesia ya no le es posible seguir poniéndose de perfil, a ver si se olvida que estuvo en el paradigma antiguo, sin mostrar claramente dónde se halla, si en el pasado o en la responsabilidad del futuro, saliendo de los embrollos inmediatos por lo que he llamado adaptaciones ad hoc, dejando que los intelectuales cristianos vayan como francotiradores por libre, sin respaldo alguno e ignorados completamente, abandonados a un desconcierto profundo. Es decir, en último término, ya no le es posible a la iglesia seguir en el incompromiso hermenéutico, característico de su posición diletante en los últimos tiempos, reducida a la pura proclamación de un kerigma sin logos en la modernidad. Tras veinte siglos en el paradigma antiguo, la tarea de re- instalación del cristianismo en la cultura moderna, en los términos aquí explicados, es de una importancia tan grande que no puede ser llevada a cabo sino por el Nuevo Concilio, sin duda uno de los más importantes de la historia de la iglesia. La luz debe colocarse en lo más alto del candelero para que alumbre a todos y les permita entender el gran espectáculo intelectual y estético que supondrá la sorprendente reinterpretación del cristianismo, y de las religiones, en el mundo moderno.





Nota introductoria y prólogo


El gran enigma. Introducción


Capítulo introductorio


1. Razón, ciencia, filosofía, ¿permiten salir con seguridad de la incertidumbre metafísica?


2. Teísmo, ateísmo, religiones, creer o no creer en el Dios oculto y liberador


3. El cristianismo


Epílogo. La respuesta del hombre auténtico a la llamada de la Tierra


Anexo. La interpretación del cristianismo en el mundo moderno